Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Poverty and housing in Guadalajara, Mexico, from 1980 to 2020

Inés Escobar González* y Mercedes González de la Rocha** (†)

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*Doctora en Antropología por la Universidad de Chicago. Junior Fellow en la Society of Fellows de la Universidad de Harvard. Temas de especialización: análisis dialéctico de la transformación social, económica y política en México y las Américas; vivienda y pobreza; economía política, deuda y economías domésticas; relaciones sociales y cambio social. orcid: 0000-0001-9522-0070.

**Doctora en Sociología por la Universidad de Manchester. Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Occidente. Temas de especialización: organización social del grupo doméstico familiar, tanto en contextos rurales como urbanos, y las transformaciones que estas pequeñas unidades sociales experimentan como resultado de procesos de cambio más amplios. orcid: 0000-0002-1223-9698.

Nota de la autora principal: Mi madre y yo escribimos este artículo a cuatro manos en la sala de nuestra casa durante el verano de 2023. Poco después, la enfermedad llegó a deshacernos y a arrebatarle la vida. Hice los cambios en respuesta a los dictámenes después de su muerte, y por lo tanto asumo total responsabilidad sobre cualquier error o desacierto. Los aciertos son seguramente de mi madre, mi mentora, mi volcán. Ω

 

 

Resumen: En México, el acceso a la vivienda ha sido siempre un problema, pero también han ocurrido cambios paradigmáticos. Un análisis diacrónico de las condiciones y estrategias de los hogares urbanos pobres para adquirir una vivienda, desde la autoconstrucción hasta la propiedad basada en la deuda hipotecaria, enfatiza cómo el cambio de política habitacional exacerbó la tendencia hacia el agotamiento de recursos y el aislamiento social. Con base en el papel de las mujeres en estos dos escenarios, este análisis esclarece qué han implicado la autoconstrucción y la inclusión financiera para el bienestar de los grupos domésticos pobres.

Palabras clave: pobreza urbana, vivienda, género, inclusión financiera, patrimonio, México.

Abstract: Access to housing has always been a problem in Mexico, but paradigmatic changes have also occurred. A diachronic analysis of poor urban households’ conditions and strategies for acquiring housing, from self-construction to ownership based on mortgage debt, emphasizes how changes in housing policy exacerbated the trend toward resource depletion and social isolation. Focusing on the role of women in these two scenarios, this analysis clarifies the implications of self-built housing and financial inclusion for the wellbeing of low-income households.

Keywords: urban poverty, housing, gender, financial inclusion, assets, Mexico.

 

El análisis que aquí presentamos se fundamenta en investigaciones antropológicas llevadas a cabo en Guadalajara de 1981 a 1983, con seguimientos en diversos momentos entre las décadas de 1980 y 1990, y de 2017 a 2019, con seguimientos en 2020. Por investigación antropológica nos referimos al complejo de acciones metódico-analíticas que se origina en preguntas de investigación puntuales e implica la construcción de estudios de caso capaces de responder o reconfigurar esas mismas preguntas. Los estudios de caso que construimos en nuestras investigaciones y que dan pie a nuestro análisis abarcan y relacionan datos generados a partir de la observación participante, las entrevistas semiestructuradas, los sondeos y las encuestas de diseño propio y específico. Aunque hemos realizado trabajo de campo en otras ciudades de México y de América Latina, nos concentramos en Guadalajara, cuyos barrios marginales, o barriadas, y conjuntos de vivienda de bajos ingresos fueron los sitios de estudio de nuestras respectivas tesis doctorales (González de la Rocha, 1984; Escobar González, 2020).

Nuestro interés reside en el cambio social basado en el impacto de las crisis y las reestructuraciones económicas sobre las familias y los hogares de clase trabajadora, y en cómo y a qué costo los hogares de bajos ingresos logran tener acceso a la vivienda. En particular, aquí comparamos la autoconstrucción y la inclusión financiera para enfatizar cómo contribuyó la política habitacional a la tendencia hacia el agotamiento de recursos y el aislamiento social en México. Las académicas feministas han demostrado que la urbanización, la desigualdad y la pobreza son fenómenos organizados a partir del género, y los estudiosos de la vivienda y los grupos domésticos se han beneficiado de análisis feministas de la economía política, la dinámica de los hogares y el cambio social (Benería y Feldman, 1992; Chant, 1987, 1996; Moser, 2009). Aquí trazamos la continuidad y el cambio en el papel de las mujeres respecto a la vivienda, y sostenemos que observar el cambio social a lo largo del tiempo siempre requiere una perspectiva diacrónica. Es decir, las consecuencias de la inclusión financiera en México están enraizadas en los reajustes y las pérdidas que ya habían experimento los pobres urbanos en décadas anteriores.

Nos enfocamos en la vivienda por su crucial importancia: todos necesitamos y valoramos un techo. Aún más, la vivienda es una herramienta heurística privilegiada que nos permite entender fenómenos que van más allá del ladrillo y el cemento, la lámina de cartón o los materiales de demolición a los que se les da una segunda vida en las viviendas populares. La vivienda nos ubica en el ámbito del hogar y, como tal, constituye un elemento fundamental de la sociedad. El análisis de la vivienda y los hogares —vistos como unidades contradictorias que están siempre marcadas por el conflicto y la solidaridad, el acceso desigual a los recursos y las jerarquías de poder (González de la Rocha, 1994)— permite observar y entender las relaciones sociales, la reproducción social, la economía política y los tejidos culturales. Nuestra principal propuesta, por lo tanto, es que el estudio diacrónico de la vivienda y las organizaciones familiares puede explicar patrones de continuidad y cambio en estructuras sociales más amplias.

La metodología de los dos proyectos de investigación que son la base de este artículo se centra en el estudio de caso tal y como fue formulado por la escuela de Manchester (véase Gluckman, 1940). Es decir, una descripción densa y comprehensiva de una unidad de análisis particular que permite, primero, la identificación de patrones, lógicas y mecanismos internos al estudio de caso y, segundo, el sustentamiento de hallazgos con validez general en respuesta a una pregunta de investigación.

La investigación de Mercedes González de la Rocha (1984, 1994) se centró en entender el impacto de las crisis económicas en los grupos domésticos urbanos de escasos recursos y tuvo como resultado 100 estudios de caso de hogares. Estos fueron construidos a partir de años de observación participante, entrevistas y los resultados de una encuesta a 100 hogares en las barriadas del noreste de Guadalajara en los años ochenta. En 1982, esta encuesta se aplicó a 100 hogares que proporcionalmente representaban las ocupaciones de bajos ingresos de Guadalajara en su momento. En 1985, se repitió la aplicación del cuestionario y se agregó un módulo sobre los cambios acaecidos en el hogar tras la crisis económica. La tasa de seguimiento de la segunda aplicación de esta encuesta fue de 85%. Los hogares que no fueron encontrados fueron sustituidos con hogares del mismo perfil laboral pero más jóvenes, para reducir el envejecimiento de la muestra. A estos últimos hogares se les aplicó además un cuestionario retrospectivo sobre su situación en 1982.

La investigación de Inés Escobar González (2020) se enfocó en entender el impacto de la inclusión financiera y la propiedad con base en la deuda hipotecaria en grupos domésticos urbanos de escasos recursos. Las observaciones recopiladas durante dos años de trabajo de campo y de historia oral dieron pie a 36 estudios de caso de hogares habitantes de un gran desarrollo inmobiliario al sur de Guadalajara. Ocho de estos estudios de caso incluyeron historias de vida a profundidad. La muestra abarcó a habitantes con hipoteca y sin hipoteca. Además, se hizo un sondeo aleatorio de 100 hogares en colaboración con los residentes del desarrollo inmobiliario, para confirmar la validez de los patrones observados en los estudios de caso.

Este artículo surge de lo aprendido en estas dos investigaciones, pero enfatiza dos estudios de caso: el de Ruperto y Chelo en Lomas del Paraíso en los años ochenta, y el de Hilda y Ricardo en Hacienda Santa Fe en la década pasada. A partir de nuestras investigaciones y con estos dos estudios de caso como ejemplo, podemos no sólo afirmar que la vivienda y su acceso cambiaron paradigmáticamente en las últimas cuatro décadas, sino que este cambio habitacional se relaciona de forma dialéctica con otras transformaciones sociales importantes. Es decir, la inclusión financiera debe entenderse como una respuesta a la tendencia hacia el agotamiento de recursos y el aislamiento social que González de la Rocha ya había identificado a partir de los años noventa (2001, 2006), pero fue también un factor radical en la intensificación de esta tendencia. La reformulación que González de la Rocha desarrolló para adaptar su teoría sobre los “recursos de la pobreza” a un contexto ahora marcado por la ardua “pobreza de recursos” (2001) nos permite entonces identificar las causas y entender las consecuencias del proceso de financiarización posterior.

 

La autoconstrucción y la propiedad basada en la deuda desde una perspectiva socio-antropológica

El contraste entre la autoconstrucción y la propiedad basada en la deuda no puede reducirse al que existe entre el construir y el comprar. La diferencia más bien tiene su origen en el grado de autonomía que John F. C. Turner (1976) destaca en su estudio sobre la autoconstrucción de vivienda en contextos urbanos peruanos y mexicanos en relación con proyectos de vivienda planificada. Al construir con sus propios medios, los hogares tienen una mayor capacidad de elegir la ubicación, la calidad de los materiales, la resistencia de los cimientos y los pilares, el tamaño, la posibilidad de ampliar en el futuro y el vivir de acuerdo con sus tiempos y recursos. Las personas no tienen estas mismas capacidades como propietarios de una vivienda a través de un préstamo hipotecario, tal como se promovió en México con las reformas gubernamentales que llevaron al Programa Sectorial de Vivienda en 2001 (López Silva et al., 2011). Como sujetos de la inclusión financiera, los propietarios de vivienda en México no han tenido control o autonomía sobre la ubicación, la calidad de los materiales y la construcción, el tamaño de la casa y sus posibles ampliaciones antes del finiquito del préstamo hipotecario, así como tampoco controlan el monto de los pagos y su calendario.

El control y la autonomía relativa en la autoconstrucción dependen también de la colaboración social, que favorece las relaciones sociales recíprocas y genera identificación colectiva (González de la Rocha, 1994; véase también Sudra, 1981). Estudiosos de la vivienda desde una perspectiva sociológica y antropológica han demostrado cómo el proceso de autoconstrucción se entrelaza con los procesos de construcción y cuidado de redes sociales horizontales a corto y mediano plazo (Cravino, 2001; Ortega Alcázar, 2016; Silvonen, 2022). Estos estudiosos coinciden en enfatizar la importancia de la colaboración y el trabajo conjunto hacia un fin común en estos procesos. Los miembros de un grupo doméstico que construye su propia casa dependen los unos de los otros del trabajo y los recursos de cada uno de los miembros. A otra escala, estos grupos domésticos dependen de otros grupos domésticos vecinos en el corto y mediano plazo; se necesitan los unos a los otros en el proceso de invasión y repartimiento de tierras, así como para construir, exigir y mantener la infraestructura y los servicios públicos de los cuales dependen todos (Sudra, 1981; González de la Rocha, 1994; Cravino, 2001; Ortega Alcázar, 2016; Silvonen, 2022). Al comparar esto con la situación de los propietarios con base en la deuda, podemos reafirmar que la interdependencia social es una fuente de capacidades y autonomía relativa. Es decir, las relaciones sociales horizontales expanden el campo de acción de las personas, y esto es particularmente consecuente para las personas de escasos recursos.

Los hallazgos de González de la Rocha en materia de relaciones sociales recíprocas en contextos de autoconstrucción en la periferia de Guadalajara durante la década de los ochenta (1984, 1994) han sido confirmados por otros estudiosos en momentos y lugares distintos. En su estudio sobre las ramificaciones sociales del proceso de la autoconstrucción en la Ciudad de México actual, Taru Silvonen (2022) argumenta que las necesidades compartidas durante la autoconstrucción dan pie a la integración social (“need-based social integration”), y que esto lleva al surgimiento de una “solidaridad orgánica” basada en la interdependencia. Silvonen hilvana este análisis materialista con un análisis semiótico, pues muestra cómo los habitantes de un barrio autoconstruido generan significados comunes y un sentido de pertenencia al lugar y a la comunidad. Al colaborar en el proceso de autoconstrucción, al compartir recursos y espacios, y al aspirar de forma conjunta a un ideal basado en la propiedad y la vivienda digna, los sujetos de estudio de Silvonen desarrollan elementos de la “solidaridad tradicional” (o la solidaridad basada en las tradiciones compartidas) en contextos urbanos (2022).

Asimismo, Liliana Ortega Alcázar (2016) hace una reconstrucción de las trayectorias individuales y colectivas de los habitantes de una colonia popular consolidada en la Ciudad de México para analizar las disposiciones sociales y subjetivas que surgen del proceso de autoconstrucción. Argumenta que el habitus de sus sujetos de estudio es uno que los conduce a aglutinarse en conjuntos de vivienda multifamiliares y en un marco comunitario más amplio. Es decir, según la autora, los habitantes de un barrio autoconstruido desarrollan una disposición comunitaria a través de sus experiencias y prácticas sociales como personas que ocupan una posición determinada en una estructura social específica.

Finalmente, María Teresa Cravino (2001) enfatiza la temporalidad de los procesos de autoconstrucción como elemento fundamental en el desarrollo de una “reciprocidad generalizada”. En su estudio sobre los mecanismos de autoconstrucción en sectores populares del Gran Buenos Aires, la autora argumenta que la solidaridad intra- e intergeneracional observada se debe en gran medida a que la autoconstrucción es un fenómeno que lleva varias décadas y abarca múltiples etapas.

En contraste con los hallazgos de González de la Rocha y de estas otras expertas, la colaboración, la identificación y las relaciones sociales horizontales se debilitaron significativamente en los desarrollos inmobiliarios basados en la compra con crédito hipotecario de la nueva periferia de Guadalajara (Escobar González, 2020, 2022b). Como expone nuestro análisis diacrónico, el cambio en la calidad y la cantidad de relaciones sociales no fue causado únicamente por el cambio de paradigma en la política de vivienda mexicana. Los grupos domésticos de escasos recursos en México ya habían sufrido el deterioro de sus capacidades para formar y mantener relaciones sociales horizontales a través de las prácticas de reciprocidad y colaboración tras las crisis económicas de los años ochenta y noventa (González de la Rocha, 2000, 2001, 2006). De hecho, la oferta de vivienda a través del crédito hipotecario que el Programa Sectorial de Vivienda inauguró en 2001 fue particularmente atractiva para grupos domésticos pobres, dada la erosión de recursos materiales y sociales en décadas previas (Escobar González, 2020). Es decir, al comienzo del nuevo milenio, los hogares mexicanos pobres estaban lo suficientemente empobrecidos y sus relaciones sociales horizontales lo suficientemente debilitadas, que la compra de una vivienda a través de una hipoteca se entendió como la mejor opción. La relación entre el agotamiento progresivo de recursos expuesto por González de la Rocha y la necesidad de incluir financieramente a los pobres expuesta por Escobar González es también estructural al nivel de la política pública. Como han sugerido Colin Crouch (2009) y Susanne Soederberg (2014), la liberalización del crédito se volvió imperativa para los gobiernos, dado el empobrecimiento progresivo de las poblaciones (Escobar González, 2020).

El agotamiento de recursos contribuye al incremento del aislamiento social pues, como ya hemos demostrado, las relaciones sociales ayudan pero también cuestan (González de la Rocha, Moreno y Escobar, 2016). La introducción de la deuda a través del crédito hipotecario, el microcrédito y el crédito al consumo en grupos domésticos ya empobrecidos y vulnerables exacerbó la tendencia hacia el agudizamiento de la pobreza, y esto a la vez contribuyó al incremento del aislamiento social (Escobar González, 2020). Los beneficiarios de la liberalización del crédito hipotecario en México experimentaron una “ruptura” social al trasladarse a desarrollos inmobiliarios periurbanos y dejar sus barrios y colonias ya consolidados en zonas más céntricas de las ciudades (Jacquin, 2012; Escobar González, 2020, 2022a, 2022b). Si bien este proceso de ruptura es comparable a lo experimentado por sus progenitores décadas antes, cuando éstos dejaron sus lugares de origen para invadir tierras y autoconstruir casas en la periferia de las ciudades (Jacquin, 2012), los sujetos de la inclusión financiera pasaron de la ruptura a la “enajenación” (Escobar González, 2022b) al descubrirse demasiado endeudados, aislados y debilitados como para reconstruir el tejido social que valoraban en sus lugares de origen (Escobar González, 2020, 2022b). Los hallazgos de la investigación de Céline Jacquin (2012) en los desarrollos inmobiliarios basados en la deuda hipotecaria del Valle de México coinciden con los de Escobar González en Guadalajara, al señalar que los residentes de estos desarrollos valoran y añoran sus antiguos barrios y colonias autoconstruidos.

Colocar en primer plano la relativa autonomía y la colaboración que se observaban en los barrios marginales hace cuatro décadas no debe confundirse con una visión apologética de la pobreza. Los hogares estudiados por González de la Rocha sufrieron el proceso de autoconstrucción: se vieron obligados a éste y lo vivieron como una limitación. Estos hogares se habían quedado fuera de un mercado de vivienda formal pequeño y caro, y no tenían acceso al crédito hipotecario (González de la Rocha, 1994). Además, el proceso de autoconstrucción necesariamente depende de diversos recursos, principalmente tiempo, trabajo y dinero (para la compra de materiales, pero también para pagar el trabajo ocasional de personas fuera de las redes de confianza). Es, por lo tanto, un proceso lento, difícil, sujeto a interrupciones y en ocasiones interminable. No obstante las dificultades, los autoconstructores hacen uso de su vivienda en cuanto ésta les proporciona condiciones mínimas de refugio.

La autoconstrucción obliga a los miembros del hogar a prolongar la jornada laboral, sacrificar tiempo de descanso, soportar condiciones incómodas mientras el proceso avanza o se detiene y, como demostró Martha Schteingart (1981), implica costosas privaciones en otras áreas del consumo. Es muy posible que los trabajadores urbanos pobres de los años ochenta hubieran preferido comprar una casa funcional ya construida, de haber sido esto posible. Los hogares estudiados por Escobar González (2020) inicialmente consideraron que la adquisición de vivienda construida a través del crédito era un camino directo hacia la autonomía socioeconómica y familiar, pero con el tiempo este empoderamiento fue minado por el implacable endeudamiento.

Analizamos estos dos procesos, la autoconstrucción y la adquisición de vivienda construida con base en la deuda, como parte de realidades sociales contrastantes pero relacionadas. Para esclarecer esta relación de contraste, presentamos dos tipos ideales que, en términos de Escobar González (2020, 2022b), son la ciudad informal de antaño y la era de la inclusión financiera. Las mujeres desempeñan papeles centrales en ambos paradigmas: primero, como tejedoras de relaciones sociales, obreras y trabajadoras; después, como sujetos de inclusión financiera y propietarias-deudoras de vivienda. La posición central pero cambiante de las mujeres muestra cómo el contraste entre estas dos realidades sociales se debe entender dentro de la tendencia hacia el agotamiento de recursos y el aislamiento social.

 

La ciudad informal de antaño: la construcción social
del hogar periférico

Hace 40 años (1980-1982), Guadalajara estaba en plena transformación. Mientras que las élites tapatías seguían afirmando que su ciudad no tenía barriadas, la periferia noreste experimentaba una urbanización acelerada mediante la autoconstrucción por parte de grupos domésticos pobres. Estas zonas emergentes, Rancho Nuevo y Lomas del Paraíso, fueron los sitios originales del trabajo de campo de González de la Rocha (1994). Los tapatíos adinerados quizá no eran conscientes de la precipitada expansión urbana de su ciudad. Las élites seguían imaginando una Guadalajara estructurada en función de las clases sociales consolidadas, con colonias populares bien urbanizadas, calles pavimentadas, agua, alumbrado público e infraestructura eléctrica y de alcantarillado. Estas colonias existían en los sectores Libertad y Reforma, que constituían los ejes principales de la clase obrera en la zona metropolitana. Ahí, convenientemente lejos de la mitad pudiente de la “ciudad dividida” (Walton, 1978), los trabajadores formales e informales de las florecientes industrias tapatías del calzado y el vestido habían coexistido y conformado hogares a pesar de la segmentación del mercado laboral.

Pero la creciente saturación de estas colonias populares consolidadas ahora empujaba a los pobres urbanos a urbanizar la periferia. A inicios de los ochenta, la autoconstrucción en asentamientos informales ya daba cobijo a 70% de los residentes urbanos de México (Bazant y Nolasco, 1981). A medida que la necesidad de vivienda crecía a la par del crecimiento natural de la población y la inmigración, los barrios de los sectores Libertad y Reforma expulsaban tanto a los oriundos como a los recién llegados. González de la Rocha observó cómo, en los márgenes nororientales de la ciudad, hectárea tras hectárea se cubrían de casas construidas a toda prisa con láminas, madera, plástico y ladrillo. Al principio, los lotes no eran más que líneas marcadas con gis en el suelo, y los tramos que se convertirían en calles eran sólo tierra apisonada sobre la que con dificultad transitaban los vehículos de motor. Hoy, Rancho Nuevo y Lomas del Paraíso son colonias populares consolidadas muy parecidas a las de los sectores Libertad y Reforma. Ubicadas en el “anillo intermedio” urbano (Ward, 2015), son ejemplo de lo que Ortega Alcázar (2016) llama “el proceso de la invasión a la densificación” y Emilio Duhau (2014) denominó un “hábitat progresivo”. Es decir, el lento proceso a través del cual los habitantes de una barriada son capaces de construir una estabilidad que es comparable con la de la ciudad en general.

En los años ochenta, el desarrollo urbano de Rancho Nuevo y Lomas del Paraíso, mediante la invasión de tierras, la subdivisión clandestina o informal de terrenos y la autoconstrucción, fue producto de un esfuerzo colectivo constante. Las condiciones implicaban jornadas de trabajo intensas, tanto para los hombres como para las mujeres. Ellas cargaban ladrillos y asumían el papel de peones de la construcción, acarreaban agua de la toma de agua más cercana (pero siempre lejana), limpiaban sus casas con piso de tierra y criaban a los niños al mismo tiempo que tejían vínculos sociales y generaban ingresos. Aunque la migración se había desacelerado desde las décadas entre 1940 y 1970, cuando se produjo el crecimiento urbano más intenso, en los ochenta seguían llegando masas de migrantes en busca de trabajo y cobijo. En 1981, los migrantes ya no encontraban lugar sino en esta nueva periferia, más allá de las pestilentes pieles desechadas por las curtidurías de la periferia urbana (que abastecían a las fábricas de calzado) y los vertederos de aguas residuales al aire libre (que absorbían el creciente detritus de la ciudad).

Fue en estas zonas emergentes que González de la Rocha primero identificó los “recursos de la pobreza” (1994). Los bajos salarios de los sectores formal e informal obligaban a los hogares a poner en práctica mecanismos colectivos de subsistencia. Ante la pobreza y las pocas prestaciones del estado, los hogares dependían del trabajo asalariado de al menos dos miembros, además de la diversificación de múltiples fuentes complementarias de ingreso, como la elaboración de mercancías para la venta, la producción doméstica de bienes y servicios para el autoconsumo y los recursos procedentes de la participación activa de sus miembros, en particular de las mujeres, en redes sociales de apoyo. Los hogares de Rancho Nuevo y Lomas del Paraíso tuvieron que fomentar prácticas colectivas y solidarias tanto entre sus miembros como hacia aquellos fuera del hogar. Estas prácticas coexistían con el conflicto interno, la violencia doméstica, la disparidad en el consumo y en el acceso a los recursos. La investigación de González de la Rocha (1994) demuestra que las estrategias colectivas se basan en relaciones de poder al interior de los hogares donde predomina la desigualdad, y donde las mujeres reciben menos recursos y más responsabilidades.

 
La autoconstrucción, un proceso que lleva a los pobres urbanos
a cimentar estabilidad a través de la acción colectiva

La autoconstrucción era, en aquella época, la única opción de los grupos domésticos urbanos para adquirir una vivienda estable. El caso de Ruperto y Chelo lo ejemplifica bien. Cuando González de la Rocha los conoció en Lomas del Paraíso en 1981, esta pareja y sus hijos habían experimentado una larga serie de arreglos habitacionales que repetidamente fracasaban a corto plazo. Pasaron los primeros seis años de matrimonio en casa de la madre de Ruperto. Después, se mudaron a una vivienda alquilada en el mismo barrio, arreglo que fue efímero porque no podían pagar la renta. Entonces, un primo de Ruperto les prestó una casa en otra zona de la ciudad, pero poco después les pidió que la desalojaran. Luego, rentaron una vivienda en la que permanecieron 10 meses, pero la renta absorbía la mayor parte de sus ingresos y decidieron mudarse a una parcela que Ruperto había adquirido anteriormente. No tenían los recursos para construir y levantaron una choza improvisada, pero se vieron obligados a vender cuando Ruperto se enfermó. Una vez más fue necesario alquilar, ahora no una casa, sino una habitación individual con techo de lámina donde toda la familia dormía, cocinaba y comía. El baño estaba afuera de la vivienda y había que compartirlo con otros inquilinos.

Finalmente, Ruperto, Chelo y sus hijos se trasladaron a Lomas del Paraíso en 1981 como parte de un grupo organizado. El grupo exigía tierras para asentarse y era dirigido por un intermediario político. Cuando percibieron suficiente protección por parte del partido político del intermediario, Ruperto, Chelo y sus hijos, junto con docenas de otras familias, ocuparon un terreno y construyeron una habitación con cartones. Permanecieron en esa estructura frágil durante más de un año, aplazando la edificación de una habitación más permanente mientras comprobaban la relativa seguridad de su tenencia.

Para fortalecer su derecho a la tierra y evitar el desalojo, Ruperto y Chelo empezaron a invertir más dinero, tiempo y trabajo en su vivienda y su entorno. El cartón fue reemplazado por plástico, lámina y eventualmente por ladrillo. La regularización de la parcela llegó años después, y fue entonces que la familia añadió habitaciones a la original. Pero este fue un largo proceso de resistencia y sacrificio que requirió la plena participación de cada miembro de la familia y la comunidad: la invasión de tierras; la ocupación de una parcela; la construcción de una casa con cartón y plástico; la asistencia a reuniones colectivas y la organización de un movimiento social; la recolección de materiales de construcción (desde piedras recogidas en la cercana Barranca de Huentitán hasta ladrillos y otros materiales procedentes de demoliciones); la compra de otros materiales de construcción, como cal y cemento; la lenta construcción del hogar. Cuando González de la Rocha entrevistó a Ruperto, Chelo y sus hijos, todos coincidieron en que había sido una lucha dolorosa y difícil, pero que había valido la pena.

El caso de Ruperto y Chelo, al igual que muchos otros estudios de caso que conformaron la investigación de González de la Rocha (1994) y de otros académicos (Logan, 1979; Castells, 1982; García, 2005; Ortega Alcázar, 2016), ha contribuido a entender la autoconstrucción como un proceso enraizado en la pobreza de los hogares, los alquileres costosos y un mercado formal excluyente. Pero este caso también enfatiza que la invasión de tierras es un esfuerzo grupal que depende de luchas y colaboraciones sociales para acceder a los servicios públicos y asegurar la tenencia. La urbanización informal dependió de la acción colectiva constante, desde la invasión del terreno, el enfrentamiento con la policía y la represión, la planificación de las calles, la subdivisión en parcelas, el robo de electricidad y la negociación con los intermediarios y partidos políticos. A partir de este proceso, los hogares se unieron en comunidades y redes de organización vecinales y locales, e incluso nacionales, pues éstas eran críticas para su permanencia y reproducción.

La mayoría de las mujeres que formaron parte de la investigación de González de la Rocha participaban en asociaciones vecinales y grupos políticos que se habían formado en el curso de movimientos urbanos con el objetivo de adquirir y asegurar lotes y viviendas. En sus propias narrativas podemos destacar la fuerza con la que las mujeres defendieron su tierra cuando la policía intentaba “limpiar” sus nacientes barrios en horarios laborales, asegurándose así que los varones no estuvieran presentes. Se ha señalado que las mujeres son las más interesadas en la autoconstrucción y en la adquisición de servicios públicos como agua entubada, drenaje y electricidad, dado su papel central en la ejecución de tareas domésticas reproductivas (Varley, 1995). Una residente de Lomas del Paraíso narró su participación de la siguiente manera: “Varias familias estábamos iniciando la construcción de nuestras casas en 1979. Fue una buena cosa para nosotros venirnos aquí y dejar de pagar renta”. Sin embargo, ese mismo año la policía intervino: “Nos pedían papeles con los que nos amparáramos como dueños pero no teníamos ninguno. Les dábamos mordidas a los policías, nos las arreglábamos y a cada patrulla que venía le dábamos su mordida y nos dejaban en paz”. Poco después, en agosto de 1979, esta mujer y sus vecinas se afiliaron al Partido Revolucionario Institucional (pri), que prometía resolver los problemas de titularidad a través de las autoridades del municipio de Guadalajara y la intervención de la Comisión para la Regularización de la Tenencia de la Tierra (Corett).1 Dos años después, ya no había lotes en Lomas del Paraíso, excepto el que habían reservado para la futura construcción de la iglesia. Aunque hubo intentos de invasión de dicho terreno, la colectividad en su conjunto reaccionó para defender el uso que ya se le había otorgado: el de los servicios religiosos para la comunidad.

La autoconstrucción fue un proceso intergeneracional a largo plazo que contó con la participación de las mujeres en todas sus fases, desde la invasión de tierras hasta la construcción de refugio; desde la búsqueda de agua hasta el cultivo de las relaciones sociales y la generación de ingresos. Las redes sociales horizontales no sólo fueron necesarias y se activaron para invadir y proteger las parcelas; también fueron cruciales en la edificación de la casa y para hacer frente a la pobreza. Las mujeres destacaron como tejedoras creativas y perseverantes de vínculos sociales duraderos, y protagonistas activas del intercambio social. El modelo de los “recursos de la pobreza” (González de la Rocha, 1994) está entonces íntimamente relacionado con este proceso. Por un lado, las relaciones sociales horizontales y recíprocas permitieron la autoconstrucción, pero por otro lado, éstas también fueron fortalecidas a través de las exigencias de la vida en un barrio autoconstruido.

 

Hacia el agotamiento: las crisis económicas de 1980 y 1990

El crecimiento y la consolidación de la periferia autoconstruida fueron atravesados por décadas de profundas crisis económicas y de transformación de los modelos económicos para el desarrollo. Aunque hubo intervalos de estabilidad económica después de las crisis de los años ochenta, estos no fueron suficientes para compensar las pérdidas ocasionadas por la trepidante crisis y la reestructuración económica, y fueron pronto interrumpidos por nuevas situaciones críticas en los años noventa. La aplicación de las políticas de ajuste estructural afectó profundamente la vida familiar y provocó “ajustes privados” en el ámbito doméstico (González de la Rocha, 2000). Es decir, la pérdida de ingresos y poder adquisitivo forzó cambios en las estrategias domésticas para sobrellevar la pobreza. Los hogares restringieron el consumo al mismo tiempo que intensificaron la cooperación laboral y social para defender sus presupuestos familiares. La pobreza aumentó y los pobres se hicieron más pobres, lo que incrementó la frecuencia y la gravedad de las enfermedades y la interrupción de la educación. Las economías domésticas se redujeron y acumularon carencias y desventajas debido al aumento de la pobreza y a la desaparición de recursos y activos (González de la Rocha, 2006).

Con las crisis y el empobrecimiento, la autoconstrucción se detuvo. Este proceso no volvió a alcanzar el crecimiento ni la importancia que tuvo durante los años setenta y principios de los ochenta. El auge de los hogares ampliados tras las crisis de los ochenta fue producto de la apremiante necesidad de reducir los costos de la vivienda y la manutención mediante la cohabitación. Los grupos domésticos se unieron y los recursos se compartieron, y quienes encontraron cobijo en casa de familiares tuvieron que contribuir a la economía familiar con dinero y trabajo.

Los hogares ampliados siempre han sido escenarios de corresponsabilidad económica y apoyo, así como el lugar donde el hacinamiento habitacional y la negociación constante en torno al gasto aumentan los conflictos. Mientras que la reciprocidad y la solidaridad en el contexto de la acentuación de la pobreza y la precariedad laboral fueron fuerzas decisivas detrás de la cohabitación, también el conflicto y los desacuerdos crecieron y afectaron la calidad y la frecuencia del intercambio social en las redes de apoyo. González de la Rocha reformuló su teoría sobre los “recursos de la pobreza” para ahora enfatizar esta “pobreza de recursos” (2001). Después, nuestro análisis sobre los vínculos sociales de ayuda mutua de parientes y amigos en el México contemporáneo mostró una erosión del intercambio social a lo largo de los muchos años de extrema adversidad económica a la que se enfrentaron los trabajadores en situación precaria y sus familias (González de la Rocha, Moreno y Escobar, 2016). La calidad de la vivienda también disminuyó, dado el uso intensivo y la decisión explícita de las personas de no gastar los escasos recursos en su mantenimiento.

En la actualidad, tras décadas de transformación económica y social, los hogares urbanos pobres se han quedado con un menguado patrimonio, que incluye muy mermados recursos monetarios, salud y educación que han sufrido la desinversión y el desabasto por parte del Estado y una capacidad disminuida para participar y mantener redes de apoyo e intercambio. La investigación de Escobar González (2020), al considerar estos cambios, identificó que la nueva periferia urbana contrasta con la que primero estudió González de la Rocha. Los pobres urbanos de los años ochenta estaban excluidos del crédito formal pero dependían de redes sociales de apoyo robustas y funcionales para construir sus propias casas y hacer frente a la pobreza. Ahora, los residentes de la nueva periferia son objetos y sujetos de la inclusión financiera, sufren un endeudamiento creciente y cuentan con escasas y débiles relaciones sociales horizontales (2020).

 

La era de la inclusión financiera: agotamiento de recursos
y aislamiento social

En 2001, el gobierno de México puso en marcha una serie de reformas legislativas, inversiones y asociaciones público-privadas para ampliar el financiamiento hipotecario y dar vivienda a millones de hogares urbanos pobres con el Programa Sectorial de Vivienda. Este programa fue impulsado con cien mil millones de dólares del gobierno mexicano y del sector de desarrollo internacional (Marosi, 2017), a lo que se le sumó capital de inversionistas globales. Con estas reformas, el crédito a la vivienda se triplicó (López Silva et al., 2011) y 20 millones de personas se trasladaron a nuevos desarrollos inmobiliarios periurbanos mediante préstamos hipotecarios (Marosi, 2017). Guadalajara fue un lugar importante de inversión, construcción y reestructuración, ya que la periferia sur de la ciudad experimentó una rápida urbanización y, en una década, se convirtió en el hogar de más de 300 000 habitantes en docenas de desarrollos inmobiliarios con base en la deuda (Escobar González, 2020).

La nueva periferia que surgió con la inclusión financiera muestra ahora altos niveles de atomización, aislamiento social e incertidumbre. Como ya hemos expuesto, los beneficiarios de estas reformas ya habían sufrido la erosión de recursos materiales y sociales en décadas previas, y ahora tuvieron que adaptarse y responder al creciente endeudamiento, la formación de guetos y la inseguridad. En este proceso, las mujeres han sido protagonistas cruciales. Por un lado, al ser las principales beneficiarias de la política de inclusión financiera (Roy, 2010), se convirtieron en propietarias formales de viviendas en un número sin precedentes y asumieron el papel de sostén de la familia gracias a los microcréditos que solamente ellas podían conseguir. Por otro lado, el endeudamiento, la disminución de los ingresos laborales del hogar y el debilitamiento de los lazos horizontales han cargado a las mujeres con la responsabilidad de defender los precarios activos de la vivienda y atender los préstamos con altos intereses a nivel individual (Escobar González, 2020).

En esta última sección, damos seguimiento al proceso de adquisición de vivienda que predominó entre los trabajadores del sector informal después de las reformas de 2001, así como las consecuencias de este modelo de vivienda centrado en la deuda. Para ello, abordamos el caso de Hilda y Ricardo, quienes fueron beneficiarios del Programa Sectorial de Vivienda como trabajadores del sector informal. Ellos viven en la nueva periferia de Guadalajara, y su situación pasada y actual es representativa de los otros estudios de caso que conforman la investigación de Escobar González (2020). El caso de Hilda y Ricardo demuestra tres puntos. Primero, los hogares que se acogieron al crédito hipotecario lo hicieron al perder redes de apoyo, bienes e ingresos. Segundo, el creciente endeudamiento de las personas, asociado a la estructura de sus préstamos hipotecarios y a la proliferación de fuentes de crédito fácil pero con altos intereses, erosionó aún más los vínculos horizontales. Tercero, la propiedad y la tenencia de las personas se volvieron más precarias e inseguras con el paso del tiempo, lo cual significa un revés del modelo anterior. Es decir, estos desarrollos no se han convertido en un ejemplo más del “hábitat progresivo” planteado por Duhau (2014) respecto a los asentamientos basados en la autoconstrucción, sino que exhiben una evolución hacia la inestabilidad.

 
La propiedad hipotecaria, un proceso que conduce a la inestabilidad a través de la atomización y el enajenamiento

En 2005, Hilda y Ricardo se mudaron a Hacienda Santa Fe. Este desarrollo inmobiliario al sur de Guadalajara fue construido por una empresa constructora, Homex, entre 2002 y 2006, a partir de la liberalización del crédito que el Estado mexicano fomentó desde 2001. Al principio, Hilda no quería vivir en aquel lugar. Años antes, un vendedor la había llevado al desarrollo para mostrarle la primera fase de la construcción, pero las casas le habían parecido “asfixiantes”. En 2005, sin embargo, Hilda y Ricardo se habían estado enfrentando a serios problemas económicos que no tenían aparente solución. Sus salarios en el sector informal nunca eran suficientes (Hilda trabajaba como secretaria de medio tiempo en una empresa de transportes y Ricardo era un obrero de la construcción poco calificado). La pareja se había endeudado con el padre de Hilda para comprar una vivienda intestada en el “anillo intermedio” de la ciudad (Ward et al., 2015), pero ya no podían cumplir con los pagos acordados.

Hilda y Ricardo estaban también convencidos de que ya no era posible depender de sus parientes, ni para llegar a fin de mes ni para garantizar una vivienda. La década previa, la pareja había pasado por múltiples arreglos habitacionales. Ninguno resultó en una vivienda estable. Hilda y Ricardo habían autoconstruido una casa con los parientes de Ricardo, pero la perdieron en una disputa entre hermanos y cuñadas. Habían rentado múltiples veces para siempre descubrir que no podían pagar la renta y ser desalojados. Ahora tenían fuertes desacuerdos con la familia de Hilda por motivo del préstamo, y entonces, cuando una vendedora se acercó a Hilda en su lugar de trabajo y le ofreció comprar una casa, Hilda se entusiasmó.

Las imágenes digitales de las casas en venta eran “realmente hermosas”, pero Hilda le explicó a la vendedora que “no tenía dinero” para comprar una casa. La vendedora le dijo que la falta de dinero no era un impedimento. El enganche era de 5 000 pesos, pero el jefe de ventas de Homex estaría dispuesto a ofrecerle a Hilda un préstamo personal para cubrir el costo. La vendedora le dijo también que podía optar por “facilidades” adicionales si marcaba la casilla de “madre soltera” en su solicitud de hipoteca. Hilda le contestó que estaba casada y que no tenía hijos, pero la vendedora le aseguró que eso tampoco importaba. Hilda aceptó el préstamo para el enganche y solicitó un préstamo hipotecario como madre soltera. Ese mismo día su solicitud fue aprobada por Crédito y Casa, una empresa prestamista que era propiedad de la constructora, Homex.

Hilda se convirtió en propietaria formal de una vivienda al firmar un contrato de compraventa y al comprometerse a pagar un préstamo hipotecario. Apresurada por aprovechar la oportunidad, no leyó bien el contrato, como tampoco lo hizo nadie de su confianza. Al firmar, Hilda recibió un calendario que enumeraba los pagos mensuales y las tasas de interés, que parecían fijas a 30 años. Sin embargo, en letra pequeña se ocultaba un factor clave: el préstamo estaba vinculado a un índice llamado unidades de inversión (UDIS), que se basa en el Índice Nacional de Precios al Consumidor (INPC). Entre enero de 2005 y enero de 2019, el índice de UDIS aumentó 76.22% (Banco de México, 2019) y asimismo aumentó el capital que debía Hilda. Al mismo tiempo que aumentaban las mensualidades de Hilda, crecían los problemas de la pareja para cumplir con los pagos, lo que provocaba que los intereses, las comisiones y las multas se elevaran sin límite ni regulación.

El préstamo de Hilda no tiene límites de por vida para el aumento de las tasas de interés y, tras años de pagos y cuotas, Hilda apenas ha abonado al capital adeudado. La precariedad de su propiedad la ha sorprendido y, sobre todo, la confunde. Hilda había entendido que el enganche era el comienzo de una compra. Se había asegurado de reembolsarlo puntualmente al jefe de la vendedora. Hilda había creído que la tabla de amortización estaba en pesos, no en UDIS, un valor que aún le cuesta entender del todo, así como no entiende por qué los pagos que ha hecho a lo largo de los años no han sido “reales”. ¿Por qué no han contribuido estos pagos al finiquito de su casa? Cuando le pedimos que nos narrara su experiencia como propietaria, se apresuró a relatarnos cómo, durante la primera semana que su familia habitó en Hacienda Santa Fe, su casa fue allanada y vaciada mientras la familia dormía. Este suceso le parece ahora simbólico: “Debí de haber sabido que así iba a ser”.

Hilda perdió su trabajo al año de mudarse a Hacienda Santa Fe. La distancia a la ciudad era demasiado grande y el transporte público era escaso. Cuando la conocimos, Hilda llevaba 13 años sin recibir remuneración por un trabajo estable. Ahora intenta obtener ingresos vendiendo zapatos y maquillaje por catálogo, pero insiste en que no puede mantener un empleo porque no tiene a nadie que la ayude con sus dos hijos. Aunque Ricardo sigue trabajando como obrero en la industria de la construcción, su ingreso semanal promedio de 1 000 pesos sitúa al hogar de cuatro miembros por debajo de la línea de pobreza extrema calculado para contextos urbanos (Coneval, 2019). Para llegar a fin de mes mientras paga, o intenta pagar, su préstamo hipotecario, Hilda pide dinero prestado en distintas empresas crediticias. Entre estas se incluye el Monte Nacional de Piedad, en el cual Hilda es considerada “cliente platino” porque tiene una “cuenta abierta” (es decir, una deuda creciente) desde hace 10 años. También recurre a los sistemas piramidales de préstamos colectivos organizados por Banca Afirme, un banco mexicano especializado en microcrédito que recibe subvenciones gubernamentales e internacionales en pro de la inclusión financiera. Todos estos préstamos superan con creces los 100 puntos de tasa de interés anual, sin contar las comisiones de transacción y las multas.

La sobrevivencia y reproducción social de Hilda y Ricardo también se basan en las adquisiciones que hacen a mediano plazo en tiendas de muebles y electrodomésticos. Así han adquirido los bienes que poseen, y también los que han perdido por robo pero que aún tienen que pagar. Entre estas tiendas destaca Coppel, una enorme empresa mexicana que, según Deloitte, figura entre los mayores minoristas del mundo en ingresos. Al igual que la empresa que le vendió a Hilda su casa, Homex, el modelo de negocio y el éxito de Coppel se basan en la concesión de créditos fáciles a alto interés. Entre 2007 y 2009, Grupo Coppel fue dueño de Crédito y Casa, la empresa que originalmente emitió la hipoteca de Hilda (Escobar González, 2020).

Cuando le preguntamos a Hilda si podía recurrir a sus vecinos en caso de necesitarlo, ella se rio y nos explicó que sus vecinos no tenían ni el deseo ni la capacidad de ayudar, y que esta situación era recíproca. Aunque se ven todos los días, Hilda insiste en que no conoce a sus vecinos ni confía en ellos. Tampoco considera que su experiencia forme parte de una situación compartida. Argumenta que, más allá del clima de delincuencia e inseguridad que ha llegado a caracterizar a Hacienda Santa Fe, el problema es que ella y sus vecinos “nunca [se conocieron] realmente”. Las casas preconstruidas que les fueron asignadas al azar mediante contratos individuales no fueron ni causa ni resultado de un esfuerzo colectivo, y sus crecientes deudas y progresivo empobrecimiento han mermado sus capacidades y voluntades sociales. Tras 14 años de convivencia, interacción y sometimiento a circunstancias similares, Hilda seguía sintiéndose sola en su barrio. Su vida cotidiana gira en torno al miedo al desalojo. Su deuda se ha multiplicado debido a que, desde un inicio, se retrasó en los pagos de la hipoteca y el índice base sigue creciendo. Aunque ella creía que había adquirido la propiedad de una vivienda, ahora se siente una inquilina e idealiza los días en los que la gente como ella podía construir una casa propia.

En la soledad de sus hogares, los vecinos de Hilda coinciden con este sentimiento. Los beneficiarios de la inclusión financiera mexicana definen sus propiedades como “otra renta” o una “droga” que nunca terminan de pagar.

 

Conclusión: una mejor política de vivienda

La sobrevivencia de las personas de escasos recursos es un fenómeno que ocurre al interior de los hogares y las casas, pero que comienza con el acceso a la vivienda. Una casa es tanto una vivienda como un nexo de amor, conflicto, negociaciones y actividades económicas que constituyen los medios de subsistencia. Una casa es la base de la existencia material, económica, social y emocional de las personas y, a la vez, origen y reflejo de los modos de vida de las sociedades. En las últimas décadas, los medios para adquirir una vivienda para los pobres urbanos de Guadalajara pasaron de la autoconstrucción mediante ahorros, redes horizontales de confianza y ayuda mutua, a las hipotecas y los microcréditos que derivan de relaciones verticales con instituciones financieras opacas. Estas instituciones financieras operan en nombre de la inclusión para incrementar sus ganancias en los mercados primarios y secundarios.

Este cambio es parte de otras transformaciones sociales a las que se adaptan y ajustan los hogares pobres de México. Desde las crisis de los años ochenta y noventa, el trabajo se ha vuelto más precario y escaso. Los ingresos laborales han disminuido y han perdido poder adquisitivo. Las personas tienen menos capacidad y voluntad para mantener a familiares y amigos mediante la colaboración. Sin embargo, las continuidades prevalecen. Los pobres urbanos siguen necesitando una política de vivienda que les permita romper el círculo de la pobreza, y no que los empobrezca más. Las mujeres necesitan un empoderamiento auténtico, no la usura en su nombre. Las ciudades requieren planificación e inversión para evitar que las generaciones futuras se enfrenten a otra nueva periferia.

Como ha argumentado Peter Ward (2015), es necesario que los gobiernos inviertan en la rehabilitación y el desarrollo de las antiguas barriadas, que ahora son colonias consolidadas en el “anillo intermedio” de las ciudades. Estos lugares han sufrido procesos de deterioro en su infraestructura y vivienda en las últimas décadas (2015), y también han vuelto a la informalidad a través de procesos de sucesión intestada. Sin embargo, estos lugares siguen siendo una opción más sustentable, atractiva y conducente al bienestar para los grupos domésticos pobres cuando se les compara con los más recientes desarrollos inmobiliarios periurbanos basados en la deuda (Duhau, 2014). Aun así, la inversión, la rehabilitación y el desarrollo de estas antiguas barriadas no serán soluciones suficientes al problema de la vivienda en México.

En primer lugar, es fundamental que el gobierno de México se enfoque de forma prioritaria en mejorar las vidas de millones de personas que fueron afectadas por la liberalización del crédito a partir del 2001 y que siguen viviendo en los desarrollos inmobiliarios que de ésta surgieron. La reforma más reciente a la Ley del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), que fue aprobada a finales de 2020, y el programa de Responsabilidad Compartida, implementado a partir de 2019, han sido un buen comienzo. Esta reforma permite que los derechohabientes del Infonavit usen sus créditos para la compra de suelo a través del programa Crediterreno, o para financiar la construcción de una casa en un predio propio con el programa ConstruYO. Ambas iniciativas hacen un esfuerzo por desligar la política de vivienda del Infonavit de los intereses especulativos, económicos y políticos de las grandes empresas constructoras de vivienda del país. Por otro lado, el programa de Responsabilidad Compartida permite que los actuales deudores del Infonavit conviertan sus créditos otorgados con base en Veces Salario Mínimo a pesos, desvinculándolos así de ajustes por inflación, y promete además una reducción a las tasas de interés (Martínez Velázquez, 2023).

Sin embargo, muchos de los afectados por la liberalización del crédito hipotecario en México no son derechohabientes del Infonavit. Como Hilda, son trabajadores del sector informal con ingresos inferiores, intermitentes y sin prestaciones que experimentan una mayor vulnerabilidad cuando se les compara con sus contrapartes derechohabientes. Estas personas compraron casas en los desarrollos inmobiliarios de la nueva periferia a través de créditos hipotecarios usureros otorgados por empresas crediticias privadas y no reguladas. Por lo tanto, es fundamental que el gobierno de México implemente una política de regulación a la industria no-bancaria del crédito en general, así como programas de reestructuración y condonación de la deuda privada con la que actualmente cargan las mayorías de escasos recursos de México. Esta creciente deuda no sólo merma las capacidades y agudiza la pobreza de los grupos domésticos pobres, sino que también genera una recesión estructural desde abajo al agotar la liquidez de los mexicanos. En los últimos años, la industria de la inclusión financiera se ha expandido, no contraído, y sigue operando con tasas de interés y cuotas extraordinariamente altas y no reguladas. En un país en el que la mayoría es pobre, la liberalización del crédito privado en nombre de la inclusión ha venido a complementar e incluso sustituir los menguantes salarios y el poder adquisitivo de las mayorías. Pero esto, claro está, no es ni sostenible ni inteligente a mediano y largo plazo. Los pobres necesitan vivienda que no los lleve a la bancarrota, así como necesitan trabajo bien remunerado y no créditos usureros.

Finalmente, es importante que el gobierno de México elabore e implemente un plan de desarrollo nacional apartidista y a largo plazo que vincule la política de vivienda con políticas industriales, laborales y urbanas. En pocas palabras, las personas de escasos recursos de este país no tendrán una vivienda digna si no tienen un buen trabajo y no habitan ciudades planeadas y reguladas. En nuestra opinión, esta vinculación de políticas implicaría expandir la política de vivienda del estado más allá de las capacidades y jurisdicciones del Infonavit, el Fondo de la Vivienda del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (Fovissste) y el Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas Mexicanas (issfam), dándole así más poder de vinculación y recursos a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu). Es necesario que los trabajadores pobres urbanos tengan opciones de vivienda digna impulsada por el Estado más allá de su posible derechohabiencia a los grandes institutos y fondos para la vivienda a través del trabajo en sectores específicos. Esto debe incluir opciones de renta controlada, con cuidado de no caer en el modelo estadounidense de la “voucherización” como sustituto de vivienda asequible, ahora tan problemático en Brasil (véase Freire Santoro, 2022). Los vouchers son en último término un subsidio a los capitales e individuos privados que ya son propietarios de bienes raíces, llevan al alza de las rentas no reguladas y no constituyen un beneficio real para los grupos domésticos pobres con necesidad de una vivienda digna y estable. México tiene la capacidad institucional y creativa para generar sus propias soluciones a los problemas del desarrollo en el campo de la vivienda y más allá, y no necesita importar modelos extranjeros que han resultado tan fallidos como insidiosos. El bienestar de todos los mexicanos depende de esto.

 

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Recibido: 19 de julio de 2023
Aceptado: 29 de julio de 2024

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