Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Structural corruption approach: power, impunity and citizen voice

Irma Eréndira Sandoval Ballesteros*

* Doctora en Ciencia Política por la Universidad de California. Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: economía política, democracia e instituciones, corrupción, rendición de cuentas y transparencia. Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria.

Resumen:

Este artículo argumenta que tanto los prejuicios contra lo público como el enfoque tecnocrático de la corrupción son inadecuados. Ninguno de ellos se enfoca en la raíz del problema: la dominación y la impunidad. Como alternativas heurísticas se ofrecen el enfoque estructural de la corrupción y la teoría de un “doble fraude” estructural. Ambos elementos contribuyen a repensar el concepto de rendición de cuentas. Aquí se argumenta que la corrupción estructural es un problema de dominación política, impunidad estructural (particularmente en el sector privado) y exclusión social. Por lo tanto, su combate frontal se basa en mayores dosis de democracia cívica, política y económica.

Palabras clave: corrupción, rendición de cuentas, democracia, impunidad, instituciones.

Abstract:

This article argues that both the public-sector bias and the technocratic approach to the study of corruption miss the mark. Neither of them tackles the root of the problem: domination and impunity. As heuristic alternatives, it proposes a new structural approach to corruption and the theory of a structural “double fraud”. Both elements would contribute to rethink the concept of accountability. The article sustains that corruption is in the end a matter of political domination, structural impunity (especially for the private sector) and social disempowerment. Therefore its frontal combat lies in significant doses of civic, political and economic democracy.

Key words: corruption, accountability, democracy, impunity, institutions

Recibido: 23 de octubre de 2014
Aceptado: 26 de agosto de 2015

La mayor parte de la literatura académica sobre corrupción se construye sobre dos premisas metodológicas equívocas. Por un lado, se sostiene que el origen del problema se encuentra exclusivamente en el sector público y los gobiernos. Así, todo lo estatal-gubernamental queda fatalmente vinculado con fenómenos de corrupción, colusión, dispendio e ineficiencia. La segunda premisa, igualmente problemática, es que la corrupción es un comportamiento individual. La Organización de las Naciones Unidas, en el Programa Global contra la Corrupción, define el fenómeno de la corrupción como un “comportamiento de los individuos y funcionarios públicos que se desvían de las responsabilidades establecidas y usan su posición de poder para satisfacer fines privados y asegurar sus propias ganancias1 UNODC, 2004: 2). Tal concepto converge con el de Transparencia Internacional, que lo señala como el “mal uso del poder encomendado para obtener beneficios privados” (Transparencia Internacional, 2012), y con la muy socorrida definición que describe la corrupción como el “abuso del poder público para la ganancia privada que amenaza el interés público” (Johnston, 2006: 12). Muchos otros autores en la actualidad continúan adoptando este enfoque (Clayton y Gortari, 2008; Moran, 2011; Pierce, 2006; Wedeman, 2013).

En todas estas formulaciones predomina un enfoque vinculado con las “teorías de la modernización” que consideran que la corrupción es resultado del “subdesarrollo”, del dirigismo económico o de la falta de una llamada “cultura de la legalidad”. Tales planteamientos han logrado generar un amplio consenso tecnocrático que, como remedio para todo tipo de corrupción, propone modernizar burocracias, mejorar incentivos de mercado y educar a la sociedad para así ascender rápidamente hacia los añorados primeros lugares del Índice de Percepción de la Corrupción (CPI, por sus siglas en inglés) de Transparencia Internacional.

Los verdaderos problemas de la corrupción, sin embargo, bajan de los más altos niveles de la pirámide social y no provienen, como comúnmente se sostiene, de los estratos sociales y económicos más bajos. La corrupción no es un problema de servidores públicos de bajo perfil que llenan sus bolsillos a expensas del ciudadano común. Tampoco su combate tendría que enfocarse principalmente en estrategias de re-educación, reencauzamiento o “transformación cultural”. La corrupción es un problema institucional y político que requiere de soluciones igualmente estructurales.

Los problemas más graves de la corrupción surgen de la captura del Estado por parte de intereses económicos rentistas (Hellman y Kaufmann, 2011), y de la estructura política piramidal sobre la que funciona la corrupción institucionalizada y a través de la cual los burócratas se ven forzados a extorsionar a los ciudadanos ya sea por órdenes de sus superiores o por inercias políticas y organizacionales. En otras palabras, los problemas más acuciantes de la corrupción emergen no del Estado, sino de fuera de él. Y son precisamente tales márgenes los que se han ido ampliando cada vez más como resultado de las tendencias privatizadoras en el manejo de los asuntos públicos.

Ya en otro lugar hemos demostrado, desde una perspectiva diacrónica, que resulta erróneo conceptualizar el “neoliberalismo” como un proyecto económico con consecuencias políticas (Sandoval Ballesteros, 2011). En lugar de ello, hemos propuesto como imperativo entenderlo como un proyecto fundamentalmente político, si bien con importantes efectos económicos.

En este artículo, desde una perspectiva sincrónica, demostramos que al analizar la relación Estado-mercado y la corrupción subyacente a tal interacción, también es posible aplicar esta misma lógica. En otras palabras, los nuevos retos y desafíos para la rendición de cuentas tendrían que ser confrontados como un problema político cuya solución exige enfocarse, en primer lugar, en las tensiones lógicas entre Estado, mercado y sociedad. En esta perspectiva, la rendición de cuentas no puede seguir siendo vista como un asunto técnico emergente de “fallas del Estado” factibles de ser solucionadas con meros ajustes de “fontanería de la transparencia” (Cejudo, 2003; Merino, 2007; Vega Casillas, 2008).

Por el contrario, aquí sostendremos que los retos para la rendición de cuentas en la coyuntura actual implican el desarrollo de una nueva perspectiva estructural para el estudio de la corrupción que complemente el enfoque democrático-expansivo de la transparencia, cuyas coordenadas analíticas ya también hemos explorado a profundidad recientemente (Sandoval Ballesteros, 2014, 2013). Ambos instrumentos heurísticos son particularmente imperiosos frente a la emergencia de nuevos esquemas en el manejo y la administración de los servicios y las responsabilidades públicas. Las subcontrataciones, subrogaciones, externalizaciones, contrataciones flexibles y particularmente las asociaciones público-privadas (APP) florecen y se multiplican a una velocidad sin precedente. Esto ha propiciado que los importantes logros de las últimas décadas en materia de transparencia, fiscalización y control de las entidades públicas y gubernamentales estén siendo eclipsados bajo la opacidad reinante en las nuevas responsabilidades públicas bajo control privado (Shaoul et al., 2012).

En la primera sección de este artículo presentamos las coordenadas principales del enfoque de la corrupción estructural (ECE); ofrecemos además nuestro propio concepto a partir del cual proponemos una formulación alternativa a la metáfora micro-organizacional de Robert Klitgaard (1988) que, a diferencia de este autor, hace énfasis en los procesos de dominación más que en los procesos de monopolización para explicar la corrupción.

En la segunda sección presentaremos argumentos que demuestran que la nueva realidad que inaugura la proliferación de las APP y otros instrumentos similares de gobernanza vinculados con la “nueva administración pública” nos obliga a cuestionar la artificial y rígida separación de los ámbitos “público” y “privado”, en particular si lo que se busca es fortalecer la rendición de cuentas. Aquí también delineamos algunos elementos esenciales de nuestra teoría del “doble fraude”, con base en las enseñanzas y teorías desarrolladas por Karl Polanyi (1944: 201) y su figura del “doble movimiento”.

En la conclusión sistematizamos los planteamientos centrales y subrayamos que la imposibilidad de alcanzar gobiernos más honestos y comprometidos con la ciudadanía se debe a los diagnósticos equivocados sometidos a categorías que ya no explican los nuevos fenómenos, y que han signado las estrategias concretas anticorrupción aplicadas desde hace tiempo. Además, y de forma preocupante, tales fracasos en materia anticorrupción se han visto reflejados en la generalización de un sentimiento de decepción democrática entre la población.

Definiendo la “corrupción estructural”

Hoy por hoy, ni los abordajes de “la teoría de la modernización” que enfocan la corrupción como un mero asunto de retraso o subdesarrollo económico (Leys, 1993; Moran, 2011), ni las concepciones moralistas que únicamente señalan sus supuestas raíces culturales (Basave, 2011; Lomnitz, 2000) son suficientes para estudiar este fenómeno. Recientemente, diversos autores han demostrado que tanto el crecimiento como el desarrollo económico pueden coexistir con las más diversas prácticas corruptas en una amplia gama de culturas del “norte” y el “sur” y que es necesario de-colonizar el discurso de la corrupción (Pierce, 2006). Si bien en general los estudios desde enfoques micro-organizacionales (Klitgaard, 1988), normativos (Garzón Valdés, 1993, 2004; Kunicova, 2011; Malem Seña, 2002) y de la economía política (Weyland, 1998; Rose-Ackerman 2010; Rose-Ackerman y Lagunes, 2015) han sido definitivamente muy útiles para el estudio de la corrupción, continúan sin tomar en cuenta aspectos más complejos de las relaciones Estado-sociedad en los distintos ámbitos institucionales. Algunos desarrollos contemporáneos (Morris, 2010; Johnston, 2013; Kagarlitsky, 2002; Rose-Ackerman, 2010; Sharafutdinova, 2011; Lessig, 2013) han buscado cubrir esta asignatura pendiente, realizando importantes contribuciones al delinear los distintos aspectos sociales, políticos e institucionales involucrados en los sistemas corruptos. Sin embargo, estos importantes esfuerzos requieren un empuje adicional en la tarea de divorciar el estudio de la corrupción de las problemáticas premisas de sesgo antiestatal y de vínculo con la teoría de la modernización.

Aquí definiremos “corrupción estructural” como una forma específica de dominación social sustentada en un diferencial de poder estructural en la que predominan el abuso, la impunidad y la apropiación indebida de los recursos de la ciudadanía. La corrupción es histórica y sus prácticas concretas adquieren una gran variedad de modalidades que emergen con más claridad en aquellos periodos en los cuales la relación Estado-sociedad opera deficientemente y en contra de los más elementales principios de justicia y legitimidad que tendrían que caracterizar esta interacción (Sandoval Ballesteros, 2014). Los principales actos, prácticas y dimensiones que ha tomado la corrupción han variado de forma distinta a lo largo de la historia. Mientras que algunos ejemplos de corrupción incluyen conductas ilícitas y delincuenciales, otras prácticas asociadas a este fenómeno pueden ser de perfecta legalidad pero de cuestionable moralidad. En ese sentido, la corrupción estructural no debe verse reducida a un enfoque normativo o legalista, sino como una forma específica de dominación social. Y tal dominación bien puede emerger del ámbito público o privado sin ninguna relevancia para efectos de su definición como corrupción.

Desde hace ya varias décadas el concepto de corrupción se ha trivializado, y con frecuencia se define de forma reduccionista como un mero sinónimo de soborno o extorsión. Sin embargo, este complejo fenómeno no puede seguir circunscribiéndose a la documentación de discretos episodios protagonizados por servidores públicos de bajo nivel que reciben pagos aislados en oscuras ventanillas burocráticas. Más aún, los gobernantes que insisten en señalar las supuestas raíces “culturales” de la corrupción y que aseveran la inmoralidad intrínseca de lo humano no hacen sino justificar las conductas deshonestas, empezando quizá de forma interesada por las propias, con objeto de evadir la confrontación política de un problema no metafísico, sino social. Su estudio no puede seguir siendo abordado desde una perspectiva esencialista como un asunto exclusivamente “educativo”, “pedagógico” o de “transformación cultural”.2 El objetivo final de la corrupción no siempre radica en obtener un beneficio pecuniario, sino también, y cada vez de forma más creciente, en acumular poder y privilegios de forma ilegítima.

Los enfoques burocráticos que abordan el fenómeno de la corrupción como un problema de agencia o de desencuentro entre “principal” y “agente” (Brandt y Svendsen, 2013) tampoco han resultado ser muy útiles. No siempre la corrupción tiene que ver con la predisposición personal o la volición de los actores sociales o los “agentes”. La corrupción se encuentra vinculada con inercias sociales e institucionales que permiten su reproducción continua. La corrupción es un problema social, estructural, institucional y político que exige soluciones igualmente estructurales.

Un buen punto de partida para explicar nuestro propio constructo conceptual es la famosa formalización metafórica de Robert Klitgaard (1988), quien esquematiza la corrupción como el monopolio de la decisión pública, más discrecionalidad menos rendición de cuentas (C = MDP + D - RDC).

Si se analizan con detalle las bases normativas de la teoría de Klitgaard, podemos ver que existen varios prejuicios insertos en ella. En primer lugar, su constructo se basa en una idea preconcebida de las “fuerzas del libre mercado”; este concepto ofrecería los principios normativos más adecuados para manejar y evaluar el combate a la corrupción. En segundo lugar, utilizar el ideal de mercados irrestrictos con todo su potencial autorregulador convierte a la corrupción en una especie de vicio emergente del Estado. Se considera a la regulación económica y a todos sus inherentes elementos políticos como poderosos obstáculos que limitan la mítica libre operación de las fuerzas del mercado. En tercer lugar, este constructo teórico y discursivo también cumple una función central en el intento legitimador del neoliberalismo, dado que aboga por la existencia de un Estado confiable que cumpla con los requisitos mínimos específicos para garantizar el control de cualquier “exceso” regulador.

El problema central de tal formulación es su sesgo excesivamente antiestatista, que identifica el origen del fenómeno exclusivamente en lo gubernamental. El Estado es aquí presentado como aquella “caja negra” infranqueable de donde emerge la opacidad y su ominosa “razón de Estado”, lo que llevaría a impedir cualquier forma de rendición de cuentas. Pero en la era actual resulta poco útil limitar la comprensión de la corrupción a un mero asunto de burocracias y administradores.

Por otro lado, consideramos que no necesariamente existe una correlación natural o unívoca entre corrupción y monopolios, como lo plantea la fórmula micro-organizacional. Los monopolios en sí mismos no siempre son negativos para el desarrollo económico y social (Emerson, 2006). De hecho, está demostrado que en algunos sectores claves como el energético, el hídrico y los vinculados con la industria petrolera o de generación de electricidad (los llamados monopolios “naturales”), la planeación y la coordinación centralizada bien pueden presentar ventajas comparativas evidentes sobre otras formas de organización sustentadas en la supuesta competencia de mercado (Cumbers, 2012).

En cualquier caso, el factor clave respecto de este tema no tendría que ser la falta de competencia sino, en todo caso, la falta de regulación. Ello es lo que verdaderamente permite que se constituyan fenómenos de abuso de poder. La razón por la cual los monopolios dañan la rendición de cuentas no se debe a la falta de competencia, sino a la falta de fiscalización y regulación. Por lo tanto, no existe una relación unívoca o unidireccional entre monopolios y corrupción. Si bien la competencia y la mercantilización asociada con ella pueden, bajo ciertas circunstancias, permitir mayores niveles de transparencia, los procesos de privatización también pueden producir mayores niveles de corrupción, tal y como ha sido documentado en varios países latinoamericanos (Demmers et al., 2001; Manzetti, 2011; Sandoval Ballesteros, 2011).

La “discrecionalidad” es también un elemento problemático de la fórmula de Klitgaard. En sí misma no puede ser considerada una variable explicativa de la corrupción sino, en todo caso, un mero elemento descriptivo de la opacidad y la falta de probidad que caracterizan las negociaciones y los acuerdos corruptos. De esta forma, la discrecionalidad no sería una causa, sino un efecto de la corrupción, que además sólo se hace presente una vez que el acto de la corrupción se ha consumado.

Por todo lo anterior, aquí propondremos sustituir la clásica ecuación micro-organizacional de Klitgaard, descrita arriba (C = MDP + D - RDC), con una formulación alternativa, sustentada en nuestra propio constructo heurístico del enfoque de la corrupción estructural (ECE), y que en términos completamente contrastantes señala que la corrupción puede ser esquematizada como abuso de poder más impunidad menos participación ciudadana (C = AP + I - PC)

En nuestro ECE, los elementos clave son el abuso de poder y los procesos de dominación subyacentes, no los “monopolios”. De esta forma, aunque los servidores públicos, políticos y empleados gubernamentales participan frecuentemente como actores centrales de los actos de corrupción, este fenómeno no excluye de ninguna manera a los actores vinculados con los ámbitos privados donde definitivamente y de forma cada vez más creciente se centraliza y ejerce el poder público. La corrupción no sólo implica el enriquecimiento ilícito y aislado de ciertos servidores o funcionarios públicos, sino que emerge y afecta las relaciones Estado-sociedad. La corrupción constituye una forma específica de “dominación social” que puede surgir desde las burocracias públicas, pero también de las burocracias vinculadas con las organizaciones semipúblicas, de mercado y las organizaciones privadas. De hecho, como veremos más adelante, la férrea división entre “lo público y lo privado” constituye una premisa esencial de los enfoques liberales y neoliberales que ha funcionado como armadura protectora del mercado y como punta de lanza contra el Estado.

La corrupción estructural, ya sea en sus versiones pública o privada, opera como un sistema altamente sofisticado, que en su seno integra de forma orgánica a los subsistemas económico, legal, social, administrativo y político. Las extorsiones y los sobornos menores se engarzan en complejas estructuras piramidales que nutren esquemas de patronazgo e impunidad (Sandoval Ballesteros, 2009). La corrupción, además de enriquecer a los burócratas en lo individual, tiene un efecto social perverso sobre el funcionamiento general de los mercados y la competitividad. El clientelismo, además de canalizar de forma desleal recursos públicos hacia grupos de interés específicos, altera las dinámicas sociales y afecta negativamente la competencia política. Y finalmente, el rentismo y la captura del Estado, además de generar rentas, ventajas y prebendas a poderosos actores económicos, inciden en una provisión ineficaz e insuficiente de los bienes públicos a la sociedad, lo cual a su vez hunde a las sociedades en inercias letárgicas económicas, sociales y culturales.

Es precisamente esta corrupción estructural de abuso de poder más impunidad menos participación ciudadana (C = AP+ I - PC), con su red de complicidades y colusiones, la que hoy desvirtúa integralmente a Estado, mercado y sociedad. La lucha efectiva para combatir la corrupción exige mucho más que sacar las “manzanas podridas” de la “canasta social”. Exige observar en su lugar las estructuras, los tejidos y los incentivos intrínsecos a esta misma “canasta” que permiten que la corrupción florezca dentro de ella (Sandoval Ballesteros, 2009).

Nuestra herramienta heurística del ECE subraya tres elementos fundamentales de las gobernanzas disfuncionales: a) la dominación social sustentada en un diferencial de poder estructural, en la que predomina el abuso de poder, sin distingo de si ello proviene del ámbito público o privado; b) la impunidad de las más altas esferas del poder, particularmente la que corresponde al sector privado cuando actores no estatales se hacen cargo de áreas o funciones asignadas al sector público, y c) la exclusión social o la expropiación de la voz ciudadana que genera un profundo distanciamiento entre la sociedad y sus representantes. Estos tres elementos se reflejan a su vez en una cancelación de facto del acceso al poder, el acceso a la justicia y el acceso a la representación, lo cual mina directamente la democracia y explica la génesis de un “doble fraude” que implica tanto facetas financiero-estructurales como político-electorales. En nuestro país este “doble fraude” ha obstaculizado el desarrollo de estructuras estatales justas y sustentables. El siguiente diagrama esquematiza algunos de los elementos conceptuales de nuestro ECE:

Debatiendo lo público-privado y teoría del “doble fraude”

En todo el mundo, funciones y responsabilidades “públicas” de la máxima importancia, vinculadas con importantes áreas como educación, salud, seguridad pública, seguridad social y una gran variedad de infraestructura urbanística y para el desarrollo económico, han sido transferidas a corporaciones privadas, contratistas independientes y entidades cuasigubernamentales (Schaaf, 2015), que con gran velocidad han venido sustituyendo al Estado en los últimos años. Los desafíos que esta transformación organizacional representa para la rendición de cuentas son enormes. Prácticamente ninguna de las leyes o códigos de acceso a la información prevén mecanismos de transparencia aplicables a los servicios públicos a cargo de entidades privadas. Esta situación, por lo tanto, representa el talón de Aquiles de las actuales estrategias y reformas para la rendición de cuentas (Shaoul et al., 2012).

En el ámbito privado, cualquier interés en favor de la rendición de cuentas queda subordinado a la necesidad de obtener beneficios y asegurar la competitividad de las empresas (Bloomfield y O’Hara, 1999). La secrecía, no la transparencia, es el sello principal de la normatividad y de los diseños normativos del derecho privado: el secreto fiscal, el secreto corporativo, los secretos tecnológicos, bancarios, etcétera, sirven hoy como escudos para mantener al sector privado a salvo de cualquier ejercicio de fiscalización o vigilancia ciudadana. Ello es particularmente preocupante de cara a la actual crisis económica, que en años recientes ha evidenciado la directa responsabilidad corporativa y privada en los desastres económicos. Sin embargo, desafortunadamente aún hoy predomina la idea de que promover demasiada transparencia en el ámbito privado podría llevar a una disminución en la innovación, así como al robo de información entre rivales económicos que interactúan en el mercado (Cukierman, 2009). Por ello, siempre se discuten los límites de la transparencia y se debaten los contornos que artificialmente diferencian lo público de lo privado en la vida social.

Ya en su seminal obra, Karl Polanyi (1944) planteaba que esta tajante división entre lo público y lo privado constituyó uno de los fundamentos básicos del “credo liberal”. La visión tradicional de la teoría de la democracia liberal retrata al ámbito privado como un sitio de sinergias, iniciativa y libertad, colonizado por individuos libres que toman decisiones racionales de forma autónoma. Esta imagen contrasta con la que se le asigna a la esfera pública, la cual es retratada como responsable de resolver los conflictos burocráticos, de la opacidad y la corrupción “inherente” al Estado. Lo “público”, por lo tanto, se iguala a conflicto, controversia y límites, mientras que lo “privado” sería el sitio de la independencia, la armonía y la convergencia.

Sin embargo, esta piedra angular del liberalismo debe ser cuestionada. Retomando la taxonomía3 ofrecida por John R. Parkinson (2012), aquí definiremos como público todo recurso que afecte a las comunidades, sociedades o amplios conjuntos de personas que para su reproducción y distribución requieran del acceso al debate político y democrático. Ello a su vez implica que es público todo recurso que no pueda ser parcelado, fraccionado, distribuido o expropiado por sujetos en lo individual como precondición esencial para lograr una interacción social más saludable, más respetuosa, provechosa, digna y más segura para las comunidades, las sociedades y los individuos.

Desde esta conceptualización también debemos repensar el concepto de servicio público. La vieja concepción liberal que presenta lo “privado” como totalmente divorciado e independiente de lo “público” y que clasifica lo público simplemente en función de los servicios ofrecidos por el Estado o el gobierno no puede seguir siendo aplicada. Tal idea simplemente no tiene ningún sentido en la hora de la emergencia y generalización de las APP y las diversas reformas neoliberales al sector público.

Todo servicio financiado con dinero de los impuestos es desde luego un servicio público, dado que se paga con recursos colectivos. Pero también lo son la provisión de agua limpia y recursos energéticos, puesto que estos bienes no pueden ser empacados, distribuidos o poseídos en lo individual. Adicionalmente, los servicios de salud, de educación y de seguridad social, e incluso los servicios financieros y bancarios, tendrían que ser considerados también bienes y servicios públicos, en tanto que constituyen precondiciones esenciales para una vida saludable, provechosa, digna y segura.

Por otro lado, nuestro ECE sostiene que hay razones para documentar que el sector privado actúa hoy más impunemente y con mayor opacidad que los propios gobiernos y, por lo tanto, requiere de mecanismos de transparencia y controles anticorrupción aún más firmes que los que se continúan concentrando únicamente en el sector público (Clinard, 1990). Incluso parecería que los escándalos corporativos que han contaminado el desempeño del sector privado en los últimos años estuvieran saliéndose de control.4 La opacidad y la impunidad privada son especialmente preocupantes en el caso de sociedades altamente desiguales, como la mexicana, donde imperan poderosas élites y el sector privado está en manos de un reducido grupo de corporaciones oligopólicas (Esquivel, 2015).

La impunidad privada es especialmente problemática debido a la recurrencia con que las corporaciones delinquen en los mismos términos año tras año. Después del histórico “perdón” por las operaciones de lavado de dinero de terroristas y narcotraficantes que fue otorgado por el gobierno estadounidense al banco hsbc en 2012, recientemente este mismo banco se ha vuelto a ver involucrado en otro caso de ominosa espectacularidad. Este gigante financiero ha participado directamente en la mayor cadena de lavado de dinero en la historia contemporánea. El llamado Swiss Leaks ha documentado el desarrollo de casos de evasión fiscal, blanqueo y otros crímenes financieros por más de 670 000 millones de dólares por parte de personajes corruptos, muchos de ellos perseguidos en sus países de origen por sus vínculos con el crimen organizado y la corrupción política y empresarial en mas de 50 países alrededor del mundo.5

Todos estos escándalos de corrupción e impunidad han erosionado la creencia de que la democracia vendría de la mano de la “modernización económica” (Wucherpfennig y Deutsch, 2009), y que tal sinergia, por sí sola, combatiría y prevendría la corrupción de forma inequívoca. La literatura que busca probar la supuesta sinergia entre mercados y democracias es amplia y diversa. Una de sus tesis centrales es que los procesos de “liberalización económica” auspician y explican los procesos de transición democrática (Whitehead, 2002; Maxfield, 2002; Domínguez, 2010). Ese llamado “paquete de consenso” implicaría que las reformas económicas neoliberales y las reformas de transparencia, administrativas y electorales, tendrían que haber seguido dinámicas paralelas. Sin embargo, estos análisis prestan poca atención a las relaciones de poder que subyacen al funcionamiento de los mercados, que centralizan los procesos de toma de decisiones en la economía, y que convierten las democracias en esferas poco éticas al servicio de los mercados.

El propio Polanyi (1944) explora las tendencias polarizantes y socialmente disruptivas de la economía mundial que ocurrieron durante el siglo XIX y que estuvieron precisamente conducidas por un supuesto mercado “autorregulado” a su vez resultado de un poder coercitivo mayor al servicio de “una oscura utopía”. Con la puesta en marcha de este mercado “autorregulado”, por primera vez en la historia, afirma Polanyi, el lucro y las ganancias ocuparon el rol central en la sociedad, forzándola a subordinarse como un elemento “accesorio” del mercado; allí también tiene origen la respuesta social de un doble movimiento de resistencia y de rechazo a esta oscura utopía de supuestos mercados “autorregulados” y depredadores.

Nuestra teoría del “doble fraude” sostiene que algo parecido ha ocurrido en la política contemporánea. En países de acentuada corrupción estructural como México y otras naciones en transición, la hegemonía de los sistemas de “camarillas” y la dominación informal de poderes fácticos y de grupos de la élite política y financiera han producido una tóxica mezcla entre lo político-electoral y lo estructural-financiero, lo cual ha dado lugar a la génesis y la consolidación precisamente de este sistema de corrupción estructural. Así, en un sistema basado en privilegios mas no en derechos, la competencia electoral termina completamente desvirtuada, abriendo paso al “doble fraude”: un fraude financiero-estructural y un fraude político-electoral. El primero operaría a favor del enriquecimiento de oligarquías y grupos económicos privilegiados, a través de defraudaciones fiscales, manipulaciones bancarias, fraudes inmobiliarios y continuos rescates financieros a costa del erario público. El segundo lo haría a favor del enquistamiento en el poder de los operadores burocráticos, tecnocráticos y judiciales de esas mismas oligarquías y élites financieras vía la compra y coacción del voto, los recurrentes financiamientos ilícitos y criminales en los procesos electorales, el rebase de topes de campaña, las guerras sucias en los medios de comunicación y muchas otras formas de inequidad en las contiendas, para la continua defraudación de la voluntad popular. Esta tóxica interacción, como es evidente, obstaculiza el desarrollo de estructuras estatales justas, limpias, transparentes y democráticas.

Desde la teoría del “doble fraude” y con las premisas de nuestro ECE, el entrelazamiento entre las esferas política y económica implica que, en las nuevas democracias, el acceso al poder garantiza el acceso a la propiedad y que el acceso a ésta sea lo que permita la llegada al primero. Así, los procesos electorales están en continuo peligro de dejar de ser procesos de competencia por acceder a cargos públicos y de representación, para convertirse en juegos de posicionamiento de millonarios intereses privados, lo cual a su vez incentiva que los actores hagan política a golpe de escándalos. No es gratuito por ello que, bajo el neoliberalismo, el grado y el carácter que adquieren las batallas políticas se haya intensificado a extremos de oprobio.

Nuestra teoría del “doble fraude” que engarza lo formal (electoral-político) y lo informal (financiero-criminal) sostiene que esta tóxica mezcla constituye la variable esencial definitoria de los retrocesos democráticos que en México y otros países han venido desarrollándose a escala cada vez más funesta durante las últimas décadas del neoliberalismo.6

Los estudios sobre captura institucional que han surgido en los últimos años en Estados Unidos (Lessig, 2013) y Europa (Giannakopoulos, Konstadinos y Tänzler, 2012) han enriquecido mucho nuestra teoría, pero hasta cierto punto han quedado limitados al quedarse anclados a estudios sobre el fracaso institucional experimentado en sus países de origen, como si fueran anomalías o accidentes, sin prestar atención a las dinámicas estructurales (i.e. los desequilibrios estructurales de poder y la influencia corrosiva en la política que el dinero y el cabildeo o los grupos de presión) que los explican en esos y otros países. Tanto el ECE como la teoría del “doble fraude” apuntan precisamente en el sentido de subsanar esas limitaciones de enfoque y de metodología. Los estudios tradicionales sobre captura institucional se beneficiarían enormemente de las lecciones y los enfoques empleados en nuestras investigaciones. Aquí sostenemos que este “doble fraude” constituye el núcleo de la corrupción de muchas de las democracias consolidadas hasta llegar a desvirtuarlas por completo (Cave y Rowell, 2014).

Las variables que explican la generación de la corrupción estructural en la política electoral se encuentran en función directa al crecimiento y expansión de las privatizaciones y las nuevas APP con los conflictos de interés que germinan, crecen y se reproducen a su sombra. Tales fenómenos frecuentemente no son tomados en consideración en la mayor parte de los estudios tradicionales sobre corrupción y reforma burocrática del Estado.

Nosotros, sin embargo, sostenemos que lo que está en juego en este debate es la contradicción entre el ethos democrático y el ethos tecnocrático, que tiende a excluir cada vez más la voz de la sociedad de la toma de decisiones. Nuestro ECE sostiene que los gobiernos no tienen razón para desterrar conceptos de ética y democracia en el momento de subcontratar servicios o funciones públicas en el ámbito privado. En particular, la transparencia es una condición sine qua non para el avance de los procesos de democratización de la vida pública (Uvalle y García, 2011). Por ello es relevante señalar los riesgos éticos que las APP representan para la rendición de cuentas y para los procesos democratizadores.

La privatización, así como el proyecto más amplio del neoliberalismo, han sido desde siempre un proceso altamente controvertido y cuestionado (Harvey, 2012). A la manera de la “oscura utopía del mercado autorregulado” que Polanyi analizara para el siglo XIX, la agenda de la privatización neoliberal constituyó un esfuerzo por ofrecer una nueva “utopía” en el siglo xx para aquellos países “en riesgo” de adoptar la vía socialista para el desarrollo (Kagarlitsky, 1995). En esa “utopía”, el individualismo, el libre intercambio y el mercado habrían de contribuir a superar el “Camino hacia la Servidumbre” (Hayek, 1944) implantada por un “excedido” Estado intervencionista. La liberación del “emprendedor espíritu” de los individuos, y otros actores de mercado, de cualquier tipo de control, pregonaba el neoliberalismo, llevaría al mejoramiento de la humanidad en su conjunto.

Hoy, sin embargo esa “utopía neoliberal” se ha convertido en una verdadera “entropía”, de empobrecimiento, desempleo, violencia y convulsión económica y social a lo largo y ancho del planeta, todo lo cual hace cada vez más difícil a sus panegiristas defender abiertamente la privatización o el proyecto neoliberal. El rechazo a la privatización, como herramienta para mejorar los gobiernos, surge no sólo de su fracaso para lograr prosperidad, desarrollo y crecimiento económico, sino también de la bancarrota moral en que se encuentra la filosofía que reivindica la propiedad como un derecho únicamente privado. En este sentido, mantener un control exclusivamente privado o corporativo sobre los recursos sociales es visto hoy como una absurda negación de los derechos sociales, económicos y culturales de numerosos grupos de la sociedad (Le Bot, 2013; Cuninghame, 2010; Kohn, 2013).7 Por ello, bien cabría preguntarse si los propósitos últimos de la estrategia de gobernanza inserta en las APP no buscaría sino darle vida artificial al desacreditado proyecto privatizador del neoliberalismo.

Secrecía, opacidad y asociaciones público-privadas

Ya anotábamos al principio de este artículo que la regla en el sector privado no es la transparencia sino la opacidad. La legislación privada está colmada de figuras jurídicas que garantizan la secrecía. En teoría, los secretos bancario, fiscal, hacendario, etcétera, buscan proteger la competencia y la privacidad de los inversionistas. En la práctica, han servido para generar un nicho de impunidad y opacidad en beneficio de los poderes fácticos y de grupos de interés cuya dominación surge y se ejerce al margen de los cauces formales del Estado. Estos poderes fácticos por definición no se encuentran legitimados ni buscan necesariamente legitimarse, pero ejercen un claro poder público y toman decisiones de la mayor importancia de forma sistemática y abusiva.

Las APP no buscan promover una mayor eficacia o eficiencia en la prestación de los servicios públicos a la sociedad. No pueden seguir siendo presentadas como novedosas herramientas de gobernanza con “ventajas, gerenciales o financieras” (Forrer et al., 2010), ni como acuerdos sinérgicos o acabados ejemplos de “intersectorialidad” y fluidez de las nuevas políticas sociales (Cunill, 2014; Schaaf, 2015). Nuestra teoría del “doble fraude” y el ECE nos ayudan a entender que bajo condiciones de corrupción estructural, como ocurre en México, las APP, lejos de transferir el riesgo económico del sector público al privado, transfieren riesgos, costos y pérdidas al gobierno, a la fuerza de trabajo, y al público usuario y contribuyente.

Además, la teoría de las APP como herramientas para el desarrollo económico exige dos requisitos que México simplemente hoy no puede ofrecer. El primero concierne al estado del sector bancario. La herramienta de las APP está hecha para funcionar en contextos bancarios favorables con tasas de interés competitivas y bancos que gocen de buena salud. Nosotros, como ya lo hemos documentado también de forma extensa en otro momento, subsistimos económicamente con un sistema de crédito y de pagos totalmente derruidos y a merced total de la banca extranjera (Sandoval Ballesteros, 2011). La segunda exigencia está vinculada con la capacidad y la honorabilidad del operador público para asegurar que sus intereses —y los del contribuyente— se respeten, y que el socio privado lleve a cabo su misión como es debido. En otras palabras, las APP requieren un Estado probo, competente, capaz, y un sistema financiero autónomo y sano; ninguna de las dos cualidades se presenta en la actualidad.8

Haciendo abstracción de los presupuestos míticos de las teorías justificadoras y analizando con parsimonia y objetividad los datos duros que la realidad económica y política del país ofrece, demostraremos que las APP no representan una nueva y más sofisticada restructuración de lo social, ni una alternativa a la crisis actual de lo público, sino una estrategia menos problemática de “privatización” de los servicios y activos sociales y de mayor exclusión de los ciudadanos en la toma de las decisiones.

En su proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2016 (PEF), Enrique Peña Nieto ha propuesto fuertes recortes a salud, educación y desarrollo social, a cambio de aumentar los presupuestos para la Secretaría de la Defensa Nacional y la Marina. Asimismo, el PEF de Peña Nieto busca una y total abierta privatización de la salud vía APP que crecerán en más de 100% respecto de las observadas en 2015. En 2015, las APP sumaron más de 1 600 millones de pesos, pero en su PEF para 2016 el presidente ha propuesto decenas de nuevos proyectos que sumarán más de 135 000 millones de pesos (ver tabla 1). Entre ellos destacan cinco nuevos hospitales y otros proyectos que afectarán a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y a los institutos de Salud y de Seguridad Social de algunos de los estados más prósperos y no necesariamente los más necesitados de la República Mexicana.

El 29 de octubre de 2015, la Cámara de Diputados y previamente la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública aprobaron reformas a la Ley de Asociaciones Público-Privadas (LAPP) que buscan reducir la transparencia presupuestaria, relajar las reglas de autorización de los proyectos de APP, permitir aprobaciones ciegas o sin “dictamen de viabilidad” que los sustenten, y preparar el terreno para la privatización de las instituciones públicas de educación superior y los recursos energéticos. Estos dos últimos objetivos políticos penden como espada de Damocles en el guión del (sub)desarrollo neoliberal en que ha quedado inscrito nuestro país en las últimas décadas.

Esta reforma, cuya minuta de ley se encuentra actualmente en el Senado de la República, establece que a partir de ahora ya no será facultad de la Cámara de Diputados aprobar los proyectos de infraestructura desarrollados vía APP a lo largo del año, sino que éstos sólo estarán “a consideración” de esta instancia de forma general y únicamente durante la discusión del presupuesto al comienzo del año fiscal. Tal disposición violenta la facultad constitucional de la Cámara de Diputados para determinar, orientar y controlar la forma en que el Ejecutivo aplica el gasto. Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray, secretario de Hacienda y Crédito Público, han solicitado y obtenido un cheque en blanco por parte del Congreso para ellos mismos. Su propuesta concreta es que el Legislativo abdique su obligación constitucional de controlar el gasto y que simultáneamente el Ejecutivo se apropie de la misma, vía la aprobación, fuera de toda norma presupuestaria, de los millonarios contratos APP. Esta situación viola de manera flagrante el artículo 126 constitucional, que a la letra dice: “No podrá hacerse pago alguno que no esté comprendido en el Presupuesto o determinado por ley posterior”.

También se elimina la obligación de registrar como deuda pública los compromisos contraídos como resultado de las APP, como anteriormente lo disponía la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. Con esto el gobierno de Peña Nieto continúa con la tendencia hacia la opacidad de las deudas que ya es desafortunada costumbre para las entidades federativas y los municipios. Con esta nueva reforma a la LAPP, la violación a las disposiciones para la clasificación de deuda dispuestas en la Ley de Presupuesto y Gasto Eficiente y en la Ley de Contabilidad se institucionaliza también para el gobierno federal. El objetivo básico es enmascarar la deuda y bursatilizarla. La deuda pública del gobierno federal en los últimos años ha pasado de representar 35% del Producto Interno Bruto (PIB) en 2012 hasta alcanzar casi la mitad de la riqueza nacional: el 47% del PIB en 2015 (INEGI, 2015). Evidentemente, a este gobierno le urge maquillar tal nivel de derroche e irresponsabilidad.

Por otro lado, esta reforma permite que los proyectos de APP sean aprobados sin contar con la “evaluación del impacto” hacendario de los proyectos de APP que estaba prevista en el artículo 14 de la ley inicial. Peña Nieto ha propuesto derogar el párrafo quinto del artículo 14 de la LAPP vigente, que establecía lo siguiente: “La Secretaría de Hacienda y Crédito Público, al presentar el proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación, deberá incluir, en términos de los artículos 24 de esta Ley, y 41 de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, una evaluación del impacto de los proyectos de asociación público-privada en las finanzas públicas durante su ciclo de vida” (LAPP vigente, 2012, énfasis añadido).

Asimismo, el nuevo artículo 14 contenido en el dictamen en discusión actualmente en el Senado sustituye la anterior redacción, que señalaba las exigencias para determinar la viabilidad de un proyecto de APP específico, por la autoritaria redacción siguiente: “Los proyectos de asociaciones público-privadas serán viables cuando así lo determine la dependencia o entidad interesada, mediante dictamen que la misma emita” (Dictamen de Proyecto de Decreto por el que se reforman y derogan diversas disposiciones de la Ley de Asociaciones Público-Privadas, 2015).

Dentro de esa misma lógica autoritaria en la nueva propuesta de ley, se reforma el artículo 24, en el que se señala que el Ejecutivo, a través de la SHCP, será el encargado de estimar un monto máximo de gasto programable, con el fin de incluir los pagos que se requerirán anualmente para los proyectos de APP nuevos y los proyectos ya autorizados en ejercicios fiscales anteriores. En el tercer párrafo del artículo pareciera que se eliminan de este cálculo las actualizaciones en los pagos (ya sea a la alza o a la baja) de los proyectos autorizados previamente. No hace falta mencionar que la opacidad será la moneda de cambio en la forma de gestionar, contratar y ejecutar las APP, dado que la definición de las metodologías para obtener el monto máximo anual establecido será una prerrogativa de la SHCP y dicha dependencia no destaca precisamente por ser la más transparente del Poder Ejecutivo.

Al lado de la tradicional opacidad, la reforma continúa con la lógica de eclipsar el interés público y subordinarlo a principios rentistas o supuestos criterios de “viabilidad económica”, “viabilidad financiera”, “viabilidad jurídica” y “viabilidad técnica”, pero ni por descuido la Ley establece abiertamente criterios que auspicien el interés público. Incluso, la propuesta del Ejecutivo va más allá y de tajo deroga el segundo párrafo del artículo 17, que para evaluar la conveniencia de un proyecto específico señalaba: “La evaluación deberá incorporar un análisis de costo beneficio, la rentabilidad social del proyecto, la pertinencia de la oportunidad del plazo en que tendrá inicio, así como la alternativa de realizar otro proyecto o llevarlo a cabo con una forma distinta de financiamiento” (Dictamen de Proyecto de Decreto por el que se reforman y derogan diversas disposiciones de la Ley de Asociaciones Público-Privadas, 2015, énfasis añadido).

En el alarmante contexto actual de corrupción estructural desbordada que ha correspondido a la fase del capitalismo tardío o neoliberalismo económico, la agenda política de expropiación, despojo y privatización que permite ser impulsada por estas nuevas formas de endeudamiento público no tiene límites. Si bien las APP hasta el momento se han concentrado en los sectores carretero, energético, de salud, de seguridad social y de seguridad pública, en la actualidad el gobierno se encuentra dispuesto a dar los siguientes pasos, esta vez privatizando los servicios públicos vinculados con la educación superior, el desarrollo científico y la investigación tecnológica. Precisamente a ello responde la adición al artículo tercero de la LAPP, que dentro de la reciente reforma ha propuesto constituir un “Fondo para Inversiones y Desarrollo Tecnológico” que impulse y promueva APP para la investigación científica en centros e instituciones de educación superior.

En el sexenio de la anterior administración, inmediatamente después de haber aprobado la LAPP, la Secretaría de Educación de Felipe Calderón firmó un contrato para la construcción, equipamiento, financiamiento y administración de la Universidad Politécnica de San Luis Potosí, cuya vigencia es de 20 años. En su página web, dicha universidad dice ser una “institución pública” y “una comunidad académica que cultiva áreas relacionadas con la manufactura, las tecnologías de la información y los negocios, a través de un modelo flexible, basado en competencias y sincronía con los procesos dinámicos”. La subordinación absoluta al mercado no podría ser más clara aquí.

De esta manera, claramente se ve que los esquemas de APP en la educación fomentarán proyectos de “investigación científica” y educación superior orientados a profundizar la filosofía social del neoliberalismo privatizador, vinculada abiertamente con el clericalismo y la reconversión industrial a favor de las empresas maquiladoras nacionales e internacionales que dio inicio desde el comienzo de los gobiernos neoliberales de Carlos Salinas de Gortari y de Ernesto Zedillo (antiguo secretario de Educación Pública del primero). En los últimos años, la educación privada se ha incrementado en sentido inverso a la inversión en educación pública. En nuestro país, tal tendencia ha venido acompañada de la imposición de topes inamovibles para la ampliación de la cobertura de la educación pública, lo que ha generado amplios rezagos educativos anuales en todos los niveles. Esta privatización “exógena” de los centros públicos de enseñanza busca manufacturar un perfil de educación pública para el logro de beneficios económicos privados y generalizar la subcontratación de cientos de servicios públicos en los centros de enseñanza del país (Puiggrós, 2014).

Un tema sumamente relevante en la reciente reforma a la LAPP es la integración explícita tanto de la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) como la Comisión Reguladora de Energía (CRE), que constituyen nuestros órganos reguladores en materia energética como “dependencias” centralizadas de la administración pública federal. Lo anterior se explica si recordamos que dentro del paquete de leyes secundarias que fueron aprobadas y reformadas con la reforma energética de Peña Nieto se encuentran dos leyes íntimamente vinculadas: la Ley de los Órganos Reguladores Coordinados en Materia Energética, y la Ley de Hidrocarburos.

De acuerdo con el artículo cuarto, fracción IX, de esta última ley, un contrato para la exploración y la extracción de hidrocarburos es un “Acto jurídico que suscribe el Estado Mexicano, a través de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, por el que se conviene la Exploración y Extracción de Hidrocarburos en un Área Contractual y por una duración específica”. Más adelante, en la fracción X de ese mismo artículo, la ley define al contratista como “Petróleos Mexicanos, cualquier otra empresa productiva del Estado o Persona Moral, que suscriba con la Comisión Nacional de Hidrocarburos un Contrato para la Exploración y Extracción, ya sea de manera individual o en consorcio o asociación en participación, en términos de la Ley de Ingresos sobre Hidrocarburos”.

Más adelante, el artículo 11 señala: “El Ejecutivo Federal, por conducto de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, observando los lineamientos que al efecto establezcan, en el ámbito de sus competencias, las Secretarías de Energía y de Hacienda y Crédito Público, podrá celebrar Contratos para la Exploración y Extracción. Los Contratos para la Exploración y Extracción establecerán invariablemente que los Hidrocarburos en el Subsuelo son propiedad de la Nación”. De esta forma, de acuerdo con la ley, el Órgano Regulador Coordinado en Materia Energética que se encarga de celebrar contratos de exploración y extracción de los hidrocarburos en nuestro país es la CNH. Incluirla explícitamente en la definición de dependencia en la LAPP para permitir realizar contratos APP en materia de hidrocarburos permite hacer realidad el verdadero y acariciado objetivo de la reforma energética impulsada por Peña Nieto: privatizar de forma abierta y franca la exploración y extracción de la riqueza petrolera nacional.

Por otro lado, el Reglamento de la LAPP, en su artículo 5°, párrafo segundo (modificado en octubre de 2014 como parte del paquete de reformas a leyes secundarias de la reforma energética), todavía señala: “Las empresas productivas del Estado no podrán celebrar con particulares contratos de asociación público-privada para la realización de actividades de exploración y extracción de hidrocarburos”. De modo que, si bien la legislación secundaria de la LAPP excluye la posibilidad de que Pemex, como “empresa productiva del Estado”, realice contratos bajo el esquema APP, la reciente reforma constitucional a la LAPP busca permitir que la CNH, que por ley tiene la facultad de licitar y suscribir los contratos para la exploración y extracción de hidrocarburos, sí pueda hacerlo. Hoy más que nunca resulta urgente hacer explícito en el reglamento de la LAPP que los Órganos Reguladores Coordinados en Materia Energética están imposibilitados para realizar contratos de exploración y extracción de hidrocarburos, pero esas medidas evidentemente no podrán surgir de un gobierno sumido de forma entera en el remolino de la corrupción estructural.

Todo lo anterior deja ver claramente que la reciente reforma constitucional a la LAPP se orienta a nutrir y consolidar el entramado legal y político que sustenta la corrupción estructural que nuestro artículo ha buscado ilustrar. Todo parece indicar que la perspectiva a futuro sea que las APP de los próximos gobiernos derrochen mayores recursos públicos en obras y servicios inútiles a la sociedad pero altamente rentables y ventajosos para élites financieras, inversionistas sin escrúpulos y contratistas coludidos con el poder, lo que a su vez retroalimentara el “doble fraude” estructural que también en estas páginas hemos buscado explicar.

Conclusión

Las limitaciones y fracasos de las estrategias de rendición de cuentas tradicionales son inocultables y nos exigen buscar y adoptar nuevos enfoques para entender y aplicar la transparencia y el combate a la corrupción. Todas las evaluaciones nacionales e internacionales demuestran que la alternancia en el poder no ha tenido gran impacto en el combate a la corrupción. Mientras que en 2001 los mexicanos tuvimos que pagar mordidas en 10.6 de cada 100 trámites gubernamentales, en 2005 este indicador se ubicó en 10.1, para 2007 la cifra quedó en 10.0 y para 2010 el índice volvió a caer 3 décimas, registrando 10.3%. En otras palabras, durante estos tres largos lustros las políticas en materia de combate a la corrupción no han tenido absolutamente ningún impacto. Los datos son verdaderamente abrumadores: México ocupó en 2014 el lugar 103 de 175 países en el Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por Transparencia Internacional, con 99% de impunidad en los delitos de corrupción cometidos por servidores públicos (TI, 2014). El Índice Global de Impunidad del Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia de la Universidad de las Américas en Puebla (CEIJ, 2015) ubica a México en el segundo lugar del índice de impunidad entre los 59 países miembros de la Organización de las Naciones Unidas, y más recientemente el Instituto Mexicano de la Competitividad (Imco, 2015) ha documentado que nuestro país se ubica en el sitio 36 entre 43 naciones en su Índice de Competitividad, y que de seguir igual a México le tomaría aproximadamente 40 años dejar de ser el país más corrupto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). De modo que son evidentes la égida de los intereses privados y el predominio de la impunidad, la injusticia y el abuso de poder que han dejado sin voz a la ciudadanía en los últimos años.

En este artículo hemos ofrecido el ECE y la teoría del “doble-fraude” estructural, que buscan sustituir el tradicional sesgo anti-sector público, la obsesión con las interpretaciones de las “teorías de la modernización” y la férrea división entre sector público y privado para excluir al segundo de cualquier obligación por rendir cuentas. Los enfoques aquí propuestos contemplan la extensión hacia el sector privado de los controles de fiscalización y rendición de cuentas normalmente reservados al sector público, particularmente la obligación de cumplir las normas de acceso a la información pública y de fiscalización. Es necesario explorar los vínculos que existen entre la corrupción estructural (pública y privada) y la reforma política, específicamente en materia electoral; es necesario determinar si los desafíos analíticos que se perciben en los enfoques tradicionales de la corrupción aplican también para los enfoques hegemónicos del estudio de la democracia. Aquí hemos sostenido además que la artificial división entre lo público y lo privado, que ha sido usada más como protección para la fiscalización a los poderes fácticos corporativos, ha comenzado ya a derrumbarse con la proliferación acelerada de APP y otros instrumentos similares de gobernanza. En particular hemos analizado la reciente reforma constitucional a la LAPP, que muestra de forma indiscutible el camino privatizador y opaco que sigue siendo el sello indiscutible de lo privado de cara a la actual corrupción estructural.

Ha llegado, por lo tanto, el momento de desarrollar marcos conceptuales diferentes que permitan concretar la aspiración de contar con una mejor rendición de cuentas y una mayor participación ciudadana. Es hora de poner verdaderamente un alto a los fenómenos que explican la corrupción estructural y que a través del doble fraude estructural implican la cancelación de facto del acceso al poder, a la justicia y a la voz ciudadana. Para que estas verdaderas semillas de la democracia germinen es necesario, desde la academia, contribuir a documentar y analizar los abusos del poder, la impunidad reinante y la alienación ciudadana, con objeto de contribuir a reestructurar a fondo las relaciones Estado-sociedad.

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SANDOVAL BALLESTEROS, Irma Eréndira (2016) “Enfoque de la corrupción estructural: poder, impunidad y voz ciudadana” Revista Mexicana de Sociología 78(1) <http://rms.sociales.unam.mx/index.php/v78n1/41-v78n1-a5>

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SANDOVAL BALLESTEROS, I. (2016) “Enfoque de la corrupción estructural: poder, impunidad y voz ciudadana” Revista Mexicana de Sociología. Recuperado 27 Abril 2016, de http://rms.sociales.unam.mx/index.php/v78n1/41-v78n1-a5>

ISO

SANDOVAL BALLESTEROS, I. (2016) “Enfoque de la corrupción estructural: poder, impunidad y voz ciudadana” Revista Mexicana de Sociología. [en línea], 2016(1), [fecha de consulta: 27 abril 2016]. Disponible en: http://rms.sociales.unam.mx/index.php/v78n1/41-v78n1-a5>

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