Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Listening and narrating the war: Emotional experiences of Colombian journalists

Juan Pablo Aranguren-Romero**

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* Este artículo obtuvo una mención honorífica por parte del jurado del XI Premio Iberoamericano en Ciencias Sociales de 2022, promovido por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. El título original, “Escuchar y narrar la guerra: la gestión emocional del conflicto armado en periodistas colombianos”, fue ajustado para cumplir con los criterios de edición de la Revista Mexicana de Sociología.

**Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso-Argentina). Departamento de Psicología, Universidad de los Andes. Temas de especialización: estudios psicosociales del trauma, subjetividad y violencia política, tortura y desaparición forzada. Cra. 1 Nº 18A-12, 11171, Bogotá, Colombia.

 

Resumen: Este artículo analiza las formas de gestión emocional de periodistas que han cubierto el conflicto armado colombiano. El texto discute, a partir de una aproximación crítica a los estudios psicodiagnósticos —herederos de la noción de trastorno de estrés postraumático—, los modos de implicación de los periodistas en los contextos de guerra, dolor y sufrimiento, y los repertorios desplegados para gestionar emocionalmente los impactos del conflicto en sus propias vidas y para narrarlos con pudor y dignidad.

Palabras clave: periodistas, trauma, guerra, escucha, gestión emocional.

Abstract: This paper analyzes the forms of emotional management of journalists who have covered the Colombian armed conflict. The article discusses, from a critical approach to the psychodiagnostic studies —inheritors of the notion of post-traumatic stress disorder—, the modes of involvement of journalists in the context of war, pain and suffering and the repertoires deployed to emotionally manage the impacts of conflict in their own lives and to narrate them with modesty and dignity.

Keywords: journalists, trauma, war, listening, emotional management.

 

A inicios del siglo XXI, la preocupación por los impactos en la salud mental de los periodistas que trabajan en contextos de guerra empezó a ser un tema significativo de la investigación de las ciencias psi (Massé, 2011). La mayor parte de estas investigaciones se inspiró en el surgimiento de constructos conceptuales que apuntaron a reconocer la relación transferencial que establecían diversos profesionales con las historias de personas impactadas por eventos catastróficos desencadenantes de un trauma. Así, el planteamiento esencial de estos estudios señala que, en virtud de la escucha que estos profesionales brindan, se tornan susceptibles de ser, también, impactados vicariamente por estas experiencias traumáticas. Este artículo discute críticamente las aproximaciones centradas en el trauma que han orientado la interpretación de la experiencia de escucha de periodistas de guerra a partir de una experiencia de investigación con 11 periodistas que cubren el conflicto armado colombiano.

La idea de la relación transferencial fue abordada por primera vez por Sigmund Freud ([1910] 1996; [1915] 1953) bajo la noción de contratransferencia y aludía a aquello que se instala en el analista por el influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconsciente. La noción ha tenido diversos desarrollos en la clínica psicoanalítica (Gabbard, 2001) y se debe entender junto con la noción de transferencia que había sido esbozada por Freud años antes y desarrollada posteriormente para explicar el influjo que ejerce el deseo del analista sobre el paciente (Freud, [1905] 1953; [1912] 1996).

Sin embargo, en las aproximaciones psicodiagnósticas más contemporáneas, lo transferencial tiende a concentrarse en una relación unidireccional, de carácter íntimo y privado, entre paciente y terapeuta y en la que el contenido que se transfiere es el horror de lo traumático. Estas miradas tienden entonces a focalizarse no tanto en el vínculo relacional que Freud remarcaba cuando propuso la transferencia como un mecanismo de doble vía (transferencial y contratransferencial) en el que no sólo el paciente transmite algo a su analista (pues algo del analista también es susceptible de ser transmitido al paciente), sino en una lógica más cercana a la del contagio, en la que quien es portador de un contenido mórbido se vuelve potencial transmisor de este y quien lo acoge o lo escucha es susceptible de contagiarse con dicho contenido.

Progresivamente, la hegemonía de la mirada psicodiagnóstica de lo traumático hizo que esta aproximación fuese útil para explicar no solamente la transferencia paciente-terapeuta, sino también la de afectados por la violencia y otras personas que se situaban ante el dolor del otro. Así, quienes de algún modo registran, analizan, escuchan o acompañan a quienes viven situaciones de violencia política, guerra, conflictos armados o incluso otro tipo de catástrofes o situaciones límite, estarían expuestos al trauma de un modo secundario. Su susceptibilidad al contagio estaría dada por la inconmensurabilidad del dolor vivido, por el franqueamiento de los límites de lo creíble e imaginable, y por la dificultad para integrar estas experiencias en la trayectoria vital. La mayoría de este tipo de miradas se enmarca en la caracterización del impacto bajo conceptos como trauma vicario (McCann y Pearlman, 1990), trauma por compasión, trauma secundario (Figley, 1995), agotamiento empático, síndrome de estrés por empatía (Figley, 2002), burnout o agotamiento emocional. Estas nociones se estructuraron bajo el mismo esquema conceptual que la del trauma intergeneracional y por ello resultaron igualmente válidas para dar cuenta tanto de la experiencia de ulteriores generaciones expuestas al encuentro con los contenidos traumáticos de sus padres como para analizar la experiencia de quienes escuchan o acogen la experiencia de sufrimiento de víctimas de hechos violentos, como psicólogos, trabajadores sociales, abogados, jueces e incluso periodistas y fotógrafos (Aranguren-Romero y Rengifo, 2021).

 

Antagonismos ideales

Una mirada crítica a la aproximación traumatocéntrica de la experiencia emocional del sujeto situado ante el dolor de los demás ha permitido analizar también críticamente las formas de caracterización de la experiencia de quienes escuchan o registran el dolor del otro, reconociendo, por una parte, que los sufrientes también desarrollan conductas prosociales orientadas a ayudar a otros (Batson, 1998), es decir, que no son solamente sujetos sufrientes, y que quienes los escuchan o acompañan no sólo se contagian de su sufrimiento, sino también de su capacidad para sobreponerse a la adversidad. Conceptos como altruismo nacido del sufrimiento (altruism born of suffering) (Tedeschi y Calhoun 2004; Staub y Vollhardt 2008; Hernández, 2011), crecimiento vicario pos-traumático (vicarious post-traumatic growth) (Arnold et al., 2005) o resiliencia vicaria (Hernández, Gangsei y Engstrom, 2007) han mostrado que las personas que han sufrido situaciones dolorosas pueden motivarse para ayudar a otros debido a su propia experiencia de sufrimiento, y que quienes escuchan o acogen la experiencia de los sufrientes no sólo están ante el dolor de los demás, sino también ante su capacidad de resiliencia y resistencia y ante sus mecanismos para afrontar la experiencia.

Aunque en este tipo de trabajos ya no se trata de entrever solamente el sufrimiento, en el fondo parece mantenerse vigente la idea de que el contenido emocional de la experiencia circula en una sola vía, la que va desde el sufriente —en este caso resiliente— hacia quien lo escucha, por lo que es difícil entrever el tipo de implicación que tiene el sujeto situado ante el dolor del otro con los contextos de violencia política y guerra (Aranguren-Romero, 2017). Así, la mirada crítica de la aproximación traumatocéntrica requeriría, entonces, de una profundización de la mirada de doble vía en la que la experiencia es menos transferencial y mucho más relacional o intersubjetiva. Esto supone una aproximación igualmente crítica a lo que se considera traumático, al ámbito en el que se “instala” y a sus modos de circulación.

La concepción de lo traumático tendría que trascender, entonces, la noción que la liga solamente a un evento catastrófico, a la dificultad del sujeto para procesarlo o a la repetición del suceso por un nuevo evento desencadenante. Esto es, trascender la matriz analítica originaria del trauma (Fassin y Rechtman, 2009). Así, en tanto que lo traumático, además de lo anterior, también está ligado con la dificultad de representar lo vivido, con el colapso del lazo social y con la forma en la que se acoge socialmente la experiencia del sobreviviente, quien acompaña, escucha o acoge el dolor de los demás no sólo se ve tocado por un evento específico en la singularidad del sufriente, sino que también se ve implicado en las condiciones sociales que determinan dicha experiencia.

Así, si lo traumático remite también a las formas en las que el lazo social es impactado (Erikson, 1995), el sujeto ante el dolor de los demás no podría ser solamente un intérprete distanciado, sino que su propia experiencia psíquica estaría atravesada también por esta condición. Además, si lo traumático no solamente remite a eventos pasados de corta duración en la vida del sujeto, sino a catástrofes sociales productoras de violencia a gran escala, quien está situado ante el dolor de los demás también está atravesado por traumas culturales e históricos que inscriben, de algún modo, su lugar en el mundo (White, 1992; Alexander, 2012). Y, finalmente, si lo traumático alude también a la catástrofe representacional o a la catástrofe de sentido (Richard, 2000; Gatti, 2014), el sujeto situado ante el dolor de los demás comparte con el sobreviviente la dificultad para hallar vías de significación de la experiencia vivida. Como se pregunta el psicoanalista Marcelo Viñar:

[…] el horror de la guerra, del genocidio y de la tortura ¿a quién le pertenece? ¿a las víctimas o a la especie humana? […] lo que adelanto no es mi invención, es el grito que atraviesa toda la obra de Robert Antelme y Primo Levi, que lo que queda herido no es solamente el cuerpo y el alma de alguien, sino, como dice Antelme, “es el sentimiento de pertenencia a la especie humana” (Viñar, 1995: 58).

Así, dice Viñar, lo que se cuestiona con ello es también la transferencia y la neutralidad de quien se sitúa ante el dolor del otro:

En la psicopatología ordinaria todo está organizado para que el espacio fusional y la proyección puedan constituir y elaborar la neurosis de transferencia, mientras que aquel que sale del campo de concentración o de la tortura, por haber estado ahogado en el huracán de la historia, está listo a tomar a su cuenta propia todo lo que concierne la vergüenza y la culpa del sobreviviente […]. Él se siente no solamente una víctima, sino que toma sobre sus espaldas toda la miseria humana. Lo que evidentemente alivia nuestra contratransferencia, “es su problema, no el mío” (Viñar, 1995: 59).

Bajo esta crítica se entiende, entonces, la pertinencia del abordaje de lo traumático en una perspectiva psicosocial (Martín-Baró, 2003; Blanco y Díaz, 2004) que no sólo considera críticamente la noción psicopatológica, individualista y eventual del trauma para los sufrientes, sino también para quien está situado ante el dolor de los demás. Se trata, por un lado, de inscribir el concepto de lo traumático en sus contextos de producción, de deconstruir dicho concepto en virtud de las condiciones culturales en las que acontece y de entrever las dimensiones sociales e históricas que dan cuenta de una experiencia en la que no solamente se puede ver afectado un sujeto, sino toda una comunidad, una nación e incluso toda la humanidad. Por el otro, se trata de analizar los efectos de lo traumático no sólo en la estructura psíquica singular, sino también en el ámbito de lo simbólico, en el lenguaje y en las formas de significación y la representación, de forma tal que quien apela a su escucha o a ser vigía de la representación del dolor del otro, también se confronta con la necesidad de dar cuenta de los horrores y las catástrofes provocados por situaciones en las que él mismo está implicado.

Probablemente quien está ante aquel que ha vivido la guerra y la violencia ya no solamente estará ante lo que estas quisieron hacer de esa persona, sino también ante lo que esa persona ha hecho para resistirlas, objetarlas o impugnarlas, afrontarlas, gestionarlas o habitarlas. Y eso, por un lado, cuestiona el tipo de narrativa ideal en la que se inscribe al sobreviviente: por el otro, increpa a toda la sociedad sobre su propia implicación. Así lo narraba Jean Améry:

I […] am not “traumatized”, but rather my spiritual and psychic condition corresponds completely to reality. The consciousness of my being a Holocaust Jew is not an ideology. It may be compared to the class consciousness that Marx tried to reveal to the proletarians of the nineteenth century. I experienced in my existence and exemplify through it a historical reality of my epoch, and since I experienced it more deeply than most other Jews, I can also shed more light on it. That is not to my credit and not because I am so wise, but only because of the chance of fate (Améry, 1980: 99).

Por ello mismo, no se estará ante una experiencia singular de alguien que, habiendo sido impactado por la violencia y la guerra, “reingresa” luego a un orden social que le permite resignificar esta experiencia, dotarla de sentido y hacer un cierre, sino que, por el contrario, se está ante el silenciamiento de la experiencia del sufriente, ante la imposibilidad de tramitarla como parte del lazo social fracturado, ante una cierta presión por gestionarla en el ámbito de la estructura psíquica individual, e incluso ante la vigencia de las condiciones que hicieron posible dicha violencia. Así, la experiencia del sujeto que habita los contextos de la violencia y la guerra y de quien los escucha y acoge, en muchos casos estará lejos de coincidir con el antagonismo ideal que demarca, por un lado, los límites de la violencia y la guerra y los de la paz y la civilidad, por el otro.

De hecho, la posibilidad del surgimiento de un momento posterior al trauma —de lo postraumático— está anclada entonces a este antagonismo ideal entre guerra y no guerra. En la demarcación que provoca este antagonismo se diferenciarían con facilidad las víctimas de los victimarios, los combatientes de los civiles, los que vivieron la guerra en carne propia de los que la vieron por televisión, los sufrientes de los terapeutas, los que fueron testigos de los hechos de los que los vivieron vicariamente, y el trauma de su recuperación. La noción de lo postraumático encaja entonces con imágenes ideales sobre la violencia y la paz, la guerra y la no-guerra que no sólo no son congruentes con las experiencias de muchos países latinoamericanos, como lo ha remarcado Elizabeth Lira (2010), sino que incluso asumen como cierta la demarcación entre los contextos de guerra y violencia, librando de cualquier implicación a quienes están “por fuera” de ella. El antagonismo ideal provoca que quienes están situados ante la guerra y la violencia se saquen de escena y se narren como espectadores distantes, al mismo tiempo que deriva en una teleología de la transición: la de la víctima que transitaría del horror a su resignificación postraumática, la del combatiente que transitaría de la guerra a la vida civil y la del sujeto que escucha, registra o acoge estos contextos, que podría transitar entre su “inmersión comprometida” en el campo y su “vida cotidiana distante”.

El antagonismo que describo aquí remite entonces al encuadre selectivo y diferencial propio de los marcos de guerra, anotado por Judith Butler (2009), que no sólo determina el hecho de que en tiempos de guerra unas vidas sean valoradas diferencialmente respecto de otras, sino que alude también al impacto que la guerra misma tiene en los modos en que ésta se siente, se lee, se percibe y se narra. En esa medida, los marcos de guerra determinarían también, como subraya Butler, nuestras disposiciones afectivas y éticas ante la vida. Los marcos de guerra tienen, así, efectos sobre las maneras de relacionarnos con la alteridad; delimitan nuestro modo de comprender la experiencia de sufrimiento del otro, e incluso condicionan nuestro lugar epistémico ante el dolor de los demás.

Si bien los marcos de guerra tienden a ser altamente exitosos, no lo son por completo: “Such frames structure modes of recognition, especially during times of war, but their limits and their contingency become subject to exposure and critical intervention as well” (Butler, 2009: 24). Esto se debe, en parte, a que los sujetos no se reducen a lo que los marcos hacen de ellos, sino que son capaces de desplegar procedimientos tácticos y minúsculos dentro de ellos (De Certeau, 2007: xliv).

Es en las prácticas cotidianas donde emergen estas maneras de hacer que interpelan no sólo a los marcos de guerra y a sus antagonismos ideales, sino también a los discursos hegemónicos sobre el trauma y su superación. Es allí donde puede “rescatarse” al sujeto implicado en los contextos de guerra y violencia política.

 

Los periodistas ante el dolor de los demás

El trastorno de estrés postraumático (PTSD por sus siglas en inglés), el burnout y otras nociones derivadas han sido recurrentes en la explicación de las condiciones de salud mental de los periodistas en contextos de violencia (Ricchiardi, 1999; Feinstein, Owen y Blair, 2002; Newman, Simpson y Handschuh, 2003; Feinstein y Nicolson, 2005; Lagerquist, 2009; Aoki et al., 2012), toda vez que permiten reconocer las expresiones de la salud mental de estos profesionales tras una inmersión prolongada en un contexto de guerra y unas condiciones laborales precarias y estresantes.

Estas investigaciones han revelado de manera consistente que la labor de los periodistas ante catástrofes sociales como los conflictos armados y las guerras supone un particular involucramiento con las personas, los hechos y los contextos, que de algún modo tiene incidencia en sus experiencias vitales. Muestran que entre los periodistas de guerra son habituales los trastornos de ansiedad, los trastornos disociativos, el abuso de sustancias, la depresión mayor, el estrés postraumático, el burnout y la traumatización vicaria (Ricchiardi, 1999; Newman, Simpson y Handschuh, 2003; Massé, 2011; Feinstein, 2006). De hecho, se ha mostrado que la prevalencia de enfermedades mentales, en especial de PTSD, es considerablemente mayor en periodistas de guerra que en la población general (Aoki et al., 2012). Sin embargo, estas perspectivas han contribuido a construir lo que he llamado narrativas sobre la efectividad del daño (Aranguren-Romero, 2017), pues parten del mismo supuesto que ha orientado el análisis de las experiencias de las víctimas directas de estos eventos, esto es: reducir en muchos casos la respuesta emocional de las víctimas al surgimiento de un trastorno emocional, es decir, concentrándose en la efectividad que tuvo el evento violento en generar un daño sin considerar otros repertorios de respuestas posibles a dicho evento.

Bajo la lógica anterior, estas perspectivas han terminado por desdibujar al sujeto situado ante el dolor de los demás (en este caso el periodista), reduciéndolo a una suerte de víctima pasiva o indirecta de las circunstancias potencialmente traumáticas a las que se enfrenta y, de cierta forma, reducido también al daño “contagiado” o “transferido” como resultado del encuentro con las víctimas o con los hechos violentos.

Otras perspectivas han intentado mirar críticamente estas formas de caracterización de la experiencia mostrando, para el caso de los periodistas, otras dimensiones emocionales desmarcadas de la caracterización diagnóstica (Himmelstein y Faithorn, 2002; Buchanan y Keats, 2011; Keats, 2005, 2010; Dworznik, 2006). Y otros, aun cuando se sostienen en esta psicologización de la experiencia, han empezado a mostrar la relevancia de atender a métodos de corte cualitativo y narrativo con el fin de no reducir dicha experiencia a un dato sobre la morbilidad en salud mental, sino ampliándola a la riqueza de la singularidad de cada periodista (Feinstein, 2006).

En todos los casos, los estudios sobre periodistas en contextos de guerra, violencia política y conflictos armados muestran que el impacto de su trabajo se expresa en ámbitos diversos de su vida, pero que también varían de persona a persona, y que si bien la cobertura de otros eventos como los accidentes o las catástrofes naturales también tienen un potencial similar para afectar su bienestar emocional (Massé, 2011), dicha afectación tiende a agudizarse cuando el evento está relacionado con una violencia generada intencionadamente por otro ser humano (Ricchiardi, 1999; Ochberg, 1996).

En contextos de guerra, los periodistas quedan expuestos a riesgos muy altos y son altamente propensos a ser víctimas directas de las acciones armadas. Muchos son víctimas de secuestro, tortura o amenaza, y siguen realizando su trabajo en el exilio o en medio de la incertidumbre y la ansiedad. Cada año, en promedio son asesinados alrededor de 100 periodistas en el mundo (aunque esta cifra disminuyó en 2019); entre 2017 y 2018, poco más de la mitad de estos casos ocurrieron en países en los que no hay conflictos armados o guerras (UNESCO, 2019). Esto, por supuesto, tiene un impacto en el bienestar emocional de los reporteros: por una parte, perciben una amenaza constante a su seguridad que los lleva a niveles agudos de estrés; por otra, en ocasiones deben involucrarse en contextos difíciles, pues pueden verse en la situación de tener que actuar como primeros intervinientes (first responders) sin estar necesariamente preparados emocionalmente para enfrentarse con la tragedia. Ante esto, instituciones como el Dart Center for Journalism and Trauma de la Universidad de Columbia han desarrollado guías, protocolos, cursos y becas para acompañar a periodistas en el proceso del cubrimiento de situaciones potencialmente traumáticas y en la gestión emocional del impacto que dicho cubrimiento tiene en su salud mental (Hight y Smyth, 2003; Smith et al., 2015).

Finalmente, a lo anterior hay que sumar que, tal como ha mostrado Patrice Keats (2010), en el ámbito periodístico se instaló la idea de que el prestigio y el reconocimiento se podían obtener en función del grado de riesgo de exposición, lo que supuso una suerte de encubrimiento de la afectación emocional del trabajo periodístico en contextos violentos (Aoki et al., 2012), lo que concuerda con una suerte de narrativa heroica, mística y sacrificial que se ha instalado en torno a lo que supone trabajar en escenarios de violaciones a los derechos humanos (Aranguren-Romero, 2017).

 

El periodista como un sujeto implicado

Dado que una parte importante de la investigación sobre las afectaciones a los periodistas que cubren situaciones de guerra, violencia política y conflictos armados ha estado orientada por esta suerte de caracterización psicodiagnóstica, ello ha dejado de lado el reconocimiento de que el lenguaje psicológico en realidad adquiere sentido en los procesos de interacción humanas y es únicamente un referente de estados emocionales, que no sólo pueden narrarse o nombrarse de otros modos, sino que en razón de la manera como se nombran pueden permitir reconocer otras dimensiones de lo que implica eso que se denomina afectación emocional. Así, como ha mostrado Kenneth Gergen (2006), como resultado de la hegemonía del lenguaje experto de la psicología, el lenguaje común y habitual pierde su sentido pragmático en la gestión emocional y limita la posibilidad de que los procesos autorreflexivos, de ajuste personal e interpersonal, puedan realizarse fuera del ámbito terapéutico. En ese sentido, se torna relevante entrever que los impactos de las guerras y los conflictos armados en la experiencia de los periodistas están constituidos por los vínculos que estos profesionales establecen con los hechos que investigan y los actores que allí participan, lo que constituye una particular implicación, fundamentada en cercanías y tomas de distancia con el contexto y las personas con las que trabajan.

Toda vez que los escenarios del conflicto han sido diversos y prolongados, es posible constatar que el periodista no es ajeno al conflicto por lo menos en dos sentidos: primero, porque por su magnitud y duración ha sido él mismo víctima directa o indirecta de la violencia; segundo, porque su labor suele acompañarse de una convicción social y política profunda que hace de él un sujeto comprometido con denunciar el horror y visibilizar el sufrimiento.

La implicación en el contexto y el ser una víctima potencial de él resultan palpables en el caso de periodistas en Colombia. Según lo revela el informe La palabra y el silencio, del Centro Nacional de Memoria Histórica (2015), entre 1977 y 2015 fueron asesinadas 152 personas por razón de su oficio de periodistas. Entre los hechos de violencia contra estos profesionales en Colombia destacan los atentados, los exilios, las censuras y los asesinatos, aunque también han sido víctimas de otros delitos como “la autocensura, las amenazas y las dificultades para adelantar el oficio” (cnmh, 2015: 41-42). El citado informe muestra que estas formas de violencia se ligan directamente tanto con la proximidad del conflicto a la cotidianidad del reportero como con el significado que tiene la información dentro de los contextos de violencia. Así, los periodistas son especialmente vulnerables dentro del conflicto armado, al ser actores estratégicos dentro del contexto bélico: “por sus implicaciones directas en la comunidad, por su intervención en la visibilidad de los actores, por su capacidad de movilización de dimensiones muy importantes de la opinión pública, por la revelación de conexiones que de otro modo pasarían desapercibidas y por el peligro que en ellos apreciaban los guerreros” (2015: 56).

La implicación y la victimización de los periodistas en el contexto del conflicto armado colombiano suponen, entonces, dos divergencias frente a las investigaciones que se han desarrollado en otros lugares del mundo sobre los impactos emocionales de la guerra en periodistas. En primer lugar, se desafía la idea de un periodista de guerra, entendido en muchos casos como un corresponsal de un medio de comunicación externo que viaja a un escenario de guerra y conflicto (habitualmente en un país del sur) y que, tras un periodo de exposición e inmersión, retorna a un contexto social y político en que su situación de vulnerabilidad física disminuye aun cuando sus condiciones emocionales llegan a estar profundamente afectadas. En realidad, el periodista de conflicto habita en un escenario que no necesariamente deslinda los límites entre el contexto de guerra y no-guerra, por lo que su ingreso y su retorno no son claramente diferenciables y la línea de combate tampoco se demarca con claridad, por lo que al mismo tiempo pueden existir periodos de baja intensidad y amenaza y periodos de extrema vulnerabilidad aun sin estar en medio de la confrontación.

Por otra parte, la implicación de los periodistas en un contexto de conflicto armado implica también la necesidad de cuestionar la relevancia de acoger la noción de trastorno de estrés postraumático, pues en el contexto del conflicto armado colombiano la amenaza sigue vigente y su probabilidad de repetición es alta aun cuando no se esté en la primera línea de fuego. De esta forma, puede resultar inadecuado analizar las experiencias emocionales de los periodistas en un contexto de conflicto armado vigente, bajo una noción que asume la posibilidad de un momento posterior al conflicto, tal como ocurre con la idea de lo postraumático.

Teniendo en cuenta lo anterior, se hace indispensable establecer un análisis que tome distancia tanto de las perspectivas psicodiagnósticas como del imaginario clásico en torno al periodista de guerra, pues las dinámicas sociopolíticas de un país como Colombia suponen que el conflicto se desarrolla más allá —o más acá— del campo de batalla, en la cotidianidad rural y a veces urbana de millones de colombianos. De esta forma, el periodista habita no sólo el escenario del fragor del combate, sino también las heridas, los despojos y los silenciamientos del conflicto; se sitúa a veces en la primera línea de combate con los actores armados, pero también se confronta con la dificultad de diferenciar claramente a víctimas de combatientes; y se ve interpelado no sólo por los destrozos de la guerra, sino también por las solidaridades y las resistencias de las comunidades ante el conflicto.

Además de narrar e investigar los hechos de violencia, el periodista de conflicto se ocupa de la representación y la narración de sus secuelas y se expone también al sufrimiento de los otros como parte de su profesión. Se encuentra en medio del conflicto, pero no solamente de las balas; no sólo registra las heridas, sino también las cicatrices; además de concentrarse en el ruido de los fusiles, se ocupa también de los silencios impuestos y vividos, de la memoria, de la ausencia, del miedo, de la impunidad y del despojo. Expone sus propias vulnerabilidades ante un conflicto que no lo diferencia como civil no-armado, sino que lo implica en muchos casos como un actor de la confrontación.

Así, la segunda parte de este artículo analiza estas formas de implicación desde la perspectiva de 11 periodistas colombianos cuya trayectoria ha sido fundamental en documentar el conflicto armado colombiano. Se realizaron entrevistas a profundidad a cinco hombres y seis mujeres periodistas que cuentan con una larga trayectoria en el cubrimiento del conflicto armado colombiano en el ámbito nacional, en promedio 15 años de experiencia específica en este tema. Las entrevistas se realizaron entre 2015 y 2017, 10 de ellas en la ciudad de Bogotá y una en Medellín; previamente todos los entrevistados firmaron un consentimiento para participar en la investigación. Teniendo en cuenta que algunos de los entrevistados prefirieron no hacer explícito su nombre, se optó por anonimizar todas las entrevistas bajo la sigla EP (Entrevista a Periodista), diferenciando de si se trata de un hombre o una mujer con la letra H o M respectivamente y agregando un número de identificación.

 

Compromiso

¿Cómo se entiende entonces el trabajo periodístico en un contexto de conflicto armado? ¿Cuál es el sentido de hacer un trabajo en un contexto amenazante y que expone la propia vida? Para los entrevistados, se trata fundamentalmente de un compromiso que se va estableciendo con los temas y las personas y que luego es, de alguna manera, difícil de soltar:

El periodismo es como tener hijos, porque tú tienes temas que no sueltas, te vuelves experto en unas cosas sin proponértelo. Eso es lo hermoso del periodismo, y ya cuando lo quieres soltar, estás hasta el cuello con el tema. Entonces, hay temas que la gente te busca para que sigas escribiendo (EPH1, Bogotá, 2015).

Nuestra función como periodistas es darles voz a los que no tienen voz y que, en la mayoría de los países en Latinoamérica, lo que nunca tiene voz es la pobreza. Pero en Colombia la pobreza va asociada a las víctimas del conflicto también. Digamos que los más pobres de este país son las víctimas. Entonces, yo digo que ahí está mi función (EPH2, Bogotá, 2017).

El involucramiento deriva en un efecto cíclico pues, con un mayor acceso a nuevas historias y fuentes, hay también un mayor conocimiento de ciertas condiciones del país y, por lo tanto, un mayor compromiso para contarlas. De esta forma, va aumentando el involucramiento y se incrementa también el efecto social, político y emocional de la labor periodística:

En algún momento del trabajo de campo me di cuenta de que lo que yo estaba haciendo les servía a las víctimas. No solamente ellas me estaban prestando su historia a mí para contarla, para tratar de cumplir mi propósito de divulgar un mensaje que considero importante, sino que, al oírlas, al estar con ellas dos horas, irme a almorzar, a conversar, a lo que fuera, ellas estaban de alguna manera dando un pasito más en su proceso de reparación y de sanación (EPM1, Bogotá, 2016).

Como que yo soy muy racional en todo caso, y como que me parecía chévere contar esas historias porque me parecía que eso le ayudaba mucho a la gente. Como que sólo el efecto de contarlas tenía ya un efecto terapéutico en la gente. Porque la mayoría de esa gente igual nunca le cuenta esas historias a nadie (EPM2, Bogotá, 2017).

Cuando tú te encuentras a gente después de tantos años en la calle que te para y te dice: “Oiga, yo me acuerdo de usted, de un programa donde alguien dijo esto”. Uh... Yo digo: ¡lo logré! Porque cuando usted impacta la memoria, impacta el corazón, digo yo. Y ya para la gente, la mirada del conflicto empieza a ser otra, porque la impactaste (EPH2, Bogotá, 2017).

De allí que el establecimiento de un vínculo cercano con el otro sea esencial para la labor periodística en un contexto de conflicto. Este se configura por el involucramiento y la cercanía; una suerte de descenso a lo cotidiano del mundo del otro y una particular disposición a dejarse invadir —a ser tocado— por su historia. Ello implica, al mismo tiempo, romper una barrera configurada por la valoración social del oficio pues, como señala uno de los entrevistados, “las señales visibles del oficio son muy intimidantes para la gente y ser un desconocido da miedo” (EPH4, 2015), y porque, además, se crea un horizonte de expectativas que va de la mano con la necesidad de asumir la responsabilidad de ese acto de escucha:

Se trata de la conexión que uno tiene con la gente. Esa persona que tú desconoces completamente te está contando lo más personal de su existencia. Eso se da y ¿cómo lo logro? Pues oyendo. Yo creo que todo el mundo, en el fondo, quiere contar su historia. […]. Y es la paciencia de escuchar, de mirar a los ojos, de… de poner como tu atención en el otro, abandonando todos tus prejuicios (EPH3, Bogotá, 2015).

Intento preguntar con mucho tacto, con cautela, sin juzgar y escuchar, escuchar y escuchar. Poner como mucho cuidado, ¿no? Verlos a los ojos. Si hay en algún momento una posibilidad de contacto físico, lo he hecho muchas veces: dar un abrazo, tomarle la mano a alguien. Como sentir que eso no es solamente mi trabajo, sino que yo estoy con un ser humano ahí y que está dolido por algo y yo no puedo dejar… o sea, yo no soy un ser de madera (EPM3, Bogotá, 2015).

No vamos a solucionarle la vida a todo el mundo, ni nos alcanza el oído para escucharlos a todos, pero yo siento que volvemos al punto. Hay que sacarle tiempo al tiempo para escuchar a la gente (EPM4, Bogotá, 2015).

No hay una manera distinta de entrar en contacto con las personas que esa: ser quien es uno (EPH1, Bogotá, 2015).

[En muchos casos] es muy difícil para ellos saber si uno de verdad es un periodista, o si es un paramilitar disfrazado, o un guerrillero disfrazado, o inteligencia militar, de verdad ellos no lo pueden saber, pero a medida que se da la confianza […] yo creo que lo que pasa es que ellos dicen: “Alguien me está escuchando”, y es… y se sienten como libres para desahogarse (EPM5, Bogotá, 2015).

No hay que sacar la grabadora, no hay que sacar la cámara. De hecho, ojalá no haya que sacar la cámara nunca ni la grabadora, sino tomarse el tiempo de estar con los otros […] ir al espacio de la gente (EPM6, Bogotá, 2015).

Y una de las cosas bonitas es lograr que el campesino que tiene muchísima desconfianza por todo lo que le ha pasado te hable. Hay que conjurar los afanes del periodismo (EPH2, Bogotá, 2017).

Disponerse a acoger una historia —escucharla atentamente—, construir confianza, entrar en contacto con el otro. Algo que sin duda afianza el compromiso, pero al mismo tiempo abre la posibilidad de ser tocado emocionalmente por el contenido de esas historias, pues el acto de escucha se acompaña de la expectativa de que sean efectivamente narradas. El dolor del otro invade también el ámbito de la responsabilidad profesional con el testimonio, y al mismo tiempo expone a un mayor riesgo físico y psíquico al periodista y a sus entrevistados:

Cuando se hace una entrevista, el entrevistado sabe que está con un periodista, no está con un amigo. Puede que esté con una persona que lo entiende, que lo trata bien, que lo respeta, que se pone en sus zapatos, pero está con un entrevistador, y si accede a darle la entrevista a uno es porque sabe que todo lo que está diciendo va a ser susceptible de ser contado (EPM1, Bogotá, 2016).

[…] es la única razón por la que vale la pena hacer periodismo. Contar cosas que no se quieren decir [...] no me voy a dejar callar porque, ahora que me quieren callar es cuando menos me puedo dejar callar, o sea, con la amenaza me acaban de revelar que estoy a punto de decir algo que vale la pena decir (EPH1, Bogotá, 2015).

Si tú te quedas en el relato de la lágrima, tú los deshumanizas y no los ves como sujetos de derechos, entonces ese relato periodístico durante muchos años deshumanizó, generó que fueran fantasmas […] este es un país que, por lo menos en televisión, se acostumbró al relato de fantasmas. A las víctimas se les quitaba el rostro. Entonces, no había rostro, no había lágrimas, eran fantasmas. Entonces, el que denuncia es un fantasma, no le veo la cara y se queda en un relato amorfo, negro, entonces después de mucha entrevista, de mucha crónica, ¿de qué me vine a dar cuenta? Del impacto que genera el hecho de que la víctima dé la cara y diga: “Éste fue el que asesinó o yo acuso a tal” (EPH2, Bogotá, 2017).

Ninguna historia vale la pena de ser contada si va a poner en riesgo la vida de la gente, ¿sí? Yo prefiero sacrificar las historias que a las personas (EPM6, Bogotá, 2015).

[…] tú cuando tienes eso, tú tienes pólvora en las manos, dinamita en las manos. Es decir, si yo publico esto, me van a matar. Pero ¿es el miedo de que me maten o es el miedo de quedarle inferior a ese campesino? (EPH2, Bogotá, 2017).

El compromiso que se establece con el otro pone en escena un clásico dilema del periodismo en un escenario de conflicto armado: el otro comparte una historia con la expectativa de que sea contada y publicada; el otro puede quedar en riesgo en el momento de la publicación de esa historia, por lo que es importante cuidar del otro; el periodista puede quedar en riesgo por publicar esta historia, pero ¿es más importante cuidar al otro o cuidar al periodista?, ¿contar la historia que le fue confiada o asumir el riesgo de no contarla?

De allí que el dilema ético de preguntar, escuchar y no narrar se confronta con otras preguntas por el compromiso con y el cuidado del otro, con las expectativas del entrevistado de que su historia sea narrada y la valoración que el periodista hace de un contexto que puede exponer a riesgos indeseables a sus fuentes. Pero también se confronta con los miedos y temores por su propia vida. ¿Cómo atender a estos dilemas? ¿Cómo conjurar los miedos? ¿Cómo cuidar al otro, pero también cuidarse a sí mismo?

 

Miedo

Dado que normalizamos la guerra y normalizamos
el conflicto, nunca nos habíamos preguntado cómo estábamos
cubriendo el conflicto (EPM3, Bogotá, 2015).

 

En un escenario de conflicto armado de larga duración, las violaciones a los derechos humanos se tornan en un escenario cotidiano; una suerte de escenografía móvil en las trayectorias vitales de los habitantes de un país que se despliega según el momento, según la región, según las interacciones. Para los periodistas que cubren el conflicto colombiano, entrar en este escenario es algo para lo que, de algún modo, se asumen preparados, listos y dispuestos, y con una cierta emoción y pasión por hacerlo. El miedo, entonces, emerge como parte del paisaje, está presente, pero en ocasiones demanda ser acallado, pues se torna un incómodo protagonista, aunque en otras se vuelve incluso un motor para la acción. Con todo, aun cuando la violencia del conflicto ronda la vida cotidiana de la labor periodística, nunca es posible estar del todo listo para conjurar los miedos que de ella se derivan:

Aprendí a vivir con el miedo desde pequeño. Yo crecí con la pistola en la sien, desde muy chiquito. Entonces, aprendí a convivir con el miedo […]. Lo he tramitado pues… como se tramitan los miedos, ¿no?, haciéndose el huevón [risas], porque si lo coge el miedo y lo arrincona pues… se jodió. Entonces, pues nada, el miedo es como la alegría, cuestión de minutos […]. Creo que nunca el miedo me ha sacado de una historia, más me ha metido que lo que me ha sacado (EPH3, Bogotá, 2015).

Tú no puedes cubrir guerra si no te gusta eso. Es muy paradójico porque es terrible, las cosas que a uno le toca ver son horrorosas, y las cosas que le toca a uno escuchar de la gente… A mí, por ejemplo, sobre todo escuchar las historias de las señoras mayores, las abuelitas y los niños son de las cosas más difíciles que uno tiene que hacer, pero te tiene que gustar, si no, no lo puedes hacer. Hay una cierta adrenalina que te da la guerra… Es una adicción en una cierta medida. Heidegger tiene una frase muy chévere que es cómo diferenciar entre el miedo y la angustia, ¿ves? Heidegger dice que un soldado que tiene miedo de ir a la guerra tiene miedo, pero un soldado que no sabe si le va a dar miedo ir a la línea de batalla, ese tiene angustia. En el primer momento tú te das cuenta de esa diferencia. Si lo que te da es angustia todo el tiempo, tú no puedes hacer ese trabajo. Por supuesto que a uno le da miedo que lo maten, le da miedo que le hagan algo y todo, pero desde antes me di cuenta de que eso era algo que yo disfrutaba mucho y de que era una situación en la que la gente se ve puesta al límite máximo Y tú aprendes muchas cosas del alma humana en esas condiciones (EPH4, Bogotá, 2015).

La lucha de los miedos. Yo me vengo para Bogotá con esto y digo si yo lo publico, me van a matar. Es decir, si lo publico, me van a amenazar. ¿Cierto? Y eso me genera miedo. Pero si no lo publico, me genera otro miedo, que es el quedarle inferior a las víctimas. A esos campesinos que depositan en ti todo porque en este país no llega la justicia y lo único que les queda a esas víctimas es contarle a su familia o contarle a un periodista que alguna vez vino y que aquí está la muestra de que lo que yo digo es verdad. O sacan un recorte de una billetera o un artículo de prensa o guardan una cinta o un casete, porque son la memoria de ellos. Entonces, en un país donde no existe la justicia, lo único que les puede generar justicia a ellos es que alguien haya hecho memoria o por lo menos haya señalado a los asesinos. Y algunas veces ese operador es el periodismo. Un periodismo responsable, un periodismo del lado de las víctimas. A mí lo que me angustia no es la amenaza. Lo que me angustia a mí es no decirlo y la vergüenza y la pena que me da encontrarme frente al campesino y pensar que así las cosas no pueden cambiar. Sí, listo, sí me van a amenazar… Pero vuelvo y digo, esa gente se queda allá y yo estoy aquí. Puedo tener otras fórmulas de protección, en fin. Y con algo de irresponsabilidad, podría decir uno… Confiado en que no va a pasar nada (EPH2, Bogotá, 2017).

No me puedo permitir asumir que el miedo o que el dolor que siento es más importante que el de las personas que estoy intentando entrevistar, porque se distorsiona lo que quiero hacer. El periodista no asume los temas para volverse mártir de nadie. No podemos dejar que el miedo nos petrifique entonces, lo que es verdaderamente importante aquí o al menos cuando el periodismo es vital o se hace de la manera en la que yo creo que es útil, la única preocupación posible es la del otro (EPH1, Bogotá, 2015).

El miedo frente a la labor de cubrir y narrar el conflicto está desde luego mediado por la presión que los grupos armados llegan a ejercer de forma directa e intimidatoria en los periodistas, pero dado que las fronteras del conflicto no están delimitadas a un campo de batalla o a un frente de guerra, el miedo también se percibe en y desde el ámbito familiar y laboral de los periodistas:

Alguna vez mi hijo me dijo que él tenía miedo, que creía que los guerrilleros me iban a matar. Entonces explicarle a un niño a los siete años que todos los días ve en televisión que la guerrilla mata, y que yo voy a estar conviviendo con esos guerrilleros, pero que a mí no me van a matar, fue un poco difícil y ahí me confronté un poco, pero finalmente tomé la decisión de seguir adelante (EPM3, Bogotá, 2015).

Yo sentí más miedo fue cuando estaba en un medio nacional, y como mi jefe estaba vinculado a los militares, él pensaba que yo era guerrillera y eso me parecía… Pues como que en un momento dado yo dije no pues el que me va a mandar matar es este tipo (EPM2, Bogotá, 2017).

Y aun cuando el miedo parece susceptible de ser conjurado, en algunos casos algo de él paraliza, somete, acongoja; de allí que se puede llegar a contemplar la posibilidad del distanciamiento, no para dejar de hacer lo que se hace, sino para poder hacerlo mejor:

Tuve una crisis muy fuerte cuando empecé a cubrir mucho el tema paramilitar porque sentí que el tema paramilitar se me metió en la vida. O sea, yo no podía dejar de pensar ni de hablar ni de leer sobre los paramilitares y esto era como una cosa que no paraba hasta que me fue apoderando como el miedo y entré en crisis y dije no quiero, no soy capaz de pensar, de escribir, de hablar con nadie más y fue el momento donde terminé en terapia, porque yo dije no quiero más este oficio, no quiero, o sea, me generó una crisis laboral que la tramité, pero al final también me fui un tiempo del oficio. O sea, sentía que no era capaz, o sea, sentía que emocionalmente no era capaz y tenía mucho miedo de que esa crisis me generara una insensibilidad, es decir. que me bloqueara y que yo dijera bueno, sigo bailando, pero sin sentir, ¿sí? Entonces más bien tomé distancia, me dediqué a otras cosas un poco, y volví, y volví, pero sí digamos que yo soy consciente de que soy vulnerable a ese dolor y que me hace daño, o sea, no, no es que yo diga que me acostumbré, no (EPM6, Bogotá, 2015).

 

Distanciamiento

Yo creo que mi contacto ha sido cíclico. Cíclico porque
digamos hay un momento de saturación. Yo pienso que uno
no ha perdido la sensibilidad, justamente porque
a uno le genera crisis (EPM6, Bogotá, 2015).

Uno de los grandes problemas en aquellas épocas era
que no procesábamos. Yo cubría en promedio por ahí de dos
masacres o tres masacres al mes (EPH5, Medellín, 2017).

 

Entre el compromiso y el distanciamiento. De alguna manera así oscila el mantenimiento del vínculo y la preservación de la propia salud mental. Algo que para muchos de los entrevistados es difícil, pues el vínculo comprometido despliega, a veces de forma imperceptible, un rompimiento con los vínculos de la vida cotidiana, que en todo caso se anuncia en ciertos quiebres:

Algunos compañeros no lo entienden, soy como extraña. Es que me dedico a estar mucho tiempo en un lugar y me agrada, y defiendo a capa y espada eso y si puedo poner más tiempo… lo hago. Pero eso casi siempre eso va en contra de mi vida personal (EPM4, Bogotá, 2015).

Y a mí todo mi trabajo me significaba mucho dolor. Y el matrimonio entró en crisis y se acabó. Y parte de las razones que ella daba eran: “Con usted es muy difícil vivir. Usted ya vive por fuera de la casa. Usted está poniéndonos en riesgo. Un día de estos nos van a matar a todos...” (EPH5, Medellín, 2017).

Entonces yo creo que de alguna manera las cosas se enganchan como en traumas que tú tienes, como que se te cuelan cosas. Como las vidas del otro se te cuelan cuando encuentran un eco en tu corazón de alguna manera (EPM2, Bogotá, 2017).

¿Cómo se establece el distanciamiento con aquello que justamente hace posible al periodista del conflicto contar con una historia? ¿Cómo distanciarse de ese vínculo comprometido con las historias y las experiencias? Lo que señalan los entrevistados muestra que el distanciamiento oscila entre el hecho de que las historias y situaciones no dejan de emerger y que, por lo tanto, se hace indispensable seguir con otras, pues la labor periodística a veces impide la posibilidad de la pausa. En ese dinamismo se hace evidente, al mismo tiempo, la imposibilidad de procesar todo lo escuchado y el intento de gestionar emocionalmente el dolor y la pena, pasando a otra historia.

Esas historias las recibes, las oyes, las escribes y luego las olvidas y las abandonas, porque si las cargas también entonces vas a estar toda la vida atado a tus personajes y vas a estar toda una vida tratando de solucionar problemas que no puedes solucionar. Nuestro ejercicio llega hasta el papel, ahí quedan las historias y ahí cada uno tiene que resolverlas (EPH3, Bogotá, 2015).

Yo llené 17 cuadernos de notas. Cuando me senté a escribir por fin yo digo: “Seguramente mi cuerpo desarrolló o mi mente desarrolló como algún mecanismo de defensa”. Porque me ponía a leer las notas y decía: “No me acordaba de este detalle”. O sea, me acordaba de la historia en términos generales, pero había muchos detallitos dentro de la historia que ya leyendo las notas yo sé que me impresioné mucho cuando los escribí. Y yo dije, claro, yo seguramente desarrollé, o mi mente desarrolló, un mecanismo de protección para que yo pudiera seguir con este trabajo hasta terminarlo, porque si no, habría sido imposible… Se siente mucho dolor de país, mucho dolor (EPM1, Bogotá, 2016).

Más que un reto era una responsabilidad, por supuesto con mucho miedo, claro. Ya en un momento pensé por primera vez, dije, ya no quiero continuar este tema porque no vale la pena, no puedo más (EPM4, Bogotá, 2015).

Las semanas que yo estuve en eso, por el estrés del trabajo y de la historia y de terminarla, yo sólo soñaba con ese tema. Cuando me incapacitaron por el colon, un editor me dijo: “No se preocupe, que esa es la enfermedad del periodista, yo me he enfermado mil veces del colon”, porque el estrés todo se concentra pues como en la parte digestiva, entonces o todos tenemos gastritis, o todos tenemos problemas de colon… Todo periodista tiene un daño digestivo terrible porque el estrés como que se concentra ahí… Creo yo que no es tanto por el peso de las historias, sino porque vamos aquí, vamos allá, vamos a esta historia, luego a esta, y tenemos que publicar, publicar, publicar (EPM5, Bogotá, 2015).

Yo soñaba con ese paramilitar y yo me acuerdo de que cuando él desapareció y que dijeron que lo mataron, yo tuve un sueño donde a él lo estaban buscando para matarlo y él me había cargado a mí y me puso a mí como de escudo humano, ¿sí? Ese era mi sueño. Yo me despertaba y leía compulsivamente sobre los paras y todo y yo hablaba con todos los periodistas era de los paras y con mi mamá de los paras, entonces hasta que me reventé, ¿sí? Me reventé y ya yo empezaba a llorar ¿cierto?, tuve como esa crisis… Y entonces me fui para donde la psicóloga (EPM6, Bogotá, 2015).

Si las experiencias de los entrevistados muestran afectaciones a su salud física y mental, también revelan una cierta actitud autorreflexiva que les permite pensar en la necesidad de desarrollar acciones encaminadas a garantizar su bienestar emocional. Paradójicamente, para algunos, la posibilidad de tener tiempo para ello los confronta con la sensación de atender a un egoísmo trivial que se contrapone a las expectativas de las personas que viven en su día a día el fragor del conflicto y que esperan con ansias la nota del periodista, por lo que, en muchos casos, el descargue de las tensiones emocionales no ocurre por fuera de su labor, sino gracias a ella: en el proceso de escritura o edición, en la publicación de la nota. El distanciamiento ocurre en virtud de la posibilidad de sellar el pacto que los comprometió con un caso; la catarsis acontece en el proceso narrativo que supone que alguien los leerá y sentirá algo de su propia indignación.

Salir a tener otra vida tampoco es fácil. Uno ha construido un poco esta vida, tiene unos ritmos que odia, pero ama al mismo tiempo. Lo que me ata aquí es un poco el compromiso que yo tengo con mi historia, pero al mismo tiempo la vida que he construido (EPH3, Bogotá, 2015).

No, no es alegre, pero uno sí queda muy alimentado con esas historias. Primero, porque las víctimas con su capacidad de resiliencia muestran que hay armas mucho más poderosas que eso que desde la política vemos tan complejo, la negociación, los partidos, las elecciones; muestran que a través de cosas muy poderosas y sencillas que todos tenemos, la fe, el amor, la solidaridad, la capacidad de expresarnos artísticamente, la capacidad de expresarnos en lo deportivo, son herramientas que se vuelven muy valiosas. Son como catalizadores del dolor y generadores de procesos de paz y reconciliación. Entonces uno queda muy alimentado y motivado, y muy inspirado por esas historias (EPM1, Bogotá, 2016).

Las víctimas tienen escasas oportunidades de participar en cómo se configuran esos marcos normativos y aportar a la construcción de historia, y de verdad desde su testimonio me permitió entender qué clase de periodismo no quería hacer y me comprometí a tratar de aportar a la historia del país, pero tratando de rescatar esas voces aparentemente frágiles que no tienen la oportunidad de escucharse (EPH1, Bogotá, 2015).

Yo soy muy racional al escribir. O sea, por más indignada, yo tengo una tesis y es que uno puede estar muy indignado, pero uno tiene que escribir con una distancia. [...] Justamente cuando yo me he sentido en crisis es cuando siento que he perdido la distancia. Es decir, cuando los hechos ya no los puedo ver con cierta objetividad, sino que me siento involucrada emocionalmente, ahí yo ya no puedo ser periodista y tengo que dar un paso atrás (EPM6, Bogotá, 2015).

 

Conclusión

Aunque en muchos medios la labor periodística en un escenario de conflicto armado ha supuesto la inmediatez, el registro rápido y la producción de notas cuasi voraces con el dolor y la confrontación armada, la experiencia de los periodistas entrevistados muestra que han intentado conciliar parte de las demandas de su labor con un ejercicio de trabajo sostenido en terreno, diálogo, conversación y escucha. Dar tiempo y oportunidad al otro para contar su historia, escuchar y permitirse sentir ese dolor y pensar en los modos de narración supone también una apertura para que las historias del conflicto invadan una parte de sí. De alguna manera se trata de un impacto esperable y, desde cierta perspectiva, necesario. Por ello, las narraciones de los periodistas entrevistados aluden menos a la idea de lo indeseable o al irremediable impulso por la huida. Aunque se evidencian muchos impactos y señales de agotamiento, sus historias aluden también a la persistencia y a la necesidad de contar. Al habilitar un lugar para la escucha de los modos de gestión emocional desplegados por periodistas que cubren el conflicto armado, es posible entrever el fundamento de una ética de la escucha.

 

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