Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Sociogenesis of an intellectual revolt in Argentine sociology (1960s-1970s)

Alejandro Blanco* y Juan Pedro Blois**

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*Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet)/Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. Temas de especialización: historia de la sociología e historia intelectual. ORCID: 0000-0002-0333-831X.

**Doctor en Ciencias Sociales por la UBA. Conicet/Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina. Temas de especialización: sociología de las profesiones e historia de la sociología. ORCID: 0000-0003-1724-9630.

 

Resumen: En los años sesenta, el campo de la sociología en Argentina fue testigo del surgimiento de un movimiento intelectual, las llamadas “cátedras nacionales”, caracterizado por un fuerte antiacademicismo y una concepción politizada de la profesión. Tradicionalmente, este fenómeno ha sido explicado como producto de la politización de las clases medias universitarias. Este artículo plantea una explicación alternativa centrada en la relación de las propiedades sociales de los/las sociólogos/as “nacional-populares” con las características del campo disciplinario. A partir de la producción de información relativa a origen social, formación escolar y carrera profesional, se propone mostrar los condicionamientos sociales que promovieron la politización.

Palabras clave: sociólogos/as, campo universitario, politización, peronismo, cátedras nacionales.

Abstract: During the 1960s, the field of sociology in Argentina witnessed the emergence of an intellectual movement, the so-called “national academic chairs”. This movement was characterized by strong anti-academicism and a much-politicized conception of the profession. Traditionally, this phenomenon has been explained as a product of the general politicization of the university middle classes. This article proposes an alternative explanation centered on the relationship between the social properties of the “national-popular” sociologists and the characteristics of the disciplinary field. Based on information about the social origins, schooling, and professional career, it aims to account for the social conditions that fueled politicization.

Keywords: sociologists, university field, politicization, Peronism, national chairs.

 

Desde mediados de los años cincuenta, la sociología en Argentina experimentó una serie de transformaciones, que al cabo de unos años hicieron de ella una de las empresas intelectuales más innovadoras del medio local. Con la creación de las primeras carreras de grado y la puesta en práctica de ambiciosos proyectos de investigación empírica, la disciplina consiguió afirmarse con fuerza en el campo universitario y en el espacio más amplio del debate público sobre los problemas del país. Muy pronto, el campo intelectual y la prensa en general se hicieron eco de lo que se presentaba como una nueva “ciencia”. De hecho, algunas de sus producciones, publicadas en formato de libro, se convirtieron en verdaderos best-sellers. Solventada generosamente por las fundaciones filantrópicas estadounidenses, la sociología vivía un significativo despegue (Blanco, 2006; Blois, 2018).

Con todo, este movimiento de renovación intelectual e institucional, liderado por el sociólogo italiano Gino Germani, no demoró en suscitar agudas críticas, y ya a partir de la segunda mitad de la década de los años sesenta el campo sociológico se tornó el escenario de una encendida disputa por la legitimidad intelectual, como lo atestigua el surgimiento de una abundante literatura sobre la naturaleza del conocimiento sociológico y sobre los compromisos sociales y políticos de sus productores. Para algunos, la disciplina debía ser concebida como una profesión intelectual y/o académica. Para otros, debía pensarse como una “profesión aplicada”, capaz de ofrecer sus servicios a diversas instituciones. En claro contraste, otros pensaban que debía tomar parte de modo decidido en los embates ideológicos y políticos del momento desde una perspectiva abiertamente “revolucionaria” (Blois, 2016). La disputa sobrepasó las fronteras del campo profesional, involucrando también a una fracción de productores del campo literario, la de los ensayistas, que se lanzaron a la elaboración de una versión sociológica del género en abierta oposición a la sociología impulsada por Germani y sus colaboradores (Blois, 2018).

En medio de ese debate hizo su aparición un movimiento intelectual conocido con el nombre de “cátedras nacionales”. Se trató de un grupo de jóvenes docentes de la Universidad de Buenos Aires (UBA) que gravitó en las carreras de filosofía y de antropología, pero que alcanzó su mayor grado de expresividad en la de sociología entre fines de los años sesenta y comienzos de los setenta. Su irrupción significó la invención de una nueva posición en el campo, la de una “sociología nacional-popular”, antiacadémica y “politizada”. Este grupo, en efecto, no sólo cuestionaba el ascendiente de las ciencias sociales estadounidenses; proclamaba también, de modo altisonante, la subordinación de la labor sociológica a la militancia política. Tal como advertía Roberto Carri (1968: 63), uno de sus principales integrantes, la propia sociología podía operar como “una cortina de humo que oculta la dependencia política de los fenómenos sociales”. Por ello, cualquier pretensión de neutralidad o autonomía que se escudara en una supuesta condición “profesional” no hacía más que servir a la defensa de las clases dominantes y el orden vigente. Explícitamente identificados con el movimiento peronista, cuyas ideas se propusieron defender dentro de la universidad, cuestionaron también el lenguaje académico o técnico, al que tachaban de “elitista”. Así, al tiempo que los programas de sus materias se poblaban de referencias a los ensayistas más críticos de la “sociología científica” —Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui—, las obras de líderes políticos como Artigas, Bolívar, Sandino, Mao Tse Tung, Lenin o Perón fueron fuente permanente de discusión en sus clases. Asimismo, desafiaron las jerarquías tradicionales entre docentes y estudiantes, apuntando a dinámicas más “horizontales” o “democráticas”, en las que la administración de exámenes colectivos (y no individuales) fue moneda corriente. En su visión, tal como declaraban en un documento colectivo, eran los estudiantes y el “movimiento nacional” (el peronismo) —y no los pares escogidos por la institución— los “únicos jueces válidos” de sus labores académicas (Carri et al., 1970).

Dada su radicalidad, no sorprende que las “cátedras nacionales” hayan sido analizadas según el modelo ofrecido por las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, de fuerte impronta iconoclasta, más que como un simple movimiento de renovación intelectual (Rubinich, 1999). Por supuesto, la “politización” de las ciencias sociales en los años sesenta fue moneda corriente en diversos países de la región y del mundo. Pero la negación de cualquier tipo de especificidad a la reflexión sociológica y su virtual dilución en las disputas políticas resultan contrastantes con lo que ocurría en otras latitudes, donde por lo general los discursos más incendiarios no se disociaron del seguimiento de ciertas reglas mínimas del juego académico (Beigel, 2010). ¿Qué factores condicionaron esa toma de posición por parte de estos jóvenes docentes universitarios? ¿Cómo se gestó un posicionamiento que, al tiempo que se identificaba como parte de una disciplina universitaria, se adhería a un fuerte antiacademicismo (y virtual antiintelectualismo)? ¿Por qué surgió, en tan breve lapso, una mirada que cuestionaba, casi punto por punto, las ideas y prácticas con las que Germani y sus colaboradores habían renovado el campo sociológico local y liderado una significativa —e inaudita— popularización de la disciplina?

Tradicionalmente se ha intentado explicar el surgimiento de las “cátedras nacionales” como producto de un fenómeno más general, el de la politización de las clases medias universitarias, fenómeno de amplio alcance que, en Argentina, supuso la “peronización” de un sector social que hasta entonces había sido mayormente refractario al movimiento liderado por Perón. Algunos trabajos abordaron la “sociología nacional-popular” desde una perspectiva reivindicatoria de su “compromiso político” (Recalde, 2014);1 otros lo hicieron con una mirada más distanciada (Barletta y Lenci, 2000; Faigón, 2012; Friedemann, 2021; Ghilini, 2017). La mayoría, no obstante, coincidió en postular al “clima de época” de los sixties como el principal elemento detrás de su particular posicionamiento intelectual. De acuerdo con esta perspectiva, la politización habría sido una corriente cultural tan intensa que, en consonancia con lo que ocurría en otras regiones del campo intelectual y universitario argentino, no pudo menos que afectar el ámbito de la sociología (Sigal, 1991; Terán, 1991). La conflictividad social que siguió al derrocamiento de Perón, el impacto de la Revolución Cubana y el surgimiento de una “nueva izquierda” fueron, en este marco, frecuentemente mencionados como los factores determinantes. Aunque sugerente, esa hipótesis no consigue incluir en la explicación al resto del universo de los/las sociólogos/as, el de los/las que no se politizaron (y/o “peronizaron”), o el de los/las que, habiéndose “politizado”, no asumieron el carácter fuertemente antiacadémico de sus pares peronistas. En tal sentido, en este artículo intentaremos una explicación alternativa, más atenta a la morfología del espacio específico de la disciplina que a las características más generales del clima político, aunque lo incluya. Según nuestra hipótesis, esa nueva toma de posición en el campo, la de una “sociología nacional-popular”, podría ser mejor comprendida poniendo en relación las propiedades de posición y de trayectoria de sus proponentes con las características de un campo disciplinario modificado en su estructura por un rápido proceso de crecimiento y expansión, y alterado en su ecología por la violenta intervención política a las universidades llevada a cabo por la dictadura militar de 1966. En ese sentido, defendemos el argumento de que es la posición en el campo la que funda las tomas de posición epistemológicas y/o políticas y no a la inversa, como habitualmente se sugiere. Buscamos mostrar que la propensión “politizadora” de las “cátedras nacionales” obedeció a una lógica que no tenía a la lógica política como su único (ni quizá principal) motor. O, en otros términos, veremos cómo la politización (de la sociología) no se explica (solamente) por la politización (del clima de época).

Este artículo se inspira en una serie de trabajos que, en la senda abierta por Pierre Bourdieu (2005, 2008), ha buscado dar cuenta de la dinámica intelectual o cultural de una manera no reductiva, reconociendo la conformación de espacios relativamente autónomos —los campos—, en los que las influencias contextuales (desde el origen de clase de los agentes hasta el clima de una época), si bien importantes, son mediadas en función de reglas específicas propias de esos espacios. Así, para dar sólo un ejemplo del contexto francés, Gisèle Sapiro (2011) ha vinculado las modalidades de “compromiso” de los intelectuales no con sus posicionamientos morales o políticos per se, sino con la naturaleza de su posición en el campo intelectual. Es decir, según cual fuese el volumen de capital que detentaban, su autonomía respecto a las demandas políticas, así como su grado de especialización, su modo de intervención política, es decir, la forma en que conectaban con la cosa pública, era diferente. Asimismo, el presente artículo se inspira en los trabajos de la sociología del conocimiento que, desde el seminal artículo de Joseph Ben-David y Randall Collins (1966) sobre el surgimiento de la psicología experimental en Alemania en el siglo XIX, han puesto el ojo en la forma en que la dinámica del mercado de trabajo académico —es decir, el volumen y la calidad de los cargos para quienes aspiran a vivir “de” y “para” la vida universitaria— condiciona el desarrollo de las disciplinas. De acuerdo con esta literatura, la capacidad de una determinada corriente intelectual para mantener su “hegemonía” (y resistir los desafíos de sus competidores) no descansa solamente en la calidad intrínseca de sus ideas, sino que depende en buena medida de su capacidad para asegurar —o infundir la expectativa de— una carrera en el medio académico (Gross, 2008).2 Como veremos, la beligerancia de los/las “sociólogos/as nacional-populares”, así como su recelo frente a quienes controlaban los principales recursos de la disciplina, no pueden entenderse si no es en el marco de un campo que ofrecía escasas posibilidades para dedicarse de cuerpo entero a la vida académica.

La muestra de sociólogos/as actuantes en el periodo en la que se apoyó esta investigación, y cuyos posicionamientos buscamos reconstruir, fue constituida siguiendo los siguientes criterios: 1) docentes que tuvieron a cargo la enseñanza de la disciplina en la UBA, la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y la Universidad Católica Argentina (UCA) (las tres principales del periodo);3 2) investigadores de centros privados (donde se concentró la mayor parte del financiamiento externo); 3) miembros de las dos (únicas) asociaciones profesionales (Sociedad Argentina de Sociología y Asociación Sociológica Argentina) que nuclearon a los practicantes del campo. La información relativa a origen social y trayectoria fue recogida a través de fuentes primarias y secundarias. Cuando fue posible, se aplicó una encuesta destinada a relevar información correspondiente a año y lugar de nacimiento, origen social y familiar, formación escolar (universitaria y preuniversitaria) y carrera profesional (25 en total). En los otros casos, esa información fue relevada acudiendo a diversas fuentes: diccionarios biográficos, historiales de trabajo, textos de homenaje, necrológicas, legajos y entrevistas.

 

El espacio y sus transformaciones

Hasta mediados de los años cincuenta, la sociología en Argentina había estado controlada por un conjunto de profesores de tiempo parcial (Giorgi y Vila, 2019), los/las llamados/as “sociólogos/as de cátedra”. Como no existían carreras de sociología, estos agentes limitaban su accionar a la enseñanza de la disciplina como una materia auxiliar en la formación de abogados, filósofos e historiadores (Blanco, 2006). Fue sólo a partir de la caída del peronismo en 1955 y la renovación que siguió en la principal universidad del país, la UBA, que los cambios que se habían producido en las ciencias sociales a nivel mundial penetraron con fuerza en el medio local (Blois, 2018). A partir de entonces, y con el apoyo de las fundaciones filantrópicas estadounidenses, que ofrecieron un volumen de recursos sin precedentes, Germani y un grupo de colaboradores pusieron en marcha la primera carrera de sociología del país en 1957. Con la declarada intención de sentar las bases de una nueva comunidad profesional, estos/as sociólogos/as proclamaron la necesidad de impulsar una novedosa “sociología científica”. El dinamismo fue tal que, al cabo de unos pocos años, en 1965, un observador externo podía afirmar: “Probablemente, Argentina está a la cabeza de los demás países latinoamericanos en lo que se refiere al número de sociólogos profesionales y a la importancia de sus instituciones sociológicas” (Stavenhagen en García-Bouza y Verón, 1967: 91).

Sin embargo, hacia mediados de la década de los años sesenta, la acción conjugada de una serie de factores de diferente naturaleza modificó la morfología del espacio de la disciplina, promoviendo una agudización de la competencia y una disputa por la legitimidad intelectual entre quienes se definían y buscaban ser reconocidos como “sociólogos/as”. Al tiempo que la nueva situación implicaba un serio desafío al liderazgo ejercido por Germani, se plantearon, como veremos, las condiciones para el surgimiento de nuevas posiciones y tomas de posición.

En primer lugar, merced a las expectativas que la nueva carrera despertó entre los jóvenes, hubo un marcado crecimiento de la población de los productores (graduados) que, al elevar el número de pretendientes,4 acabó creando una suerte de “ejército de reserva cultural”, que se constituyó, a la vez, en mano de obra abundante para la experimentación con nuevas formas de producción sociológica y un nuevo mercado para las “producciones heréticas”. Efectivamente, y como la experiencia histórica en los distintos dominios de la producción simbólica (arte, ciencia, teatro, etcétera) lo ha puesto de manifiesto, la proliferación de productores en exceso favorece el desarrollo, fuera de la institución, de un medio intelectual negativamente libre, bohemio, que actúa como “laboratorio” de un nuevo modo de pensamiento y de un nuevo estilo de vida, y también como “mercado” donde las audacias en materia de arte y de “arte de vivir” encuentran un mínimo de gratificaciones simbólicas. En este caso, cabe advertir, dicha bohemia no estaba enteramente “fuera” de la institución, ya que el Departamento de Sociología de la UBA incorporó, desde temprano, a un buen número de jóvenes graduados como ayudantes en las labores de docencia. En efecto, frente al rápido crecimiento de la matrícula, el incremento de la carga docente fue atendido a partir de la multiplicación de cargos de tiempo parcial, que no suponían más compromiso que el dictado de una clase semanal, sin serles asignadas labores de investigación. Aun cuando relativamente económica —los cargos de tiempo completo eran más costosos para las arcas de la universidad—, esta solución iba a contrapelo de las expectativas de Germani, quien, en consonancia con lo que ocurría en otras latitudes, y en claro contraste con los/las “sociólogos/as de cátedra”, se había propuesto hacer de la sociología académica una ocupación de tiempo completo (Blois, 2020). Para los jóvenes docentes, la situación no dejaba de ser problemática: al tiempo que enseñar en la UBA era sin dudas una fuente de prestigio y podía aparecer como un (primer) paso en la carrera académica, su vinculación con la institución, tanto como el salario que recibían, estaban lejos de resultar adecuados para vivir exclusivamente “de” la sociología. Así, mientras la disciplina atraía a un importante contingente de graduados y los entusiasmaba con una posible carrera profesional, la misma no estaba en condiciones de colmar las expectativas que suscitaba. Prontamente, el futuro laboral se presentó para muchos/as jóvenes sociólogos/as bajo el signo de lo incierto, malestar que sirvió de caldo de cultivo para la rebeldía frente a Germani, la cara más visible de la nueva institución, y su “sociología científica”.

Lo anterior, la necesidad de incorporar un amplio cuerpo de auxiliares docentes fue, como adelantamos, inseparable del crecimiento de la matrícula.5 Sin duda, ese crecimiento fue facilitado por la gratuidad de los estudios universitarios y la eliminación de cualquier restricción en el número de vacantes decididas por el gobierno peronista en 1947. Sin embargo, no todas las carreras crecían de la misma manera, de tal modo que el aumento de los estudiantes de sociología es revelador de las expectativas que la nueva oferta educativa despertaba en el estudiantado: aunque detrás de Psicología, Sociología fue la segunda carrera más numerosa de la Facultad de Filosofía y Letras, aventajando con creces a las más tradicionales de Letras, Filosofía e Historia (Blois, 2018). Se produjo entonces un ensanchamiento del público o clientela de los/las sociólogos/as y, por consiguiente, del mercado de consumo para sus producciones. Pero los estudiantes, cabe advertir, en consonancia con la tradición de activismo iniciada con la Reforma universitaria de 1918, eran más que un mero público o clientela. Ya desde temprano, a medida en que aumentaba su volumen, devinieron una voz de peso en el interior de la carrera, que no dudaba en plantear sus preferencias y condicionar de ese modo la actividad de sus profesores, cuestionando la relación docente-alumno canónica, donde es el primero quien (con base en sus credenciales y experiencias) diseña el programa y fija los contenidos. Las movilizaciones, asambleas y peticiones estudiantiles devinieron moneda corriente; por ejemplo, en 1963 hubo una huelga contra un curso de metodología en nombre de la crítica al “empirismo abstracto” (Pereyra y Lazarte, 2022). Aquellas protestas fueron, asimismo, acompañadas de una miríada de gestos más acotados, pero no menos insidiosos para quienes pretendían enseñar. Así, por ejemplo, no era inusual, según los testimonios de la época, que algunos estudiantes apagaran las luces del aula mientras se estuviera desarrollando una clase o que, en señal de clara descalificación al docente, leyeran el diario en plena clase (Blois, 2018). Es preciso destacar que la influencia estudiantil era reforzada por la propia institucionalidad vigente en la UBA, en la que, a partir de 1955, se había restituido el cogobierno universitario según el cual representantes de los tres claustros —profesores, graduados y estudiantes— estaban a cargo del gobierno y la gestión de la institución. Así, los estudiantes tenían voz y voto en las más diversas decisiones en materia académica, desde la designación de los profesores y el reparto de los cargos hasta las licencias de los docentes, lo que obligaba a éstos y al decano a constantes procesos de negociación (Buchbinder, 1997). Germani y varios de sus colegas se lamentaron en más de una oportunidad de la fuerte injerencia que el cuerpo estudiantil tenía en las universidades argentinas (Blois, 2018).

En tercer lugar, la morfología del espacio se vio alterada por una diversificación y ampliación geográfica de los instrumentos de producción y reproducción de la disciplina, hasta entonces mayormente concentrados en la ciudad de Buenos Aires: 1) expansión de la oferta de grado mediante la creación de seis nuevas carreras; 2) creación del primer curso de posgrado; 3) fundación de centros de investigación privados; 4) edición de revistas especializadas (Desarrollo Económico, 1961-1975; Estudios de Sociología, 1961-1965; Revista Latinoamericana de Sociología, 1965-1970, 1974-1975; Cuadernos de los Institutos, 1959-1970).

Finalmente, se dio el surgimiento de una amenaza de jurisdicción lanzada por la presencia de una fracción de ensayistas que desarrollaron estrategias de reconversión mediante las que produjeron una “versión sociológica” del ensayo con enorme éxito de público (Blanco, 2018). La violencia con la que, por momentos, los/las sociólogos/as “científicos” reaccionaron ante la presencia de esta nueva versión del género puede comprenderse a la luz de las muestras de adhesión y de simpatía que despertó entre fracciones de estudiantes cada vez más grandes. Celosos de unas fronteras que protegían su identidad estatutaria, los/las sociólogos/as de profesión acusaron a los ensayistas de estar usurpando el nombre de la disciplina para “autorizar” sus producciones y “autorizarse” a sí mismos. Con todo, es preciso resaltar que, al tiempo que estos escritores podían deslegitimar el tipo de sociología alentado por Germani y sus colaboradores, su prédica no dejaba de fomentar la popularidad de la disciplina. De hecho, de acuerdo con un conocido semanario (Panorama, 1971: 38-45) que realizó una encuesta entre 50 ingresantes a la Carrera de Sociología de la UBA, la mayoría había decidido sus estudios inspirados en la lectura de algún ensayista.

En forma paralela a esos cambios morfológicos, en 1966 se produjo un hecho que alteró fuertemente el estado del campo universitario en general y de la sociología en particular. Luego de un golpe militar, asumió un gobierno encabezado por el general Juan Carlos Onganía (1966-1970), que, en su búsqueda por afianzar el orden interno y prevenir lo que a sus ojos aparecía como una “amenaza comunista”, buscó limitar la autonomía de las universidades y el creciente activismo estudiantil (Buchbinder, 2005). La intervención militar ocasionó, en el caso específico de la carrera de Sociología de la UBA, la renuncia masiva de su cuerpo docente, hecho que terminó provocando una alteración significativa de la ecología de la disciplina. Hasta entonces sede de la “vanguardia intelectual” en materia de investigación y de enseñanza, la carrera de la UBA quedó en manos de agentes graduados en derecho y filosofía y sin capital específico (o científico). Si hasta allí esta institución había mantenido un perfil profesional homogéneo, hegemonizado por los “sociólogos científicos” —Germani había buscado evitar el ingreso de los “sociólogos de cátedra”—, desde entonces se volvió mucho más plural (Blois, 2018). Los profesores renunciantes (o exonerados), por su parte, se radicaron en su mayoría en los centros privados de investigación, algunos en el Instituto Torcuato Di Tella (ITDT), que ya contaba con el Centro de Sociología Comparada (CSC) dirigido por Germani desde 1964, otros en el Departamento de Sociología de la Fundación Bariloche (FB) creado en 1967.

Lo anterior no hizo más que acrecentar la gravitación de los centros privados, induciendo una clara heterogeneización de las condiciones de trabajo de los/las sociólogos/as dependiendo de la institución donde se insertaran. Abocados de manera prioritaria a la investigación o la docencia, los centros, por un lado, y las carreras de sociología, por el otro, exigían perfiles y destrezas distintos, al tiempo que ofrecían a sus miembros posibilidades profesionales muy diferentes. Mientras quienes eran contratados en los centros podían asumir su trabajo como una profesión de tiempo completo, con buenos salarios, y embarcarse en investigaciones empíricas de largo aliento, quienes trabajaban solamente en alguna de las carreras accedían a alguna designación de tiempo parcial, limitada a la actividad de enseñanza. Dada esa situación, a menudo estos últimos debían asumir una segunda ocupación que no siempre tenía relación con lo que enseñaban en sus clases. Todo ello promovió un clivaje dentro de la profesión entre, por un lado, una “élite” conformada por aquellos que trabajaban en los centros (así reconocida en la época) y una “masa” de docentes empleados en las carreras, por el otro. Por supuesto, mientras estas últimas tenían en general un perfil más abierto —la de la UBA, como indicamos, lo tuvo a partir de 1966—, dando cabida a docentes con trayectorias sociales y profesionales —e ideas sobre la disciplina— muy diferentes, los centros de investigación privados, al imponer determinadas barreras de ingreso, como la posesión de un diploma de posgrado obtenido en el exterior y de preferencia en Estados Unidos, exhibían un perfil más homogéneo.

Como consecuencia de los cuatro factores estructurales mencionados, de la reconfiguración producida a partir de la intervención militar en las universidades en 1966, así como de la base institucional diferenciada que se fue configurando, el espacio de la sociología universitaria quedaría en lo esencial fragmentado en cuatro polos que designaremos como “científico”, “católico”, “marxista” y “nacional-popular”,6 separados por propiedades de origen social y de trayectoria e integrados respectivamente a partir del control de diferentes instrumentos de producción y reproducción de la disciplina (carreras, cátedras, centros de investigación, revistas, editoriales) y de creencias compartidas acerca de la profesión. Mientras los tres primeros, no sin diferencias, se hallaban hacia mediados de los años sesenta relativamente establecidos en términos profesionales, el polo “nacional-popular”, el último en ingresar al campo, debió cuestionar el ascendiente de sus pares en vistas de hacerse de un lugar en el escenario sociológico local.

 

Los establecidos

“Científicos” y “católicos”, los de mayor edad y antigüedad en el campo, están claramente separados por propiedades tanto de origen social y geográfico como de trayectoria. Los primeros, que tienen bajo su control el Departamento de Sociología de la UBA y el instituto homónimo, y están agrupados en la Asociación Sociológica Argentina (ASA), provienen de la clase media urbana de origen inmigratorio de la ciudad de Buenos Aires (son porteños), mientras que los segundos, que tienen sus bases de operaciones fundamentalmente en la UNC y en la UCA y están afiliados a la Sociedad Argentina de Sociología (SAS), descienden de familias tradicionales, en su mayoría del interior del país.

En rigor, el polo católico reconoce dos fracciones, una “moderna” y otra “tradicional”, diferenciadas tanto en función de la edad, del origen social y geográfico, como de la trayectoria escolar. Los miembros de la primera son los más jóvenes, detentan origen social elevado (provienen en general de linajes con fuerte enraizamiento en el campo del poder, con apenas algunos casos desviantes salidos de familias de la pequeña burguesía urbana de origen migratorio) y acreditan formación de posgrado en sociología en los modernos centros de formación del exterior, especialmente de Estados Unidos (Harvard, Columbia, Chicago, Cornell, Indiana, Sciences Po). Diez años mayor que sus colegas, José Miguens (1918-2011) reunía las propiedades de origen y de trayectoria que acabarían tornándolo líder de esta fracción de jóvenes sociólogos: primogénito de la fratría, tenía un origen social más elevado y significativos triunfos sociales (casado con una mujer de la clase alta porteña) y escolares (graduado en la UBA con medalla de honor y estancia en formación especializada en la Universidad de Harvard bajo la supervisión de Talcott Parsons y Pitirim Sorokin). No sorprende entonces que en 1959 le fuera confiada la dirección del flamante Departamento de Sociología de la UCA.

La fracción “tradicional” del polo, en cambio, está integrada por agentes provenientes de la llamada “sociología de cátedra”, tradición universitaria formada a comienzos del siglo XX e impulsada por abogados salidos en general de las oligarquías provinciales. Proveniente de una de las principales familias de la élite tucumana, Alfredo Poviña (1904-1986) reunía las propiedades necesarias para tornarse el “jefe natural” del grupo. Con más antigüedad y prestigio en el campo y un volumen más importante de producción intelectual, Poviña era dueño de una importante reputación nacional —en 1952 fue designado Miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales—, regional —en 1950 fue fundador y primer presidente de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS)— e internacional —era integrante del consejo directivo del Institut International de Sociologie (Blanco, 2006). Sin embargo, aunque de edad biológica similar a los “científicos”, los integrantes de esta fracción declinante de sociólogos católicos son los “sociólogos fósiles”, dos veces “viejos”, por la edad de su “arte” y de sus esquemas de producción, pero también por todo un estilo de vida, del que el estilo de sus obras es sólo una dimensión. Sus formas solemnes y ceremoniosas le valieron de hecho el despectivo mote de “sociología de frac” (Delich, 1977).

Asociado con el origen social y religioso, los patrones de reproducción familiar oponen también a “científicos” y “católicos”, lo que también revela “estilos de vida” bien diferenciados. Familias malthusianas (laicismo), de un lado, familias numerosas (catolicismo), del otro. Los “católicos” tienen, en promedio, más del doble de hijos que los “científicos” (3.2 y 1.3 respectivamente). Estos últimos, como ya fue indicado, provienen de familias de la clase media urbana en proceso de ascensión social, que exhiben estrategias de reproducción de fuerte inversión escolar y reducción de la fecundidad. Esta estrategia malthusiana de reproducción de sus familias de origen se acentúa en los descendientes, y más todavía en las mujeres que en los varones, en las que se advierte un notable descenso de la fecundidad respecto de sus progenitores. En el polo “católico”, en cambio, predomina la familia numerosa (familias grandes y grandes familias) y los descendientes prolongan ese patrón, aunque de forma algo atenuada, condicionada probablemente por la inversión escolar, en la mayoría de los casos muy superior a la de sus ascendientes.

Las propiedades de trayectoria distinguen también, y muy claramente, a estas dos fracciones de sociólogos/as. Los “científicos” se formaron en colegios laicos y acreditan formación superior en disciplinas científicas (en su mayoría formados en filosofía y letras), que preparan para el ejercicio de profesiones intelectuales (profesor e investigador), mientras que los católicos, formados en colegios confesionales de élite y con experiencias de activismo social e intelectual en la Acción Católica Argentina, poseen formación de grado en una disciplina normativa y burguesa como el derecho, que prepara para una carrera profesional de tipo temporal. Esa diferencia de habitus escolar, reforzada por el origen social, está en el origen de las distintas trayectorias que los distinguen.

Asimismo, los “científicos” tienen una identidad social más definidamente universitaria que los católicos, en la medida en que concentraron todas sus “inversiones” en el sistema académico al que se entregaron en cuerpo y alma, sin procurar otros poderes que los universitarios. Por su parte, provenientes de las fracciones económicas o políticas de los grupos dirigentes, los “católicos” dispusieron de oportunidades de inversión alternativas, en el mundo de la gran empresa y la alta función pública. Eso explica el carácter más disperso de sus trayectorias: para ellos, la actividad académica fue una de otras tantas inversiones posibles. En contraste, sin conexiones equivalentes con el campo del poder, lo que sin duda reforzó su disposición a concentrar sus inversiones en el medio académico, Germani y sus colaboradores tuvieron enormes dificultades para legitimar su empresa entre los sectores más tradicionalistas de las élites locales, que veían en la sociología “científica” una empresa próxima al “comunismo”.

Por lo demás, las alianzas matrimoniales de “científicos” y “católicos” condicionaron también la orientación de sus trayectorias, más académicas o más híbridas, según los casos. Mientras los primeros contrajeron alianzas homogámicas (se casaron con hombres y mujeres del mismo origen social y geográfico) y endogámicas (del medio universitario, y en muchos casos de la misma disciplina o de disciplinas de la misma área o facultad), los católicos establecieron alianzas matrimoniales no endogámicas (no se casaron con universitarias) aunque socialmente homogámicas. Si en un caso los matrimonios obraron como refuerzo de identificación con la institución universitaria, en el otro tendieron a atenuarlo.7

Aunque “científicos” y “católicos modernos” tienen trayectorias de formación en el exterior, los “científicos” acumulan más capital científico o específico. Algunos ocupan posiciones de dirección en las principales instituciones de enseñanza e investigación, nacionales e internacionales (Flacso, CLAOCS, Clacso, CEPAL, Conicet, IDES, ITDT), al tiempo que publican en las revistas especializadas de mayor prestigio del campo —Revista Latinoamericana de Sociología y Desarrollo Económico— y en las innovadoras editoriales especializadas en la difusión de la cultura científica (Paidós, Eudeba, Hachette), así como en las editoriales de la vanguardia cultural (Jorge Álvarez, Instituto Di Tella y Nueva Visión). Son, asimismo, los principales donatarios de subsidios para la investigación de las instituciones internacionales consagradas al mecenazgo científico (en especial de las fundaciones Ford y Rockefeller). En un medio donde las organizaciones académicas públicas enfrentaban significativas restricciones económicas —en particular en instituciones como la UBA, en pleno proceso de masificación—, el acceso a estos recursos fue una importante fuente de jerarquización y estratificación de la comunidad sociológica. Los subsidios fueron clave para poner en marcha investigaciones a tono con las que se desarrollaban en otras latitudes y para hacer de la disciplina una ocupación de tiempo completo. Esos fondos solventaron asimismo el envío de jóvenes sociólogos/as al exterior y financiaron su contratación al regreso, cuando, ante las dificultades de la UBA, se insertaron en los centros privados de investigación.

Los “católicos”, por su parte, casi todos abogados de profesión, divulgan sus trabajos en revistas del ramo o en revistas vinculadas a las organizaciones del mundo católico. Publican sus libros en editoriales especializadas en la producción intelectual de los abogados (Abeledo Perrot, Roque Depalma Editor, Víctor P. de Zavalía), en editoriales con prestigio en el mundo literario (Emecé) o escolar (Kapelusz), así como en editoriales comerciales o de “gran público” (Macchi, Ediciones del Atlántico, Sigla, Líbera).

Las condiciones de ingreso al campo también oponen a “católicos” y “científicos”. Los primeros se iniciaron en la sociología en las décadas de los años cuarenta y cincuenta, con el patrocinio de Poviña, que controló durante todo ese periodo las principales bases institucionales de la disciplina (cátedras, institutos y asociaciones profesionales). Los “científicos”, en cambio, hicieron su ingreso al campo en los márgenes del sistema universitario durante el peronismo, como alumnos de los cursos de sociología y psicología social que Germani dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores (CLES)8 entre 1946 y 1955, o ya en la carrera y en el Instituto de Sociología de la UBA desde 1955 en adelante (Blanco, 2006).

Los/las sociólogos/as “marxistas” son un desprendimiento de las filas de los “científicos”. Mayormente hijos de comerciantes, de cuadros superiores y de cuadros medios de la ciudad de Buenos Aires, provienen de regiones similares del espacio social, el de la clase media urbana de origen inmigratorio y en proceso de ascensión social. Salidos también de familias malthusianas, modelo que ellos mismos reprodujeron (1.4 hijos en promedio), acreditan un importante volumen de capital científico con componente internacional, acumulado a través de una formación de posgrado en el extranjero. En efecto, graduados hacia fines de la década de los años cincuenta y la primera mitad de los años sesenta en el contexto de formación de la nueva cultura científica liderada por Germani, casi todos ellos se beneficiaron de las posibilidades de especialización y profesionalización en el extranjero que patrocinó quien por entonces revestía como su “jefe de escuela” (vía becas Conicet y de las fundaciones Ford y Rockefeller). Asimismo, tuvieron la oportunidad de participar en experiencias de trabajo en las instituciones de punta de la investigación social, como el Instituto de Sociología de la UBA (hasta 1966) o el ITDT (desde 1964). Una vez graduados, mantuvieron fuertes relaciones de dependencia con las instituciones del polo “científico” (casi todos ellos son investigadores del ITDT, ocupando algunos, incluso, posiciones directivas), así como con las fundaciones filantrópicas estadounidenses, cuyos subsidios les permiten desarrollar sus carreras profesionales.

A pesar de todo lo que los aproxima a los “científicos”, no esconden sus intenciones de desmarcarse, asumiendo prontamente posiciones “heréticas”, como lo revela la creación, en 1966, del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales (Cicso), una institución de explícita inspiración marxista financiada con los aportes de sus asociados y adherentes (Blois, 2018), o su activa participación en la influyente revista Pasado y Presente, devenida muy pronto en una de las revistas “fetiche” de lo que se conocerá como la “nueva izquierda” (Burgos, 2004). Sin duda, su prédica “comprometida”, que cuestiona la neutralidad valorativa y se presenta como una sociología de “izquierda”, los conecta mejor con las expectativas de los estudiantes de sociología que, desde comienzos de los años sesenta, venían cuestionando el ascendiente de los “científicos”. Aunque nucleados, en su condición de “vanguardia científica” en vías de consagración, en la “pequeña revista” (Pasado y Presente), el acceso que tienen tanto a las revistas “científicas” consagradas del campo (publican en Revista Latinoamericana de Sociología y en Desarrollo Económico) como a las editoriales en ascenso de la vanguardia cultural (Jorge Álvarez, Tiempo Contemporáneo y Siglo XXI Editores) revela el volumen de capital específico y de autoridad intelectual que tienen.

Paradójicamente, el caso “desviante” del agrupamiento, Juan Carlos Portantiero (1934-2007), acabará erigiéndose en su “jefe de fila”. En efecto, mientras que casi todos acreditan formación en el exterior, él apenas cuenta con el grado en sociología. Pero la paradoja es aparente, en la medida en que, a diferencia de los otros, cuenta con una serie de triunfos intelectuales que cotizan muy bien en el espacio de las fracciones más jóvenes del campo cultural y universitario, así como entre amplias franjas del estudiantado: a la par de una notable trayectoria como “intelectual orgánico” del Partido Comunista, es uno de los fundadores de Pasado y Presente. Además, ha publicado muy temprano su primer libro, Realismo y realidad en la narrativa argentina (1961) y ha hecho su ingreso al campo (sociológico) por la puerta principal, como investigador de la institución de investigación de mayor prestigio y recursos, el ITDT, ocupándose del objeto de mayor jerarquía y rentabilidad científica del campo intelectual, el peronismo. En este caso, la búsqueda de un perfil crítico no suponía una desconexión con las instituciones y actores locales más identificados con el mainstream internacional de la disciplina. Es diferente la realidad de los/las sociólogos/as “nacional-populares”, quienes, despojados de esas conexiones, no demorarían en propiciar una profunda revuelta intelectual.

 

Los pretendientes

En términos de origen social y geográfico, los miembros de las “cátedras nacionales” no se diferencian de “científicos” y “marxistas”, proviniendo también de familias malthusianas, patrón que ellos mismos han replicado (2.4 hijos en promedio). Tampoco existen diferencias significativas en sus tempranas trayectorias de formación escolar. Salvo el caso de algunos educados en colegios confesionales, todos fueron alumnos de reconocidas instituciones educativas públicas de la ciudad de Buenos Aires. Lo que los distancia, sin embargo, son propiedades de trayectoria relativas a su formación universitaria y las condiciones de ingreso al campo, especialmente el estado del mercado de trabajo académico con el que se encontraron una vez graduados. En efecto, nacidos entre 1940 y 1945, terminaron sus estudios en la segunda mitad de la década de los años sesenta, en un campo conformado en su morfología y sus principales líneas de fuerza por la cristalización de tres polos relativamente establecidos: una vanguardia consagrada (los “científicos”), una vanguardia en vías de consagración (los “marxistas”) y una retaguardia (“los católicos”). Además, el ingreso de estos/as sociólogos/as a la profesión se dio en el contexto de una carrera que, como la de sociología de la UBA, sería violentamente reestructurada por la intervención militar de 1966, que implicó un drástico cambio de su cuerpo docente, una pérdida considerable de su “capital específico” y una reducción de sus recursos económicos.

En rigor, la intervención militar aceleró un movimiento iniciado ya por Germani, quien, cansado del activismo estudiantil, había comenzado a transferir de la UBA al ITDT parte de los recursos provenientes del exterior. Si bien el número de estudiantes continuó en aumento, la emigración de buena parte de su personal y sus recursos conspiró contra la posibilidad de mantener unidas las actividades de enseñanza e investigación (en adelante espacialmente segregadas en instituciones diferentes: UBA, ITDT), lo que menoscabó el capital de prestigio internacional que tenía hasta entonces esta institución. Por ejemplo: mientras su cuerpo docente se poblaba de agentes que en muchos casos no habían tenido contacto directo con la disciplina (Blois, 2018), durante los años de 1967, 1968, 1969 y 1972, la dirección del Departamento quedó sucesivamente en manos de un escritor y periodista, un filósofo tomista y dos abogados. Esta situación arrojó a los/las futuros/as sociólogos/as “nacional-populares” a una situación de relativa orfandad intelectual.

Más aún, estos/as jóvenes sociólogos/as ingresaron al campo en un contexto de gran incertidumbre sobre su futuro laboral, cuando era visible que las oportunidades laborales en el medio académico estaban bien por detrás del creciente número de graduados. Si, como indicamos más arriba, el aumento de la matrícula atentó contra la expansión de los cargos docentes de tiempo integral en la UBA, el flujo en aumento de individuos con un diploma de “sociólogo” saturaba la capacidad de “absorción” del sistema académico. Las carreras de la UCA y la Universidad del Salvador ofrecían posibilidades docentes, pero lo hacían también con designaciones de tiempo parcial, lo que obligaba a tener un segundo empleo. Y, de hecho, esta fue la situación con varios miembros de las “cátedras nacionales”, que ocupaban cargos de baja jerarquía en el Estado, que no tenían para ellos más importancia que la de asegurarles un sustento económico. Lejos de las inserciones de mayor cotización en el campo que ostentaban “científicos” o “marxistas”, y, dado su origen social, privados de las oportunidades de las que gozaban los “católicos”, sus ocupaciones tenían una escasa relación con su actividad de enseñanza. Por lo mismo, al no contar con el apoyo de las fundaciones extranjeras, los/las futuros/as “sociólogos/as nacionales” no tuvieron la oportunidad de embarcarse en viajes de formación en el exterior ni en proyectos de investigación empírica de gran aliento. Esta situación no sólo los privaba de la posibilidad de socializarse en una “cultura profesional” a tono con el mainstream internacional —y dotarlos del know-how con el que elaborar pedidos de financiamiento, redactar informes de investigación o publicar en las revistas “científicas” más consagradas—, los forzaba también a ocupar en el campo aquellas posiciones vinculadas más estrictamente a la reproducción del conocimiento (la docencia) que a su producción (la investigación).

No es casualidad que el grupo de los “nacional-populares” sea el más “horizontal”, sin “jefe de escuela” a la vista. Con todo, quien de alguna manera concentra el “carisma” es Roberto Carri (1940-1977), primogénito en la fratría, el más dotado del grupo, tanto en términos de origen social —su padre, médico de profesión, tiene uno de los cargos de máxima jerarquía en el campo de la salud pública— como de trayectoria escolar —es el único que ha realizado la educación básica (primaria y secundaria) en un colegio de élite y el primero en graduarse como sociólogo—. Carri es también el primero en “hacerse de un nombre” con dos libros publicados en 1967 y 1968 y el que lleva a cabo las apuestas más audaces del grupo, participando en algunas iniciativas de la vanguardia política e intelectual de entonces, como la revista Estudios Sindicales, una iniciativa financiada y editada por dos jóvenes abogados laboralistas de renombre, de la que fue director, con el seudónimo de Roberto Cappagli (apellido de su madre).

En ese marco, sin mentores intelectuales de peso ni el apoyo de las fundaciones filantrópicas, y enfrentados a un mercado laboral poco promisorio, ¿sorprende que estos/as jóvenes sociólogos/as terminaran procurando fuera del campo a sus mentores intelectuales, como lo atestigua la presencia significativa que en los programas de enseñanza de las “cátedras nacionales” tienen las obras de autores como Jauretche, Scalabrini Ortiz o Hernández Arregui?9 ¿Qué mejor que inspirarse en aquellas figuras que habían cuestionado la validez de la perspectiva sociológica de Germani con marcada acidez y que, además, contaban con la simpatía de buena parte del estudiantado? ¿Sorprende que hayan apuntado a construir una “sociología nacional” y rechazado lo que veían como “modas intelectuales” de los centros mundiales de la disciplina cuando no tenían vínculos con los donantes foráneos ni circulaban internacionalmente? ¿Sorprende, asimismo, que hayan decidido bautizar la revista Antropología 3er. Mundo con el nombre de una disciplina que en Argentina carecía de pasado, de tradición, y que en ese momento tenía en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales una posición estructuralmente homóloga a la que los agentes que la adoptan como emblema de su identidad tienen en el espacio de la sociología? ¿Por qué reivindicar una disciplina como la sociología, cuyos principales resortes y oportunidades laborales les eran ajenos? ¿Sorprende que, sin “padrinos” en la profesión, hayan buscado ganarse el apoyo de los estudiantes, un actor clave a la hora de definir el reparto de cargos y asignaturas en la carrera de Sociología de la UBA? ¿Debería llamar la atención entonces la experimentación con formas más horizontales —y pretendidamente democráticas— de enseñanza o la apelación a un lenguaje “politizante” que estaba en sintonía con el militantismo estudiantil?

Los “nacional-populares” son los “bohemios” de la disciplina que, “haciendo de necesidad virtud”, adoptan, referenciados en una nueva categoría de productores culturales, la de los ensayistas —que tienen en el campo literario una posición homóloga de la que estos/as jóvenes sociólogos/as tienen en el espacio de la disciplina (Blanco, 2019)—, el programa de una “sociología nacional” y antiimperialista, defensora de las tradiciones nacionales y crítica de las importaciones metropolitanas. Sin posibilidades de comprometerse en investigaciones empíricas de largo aliento, sus principales monedas de cambio en el mercado de la producción cultural fueron el ensayo sobre temas de historia política y el análisis de coyuntura.10

 Al mismo tiempo, ajenos a los circuitos del mainstream internacional, su rechazo de la literatura estadounidense (y de los fondos a los que de todos modos no podían acceder) fue de la mano de la búsqueda de una autonomía intelectual que, crítica de sus pares “colonizados”, buscaba inspiración en las elaboraciones y doctrinas de líderes políticos del pasado y del presente, en un arco que iba de Artigas a Perón. Todo indica que el escaso intervalo de edad entre “marxistas” y “nacional-populares”, que va de cinco a 10 años, se revelaría decisivo para la trayectoria de estos últimos, que ingresaban a un campo que ya no estaba en condiciones de ofrecerles posibilidades de formación en el extranjero y/o experiencias de investigación, ni los recursos y las posiciones necesarias para hacer de la sociología una profesión en el sentido weberiano del término.

No es casualidad que, en tanto “recién llegados”, los “nacional-populares” publiquen en editoriales y revistas “plebeyas”, desprovistas de capital simbólico (Sudestada/Efecé y Antropología 3er. Mundo y Envido), promovidas y sostenidas por el pequeño cenáculo al que pertenecen y el público estudiantil. Estructuralmente los más “jóvenes”11 del campo y por eso mismo los menos dotados de capital específico, son los que, negando la diferencia entre campo político y campo intelectual o científico (negación que es la definición misma del intelectual comprometido que pregonan), importan al campo disposiciones militantes, formas de acción y de pensamiento que son propias del campo político, concibiendo la actividad del sociólogo como un compromiso y una acción colectiva, fundada sobre agrupamientos regulares (las “cátedras nacionales”), palabras de orden, manifiestos, etcétera.

Por supuesto, los/las “sociólogos/as marxistas” no eran ajenos a las prácticas militantes, como indicamos. De hecho, su conexión con esas prácticas era algo que los distinguía de sus pares “científicos” y los conectaba mejor con el público estudiantil; pero, a diferencia de los “nacional-populares”, el trabajo académico y la práctica militante no dejaban de tener para ellos un registro diferente (Blois, 2018). En rigor, “marxistas” y “nacional-populares” encarnaron dos formas distintas de “profetismo intelectual”. Según el argumento que hemos desarrollado en este trabajo, las diferencias que exhibieron en sus tomas de posición, tradicionalmente atribuidas a los efectos de la politización, podrían ser mejor comprendidas como la resultante de unas disposiciones asociadas con la ocupación de una determinada posición en el campo (condicionada por el volumen del capital científico) y con una determinada trayectoria en el mismo. Entrenados en las rutinas del trabajo científico y académico durante su periodo de formación bajo el liderazgo de Germani, y dueños de un cierto capital científico adquirido en centros de formación del exterior, los “marxistas” adoptaron una posición crítica frente a una ciencia rutinizada —el “cientificismo” del que acusan a los “científicos”—, pregonando, como buenos vanguardistas, el retorno a la verdadera ciencia, el marxismo. En ese sentido, no cuestionaron la ciencia como tal, sino el hecho de que la ciencia realmente existente no fuera lo suficientemente científica. En contraste, con sus carreras relativamente bloqueadas ante la falta de perspectivas, sin posibilidades de una especialización en el exterior ni de abrazar la disciplina como una ocupación de tiempo completo —y por ello forzados exclusivamente a la docencia—, los “nacional-populares” adoptaron una posición politizada (y heterónoma) en el campo, cuestionando, en nombre de determinados ideales y valores políticos (la emancipación del pueblo, la liberación nacional, etcétera), no sólo una determinada concepción de la ciencia —como la de los “científicos” o la del marxismo—, sino la idea misma de ciencia.

Antes que condicionantes de sus diferentes tomas de posición, las experiencias políticas de estas dos fracciones de jóvenes sociólogos/as —forjadas en los círculos y organizaciones militantes de la llamada “nueva izquierda”— obraron como un refuerzo de las disposiciones adquiridas en el campo. En un caso, la cultura “internacionalista” de los tradicionales partidos de la izquierda ostentó una significativa afinidad electiva con los valores universales del mainstream científico internacional; en el otro, la cultura “nacional” del peronismo se correspondió con un estilo intelectual que, no sin una importante dosis de nativismo, apuntó a la construcción de una sociología “nacional y popular” inspirada en el pensamiento político
de los líderes del Tercer Mundo y la labor de los ensayistas más críticos de la sociología como ciencia.

 

Conclusiones

La historia intelectual en Argentina ha estado en general dominada por un enfoque que ha hecho del clima político un factor central en la comprensión de las ideas y el accionar de los intelectuales. La historia de la sociología, y especialmente aquella que ha analizado los años sesenta, no ha sido una excepción. La politización del mundo intelectual, que ciertamente fue un rasgo fundamental de ese periodo, reforzó esta tendencia. Así, el fenómeno de las “cátedras nacionales” fue concebido por la literatura reciente —y por los propios protagonistas— como un episodio más del proceso de politización de las clases medias y los universitarios. Sin desconocer la gravitación ejercida por el llamado clima político de la época, en este trabajo hemos intentado ofrecer una explicación alternativa, más atenta a la estructura y la morfología del espacio disciplinario, a las características sociales de sus productores (edad, origen social y geográfico) y a sus propiedades de posición y de trayectoria. Vimos cómo la revuelta intelectual encarnada por el movimiento de los/las sociólogos/as “nacional-populares” debió buena parte de sus características —su radical afirmación de la primacía de la política, su rechazo de las corrientes intelectuales del “norte”, su beligerancia contra los modos y reglamentos de la academia— a su condición de recién llegados a un campo en el que no sólo las posiciones ambicionadas por ellos exigían disposiciones que les eran ajenas —no habían tenido la oportunidad de iniciarse en actividades de investigación ni de continuar sus estudios en el exterior—, sino que, a la vez, presentaba un creciente estrangulamiento de las oportunidades laborales. En ese marco, como el contraste con sus pares “marxistas” lo deja claro, pequeñas diferencias en el timing de ingreso al campo fueron condicionantes decisivos en las tomas de posición de los agentes. Máxime en el caso de quienes, como los/las sociólogos/as “nacional y populares”, no contaban, en virtud de su origen social, y a diferencia de los “católicos”, con posibilidades profesionales más allá del medio académico, siendo, por ello, más dependientes del (inestable y austero) sistema universitario local. La alianza con los ensayistas más críticos de la “sociología científica”, la asunción de los estudiantes como su principal fuente de apoyo —sus “únicos jueces válidos”—, así como su posicionamiento “antiprofesional”, no fueron más que apuestas —ciertamente razonables dados los recursos y las oportunidades con que contaban— para hacerse un lugar en el campo sociológico local. A contrapelo de las lecturas dominantes, su “politización” estuvo, pues, muy lejos de obedecer a razones puramente “políticas”.

 

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Recibido: 4 de octubre de 2022
Aceptado: 18 de octubre de 2023

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