Irrationality, populism and polarization: Crisis of democracy?
René Millán*
*Doctor en Sociología por la Universidad de Estudios de Torino, Italia. Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: actores, instituciones, discurso, ideas. orcid: 0000-0002-2878-6186.
Resumen: La democracia pasa por momentos inciertos. El diagnóstico —muy difundido en ámbitos académicos y políticos— precisa tres causas principales: la irracionalidad de algunos actores, el populismo y la polarización. Se asume que esas causas afectan directa y de forma exclusivamente negativa a la democracia. El objetivo de este artículo es mostrar que esos conceptos son complejos y a veces imprecisos. La imputación de irracionalidad es equívoca, y es difícil delimitar un vínculo unidireccional de los tres conceptos con la democracia. Aunque no se pueden ignorar sus efectos negativos, su interacción con la democracia muestra variaciones y matices. Después de analizar cada concepto, se considera brevemente su efecto conjunto y contrastante.
Palabras clave: razón pública, liberalismo, populismo, polarización, democracia.
Abstract: Democracy is going through uncertain times. This diagnosis—widespread in academic and political circles—specifies three leading causes: the irrationality of some actors, populism, and polarization. These causes are assumed to have direct and purely negative effects. This article aims to show that these concepts are complex and sometimes imprecise. Irrationality cannot be imputed unambiguously, and it is difficult to delimit a unidirectional link between the three concepts and democracy. Although their adverse effects cannot be ignored, their interaction with democracy comprises variations and nuances. After analyzing each concept, we briefly consider their joint and contrasting effects on democracy.
Keywords: public reason, liberalism, populism, polarization, democracy.
La democracia pasa por momentos inciertos. El diagnóstico es uno de los más difundidos en el mundo académico y político. Pese a la incertidumbre que implica, es asombroso el nivel de certeza que se presume sobre sus causas. Como ha dicho un acreditado académico: “A los demócratas liberales, tanto dentro como fuera del mundo académico, a menudo les parece evidente quiénes son ʽlos enemigos de la democraciaʼ: populistas autoritarios” (Schedler, 2023: 21). La operación lógica de clasificar algo como antidemocrático y luego anunciar que es autoritario no puede ser la raíz de esa certeza. Debe haber otras motivaciones conceptuales. El diagnóstico precisa tres causas principales: la irracionalidad de algunos actores, el populismo y la polarización. La certeza del diagnóstico postula una relación directa y exclusivamente negativa con la democracia.
Este trabajo se aparta de esa certeza. Sostiene que cada uno de esos conceptos tiene una complejidad que acredita ampliar la reflexión de sus vínculos con la democracia. Es común la imputación de que movimientos que sustentan demandas antineoliberales o exigencias “radicales” a la democracia son irracionales. Lo son también líderes, seguidores y políticas de todos los populismos. “La crítica normativa del populismo […] por intelectuales públicos y académicos […] identifica [sus] aspectos problemáticos […] de una manera que recuerda el modo en que los liberales rawlsianos conciben la división entre conducta razonable e irrazonable” (Reid, 2020: 4). La irracionalidad conduce a la perdida de la “sensatez democrática”. El juicio olvida que la sensatez no puede postularse, sobre todo en términos liberales, sin atender el vínculo entre racionalidad y razón pública (Rawls, 2005).
Es innegable que hay una tensión irresuelta entre populismo y democracia. Pese a ello, insistir sólo en el carácter antidemocrático de los populismos evita plantearse con seriedad una pregunta: “¿Qué los hace tan exitosos?” (Mounk, 2018: 2-3). La literatura admite que la relación catastrófica entre populismo y democracia —aun si es cierta— no está siempre bien descrita o fundada (Revista Mexicana de Sociología, 2023; Salmorán, 2021; Caiani y Graziano, 2019; Müller, 2017; Bertz, 2017; Argenton y Rossi, 2013). En especial, se cuestiona el carácter unidireccional y exclusivamente negativo que se atribuye a ese vínculo y se resaltan interacciones más variadas. Algo similar ocurre con el concepto de polarización: pese a que está extendida la percepción de que atenta contra la democracia, no hay consenso académico sobre su definición ni sobre sus consecuencias efectivas (McCoy, Rahman y Somer, 2018; LeBas, 2018; Tucker et al., 2018; Stavrakakis, 2018).
Es en ese marco que este trabajo se separa de la certeza señalada. No la niega, pero tiene por objeto reflexionar sobre la complejidad de los tres conceptos que parecen ser sus claves más significativas. Su complejidad interesa porque precisa su interacción con la democracia. Es esa la intención sustantiva de esta reflexión. En la primera parte, atendemos el problema de la irracionalidad; en la segunda, las polémicas concepciones sobre el populismo; en la tercera, las de la polarización. Finalmente, en una muy breve consideración, indicamos algunos puntos sobre la compleja interacción entre esos tres conceptos y la democracia liberal.
La sensatez de lo irracional
Por no ajustarse plenamente al pensamiento político convencional, o por ser clasificados como radicales, distintos actores y movimientos son considerados irracionales y ajenos a la sensatez democrática (Ferrara, 2018: 466-467). Quienes los imputan, presumen ser guardianes de la democracia y, por eso, depositarios de su razón y sensatez. La importancia de esa imputación se advierte si se considera el concepto de “razón pública” (RP). La democracia y su razonabilidad son analíticamente próximas a esa razón.
De acuerdo con John Rawls (2005), hay un vínculo estrecho entre RP y liberalismo. La RP se refiere al problema de definición de los principios que deben regir las decisiones colectivas y a la forma en que las instituciones podrían facilitar que los individuos los aceptaran con independencia de sus creencias privadas y de las llamadas doctrinas integrales, es decir, aquellas que fundamentan la identidad. El imperativo de aceptabilidad está arraigado en la teoría liberal y se basa en la valoración de los individuos como iguales. El problema de la aceptabilidad no se resuelve con el pluralismo porque el problema surge con él, ni sólo con la democracia porque esa deja abierta la respuesta. De ahí la polémica liberal sobre los fundamentos de la RP (Billingham, 2017).
Rawls (2005) distingue entre liberalismo político y comprensivo. El primero se identifica con el llamado liberalismo convergente que postula la inexorable ruta del mundo hacia la democracia liberal. Se ha convertido en el competidor del segundo, más afín a Rawls y a la idea del consenso amplio (Lister, 2013). Ambos sostienen que, en términos de RP, las leyes deben ser justificadas mediante razones aceptables por “ciudadanos razonables” para ser legítimas. Difieren porque el convergente se limita a los principios y las instituciones del ámbito político y hace hincapié en la neutralidad de esos principios como condición para la cooperación social. Para él, la RP es un imperativo para la aprobación de leyes, es una lógica de razones procedimentales para la decisión (Vallier, 2011). En cambio, el liberalismo comprensivo se orienta a una justificación fincada en un conjunto de “razones públicas” compartidas y bajo el principio de “buena vida” que incluyen criterios de justicia e igualdad (Rawls y Kelly, 2002).
La perspectiva convergente o política considera problemático que la justificación de las leyes se base en el argumento inteligible de un ciudadano a partir de una creencia porque otro podría establecer argumentos contrarios (Wall, 2002). La perspectiva comprensiva, en cambio, estrecha el vínculo entre la justificación de las leyes y las creencias y los valores de los individuos. Los ciudadanos deberían precisar un conjunto de razones más o menos concluyentes y no sólo asumir, como hacen los convergentes, que un error en la justificación, producto de las creencias, se corregirá si se tiene la información suficiente (Gaus, 2011: 232-257). La comprensiva refuta la pretensión de neutralidad que enarbola la convergente.
Pese a esa pretensión, los convergentes precisan de una racionalidad normativa: “es decir, de creencias, valores y disposiciones que uno debería poseer para formar parte del grupo de ciudadanos razonables a los que se debe la justificación” (Billingham, 2017: 5). Se es racional, por ejemplo, sólo si se es democrático liberal. Por su apego dual, a la neutralidad y a la norma, ese liberalismo funde la condición racional de los ciudadanos y de las decisiones públicas con el apego a los procedimientos y a la información. En la concepción de fondo, la alta estima de los procedimientos implica, por un lado, una “idealización” del comportamiento ciudadano; por el otro, una racionalidad ciudadana determinada por esos procedimientos (Quong, 2011: 37-39). En un contexto semejante, los “expertos” pueden cumplir un papel central por su conocimiento y porque racionalizan la información.
En contraste, los liberales consensuales sostienen que lo que debe ser justificado no es sólo el contenido de una norma o ley, sino la RP que la forjó e impulsa las decisiones (Gaus, 2011; Quong, 2011). Es en la RP donde debe haber acuerdo amplio y no sólo en los procedimientos. La justificación de las decisiones plantea, en último caso, un problema de aceptación en términos de lo que se conoce como “principios de justificación pública” o de “principios de aceptabilidad razonable” (Billingham y Taylor, 2020). La RP exige explicitar qué criterios o principios son aceptables en la discusión pública y no sólo restringir la deliberación a los contenidos de una decisión. Es una exigencia semejante a la conocida “prueba de justificación publica” de Rawls.
Es un hecho que en el ámbito liberal hay visiones que difieren sobre la justificación de las decisiones y sobre el criterio de plausibilidad de las leyes (Wall, 2002). En consecuencia, en términos de RP los ciudadanos de una comunidad pueden cuestionar la interpretación que se ofrece sobre la justicia, la igualdad y la libertad, así como los principios de justificación de leyes, sin dejar de ser razonables. No hay ningún fundamento racional para considerar como irracional a quien se inclina, en términos ideológicos o estratégicos, por la justicia distributiva o niega la legitimidad de una ley, o incluso de un sistema político. La imputación indiscriminada de irracionalidad altera dos principios liberales: incumple el compromiso normativo de respetar la condición racional de los otros (Larmore, 2015: 79) y les quita el carácter de actores políticos legítimos. En consecuencia, acorta o niega los límites inclusivos de un “pluralismo racional”, en términos de Rawls. Los liberales convergentes son proclives a estrechar el “marco normal” del desacuerdo permitido y a juzgar como irracionales e ilegítimas las expresiones políticas fuera de ese marco. Y el populismo lo está.
Según Jonathan Quong (2011: 293), los liberales políticos duros tienden a creer que “actores irracionales” deben ser “contenidos”, incluso con medidas que podrían trasgredir límites democráticos. Dos académicos lo expresan así: “La legitimación de los populistas aceptándolos como adversarios democráticos […] constituye una desautorización democrática […] creemos que es importante que los partidos populistas […] sean revelados como tales, tratados en consecuencia y, si es necesario, aislados del poder” (Abts y Rummens, 2007: 422). La idea de contención les motiva una especie de deber cívico inaplazable para excluir a los actores clasificados como irracionales.
Toda sociedad requiere un entramado constitucional de normas cuyos principios básicos deben ser aceptados. Para Rawls (2005: 428-429), existen condiciones de injusticia grave que socavan la legitimidad institucional pese a que se ajustan a procedimientos generales democráticos (o a ciertas leyes). Es decir, hay condiciones de injusticia cuya persistencia provoca un duro y masivo cuestionamiento de los principios de justificación de la RP vigente y de su expresión en leyes. Ese desacuerdo entre injusticia e institucionalidad democrática no se resuelve, como postulan los liberales políticos duros, con la máxima de que “la ley es la ley”. En tanto el desacuerdo está ligado a condiciones de injusticia, exclusión e incumplimiento de derechos, podría indicar una disociación entre democracia y liberalismo (Mounk, 2018: 10-13). Los liberales puros —dice Andrew Reid (2020: 5)— creen que “mediante procedimientos políticos adecuados, las partes liberal y democrática de la democracia liberal se reforzarán”. No advierten nada sobre la RP.
No existe un argumento racional que justifique la condición de exclusión e injusticia y que además sea razonablemente aceptado por quien sufre esa condición o marginalidad. En ese contexto, movimientos “irracionales” —como el populismo— podrían advertirnos de que existe no sólo una tensión entre ellos y la democracia, sino entre ella y el liberalismo político (Mounk, 2018). Y, tras esas tensiones, una aguda disputa por los términos de la RP. De ser el caso, aun si se concuerda plenamente con el carácter no democrático del populismo —sostiene Reid (2020: 16)—, se precisaría redefinir la crítica normativa que el liberalismo político hace de él.
Populismo: ¿una dirección o dos?
Se puede convenir en que el propósito y destino del populismo es debilitar o destruir la democracia. Pese a eso y a su uso político para desprestigiar adversarios (D’Eramo, 2013), los académicos concuerdan en que el concepto no puede usarse inequívocamente. Reconocen que no existe consenso sobre su carácter, evaluación y consecuencias efectivas (Cordero García, 2023; Caiani y Graziano, 2019; Mudde y Kaltwasser, 2018; Hawkins y Kaltawasser, 2017; Arditi, 2004; De la Torre, 2003). Es posible, al menos, identificar dos perspectivas generales. Una subraya su dirección predominantemente antidemocrática. La otra sostiene que, además de esa dirección, podría tener algunos efectos positivos al incrementar la participación, admitir el ingreso de nuevas demandas y mejorar el sistema de representación (Hawkins y Kaltawasser, 2017). Ambas interpretaciones lo enmarcan en la democracia, pero una lo concibe como patología independiente de su funcionamiento (Mudde, 2010) mientras la otra percibe vinculaciones más estrechas y reciprocas (Arditi, 2004). Es esta última la que más ha ganado terreno.
Para una de las interpretaciones más difundidas, el populismo es una estrategia de movilización y retórica política para cuestionar la legitimidad del establishment y ganar elecciones. Es acompañada por la propuesta de que el populismo es un estilo político (Zanatta, 1999) que implica un tipo de comunicación específica: aspectos folclóricos y formas verbales que alteran las maneras del decoro y la cortesía política entre agentes son centrales (Taggart, 2002). Ambas concepciones aluden al líder fuerte (Betz, 2017; Zanatta, 2002; Canovan, 1999). Retóricamente, los lideres sostendrían que el pueblo decide, que ellos encarnan su voz sin mediación alguna y que las soluciones son simples, pero no se logran debido a la oposición de las élites corruptas (Mounk, 2018: 35-41). A los líderes se les atribuye una cualidad carismática inconmensurable para atraer masas (Weyland, 2013; Zanatta, 2002) y con ello se cierra el círculo crítico: el vínculo entre “pueblo y líder” se forja más allá de las instituciones (Urbinati, 2023; Panizza, 2009; Zanatta, 2001, 2004). El sustrato autoritario queda así asentado.
En ese marco, no hay grados de populismo: si se es, se tienen compulsiones irracionales. Una vez en el poder, el líder actuaría arbitrariamente contra la institucionalidad democrática mientras hace creer a las masas que son ellas las que deciden (Urbinati, 2023: 214). La motivación (más allá de la perversidad en sí) queda inexplicada. La centralidad del líder carismático es intelectualmente atractiva porque suspende todos los factores sociales y políticos adicionales que podrían intervenir en el surgimiento del populismo. Anuda, además, el ciclo populista a la vida biográfica del líder, por lo que no puede haber continuidad institucional. Subestima la fortaleza de los entramados institucional-democráticos, según contextos, y les asigna una relación no sólo contradictoria, sino de suma cero con el carisma. Es ciertamente simplista culpar a las élites de todo, tanto como relevarlas de cualquier responsabilidad. Movilización, simplificación, estilo y carisma no parecen “definir el núcleo del populismo” (Abts y Rummens, 2007: 408).
Considerar al populismo como una ideología de centro-delgado (thin-centred ideology) es una de las perspectivas más actualizadas y fértiles. En una vertiente de este enfoque, el centro-delgado se configura porque el populismo carece de un cuerpo coherente de ideas (Salmorán, 2021; Zanatta, 2001) y no puede posicionarse sólidamente frente a temas relevantes (libertad, derechos). En consecuencia, no es equiparable al socialismo o al liberalismo. No es un régimen político, es una ideología débil que carece de contenido programático (Mouffe, 2016). En esta interpretación, el centro-delgado es relevante porque mostraría que la lógica del populismo es independiente de su contenido ideológico, dependería del antagonismo que promueve y de su radicalización. La evidencia muestra, en cambio, que el populismo no es indistinto en su orientación política: el de izquierda tiene expresiones fuertes sobre la injusticia, la igualdad, mientras el de derecha recurre a identidades nacionales o culturales para contraponerse a valores cosmopolitas (Roberts, 2021: 686; Hawkins y Kaltawasser, 2017: 532). De ahí surgen definiciones programáticas muy distintas.
Cas Mudde y Cristóbal Kaltwasser (2017: 5-14), con cierta inspiración en Ernesto Laclau, han contribuido sustancialmente a refinar el enfoque. Para ellos, el populismo se constituye mediante un discurso que ideológicamente se funda en los siguientes conceptos: postula la política como “la expresión de la voluntad general” (de tipo roussoniana) y considera a la sociedad como dividida en “dos campos homogéneos y antagónicos”, el pueblo y la élite. El pueblo se define conforme al “significante vacío” de Laclau (que veremos adelante), es decir, como articulación de diferentes grupos y demandas que generan una identidad común. La élite se distingue mediante varios criterios económicos, de clase o de poder, que tienen también una connotación moral.
La noción populista de voluntad general es clave y dual. Se refiere tanto a la agregación de intereses diversos como a la capacidad de la comunidad de legislar y hacer valer el interés común. Desde la primera referencia, el populismo “puede considerarse una fuerza democratizadora ya […] que empodera a grupos que no se sienten representados”; desde la otra, es proclive a impulsar tendencias autoritarias. La unidad del pueblo se constituye mediante una distinción que, al establecerse, excluye del demos a algunos que no son considerados como iguales (élite). “La voluntad general es […] absoluta, puede legitimar el autoritarismo y los ataques antiliberales contra cualquiera que amenace la homogeneidad del pueblo” (Mudde y Kaltwasser, 2017:18). Tras esta interpretación permanece la referencia a Carl Schmitt, quien aseguraba que el pueblo homogéneo era necesario para el orden democrático.
En esta interpretación del centro-delgado resaltan dos cuestiones. En primer lugar, se identifica una estructura conceptual constitutiva del populismo que implica una dimensión democrática y una latencia autoritaria. Esta última se formaría por el demos escindido, por el antagonismo entre dos partes homogéneas y por el trato diferencial de una sobre otra que queda incluida de ese demos. Es inobjetable que todo antagonismo presupone una cierta homogeneidad intra-grupo y una diferencia inter-grupo, pero de ahí no se sigue que esa homogeneidad, sólo por presentarse, implica obligadamente la exclusión de un grupo de la sociedad o del demos en el sentido democrático. En segundo lugar, la división y el antagonismo son, desde una perspectiva teórica, claves en las dinámicas de polarización y afectan la otra característica del populismo: su maleabilidad. Al ser un centro-delgado y concentrar su discurso en las estructuras de poder, el populismo requiere y se funde con otras ideologías para atender problemas más amplios. En consecuencia, puede adoptar formas muy diferentes que dependen de la combinación de sus conceptos fundantes, las ideologías con las que se funde y los “marcos interpretativos” específicos a que dan lugar: se forman subtipos (Mudde y Kaltwasser, 2017: 7). Hay, de hecho, una variedad de populismos de acuerdo con específicos contextos políticos (Caiani y Graziano, 2019). La implicación teórica sería que la tensión entre populismo y democracia, entre homologación y diferencia, se regularía según esos marcos y la lógica de la polarización inscrita en las dinámicas políticas.
La de Laclau (2005) es una concepción que subyace en muchas interpretaciones del populismo. Revindica la importancia de la retórica y del discurso en la constitución de identidades y objeta que el populismo sea una patología externa a los sistemas democráticos (Bickerton e Invernizzi, 2022). La lógica constitutiva del populismo es inherente a la “gramática estructural” de la política que se precisa en la distinción antagónica de agentes y la consecuente formación de campos de acción. En términos de forma, la distinción amigo-enemigo de Schmitt es la más nítida. Desde la construcción discursiva de una identidad política, la distinción entre un “nosotros” y un “ellos” es insalvable aun en las democracias o la identidad sería inviable. En ese nivel de análisis, el populismo es una lógica de articulación política que permite a este, precisamente, constituirse como identidad. Su proceso es singular. Se constituye a través de “demandas equivalentes”. El concepto alude a la articulación de demandas dispares y distintas, pero equiparables en un nivel simbólico (justicia, igualdad) que las dota de un significado común construido discursivamente. De esta manera, se forma una identidad colectiva como el “pueblo”. Su unidad depende de su oposición a un polo antagónico, a un otro, como la élite. Aunque lo postule en su acto constitutivo, el populismo no puede disolver ese polo: sin él, “la concepción populista del pueblo se disolvería […] en sus partes constituyentes” (2022: 193). Contrariamente al totalitarismo o al autoritarismo, el populismo necesita mantener la tensión con la diferencia.
El “pueblo” no se constituye a través de demandas comunes o mediante lógicas de adscripción (obrero, empresario), como otros agentes o colectivos; pero eso no implica que sea un “artificio” que carece de contenido (Zanatta, 2002). El concepto de “significantes vacíos” de Laclau pretende resolver ese problema. Estos son símbolos flexibles, con distintos significados y factibles de apropiación por parte de diversos grupos (franceses por la “dignidad nacional”, movimiento contra la “corrupción”). El populismo es una estrategia política que se articula bajo un significante vacío: el pueblo. Vacío no es hueco. De otro modo, no se entendería su masificada convocatoria.
Aun si se admite que en su constitución el populismo encarna una lógica incluyente/excluyente (Urbinati, 2023), no se considera como la totalidad política. Para Laclau (2005: 117-120), la lógica hegemónica del campo político se finca en demandas que “se hacen representar” por el todo social o por alguna de sus mayorías. Eso significa, en otros términos, que hay demandas que “representan” mejor a la sociedad o al demos. El populismo usa el concepto de “pueblo” como cristalización de esa representación. Un campo político así articulado eleva la politización de los actores que integra y de la sociedad en conjunto.
El surgimiento del populismo no es ajeno a la llamada eficiencia política interna y al fallo en los mecanismos institucionales de representación (Spruyt, Keppens y Droogenbroeck, 2016: 344). Funciona “esencialmente como una forma de agrupar una serie de antagonismos sociales no reconocidos” (Bickerton e Invernizzi, 2022: 193). Construido a través de “demandas equivalentes”, el pueblo no es internamente homogéneo ni tiene categorías fijas (ciudadano, obrero). Se nutre de una enorme variedad de sujetos, de identidades trasversales, que no están representadas significativamente en las agendas e instituciones democráticas. Como ha indicado Kenneth Roberts (2021: 682): “El ʽpuebloʼ es plural en su composición social pero unitario como construcción política”. En términos de Laclau, sería un vector que cristaliza no sólo ese descontento, sino la “gramática política” de legitimación de todos esos intereses no incorporados.
Su agregación de intereses dota al populismo de una dimensión que apuntala la democracia. Es en el límite incremental de esa agregación, bajo el imperativo de la unidad política y de la organización binaria de la pluralidad de la sociedad, donde el populismo encontraría su tensión con ella.1 Pero, de nuevo: el punto en el que esa tensión se vuelve efectivamente disruptiva no depende sólo de la estructura constitutiva del populismo. El contenido particular de la división entre pueblo y élite —y, por lo tanto, de la lógica de agregación— puede adoptar una variedad de formas diferentes. La construcción del populismo como actor-pueblo, por lo tanto, es un producto del conflicto específico de un contexto político (Caiani y Graziano, 2019). Y por ello, de la polarización efectiva.
Polarización política: ¿normal o antidemocrática?
Polarización es un término polémico. Del mismo modo que el populismo, la reciente preocupación por ella coincidió con el ascenso de Donald Trump y el incremento de la rudeza verbal entre los partidos demócrata y republicano. Quedó así asociada a un menú enorme de patologías antidemocráticas (Schedler, 2023: 3; Hawkins y Kaltawasser, 2017: 526). Pese a ello, su análisis no ha logrado el consenso sobre sus consecuencias negativas o sobre la complejidad de sus interacciones con la democracia (Broockman, Kalla y Westwood, 2023; Mason y McCall, 2019; LeBas, 2018; McCoy, Rahman y Somer, 2018). Para Murat Somer y Jennifer McCoy (2019: 13), “una de las razones por las que la investigación sobre polarización y democracia no es concluyente podría ser la definición conceptual de la polarización”.
Aunque la polarización se representa como conflicto o se asocia a uno, su carácter, la dinámica de sus agentes y la gravedad de sus efectos están evaluados mediante un catálogo de adjetivos que no precisan su criterio. Entre quienes consideran la polarización como parte de los conflictos democráticos y quienes ven en ella puros niveles patológicos —ha ironizado Andreas Schedler (2023: 12)— se precisan “dos subtipos de polarización” que contraponen un largo catálogo de adjetivos perniciosos a otros virtuosos: ¨grave vs. normal” o “peligrosa vs. legítima”. La pugna entre adjetivos expresa la confusión sobre la relación entre polarización y democracia. El modo en que se pondera el conflicto depende de la ubicación social o política que se le asigna a la polarización. Y en función de eso podemos distinguir tres perspectivas principales.
La polarización espacial es una perspectiva muy extendida e influyente. En la reflexión estadounidense, se le ubica en la distancia ideológica entre partidos dentro de un espectro político determinado (Fiorina y Abrams, 2008). La distancia se pondera bajo el supuesto —considerado como inobjetable— de que existe una adhesión racional respecto de las reglas y fundamentos del régimen político y, por ello, un rango aceptable de comportamientos políticos. Por un lado, esa sensatez presupone la existencia de un centro político ideológico consolidado; por el otro, prescribe que los partidos deben orientarse hacia él o mantener una distancia prudente. Para Giovanni Sartori (1976), quien ha influido fuertemente en esta perspectiva, un pluralismo estándar o no polarizado se ajustaría a esa dinámica. Para él (1976: capítulo 6), los sistemas multipartidistas fragmentados conducen a la presencia de partidos radicales, o antisistema, que crean dinámicas de polarización al mantener una oposición de principio. Esta concepción espacial tiene varias objeciones.
En el modelo, el centro político ideológico es considerado expresión inmutable de la civilidad democrática y, en consecuencia, postula la búsqueda del voto medio. La polarización surge en concordancia con la distancia de los partidos con el centro y no de los programas. El rango de movilidad política no polarizada es notablemente estrecho y la politización tolerada también. La polarización surge cuando los actores abandonan ese rango y “abrazan el extremismo político” (Schedler, 2023: 16). En la medida que la distancia ideológica polariza, el sistema pluralista incentiva la indistinción programática de los partidos y desvalora la importancia de las “marcas” diferenciadas (Berman y Kundnani, 2021; Lupu, 2016). De este modo, cualquier pugna por ampliar el espectro político/ideológico y deslizar el centro puede fácilmente ser considerada como polarizadora y poco democrática. Además, se asume equivocadamente que la polarización se da sólo de manera horizontal, entre partidos, y no de forma vertical, como de hecho ocurre (Roberts, 2021). La tesis horizontal subestima cambios sociales en las expectativas del electorado: cree que la polarización entre élites determina, vis a vis, la identidad política de la gente (Mair, 2013; Fiorina y Abrams, 2008).
El modelo exagera las condiciones y la gravedad de la polarización porque mantiene un rango de aceptabilidad política estrecho. Mediante su constitución específica y su dimensión programática, el populismo puede efectivamente alterar lo que Donald E. Stokes (1963) llama el “consenso en torno al centro ideológico”. Los populismos surgen en contextos de convergencia o indistinción programática de partidos, en escenarios de baja politización (Berman y Kundnani, 2021), y generan alternativas no sólo desafiando al centro ideológico partidario, “sino polarizando espacialmente una competición basada en temas concretos” (Roberts, 2021: 685). Es decir, de orden programático. Introducen nuevos temas, agendas, tratamientos, de manera que la politización se da horizontal y verticalmente, dependiendo de cómo se construye la dicotomía pueblo-élite. Esas modificaciones desautorizan la capacidad percibida y la “responsabilidad” de los enfoques tradicionales de resolución de problemas (Mair, 2013: 691), lo que obliga a aumentar la competencia política y electoral.
Los partidos, afirma Roberts (2021: 692), “resultan radicales simplemente porque siguen posturas y programas que se sitúan fuera del consenso de los partidos mayoritarios y son populistas porque se refieren al pueblo”. Pese a que se intensifica el conflicto por el control de espacios institucionales, la polarización, concluye, puede ser saludable para la democracia: amplía la representación y el abanico de temas, incentiva que los partidos reaccionen mejor al rango de preferencias de la sociedad. La pugna por reformas institucionales, en el marco de las polarizaciones, no es obligadamente un despropósito político. Las instituciones mutan y adquieren distintos diseños institucionales. Su racionalidad y su aceptabilidad dependen de su contenido y su propósito específico.
La división binaria y antagónica no parece una característica exclusiva de la polarización populista, sino de cualquier tipo. Además, la polarización política no se ubica obligadamente en el sistema partidista. La polarización afectiva introduce un registro social. Se refiere a la división, expresada emocional y/o psicológicamente, entre individuos o grupos y motivada por sus diferentes creencias políticas (Iyengar, Sood y Lelkes, 2012). Se caracteriza por la prevalencia de fuertes emociones negativas, como hostilidad, ira, animadversión, miedo, humillación a individuos o grupos que se identifican con ideologías políticas no afines u opuestas (Iyengar y Westwood, 2015). Trasgrede la reacción normal de un desacuerdo e indica la experiencia de ataque a la identidad o a la filiación política (Mason, 2018). El supuesto de fondo es que las creencias políticas son identitarias para las personas y por ello la polarización se expresa también como diferencia en el aprecio entre el partido político de preferencia y el contrario (Iyengar, Sood y Lelkes, 2012).
La dimensión afectiva tiene efectos cognitivos: es una “evaluación resumida” que selecciona algunos aspectos de un evento y forma el juicio a partir de una “sensación general de agrado o desagrado” (Iyengar y Westwood, 2015). Produce un “sesgo de confirmación” que incita a los individuos a buscar información, interpretaciones e interacciones que confirmen sus creencias políticas, de modo que se incrementa la división con los distintos (Kahan, 2012). Medios de comunicación, redes sociales y todos los que influyen en la opinión publicada contribuyen a profundizar la división afectiva. En contextos de polarización se multiplican las fake news (Tucker et al., 2018) y se refuerza la formación de redes sociales homogéneas que actúan como “cámaras de eco” internas a los grupos (Mason y McCall, 2019; Mason, 2018). Podrían generarse así varias consecuencias: decaimiento de la cohesión e incremento de la desconfianza social; acotamiento de la cooperación entre fuerzas políticas, aumento de la posibilidad de bloqueos legislativos y atraso en las agendas políticas (Levendusky, 2009).
La polarización afectiva es considerada como un riesgo para la democracia. La gravedad del riesgo depende de su capacidad para influir en las decisiones, determinar el comportamiento de actores políticos e imposibilitar que estos introduzcan pautas racionales. Depende también del rompimiento efectivo de los lazos sociales, del declive de las normas que los rigen y de las áreas donde se presenta esa erosión. La investigación empírica no confirma la inevitabilidad del escenario catastrófico o de la parálisis legislativa, ni la influencia automática en las decisiones, ni la evaporación de preferencias racionales. Cuestiona, además, la idea de que la reducción de la polarización afectiva reforzaría significativamente las normas democráticas (Broockman, Kalla y Westwood, 2023: 820).
En cualquier caso, es notable que el indicador más referido de la polarización afectiva sea la manera, el tono, la forma de hablar o de referirse a los otros en el ámbito público o político (Schedler, 2023; Mude y Kaltwasser, 2017). Pese a la variedad de agentes que pueden motivarla, la proclamada “barbarie” de las redes sociales no se corresponde con la muerte de toda interacción cívica en la sociedad. No es indiferente que se promueva la “alfabetización mediática” (evaluación crítica de la información, promoción de discursos cívicos) para atajar la polarización afectiva (Hetherington y Weiler, 2018). De hecho, se recomienda hoy en todos los contextos políticos. No es del todo convincente que el modo en que la división afectiva de las identidades afecta la interlocución pública deteriore drásticamente la democracia en todas sus dimensiones. Puede, en cambio, elevar la politización horizontal de una sociedad.
De manera perspicaz, Schedler (2023) ha establecido una tercera perspectiva de la polarización a partir de una revisión crítica de las otras. El argumento central es que estas —la ideológica/espacial y la afectiva— disminuyen el peso y la naturaleza del conflicto que la polarización implica, al ubicarlo simplemente como fuerte discrepancia pública y al omitir el examen de las relaciones conflictivas entre quienes lo protagonizan. Esos déficits llevan a considerar como patologías conflictos normales en función de la rudeza de la interlocución pública. Si un conflicto intenso “denota polarización, entonces toda democracia funcional debe considerarse polarizada” (2023: 12). La polarización implica un conflicto intenso, pero lo sustantivo es su naturaleza. Es política y se refiere a un creciente nivel de desconfianza sobre el respeto o vigencia de las reglas democráticas. Va más allá de que los protagonistas “se consideren adversarios o enemigos democráticos”: implica la ruptura de “la confianza que los actores políticos tienen en el respeto […] de las normas democráticas básicas por parte de todos los actores” (2023: 20). Expresa la ausencia de confianza en el cumplimiento de compromisos y reglas.
La polarización surge porque la escala de los conflictos (de principios o por temas) va construyendo al otro como un enemigo digno de sospecha antidemocrática. Los liberales, dice Schedler (2023: 21), creen que los “populistas autoritarios” son esos enemigos, pero “aunque nosotros (ʽnosotros los académicosʼ o ʽnosotros los liberalesʼ) tendamos a […] desestimarlo […] ambos bandos tienden a verse y describirse mutuamente como enemigos de la democracia (mientras que ambos rechazan estas acusaciones y se presentan como los mejores demócratas)”. Las acusaciones mutuas, sobre una base recíproca de desconfianza, configuran un contexto de polarización.
La perspectiva podría incurrir en el inconveniente de considerar como única polarización relevante la que ocurre en el nivel macro de las reglas democráticas. Tiene, además, implicaciones institucionales. Si efectivamente se ha disuelto cualquier resquicio de confianza recíproca, no habría posibilidad de sostener ningún entramado institucional o de conformar alguna arena de interacción democrática (Ostrom, 2011; Uslaner, 2002). La polarización no atentaría contra la democracia, sería un indicador de su disolución. Pese a esta posible implicación, la perspectiva tiene dos virtudes innegables e ilustrativas. La polarización podría definirse como el conflicto por el incremento de la desconfianza de que los actores se regirán mutuamente por reglas democráticas y de la capacidad de las instituciones para regular su comportamiento. La confianza está acotada por los márgenes de flexibilidad que las normas o las instituciones han interiorizado como comportamientos democráticos en los actores. La desconfianza implicaría, así, una evaluación de la interacción dentro de los marcos institucionales y la polarización, una sustantiva dimensión relacional. La polarización no es unilateral, está asociada a la estrategia o el comportamiento que cada actor desarrolla frente a los otros.
Bajo un enfoque también relacional, Somer y McCoy (2019 :13) consideran que, pese a la división binaria, “no es la diferencia creciente en sí lo que produce una polarización grave. Es la forma en que esa diferencia es interpretada y utilizada por algunos actores y grupos” para acentuarla, “es la forma en que estos otros grupos reaccionan ante esta diferenciación y cómo responden”. La polarización normalmente es desencadenada conscientemente “por el discurso de los empresarios políticos”, pero también es impulsada por los medios y por “grupos y actores más pequeños e informales, como los grupos de iguales […] y las ongs […] podría decirse que la polarización tiene una naturaleza política tanto a nivel macroeconómico como microeconómico” (2019 :13). Es una estrategia para alcanzar o impedir fines de gran escala. La polarización no se inicia al politizar decididamente la diferencia con el “adversario político”, sino al instrumentalizar esa diferencia para ubicarlo como antidemocrático, de manera que se provoca una reacción similar. En contextos donde la polarización es deliberada y todos los actores se consideran antidemocráticos, y por eso ilegítimos, la democracia en efecto tiembla.
Democracia: dilemas y riesgos
El análisis anterior arroja inequívocamente que los tres conceptos atendidos son complejos y, por esa naturaleza, no admiten relaciones causales simples, directas o sin mediación con la democracia. Eso significa un hecho claro: si bien no deben ser obviadas sus posibles consecuencias perniciosas, particularmente del populismo y la polarización, la relación con la democracia tampoco está exenta de variaciones, matices y áreas de reflexión. En esa línea, una brevísima consideración sobre las conexiones posibles entre irracionalidad, populismo y polarización sería la siguiente.
No es un requisito adherirse al liberalismo político para ser un actor racional y democrático. Incluso en el ámbito liberal hay diferencia sobre los criterios de aceptabilidad de las leyes como pautas de convivencia social y política. Son legítimas las posiciones de todos los individuos respecto de los criterios que deben regir aquella aceptabilidad. Ningún actor tiene el monopolio de la racionalidad y eso devela un dilema en el ámbito no sólo de las leyes, sino de la razón pública. En su forma constitutiva, la democracia encierra una paradoja sobre su fuente última de legitimidad. El liberalismo político ve su fundamento en la autoridad formal, en los procedimientos y en el estado de derecho. La democracia constitucional sería una expresión nítida de esa racionalidad (Aragón Reyes, 2009). Otras tradiciones acentúan el demos, revindican el vínculo entre democracia y consenso, la participación y la legitimidad derivada de la preferencia de los individuos. Creen que el imperio de la ley no garantiza, por sí mismo, esa expresión democrática. Descreen del supuesto liberal de una relación fluida y sin distorsiones entre democracia constitucional y pluralismo político. La competencia y la distribución de poder a lo largo de distintos grupos, asociaciones, partidos —fundamento de ese pluralismo (Argenton y Rossi, 2013)— no excluye la presencia de centros de influencia informal que podrían sesgar el estado de derecho o las decisiones en instancias formales a costa de derechos y demandas legítimas (Gilens y Page, 2014).
Los “dos pilares”, el liberal y el popular, son propios de la democracia. Un dilema claro de ese doble pilar es la tensión entre legitimidad y legalidad, pero puede adquirir otras (más estado-menos estado; representativo-plebiscitario). Para expresarlo con Niklas Luhmann (2002): aquella dualidad permanece en cada decisión y al tomarse una se reinstala como criterio. Es difícil disolver la tensión entre pilares, sea desde el popular o desde el liberal. Lo paradójico es que la tensión puede interpretarse como un dilema permanente o como exigencia para disolver uno de los pilares. Exigencia inscrita en algunas concepciones democráticas liberales.
El populismo no es antecedente o continuidad de la democracia. En especial, si lo entendemos como un momento que tiende invariablemente a fortalecerla. El populismo se monta sobre el doble pilar de la democracia, en particular cuando la tensión entre ambos está acentuada y situaciones de desigualdad, o injusticia, concurren con un incremento de las experiencias de exclusión en el sistema institucional de representación por efecto de las razones que rigen las decisiones públicas. No es casual que en América Latina gran parte de los movimientos clasificados como populistas se forjaron en dura crítica y competencia contra los partidos que colaboraron con el llamado proyecto neoliberal (Roberts, 2021; Cordero García, 2023). Las nociones de amenaza o peligro son, en cambio, centrales en los populismos de derecha. Aunque la literatura subestima la diferencia entre ambos porque la iguala a partir de su efecto en la democracia, podría tener relevancia al propugnar por criterios de razón pública y asociarlos a valores como la justicia, la igualdad y los derechos.
El populismo también tiene dos caras al desplegar efectos positivos y negativos. Mudde y Kaltwasser (2017: 80-88) los han clasificado. Entre los primeros destacan: dar voz a grupos marginalmente representados; elevar la participación y mejorar la inclusión de ciertos sectores en el sistema de político; incrementar la capacidad de respuesta de gobiernos y del sistema político al promover políticas de cobertura social o apreciadas por sectores marginados de la sociedad. Con todo eso, el populismo puede aumentar la responsabilidad democrática al atender problemas excluidos y ampliar el rango de políticas que son consideradas como posibles en el sistema de decisiones públicas. Puede también, agregamos, abrir o modificar los criterios de la razón pública que las justifican. Entre los efectos perversos destacan: erosionar instituciones dedicadas a garantizar derechos fundamentales bajo la idea de la soberanía del pueblo; generar un clivaje político-electoral de tal extensión que imposibilitaría la formación estable de otras coaliciones de oposición; arropar un fundamento moral o principista que impediría o haría extremamente difícil alcanzar acuerdos.
El populismo, en definitiva, parece ser más positivo sobre el lado representativo, inclusivo y popular de la democracia y más dañino sobre el lado institucional de la gobernanza, los derechos individuales y el estado de derecho. De ahí la afirmación de Yascha Mounk (2018: 10) acerca de que la tensión primaria no parece ser con la democracia en sentido comprensivo, sino con la de tipo liberal. “Una democracia liberal es simplemente un sistema político que es a la vez liberal y democrático, que protege los derechos individuales y traduce las opiniones populares en políticas públicas”, dice. Ambos lados deben reportarse en equilibrio o se pierde su calidad. Por eso es relevante la imputación de irracionalidad a la que es afecto el liberalismo político. La imputación reduce arbitrariamente las alternativas posibles de decisión y acota el margen del pluralismo político bajo la convicción de que en una democracia liberal el centro-ideológico del momento es siempre la única alternativa posible. Por definición, el centro en democracia no existe (Abts y Rummens, 2007). Se registra sólo en un específico espectro partidario y si es invariable podría acotar la democracia y las agendas políticas.
El rostro “perverso”, o no liberal, del populismo conduce a una paradoja: si excluye por completo el lado liberal y logra una traducción homogénea de la voluntad popular, no sería más una expresión política en el marco de la democracia. Su tendencia autoritaria, derivada de su forma constitutiva, encarnaría en otro régimen. En consecuencia, persiste como tal sólo si mantiene la tensión con su lado no popular, sin desbordarlo. Como la democracia liberal, requiere también de un cierto equilibrio, o no es. Para ser tal, entonces, precisa tanto de su propio equilibrio como del desequilibrio de los dos pilares de la democracia liberal. Por eso mismo no es necesariamente la antesala de un sistema autoritario ni de uno democrático.
El populismo no surge de un día para otro. Los procesos mediante los que se forja son centrales. La especificidad del populismo obedece al vínculo de la polarización con otras ideologías, a la forma y la extensión de su articulación de demandas y a la radicalidad de la distinción pueblo-élite. En un cierto nivel, como el espacial/ideológico, la polarización puede impulsar la ampliación del espectro político, incrementar la identificación partidaria y modificar el rango de lo políticamente considerado aceptable. La polarización afectiva tiende, pese a sus costos en la interacción entre grupos sociales, a profundizar la participación y la politización de la sociedad, al dar relevancia en un plano más cotidiano a las agendas políticas. Sin embargo, si ambas polarizaciones favorecen la imputación de irracionalidad a otros actores, limitan el marco de comportamientos calificados como democráticos y avanzan escenarios de desconfianza mutua.
La desconfianza mutua en el carácter democrático de cada actor está directamente relacionada con las estrategias que estos siguen en un contexto político. Marcan el grado de flexibilidad institucional (o de decisiones aceptables) y la resistencia de los actores a considerar posiciones políticas y programas como legítimos. En la medida en que la polarización es un motivo para estrechar lo que consideramos comportamientos democráticos y agendas de justicia social, crecen la desconfianza mutua y la posibilidad del populismo. En esa polarización puede dislocarse el doble equilibrio que el populismo pone en juego: el propio y el de la democracia liberal. No es prudente desestimar su carácter antidemocrático, está ahí y le es constitutivo. Tampoco es prudente eludir las respuestas democrático-liberales. El cuadro plantea el problema del grado en que algunas fallas democráticas lo impulsan o no. Y por eso surge un dilema: el de si debe ser contenido a cualquier costo. La pregunta que permanece es esta: ¿con qué medios democráticos debe enfrentarse?
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