Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

The formation of a developmental hegemony in post-neoliberal Argentina

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Emiliano López* y Manuel Ducid**

* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Conicet-unlp. Temas de especialización: desarrollo post-neoliberal en Argentina y América Latina, procesos económicos de clase, dinámicas político discursivas y relación Estado-sociedad. Calle 51 e/124 y 125, Ensenada, 1925, Buenos Aires, Argentina.

** Doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Conicet-UNLP. Temas de especialización: consolidación económica y política de un nuevo bloque de poder en Argentina luego de la crisis del orden neoliberal en el periodo 1998-2001.

Recibido: 6 de enero de 2015
Aceptado: 18 de octubre de 2015

Resumen: La crisis orgánica que estalló en Argentina a fines de 2001 constituyó un punto de inflexión en la dominación neoliberal instaurada por las clases dominantes durante las décadas precedentes. La construcción de una nueva “normalidad” de las clases dominantes, que cuente con el consenso de parte importante del conjunto de la sociedad argentina, presupone un proceso hegemónico. Este artículo se centra en el desarrollo de este proceso en los años post-neoliberales. Parte del análisis crítico del discurso de los actores dominantes y subalternos en la coyuntura 2002-2004, momento clave en la constitución de una “hegemonía desarrollista”.

Palabras clave: hegemonía, clases dominantes, estrategias político-discursivas, Argentina.

Abstract: The organic crisis that broke out in Argentina in late 2001 was a turning point in the neoliberal domination established by the ruling classes during the preceding decades. The construction of a new “normality” of the ruling classes, who had the support of a significant part of the whole of Argentinean society, involved a hegemonic process. This article focuses on the development of this process in the post-neoliberal years. It begins with a critical analysis of the discourse of dominant and subordinate actors in the 2002-2004 period, a key moment in the creation of a “developmental hegemony”.

Key words: hegemony, ruling classes, political and discursive strategies, Argentina.

Luego de la crisis orgánica de 1998-2001, comenzó a emerger en Argentina un periodo de normalización política e institucional y de establecimiento de las bases de un nuevo “modelo económico” con orientación exportadora entre 2002 y 2007. Este periodo estuvo acompañado además por la constitución de una hegemonía desarrollista impulsada por el nuevo bloque en el poder conformado por la articulación de las diferentes fracciones productivas del gran capital (López, 2015; Wainer, 2013).

En ese contexto, en el presente trabajo analizamos las estrategias político-discursivas a través de las cuales los actores que representan los intereses del nuevo bloque en el poder lograron obtener el consenso de buena parte de los actores colectivos subalternos y dominantes. Al mismo tiempo, estudiamos las características centrales de este consenso.

Para dar cuenta de dicho objetivo tomamos como unidad de análisis a ciertas organizaciones representativas de las clases dominantes —Unión Industrial Argentina (UIA), Sociedad Rural Argentina (SRA), Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid) y Asociación Empresaria Argentina (AEA)— y subalternas —Confederación General del Trabajo (CGT) y Central de Trabajadores de la Argentina (CTA)—, y realizamos un estudio sobre los aspectos político-discursivos que permitieron a estos actores dominantes una nueva forma de dominio consensual sobre las mayorías populares.

En el apartado siguiente especificamos algunos puntos de partida teórico-metodológicos. Luego avanzamos en una explicación del periodo en el cual emerge el nuevo modo de desarrollo, entre los años 2002-2004, y prestamos particular atención al rol que tuvo la UIA como un enunciador privilegiado para marcar los principales temas de agenda por esos años. Dejamos planteada una hipótesis sobre la consolidación de una hegemonía de nuevo tipo en el periodo subsiguiente que será desarrollada en próximos trabajos. Por último, presentamos algunos comentarios finales.

La hegemonía en una perspectiva gramsciana

Un punto de partida indispensable de nuestro trabajo es la definición del concepto de hegemonía. A partir de allí podremos avanzar sobre el rol particular que posee la dimensión político-discursiva de dicha noción y sobre el trabajo empírico que hemos desarrollado para el caso argentino.

En lo que atañe a la hegemonía, partimos de la conceptualización ya clásica del intelectual y militante sardo. De acuerdo con Antonio Gramci, la hegemonía es una forma de dominación cuya especificidad radica en el carácter consensual de la misma. Es decir, una dominación hegemónica implica un cierto grado de “aceptación” de la subordinación por parte de los dominados (Balsa, 2011). Dicha aceptación puede darse de manera tanto pasiva (se reproduce a través del “sentido común”) como activa (a través de la acción política subalterna) (Buci-Glucksmann, 1978). En este punto, lo que nos interesa señalar son los mecanismos a través de los cuales un grupo, clase o fuerza política logra presentar sus propios intereses, su propia visión del mundo, como la del conjunto de la sociedad, es decir, cómo se convierte un grupo —dominante en lo económico— en la “dirección intelectual y moral de la sociedad” (Gramsci, 1986: 499).

Así, la discusión sobre la hegemonía debe tener como uno de sus aspectos sobresalientes el estudio de las dimensiones a través de las cuales los intereses corporativos de ciertas clases y fracciones se constituyen como universales. Reconocemos aquí dos elementos analíticamente separables que operan en la generación de consenso en el plano político.

La primera dimensión reconocida por Gramsci (1986), en la cual las clases subalternas “aceptan” la dominación económico-política, es la económica-corporativa y se presenta a través del Estado ampliado: la hegemonía burguesa se construye mediante una serie de organismos que se encuentran en el interior de la sociedad civil y reproducen los valores y la cultura de la clase dominante, de manera tal que se logre que las clases subalternas encuentren su posición económicamente subordinada como la normalidad. Concretamente, el Estado ampliado se materializa en una red de instituciones que permiten la reproducción del orden social a través de la incorporación de los valores dominantes en la propia vida práctica de los subalternos. Esta categoría de Estado ampliado es la que da lugar a incorporar los aspectos de la reproducción económica de los subalternos como un tema ineludible de la construcción del consenso.

Como señala Mabel Thwaites Rey (2007: 148), la hegemonía depende de la posibilidad de “incorporar los estratos populares al desarrollo económico-social”. Es así que, contrariamente a las perspectivas post-marxistas de acuerdo con las cuales la hegemonía se asocia exclusivamente con el plano discursivo, la visión gramsciana introduce los aspectos económicos como condiciones necesarias, aunque no suficientes, de la hegemonía de una clase o fracción. Esto no implica, sin embargo, determinismo economicista alguno. Por el contrario, la noción de Estado ampliado —asociada también con la categoría de bloque histórico (Gramsci, 1998)— permite pensar en la incorporación de los aspectos económicos a través de la producción de un “sentido común” que los subalternos experimentan a través de su propia praxis social.

En un sentido similar al de Edward P. Thompson (1989), consideramos que a través de los organismos de la sociedad civil (como sindicatos, clubes, escuelas, instituciones religiosas, entre otros) los subalternos experimentan sus posiciones de clase.

La reproducción de la cultura dominante y, por tanto, de la posición de la clase dominante en la sociedad no es ineluctable sino que se halla en el campo de la posibilidad. De esta manera, las clases subalternas pueden disputar tanto los proyectos hegemónicos como la posición económica de la clase dominante (Thompson,1989). Aquí el análisis gramsciano de la correlación de fuerzas sociales toma principal relevancia en la disputa o “guerra de posiciones” en el seno del Estado ampliado (Gramsci, 1998). Esta “guerra de posiciones” permite pensar en la praxis tanto como un elemento potencialmente transformador —revolucionario— como tendiente a la reproducción social —como revolución pasiva— (Portantiero, 1977).

La segunda dimensión, a la cual le prestaremos especial atención aquí, es el lenguaje. El lenguaje aparece en la obra de Gramsci como una dimensión clave para el estudio de lo político. Peter Ives (2004) abordó esta cuestión y concluyó que existen varios planos del lenguaje en la obra de Gramsci: en primer lugar, éste es analizado como base de las “concepciones del mundo”, hecho materializado en la imposición de la lengua nacional sobre los dialectos regionales, en el rol de las metáforas en la construcción de significados, en las gramáticas normativas y espontáneas como formas de ejercicio de la dominación social, entre otros puntos de interés para el análisis político. A pesar de ello, coincidimos con Javier Balsa (2011) en que las notas de Gramsci sobre el lenguaje no han permitido desarrollar una teoría acerca de cómo los procesos discursivos intervienen en la creación de proyectos políticos y, por tanto, sobre cómo abonan a la construcción de una hegemonía política.

Desde este punto de partida consideramos necesario profundizar algunos ejes sobres los cuales desarrollar la discusión en torno del lenguaje y los discursos sociales como una dimensión necesaria en el análisis de la hegemonía, articulada dialécticamente con otros aspectos materiales que no trabajamos en profundidad en este artículo.

El discurso como práctica social acotada

El análisis del discurso y las ciencias sociales se han encontrado en una permanente tensión. En primer lugar, como señala Luis Enrique Alonso, el análisis del discurso en ciencias sociales puede definirse como “una socio-hermenéutica ligada, fundamentalmente, a la situación y a la contextualización histórica de la enunciación” (Alonso, 1998: 188). Para este autor, el análisis del discurso debe dar cuenta de la reconstrucción del sentido de los discursos en su situación de enunciación y, de esta manera, atender a la construcción de intereses que se encuentran estructuralmente situados. El punto crucial de esta perspectiva es que el discurso es sólo una de las múltiples prácticas sociales históricamente situadas y se relaciona con otras prácticas. Por ello, el interés para nuestro estudio consiste en la posibilidad de articulación de esta práctica discursiva con otros procesos sociales —como los procesos económicos— que son parte contextual y, al mismo tiempo, condición de posibilidad de estos discursos. El “contexto” de un análisis del discurso, en un sentido gramsciano, debe comprenderse como un sistema de relaciones de fuerza e intereses concretos que se enmarcan en las posiciones y dan sentido a estrategias políticas de los actores (Angenot, 2010). Esto es, un análisis social de los discursos implica que son, a decir de Alain Touraine (1987), prácticas realizadas desde los intereses de diferentes grupos y actores sociales. Estas definiciones diferencian nuestro estudio en materia de análisis del discurso de la perspectiva post-marxista para la cual el discurso es “toda práctica social significativa” (Laclau, 2005).

Es necesario señalar aquí dos puntos salientes de disidencia con la categoría de discurso propuesta por esta perspectiva. Por un lado, si bien resulta que no debe existir una separación ontológica entre discurso y producción material de la vida, consideramos que el análisis del discurso pierde potencialidad analítica si todas las prácticas significativas se reducen a discursos, sean actuales o “sedimentados”. Así, la productividad analítica de la categoría de práctica discursiva sólo se mantiene si existen prácticas o procesos sociales no discursivos que son relevantes para explicar y comprender la reproducción, el cambio, las contingencias y aun la constitución de identidades políticas (Balsa, 2011). Por otra parte, descartamos un análisis “formalista” del discurso que —siguiendo la tradición estructuralista de la lingüística— parece estar detrás de la concepción de discurso laclausiana.

Estos aspectos nos conducen, en segundo lugar, a afirmar que una categoría clave para el análisis del discurso es la enunciación y el rol social del enunciador (Verón, 1987). La importancia de esta categoría parte de comprender las formas de dominación social en el plano discursivo como dialógicas y no como simples imposiciones unilaterales (Bajtín, 1989). En este punto, planteamos una diferencia en relación con las perspectivas que avalan una lectura del “signo lingüístico” independiente de su contexto de enunciación y, por tanto, despojado de peso valorativo, tal como afirma Valentin Voloshinov (1992) acerca de la perspectiva de Ferdinand de Saussure. De esta manera, la enunciación resulta clave para un análisis del discurso como práctica social acotada y se encontrará siempre en relación con una carga valorativa no neutral.

Es en este punto donde nos es posible incluir un tercer elemento esencial de un análisis discursivo, en clave del estudio sobre la emergencia y consolidación de una hegemonía: el análisis clasista de los discursos. Desde la perspectiva gramsciana que tomamos aquí, la hegemonía no es una mera articulación en el campo de la discursividad con puntos de fijación parciales que permiten constituir una cadena de equivalencias y un efecto de frontera, como se desprende de la interpretación de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2004). Destacar el carácter material de los discursos no permite, nuevamente, afirmar que toda práctica social es discursiva. Por el contrario, es necesario el reconocimiento del análisis de clase asociado con la hegemonía, aun cuando es evidente que no se pueden inferir de manera lineal los antagonismos que aparecen en el plano político desde las estructuras económicas subyacentes, tal como se desprende de los mismos análisis históricos de Karl Marx (2009).

Para definir la hegemonía discursiva en clave operacionalizable, partimos de la propuesta de Balsa (2011). En primer lugar, el autor recupera dos pilares sobre los que debe basarse una lectura de la hegemonía discursiva en clave gramsciana: la dimensión dialógica del lenguaje y la disputa por las significaciones como la forma en que se despliega la hegemonía discursiva. Esta lectura nos permite pensar la hegemonía discursiva como una esfera no excluyente de la dominación social que puede ser desafiada/aceptada por los actores subalternos. La hegemonía en el plano discursivo no responde, por tanto, a una imposición unilateral, como parece ser la visión elaborada por Gramci, sino a una subordinación conflictiva y, por tanto, abierta a la contingencia. El reconocimiento de la contingencia y la “no sutura” de lo social —que desarrollan sobre todo Laclau y Mouffe (2004)— son relevantes en un punto: si no es “disputable” el contenido de los discursos, no hay hegemonía sino dominación coercitiva (Balsa, 2006).

Sin embargo, debemos problematizar cuál es el espacio específico para la contingencia que los discursos provocan en las sociedades contemporáneas. Es decir, hasta qué punto la hegemonía discursiva posee anclajes en otros procesos sociales, o sólo remite al propio campo de la discursividad. Como mencionamos, desde la perspectiva gramsciana entendemos como necesaria la re-introducción de la categoría de clases sociales para el estudio de la hegemonía discursiva. Con todo, cabe preguntarnos qué definición de clase es compatible con un estudio no determinista de la hegemonía discursiva. En particular, en nuestro trabajo hemos retomado la definición de clase social propuesta por Thompson (1989), de acuerdo con el cual la clase es una categoría heurística que sólo puede ser entendida en términos relacionales y procesuales mediante la noción mediadora de experiencia. Esta definición permite pensar la relación no necesariamente unilateral entre posiciones estructurales, intereses y expresiones político-culturales.

Reconocer a las clases como “huecos” en la estructura —es decir, romper con las nociones liberales de actores— no implica necesariamente subordinar las formas de acción colectiva y las iniciativas políticas de estas clases a dicha estructura (Meikins Wood, 2000). Esto es importante pues desde la perspectiva post-marxista se ha cuestionado la validez de los análisis basados en la clase social, por encontrarse indisolublemente asociados con el “esencialismo” y el “determinismo económico”. Consideramos, tal como señala Atilio Borón (1996), que esta lectura parte de una confrontación con perspectivas ligadas a la Segunda y la Tercera Internacionales que es impreciso atribuir a otros teóricos inscritos en la tradición marxista. En la perspectiva de Thompson (1989), por ejemplo, la clase es un proceso relacional que se constituye a través de la experiencia, por lo cual no hay esencialismo ni determinismo económico alguno.

Con esta visión de clase, volvamos a los límites de la discursividad y la contingencia. Si bien, como han planteado Laclau y Mouffe (2004), las identidades se construyen a través del discurso, la definición de discurso que adoptamos como una (y sólo una) de las prácticas sociales existentes nos permite afirmar que otras prácticas y procesos —por ejemplo, los económicos— pueden erigirse en marco de posibilidad de la construcción de identidades (Balsa, 2006). De esta manera, las posiciones y los procesos de clase deben ponerse en relación con las construcciones de una hegemonía discursiva, tal como la definimos aquí.

Dado que la hegemonía discursiva es una forma dialógica de la dominación social, es posible que otros procesos de clase (no discursivos) produzcan un cierto “buen sentido” anclado en las prácticas cotidianas de actores subalternos que los discursos cambiantes y contingentes no logran alterar radicalmente (Nun, 1989). Esta noción de los núcleos de “buen sentido” que habitan en el “sentido común” (Gramsci, 1986) nos permite relacionar las prácticas discursivas de actores dominantes y subalternos, históricamente situados, con la noción de construcción de hegemonía. Al mismo tiempo, al reconocer el carácter contingente de toda construcción hegemónica, podemos dar cuenta a partir de un análisis detallado de un proceso histórico de las limitaciones de una hegemonía discursiva e identificar sus posibles tensiones y puntos de inflexión.

En definitiva, consideramos que una visión gramsciana de la categoría de hegemonía posee la riqueza de tomarla como una forma de dominación que incluye analíticamente tanto los aspectos político-discursivos como aquellos relacionados con procesos económicos.

Con estos elementos analíticos nos es posible avanzar en el estudio empírico sobre Argentina y la constitución de una nueva hegemonía en el periodo 2002-2004, luego de la crisis orgánica del neoliberalismo.

Sobre el análisis crítico del discurso como modo de abordaje empírico

Una vez esbozadas las definiciones de categorías relevantes para el análisis del discurso social, avanzamos en cómo abordar la operacionalización de estas categorías, para lo cual recurrimos al Análisis Crítico del Discurso (ACD). Más allá de una serie de debates acerca de qué es el ACD, asumimos aquí la perspectiva de acuerdo con la cual el ACD es un modo de abordaje para la investigación empírica que se enmarca en decisiones teórico-metodológicas previas y que centra su interés en problemas de investigación ligados con el poder, la construcción de hegemonía y otras formas de la dominación social (Fairclough, 2001). Por ello, aquí proponemos el esquema analítico concreto que aplicamos para estudiar las construcciones político-discursivas de los actores colectivos dominantes y subalternos.

En primer lugar, reconocemos en el análisis de los textos un mapa de posiciones discursivas, un campo de fuerzas sociales (Alonso, 1998). Desde este punto de partida entendemos que existen cuatro aspectos que debemos tener en cuenta para realizar un análisis del discurso social: es necesario investigar el contexto; analizar los actores y las relaciones de poder que existen; encontrar opiniones que permitan inferir el antagonismo entre los actores, y estudiar las estructuras mediante las cuales se logran posiciones dominantes/subalternas en los temas de interés. La identificación de estos aspectos será el punto de partida de nuestro análisis.

En segundo lugar, es necesario identificar los elementos propios del discurso como práctica social históricamente situada. Entre los elementos que componen el discurso encontramos, complementando el análisis de Ruth Wodak (2003), los siguientes: los macrotemas que se refieren al nudo problemático en torno del cual se centra un discurso; los géneros discursivos que son los usos convencionales —más o menos pre-fijados— del lenguaje asociado con un tipo de actividad social (Fairclough, 2003); los textos definidos como los productos materiales duraderos de las acciones discursivas. Por último, destacamos las funciones del discurso social como lo propone Marc Angenot (2010), entre las cuales destacan: representar el mundo, legitimar y controlar, sugerir y hacer, producir la sociedad y sus identidades y, no menos importante, bloquear lo indecible.

Estas categorías deben colocarse en relación con otras tres:

  • La interdiscursividad, que se refiere a las relaciones establecidas entre dos o más discursos sobre un mismo tema.
  • La intertextualidad requerida en el estudio de las relaciones entre los diferentes textos, lo cual incluye los desplazamientos de géneros discursivos (Bajtín, 1989).
  • Las estrategias u operaciones discursivas de los actores como un plan de prácticas discursivas más o menos intencionales que se adopta con el fin de alcanzar un determinado objetivo social o político.

Sobre este último punto retomamos algunos de los aportes de Balsa (2006, 2011) acerca de la categoría de estrategia u operación discursiva, mediante la cual se abre la posibilidad de estudiar la lucha inter-discursiva —dialógica— por la significación.

De acuerdo con el autor, para un análisis empírico sobre la consolidación de una hegemonía discursiva resulta útil tomar en cuenta diferentes tipos de operaciones. Para este trabajo consideraremos dos como las más relevantes. La primera de ellas se refiere a las operaciones genéricas, que aluden a la utilización de un determinado género discursivo por parte del enunciador. Esta elección “predispone” al receptor del mensaje y limita las posibilidades de interpretación del discurso que el mismo realiza. Las operaciones genéricas tienden a deslizar o “contrabandear” al interior de un género otros tipos de géneros (Fairclough, 2003). La construcción de una hegemonía discursiva se da a través de la legitimidad que adquiere determinado género y por la utilización de estos géneros por parte de los actores dominantes.

Un segundo tipo de operaciones son las macroestructurales. Dichas estrategias se relacionan con el formato del propio texto y se centran, por un lado, en el “modo de nombrar” (Wodak, 2003) los temas y, por otro, en la argumentación —donde se hace uso de la concesión, la retórica, los topoi o lugares comunes— de las posiciones.

Estas categorías del análisis crítico del discurso pueden ser de gran utilidad para estudiar procesos políticos contemporáneos. En este caso las usamos para dar cuenta de la constitución de una nueva hegemonía política en el periodo 2002-2007.

De la crisis al establecimiento del “nuevo modelo”

Con los detalles teórico-metodológicos aquí planteados podemos avanzar en el estudio empírico que constituye el objetivo central de este artículo. Para ello nos situamos históricamente en lo que consideramos un fin de etapa en la Argentina contemporánea: la crisis orgánica que estalló a fines de 2001 y que constituyó la base de la aparición de una hegemonía de nuevo tipo.

Luego de la salida de la Alianza del gobierno a partir de las intensas —y trágicas— jornadas de movilización popular del 19 y el 20 de diciembre de 2001, los acontecimientos políticos y económicos ganaron en celeridad e imprevisibilidad. Al deterioro que arrastraba desde años anteriores la hegemonía neoconservadora (Bonnet, 2007) se agregaron la crisis de representación del conjunto del sistema político —partidos e instituciones de gobierno—, la consolidación del proceso económico recesivo iniciado en 1998 y la dislocación de las identidades políticas previamente constituidas.

En cuanto a los aspectos económicos, la caída sostenida en la rentabilidad del conjunto de la clase dominante —que condujo a la quiebra masiva de empresas pequeñas y medianas y la consecuente concentración del capital—, la explosión de los niveles de desempleo y pobreza —que intensificaron las demandas de las organizaciones subalternas en torno del trabajo y los ingresos— y la crisis fiscal del Estado fueron de los más significativos (López, 2015).

En relación con el deterioro de la hegemonía y la crisis de representación política, 2001 clarificó el grado de exclusión política al que estaban sujetos los distintos actores subalternos. La misma se presentó no sólo en el conjunto de los partidos políticos sino que, sobre todo, tuvo su correlato en las disputas intestinas en el Partido Justicialista (PJ). Sin una hegemonía clara en su interior, las disputas dentro de este “sistema político en sí mismo” que es el PJ (Torre, 2012) no se resolvieron sino hasta la llegada de Eduardo Duhalde a la presidencia como el referente más importante del poder territorial bonaerense.

En este marco económico y político, la dinámica social y la iniciativa (más o menos exitosa) de los distintos actores sociales situaron en el centro de la escena política cuatro grandes macrotemas que constituyeron puntos de disputa cuya resolución tendría un correlato sobre los pilares del nuevo modelo económico-político constituido fundamentalmente durante el primer gobierno de Néstor Kirchner: la cuestión de la deuda externa, el problema del empleo, el nivel del tipo de cambio y la política fiscal del Estado nacional.

En el próximo apartado veremos cómo se configuró, en torno de estos macrotemas, un mapa de posiciones discursivas que dio como resultado la conformación y la consolidación de un nuevo bloque social en el poder, dentro del cual el capital productivo adquirió un rol hegemónico y en el que algunos de los principales actores subalternos participaron brindando un activo consenso (López, 2015).

Las articulaciones políticas del nuevo bloque en el poder en Argentina

El surgimiento del nuevo modo de desarrollo tuvo como precondición el default de la deuda pública y, sobre todo, la declaración de abandono de la Ley de Convertibilidad del peso a favor de un régimen cambiario de flotación administrada como la política macroeconómica clave que el gobierno de Duhalde implantaría en los albores de su gestión. Estos temas, sumados a un seguro de desempleo y a la unificación de los planes sociales, eran demandas y propuestas incluidas en el programa del Grupo Productivo (GP) que, sin duda, logró instalar la agenda y generar los consensos necesarios tanto entre actores subalternos como en ciertos sectores de la nueva conducción política del Estado. De esta manera, coincidimos con Francisco Cantamutto (2012) en que la devaluación fue una estrategia político-económica de ciertos sectores concentrados de la clase dominante, en particular de aquellos nucleados en el GP.

Desde aquí partimos para avanzar en dar respuesta a las interrogantes previamente comentadas. Más allá de la devaluación, el default y la implantación de los Planes Jefes y Jefas de Hogar Desocupados en 2002, las diferentes expresiones de las clases dominantes y subalternas comenzaron a operar discursivamente durante los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner para lograr imponer un orden social más cercano a sus intereses económicos y políticos.

En el camino de identificar las operaciones que permitieron la consolidación de una hegemonía discursiva, avanzamos primero en ubicar al enunciador privilegiado y los nodos intertextuales e interdiscursivos que permiten dar cuenta de la dimensión dialógica del lenguaje.

En primer lugar, en el proceso de salida de crisis la UIA se convirtió en el enunciador privilegiado que logró articular las posiciones de actores dominantes y subalternos detrás de un programa que apuntaba a favorecer sus propios intereses. Al menos hasta la devaluación del peso en enero de 2002, la UIA articuló en su programa económico-político los discursos y las prácticas no discursivas de las Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), la Cámara Argentina de la Construcción (CAC), la Asociación de Bancos de la Argentina (ABA) y la Asociación de Bancos Públicos y Privados de la República Argentina (Abappra) —entre los actores dominantes— y la Confederación del Trabajo (CGT) —entre los actores subalternos.

En segundo lugar, los diferentes macrotemas que identificamos antes se estructuran en torno de un nodo principal que permite mantener la unidad transitoria de las posiciones discursivas heterogéneas, al menos durante los breves meses de la transición hacia un nuevo modo de desarrollo: la noción de proyecto de desarrollo nacional. Esta categoría impugnaba el modo de desarrollo neoliberal en su conjunto y poseía reminiscencias del desarrollismo clásico —con ciertos escasos ribetes nacional-populares por el momento— de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. El título mismo de la Séptima Conferencia Industrial organizada por la UIA en noviembre de 2001 va en este sentido: “Encuentro de los Argentinos. Un Proyecto Nacional para el Desarrollo” (De Mendiguren, 2003). En ese ámbito de discurso —al cual concurrieron desde el presidente De la Rúa hasta dirigentes de organizaciones de trabajadores, pasando por varios funcionarios de diversos niveles de gobierno y empresarios—, José Ignacio de Mendiguren habló sobre la importancia de un proyecto nacional de desarrollo para superar la crisis. A partir de un diagnóstico sobre las vulnerabilidades que tenía Argentina en el marco de la crisis,1 el referente de la UIA daba contenido al proyecto nacional de desarrollo a través de una serie de propuestas que apuntaban a generar competitividad internacional —mediante mejoras del tipo de cambio real—, mejorar las condiciones para la inversión productiva —en desmedro de la inversión financiera—, dinamizar la demanda interna a través de un seguro de desempleo, aumento de las jubilaciones y del gasto del Estado y una reforma tributaria que no cargue las tintas sobre el sector productivo, entre otras cuestiones. Todos estos puntos logran en el discurso de la UIA su unidad con base en la categoría industrialización, que en buena medida es utilizada como metonimia de desarrollo: “Nosotros creemos que hacía falta una estrategia de desarrollo industrial y de acumulación de capital” (De Mendiguren, 2003). A su vez, este proceso de desarrollo industrial permitiría dar respuesta a problemáticas insoslayables en la coyuntura: “Promover el empleo calificado, creo que éste es nuestro desafío, y estimular la inversión de capital”.

De esta manera, podemos encontrar en la noción de proyecto nacional de desarrollo un significante —impreciso sí, pero no “vacío”— que logró amplios niveles de consenso entre diferentes actores en el contexto de la crisis orgánica. Este significante poseía —construido por su enunciador privilegiado, como fue la UIA— el sentido específico de aludir a un modo de desarrollo industrial que permitiría una dinamización del mercado interno y, al mismo tiempo, una mayor competitividad de los “sectores productivos”2 a escala global. Precisamente, esta “convicción desarrollista nacional” como proyecto para resolver la crisis fue la que permitió los vínculos interdiscursivos entre el GP y el conjunto de la CGT. A su vez, fueron estos nudos discursivos los que otorgaron al GP —y a la UIA en particular— la posibilidad de bloquear y deslegitimar otras construcciones político-discursivas, tanto dominantes como subalternas, en los primeros meses de iniciada la transición económico-política desde la crisis. Entre las construcciones dominantes, sin duda, aparecen como deslegitimadas las posiciones discursivas de la AEA y la SRA, que continuaban dando crédito a la necesidad de una modernización de la economía a través de la inserción al mundo y la liberalización del comercio y las finanzas; del fomento de la actividad privada con una participación estatal limitada; con “flexibilidad de los mercados laborales” y “condiciones de estabi-lidad para la inversión que permitan crear empleo”; una política fiscal de austeridad, entre otros puntos destacados (Asociación Empresaria Argentina, 2003).

En cuanto a las organizaciones subalternas, durante los meses definitorios de diciembre de 2001 y enero de 2002 los nodos interdiscursivos mencionados bloquearon las demandas y posiciones del movimiento piquetero y la CTA. La imposibilidad de una mayor articulación de demandas y de consolidar la emergencia de una fuerza política que expresara estos intereses populares para dar la disputa por la constitución del orden limitaron el accionar de estas organizaciones a un plano defensivo. Así, los puntos programáticos que apuntaban a un “shock distributivo”, un rechazo y auditoría de la deuda externa, un ingreso básico universal, fueron tornándose crecientemente marginales en términos de agenda política a medida que crecía el consenso del proyecto del GP.

Las estrategias discursivas de la UIA para construir una nueva hegemonía

Este mapa de posiciones discursivas que presentamos en el apartado previo se constituyó en la base sobre la que se asentó una hegemonía discursiva de la UIA como actor privilegiado en los últimos días de 2001 y principios de 2002. Esta entidad empresarial logró —no sin disputas— imponer su programa a escala macroeconómica. Nos queda por señalar, con base en las posiciones que presentamos, cuáles han sido las estrategias u operaciones que permitieron la construcción de los consensos y la reproducción en el tiempo, al menos durante la coyuntura 2002-2004, así como también tomar nota de los nodos de tensión o antagonismo dirigidos hacia dicha hegemonía discursiva y, por tanto, las posibilidades de una hegemonía alternativa o de una contra-hegemonía.

Identificamos aquí dos tipos de operaciones predominantes: las genéricas y las macroestructurales. Entre las primeras, podemos notar en las posiciones de la UIA durante toda la coyuntura una tendencia al predominio de un género discursivo científico-técnico que permitía separar sus programas de aquellos discursos “politizados y radicales”, en particular de los actores subalternos de la CTA, los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) e incluso de la CGT opositora. Los discursos del género político-ideológico —en particular, entre 2001 y 2002— aludían por logeneral al ideario desarrollista que hemos comentado. Sin embargo, lo que otorgaba atisbos de realidad a estas posiciones era una justificación más bien basada en el género científico-técnico, sobre todo de la “ciencia económica” que había tomado mayor entidad desde la consolidación del neoliberalismo a escala global con ribetes más keynesianos y críti-cos de las posiciones ortodoxas. Similares operaciones genéricas fueron llevadas a cabo por otros actores dominantes, como la AEA, la Aapresid y la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola (AACREA).

El caso paradigmático de un discurso político-ideológico con escasos deslizamientos hacia otros géneros y apelando a ciertos resabios de la Argentina oligárquica es quizás el del enunciado por la SRA. En el caso de la AEA, buena parte de los discursos que analizamos fundamentan sus posiciones políticas en argumentos científico-técnicos provenientes de la economía neoclásica, y en estrecha relación con “usinas” de pensamiento neoliberal como el Centro de Estudios Macroeconómicos de Argentina (CEMA) (Asociación Empresaria Argentina, 2003; Pagani, 2004). Por su parte, los discursos del género científico-técnico que desarrollan las entidades ligadas con los sectores más pujantes del agronegocio ponen el énfasis en la importancia de los desarrollos biotecnológicos y las innovaciones radicales en la producción agrícola para incrementar la productividad y ganar en competitividad.3

Como han señalado varios autores, el GP se desarticula luego de que el gobierno de Duhalde aplicara derechos de exportación sobre cereales y oleaginosas (Dossi, 2010). Sin embargo, esta situación de tensión, que socavó parcialmente las bases de la hegemonía discursiva de la UIA, se vio atenuada por el segundo tipo de operaciones: las macroestructurales. Es a través de este conjunto de operaciones —entre las cuales destacan la utilización de figuras retóricas, la concesión y la apelación a los lugares comunes o topoi— que la UIA mantuvo a pesar de las disputas y diferencias con otros agrupamientos empresarios y subalternos una alta injerencia consensual en los temas de agenda pública y, al mismo tiempo, en las esferas de gobierno.

Entre este tipo de operaciones, las de carácter argumentativo han resultado las más efectivas. Así, lo primero que notamos es el sostenimiento de un discurso que apela al sentido común de rechazo de la crisis neoliberal y permite la construcción de una visión alternativa que antagoniza con la defensa del “modelo” anterior sostenido por “economistas y políticos salvadores”. El discurso de Héctor Massuh —presidente de la UIA en diciembre de 2002— echa luz sobre este aspecto: “Todos estos años nos obligan a reflexionar si no habrá llegado la hora de evitar encandilarse con teorías económicas extravagantes, con economistas salvadores o con políticos providenciales, y poner nuestra fe, toda nuestra fe, en proyectos fundacionales que entusiasmen y despierten la épica de las epopeyas nacionales” (Massuh, 2002). En el mismo párrafo se realiza un desplazamiento metafórico evidente: “Los proyectos fundacionales y la épica de las epopeyas nacionales” se refieren a la instrumentación de un proyecto nacional de desarrollo con los significados parciales que comentamos previamente: industrialista, competitivo, entre otros.

Un segundo elemento que emerge como operación discursiva es el uso de la concesión como una herramienta clave para integrar a actores empresariales del agro y las industrias extractivas que no se encuentran en la representación formal de la UIA y que, a primera vista, parecieran tener intereses contrapuestos con este actor colectivo. La concesión se da en el discurso de Massuh a través de una serie de preguntas retóricas que vale la pena exponer:

¿No habría que dejar de pensar en pequeño y encarar grandes proyectos en la minería, en la agroindustria, la energía, la forestación, el turismo y en una política de transporte que integre toda la nación? ¿Por qué no impulsar, así, el aumento espectacular de la producción agraria y ganadera, elevar sustancialmente nuestra capacidad exportadora de cereales y productos alimenticios y movilizar vastos sectores de nuestra industria? (Massuh, 2002).

La UIA tensionaba así la histórica dicotomía agro/industria que aun en esta coyuntura era asumida como clave de lectura por los sectores más conservadores del empresariado rural, los cuales continuaban marcando esta polaridad e incluso desprestigiando los aspectos salientes en términos productivos y distributivos del periodo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), con una cierta añoranza por volver a un modo de desarrollo agroexportador.4

Estas estrategias macroestructurales tomaron mayor dimensión a partir del acceso de Alberto Álvarez Gaiani, de la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (Copal), a la presidencia de la entidad industrial. El empresario provenía del Movimiento Industrial Argentina (MIA), que representa con mayor claridad a los sectores transnacionales del empresariado local.5 Desde esta nueva conducción de la entidad —al mismo tiempo que comenzaba a concluir el periodo de transición política de la crisis con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia— hubo tres planos en los cuales las estrategias de la UIA continuaron aportando a la construcción de su hegemonía discursiva.

El primero de ellos fue que la tendencia al bloqueo de los discursos subalternos se tornó más transparente al negar las prácticas de protesta y movilización que se impulsaban, sobre todo desde la CTA y los MTD: “No podemos ignorar nuestra alarma por la proliferación de los cotidianos actos de protesta que alteran el normal desarrollo de las actividades productivas […]. Aceptar la legitimidad de reclamos no significa resignar la vigencia de los derechos a la libre circulación de personas y bienes amparados por nuestra Constitución” (Álvarez Gaiani, 2003).

Este rechazo abierto a las modalidades que había adoptado la protesta social de los subalternos podemos ubicarlo como una apelación a cierto topoi que, como señala Maristella Svampa (2011), puede definirse como una “demanda de normalidad” de una parte importante de la sociedad. En paralelo, este bloqueo iba acompañado de una operación de re-articulación de las demandas subalternas de forma tal de despojarla de radicalidad, en una típica operación de inclusión subordinada de las demandas en la formación discursiva hegemónica (Balsa, 2011). Así, el flamante titular de la UIA afirmaba: “Sin duda, uno de los [temas] más relevantes es la necesidad de transformar los distintos planes de ayuda social que fueran instrumentados como respuesta inmediata a las penurias económicas que afectaban a grandes sectores de la población, en herramientas que estimulen la creación de puestos de trabajo permanentes” (Álvarez Gaiani, 2003).

En este sentido, la “creación de puestos de trabajo” alude a la recuperación de los procesos de integración típicos del periodo de la ISI con un solapado indicio de desprestigio hacia los planes de ingresos y empleo promovidos por el Estado, que si bien eran necesarios en la crisis, una vez superado el “estado de excepción” debían dejarse de lado.

En un segundo plano encontramos la profundización de las estrategias retóricas y de concesión en relación con otros sectores empresariales: “Convocamos a todos los representantes de las entidades empresariales, sin distinción alguna, para que juntos apoyemos este nuevo proyecto que pretende devolver a nuestra Nación el destino venturoso que merecen todos sus habitantes” (Álvarez Gaiani, 2003). Este llamado a la unidad de los diversos “sectores de la producción” entabla nodos interdiscursivos con los planteamientos de Gustavo Grobocopatel, quien expresa las posiciones de las entidades dinámicas del agronegocio, como la Aapresid y la AACREA. Basado en una argumentación del género científico-técnico, el presidente del grupo Los Grobo afirmaba:

Es decir, que acá hubo una convergencia en la visión entre la producción [agropecuaria] y la industria, y es interesante reflexionar sobre este tema. Acá no hubo un plan estratégico, no hubo políticas activas, no hubo nada de eso: hubo una convergencia natural de dos sectores que ven una oportunidad y la aprovechan en forma coordinada […]. Entonces, la agroindustria tiene esa visión compartida que da lugar a uno de los clusters más competitivos del planeta. […] Es un desafío para el sector industrial y para el sector agropecuario poder atender la demanda que se viene en el mundo de alimentos; y realmente Argentina tiene mucho que decir (Grobocopatel, 2003).

El tercer y último plano se refiere al intento de mantener los vínculos interdiscursivos —además de las estrategias de presión concreta— con las altas esferas estatales. El texto anterior de Álvarez Gaiani deja en claro el apoyo explícito al proyecto político de Néstor Kirchner y, al mismo tiempo, fortalece los aspectos instrumentales del discurso de la UIA en relación con la fuerza política en el poder que ya se venía desarrollando desde el gobierno de Eduardo Duhalde.

Llegados a este punto, cabe señalar cuáles han sido las grietas y los potenciales antagonismos en relación con esta hegemonía discursiva desarrollista del capital productivo bajo la conducción de la UIA. Una vez cerrado el proceso de transición post-crisis, la llegada de un nuevo gobierno en 2003 y la recuperación económica que se evidenciaba desde octubre de 2002 mostraban los primeros destellos de un nuevo orden económico-político sin dudas prefigurado —al menos en términos de la política macroeconómica— por el periodo de transición de los gobiernos de Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde. Así, desde 2003, aún con una importante hegemonía discursiva de los actores dominantes que comentamos previamente, comienzan a desarrollarse nuevos temas y, por ello, nuevos desafíos y antagonismos a dicha hegemonía.

Las tensiones latentes en la hegemonía desarrollista

A pesar de la aparente fortaleza de las estrategias político-discursivas de la UIA como actor privilegiado, la hegemonía desarrollista no estuvo ausente de tensiones latentes. Con base en el análisis crítico que realizamos, encontramos tres tensiones hacia algunos de los aspectos de la hegemonía de la UIA, tanto desde actores subalternos como desde los dominantes, que persistieron durante toda la coyuntura devaluatoria (2002-2004).

La primera de ellas se relaciona con las posiciones de los actores subalternos que impulsaban ya desde los meses posteriores a la devaluación del peso una reapertura de los Convenios Colectivos de Trabajo por rama de actividad, la necesidad de una convocatoria al Consejo del Salario Mínimo y el sostenimiento de la doble indemnización por despido que había implantado el gobierno de Duhalde.6 Estas demandas se encontraban en el seno de los discursos de la CGT que comenzaba a unificarse alrededor de la figura de Hugo Moyano y eran impulsadas también por la CTA. Sin duda, las respuestas estatales durante 2002 fueron por demás insatisfactorias y sólo hubo incrementos de ingresos no remunerativos para los trabajadores formales.7 Esta situación condujo a ambas centrales a profundizar sus reclamos unos meses antes de las elecciones presidenciales en relación con convenios colectivos y reapertura de las negociaciones paritarias para recuperar el terreno perdido luego de la devaluación del peso y, sobre todo desde la CTA, se exigía además un seguro de formación y empleo de 450 pesos.8

Estas demandas insatisfechas, más allá del acercamiento de la CGT a las posiciones discursivas del GP desde diciembre de 2001, generaron una necesaria tensión sobre la hegemonía desarrollista que dicho grupo, y sobre todo la UIA, venía construyendo sobre ciertas organizaciones subalternas.

De esta manera, queremos señalar aquí que la transición desde la crisis hacia el nuevo modo de desarrollo fue a través de una distribución de ingresos regresiva, levemente matizada por incrementos no remunerativos de ingresos para los trabajadores ocupados y por programas de gasto público social para los desocupados. El sostenimiento en el tiempo de una dominación consensual acerca del nuevo horizonte que el proyecto nacional de desarrollo involucraba requería de la inclusión de estas demandas —principalmente económicas— de las clases subalternas. Es así que un año después de la asunción de Kirchner como presidente comienzan a tener respuesta estas demandas a través de la política estatal. Ya en marzo de 2004 se modifican algunos elementos de la reforma laboral aprobada en 2000.9 La rehabilitación del Consejo del Salario Mínimo Vital y Móvil (SMVM) se instrumentó en agosto de ese mismo año, lo cual permitió nuevos pisos de negociación salarial para los trabajadores formales y, por tanto, mejores posibilidades de negociación en cada rama de actividad. La negociación colectiva de trabajo tuvo, efectivamente, a partir de allí un fuerte impulso.10

La inclusión de la demanda por reapertura de la negociación colectiva tuvo dos efectos de importancia. Por un lado, permitió concretar una conducción unitaria de la CGT de la cual Moyano formaba parte y que comenzaría a apoyar al gobierno de Néstor Kirchner. Por otro lado, dio lugar a una nueva inclusión subordinada de estas demandas en el plano de la hegemonía desarrollista sin mayores costos para las estrategias empresariales. Más aún, la inclusión de esta demanda era uno de los macrotemas en los cuales existían puntos de contacto entre las centrales sindicales —sobre todo en la CGT— y la conducción de la UIA. Esta confluencia de intereses se tornó más evidente a partir de la convocatoria presidencial a revitalizar el Consejo del Empleo, la Productividad y el SMVM (decreto 1095/04).11

Resta un último elemento por incluir en cuanto a las posiciones subalternas, y es el hecho de que a diferencia de estas demandas, que lograron ser incluidas rápidamente en la estrategia hegemónica —aun cuando reabrieron un canal de tensión constante que parecía anulado años atrás—, las disputas por redistribución de ingresos de los MTD y las ligadas a un ingreso básico para todos los trabajadores que proponía la CTA12 poseían un carácter más disruptivo en relación con los consensos que podían impulsar las clases dominantes. Por tanto, la inclusión de estas demandas no tuvo lugar en la coyuntura devaluatoria. A pesar de ello, los posicionamientos políticos de una serie de organizaciones piqueteras en relación con el gobierno nacional generaron importantes acercamientos que serían sólo un esbozo de cómo comenzaba a alterarse el balance entre economía política en la constitución de un nuevo orden social. Así, en junio de 2004 se formaría una articulación de agrupamientos piqueteros que apoyaría explícitamente al nuevo gobierno.13

En segundo lugar, las tensiones políticas sobre la construcción hegemónica se impulsaron desde aquellas organizaciones que, aun formando parte del bloque dominante, intentaron generar consensos sobre la necesidad de fortalecer al menos dos sectores de actividad que habían sido los menos favorecidos en los procesos de recomposición económica post-crisis: el sector financiero local y, dentro de la fracción productiva, las empresas de servicios públicos privatizados en los años noventa. Ambas fracciones se encontraban desde 2002 representadas mayoritariamente en la AEA. Esta entidad insistió en la inclusión en la agenda pública de los temas que apuntaban a cuestionar ciertos aspectos de la hegemonía desarrollista y, por su intermedio, generar una articulación de intereses que incrementara el poder de lobby14 sobre las decisiones del nuevo gobierno para que se volcaran en favor de los sectores financieros y de servicios públicos privatizados. Entre los temas más relevantes desde la perspectiva de la AEA aparecía la necesidad de renegociar la deuda externa pública en default, llegando a un acuerdo con los organismos multinacionales de crédito y reestructurando la deuda privada y la renegociación de las tarifas de los servicios públicos privatizados, congeladas durante el gobierno de Duhalde.

Por otro lado, la AEA mostraba una coincidencia estratégica con los sectores financieros del capital local, por lo que bregaba por una rápida reactivación del sistema financiero, cuyo éxito dependería de la implantación de cinco instrumentos puntuales: la resolución del default de la deuda pública; una rebaja de las alícuotas de los impuestos al crédito y débito bancario; limitar las financiaciones hacia el sector público; una institucionalidad fiscal que ponga límites efectivos al incremento del gasto público, y el desarrollo de una jurisprudencia favorable al cumplimiento de las obligaciones financieras.

La tercera y última tensión que reconocemos hacia la hegemonía desarrollista que tenía a la UIA como el actor/enunciador privilegiado fue impulsada por los sectores tradicionales del agro y se centró en el desmantelamiento de lo que consideraban una vuelta a la “política populista”. En general, el tema central de la crítica era el sistema impositivo; en particular, atacaba los derechos de exportación. La “presión fiscal” —presentada también como “voracidad fiscal”—15 aparecía en la mayoría de los discursos de la SRA como el problema clave que resolver para desarrollar las potencialidades del sector agropecuario que, de acuerdo con estas posiciones, fue el único sector de actividad que continuó produciendo durante la crisis.

La demanda por la reducción de impuestos fue in crescendo desde la asunción de Kirchner, y ya en 2003 se planteaba la necesaria desaparición de las “retenciones a las exportaciones”.16 En la Exposición Rural de 2004, Luciano Miguens reiteraba el rechazo de este impuesto para lograr incrementos de la competitividad, reconociendo que “no hay duda que esta reactivación fue liderada por el sector de la producción agropecuaria”.17 Esta tensión puntual se mantendría latente hasta condensarse, pocos años después, en una articulación social que cuestionó fuertemente, aunque sin gran éxito en el mediano plazo, el proceso de construcción de hegemonía que estudiamos en las páginas previas.

Comentarios finales

A lo largo de este trabajo hemos visto cómo comienza —luego de la crisis orgánica del modo de desarrollo neoliberal, a la par de procesos de recomposición económica— la construcción de una nueva hegemonía discursiva impulsada por la UIA y que dimos en llamar “hegemonía desarrollista”. La misma empieza a emerger en forma de demandas parciales hacia el gobierno de De la Rúa y Rodríguez Saá y termina por lograr una fuerte incidencia en el poder estatal a partir de la llegada de Duhalde a la Casa Rosada.

La UIA logró, en los años de crisis, articular una serie de demandas en torno de lo que se autodenominó Grupo Productivo, ligadas principalmente a la necesidad de devaluación del peso —entre otros elementos programáticos—, que incluso logró un acercamiento de ciertos actores colectivos ligados a los intereses de las clases subalternas —en particular, la CGT.

Por supuesto, este consenso desarrollista es desafiado por otros actores colectivos, tanto dominantes como subalternos. Esas tensiones, sin embargo, fueron parcialmente absorbidas por la hegemonía fundada en un proyecto nacional de desarrollo que permitió la inclusión parcial de algunas de las demandas o tensiones, o logró bloquearlas a través de lógicas binarias y desplazamientos metonímicos que desacreditaron la acción de los actores no hegemónicos.

Las tensiones construidas en relación con la hegemonía desarrollista continuaron desenvolviéndose por algunos años de manera latente. Sin embargo, en los años que abarcaron el segundo tramo del gobierno de Kirchner (2005-2007), el dominio consensual de las fracciones productivas de las clases dominantes logró estabilizarse. En estos años, la hegemonía desarrollista comenzó un proceso de consolidación que involucró nuevas operaciones discursivas para sostener el nuevo “modelo económico” y, al mismo tiempo, impulsar un “proyecto” que anclara la promesa de futuro en la noción del “desarrollo de la nación”.

Dejaremos para posteriores trabajos un análisis pormenorizado de estas nuevas operaciones que enmarcaron la consolidación —temporal— de una nueva hegemonía post-crisis de las clases dominantes en Argentina, dentro de la cual el rol predominante fue ocupado por la fracción productivo-exportadora nucleada en torno de la Unión Industrial Argentina.

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LÓPEZ, E. y M. Ducid (2016) La conformación de una hegemonía desarrollista en la Argentina post-neoliberal Revista Mexicana de Sociología. Recuperado 20 Abril 2016, de http://rms.sociales.unam.mx/index.php/v78n2/87-v78n2-a3

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LÓPEZ, Emiliano y Manuel Ducid. La conformación de una hegemonía desarrollista en la Argentina post-neoliberal Revista Mexicana de Sociología [en línea], 2016(2), [fecha de consulta: 20 abril 2016]. Disponible en: http://rms.sociales.unam.mx/index.php/v78n2/87-v78n2-a3

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