Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Populism and neoliberalism as ideological left and right in the Twenty-First Century

Grecia Cordero García*

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*Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Centro de Estudios Políticos, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Temas de especialización: democracia, representación, populismo e ideologías políticas; teoría y filosofía política. orcid: 0009-0004-9908-6883.

Resumen: En este artículo se propone una revisión de los usos peyorativo y apologético del populismo, con el fin de explicar que no existe un “populismo de derecha” y que, más bien, podemos describir esta época como una radicalización de las ideologías antipolíticas. Se sostiene que, así como en un determinado momento las revoluciones marxista y fascista adquirieron el protagonismo ideológico, hoy podemos hablar de populismo y neoliberalismo como izquierda y derecha ideológicas en pleno siglo XXI, y en el contexto específico de la globalización.

Palabras clave: ideologías políticas, populismo, neoliberalismo, antipolítica, globalización.

Abstract: This article analyzes the apologetic and pejorative uses of the term populism. It argues that there is no such thing as right-wing populism. The text also argues that this era is one of radicalized anti-politics ideologies. Just as Marxist and fascist revolutions characterized the political history of the Twentieth Century, populism and neoliberalism have become the leading ideologies of Twenty-First Century globalization.

Keywords: political ideologies, populism, neoliberalism, anti-politics, globalization.

 

A menudo se afirma en las ciencias sociales que ha terminado el tiempo de las ideologías. Se dice hoy que sólo queda hablar de populismo de “izquierda” y de “derecha”, “marketing político”, “intereses” y “estrategias” efectivas para obtener el poder, pero que ya no es posible hablar de “ideologías”. Hay cierta razón en ello, si se concede que se acaba la época de los partidos políticos como identidades sociopolíticas más o menos coherentes que enlazaban ideología y clase. Pero el hecho de que un determinado concepto de ideología fincada en los partidos políticos concluya no significa que esta desaparezca, como sostiene Norberto Bobbio.1

Al borrar del horizonte reflexivo y semántico a las ideologías, las ciencias sociales estarían olvidando que los conceptos son contingentes y responden a circunstancias concretas. Y aunque cada época asegure ser la única, la primera o la última para asegurarse cierta protección ante lo perecedero de su relevancia, el vacío semántico no existe, y lo que hay que plantearse, entonces, es ¿qué significa el “fin de las ideologías”? ¿Hacia dónde se desplaza su excedente simbólico, luego de la época protagónica de los partidos políticos? ¿Y si el “fin de las ideologías” significara, más bien, la radicalización de estas? De ser esto posible, ¿cómo entender a la izquierda y a la derecha actuales?

En este artículo se plantea un breve análisis teórico de las principales definiciones de populismo: “estilo político”, “estrategia política” y “lógica política”, con el fin de dilucidarlas como usos peyorativos o apologéticos del concepto, proponiendo, en su lugar, explicar esta época como una radicalización de las ideologías políticas, a través de sus dos revoluciones antipolíticas: la populista y la neoliberal como izquierda y derecha ideológicas en la globalización.

Definir al populismo como una ideología política de manera distinta a las recientes tesis que lo conciben como “ideología” (Rosanvallon, 2020; Mudde, 2004) implica, por un lado, sostener que no existe un “populismo de derecha” y, por el otro, explicar los nudos aporéticos de tal afirmación, ya que como izquierda revolucionaria antipolítica, el populismo no es “precisamente democrático” pero, paradójicamente, tampoco es externo a la democracia. Los límites entre autoritarismo y democracia pierden claridad en esta ideología política “centaúrica”, cuya cabeza y cuerpo no son coherentes entre sí.

La incompatibilidad entre medios autoritarios y fines políticos igualitaristas es una constante de las ideologías autoritarias de izquierda (como el marxismo), y que hoy podemos constatar a través de esta nueva ideología revolucionaria. Se sostiene de esta manera que, así como en un determinado momento las revoluciones marxista y fascista adquirieron el protagonismo ideológico, hoy podemos hablar de populismo y neoliberalismo como
las ideologías centrales de la época.

El objetivo de este artículo es intentar contribuir al debate teórico-conceptual en América Latina ante el desacuerdo sobre lo que significa el populismo y, más precisamente, el “neopopulismo” del siglo XXI, luego del advenimiento de los partidos antiestablishment político de finales del siglo XX en Europa (Austria, Francia e Italia), por mencionar algunos ejemplos emblemáticos de aquel momento, los cuales fueron interpretados, erróneamente, como “populismo de derecha” cuando en realidad se trata, específicamente, de la revolución neoliberal.

El primer pensador en afirmar que el populismo es una ideología fue el historiador de las ideas, Isaiah Berlin (1967), en su conferencia titulada “To define populism”, dictada en el marco del primer seminario internacional sobre populismo en la London School of Economics and Political Science. Sin embargo, es el politólogo Andreas Schedler, en su artículo “Antipolitical-establishment parties” (1996), quien brinda las primeras pistas del concepto, al sostener que lo que ocurría en Europa desde finales del siglo XX no debió denominarse “populismo”, como lo hicieron muchos de sus colegas, ya que los nuevos líderes antiestablishment político de Austria, Francia e Italia debían enmarcarse, más bien, dentro de una nueva ideología de derecha.2

De acuerdo con Schedler, a excepción de la antipolítica

3 basada en los prejuicios antiinstitucionales y el desprecio por la intermediación política —único elemento en el que coincidían con el populismo ruso y estadounidense de finales del siglo XIX—, los líderes políticos como Jörg Haider en Austria, Umberto Bossi en Italia y Jean Marie Le Pen en Francia, poco tenían que ver con los líderes populistas históricos como Alexander Herzen y James Weaver (Hofstadter, 1969), quienes se caracterizaron por su crítica a la desigualdad social ocasionada por el capitalismo industrial de aquella época. En cambio, estos nuevos líderes antiestablishment de finales del siglo XX y principios del XXI sólo se oponían a la clase política, pero no a la desigualdad social ocasionada por el capitalismo; por el contrario, serían promotores de xenofobia y racismo, reivindicando la desigualdad entre los hombres. Empresarios muchos de ellos, se presentarían como candidatos forasteros (outsiders) de la política y como ciudadanos emprendedores que encarnan la idea de una ruptura con el sistema político poco creíble.

La tesis del politólogo austriaco pronosticaría, a 20 años, una descripción fehaciente de quien se convertiría en el presidente más controversial de los últimos tiempos en Estados Unidos: Donald Trump. Y sin llegar a decir que se trata de neoliberalismo, se acercaría magistralmente a definir a esta revolución de derecha, a la que denominó “bonapartismo antipolítico”.

 

El uso peyorativo del populismo

Lo cierto es que para finales del siglo XX y principios del XXI surgirían las primeras definiciones de lo que era ese nuevo fenómeno antiestablishment en Europa al que se le denominó “populismo”. Para Margaret Canovan (1999), sería un “estilo político” redencional que acompaña como sombra a la democracia a través de la apelación al pueblo y de las promesas incumplibles para “llegar al poder”. Más precisamente, para Kurt Weyland (2004) sería una “estrategia política” empleada por los líderes personalistas y oportunistas que, carentes de un compromiso ideológico, emplean la retórica anti-élite basada en la distinción política “amigo-enemigo” de Carl Schmitt (2009a), con el fin de conseguir y ejercer el poder de manera autoritaria. No obstante, si se analizan dichas definiciones, como lo hace Valentina Pazé (2013), profesora de la Universidad de Turín, se observará que hay una gran similitud entre lo que se ha pretendido llamar “populismo” y lo que el mundo antiguo llamó “demagogia”,4 un término peyorativo de uso común y actual, 5 así como un equívoco en términos de la sociología política moderna, ya que sólo a la luz de la antigüedad y del viejo modelo de representación política, denonimado por Bernard Manin (1997) “parlamentarismo clásico” o “el gobierno de los notables” (aristoi) —el cual caracterizó a las incipientes repúblicas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos en el siglo XVIII—, es que la democracia se concibió como un grado superior de gobierno que seleccionaba a los hombres más competentes para el ejercicio de los cargos públicos, con el fin de evitar que el demos irracional e incompetente fuera presa fácil de la manipulación de los demagogos. No obstante, dicho gobierno “para” el pueblo sería desplazado por la progresiva democratización del sufragio activo y pasivo, dando lugar a los partidos políticos de masas como gobierno “del” pueblo y “para” el pueblo, y es en este contexto en particular en el que Max Weber (2000) sostendrá que la moderna democracia de masas es tierra de demagogos, cuya dominación carismática no sólo es compatible, sino complementaria y tan relevante como la dominación legal para la organización racional del Estado, de modo que demagogia y democratización van estrechamente entrelazadas.

Por lo anterior, en las destacadas e influyentes definiciones de “estilo político” (Canovan) y “estrategia política” (Weyland), el “populismo” es usado como sinónimo de demagogia en un sentido peyorativo, ya que, al absolutizar el momento legal por encima del carismático dentro de la dialéctica del Estado democrático, cae en la falsa dicotomía entre legalidad y legitimidad, entre dominación legal y dominación carismática. Por lo tanto, tomar partido por alguna de estas posiciones del derecho significa una incomprensión de la democracia, pues ésta no se reduce a un mero procedimiento legal, pero tampoco a una expresión teológica-política. Tal como lo sostiene Herman Heller (2017) en su Teoría del Estado al esclarecer el falso debate entre Schmitt y Kelsen, cuyas posturas son necesarias e igual de relevantes para el Estado democrático.

Sin embargo, son precisamente estas dicotomías, la de la legalidad que desconoce al demagogo y la del demagogo que desconoce a la legalidad, las que prevalecen erróneamente en el análisis social de los líderes antiestablishment político, ante las que habría que cuestionarse: sin hacer un uso peyorativo del término “populismo”, ¿cómo denominar en el contexto sociohistórico de la globalización a esos demagogos (tanto de izquierda como de derecha) inherentes a la democracia, pero en ruptura con el stablishment? ¿Revolucionarios? ¿Cómo distinguirlos más allá del extraordinario parecido que guardan entre sí?

 

La revolución neoliberal

Las grandes obras del programa neoliberal: Camino a la servidumbre, de Hayek, La sociedad abierta y sus enemigos, de Popper, La libertad y la ley, de Bruno Leoni, son beligerantes, son textos de combate, de ánimo apocalíptico. Es imposible leer a Hayek y no sentir en algún momento que es el último hombre libre en el mundo de pesadilla de Orwell o Huxley. Su obra, como la de Popper, Becker y Buchanan, está escrita contra el sistema, contra lo que en los años setenta se llamaba el “establishment”. Sólo que los enemigos, quienes ocupaban las posiciones de privilegio, son la burocracia, los sindicatos, los políticos, y lo que hay que combatir son los impuestos, los servicios públicos, la legislación social, el salario mínimo. […]

 

El mercado reúne la sabiduría de todos, sin imponerse a nadie: cada uno sabe lo que quiere. El neoliberalismo es la ideología del hombre común: antipolítica y antiintelectual por partes iguales, y por eso popular, contestataria. Enfrente están no sólo el Estado, sino los funcionarios, la clase política, los expertos, los académicos, los pedantes que pretenden saber más que la gente común, y que por eso quieren poner reglas y límites (Escalante, 2015).

En un esfuerzo por abandonar el uso peyorativo del neoliberalismo como adjetivo político, sociólogos y politólogos en América Latina, como Fernando Escalante, Lucía Wegelin y Agustín Prestifilippo, han explicado las razones por las cuales debe adquirir la categoría de ideología política y, más precisamente, brindan las pistas para considerarlo como la nueva revolución de derecha que se justifica en la subjetividad social como una “forma contestataria de poder”, “una forma de resistencia contra la coacción, contra la regimentación, contra los dictados autoritarios del Estado.6 Es decir, a favor de la libertad, la espontaneidad, la eficacia, la flexibilidad, el dinamismo, el individuo, la autenticidad” (Escalante: 2015: 199), el emprendedurismo y otras premisas del libre mercado.

Para el neoliberalismo, del principio de que la soberanía de la libertad de mercado debe regirlo todo, incluida la política, a la que sustituye (antipolíticamente), viene su derecho revolucionario a disputar un nuevo orden asentado en ésta, para lo que requiere, de acuerdo con Escalante, un Estado fuerte, pero débil socialmente, orientado a contrarrestar la expansión de lo público (la política, los políticos, la burocracia, etcétera), con el fin de proteger y garantizar la auténtica libertad (económica) por encima de cualquier otra, lo que explica su rechazo a la democracia y a la universalización de los derechos políticos y sociales. No es casual que los politólogos argentinos Lucía Wegelin y Agustín Prestifilippo (2018: 39) detecten en el neoliberalismo una “disposición autoritaria” o de “manifestación observable de rechazo y/o agresividad frente a las instituciones, normas, derechos y procedimientos que garantizan las libertades (civiles, políticas, culturales) de los individuos en las distintas esferas de la vida social”, como la xenofobia o el racismo, a reserva de que prioricen al homo oeconomicus.

La revolución neoliberal coincide también, señalaría Schmitt (2009b), con el acto teológico-político de la soberanía de la “razón de Estado” (neoliberal) a través de la cual la libertad de mercado es un poder constituyente que reclama tener derecho al derecho, incluso a través del “golpe de Estado”. La observación que Escalante refiere en torno a reconocidos intelectuales neoliberales como Milton Friedman, Friedrich August von Hayek, James Buchanan y Gordon Tullock, justificando el golpe de Estado y la dictadura militar de derecha de Augusto Pinochet en Chile,7 encuentra una conexión íntima entre lo que se consideró la instauración del neoliberalismo en América Latina en el último cuarto del siglo XX y lo que hoy podría considerarse una de las más fieles expresiones de éste en la región a través de la figura del entonces presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien no sólo declaró abiertamente como el “Gran Día de la Libertad” (El País, 2020) al golpe de Estado que en 1964 instauró un régimen militar que duró 21 años en su país, sino que amenazaba con volver a asestar otro, en caso de no salir victorioso en la contienda electoral presidencial en octubre de 2022.

Con sus respectivos matices y particularidades, la inquietud brasileña ante la tentativa por un nuevo “golpe de Estado” por parte de Bolsonaro recuerda a la tensión vivida por el asalto fallido al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021 (McIntire y Rosenberg, 2021), luego de que los resultados electorales de julio de ese mismo año imposibilitaran la reelección de Donald Trump. ¿Coincidencias ordinarias? ¿O hemos llamado “populismo” a lo que, en realidad, amerita las lentes interpretativas de la revolución neoliberal en el continente americano?

La afirmación del periodista Miguel Lago es provocadora en este sentido: “Bolsonaro se ha comportado más como un líder revolucionario que como un presidente. En su primer mes en el cargo dijo que su papel no era construir nada, sino deshacerlo todo” (Lago, 2022). ¿Pero por qué hablar de “revolucionario”? ¿Acaso en dicha denominación hay una intuición sobre las ideologías centrales de nuestro tiempo? Y si es así, ¿de dónde viene, entonces, la confusión entre neoliberalismo y populismo bajo el título común de “populismo”?

Toca la revisión de La razón populista de Ernesto Laclau (2005), quien, al hacer una apología del concepto, reúne bajo el título de “populismo” a las revoluciones ideológicas de la época. No obstante, si se analiza con detenimiento, se observará que en realidad está distinguiendo a estas revoluciones al descartar la existencia de un “populismo de derecha” por oposición a la verdadera revolución populista autoritaria y antipolítica, características que no podrían atribuirse sin la ayuda de pensadores
como Carl Schmitt, Georges Bataille, Isaiah Berlin, Norberto Bobbio y Giacomo Marramao, quienes se suman a la reinterpretación de, quizá, la teoría más acabada sobre populismo en el siglo XXI.

 

Arqueología de un concepto

El uso apologético. Populismo, la única revolución
para Ernesto Laclau

Una misma sociedad ve que se forman paralelamente, en un mismo periodo, dos revoluciones hostiles entre sí y a la vez hostiles al orden establecido […] lo que explica numerosas conexiones e incluso una suerte de complicidad profunda entre ellas (Bataille, 1993).

 

Frente al uso peyorativo de las influyentes definiciones de Canovan y de Weyland, que han prevalecido al punto de que el populismo se entiende como “una forma patológica, pseudo y posdemocrática, producida por la corrupción de los ideales democráticos” (Mudde, 2004: 541), el filósofo argentino Ernesto Laclau responderá de manera apologética al concepto con La razón populista, publicado en 2005.

Acusado el populismo de ser una “estrategia política” de los líderes oportunistas para obtener el poder, a través de un llamado al pueblo y del uso de la retórica antiestablishment amigo-enemigo, Laclau, un estudioso de Schmitt, sublimará epistemológicamente dicha idea, convirtiendo su concepto de populismo en sinónimo del concepto de “lo político” schmittiano, tal y como lo señala en su obra: “¿Significa esto que lo político se ha convertido en sinónimo de populismo? Sí, en el sentido en el cual concebimos esta noción” (Laclau: 2005: 195). De esta manera, el populismo ya no sería una “estrategia política” cualquiera para obtener el poder, sino que se trata de una “lógica política” o una estrategia discursiva y performativa por la que se articulan las demandas democráticas.

El paralelismo entre ambos conceptos es ineludible. Para Schmitt (2009a), lo político no acota un campo de la realidad concreta (u óntica), lo que significa que no tiene un contenido a priori, es decir, no presupone una categoría socieconómica o ideológica en particular que lo distinga, sino que se trata de un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de los hombres en el terreno del ser —en tanto se trata de una concepción de la política como conflicto— que puede extraer su fuerza de lo óntico o de los antagonismos más diversos como la clase, el sexo, la raza, la religión, etcétera, adquiriendo su dimensión específicamente política cuando estos antagonismos alcanzan un grado de intensidad de asociación tan fuerte y decisiva que agrupa a los hombres en amigos y enemigos.

Para Laclau, por su parte, el populismo tampoco acota un campo de la realidad (óntica), por eso no es una ideología o una base social específica, sino que se trata de un cierto grado de intensidad de asociación o disociación de los hombres en el terreno del ser (ontológico), que alcanza su especificidad política o propiamente “populista” cuando los hombres se articulan en la unidad decisiva del Pueblo que confronta al orden institucional.

¿Pero qué entiende Laclau por Pueblo frente a las instituciones? Si se analiza con atención, se verá que, contrario a lo que parece explicar la existencia de la lógica política populista o propiamente política por la que se articulan, independientemente de su contenido ideológico, las variantes populistas de izquierda y de derecha en oposición a las instituciones, para el filósofo argentino, en realidad sólo hay una manera singular u óntica de entender a ese Pueblo frente a las instituciones, separando al populismo de cualquier otro movimiento antiestablishment político. Sólo así el populismo se constituye en la vía real para comprender lo político.

La tesis de este artículo, en este sentido, afirma que para Laclau no existe un “populismo de derecha”, pues la única revolución es la populista. ¿Cómo sostener esto? ¿Cuáles son los rasgos exclusivos del populismo, según Laclau?

En una primera lectura, la teoría laclausiana coincide con la tendencia a observar un común denominador: el antiestablishment entre partidos y líderes de izquierda y derecha, cuyas fronteras ideológicas se borran en aras de una estrategia política “amigo-enemigo” en común. Así, por ejemplo, la referencia de Laclau al caso de Francia, en el que el voto de protesta de izquierda tradicionalmente encauzado por el Partido Comunista viró al Frente Nacional como partido de protesta de derecha, constituye el punto de partida para sostener que el voto radical de protesta al establishment es más fuerte que las ideologías. En otras palabras: “La necesidad ontológica de expresar la división social es más fuerte que su adhesión óntica” (Laclau, 2005: 115), y en esta medida el populismo es una manifestación de lo político o de la enemistad en política, a través del cual se articulan las demandas sociales en oposición a las instituciones, independientemente de su contenido ideológico.

En tanto sinónimo de lo político, el populismo se presenta como el ciclo de la política entre la “lógica diferencial o institucional” y la “lógica equivalencial o populista”. Bajo el supuesto de que los límites de la comunidad nunca coinciden con los de la institucionalidad, siempre habrá exclusión social que se articule bajo la lógica equivalencial o populista para construir artificialmente al Pueblo como “significante vacío” (sin contenido a priori o antiesencialista), en oposición a esa lógica diferencial o institucional, particularmente, en crisis. En la lógica política populista, la exclusión social ha de comprenderse a través de “significantes flotantes y heterógeneos” antiesencialistas, cuyas fronteras son difusas por el común rechazo a las instituciones en sus variantes ideológicas como “populismo de izquierda” y como “populismo de derecha.”

Hasta aquí, la teoría laclausiana del populismo tiene un sentido genérico y muy reconocido para explicar a los líderes y partidos antiestablishment político, tanto de izquierda como de derecha, así como en Europa y en América Latina. Sin embargo, ante algunos planteamientos espinosos del filósofo esloveno Slavoj Žižek (2019) —como: si el sentido del populismo es expresar la enemistad en política, entonces el fascismo sería un tipo de populismo porque reconoce claramente al enemigo, o bien, si la teoría del populismo implica un viraje del voto de protesta francés de izquierda al de derecha como un desplazamiento de lo óntico a lo ontológico, entonces se está ante el “tópico aburrido” de una “supuesta solidaridad más profunda (y totalitaria, por supuesto) entre la extrema derecha y la extrema izquierda”—, Laclau respondió a lo largo de su obra La razón populista, brindando claves interpretativas que permiten deducir que, a diferencia de lo que se piensa, sólo hay una forma política ideológica populista.

De acuerdo con Laclau, el fascismo no es un tipo de populismo, no es compatible con el (neo)liberalismo ni con el marxismo y tampoco supone el “tópico aburrido” de “solidaridad más profunda” entre izquierda o derecha, ya que sólo existe una revolución: la populista. Al responder a Žižek, a quien constantemente hace referencia en su obra, el pensador argentino deja en claro la gran influencia de Georges Bataille en su trabajo, sobre todo en lo referente a la noción de “lógica diferencial” y de “significantes flotantes y heterogéneos”. Escribe en este sentido: “Nuestro análisis tiene muchos puntos de convergencia con el de Georges Bataille en su conocido trabajo sobre La estructura psicológica del fascismo. El momento de la homogeneidad, de la manera como él lo presenta, coincide, casi punto por punto, con lo que hemos denominado la lógica de la diferencia” (Laclau, 2005: 195).

En efecto, si se observa con atención, Laclau retoma la idea de las dos revoluciones paralelas de Bataille, con el fin de distinguir a la única populista o la “vía real” de lo político. De acuerdo con el pensador francés, se requería de una explicación a los movimientos sociales en la sociedad moderna que fuera más allá del estructuralismo económico de Karl Marx, apuntando a la estructura psicológica o no material de las revoluciones.

Para Bataille, la claridad de la motivación antiautoritaria y revolucionaria que guiaba a los movimientos sociales frente a la monarquía desaparece una vez que ésta lo hace, por lo que, en una sociedad democrática moderna, los elementos “heterogéneos” o excluidos de la sociedad homogénea productiva y capitalista, es decir, aquellos disociados o excluidos de todas las clases sociales, y sobre todo de las clases inferiores, quedan situados en un campo abierto o “flotante” para la articulación de los movimientos sociales a través del cual pueden sentirse igualmente atraídos hacia la órbita subversiva que hacia la órbita de la soberanía. En palabras de Antonio Gramsci, “de los hechos no pueden deducirse actitudes”, así que, al no haber un esencialismo socioeconómico como “lucha de clases”, el proletariado explotado que se supone “debía” sentirse atraído hacia la órbita subversiva o socialista, en realidad se siente atraído hacia la órbita de la soberanía o fascista. La articulación política revolucionaria, entonces, se deberá a la estructura psicológica y no necesariamente a las condiciones socioeconómicas que le sirven de base, como pensaba el marxismo. De esta manera, en tiempos de crisis de la sociedad homogénea, denominada por Laclau “lógica diferencial”: “Una misma sociedad ve que se forman paralelamente, en un mismo periodo, dos revoluciones hostiles entre sí y a la vez hostiles al orden establecido […] lo que explica numerosas conexiones e incluso una suerte de complicidad profunda entre ellas” (Bataille, 1993: 42).

De acuerdo con Bataille y Laclau, las articulaciones revolucionarias paralelas y al mismo tiempo convergentes en su hostilidad al orden establecido (antiestablishment) pueden tener en común un antiesencialismo socioeconómico que impide su articulación como base social específica8 o previamente constituida (por ejemplo, la clase social o la nación), pero sí van a diferenciarse a partir de la forma específica en que quedan articuladas. Bataille señala que la atención debe ponerse en que, en el fascismo, los elementos “heterogéneos” o excluidos de la sociedad homogénea productiva y capitalista terminarán articulándose, paradójicamente, y nuevamente, en la asimilación más acabada de la sociedad homogénea a la que Laclau denomina “lógica diferencial o institucional”; es decir, en el fascismo hay una “recuperación dialéctica” porque la unidad articulatoria revolucionaria significará homogeneidad través de la soberanía estatal y del imperativo del líder-Estado, esto es, una autoridad contra los hombres. Por lo tanto, se trata de contrarrevolución y no de revolución.

Siguiendo a Bataille, Laclau definirá los rasgos antiesencialistas específicos que él atribuye a la auténtica revolución populista:

  1. El Pueblo del populismo es el plebs o la plebe marginal, es decir, se trata de una construcción política y de un actor nuevo que surge a partir del encadenamiento equivalencial y no de un encadenamiento sustancial de la heterogeneidad social. Así que podrán existir discursos radicales o de ruptura con la oligarquía existente, pero si se abandona la heterogeneidad equivalencial articulatoria del plebs, entonces no hay populismo.

    9 Esto supone que no existe un “populismo de derecha”, ya que en él hay una “recuperación dialéctica” en la que la heterogeneidad consustancial revolucionaria se abandona para ser reemplazada, nuevamente, por una unidad homogénea, sea ésta a priori o sustancial, tal y como ocurre con el nacionalismo de índole xenófobo-racista. El fascismo no es un tipo de populismo, así como tampoco lo sería el marxismo, pues ambas revoluciones se articulan en identidades esencialistas como la clase o el pueblo idéntico a sí mismo.{/modal} El neoliberalismo tampoco sería populismo, al no tratarse de un encadenamiento equivalencial, sino de una “masa desestructurada de individuos aislados conformados como “audiencias” (Marramao, 2020: 62).

  2. El populismo es una auténtica revolución porque las cadenas equivalenciales de la heterogeneidad social permanecen11
     y nunca se disuelven en la lógica diferencial o institucional (como sí ocurre con el fascismo). Bajo este supuesto, el populismo no es autoritario, ya que “la unidad del grupo es simplemente el resultado de una sumatoria de demandas sociales” (Laclau, 2005: 278), que nunca suponen su asimilación en la unidad política homogénea, lo que se convierte así en “la condición misma de la construcción de una voluntad colectiva que, en muchos casos, puede ser profundamente democrática” (2005: 209), ya que no hay una representación totalizadora ni un líder12
     que la represente, pues éste se identifica o asemeja como parte de la voluntad colectiva, lo que da cuenta de una representación “espejo”,13
    que en este caso supone una “radicalización” de la democracia, cuyas fronteras con el autoritarismo se vuelven porosas. En el populismo no existe una “voluntad general” superior o externa a ella misma, sino que es el autogobierno del Pueblo. Y sólo en él, la heterogeneidad social es constitutiva e inasimilable en la lógica diferencial, separando al Pueblo del Poder; de otro modo, el Pueblo desaparece. En este sentido, el populismo también se distinguirá del (neo)liberalismo y del marxismo que anuncian el fin de la política como conflicto, sea como “un evento revolucionario total, que al provocar la reconciliación plena de la sociedad consigo misma volvería superfluo el momento político, como con una mera práctica gradualista que reduzca la política a la administración” (Laclau, 2005: 279).
  3. Al igual que el Pueblo marginal que opera estratégicamente bajo la figura retórica de la sinécdoque o de “la parte por el todo”, pues no se trata de la totalidad de los miembros de la comunidad, sino de un componente parcial que aspira a ser un todo legítimo capaz de disputar el orden y el cambio social, el enemigo populista también ha de comprenderse como sinécdoque, de ahí que sea un “enemigo total” que adquiere una dimensión global: la oligarquía que encarna el poder económico-político corrupto, a la que hace una “crítica totalizadora”14
     y absolutamente deslegitimadora. Por todo esto, y siendo una construcción “política”15
     no esencialista, el enemigo populista no es el judío ni el capitalista per se.

Son estas características las que permiten sostener que, si bien la teoría laclausiana del populismo hace suponer en un primer momento que existen un “populismo de izquierda” y un “populismo de derecha”, así como que toda política es “populista” porque presupone la contrucción discursiva de Pueblo en frontera con las instituciones, en un segundo momento, bajo la reinterpretación basada en Bataille (1993), pensador que Laclau acepta adoptar punto por punto, se demuestra que no existe un “populismo de derecha” y se describen los rasgos de la única revolución populista, distinta del fascismo, el neoliberalismo y el marxismo.

Con esta relectura, queda claro que Laclau coloca a América Latina, a diferencia de Europa, como el particular terreno del populismo: la “vía real” para comprender lo político. Sin embargo, también puede sostenerse que el pensador argentino cae en un uso apologético del concepto a la luz de otros pensadores como el propio Schmitt, Berlin, Bobbio y Marramao, por lo que se sostendrá que el populismo es más bien una ideología revolucionaria antipolítica que excede autoritariamente a lo político.

 

Populismo y neoliberalismo como izquierda y derecha ideológicas en la globalización

El populismo no es la vía real para comprender lo político,
sino su rebasamiento (autoritario)

La esencia de lo político no es la enemistad como tal, sino la distinción de amigo y enemigo, y supone la existencia de los dos, amigo y enemigo (Schmitt, 2013).

 

Si la teoría de Laclau se refiere a las dos revoluciones hostiles al orden establecido, y particularmente hostiles entre sí, ¿por qué seguir hablando de “populismo de izquierda” y “populismo de derecha”, si la auténtica revolución es la “populista”? ¿Por qué mantener la ilusión de un fin de las ideologías a partir de una matriz común antiestablishment denominada “populismo”? ¿Acaso el pensador argentino sabía que su concepto de populismo como la vía real para comprender lo político no es un sinónimo, sino la antítesis del concepto schmittiano?

Un señalamiento similar se lee en el libro Sobre el síndrome populista. La deslegitimación como estrategia política, de Marramao (2020) —el primer filósofo italiano en impartir cátedra sobre el pensamiento de Schmitt, después de la Segunda Guerra Mundial—, al puntualizar que “lo político” es una categoría de legitimidad, no de deslegitimación, por lo que la “crítica totalizadora” del populismo hacia la oligarquía económica-política que plantea Laclau no es compatible con la categoría schmittiana con la que pretende asimilarse. De acuerdo con el pensador italiano, la confusión deriva de que como “lo político” (en tanto política como conflicto) es un criterio y no el ámbito en el que aquél se explica, se deduce erróneamente de ello que cualquier agregación de intensidad próxima a la antítesis amigo/enemigo adquiere por sí misma un carácter típicamente político, cuando no es así.

Lejos de la estigmatización a quien se ha considerado un “pensador maldito”, Schmitt es un pensador del realismo político que desmantela las bases morales o espirituales de quienes, detentando el poder, estigmatizan al enemigo hasta negarle toda clase de reconocimiento, incluida la propia humanidad, como si se tratara de un conflicto maniqueo entre el bien y el mal. A sabiendas de que no tiene nada de ideal ni de moral que unos hombres asesinen a otros en nombre de abstracciones e ideales, el jurista alemán será un defensor del jus publicum europeaeum en el derecho internacional por oposición a la “guerra justa”, es decir, a la guerra legitimada a través de la “justa” causa.

Para Schmitt (2009a), aunque no tenga nada de inmoral, la peor de las confusiones en política ocurre cuando las esferas de la moral y del derecho se confunden entre sí, obstaculizando un pensamiento claro sobre el enemigo, ya que éste deja de ser un enemigo público u hostis para convertirse en un enemigo privado o inimicus cristiano al que se desmoraliza, denigra, condena y persigue como la encarnación de un mal. Una conversión de este tipo pasaría de ser una enemistad real o política para ser una enemistad absoluta que rebasa lo político y, al hacerlo, borra el propio concepto de enemigo, cuyo sentido no está en su aniquilación, sino sólo en su rechazo, en medir las fuerzas respectivas y obtener una frontera en común, ya que, al estar al propio nivel, luchar con el enemigo es encontrar la propia medida, los propios límites y la propia personalidad.

La política como conflicto en sentido schmittiano supone el pleno reconocimiento o legitimidad del enemigo, así que toda política que abandone esa presuposición rebasa lo político y se convierte en el autoritarismo del “poder del bien”. En suma, para Schmitt (2013: 98): “La esencia de lo político no es la enemistad como tal, sino la distinción de amigo y enemigo, y supone la existencia de los dos, amigo y enemigo”. Por lo tanto, fascismo, marxismo, neoliberalismo y populismo son formas ideológicas de rebasamiento de lo político, no expresiones de éste.

La específica lucha populista del Pueblo marginal bueno contra las corruptas y privilegiadas oligarquías económico-político capitalistas neoliberales es un fenómeno de “enemistad absoluta” que convierte a la lucha política en una contienda entre el bien y el mal. Hay cierta familiaridad con el “socialismo-cristiano-marxista”, tal como lo calificó Karl Löwith (2007), al describirlo como una lucha final entre Cristo-proletariado y el Anticristo-burguesía.

Las diferencias analíticas en términos “espirituales” entre estos socialismos radica en que, mientras el socialismo marxista piensa en una lucha escatológica o última entre el bien (Proletariado) y el mal (Capitalismo) para establecer el reino celestial en la Tierra, es decir, su lucha es contra la estructura capitalista como un todo, el socialismo populista, por su parte, posee raíces agustinas16 que tienen como principio el cuidado del alma frente a las tentaciones. Bajo este supuesto, a diferencia del marxista, no será raro que el populista piense que el sistema capitalista no es malo como tal, sino sólo el hombre que lo corrompe. Cobra sentido así el reclamo de un pensador de profunda influencia marxista como Žižek (2019: 25): “Para un populista la causa de los problemas nunca es, en definitiva, el sistema como tal, sino el intruso que lo corrompe”. Tilda al populismo de ser una revolución sin revolución. Sin embargo, lo que el filósofo esloveno ignora es que la base espiritual del populismo es distinta a la del marxismo: la corrupción llega hasta donde la virtud lo permite.

El llamado a la conversión17 espiritual es fundamental en el populismo. La humildad, la austeridad y la regeneración moral son las prédicas de este socialismo llamado a combatir la corrupción y la perversidad de los hombres neoliberales que constituyen una “mafia inmoral” entregada a los excesos del poder. Términos como “los fifís” (México), “los pelucones” (Ecuador), “los majunches” (Venezuela) y “los gorilas” (Argentina) son algunas de las expresiones que los líderes populistas han empleado en el enfrentamiento maniqueo entre el Pueblo marginal bueno y el antipueblo privilegiado, es decir, todos aquellos que forman parte o desean serlo, en tanto aspiracionistas, de la oligarquía económica-política neoliberal como sinónimo de egoísmo y de corrupción. Así, por ejemplo, para Andrés Manuel López Obrador, en México, la virtud la encarnan los pobres y los más vulnerables, “el pueblo bueno”, víctima del desmantelamiento del estado de bienestar auspiciado por “la mafia del poder” neoliberal; para Pablo Iglesias, en España, la virtud está en el ciudadano común frente a “la casta política” de la contrarrevolución neoliberal; y para Rafael Correa, en Ecuador, en “la revolución ciudadana” frente a “los “pelucones” neoliberales.

Por lo anterior, se concluye que la “crítica totalizadora” y absolutamente deslegitimadora del populismo no es la vía real para comprender lo político, como lo afirma Laclau, sino sólo una manera de excederlo.

 
La díada ideológica persiste

Así se explica por qué revolucionarios (de izquierda) y contrarrevolucionarios (de derecha) pueden compartir ciertos autores: los comparten no por ser de derecha o de izquierda, sino en cuanto extremistas respectivamente de derecha y de izquierda que, precisamente por ser así, se distinguen de los moderados de derecha e izquierda.

 

“Izquierda” y “derecha” no indican solamente ideologías. Reducirlas a la pura expresión de pensamiento ideológico sería una injusta simplificación: indican programas contrapuestos respecto a muchos problemas, cuya solución pertenece habitualmente a la acción política; contrastes no sólo de ideas, sino también de intereses y de valoraciones sobre la dirección que habría que dar a la sociedad, contrastes que existen en toda sociedad, y que no parece que vayan a desaparecer (Bobbio, 1995).

Pero la desmoralización también forma parte del discurso de otros líderes políticos, como Jair Bolsonaro y Donald Trump en el continente americano, y en el mundo, señala el politólogo alemán Jan-Werner Müller (2017: 33), quien define al populismo como “una peculiar imaginación moralista de la política, una forma de percibir el mundo político que sitúa a un pueblo moralmente puro y totalmente unido-pero ficticio al fin y al cabo, en contra de las élites consideradas corruptas o moralmente inferiores de alguna otra forma”. Y es aquí donde entran en escena no sólo las explicaciones de Bataille y Laclau con respecto a las dos revoluciones hostiles entre sí y hostiles al orden establecido, “lo que explica numerosas conexiones e incluso una suerte de complicidad profunda entre ellas”, sino también la explicación de Berlin en torno a la serie de postulados epistemológicos comunes a diversas ideologías políticas y, por último, la de Bobbio referente a la necesidad de distinguir a esas ideologías, independientemente de las conexiones autoritarias que puedan existir entre ellas.

La premisa de Pierre Bordieu (2002: 29) va adquiriendo sentido: “En sociología, como en otros campos, una investigación seria conduce a reunir lo que vulgarmente se separa y a distinguir lo que vulgarmente se confunde”. Populismo, marxismo, fascismo y neoliberalismo pueden tener en común la enemistad absoluta que rebasa a lo político al desmoralizar al enemigo, pero esto no significa que sean lo mismo, y mucho menos que puedan ser englobados bajo el título de “populismo”.

De acuerdo con Berlin (2000), las conexiones profundas (incluidas las autoritarias) entre las diversas ideologías modernas obedecen a los principios románticos e ilustrados de pensamiento que comparten,18 los cuales son incorporados de manera peculiar por cada una de ellas y pueden distinguirse entre sí. Por ejemplo, una íntima conexión entre marxismo y fascismo surge del postulado ilustrado de pensamiento: “El conocimiento y la verdad son algo exterior a los hombres”, lo que justifica a la dictadura marxista en su versión del proletariado para la transformación de una “conciencia falsa a una verdadera”, así como a la fascista del pueblo incapaz de gobernarse a sí mismo y que necesita un líder que lo conduzca (Cordero, 2021).

De manera opuesta, otro ejemplo de íntima conexión, esta vez entre el populismo y el neoliberalismo, surge del postulado romántico: “El conocimiento y la verdad son algo interior a los hombres”, por lo que éstos no requieren de mediaciones ni nada externo que los conduzca, lo que justifica la común antipolítica despolitizadora,19 en su versión neoliberal como autorregulación del mercado y autogobierno individual frente a la política, o en su versión populista como autogobierno del pueblo. Por lo tanto, aun cuando todas estas ideologías comparten postulados de pensamiento, es necesaria la distinción analítica entre ellas. El error frecuente es asimilarlas, como lo hace Pierre Rosanvallon (2020) al definir al populismo como una ideología común a la izquierda y la derecha autoritarias.

Ante una afirmación como la anterior, Bobbio (1995) señala que se debe poner especial cuidado cuando se anuncia el fin de las ideologías como fin entre derecha e izquierda, ya que cuando a éstas se les cree ausentes, es precisamente cuando más presentes y radicalizadas están. La confusión deriva de una cancelación de los fines políticos ideológicos en aras de un énfasis en los medios políticos en común. Mientras la imagen de la “medalla” explica la distinción clásica entre “izquierda” y “derecha” como dos caras opuestas entre sí, en tiempos de crisis política las ideologías se radicalizan, “los extremos izquierda y derecha se tocan” y al hacerlo dan la ilusión óptica de la “esfera”, que hace suponer que por el hecho de que las ideologías comparten medios estratégicos para obtener el poder, entonces pueden englobarse en una sola categoría denominada “autoritarismo”, expulsando así la distinción entre izquierda y derecha ideológicas, es decir, entre fines políticos igualitaritarios y no igualitarios. Pero el hecho de que los extremos se toquen no significa que sean lo mismo, pues diferirán en intenciones, programas e intereses, y el contraste entre los valores es mucho más fuerte que con respecto al método, por lo que es imposible que la díada izquierda-derecha desaparezca en tanto existan intereses opuestos de legitimación política.

Y así como sería un error cancelar la distinción entre las revoluciones marxista y fascista como izquierda y derecha ideológicas, lo mismo puede decirse hoy entre las revoluciones populista y neoliberal, respectivamente. Por lo tanto, aunque compartan medios autoritarios como la antipolítica despolitizadora que justifica dictaduras militares y constitucionales (con base en un decisionismo schmittiano que reduce a la democracia a una manifestación teologica-política de la voluntad por encima de las instituciones),20 un “postulado moral de representación exclusiva” que combate a la clase política, así como una retórica antiestablishment, es posible distinguir entre igualitaristas y no igualitaristas, es decir, entre izquierda y derecha revolucionarias.

Sólo un populista legitimará su poder con ideas igualitaristas, particularmente frente a la desigualdad ocasionada por las élites económico-políticas “neoliberales”. El uso del “neoliberalismo” como adjetivo es una constante de la lucha entre el bien y el mal que impulsa el populismo como ideología antipolítica de izquierda revolucionaria.

América Latina es cuna del populismo por oposición a la revolución neoliberal, y le ha declarado su “enemistad absoluta”. No hay líder “propiamente” populista que deje de hacer referencia a éste. La consigna del presidente chileno, Gabriel Boric: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo en Latinoamérica, también será su tumba” (El País, 2021), es reveladora en este sentido. Desde principios del siglo XXI y hasta la fecha, líderes como Andrés Manuel López Obrador, Rafael Correa, Luis Ignacio Lula da Silva, Evo Morales, Néstor Kirschner, Cristina Fernández, Gustavo Petro y Pedro Castillo son ejemplos de ello.

 
Izquierda y derecha ideológicas en la globalización

Un último punto de distinción entre las ideologías es el referente a la constitución de las identidades políticas en la globalización. Así, por ejemplo, sobre el populismo puede entenderse que se oponga a las élites económicas-políticas del capitalismo global neoliberal, así como que abogue por un capitalismo nacionalista que recuerda al viejo modelo de mercado cerrado, pero ¿por qué el neoliberalismo se comportaría de manera similar y habría de oponerse a la globalización del capital que él mismo propicia? Eso es un contrasentido al que hay que responder: bajo las lentes de un supuesto dicotómico tranquilizador a través del cual la globalización implica universalidad y a ésta se opondría el localismo populista con sus variantes “populismo de izquierda” y “populismo de derecha”, tiene sentido esta objeción. Pero si se observa con atención, se verá que las identidades políticas son mucho más complejas de lo que parecen, por lo que no se trata de un enfrentamiento entre lo global y lo local, sino de un auténtico “cortocircuito de lo glocal”. ¿Qué significa esto?

De acuerdo con la teoría filosófica de la globalización de Marramao (2013: 87-88), la articulación de las identidades políticas no pertenece toto coelo a local, así como tampoco los intereses económicos y materiales pertenecen, en cambio, toto coelo a lo global, sino que ambos elementos —intereses e identidad— cortan transversalmente tanto a lo local como a lo global y, en consecuencia, entran en un “cortocircuito de lo glocal” mediado por el Estado. En este sentido, los localismos pertenecen a la lógica de la globalización aun cuando le declaren enemistad pues, a diferencia de lo que se piensa, la globalización no es universalización, sino uniformación y separación, de lo que es posible explicar a las dos revoluciones o las dos caras del “cortocircuito de lo glocal”: populismo y neoliberalismo como izquierda y derecha ideológicas en la globalización.

Lo anterior significa que, más que ser una reacción al capital global, el neoliberalismo actúa como una interfaz local, pues el Estado fuerte capitalista y nacionalista que se desprende de él es perfectamente compatible con “la demanda de resarcimiento por daños a causa de los flujos migratorios hacia las regiones ricas que la globalización inevitablemente conlleva” (Marramao, 2006: 248). En otras palabras, el capital global sin fronteras que elude impuestos y genera empleos precarios es el mismo que reclama fronteras nacionales a los derechos sociales universales de las personas. No es extraño que la revolución neoliberal comparta con el fascismo el nacionalismo xenófobo de la exclusión, exaltando lo que convierte a los hombres en desiguales, en tanto revolución de derecha que es.

En contraparte, más que ser una reacción al capital global, el populismo actúa como una interfaz local, pues el Estado fuerte capitalista y nacionalista que se desprende de él es perfectamente compatible con la demanda de resarcimiento y de igualdad por los daños al pueblo marginal virtuoso de los humildes y desposeídos, frente a la corrupción de las oligarquías neoliberales defensoras del privilegio y de la desigualdad social.

Mientras existan intereses opuestos de legitimación política habrá lugar para las ideologías. Presenciamos así el protagonismo de las revoluciones opuestas al sistema y opuestas entre sí: populismo y neoliberalismo como izquierda y derecha ideológicas en la globalización.

Se sabe por Robert Dahl y Charles Lindblom (1953) que no hay democracia sin instituciones que hagan valer la universalización de los derechos sociales. En ese sentido, el populismo como revolución de izquierda posee una reserva simbólica para la democracia, y sin embargo pierde límites con el autoritarismo antipolítico. La incompatibilidad entre fines igualitaristas y medios autoritarios forma parte de esta ideología política centaúrica, cuya cabeza y cuerpo no son coherentes entre sí. La democracia queda por venir.

Se sabe por Hegel (1968) que la filosofía (como toda explicación) siempre llega demasiado tarde, y si este intento por pintar algún claroscuro que distinga a las revoluciones antipolíticas de la época tiene algún sentido para el lector es porque la realidad ya se consumó. “El búho de Minerva sólo inicia su vuelo al caer el crepúsculo”.

 

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