José Luis Velasco
Director de la Revista Mexicana de Sociología
Los artículos incluidos en este número especial fueron sometidos a una evaluación interna por el equipo directivo de la Revista Mexicana de Sociología.
¿Está en crisis la democracia latinoamericana? La respuesta depende, en gran parte, de qué entendamos por “crisis”. Esta palabra ha sido usada excesivamente en el discurso público. Se habla, por ejemplo, sin mayor explicación, de crisis económica, crisis ambiental, crisis política, crisis de valores, crisis de seguridad pública, crisis sanitaria, etcétera. Usado así, el sustantivo “crisis” funciona más bien como un superlativo, para enfatizar lo mal que está la situación aludida y, de paso, la culpabilidad de sus presuntos responsables. Pero sin la suficiente perspectiva temporal y sin una definición razonablemente precisa del término, es imposible saber si la situación así descrita es realmente una crisis o sólo un mal momento sin mayores consecuencias, o una situación crónicamente indeseable pero no necesariamente crítica.
La acepción original del término “crisis” proviene de la medicina. Los médicos griegos clásicos lo usaban para señalar que una enfermedad había entrado en una etapa decisiva, una encrucijada que podía conducir al alivio o la muerte. Ese significado técnico fue importado a muchos otros ámbitos, primero a la estética, después a la filosofía de la historia y de ahí a las ciencias sociales, como documentó Jürgen Habermas en su famoso ensayo Problemas de legitimación en el capitalismo tardío (publicado originalmente en 1973). Con el tiempo, a ese significado original se agregó una connotación más imprecisa, tal vez la más usada actualmente: la crisis es una situación difícil, grave o peligrosa. Pero incluso en este segundo sentido, y a menos que se trate de una “crisis terminal”, el término implica no sólo riesgo sino también oportunidad: el paciente puede curarse, la gravedad o dificultad de la situación puede motivar una refundación o, por lo menos, una renovación. La idea de encrucijada o punto de inflexión es, por lo tanto, inseparable de cualquier noción seria de crisis.
Podemos, así, reformular nuestra pregunta original: ¿la democracia latinoamericana se encuentra en una disyuntiva entre el hundimiento o la renovación? ¿O, en todo caso, está atravesando por una situación especialmente grave, difícil o peligrosa?
Incluso con esta reformulación, la pregunta sigue siendo difícil de responder. Si la política es casi siempre inestable, la democracia lo es aún más. El régimen democrático es especialmente vulnerable a los cambios en el estado de ánimo de la ciudadanía y de los muchos líderes que hablan en su nombre. No es raro, por lo tanto, que lo que ahora parece un punto de inflexión o una grave y peligrosa coyuntura pueda, en poco tiempo, revelarse como una ligera turbulencia.
Para determinar si cierta situación política constituye una crisis democrática, podríamos compararla con algunas crisis bien reconocidas. Entre éstas, la más notoria es, sin duda, la de la República de Weimar, que culminó con el triunfo electoral de los nazis. Otras crisis con resultados trágicos fueron la caída de la Segunda República española en la década de los años treinta y la de la democracia chilena más de 30 años después. Estos y otros casos fatídicos son analizados sistemáticamente en el famoso estudio coordinado por Juan Linz y Alfred Stepan, El quiebre de las democracias (1978). Otro ejemplo, también clásico aunque menos dramático, es la crisis de las democracias avanzadas en la década de los años setenta, descrita en el Informe a la Comisión Trilateral sobre la gobernabilidad de la democracia (publicado por Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki en 1975). El resultado de esta crisis no fue el derrumbe de la democracia sino el triunfo del neoliberalismo (un triunfo que, por supuesto, tuvo varias otras causas).
Comparada con estas crisis, la situación de las democracias latinoamericanas actuales parece mucho más ofuscante. No hay golpes de estado, rebeliones masivas, dictaduras militares, invasiones extranjeras, guerras civiles u otras amenazas inequívocas. Los riesgos y las adversidades que proliferan son más insidiosos: líderes políticos que manipulan a su favor, sin eliminarlos, los procedimientos y las instituciones electorales; organizaciones criminales que, en contubernio con las autoridades, imponen su ley en amplios sectores geográficos y sociales pero no intentan conquistar abiertamente el poder del Estado; ciudadanos molestos con la democracia, que muestran su desafección de muchas formas, sin llegar a la rebelión política declarada; gobernantes que no dudan en reprimir la protesta social, pero se resisten a declarar el estado de excepción o establecer un gobierno de facto...
Aunque estas amenazas son obviamente importantes, no es fácil delimitar sus alcances. Incluso si uno cree que, efectivamente, constituyen una crisis, todavía hay que decidir si lo que está en crisis es el gobierno, un tipo especial de democracia o la democracia misma. Después de todo, las crisis de gobierno no han sido raras en la región, ni siquiera cuando la democracia parecía más promisoria. Entre 1985 y 2009, 19 presidentes latinoamericanos abandonaron su mandato constitucional. Aunque estas “presidencias interrumpidas”, como las llamó Arturo Valenzuela en un artículo de 2004, eran evidencia de inestabilidad política, no necesariamente ponían en cuestión la continuidad de la democracia; en algunos casos, más bien mostraban la vitalidad de las aspiraciones ciudadanas y la resiliencia de los regímenes democráticos.
Por otra parte, los problemas que actualmente enfrentan varios países de la región, particularmente el malestar ciudadano y la desafección política, podrían denotar una crisis de los modelos dominantes de democracia, muchos de los cuales son notoriamente elitistas y escasamente participativos. El malestar prevaleciente, en otras palabras, podría ser una amenaza para la llamada democracia procedimental, pero una oportunidad para adoptar formas más incluyentes y participativas de democracia.
Pero otros problemas podrían indicar una crisis más profunda, no de ciertos gobernantes o de un modelo democrático en particular, sino de la propia democracia. Tal es el caso, por ejemplo, de la escasa, y menguante, preferencia ciudadana por la democracia, o la multiplicación de líderes que, luego de capitalizar el malestar ciudadano para triunfar electoralmente, se esfuerzan por instaurar un régimen autocrático con fachada democrática.
Desde un punto de vista estrictamente académico, tal vez lo más prudente sería dejar que el tiempo nos ayude a determinar si los problemas de la democracia latinoamericana constituyen, en efecto, una crisis y, de ser así, los alcances de esa crisis. Sin embargo, aun conscientes de los riesgos analíticos, las ciencias sociales no pueden soslayar su deber de entender el presente. Ese es el propósito que guía el presente número especial de la Revista Mexicana de Sociología.
Los artículos que siguen abordan, desde diferentes aspectos y en diferentes lugares, la situación de la democracia en América Latina. Al hacerlo, no sólo nos permiten valorar la gravedad de esta situación e identificar algunas de sus causas más importantes, sino también vislumbrar algunas formas en que se podría remontarlas. Porque, hay que repetirlo, incluso las crisis dejan lugar para la esperanza.