Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Crimen organizado y políticas de seguridad en México:
balance pre-sexenal (2018-2024)

Salvador Maldonado Aranda*

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*El Colegio de Michoacán. Temas de especialización: seguridad, violencias y gobernabilidad desde las periferias. ORCID: 0000-0002-7381-6022.

 

El alarmante agravamiento de las formas y los efectos de las violencias que están aconteciendo en México constituye un momento oportuno para una reflexión crítica y ponderada sobre lo que ha pasado en los últimos años con el crimen organizado y las políticas de seguridad implementadas por el actual gobierno para contrarrestarlo. No sólo porque estamos viviendo un momento excepcional respecto de la criminalidad organizada y sus maneras de comprenderla y enfrentarla, sino además porque estamos próximos a un cambio de gobierno que, sin duda, tarde o temprano tendrá que afrontar una realidad sumamente desafiante si no quiere dar la espalda a las violencias que aquejan al país. La promesa de una nueva política de seguridad y justicia para la construcción de la paz que el gobierno propuso causó mucha expectativa; sin embargo, con el paso de los años hay un sentimiento generalizado de deterioro social e impunidad.1 Más allá del discurso público que posicionó una estrategia de seguridad centrada en la tristemente célebre frase de “abrazos, no balazos”, es necesario adentrarse en sus efectos políticos y sociales, así como en las consecuencias cotidianas que ha traído consigo la estrategia gubernamental contra las violencias.

En este artículo queremos mostrar algunas dimensiones de lo que desde nuestro punto de vista representa el crimen organizado para la construcción de la pacificación y la paz. Muchas cosas se dicen sobre él, tanto popular como académicamente; no obstante, lo que más preocupa es la imagen que el Estado se ha hecho del crimen y cómo traza acciones para supuestamente enfrentarlo. La manera en que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador imaginó su estrategia de seguridad, en clara contraposición a la “guerra contra el narcotráfico”, fue muy importante y alentadora, dados los costos humanos que provocó una guerra insensata y mal calculada. Sin embargo, si bien el combate frontal al crimen organizado ha tenido consecuencias fatales, la estrategia del presidente López Obrador de no enfrentar el crimen, pero sí seguir utilizando a las fuerzas armadas para recuperar la seguridad pública, se ha tornado contradictoria y generado otras dinámicas de violencia que han puesto en entredicho la pacificación prometida. Paradójicamente, mientras un ex presidente se auxilió de las fuerzas armadas para terminar con el crimen organizado usando toda la capacidad del Estado, el actual mandatario amplió las facultades de las fuerzas armadas para regular el (des)orden social que ha resultado de la guerra contra las drogas. Comprender esta paradoja y analizar sus consecuencias es el objetivo de esta reflexión cualitativa.

Críticos, detractores o defensores de las políticas de gobierno forman parte de un elenco de voces que encuentran resultados positivos o escasas transformaciones de la inseguridad. Cifras van y vienen, discursos públicos, mesas de opinión, programas televisivos, radiofónicos o columnas editoriales han constituido una narrativa saturada de mensajes que han llegado al extremo de constituir algo más “real” que lo real. No pretendemos enfrascarnos en un análisis de cifras para evaluar los cambios que provocaron las políticas de seguridad durante los últimos años, notando sus vaivenes que, aun siendo minúsculos, se usan para construir sentidos de verdad. Las cifras nos indican una realidad lamentable: el número de desapariciones ha seguido una línea ascendente desde 2018. De acuerdo con cifras de la Comisión Nacional de Búsqueda, al mes de agosto de 2023, 110 972 personas se encontraban desaparecidas y no localizadas. En cuanto a delitos del fuero común, si bien los homicidios dolosos, feminicidio, secuestro y extorsión se mantuvieron en un nivel promedio ascendente, los demás parecen haber bajado la tasa, pero obviamente no sabemos si son resultado de operativos de seguridad o de desafección para presentar denuncias.

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La primera cuestión que debemos reconocer detrás de estas cifras es que el crimen organizado es un fenómeno que no se puede medir solamente por sus costos económicos, sociales y humanos. Vale la pena recordar que su antecedente más cercano es el narcotráfico identificado como una actividad relacionada con la producción, tráfico y venta de drogas; sin embargo, escasamente se ha reconocido la existencia de mercados ilegales de larga trayectoria histórica, como robo de autos y mercancías perecederas y no perecederas. Hasta principios de la década del 2000, el narcotráfico y su expansión a otras actividades económicas fue dando forma al crimen organizado. Actualmente podemos verlo no sólo como una estructura criminal sofisticada que cruza las fronteras legales e ilegales y que afecta a instituciones y actores civiles, sino además como un ethos entre grandes sectores poblacionales.

La reducción del crimen organizado a un conjunto de bandas delictivas o cárteles de la droga ha sido un recurso discursivo que se ha ido asociando a una serie de patologías y desviaciones de un ideal de estado de derecho y moral. Esto ha dado como consecuencia que el poder mismo del Estado pretenda ser incuestionable, alimentando una falsa narrativa sobre la descomposición social por la pobreza, la educación y la falta de fe. Sin embargo, no hay mejor manera de explicarlo que usar la brillante reflexión de Charles Tilly, quien sugiere comprender el crimen organizado como parte medular de la formación de los Estados nacionales. Señala: “Si la extorsión representa el lado más refinado del crimen organizado, la guerra y la creación del Estado (extorsiones por excelencia con la ventaja de la legitimidad) constituyen nuestros principales ejemplos de crimen organizado” (2022: 211). En otras palabras, la formación de los estados fue y es, en sí misma, una forma de crimen organizado (esto es, regulación de economías [i]legales por medio de impuestos, la violencia por medio de la ley y la regulación de las drogas a través de la moral). Todo esto nos lleva a un punto medular del estado actual del crimen organizado mexicano.

La reproducción histórica y contemporánea del régimen político a través de un partido hegemónico y mediante partidos de oposición nunca ha dejado de ser un campo de lucha por espacios de control del Estado y sus burocracias, afines a ciertos intereses y morales. El inicio de la gran transformación del crimen organizado comenzó con la conversión neoliberal del Estado mexicano y la fractura del régimen político posrevolucionario, asociadas a un proceso de desregulación de la economía, con múltiples consecuencias en la reorganización de mercados lícitos e ilícitos y redes políticas y comerciales. Estas transformaciones reconfiguraron la dinámica de lo que hasta ese entonces se conocía como narcotráfico.2 Esta actividad dejó de ser dominada por clanes familiares/políticos incubados en el campo rural para convertirse en una actividad económica redituable para varios grupos ligados a élites políticas y empresariales. Tiene razón Claudio Lomnitz (2000) al afirmar que cuando la clase política beneficiaria de la corrupción y negocios irregulares/ilícitos alrededor del Estado se vino abajo con la desregulación de activos estatales, muchos grupos políticoempresariales buscaron nuevas fuentes de financiamiento alterno a la corrupción y la impunidad que el gobierno les garantizaba. Una de ellas fue el negocio del narcotráfico, cuyo funcionamiento se hizo más dependiente de la protección política y legal que élites políticas regionales y locales, a través de sus redes familiares y de amistad, brindaron a grupos propiamente delictivos. Varias reformas constitucionales de los años noventa otorgaron mayores facultades a estados y municipios (más recaudación fiscal y autonomía jurídica), que ayudaron a fortalecer a élites y grupos mediante la impunidad y la protección, lo que posibilitó una consolidación de sistemas de poder bajo esquemas de crimen organizado. La desregulación estatal y las reformas constitucionales coincidieron con la explosión mundial de nuevos mercados de drogas (la cocaína y sobre todo el crack, así como drogas sintéticas), lo que generó una competencia feroz por las ganancias estratosféricas, desde el nivel nacional hasta los niveles municipales, por el control de rutas, mercados, seguridad, etcétera. Desde entonces, la protección y la extorsión encontraron en las elecciones de gobierno el medio perfecto para disputar su control.

De esta manera, el crimen organizado fue cristalizando su figura actual y sus diversas metamorfosis. El crimen organizado es el resultado de una cristalización de dinámicas relacionadas entre la lógica neoliberal del capital y su territorialización en minería, agronegocios, industrias turísticas, medio ambiente y desarrollos inmobiliarios, la configuración política de élites y grupos de poder, las lógicas de la violencia estatal y la organización local alrededor de recursos significativos para comunidades, ciudades, pueblos indígenas o sujetos sociales diversos. En múltiples regiones mexicanas se ha constituido como un sistema de poder en sí mismo, no sólo político y económico sino criminal, que atraviesa la economía y la política a lo largo y ancho de muchos espacios. Estos sistemas de poder bajo esquemas de crimen organizado se manifiestan de numerosas formas en el territorio; desde actividades de tipo económico, político y social para mucha gente en el cultivo, tráfico y consumo de drogas, hasta mercados informales/ilegales, protegidos por burocracias que mueven complejos expedientes sobre algún trámite, hasta redes poderosas que diseñan y acuerdan grandes negocios lícitos en medio de un mar de actividades informales. Todo ello ha dado pauta a una diversificación delictiva con mayor letalidad, a partir de la identificación de nuevos negocios ilícitos, como la fabricación y/o robo de mercancías ilegales (esto es, medicinas, aparatos electrodomésticos, materias primas, ropa, etcétera, que luego se venden a través de técnicas de emprendurismo bajo esquemas de mercadeo local en colonias y comunidades locales, difuminando la ilegalidad de los productos).3

Apreciamos que el crimen organizado se va disociando cada vez menos de actividades centrales de la economía, la política y lo social. La centralización de sistemas de poder regionales y locales bajo esquemas de crimen organizado ha dado como consecuencia un reordenamiento muy complejo de las violencias, dependiendo de vocaciones productivas, redes de poder y capacidad organizativa local. Veamos algunos ejemplos paradigmáticos.

El primer caso se revela de manera muy clara en el análisis realizado por la Comisión Nacional de Búsqueda en el estado de Nayarit, entre 2011 y 2017.4 Es un documento sorprendente sobre una red de poder estatal orquestada desde las máximas autoridades y la fiscalía estatal para controlar las actividades criminales de múltiples negocios ilegales mediante su alianza con varios cárteles. La estructura de macrocriminalidad reordenó las formas de violencia hacia ciertos sectores poblacionales —como desaparición de jóvenes, mujeres y personas en contra del gobierno estatal y sus negocios—, a través del poderoso cártel de los Beltrán, Los Zetas y posteriormente con el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) y un grupo ejecutor proveniente de las entrañas de la fiscalía estatal. Recientemente se revelaron detenciones de ex funcionarios públicos, como la fiscal que estaba a cargo de la Comisión Estatal de Desaparición, por presunta participación en desapariciones de 2011 a 2017.5

Un caso similar es el que sucedió en el estado de Veracruz en los mismos años que Nayarit experimentaba un gobierno completamente cooptado. Un extenso informe de Crisis Group Internacional revela que desde 2010 en adelante, en Veracruz “una alianza entre grupos criminales y los más altos niveles del poder político local allanó el camino para una campaña de violencia desenfrenada mediante la captura de las instituciones locales judiciales y de seguridad, garantizando la impunidad de ambas partes”.6 Lo que se retrata en este documento, así como en numerosas publicaciones académicas, es que el sistema de poder estatal bajo un esquema de crimen organizado reordenó la violencia de una manera tal que desapariciones, secuestros extorsivos, control de economías ilícitas, así como la criminalidad general, eran producto de un régimen político bajo el control armado de un poderoso cártel como Los Zetas. Estos casos, así como el del estado de Coahuila y Los Zetas, en el que se construyó una estructura política-criminal similar a la de Nayarit y Veracruz, son algunos ejemplos de sistemas de poder que siguen persistiendo en la actualidad con otras configuraciones.

No obstante, otros estados también han tenido y siguen teniendo sus historias oscuras, como Guerrero, donde actualmente hay una disputa sangrienta entre varios grupos criminales por el control de gobiernos locales y áreas estatales. Michoacán experimentó un proceso similar al de Nayarit o Veracruz y actualmente es escenario de disputas armadas entre el CJNG, Cárteles Unidos y otros grupos criminales regionales por el control de la economía agroindustrial minera y los laboratorios clandestinos. Jalisco representa hoy en día uno de los estados más letales por desaparición, homicidios y violencias. Sinaloa y Tamaulipas viven momentos excepcionales de cierta estabilidad político-criminal luego de una trayectoria histórica de crimen organizado desde épocas tempranas posrevolucionarias. Desde hace un par de años, el estado de Chiapas se ha transformado en un territorio enormemente disputado por varios grupos criminales, donde el control de territorios indígenas y rutas del comercio ilegal se mueve en un juego complejo entre lógicas de acumulación por desposesión y dinámicas caciquiles tradicionales cooptadas por grupos delictivos.

A estos casos se suman otros con las mismas lógicas de violencia, pero diversa naturaleza de las economías ilícitas y redes de protección. Entre Veracruz, Hidalgo, Estado de México, Puebla, Querétaro y Guanajuato se conforma una macrorregión que ha generado una economía ilegal del llamado huachicol, extremadamente atractiva por sus jugosas ganancias. Si bien el gobierno de López Obrador inició su gestión mediante una estrategia de identificación de tomas clandestinas, aprehensiones y merma de ganancias, muy poco tiempo duró este tipo de esfuerzos. Las tomas clandestinas siguieron manteniéndose, a la vez que las actividades delictivas se desplazaron a otros ámbitos, como secuestro y extorsión. Conversaciones con transportistas revelaron que, al inicio del gobierno de López Obrador, tras la escasez de gasolina, se expandió un mercado negro entre Estados Unidos y México por el corredor de Tamaulipas para abastecer de gasolina por medio de buques y transporte terrestre. Grupos delictivos en alianzas con fuerzas federales que controlaron territorialmente el paso del transporte se beneficiaron con las cuotas ilegales. Estos grupos no eran independientes de quienes regulaban el negocio lícito del combustible y sus padrinos gubernamentales.

El robo de hidrocarburos no puede operar sin una estructura o sistema de poder a múltiples escalas. El estado de Guanajuato es quizá el de mayor claridad, donde un gobierno de oposición al nacional ha estado envuelto en un ciclo de violencias desde hace varios años. En varios de sus municipios se han cancelado el mayor número de tomas clandestinas a nivel nacional. La expansión del cártel de Santa Rosa de Lima no puede comprenderse sin acceso a información de rutas de los ductos o poliductos de Pemex, de la perforación ilegal y de gestión de la seguridad, organizados alrededor de las refinerías de Salamanca y de Tula. La gran cantidad de gasolina y gas extraída ilegalmente en esta macrorregión se comercializa a un mercado básicamente legal, como gasolineras o estaciones de gas, pero también una buena parte se destina a corredores industriales que usan el combustible o gas para su funcionamiento empresarial. Hay disminución de costos de producción, cierta protección, a la vez que se crea un contexto de oportunidad para otros actores indirectos, como flotas de camiones transportistas, taxistas, etcétera. Un ex presidente municipal de una región de Hidalgo/Estado de México, ligado a un grupo delictivo, era dueño de siete estaciones legales de gas que después de varios años fueron clausuradas por la Guardia Nacional.

Hoy, Guanajuato sigue experimentando un ciclo de violencia sin paralelo a nivel nacional, ligado al mercado negro de combustibles. El gobierno federal actual no ha tenido interés en desmantelar estas estructuras delictivas en términos de costos político-electorales y enfrentamientos desgastantes. Es el estado con mayor número de policías municipales asesinados y donde la desaparición ha aumentado, en medio de municipios con el mayor número de tomas clandestinas detectadas. De 2022 a 2023 ha sido el estado con mayor número de víctimas; Celaya y León son los municipios que concentran los niveles más altos a nivel nacional.7 Lo anterior es una imagen simplificada de cómo el crimen organizado se ha incrustado en las economías regionales y los sistemas de poder locales, reordenando y reconfigurando diversas lógicas de las violencias cotidianas. Este tipo de casos parecen reproducirse bajo la misma naturaleza en lo que está sucediendo desde hace varios años con el control de drogas y tráfico de migrantes en Zacatecas, San Luis Potosí y recientemente en Chiapas.

Una de las conclusiones que puede obtenerse de ello es que, en las diversas y a veces contrastantes manifestaciones nacionales y regionales, el crimen organizado parece reordenarse mucho mejor desde su encuentro con el Estado. Es muy difícil que grupos delictivos permanezcan relativamente estables sin intermediarios gubernamentales y empresariales o civiles. Al mismo tiempo, no todo crimen organizado es “crimen” en el sentido de reducir dicho fenómeno a un conjunto de bandas delictivas dedicadas a asesinar. Entender el crimen organizado es, como sugiriera Tilly, comprender cómo los Estados transforman lo [i]legal en protección y extorsión legítima. Este fenómeno podría distinguirse como una criminalidad empresarial, en la medida en que una diversidad de actores e instituciones saben convertir la legalidad/ilegalidad en una oportunidad de emprendimiento neoliberal.

Lo anterior nos lleva a hacer un esfuerzo por no mirar como observa el Estado. El discurso tras el cual el crimen organizado se ha expuesto públicamente como una figura del mal es una consecuencia de las externalizaciones que hace el mismo Estado para aparentar neutralidad y legalidad. La narrativa fantasmagórica de los cárteles ha dejado en la más completa invisibilidad la articulación de sistemas de poder con esquemas de crimen organizado, en el que élites, empresarios y un sinnúmero de actores sociales y burocracias estatales o privadas se enfrentan a una constante reconfiguración de la economía política criminal.

Es una ironía que con lo que el ex presidente Calderón estaba luchando era un cierto tipo de fantasma que terminó por apoderarse de la conciencia pública bajo la figura de los cárteles. No es que no existieran estructuras criminales más o menos sofisticadas, como Los Zetas, La Familia, Sinaloa, del Golfo, Juárez o Tijuana, sino que su representación era una imagen distorsionada y muy simplificada del crimen organizado. Así, terminó por involucrarnos como sociedad en una guerra contra el crimen, sacando al Ejército a las calles a buscar “malosos” y a “limpiar” la sociedad de esta gente. Si bien el gobierno de Peña Nieto pretendió matizar estas políticas de seguridad, los costos siguieron siendo los mismos, lo que nos han llevado a un nivel de violencia sin precedentes.

El gobierno de López Obrador criticó con acierto las terribles consecuencias humanas que tuvieron esas políticas punitivas de seguridad, articulando una nueva narrativa sobre la violencia y la paz (López Obrador, 2019). Ciertamente habló de corrupción, complicidades y enriquecimiento ilícito de una manera que parecía iba a actuar de otro modo. Sin embargo, su visión y su punto de partida siguen reproduciendo el mismo error estratégico de antes. Una de sus frases célebres fue que, si su gobierno quisiera meter a todos los malosos y corruptos a la cárcel, éstas no alcanzarían, lo que en otros términos significó un mensaje tremendo de impunidad. Consecuentemente, el aforismo de “abrazos, no balazos” devino en una política de seguridad que pronto causó incertidumbre en varios sectores poblacionales afectados por las violencias, sobre todo de más bajos recursos, cuya demanda de populismo punitivo era casi un consuelo por la afectación. López Obrador eligió un estilo discursivo ambiguo respecto de quienes quiere que lo escuchen. Se aseguró de que élites, empresarios y clase media recibieran el mensaje de que no iba a seguir una política de combate frontal al crimen organizado, pero el mismo anuncio fue recibido como un oprobio por parte de miles de víctimas directas o indirectas de la violencia.

En este contexto, el Plan Nacional de Paz y Seguridad que lanzó después de los poco efectivos Foros por la Paz llevados a cabo en los primeros meses de su gestión contiene varios puntos que hoy están en entredicho. La procuración de justicia, los derechos humanos, reformulación del combate a las drogas, construcción de paz, dignificación de cárceles y seguridad pública y paz, constituyen propuestas de las que difícilmente podemos tener un diagnóstico positivo. De estos puntos, el tema más polémico que hilvana a los demás es el papel que las fuerzas armadas tienen sobre el orden público. El Plan Nacional de Paz señala que “resultaría desastroso relevarlas” en ese momento, por lo que propuso las reformas necesarias para que tuvieran finalmente respaldo legal de sus funciones de policía, aun cuando reconoció que los elementos “no han sido entrenados para prevenir e investigar delitos y capturar a presuntos delincuentes”. Aunque la Guardia Nacional pretende ser una alternativa, en la práctica es una corporación militarizada que reproduce los problemas que el mismo gobierno reconoce.

¿Cuáles son, entonces, realmente el significado y las implicaciones prácticas de la política de seguridad relacionada a los grupos criminales? El trasfondo de “abrazos, no balazos” no sólo fue cuidar la imagen desfavorable que las fuerzas armadas se fueron formando con el tiempo, sino algo mucho más relevante simbólicamente, como el hecho de no desgastar el símbolo presidencial y su figura política en un campo de arenas movedizas donde las polémicas públicas sobre enfrentamientos entre grupos criminales y fuerzas armadas se usarían en la palestra pública para colocar en medio de una campaña de desprestigio la investidura presidencial y la ubicuidad del discurso presidencial. Los casos del “Culiacanazo” o las tomas televisivas y de videos caseros que regularmente exhiben operativos criminales con decenas de camionetas con hombres armados tomando ciudades enteras en estados como Tamaulipas, Michoacán, Jalisco, Colima o Guerrero y recientemente Chiapas, son el mejor ejemplo de esta situación, si las fuerzas armadas hubieran actuado ante agresiones armadas, poniendo en entredicho al presidente López Obrador.

Así, la salida a este posible cálculo político fue optar por una política de “abrazos, no balazos”, la cual se transformó prácticamente en una estrategia militarizada de disuasión territorial e inhibición del crimen por medio de aprehensiones de presuntos líderes delictivos. Fuera de las grandes ciudades, donde el patrullaje militar es poco visible y donde el control de la seguridad está en manos de corporaciones estatales y municipales, las fuerzas armadas ocupan un papel protagónico central. La estrategia de seguridad actual trazó un despliegue militar y policial a lo largo y ancho del territorio, con el fin de inhibir las actividades ilícitas a través de sistemas de información, inteligencia y capacidad operativa de movilización. No obstante, el énfasis en el territorio significó dejar intactos sistemas de poder criminales que operan con esquemas de crimen organizado como los descritos con anterioridad. Las capturas de ciertos personajes siguieron siendo el lado más mediático para medir el éxito y dar la ilusión de la capacidad estatal de combate al crimen.

La disuasión territorial militar del crimen es básicamente producción de miedo en contextos de inseguridad. Por un lado, si es efectiva, altera el curso de ciertas cosas, como la planeación de un robo, el asesinato de una persona, el intento de secuestro, etcétera. Pero, por otro lado, depende de la complejidad del territorio, sus actores y grupos armados. La capacidad operativa de las fuerzas federales —y, en el mejor de los casos, con la coordinación con otras corporaciones policiales— depende de la configuración territorial del país, en la que la inteligencia policial no parece desencadenar operativos de desarticulación de estructuras criminales. La mayor parte del territorio nacional es accidentado, con formas de dispersión poblacional acentuada, sin considerar la geografía de relieves, ríos y serranías que muy difícilmente los cuerpos de seguridad estatal pueden mantener bajo observación. La mayoría de los líderes de grupos criminales están ubicados en estos accidentados territorios, pero sus redes de comunicación (trans)nacionales son mucho más eficientes que cualquier contacto interpersonal. No parece haber evidencia de que las 266 regiones que el gobierno federal trazó como zonas de alta prioridad hayan sido alteradas positivamente mediante el esquema de disuasión del crimen, prevención del delito y trabajo de inteligencia para desarticular redes de criminalidad.8

Quizá el caso más significativo de lo anterior es el estado de Michoacán. Regularmente se ha mantenido con niveles altos de criminalidad y violencia que oscila en la media nacional. En 2018 se renovaron la gubernatura, diputaciones locales y ayuntamientos, junto a las elecciones nacionales para la Presidencia de la República. En dos municipios michoacanos se experimentaron transformaciones contrastantes respecto de la seguridad local bajo la política de López Obrador. Mientras que en el municipio de Apatzingán ganó Morena, una serie de factores coincidieron para desplomar altos niveles de incidencia delictiva que lo habían colocado en la lista de municipios más violentos a nivel nacional; por otra parte, en Zamora, municipio colindante con el estado de Jalisco y que experimentaba niveles intermedios de violencia, en el marco del triunfo de Morena, las tasas de incidencia delictiva se elevaron de forma dramática similar a Apatzingán, antes de 2018. Cualquiera que siga las noticias nacionales sabe que estos municipios son un territorio central para el crimen organizado. En Apatzingán, desde hace varios años el CJNG ha intentado tomar el control de la región, y tras la coyuntura electoral volvió a buscar controlar el municipio mediante embestidas armadas. Por otra parte, los grupos delictivos que históricamente han controlado la región pactaron entre ellos (al menos cuatro grupos agrupados en Cárteles Unidos), en medio de rumores de que fuerzas del estado participaban informalmente en las negociaciones. Ante la fuerza del CJNG, Cárteles Unidos solicitó auxilio de grupos armados de otros cárteles para enfrentarlo.

Una serie de situaciones difíciles de comprender finalmente alinearon a las fuerzas armadas de todos los bandos, sabores y colores para lograr construir un entorno propicio para que el CJNG se replegara hacia los límites de Jalisco. El resultado fue la división territorial del municipio y la región para que Cárteles Unidos pudiera operar bajo sus reglas. Se dividieron varias actividades para financiar sus organizaciones delictivas, sin mermar la economía y la sociedad, hasta donde fuera posible. A la extorsión se le denominó “impuestos por protección”. Como resultado, el municipio y la región experimentaron una disminución drástica de ese tipo de delitos, cuidando cada grupo sus fronteras territoriales. No se podía cometer ninguna fechoría sin que los grupos autorizaran, a riesgo de romper la “tensa calma” que la región experimentó hasta mediados de 2023, cuando las incursiones armadas del CJNG volvieron a intentar controlar la región, ante lo cual hubo cientos de personas desplazadas. En plena explosión del conflicto armado, un alto jerarca de la Iglesia narró la situación: “Lo que están haciendo [las autoridades] hasta ahora es, no para erradicar, sino para que se enraíce más el crimen organizado, para que permanezca, y mientras esté, más hermanos están muriendo, más gente está siendo desplazada”.9

Contrario a este caso es el municipio de Zamora, donde el repunte de la violencia fue y sigue siendo devastador. El inicio de dicha violencia generalizada se llevó cabo con una caravana armada de varias docenas de camionetas que a la una de la madrugada pasearon por las calles principales de la ciudad con grupos fuertemente armados. Desde 2018 la ciudad ocupa el segundo o tercer lugar mundial entre las ciudades más violentas de hasta 300 000 habitantes; en 2022 tuvo una tasa de homicidios de 177.7 por 100 000 habitantes; su población total es de aproximadamente 205 000 personas, sin considerar la zona conurbada, integrada por otros dos municipios con índices delictivos similarmente altos.10 Al parecer, construir un ambiente similar al de Apatzingán no ha sido posible porque probablemente la alianza entre varios grupos delictivos para enfrentar (o aliarse) al CJNG no contiene los incentivos adecuados para llevarla a cabo. Por su parte, las fuerzas armadas estatales no han logrado disminuir la violencia letal a pesar de nuevos destacamentos, incremento de efectivos, coordinación interinstitucional, etcétera. Es decir, la política de seguridad de disuasión del crimen no ha logrado desarticular a los grupos que se disputan las plazas o al menos crear condiciones para que la violencia disminuya. Por su parte, los programas de prevención contra la violencia, como Barrio Bienestar, centros de salud para tratamiento de adicciones y programas del gobierno federal y estatal, no contribuyen a disminuir la incidencia porque los móviles de la criminalidad no sólo son territoriales.

En estos dos casos, así como en los recientes enfrentamientos armados en varias regiones de Guerrero, Chiapas, Zacatecas y San Luis Potosí, podemos apreciar las limitaciones de la estrategia de seguridad y de pacificación con (y entre) las organizaciones delictivas propuestas en el Plan Nacional de Paz. Los grupos delictivos siguen regulando el orden social, de la misma forma en que siguen fortaleciéndose las fuerzas del Estado al crear mayor infraestructura militar, pero con escasa eficacia para desarticular los sistemas de poder local bajo esquemas de crimen organizado. La disuasión del crimen en estos dos municipios michoacanos ha dado pauta a una serie de atropellos y abusos. Los numerosos puntos de control de entradas y salidas en los dos municipios constantemente son instalados por fuerzas armadas y policías municipales, la Guardia Civil (equivalente a la policía estatal) y la Fiscalía regional, para realizar revisiones vehiculares. Sin embargo, en muchas ocasiones han sido motivo de extorsión a conductores por parte de algunas corporaciones. Varios testimonios circulan de boca en boca sobre la violencia policial y en ciertas ocasiones militar hacia jóvenes que se desplazan por las calles, en medio de un aumento extraordinario del número de motos.

Como observamos, la estrategia de disuasión que el gobierno federal ha recomendado a las fuerzas armadas federales y estatales se consume en sus propios términos. Los múltiples trabajos analíticos sobre las violencias en este sexenio nos hacen pensar que lo que la estrategia está generando es un proceso de afianzamiento del crimen organizado con mayor impunidad; los esfuerzos gubernamentales por detener los costos de la violencia están contribuyendo a reconfigurar territorialmente el dominio de grupos armados. Como consecuencia, asistimos a una pérdida central del control territorial por parte del Estado, en la medida en que la presencia militar y de guardia civil está sujeta a innumerables situaciones de riesgo y los grupos armados tienen mejor conocimiento del terreno. En numerosos territorios donde ha aflorado la violencia, las mismas fuerzas del Estado tienen que negociar su presencia y recorridos, con fin de no entrar en conflictos. Para muchas personas, son inimaginables las enormes complejidades territoriales del país, en las cuales la posibilidad de construir estados de derecho es prácticamente nula, dada la pérdida de control territorial del Estado y el reacomodo de los grupos armados. Lo que estamos experimentando es, entonces, un proceso crónico de gobernabilidad criminal en el que cohabitan muchas fuerzas armadas legales e ilegales, con el fin de jalonear e imponer un cierto orden social que regula los mercados y el juego de poder.

Desde cualquier punto de vista que se vea, las políticas de seguridad del actual gobierno han dejado prácticamente intactos (a la vez que han posibilitado nuevos) los sistemas de poder bajo esquemas de crimen organizado, concentrándose más bien en la gestión de las violencias mediante la militarización y esquemas preventivos del delito que, en conjunto, no han cambiado radicalmente la naturaleza de la criminalidad organizada y no tan organizada. Estos sistemas de poder criminal siguen siendo sumamente poderosos y letales (particularmente para periodistas, activistas, líderes políticos u organizaciones no gubernamentales), mediante sus relaciones con bandas, mafias o grupos delictivos alrededor de los principales actores armados.11 No hay evidencias fehacientes de que varios cárteles o grupos criminales hayan sido desarticulados o reducida su capacidad organizativa y de fuego, a pesar de intercepciones, aprehensiones, decomisos de droga y precursores químicos.12 Los programas para jóvenes en situación de riesgo (reclutamiento forzado o voluntario) no alcanzan a transformar las condiciones de criminalidad simplemente porque la naturaleza del crimen tiene otros orígenes. Como consecuencia de ello, el territorio se ha transformado en pequeñas soberanías de enclaves delictivos bajo una gobernabilidad criminal.

El énfasis en una política de disuasión ha dejado intactas las estructuras delictivas de la criminalidad empresarial que actúan dentro del Estado. La extorsión de grandes ramas productivas, así como de economías regionales de agronegocios, minería o comercio, sigue vigente, sin posibilidad de denuncias debido a las amenazas. En su lugar, la estrategia de seguridad territorial mediante la militarización reproduce una visión territorial del delito como una cuestión de oportunidad y falta de vigilancia. Estos esquemas de seguridad están teniendo al menos dos efectos preocupantes a mediano plazo. Uno de ellos es el impacto de la vigilancia territorial en los derechos de las personas para manifestarse y moverse libremente para defender sus derechos. La figura del crimen es un artefacto poderoso que ha cambiado la participación y las formas de influir en la política, sin posibilidad de cuestionar aquellos sistemas de poder criminales. El segundo efecto es el protagonismo de las fuerzas armadas en todos los niveles gubernamentales de las decisiones políticas de trascendencia, bajo el imperativo de la seguridad. La herencia que nos deja el presidente López Obrador en materia de seguridad, justicia y paz es un país con los mismos problemas de violencia, pero agravados por una postura política que, en lugar de contener la criminalidad organizada, optó por cuidar la imagen presidencial, fortaleciendo a las fuerzas armadas y militarizando a la sociedad mexicana, pero no para desarticular sistemas de poder bajo esquemas de crimen organizado. Será un problema del pasado heredado o una estrategia limitada o incorrecta, pero lo cierto es que los mexicanos seguiremos sorteando las inseguridades cotidianas como se han venido enfrentando por décadas: unos en silencio, otros protestando a costa de la vida, pero la mayoría asimilando el miedo para empezar de nuevo.

La conclusión más importante de este artículo es que la promesa de pacificación y paz en México ha sido incumplida. Hoy en día nadie podría estar de acuerdo en que vivimos una sociedad más pacífica o que se alcanzó a “serenar el país”. Estamos ante una vorágine de violencias en las que los sistemas de poder regional y local bajo esquemas de crimen organizado no fueron trastocados por el gobierno federal y la estrategia de seguridad. En su lugar, se ha militarizado el Estado y a la sociedad de una manera escandalosa con el pretexto de evitar la corrupción en el gobierno y de resarcir el deterioro social. Esta visión militarista de la pureza del Estado y del pueblo bueno nos está llevando a un callejón sin salida respecto del crimen organizado: la protección y extorsión tenderán a formar parte de nuevas economías de estados crónicamente facciosos. Hemos perdido dos oportunidades históricas, una en el 2000 y otra en 2018, pero debemos tener la esperanza de un nuevo momento.

 

Bibliografía

Castañeda, Ernesto, y Cathy Lisa Schneider (coords.) (2022). Charles Tilly: violencia colectiva, política contenciosa y cambio social. México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales.

Lomnitz, Claudio (coord.) (2000). Vicios públicos, virtudes privadas. México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Miguel Ángel Porrúa.

López Obrador, Andrés Manuel (2019). Hacia una economía moral. México: Planeta.

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