Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Femicides in Mexico and the moral performatization of violence

Andrés Rincón Morera*

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*Antropólogo y Magíster en Estudios Políticos por la Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, México. Programa de Becas Posdoctorales en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Becario del Instituto de Investigaciones Sociales, unam, asesorado por la doctora Marcela Meneses Reyes. Temas de especialización: violencia urbana, conflicto armado y memoria, simbología y narrativas sobre la violencia. orcid: 0000-0003-4874-3076.

 

Resumen: Con base en los principales postulados de la Teoría de la Esfera Civil y la Pragmática Cultural, se propone un modelo de análisis para comprender la forma en que casos puntuales de feminicidio llegan a constituirse en hechos sociales significativos y performances morales. Empíricamente, se analiza en profundidad el caso de Ingrid Escamilla, la manera en que se posicionó en la opinión pública, cómo se constituyó en un fenómeno que concitó múltiples disputas normativas de corte moral y la forma en que se construyó simbólica y narrativamente, poniendo en escena diferentes imputaciones acusatoriales entrecruzadas fundamentadas en diferentes códigos simbólicos.

Palabras clave: Ingrid Escamilla, feminicidios, performance moral, violencia, Teoría de la Esfera Civil, Pragmática Cultural.

Abstract: Based on the main postulates of the theory of the civil sphere and cultural pragmatics, a model of analysis is proposed to understand how specific cases of femicide become significant social facts and moral performances. Empirically, the case of Ingrid Escamilla is analyzed in depth, observing how it was positioned in public opinion, how it became a phenomenon that raised multiple normative disputes of a moral nature and how it was symbolically and narratively constructed, staging different intertwined accusatory imputations based on different symbolic codes.

Keywords: Ingrid Escamilla, femicides, moral performance, violence, civil sphere theory, cultural pragmatics.

 

El 11 de febrero de 2020 circularon en algunos medios impresos de nota roja de la Ciudad de México fotos explícitas del feminicidio contra Ingrid Escamilla. En periódicos como Pásala y La Prensa se difundieron en primera plana imágenes de los gravísimos daños perpetrados contra su humanidad y de la escena del delito (Monero Rapé, 2020). Aparentemente, los responsables de la filtración habrían sido funcionarios públicos (El Financiero, 2020). Los titulares que acompañaron a estas publicaciones utilizaron tanto referencias directas y sin mesura de la forma de victimización implicada, como elementos descriptivos y narrativos en que se entremezcló de forma descontextualizada y malintencionada tanto la letra del himno feminista “El violador eres tú” (popularizado por la colectiva chilena Las Tesis), y referencias a la conmemoración ad portas del Día de San Valentín: “La culpa la tuvo Cupido” (Monero Rapé, 2020).1 En otros medios, como El Gráfico, la portada se centró en imágenes sobre la detención del feminicida, entremezclando calificativos como “despiadado” o “atroz” (Lado B, 2020).

En días posteriores hubo una respuesta heterogénea y extendida por parte del movimiento feminista: desde campañas en redes sociales buscando dignificar el recuerdo de Ingrid y en clara oposición a la revictimización ocasionada por la filtración de las fotografías, pasando por la popularización de diferentes hashtags (#TodasPorIngrid, #JusticiaParaIngrid y #IngridEscamillaChallenge, entre otros), siguiendo con múltiples demostraciones pacíficas (Espinosa, 2020) y llegando hasta la acción directa contra algunas instalaciones gubernamentales y de los medios arriba señalados (Alavez, 2020). En este marco, se difundieron ampliamente consignas centrales como “México Feminicida” o “Estado Feminicida”, se exigió justicia y celeridad en la procuración de justicia, a la vez que se enarboló un mensaje extendido de sororidad: “Ingrid somos todas” (Bucio, González y Morales, 2020).

En este contexto, el feminicidio de Ingrid se sujetó a dos facetas convergentes. Por un lado, se simbolizó como un caso que “conmocionó”, “sacudió” e “indignó” a México (El Universal, 2020a), perspectiva apoyada en un proceso de simplificación simbólica fundamentado en la producción, reproducción y circulación de múltiples calificativos centrados en una reacción tanto de aversión moral, como de indignación: “repugnante” (Barrales, 2020), “brutal” (Buendía Hegewisch, 2020a), “monstruoso” (Lozano, Javier, 2020) y “atroz” (Infobae, 2020). Por otro lado, sin embargo, se configuró como un campo simbólico en disputa que se dinamizó a partir de, por lo menos, tres microepisodios sustantivos que se detallan más adelante. En ellos se debatió la naturaleza del feminicidio en México y las circunstancias de victimización de Ingrid, se criticó el papel del Estado, la postura presidencial y la actitud revictimizante de los medios de comunicación. En contraste, se polarizó la opinión pública respecto al rol y la autonomía del movimiento social feminista y de las mujeres. La pregunta que subyace, consecuentemente, es: ¿cómo, en medio de una disputa normativa continuada y de la recurrencia de esta forma de victimización, el feminicidio de Ingrid Escamilla se constituyó como un hecho social significativo en la opinión pública mexicana?

Para abordar estos aspectos, el presente artículo se estructura en tres apartados: primero, se explicita el enfoque analítico y metodológico. En segundo y tercer lugar, se aborda la configuración episódica del feminicidio de Ingrid Escamilla como un performance moral y un hecho social significativo, enfatizando las dimensiones de extensión cultural incorporadas en diferentes construcciones narrativas y simbólicas. Finalmente, se discuten los principales postulados utilizados para conceptualizar la noción de feminicidio, argumentando en favor de complementar su comprensión bajo una perspectiva performativa.

 

Perspectiva argumentativa y metodológica central

El presente texto se estructura a partir de una afirmación central: ambas dimensiones (imputación de lo ocurrido como un hecho conmocionante y condensación de una intensa disputa simbólica y narrativa) son reflejo de la configuración del feminicidio de Ingrid Escamilla en la opinión pública como un hecho socialmente significativo. Este proceso sociocultural está relacionado, fundamentalmente, con su producción y reproducción simbólica como un performance moral en el que convergen y se vehiculizan profundas problematizaciones públicas sobre los constructos morales de la esfera civil, las esferas no civiles y el aparato institucional mexicano. En otras palabras, se argumenta que la disputa pública generada alrededor de este feminicidio y, fundamentalmente, las disímiles interpretaciones sobre su inscripción social e institucional generaron un espacio contingente simbólico caracterizado por la liminalidad.

Esto es, en un extremo, un escenario socio-simbólico de indeterminación en el que las narrativas y actuaciones tanto de los actores institucionales como del movimiento de las mujeres, principalmente feminista, fueron sometidas a un profundo escrutinio de verosimilitud. Como se verá más adelante, esto significa, fundamentalmente, que se les ha imputado como inauténticas y, principalmente, ancladas en intereses políticos sesgados, mediando la contaminación simbólica de los diferentes actores y sus discursos. En otro extremo, constituye un escenario donde circularon múltiples imputaciones entrecruzadas, poniendo en escena dos tipos de discursividades confrontadas: de un lado, alineadas con la figura presidencial y la perspectiva de reparación civil prometida por el proyecto político de la Cuarta Transformación (4T),2 que, como se argumenta más adelante, constituye una deriva patrimonialista y corporativista instalada en el régimen político mexicano (Arteaga y Arzuaga, 2018). Por otro lado, están asentadas tanto en reclamaciones de respuestas democráticas como de exigencia de reparaciones civiles claramente establecidas en una perspectiva de género inclusiva y de corte feminista.

 
Parámetros argumentativos y teórico-metodológicos centrales

Para sustentar el argumento central nos apoyamos en cinco aspectos teórico-metodológicos convergentes. En primer lugar, es importante reconocer que, al igual que otras expresiones humanas, ciertas formas de violencia llegan a adquirir una relevancia social considerable. Esto sucede porque se convierten en el foco central de interpretaciones y significados en diversas mediaciones y espacios sociales, especialmente en la opinión pública. Desde esta perspectiva, sugerimos que un hecho violento adquiere significación social, o se construye simbólicamente como tal, porque logra reunir una serie de recursos metafóricos en su interpretación. Además, se ve rodeado y dinamizado por un conjunto de externalidades culturales a través de su amplia difusión en los medios, lo que moviliza distintos parámetros de significado y genera múltiples disputas interpretativas.

Es decir, hay ciertas victimizaciones que logran trascender el orden social y moral de una forma tal, que no pueden llegar a narrarse y simbolizarse como actos de “violencia normal” (Gerster, Krämer y Ziegler, 2015). Esto implica analizar varios aspectos. Por un lado, cómo estas violencias activan diferentes perspectivas morales en disputa sobre un conjunto de valores que se consideran fundamentales para la sociedad (Tognato, 2015). Por otro lado, examinar el proceso mediante el cual se convierten en referentes de significado y símbolos predominantes, a pesar de estar cargados de múltiples significados. Y, finalmente, entender cómo configuran simbólicamente la realidad social, llegando a ser un punto de referencia para la interpretación de otros hechos sociales.

En segundo lugar, apoyándonos en los principales postulados de la Pragmática Cultural (Alexander, 2006a), consideramos que la razón por la cual ciertos actos violentos se vuelven socialmente significativos radica en su configuración como un performance moral. Por un lado, estos actos se convierten en un drama social, similar a cualquier otro performance social (Ibid.). Estos dramas sociales pueden entenderse como “ocasiones en las que, como cultura o sociedad, nos reflejamos y definimos, dramatizamos nuestros mitos colectivos y nuestra historia” (MacAloon, 1984). Por otro lado, estos actos son simbólicamente configurados como manifestaciones que transgreden y cuestionan los constructos morales, tanto en su ethos (la dimensión evaluativa de la moral) como en su cosmovisión (la visión del mundo proporcionada por la moral) (Geertz, 2017). Este enfoque nos permite entender cómo ciertos actos violentos adquieren una relevancia que trasciende lo inmediato, reflejando y poniendo en tensión los valores y las creencias fundamentales de la sociedad.

En tercer lugar, al igual que con cualquier otro performance social, es esencial entender la relación entre los modos de representación simbólica y la verosimilitud de una manifestación pública, lo que permite que se considere auténtica o inauténtica (Alexander, 2006a: 6). Esto implica tanto un fenómeno de extensión cultural (la fusión efectiva de las matrices culturales y los guiones emergentes que se ponen en escena a través de una acción), como de identificación psicológica, en la que el público se convence de la verosimilitud del performance al identificarse con los actores y los significados desplegados (2006a: 29, 59).

Es decir, consideramos que los actos catalogados como violencia en general, y como feminicidio en particular, que logran convertirse en hechos sociales significativos, despliegan un complejo conjunto de situaciones que movilizan diversas valoraciones morales públicas sobre la credibilidad de los actores, la sociedad y las autoridades encargadas de su control. En el caso particular de los feminicidios, estos actos no sólo visibilizan la violencia extrema contra las mujeres, sino que también ponen en evidencia la asimetría de las relaciones de género. Cuestionan los órdenes patriarcales presentes en las instituciones civiles y no civiles, así como en el ámbito comunicativo de la esfera pública. Además, estos hechos resaltan la circulación de narrativas y símbolos que justifican y perpetúan las desigualdades y violencias contra las mujeres.

En cuarto lugar, entendemos que la configuración de estas matrices, guiones y significados puede ser mejor comprendida a través de los principios de la Teoría de la Esfera Civil (TEC). Desde esta perspectiva, el discurso de la esfera civil se concibe como un conjunto de estructuras binarias. Estas estructuras se configuran tanto en la demanda de inclusión, codificadas a partir de diversas narrativas sobre justicia y libertad (marcadas con la etiqueta de lo civil), como en la identificación de lo que debe ser excluido (simbolizadas como anticiviles) (Alexander, 2006b: 34). Este código se organiza en tres niveles. Primero, los motivos de los actores, que se configuran a partir de la antinomia entre cualidades consideradas civilizadas y sagradas (como el activismo, la autonomía, la racionalidad, la calma, el control y la cordura) y características vistas como anticiviles (como ser pasivo, dependiente, irracional, histérico, excitable, salvaje, distorsionado y loco). Segundo, las relaciones sociales, en las que se supone que las personas motivadas democráticamente serán vistas como capaces de “formar relaciones sociales abiertas más que secretas” (2006b: 58). Por último, se considera que, frente a relaciones y motivos vistos como irracionales y marcados por la desconfianza, es probable que las instituciones resultantes sean interpretadas como arbitrarias (Ibid.).

En el ámbito de lo social, la esfera civil establece interacciones complejas con múltiples esferas no civiles (Alexander y Tognato, 2018). Tales interacciones acarrean disputas, contrastes o superposiciones entre discursos de membresía asentados en el código de la esfera civil y códigos no civiles (Tognato, 2018). En el caso mexicano, presuponemos que estas construcciones narrativas están mediadas, principalmente, por la interacción de dos tramas discursivas precisas donde convergen diferentes códigos simbólicos.

En un extremo, tenemos un discurso civil que se configura a partir de la Revolución Mexicana y los procesos de liberalización política que le siguieron. Esta narrativa se entrelaza con una construcción simbólica patrimonialista que surgió durante la consolidación de un régimen político corporativista y autoritario (Arteaga y Arzuaga, 2018: 19, 23). Esta configuración también es de carácter heteropatriarcal. Este conjunto discursivo se basa en el despliegue de un poder simbólico donde la autoridad y la jerarquía se sacralizan en la figura presidencial, vista como el eje de consolidación moral del poder (2018).

En el otro extremo, encontramos conjuntos de narrativas civiles y no civiles, entremezcladas con apuestas políticas de diferente alcance, basadas en diversas perspectivas feministas (institucionalistas, lesbofeministas, feminismo negro, entre otras). Estas narrativas exigen una ampliación real y efectiva de derechos, cambios sustantivos y radicales en el orden social e institucional, nuevos roles de género y, de manera crucial, una reivindicación clara de libertad, justicia y seguridad en todas las esferas de la vida social, incluido el ámbito público. También promueven nuevas formas de solidaridad y sororidad.

Finalmente, desde la perspectiva teórico-metodológica aquí adoptada se asume que la unidad de análisis central está constituida por la opinión pública. Una mediación sociocultural compuesta por diferentes esferas de circulación textual, discursiva y simbólica que, a su vez, condensa múltiples disputas valorativas sobre los hechos en cuestión. Metodológicamente, se sistematizó la narrativa hallada en diferentes espacios de opinión y editoriales de los principales medios digitales noticiosos de México: se analizaron en AtlasTi más de 145 columnas de opinión seleccionadas de los principales medios noticiosos de orden nacional y local, entre los que se encuentran El Universal, Reforma, Aristegui Noticias, Milenio, Animal Político y La Jornada. El barrido sistemático de información en estos medios cubrió entre el 11 de febrero de 2020 y el 30 de junio del mismo año, recuperando todas las columnas de opinión encontradas en los respectivos buscadores de los medios señalados, dada su variabilidad en materia de posiciones ideo-políticas en sus columnistas.

 
Marco problematizador y de debate

Desde la perspectiva analítica adoptada, el presente artículo busca aportar diferentes vertientes explicativas al campo del análisis sobre las violencias contra las mujeres. En este sentido, múltiples abordajes han realzado la estructuración de tradicionalismos y conductas violentas contra las mujeres como resultado de la correlación entre el estigma estructural basado en género, diferentes opresiones sociales, sus trayectorias vitales y las múltiples configuraciones subnacionales (Bardall, Bjarnegård y Piscopo, 2020).3 Se ha insistido en su asociación a circularidades y continuos de violencia donde se profundizan las modalidades de daño sexual, psicológico o físico, su ligazón a la reproducción de asimetrías de género y la repetición de prácticas transgresoras de la integridad y la dignidad (Cheyenne, 2015). En este marco, se ha ligado el exceso feminicida a la devaluación social generalizada de las mujeres, las respuestas misóginas a sus logros, su potenciación vinculada a otras desigualdades y como expresión abierta de soberanía del poder masculino y patriarcal (Cobo, 2011; Salgado, Blancas y Vázquez, 2013; Segato, 2016; Amorós, 2019).

En este escenario, los feminicidios han sido interpretados, entre otras aproximaciones, como expresiones de la socialización en entornos primarios, principalmente la familia (Fakunmoju, 2018), el resultado de subculturas de violencia (Palmer, McMahon y Fissel, 2021) y roles de género asimétricos (Özdikmenli-Demir, 2014), consecuencia de la estructuración de tradicionalismos y conductas violentas resultantes de la correlación entre el estigma estructural basado en género y diferentes opresiones sociales, junto con otras variables tanto a nivel de las trayectorias vitales de las mujeres como de configuraciones subnacionales (Piedalue et al., 2020). En estas perspectivas, el exceso feminicida ha sido interpretado como resultado de la intencionalidad de control del cuerpo de las mujeres y su vida sexual (Adinkrah, 2021), prácticas misóginas (Wattis, 2017), celotipia (Edelstein, 2018), ordenamientos culturales en los que se entrecruzan diferentes jerarquías sociales (Sørensen, 2018), la naturalización de la violencia, la falta de protección estatal y la multivariación de la violencia (Walsh y Menjívar, 2016).

Parafraseando a Michel Misse (2016), es factible aseverar que en cada una de estas perspectivas subyace un sesgo conceptual de lo que se entiende por “violencia” donde, dado el recorte del objeto, supone dar relevancia a una dimensión de análisis, pero deja tras bastidores aspectos sustanciales de interpretación. En los enfoques donde se priorizan las estructuras, el sujeto se desvanece, la acción es un epifenómeno y las violencias contra las mujeres constituirían una variable dependiente del contexto. En contraste, cuando se da prioridad a la dimensión relacional y subjetiva, el orden se disipa, sin la posibilidad de comprender las tramas socioculturales en las que se involucra la agencia de los actores y la manera en que las manifestaciones de violencia de género se encuadran en contextos socioculturales específicos. Por lo tanto, consideramos que el enfoque aquí propuesto puede aportar nuevos derroteros para la comprensión sobre la inserción social de los feminicidios.

 

La dimensión contingente: el feminicidio de Ingrid Escamilla como un campo simbólico en disputa

El concepto de feminicidio ha adquirido tal relevancia en el mundo contemporáneo, que no sólo se ha posicionado en el ámbito académico y político a la hora de pensar las violencias contra las mujeres, sino también las dimensiones de política pública necesarias para su prevención y erradicación (Frías, 2023). Además, como se argumenta en el presente artículo, se ha posicionado en la opinión pública para comprender las formas letales de violencia contra las mujeres, llegando a rodearse de múltiples y diversas significaciones en los más variados ámbitos comunicativos e institucionales de la esfera civil. En consecuencia, en este apartado se argumenta en favor de concebir la noción de feminicidio desde una dimensión performativa: una categoría sujeta a variados marcos interpretativos, demarcaciones e incluso disputas de sentido.

 
El feminicidio: contrastes discursivos

En primer lugar, el debate público sobre el feminicidio de Ingrid Escamilla estuvo rodeado de un conjunto de apreciaciones y calificativos que buscaron asir y comprender los contornos de lo acontecido, que se anclaron en una consigna y dimensión política fundamental: “¡No fue homicidio, fue feminicidio!” (Morales, 2020). Esta perspectiva, sin duda, se ancló en su definición conceptual genérica (“el asesinato de una mujer por el simple hecho de ser mujer”) (Ramos, 2020), para luego dotarse de todo un marco referencial, narrativo y simbólico polisémico. Por esta vía, anudó la citación de feminicidios igualmente cruentos acontecidos en México, como reflejo de la violencia extendida contra las mujeres en el país (El Universal, 2020b).

En segundo lugar, se rodeó de diversos calificativos, así como de múltiples metáforas que sirvieron para asignarle un lugar en el entramado social. Se catalogó como un hecho que puso en evidencia el encadenamiento del feminicidio a múltiples violencias, su repetición y circularidad, así como su acumulación progresiva (Zamarripa, 2020). Un suceso que constituiría la expresión inacabada de un conjunto de dinámicas violentas en que se ha desvalorizado y deshumanizado a las mujeres (Tello Arista, 2020). En consecuencia, se simbolizó como un hecho emblemático que enviaría a la sociedad mexicana un mensaje evidente: “Si alguien tenía dudas de que los feminicidios existen [...] el caso de Ingrid Escamilla [...] bastaría para convencer a cualquiera” (Volpi, 2020).

En tercer lugar, la caracterización de lo acontecido pasó tanto por una reflexión de la magnitud del fenómeno en cuestión como por reflexiones sucintas respecto a sus cualidades intrínsecas. Por un lado, una buena parte del encuadre reflexivo partió del realce sobre los indicadores de los delitos contra la vida e integridad de las mujeres (Espinosa, 2020). Se enfatizó la cantidad absoluta de mujeres victimizadas, las inconsistencias asociadas a la tipificación de estos delitos, la recurrencia de formas de victimización conexas y las dificultades en la procuración de justicia (García, 2020).

Por otro lado, se insistió sobre la necesidad de superar la dimensión cuantitativa: “detrás de estos números hay historias de dolor” (Tello Arista, 2020). Consecuentemente, se advirtió que Ingrid y otras mujeres se habían convertido en símbolos de la violencia, justamente, por escapar a la frialdad y al anonimato de las estadísticas (Sarmiento, 2020b). En este sentido, las violencias contra las mujeres se calificaron como una “crisis” (Ancira Ruiz, 2020), una “pandemia” (Barrales, 2020), una “violencia barbárica” (Hernández, 2020) y, de manera convergente, como una “monstruosa” (Zavaleta, 2020) y “trágica” realidad (El Universal, 2020c), entre otros. En este marco, se advirtió que en México “ser mujer es sinónimo de inseguridad” (Pérez García, 2020).

 
Microepisodios de disputa simbólica y normativa

Consecuentemente, la configuración del feminicidio de Ingrid como un hecho social significativo dinamizó un campo simbólico en la opinión pública en el que se discutió ampliamente la naturaleza de esta forma de victimización, las medidas públicas para su contención, la actitud gubernamental de cara a las víctimas y las manifestantes y, no menos, el rol tanto de los partidos políticos no oficialistas como del movimiento social feminista. En este contexto se instituyó una suerte de línea divisoria. En un extremo, se advirtió intencionalidad política de desestabilización en que tanto el feminicidio específico de Ingrid, como la forma de victimización en general, era utilizado con un sentido de desestabilización política. En otro extremo, se esgrimieron profundos cuestionamientos hacia el papel gubernamental en la materia, delineando un escenario público en el que se debatieron sus posturas políticas y sus respuestas públicas. Tres microepisodios de debate relacionados condensaron y ampliaron este conjunto de disputas normativo-morales, cada uno de los cuales se referencia a continuación.

 

La tipificación penal del feminicidio, debatida

El primer microepisodio se activó a raíz de la propuesta del titular de la Fiscalía General de la República, Alejandro Gertz Manero, para reformar el delito de feminicidio. En la Mañanera del 10 de febrero argumentó que había sido tergiversado, sosteniendo que el “género es el homicidio” (quitarle la vida a alguien) y dentro de éste se encontraban “especies” (variantes) como el “parricidio, el filicidio y el feminicidio”, que deberían tener mayor protección y visibilización para mejorar la atención de poblaciones vulnerables. Adicionalmente, indicó que, manteniendo la autonomía de este delito, su tipificación debería ser más sencilla para mejorar la protección. Ante la insistencia de las y los periodistas, el presidente Andrés Manuel López Obrador pronunció una frase fuertemente criticada: “No quiero que el tema sea nada más lo del feminicidio” (Gobierno de México, 2020). Y prosiguió señalando que se aprovechaba “cualquier circunstancia” para manipular, difamar y distorsionar (Ibid.).

En un extremo, en este microepisodio se activaron una serie de narrativas de corte patrimonialista apoyando y defendiendo la postura del ejecutivo. Tal como afirman Nelson Arteaga y Javier Arzuaga (2018: 19), desde esta perspectiva las disidencias son tipificadas no sólo como una oposición franca al orden moral, sino al orden instaurado por el proyecto de “reparación civil inspirado y legitimado por la Revolución Mexicana”, del cual la 4T sería su continuidad y profundización (Lopezobrador.org, 2021). Consecuentemente, se argumentó que el presidente nunca pronunció la frase “No quiero que los feminicidios opaquen la rifa del avión presidencial”, tal como circuló en algunos medios (Arreola, 2020). Esto no solamente se tomó como deformación intencional del discurso presidencial, sino como “proyectil” contra su figura (Diario de Yucatán, 2020).

De manera complementaria, esta perspectiva narrativa se articuló tanto con un sesgo de género de corte heteropatriarcal como con una imputación anticivil en la que se adujo que la figura del feminicidio impedía contar con una estrategia efectiva para disminuir las agresiones contra las mujeres y que, por lo demás, no había probado ser una superación de la impunidad (Sarmiento, 2020a). En este marco, se advirtió que “denostar” como “machista” a quien propone una solución distinta constituía una “estrategia que buscaba evitar la discusión racional” (Ibid.). En este sentido, voces de personalidades políticas, como el diputado de Nuevo León, Juan Carlos Leal, adujeron que el concepto de feminicidio es una “falacia”: estigmatizaría a los hombres, habría generado un tratamiento desigual entre éstos y las mujeres víctimas de homicidio, y sería un vehículo de discriminación (Alanís, 2020).

En otro extremo, por el contrario, se reprodujeron un conjunto de imputaciones anticiviles contra esta iniciativa, calificándola como incongruente, irracional y antidemocrática para las mujeres, así como permeada por arreglos de género que reproducirían asimetrías e inequidades. Por ejemplo, un sector de la opinión pública advirtió que esta respuesta gubernamental constituía una política incoherente para enfrentar el crecimiento del feminicidio (Armengol, 2020). Incorporaría una clara intencionalidad negacionista, dado que la categorización como “homicidio doloso” ocultaría la profundidad, la magnitud y el impacto de las violencias contra las mujeres: “esa categoría es como una fosa común” (Ramos, 2020). Reflejaría una clara relativización del tema en la agenda presidencial y, por ende, expondría las múltiples inconsistencias gubernamentales en la materia (Pérez García, 2020).

Se adujo entonces que la iniciativa del fiscal reproduciría el marco de impunidad reinante. Por lo mismo, se advirtió que partía de una premisa falsa, pues los homicidios en general siguen presentando un margen reducido de resolución, a la par que eliminaría la posibilidad de incorporar la perspectiva de género en la investigación ministerial (Volpi, 2020) y dificultaría la consecución de un protocolo eficiente para tipificar y castigar este delito (Armengol, 2020). Paralelamente, se advirtió que la respuesta presidencial era fiel reflejo de su desdén hacia las víctimas: “¿Acaso Ingrid es cualquier circunstancia?” (Ibid.). En suma, se adujo como parte de un pacto patriarcal: “Cómplices los feminicidas y misóginos” (Ibid.).

 

Un decálogo cuestionado

El segundo microepisodio se dinamizó en la Mañanera del 14 de febrero. Ante la insistencia de la reportera Verónica Villalvazo sobre el mensaje presidencial para los grupos feministas que se encontraban protestando a las afueras de Palacio Nacional, la ausencia de una fiscalía especializada para el tema del feminicidio a nivel federal y la falta de claridad sobre la violencia contra las mujeres, López Obrador respondió:

Uno. Estoy en contra de la violencia [...]. Dos, se debe proteger la vida de hombres y de mujeres [...]. Tres, es una cobardía agredir a la mujer. Cuatro, es un anacronismo [...]. Cinco, se tiene que respetar a las mujeres. Seis, no agresiones a mujeres. Siete, no a crímenes de odio contra mujeres. Ocho, castigo a los responsables [...]. Nueve, el gobierno que represento se va a ocupar siempre de garantizar la seguridad de las mujeres. Diez, vamos a garantizar la paz y la tranquilidad (Presidencia de la República, 2020a).

Por un lado, no sólo se esbozaron diferentes apoyos con la postura presidencial, caracterizándose desde una perspectiva civilista, sino que además catalogaron su alocución como totalmente verosímil, todo lo cual advierte sobre la aceptación del anclaje patrimonialista (Ackerman, 2020). En consecuencia, advirtieron que este decálogo es muestra fehaciente del apoyo y solidaridad del ejecutivo con la movilización de las mujeres (Vox Populi, 2020). Por extensión, este tipo de posturas tendieron a contaminar simbólicamente al movimiento de mujeres señalándolo como dependiente y manipulable. Adujeron que la “ola feminista” había sido utilizada por los partidos de oposición con fines electorales y oportunismo (Hernández, 2020). Por lo tanto, señalaron que el mensaje presidencial había sido tergiversado intencionalmente: “la politiquería como agente contaminante” (Arreola, 2020). Se acusó entonces que los críticos actuaban desde posturas contrarias a la democracia y los valores civiles mexicanos, posicionándose tanto desde el resentimiento y la tergiversación (“ardidos”, “mentirosos”) como desde la violencia: “barras bravas [...] mandadas por opositores políticos” (Sinlineamx, 2020).

Por otro lado, sin embargo, diferentes personalidades públicas y un amplio sector del movimiento feminista advirtieron la falta de verosimilitud con la alocución presidencial: ausencia de identificación con su postura y señalamiento de una suerte de distancia entre su narrativa y la realidad social de las mujeres. Por lo tanto, se indicó que el decálogo y otras políticas en la materia se habían caracterizado por la improvisación (Rocha, 2020), la ambigüedad y los lugares comunes (Ramos, 2020). En otras palabras, se tomó como parte de una actitud antidemocrática, permeada por una orientación patriarcal inserta en la institucionalidad mexicana y enunciada desde la irracionalidad, el desinterés y el desespero. No en vano se le catalogó como un “placebo”, sin perspectiva de género y carente de “empatía” (Sierra, 2020a), una respuesta leída como reflejo de “molestia” (Rocha, 2020), “incomodidad”, “desgano”, y que evidenciaría una “politización enfermiza” del tema (García, 2020).

Estos cuestionamientos se hicieron extensivos contra la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum. Se esbozaron múltiples impu-
taciones anticiviles en las que se criticó un uso discrecional y represivo del poder para contener las protestas, así como toda una predisposición autoritaria, de cierre y silencio institucional ante lo ocurrido (Reporte Índigo, 2020). En consecuencia, algunas de las declaraciones de Sheinbaum carecieron de verosimilitud, y se le imputó una actitud de desdén en su respuesta a medios de comunicación cuando solicitaban un mensaje para las manifestantes. La frase pronunciada por la mandataria, “ahorita no”, en consecuencia, fue interpretada no sólo como continuidad de la actitud presidencial, sino como muestra de la priorización gubernamental sobre otros asuntos para mantenerse en el poder: “Un gobierno autoritario que se siente con proyecto transexenal” (Cedeño, 2020).

 

La interpretación gubernamental del feminicidio, bajo escrutinio

El tercer microepisodio se dinamizó a raíz de la localización sin vida y con graves signos de violencia del cuerpo de la niña Fátima Cecilia Aldrighetti Antón, el 17 de febrero, en la Ciudad de México. Una vez más, cuestionado sobre la postura presidencial sobre el tema, López Obrador argumentó en la Mañanera del día siguiente: por un lado, que este tipo de hechos eran producto de la “degradación”, “descomposición social” y “una crisis profunda de pérdida de valores” producida por la “política neoliberal”. Por otro lado, insistió en que son crímenes “que tienen que ver con odio [...] problemas sociales [...] familiares [...] es una enfermedad social” (Presidencia de la República, 2020b). Insistió en que su solución pasaba, entre otras cosas, por “seguir moralizando, purificando la vida pública”. Finalmente, invitó a las feministas a ejercer el derecho a la protesta de “manera pacífica” (Ibid.).

Un sector de la opinión pública esbozó su anuencia con la postura presidencial. Los feminicidios fueron interpretados como resultado de un proceso de “descomposición social” profundamente relacionado con la “corrupción”, “la complicidad de autoridades con el crimen”, “la impunidad”, “el abandono de la juventud”, “la pobreza y la marginación”, entre otros aspectos (Diario de Yucatán, 2020). Se advirtió entonces que los feminicidios eran el resultado de un proceso de larga data marcado por la “descomposición moral, económica y social” (Miguel, 2020). En esta narrativa, siguiendo a Arteaga y Arzuaga (2018), es posible identificar en primera escena aquella perspectiva según la cual la 4T sería la recuperación del proyecto de reparación civil de la Revolución Mexicana, olvidado durante el periodo neoliberal.

En un plano intermedio, a estas narrativas se les tachó de subjetivas y parcializadas. Se adujo que ante la diseminación del feminicidio se necesitaba la superación de explicaciones temerarias: “ni el neoliberalismo ni el gobierno actual” (Sierra, 2020b). En rueda de prensa, algunos legisladores y legisladoras de Morena, ante la presión pública, advirtieron, en un tono similar, que los feminicidios no se explicaban únicamente como resultado del neoliberalismo o de negligencia de las autoridades (Garfias, 2020). De manera convergente, se advirtió que si bien habían existido errores en el manejo público del caso, se presentó una reorientación del discurso y las acciones gubernamentales, resaltando el anuncio de campañas de prevención a nivel federal, el reconocimiento progresivo de la problemática y una mayor participación de funcionarias en la toma de decisiones (Levoyer, 2020).

Otro sector de la opinión pública, en cambio, criticó tanto la lectura dada a las razones del feminicidio como la actitud misma incorporada en su explicación. En consecuencia, se interpretó como resultado de una postura anticivil, sesgada, conservadora y patriarcal: “No escucha o lo ve como un asunto de la vida privada, de ahí su apelación a la moral” (Buendía Hegewisch, 2020b). Así, sus apreciaciones se consideraron provenientes de un “diagnóstico falso”: otros países con el mismo modelo económico no habrían presentado los mismos niveles de violencia contra las mujeres (Sarmiento, 2020a). No en vano, la interpretación recibió múltiples calificativos negativos: “frívola” (Lozano, Javier, 2020), “despersonalizada”, “evasiva” (Rocha, 2020), “superficial” y “revictimizante” (Lozano, Genaro, 2020). Una respuesta que, se adujo, no se compadece ni con la “bestialidad y deshumanización” de los feminicidios en cuestión, ni con la indignación ciudadana (Rocha, 2020). En este marco se dijo que el grado de insensibilidad era tal, que después de años de intensa movilización y dolor “la pinta de monumentos fue lo que hizo que las autoridades [...] voltearan a ver” (Ancira Ruiz, 2020).

En síntesis, esta forma de victimización fue interpretada como una realidad desestabilizadora del ordenamiento socioinstitucional mexicano. En un extremo, concebido como reflejo de la escasa capacidad estatal para prevenir y judicializar, así como por la actitud contraria a derechos imputada al ejecutivo nacional: “Feminicidio: ¿el Ayotzinapa de amlo?” (Rocha, 2020). En medio de este escenario, la visibilización del feminicidio de Ingrid, junto con la respuesta del movimiento feminista, se caracterizó como la “primera verdadera crisis” del gobierno de López Obrador y su falta de orientación para responder al fenómeno (Ramos, 2020). En otro extremo, por contraste, voces afines al gobierno de López Obrador afirmaron que este tipo de aseveraciones eran “irresponsables” y respondían a “intereses oscuros”, se realzó el papel histórico de la figura presidencial y su alineamiento con las causas sociales, incluidas las mujeres, para indicar finalmente que las críticas contra el gobierno tenían una intencionalidad golpista (Ackerman, 2020).

 

Dinámicas narrativas y simbólicas de extensión cultural:
la institucionalidad y el ámbito comunicativo de la esfera civil bajo cuestionamiento

Transversalmente, este conjunto de cuestionamientos abrió paso a una serie de imputaciones anticiviles sobre la configuración institucional y, no menos, sobre los arreglos socioculturales mexicanos: “Somos un país feminicida” (Lozano, Genaro, 2020). En este sentido, los feminicidios se interpretaron como muestra fehaciente tanto de estrategias y políticas públicas insuficientes y erróneas para hacer frente a la magnitud de lo acontecido (Pérez García, 2020), como de instituciones y ámbitos sociales permeados por el entrecruzamiento entre dinámicas anticiviles y no civiles negativas evidentes en la existencia de órdenes de género patriarcales dispersos por variadas esferas sociales: “espacios de justicia corrompidos [...] donde imperan el machismo y la impunidad” (Malvido, 2020).

Por esta vía y como se desarrolla a continuación, múltiples sectores, principalmente el movimiento feminista, pusieron en tela de juicio aquel código tanto patrimonialista como corporativista asentado en la configuración socioinstitucional mexicana que, en palabras de Arteaga y Arzuaga (2018: 22), reproduce “una visión holística y jerárquica de la sociedad en la que se valoran positivamente las relaciones basadas en la dependencia y la tutela de entidades jerárquicas”. Narrativas y códigos simbólicos por medio de
los cuales se rebatió aquella tendencia en que los derechos y privilegios de las minorías se consideran como una tendencia negativa (2018). El mismo López Obrador, en una de las alocuciones presidenciales referidas, afirmó, por ejemplo, que su enfoque no era por una “lucha gremial”, dado que “lo más importante de todo es la transformación de México” (Presidencia de la República, 2020b).

 
La institucionalidad y la sociedad debatidas

Por un lado, se advirtió que la falta de resolución de un alto porcentaje de casos es fiel reflejo de una impunidad estructural que “intoxica” (Armengol, 2020), de la ausencia de enfoques de género para enfrentar las violencias contra las mujeres (Tello Arista, 2020) y de toda una cadena de negligencias que impiden su prevención (El Universal, 2020c). En este escenario se advirtió tanto una suerte de desequilibrio entre la atención dada a las violencias de género y otros temas de interés en la agenda pública y gubernamental (“cuando un delito no importa”) (Pérez García, 2020), como una asimetría profunda entre la lucha de las mujeres por sus derechos y las respuestas institucionales (Sesma, 2020). Se denunció entonces una profunda normalización de la violencia tanto en altos mandos de gobierno como en aquellos funcionarios encargados de investigar estas violencias (Zea, 2020).

Por otro lado, el feminicidio de Ingrid puso en escena diferentes perspectivas morales entrecruzadas sobre la disposición de la esfera civil respecto a la ocurrencia de los feminicidios. En un extremo, si bien predominaron un conjunto de imputaciones anticiviles, no es raro encontrar afirmaciones en que se advirtió que, en términos generales, la opinión pública se había mostrado indignada y conmovida en torno a este tipo de hechos (El Universal, 2020c). En otro extremo, predominaron imputaciones negativas contra la misma, concibiendo al feminicidio como evidencia de la “degradación” del tejido social en el país (Ríos, 2020), de una sociedad fragmentada con estructuras de dominación masculina (Zamarripa, 2020) y donde predominan “resabios sistémicos” arraigados en un patriarcado machista (Belaunzarán, 2020). La violencia de género llegó a ser concebida como una “enfermedad infecciosa” (Buendía Hegewisch, 2020b) y como una muestra fehaciente del profundo fallo del “proceso civilizador” en México (Fondevila, 2021).

Por extensión, se adujo la presencia de tendencias negativas en las esferas no civiles que alimentarían y tolerarían la ocurrencia de múltiples violencias, involucrando el ámbito barrial (“maldita indiferencia vecinal”) (Zea, 2020) y, no menos, la esfera familiar (“célula de la agresión”) (Zamarripa, 2020). Se advirtió entonces que la impunidad respecto a este tipo de casos no procede única y exclusivamente de la escasa capacidad institucional, sino de la prevalencia de un entramado cultural extendido en varias esferas que victimiza y revictimiza a las mujeres (Salas, 2020). Por lo tanto, se asumió que este conjunto de dinámicas culturales constituye el marco propiciatorio perfecto para que estas violencias se reproduzcan: “culpabilizan a las mujeres por su forma de vestir, salir de noche, no dejar a su agresor, no denunciar” (Ibid.).

En este marco, operó una línea divisoria en que se distinguió simbólica y narrativamente el papel de mujeres y hombres en relación con el feminicidio. En este sentido, la imagen de las mujeres como víctimas fue contrastada con su realce como sujetos políticos y de cambio (Sesma, 2020). Desde esta perspectiva se advirtió sobre el importante papel concientizador del activismo político, logrando evidenciar la situación global implicada, además de posicionar debates que otrora quedaban en el olvido: “Hoy, ya se habla de la cultura patriarcal y machista como el motivo principal de la violencia hacia las mujeres” (Zavaleta, 2020). Por el contrario, se construyó simbólicamente a los hombres como sujetos insertos en tramas patriarcales y machistas que ejercen la violencia cotidianamente como una forma de poder e imposición (Salas, 2020). Desde esta línea divisoria se discutió el calificativo de “monstruos”, “anormales” o “salvajes” asignado a los feminicidas: “Son hombres comunes y corrientes educados por el Gobierno, iglesias, medios de comunicación y, en general, por la sociedad que les enseña a odiar [...] a las mujeres” (Salas, 2020).

 
El ámbito comunicativo de la esfera civil a debate

En este marco, el feminicidio de Ingrid puso en escena diferentes perspectivas normativas sobre la naturaleza y, por supuesto, la disposición del ámbito comunicativo de la esfera civil, condensando sobre sí múltiples debates sobre su lugar en la reproducción tanto del régimen político patrimonialista y corporativista, como del heteropatriarcal. En un extremo, una parte de la opinión pública estructuró una suerte de línea divisoria bajo la cual se distinguió el rol de los medios de comunicación en la materia. Por un lado, aquellos “que han apoyado a cimentar una conciencia de género” (Morera, 2020). Por otro lado, se asumió la existencia de un conjunto de espacios informativos que “contribuyeron a exacerbar la crispación social” (Ibid.) y a “lucrar con la desgracia” (Carranza, 2020).

En otro extremo, este matiz estuvo ausente, razón por la cual predominó un conjunto de imputaciones negativas y anticiviles sobre su papel. Sobre todo, un profundo cuestionamiento ante la filtración de imágenes sensibles de los graves daños sufridos por Ingrid. En primer lugar, emergieron toda una serie de calificativos sobre la cobertura mediática en cuestión, tales como “irresponsable”, “inhumana” (Sierra, 2020b), “indebida” (Peralta, 2020) y “vil” (Torres, 2020). En segundo lugar, se
adujo que representaría una violación contra los derechos humanos (La Jornada, 2020), reproduciría una “pedagogía de la violencia machista” (Xantomila, 2020) y se configuraría como una dimensión consustancial de la violencia de género: “la siguieron agrediendo [...] después de muerta” (Rojas, 2020). En tercer lugar, se consideró que había existido una fuerte revictimización (La Jornada, 2020) y la configuración de medios convertidos en meros “reproductores del espectáculo del crimen” (Alvarado, 2020). Se argumentó la existencia de regímenes de género heteropatriarcales como directriz institucional fundamental de su difusión mediática, a las que se sumaban tanto el amarillismo como el sensacionalismo (La Jornada, 2020).

Estas aristas, con todo, se afincaron en distintas líneas argumentativas sobre la compleja relación entre el ámbito comunicativo de la esfera civil, los marcos regulatorios de su actuación y su relación respecto a la institucionalidad. Por un lado, emergió toda una serie de narrativas contaminantes sobre los medios de comunicación. Se adujo entonces la existencia de “medios oligárquicos” con “golpeadores profesionales” que habrían aprovechado el feminicidio de Ingrid para generar una imagen distorsionada sobre el significado de las respuestas gubernamentales a la situación global implicada y las demandas reales de las manifestantes (Miguel, 2020). Por otro lado, se advirtió que los medios de comunicación que filtraron las imágenes del feminicidio de Ingrid habían actuado bajo el amparo de profundos vacíos institucionales y legales, 4 a la vez que habían incurrido en varias omisiones en lo que respecta a la normatividad nacional en la materia. Se advirtió entonces una profunda falta de actuación de instituciones como la Secretaría de Gobernación, que estaría facultada para vigilar y proponer diferentes directrices para que los medios de comunicación favorezcan la erradicación de todos los tipos de violencia (Peralta, 2020).

 

A manera de cierre: encuentros y desencuentros
con las aproximaciones teóricas desarrolladas

El feminicidio de Ingrid Escamilla se ha construido simbólicamente como un hecho conmocionante, a la vez que se ha configurado como campo simbólico sujeto a múltiples valoraciones morales y normativas en disputa. Ambas dimensiones son constitutivas del proceso por medio del cual este hecho victimizante pasó a configurarse como un hecho socialmente significativo. En este marco, la noción de feminicidio no sólo constituyó un elemento conceptual referencial para caracterizar lo acontecido, se rodeó además de múltiples dimensiones narrativas ancladas en el código simbólico de la esfera civil, así como variadas imputaciones negativas ancladas en una perspectiva de reparación civil promovida, principalmente, por el movimiento de las mujeres y feminista.

En este sentido, el presente artículo ha buscado contribuir a la ampliación de la dimensión comprensiva de la noción de feminicidio: por un lado, argumentando que a la dinámica constante de su desplazamiento e incorporación en nuevos campos (Pasinato y De Ávila, 2023), se ha sumado su uso cada vez más frecuente tanto en la opinión pública como en el ámbito comunicativo de la esfera civil.5 Por otro lado, sosteniendo que en el mundo social contemporáneo la noción de feminicidio no sólo ha incorporado múltiples capas simbólicas de sentido (Berlanga Gayón, 2015), sino que ha pasado constituirse en un modo de representación social y una dimensión performativa.

Esta categoría incorpora por lo menos tres dimensiones consustanciales: 1) se ha cristalizado como una categoría de acusación social utilizada para representar conductas mediadas por el uso agresivo, excesivo y letal de la fuerza contra las mujeres, pasando a rodearse de múltiples calificativos e imputaciones en que se entremezclan tanto categorías negativas del código simbólico de la esfera civil como múltiples parámetros comprensivos de los diferentes feminismos; 2) se ha constituido como un descriptor social relevante para tipificar hechos sociales significativos que se convierten en objeto central de atribución en la opinión pública y, por esta vía, ha pasado a configurarse como una expresión polisémica sujeta a múltiples valoraciones morales normativas en disputa; 3) en relación con el punto anterior, constituye un elemento nodal en el proceso de mediatización pública de diferentes acontecimientos, ligándose tanto al sustrato cultural en que toma cuerpo y a la contingencia performativa en donde acontece, como a las respuestas y significaciones morales o emocionales dadas por audiencias diferenciadas ante los hechos así tipificados.

Finalmente, en el presente texto se ha procurado demostrar que una buena parte de la comprensión del feminicidio y los excesos violentos contra las mujeres pasa por la forma en que diferentes hechos son producidos y recreados simbólicamente en el ámbito comunicativo de la esfera civil. En este marco, el modelo analítico presentado propone entender la “violencia” como un gesto dramatúrgico; esto es, como una imagen narrada y problematizada de la sociedad. En consecuencia, este texto ha pretendido aportar nuevas directrices reflexivas en torno a la noción de feminicidio, argumentando en favor de comprender que las violencias contra las mujeres no pueden entenderse exclusivamente como una variable dependiente del contexto, ni como un producto exclusivo de la acción racional de los actores. Tal como se ha afirmado, casos como los de Ingrid Escamilla pasan a configurarse, preferiblemente, como un performance moral, lo cual supone tratarlos como una manifestación sociocultural que a su vez se somete a múltiples disputas interpretativas y políticas, movilizando códigos simbólicos, valoraciones normativas disímiles y símbolos que ponen en juego valores considerados centrales para un núcleo social específico.

 

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Recibido: 29 de mayo de 2023
Aceptado: 29 de julio de 2024

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