Eugenia Allier Montaño (2021). 68, el movimiento que triunfó en el futuro: historias, memorias y presente. México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales/Bonilla Artiga Editores, 624 pp.
Reseñado por:
Fernando Manuel González González
Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
Este libro de Eugenia Allier Montaño presenta un amplio panorama —casi exhaustivo— del 68 mexicano, con el propósito de dar cuenta de su singularidad dentro del conjunto de otros 68 que ocurrieron en el ancho mundo, pero sin renunciar a hacer algunas comparaciones que le ayudan a precisar más su objeto de estudio, que consiste “en hacer un recuento de la historia de las memorias públicas del 68, de sus transformaciones y permanencias” (p. 40). Este enfoque la lleva a explicar los contextos en que aparecen dichas memorias y los momentos en que adquieren un nuevo sentido, al renunciar, como dijo Michael Foucault en “Respuesta al Círculo de Epistemología” (1967), a ver en esas resignificaciones o francas transformaciones “la manifestación aparente de un ‘origen secreto’ o de un recomienzo, que ‘reposaría sobre lo ya dicho’”. La autora no se documenta sólo en discursos escritos, libros, investigaciones, entrevistas y textos periodísticos, sino que también analiza informes presidenciales y los debates en las Cámaras y los partidos; además, el libro incluye algunas fotografías, y se mencionan películas y novelas sobre el tema.
Estos elementos le permiten mostrar situaciones, actos y declaraciones que no están exentos de paradojas o auténticas desmentidas freudianas y francas negaciones. Por citar un ejemplo que condensa tanto la desmentida: “ya lo sé pero aun así”, según la precisa fórmula del psicoanalista Octave Mannoni con negación, “esto no ocurrió”, lo ofrece Allier Montaño al citar el testimonio de Raúl Álvarez Garín, líder histórico del 68, quien afirma que cuando Luis Echeverría fue obligado por los estudiantes a guardar un minuto de silencio por los asesinados el 2 de octubre —en un calculado intento de desligarse de la posición asumida de Gustavo Díaz Ordaz respecto a la conjura internacional del 68—, dijo que lo hacía por todos los caídos, incluidos los soldados que fueron asesinados por otros soldados, los del Batallón Olimpia, en esa escisión de las fuerzas armadas provocada en parte por él y negada al mismo tiempo; esto es, borrando al Batallón Olimpia y sustituyéndolo por un grupo de estudiantes y conjurados asesinos que, desde las alturas del edificio Chihuahua, dispararon contra los soldados y los propios estudiantes.
Una de las primeras sorpresas del movimiento del 68 es precisar cómo surgió. Si bien no es el objetivo central de la autora analizar lo sucedido durante los dos meses que duró el movimiento hasta que fue reprimido, ofrece ciertos datos que abren, como en todo acontecimiento que se respete, interrogaciones como la siguiente: ¿Cómo es posible que un pleito, el 22 de julio, entre estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y alumnos de la Preparatoria Isaac Ochoterena incorporada a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) haya desembocado en la matanza del 2 de octubre? Se sabe que a causa de la violenta intervención policiaca los jóvenes terminaron uniéndose contra los policías sin haberse puesto de acuerdo previamente con los convocantes de una marcha juvenil de la Juventud Comunista el 26 de julio, en conmemoración de la Revolución cubana, y que fueron reprimidos de nuevo al dirigirse al Zócalo. En otras palabras, desde el segundo momento son las fuerzas del Estado las que provocaron que los jóvenes se juntaran cuando, en un primer momento, peleaban entre ellos, y en un tercer momento, se unieron a quienes cuatro días antes no estaban necesariamente en su radar.
Esas irrupciones no previstas, esos comienzos sin pasado aparente o, al menos, no el ya conocido, que producen una discontinuidad, aunque existan elementos previos de militancias en algunos de los actores del 68, hicieron eclosión de una manera inédita durante ese verano de 1968 en el contexto de las futuras Olimpiadas. La celebración de los Juegos Olímpicos estaba cerca, por lo que resultaba muy amenazante para el gobierno priísta que el movimiento naciente continuara, porque mostraría sin eufemismos no sólo la incapacidad del presidente y de su gabinete para escuchar las demandas de esos jóvenes, sino también para calibrar el problema que se estaba configurando. El mandatario, sumergido en la “teoría de la conjura”, como bien se señala en el libro, únicamente atina a ordenar más represión al hacer intervenir al ejército de diferentes maneras. Sin duda, estaba presionado porque el Comité Olímpico le advirtió que no podía haber ninguna complicación social o política en el país pocos días antes que los Juegos se inauguraran. El cruce de los tiempos y de la conjura conformaron una tormenta perfecta que desembocó en un acontecimiento que ha marcado la memoria mexicana hasta nuestros días.
Tiene razón François Dosse, en “L’événement entre Kairos y Trace” (2013), cuando escribe que “contrariamente a lo que se podría pensar, el acontecimiento no queda definitivamente clasificado en los archivos del pasado; puede retornar como espectro, habitar la escena del presente e hipotecar el porvenir, suscitar angustia, temor o esperanza”. En el caso mexicano no se trata propiamente de un retorno de lo suprimido, porque lo que ocurrió ese día nunca se fue. A este respecto, afirma Allier Montaño que en México, desde los años setenta y hasta la actualidad, ha habido debates en torno a la matanza del 2 de octubre sin que se presentara un periodo de silencio —como sí lo hubo en Francia en relación con el régimen de Vichy— y, más tarde, el retorno de lo suprimido, “que trajo consigo una obsesión memorial (Henry Rousso, 1990. Le syndrome de Vichy: de 1944 à nos jours) […] ni tampoco como se ha estudiado en Uruguay, Chile y Argentina [que luego] de una primera fase con un fuerte debate memorial una segunda en donde el debate público desapareció”, aunado a una tercera fase en la que “el retorno de lo suprimido ha sido tan fuerte que tal vez se fundió directamente con la obsesión memorial” (p. 572). La diferencia fundamental en el caso de México “ha estribado en las dimensiones que las discusiones han conseguido en cada momento, alcanzando nuevos y distintos espacios de la arena pública”, de los periódicos a los partidos y a las Cámaras a finales de los años setenta y en la década de los noventa “a la televisión y a los muros de algunos espacios institucionales” (p. 573).
El debate memorial del libro está dividido en cinco etapas. En la primera se oponen fundamentalmente dos: la que la autora denomina la “conjura”, sostenida sin desfallecer por los tres presidentes priístas no neoliberales, y la de la “denuncia”, que avalan los ex líderes del 68 y un conjunto de estudiantes. En el caso de la primera, Gustavo Díaz Ordaz la defendió hasta su muerte sin una pizca de duda. En una entrevista hecha en 1969 y publicada en la revista Proceso el 27 de noviembre de 1978, que se llevó a cabo a solicitud del presidente con el provincial de los jesuitas Enrique Gutiérrez, Díaz Ordaz le dijo que la toma de la UNAM se debió a que esta se había convertido “en un Estado independiente en el cual se efectuaban juicios y se hacían matrimonios, etcétera. Se determinó que esto no podía ser”. Afirmó también que se vio obligado a meter al ejército en el conflicto porque en los enfrentamientos iniciales de la policía con los estudiantes “los primeros salieron muy mal parados por su inferioridad numérica, porque en muchos casos las granadas lacrimógenas no explotaron porque eran viejas [ya que] los encargados de abastecerlas se habían robado el dinero”; como los policías se negaban a ir, “tuvo que enviar al ejército para controlar la situación”. En relación con la toma del Politécnico, señaló que las cosas no salieron del todo bien debido a que, por haberles dado armas de fuego a los granaderos, costó mucho trabajo “controlarlos en su sed de venganza y la situación fue grave con resultados sangrientos”.
El sacerdote jesuita Jacobo Blanco, pariente de quien fungió como intermediario de dicho encuentro, le comentó a su sobrino Guillermo que oyó directamente decir al presidente “que México estaba en gran peligro porque había un complot internacional, y que lo que pasó finalmente fue un mal menor” (entrevista a Guillermo Blanco realizada por Fernando M. González, 30 de mayo de 2011). Díaz Ordaz remató dicha reunión afirmando su gran estima por la disciplina y puso como ejemplo de ella al ejército, del que dijo que era “el único lugar donde quedaba disciplina y [que] el Colegio Militar [era] un oasis” (Proceso, 27 de noviembre de 1978). Me imagino que en los tiempos actuales es ya un lago.
Tanto Echeverría como José López Portillo sostuvieron la memoria de la conjura con leves variantes: el primero, mientras predicaba la apertura democrática, implementó la desaparición y el aniquilamiento de guerrilleros al mismo tiempo que ayudaba a salvar a los perseguidos por los regímenes dictatoriales del Cono Sur. Pronto la memoria de la denuncia comenzó a articularse con lo sucedido en la denominada “guerra sucia”. La reforma política de López Portillo fue el primer jalón para incluir a una serie de actores clandestinos, semiclandestinos y presos políticos, así como para abrir los cauces a los partidos de oposición. A finales de ese decenio apareció lo que Allier Montaño denomina la “memoria del elogio” del 68, sin abandonar la de la “denuncia”, ya no sólo en la prensa, sino en las Cámaras, con una serie de partidos de izquierda que comenzaron a ocupar la palestra. Añade que a partir de 1985 la memoria del elogio se intensificaría, ya que, entre otras cosas, ocurrieron varios sucesos naturales con repercusiones no naturales, como el terremoto del 85, el fraude en Chihuahua —del que Porfirio Muñoz Ledo llegó a decir que se trató de un “fraude patriótico”—, además del movimiento estudiantil del 86 en la UNAM y las elecciones de 1988 con corriente democrática incluida y el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas que reconfiguró las izquierdas desde la disidencia priísta.
Señala también que la memoria de denuncia adquirió un nuevo sentido e impulsó un nuevo periodo en los años noventa, ya que “no sólo llevaría consigo la demanda por conocer la verdad de la represión estatal, sino justicia y castigo a los culpables de la violencia de Estado; por ello se conformarían dos comisiones de la verdad y se inicia una denuncia en contra de Luis Echeverría” (p. 574). Luego, ya en tiempos de Vicente Fox, se constituyó una tercera comisión.
Por último, quiero resaltar dos cuestiones importantes —entre las muchas posibles que deja pensando este libro erudito, imprescindible y matizado, que hace un recuento de las memorias del 68—: la primera tiene que ver con la que describe la autora como la quinta fase de esta trayectoria memorial, aquella “que oficializa e institucionaliza la memoria del 68”: ¿qué efectos tiene o tendrá sobre la Cuarta Comisión de la Verdad, aquella que no “se conforma con buscar la verdad sino exigir justicia y castigo a los culpables”? Porque oficializar de alguna manera es tender a embalsamar al menor descuido. A la vez, en el contexto de dicha comisión, que se instaura en los tiempos actuales de la Cuarta Transformación, ¿cómo incidirá en ella esta institucionalización memorial?, ¿qué presiones y limitaciones implica la exaltación en el régimen actual de los militares como “pueblo uniformado” y con un poder de acción cada vez más amplio en la vida pública, que trasciende con creces sus funciones, para poder enfrentar los crímenes del pasado perpetrados por actores específicos de esta instancia uniformada?
La segunda pregunta se puede formular así: ¿qué consecuencias puede tener que el presidente actual, crítico discursivo del neoliberalismo y que a partir del juicio a Genaro García Luna afirma que todo lo anterior a Morena era sólo una sociedad y un Estado narcos, deje prosperar hasta cierto punto una comisión que intentará tocar ese periodo del priísmo no neoliberal pero contundentemente represivo en el que se formó? ¿Acaso implicará una reconsideración de que no todo comenzó con Miguel de la Madrid y los neoliberales, como ha sido hasta ahora su discurso dominante? ¿Se resignificará a fondo la actuación de una parte de los responsables militares y civiles del 68 y el 71 en los muros de algunas instancias institucionales, en los libros de texto y en la opinión pública?
Como reza el título del libro, el triunfo continuará bifásico mientras no se nombre a los militares y se les responsabilice de la violencia de Estado. Además, mientras la hemorragia ya casi naturalizada de asesinados por los narcos, de feminicidios y desapariciones siga, el triunfo permanecerá aquejado de una hemiplejia irremediable en esta tumba abierta en que México se ha convertido, como dijo en algún lugar el poeta Javier Sicilia. Un último comentario: como bien lo señala Allier Montaño, los jóvenes del 68 no son “mártires”, no fueron a buscar su muerte a la Plaza de las Tres Culturas aquel día, se trata de jóvenes que fueron asesinados a mansalva. Dejo aquí esta parcial presentación de este libro acerca de las memorias del 68, que analiza de manera notable el periodo de los últimos 50 años.