Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

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Karina García Reyes (2021). Morir es un alivio. México: Planeta, 270 pp.

 

Reseñado por:

Evelyn Mejía Carrasco
Facultad de Derecho
Universidad Autónoma de Guerrero

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La obra de Karina García Reyes compone un complejo retrato del doloroso camino recorrido por algunos de los protagonistas centrales de la historia contemporánea de nuestro país: los niños y jóvenes “narcos”, “sicarios”, “criminales”, “adictos” y “pobres” que engrosan las filas de los grupos armados que operan en diversos territorios de México bajo la bandera de alguna organización criminal. Al recuperar sus testimonios en un centro de rehabilitación, la autora desmonta un conjunto de mitos y narrativas elaboradas en torno a las violencias actuales, sus sujetos y subjetividades, haciendo con ello una destacada aportación al campo de estudios de las violencias en México.

Este libro resulta de una investigación doctoral que implicó un periodo de trabajo en campo realizado por la autora en un centro de rehabilitación de corte religioso ubicado al norte de México. Sus hallazgos dejan serias reflexiones para quienes nos interesamos por el estudio de las violencias y el diseño de posibles soluciones a este aparente callejón sin salida. Si bien el libro es editado para la difusión de conocimiento con un público más amplio, lo que explica la ausencia de un marco teórico-metodológico que sitúe la investigación en los debates académicos vigentes, la autora realiza un esfuerzo por exponer a lo largo del texto los retos analíticos, conceptuales y dilemas éticos que enfrentó en el desarrollo de su tarea intelectual para comprender a los perpetradores de las violencias. Este tipo de investigaciones en México es escaso y en ello radica la principal virtud del trabajo, pues revela aspectos centrales del mundo de sentido habitado por estos actores.

La obra inicia cuestionando la narrativa dicotómica que predomina en el debate público sobre seguridad, violencia y crimen organizado, que traza fronteras fijas entre “nosotros” y “ellos”, “buenos” y “malos”, “legal” e “ilegal”. Esta matriz discursiva se consolidó con la política de seguridad pública implementada en el gobierno de Felipe Calderón, que iniciara bajo el argumento de la “guerra” en contra del crimen organizado, al día de hoy ampliamente discutida y refutada en la literatura especializada. A partir de ello, la autora reflexiona en torno a una serie de mitos elaborados y reproducidos por este marco discursivo, como las políticas prohibicionistas sobre las drogas y la adicción como problema de salud pública; el lavado de dinero del narcotráfico y la corrupción en los países no occidentales; la militarización de la seguridad pública como estrategia de combate al narcotráfico; los narcotraficantes como únicos responsables de las violencias vividas en este periodo (pp. 20-21).

Este recorrido crítico sirve como preámbulo para mostrarnos, respetuosa y humanamente, los testimonios invisibilizados de jóvenes ex integrantes de grupos criminales que en su trayectoria cometieron actos terribles, y sobre los cuales el discurso de “buenos y malos” ha tenido efectos funestos. A decir de la autora, este discurso categoriza sus vidas como desechables, vidas que no vale la pena salvar, al sostener el reproche colectivo contra ellos por los actos cometidos. Sus testimonios, afirma, nos ayudan a imaginar el significado de que tu vida sea prescindible y expone el peso de esta condena, ya que para ellos involucrarse en el mundo criminal “representó una opción atractiva porque creyeron que no tenían nada que perder”. De ahí que el título del libro adquiera sentido, pues “para quienes la propia existencia es desechable, la muerte se considera una liberación del sufrimiento” (p. 41).

Confieso que mi lectura de la segunda parte del libro, que contiene los testimonios elegidos por la autora para este documento, fue tan difícil como reveladora. Los relatos presentados con un profundo respeto a la dignidad de los informantes nos confrontan con la realidad cruda, adversa y dolorosa por ellos vivida. Esto representa una virtud del documento, pues ofrece una mirada profunda que combina diversos planos analíticos que van de lo estructural a lo microsocial, sin sacrificar ni silenciar a sus protagonistas. Respetar su voz no fue una labor sencilla pues, tal como expone la autora en distintos pasajes del texto, trabajar con los perpetradores de la violencia desafió sus nociones éticas y morales más profundas, confrontó sus prenociones y prejuicios sobre estos sujetos, así como también cuestionó su propia visión del mundo. Lo anterior remite al carácter dialógico de la investigación social, que implica una constante revisión y reconfiguración de nuestros planteamientos teórico-metodológicos tras su contraste con la realidad. También es un aprendizaje para compartir con quienes nos interesamos por el estudio de las violencias, pues escudriñar sus sujetos, lógicas y significaciones desafía nuestros propios marcos de sentido como personas ubicadas en una trama relacional y emotiva, de género y clase.

Las historias de Arturo, Lalo, Cholo, Travis, Emilio, Benicio, Kiko, Roky, Ruperto, Caballo, Temo y Miguel, que conforman esta segunda parte del libro, fueron elegidas entre 33 testimonios recogidos, pues exponen elementos transversales a todos ellos. Su presentación, cuidadosamente elaborada, mantiene una estructura similar. Se inician con un recuento de los primeros años y el contexto de vida de estos hombres como preámbulo a la descripción del proceso y las condiciones de su incursión en la labor criminal. Enseguida se abordan aspectos relativos a sus actividades dentro de la organización donde trabajaron, a través de sus experiencias más significativas, momentos trascendentales que marcaron su trayectoria y rumbo dentro de este ámbito, así como también exponen los dilemas, anhelos, problemáticas, sentimientos y emociones que los atravesaron. La exposición concluye con la narración del momento de quiebre o punto de inflexión que los llevó a cuestionar su permanencia en el mundo criminal y los condujo, a algunos por azar y a otros por destino, al centro de rehabilitación donde, según sus palabras, encontraron una oportunidad para cambiar.

Vale recordar que la extraordinaria investigación realizada por García Reyes se llevó a cabo con personas que ingresaron voluntariamente al centro de rehabilitación que les proporciona las condiciones necesarias para su recuperación física y emocional con una mística religiosa de amor, responsabilidad, respeto y dignidad. Para estos hombres, este tipo de trato y el estilo de vida en comunidad es una experiencia única que les permite trazar un horizonte ajeno a la vida criminal. Los testimonios presentados muestran que la elección de permanecer en este lugar tampoco representa una salida fácil, pues para ellos implica reconocer el dolor propio y ajeno, transformar patrones y conductas nocivas, así como elaborar otro proyecto de vida.

En el análisis de los testimonios recogidos, García Reyes encuentra algunas similitudes entre las experiencias de vida de estos hombres que pudieran funcionar como elementos explicativos a algunos de los procesos abordados. Estas similitudes son: haber tenido un padre ausente, sufrir o perpetrar violencia doméstica, baja autoestima, complejo de inferioridad, una fuerte dependencia a las drogas e intentos de suicidio (p. 49). Aunado a ello, en la presentación de los testimonios, la autora hilvana un conjunto de reflexiones de mayor alcance relativas al campo de estudios de las violencias que vale la pena recuperar.

La primera de ellas es la dimensión de género, la masculinidad hegemónica y roles tradicionales que atraviesan a los protagonistas de estas historias e inciden en el ejercicio de las violencias. Su historia, marcada por un ideal de la familia tradicional, trastocado por sus propias experiencias de vida, que detonaron sentimientos de inferioridad en los entrevistados. Madres solas, trabajadoras precarizadas, víctimas de violencia doméstica y sobrevivientes en contextos adversos; padres ausentes o con un arraigado machismo, que disciplinan y crían a través del ejercicio de la violencia, los llevaron a fantasear con el parricidio. Esta fantasía, según los testimonios mostrados, se proyectaría en el ejercicio de las violencias dentro del mundo criminal.

Aunado a ello está la vida en “la jungla”, esto es, el barrio y la calle que la mayoría de ellos tuvieron, donde la masculinidad hegemónica impone y reclama el ejercicio de la violencia entre los niños y jóvenes, pues “en los contextos de pobreza en los que vivían, la violencia no era una elección; no existía otra manera de sobrevivir”. La apropiación de esta masculinidad y de los códigos de calle, ya estudiados en la literatura sobre pandillas y violencia urbana, así como el consumo de drogas legales e ilegales, componen sus subjetividades, pertenencias y patrones de interacción.

El libro subraya la ausencia de redes de protección y cuidado para la niñez y la juventud, así como la ineficacia de las instituciones creadas con este fin. En suma, estos elementos contribuyen al sentimiento de aislamiento y soledad que allana el camino para el ingreso de los hombres al mundo criminal y su devenir como profesionales de la violencia que sostiene la reproducción de la masculinidad hegemónica.

Otra reflexión que destaca en el texto se refiere al cuestionamiento de la autora a la interpretación cultural de la violencia, ampliamente difundida en los debates públicos y académicos en nuestro país, vinculada comúnmente con la “narcocultura”. Ya la teoría sociológica contemporánea, en voz de Wieviorka, Tilly, Collins y Joas, ha cuestionado la perspectiva cultural, por su determinismo y las limitaciones que presenta para la comprensión de los fenómenos de la violencia. Este enfoque corre el riesgo de estigmatizar y criminalizar a sectores de la población mayormente situados en condiciones de pobreza y marginación, e impide el análisis relacional de los sujetos y las subjetividades. A través de los testimonios recabados, García Reyes arriba a la conclusión de que el hedonismo, el consumismo y el individualismo no son exclusivos de la “narcocultura”, y en consecuencia de los sujetos de estudio, sino que son valores propios al modelo neoliberal.

En este marco, el ejercicio de la violencia se significa como un trabajo que permite a los hombres satisfacer sus ambiciones, acceder a bienes y servicios que de otro modo no podrían obtener. Lo anterior, expuesto por Sayak Valencia en su libro Capitalismo gore (2016), se sostiene en la capitalización de la vida de las víctimas de los actos atroces que han cometido. Para García Reyes, las violencias extremas ejercidas por estos sujetos en la labor criminal fueron posibles gracias a un mecanismo al que denomina adormecimiento emocional (p. 158), no necesariamente vinculado al uso de drogas, sino relacionado con un proceso de entrenamiento para el ejercicio de la violencia. Podríamos agregar que ello implica la conciencia de la propia e inminente muerte en el mundo que los individuos habitan, lo cual les permite establecer una relación de exterioridad con las víctimas, los despoja de empatía y temor. Son varios los ejemplos expuestos en el libro a través de los testimonios de ex militares y jóvenes que conformaron las filas armadas del crimen organizado a este respecto.

Recupero un último elemento del texto que destaca en mi lectura y que se relaciona con el aspecto mítico-religioso presente en las narrativas de los entrevistados, que se vincula tanto con el ejercicio de las violencias dentro del mundo criminal como con su proceso de rehabilitación. Sobre el primero, en concreto el culto a la Santa Muerte, que varios entrevistados practicaron, los testimonios presentados demuestran que “existen personas que tienen una fe ciega en las fuerzas sobrenaturales que los obligan a secuestrar, matar, torturar, asesinar y desaparecer a sus víctimas” (p. 63). En cuanto a su proceso de rehabilitación, la dimensión religiosa adquiere otros matices, ya que el centro donde han encontrado refugio, paz y familia, pertenece a una agrupación que los atiende a partir de esta mística. Esta es una línea de investigación que requiere ser desarrollada.

La obra concluye con la pregunta “¿Qué podemos hacer?” Las respuestas planteadas por García Reyes con base en los resultados de su investigación aportan al diseño de posibles salidas a las violencias interconectadas que los sujetos de las violencias viven y reproducen. Tratamiento gratuito, continuo y profesional para las adicciones, trabajo para el manejo de las emociones, alejamiento de la lógica de la violencia y el tratamiento punitivo, así como el fortalecimiento de la prevención, son algunas de las líneas de atención que plantea.

Sin duda, este texto enriquece una línea de investigación sobre los sujetos de las violencias, que requiere mayores esfuerzos que nos permitan comprender las lógicas de significación que las sostienen en el México con-
temporáneo, a la par que hagan posible trazar salidas colectivas.

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