Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Populism: Concept, jargon, insult in historical perspective

Marco Palacios*

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*Doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford. Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México. Tema de especialización: historia latinoamericana de los siglos XIX y XX. orcid: 0000-0002-6313-2647.

 

Resumen: Este artículo traza someramente la trayectoria del concepto de populismo en las ciencias sociales y su uso corriente en la vida pública. Sostiene que, pese a los esfuerzos teóricos, es indefinible cuando escapa de la descripción de periodos históricos particulares. Cualquiera que sea el rango de la definición, los expertos que construyen el concepto quedan tan comprometidos como como los que le dan uso positivo o negativo en la política corriente y en la arena electoral y la publicitaria.

Palabras clave: popular, nacional, liberalismo, polisemia, América Latina, normalidad
y anomalía.

Abstract: This article briefly traces the trajectory of the concept of populism in the social sciences and its current use in public life. It submits that, despite theoretical efforts, populism is indefinable when it escapes the description of historical periods. Whatever the range of the definition, the experts who construct the concept are as committed as those who put it to positive or negative use in mainstream politics and in the electoral and advertising arenas.

Keywords: popular, national, liberalism, polysemy, Latin America, normality
and anomaly.

 

Sobre definiciones alrededor del tópico peyorativo

El abuso de la palabra populismo la ha vuelto superflua, al punto que vale preguntar si debemos seguir empleándola, al menos en las ciencias sociales y la historiografía, donde incursionó recientemente. (Rosanvallon, 2020). Aunque pierde eficacia y es palabra desgastada, probablemente permanecerá algún tiempo en el vocabulario de la vida pública, cívica y electoral. El neologismo populismo arrastra una pesada carga valorativa: “populista puede ser un insulto y por esto los últimos en saberlo son los mismos populistas. El mote les viene de afuera, de sus críticos y enemigos, o de algunos analistas” (Palacios, [1971] 1976: 179). Gino Germani y Torcuato Di Tella, padres fundadores del concepto en América Latina, lo catalogaron como “aberrante”. Según el último,

en lugar del liberalismo o el obrerismo, hallamos una variedad de movimientos políticos que, a falta de un término más adecuado, han sido designados a menudo con el concepto múltiple de “populismo”. El término es bastante desdeñoso, en tanto implica la connotación de algo desagradable, algo desordenado y brutal, algo de una índole que no es dable hallar en el socialismo o el comunismo por mucho que puedan desagradar esas ideologías. Además, el populismo tiene un dejo de improvisación e irresponsabilidad y por su naturaleza se supone que no ha de perdurar mucho (Di Tella, 1965: 392).

La genealogía del tópico de lo brutal, desordenado, improvisado, en la política y lo político latinoamericano, del que el populismo sería el arquetipo, se remonta a formulaciones de Alexander Humboldt y Alexis de Tocqueville. Con lentes de la Ilustración observaron la realidad social en distintas latitudes de América, en fechas que, pese a su distancia, pertenecen al tiempo de “las revoluciones burguesas” (c. 1780-1850). El naturalista y explorador Humboldt también fue pionero en los estudios de clases sociales, estratificación, sociabilidades, palabra esta de las claves en La Enciclopedia de Diderot, D’Alambert et al. (Rebok, 2009). Convergió con Tocqueville en el análisis crítico de la desigualdad con base en la esclavitud, las instituciones esclavistas o las impuestas a las poblaciones indígenas. Pero divergieron en el asunto de la revolución en América, que interesó especialmente al francés mientras que el sabio prusiano permaneció escéptico sobre su advenimiento o su necesidad en la América española (Zeuske, 2018).

Tocqueville fue el primero en indicar el surgimiento de una sociedad nueva e igualitaria en Estados Unidos y anticipar algunas de las consecuencias que podrían traer las flamantes instituciones políticas al mundo moderno. En La democracia en América intentó comprender el significado político y civilizatorio de un nuevo sistema en plena gestación, máxime si recordamos que viajó por la América jacksoniana y entrevistó al mismo presidente Jackson. Tocqueville encontró que los ciudadanos de Estados Unidos eran completamente ajenos a las tradiciones europeas de rígida jerarquía de clase social, o de padres a hijos, o a las reglas políticas de obediencia a los reyes, a la autoridad de la nobleza, los filósofos, los hombres de letras, la Iglesia institucional. Por el contrario, sobre el fundamento de la libertad, en la república se había instaurado la igualdad plebeya, auténticamente nueva y americana. Anticipó su perdurabilidad y expansión por el mundo. Produjo así el estereotipo de la hegemonía del liberalismo en la tradición política de Estados Unidos, asunto en disputa (Smith, 1993).

Tocqueville señaló, sin embargo, dos peligros: la tiranía de la mayoría en el campo político, y la mediocridad como unidad de medida en el sociocultural. En su análisis, que toma prestado de la dialéctica leyes-costumbres de Montesquieu, subrayó el entramado original de instituciones nuevas como el federalismo y el liberalismo representativo que, sin embargo, estaban inscritas en costumbres sociales, verdadero fundamento de la “república blanca”. Contrastó el fondo igualitario de las relaciones entre los blancos, “el hombre por excelencia”, con la desigualdad radical que habían impuesto a negros e indios, sometidos, oprimidos, “animalizados”. En sus “vistazos” al conjunto de Estados Unidos, del norte abolicionista al sur esclavista, aventuró vaticinios, controvertidos hasta el presente; por ejemplo, desde la perspectiva de los afroamericanos (Tyllery Jr., 2018). Pero tampoco quedó del todo claro si en el racismo arraigado aguardaba una tensión con la democracia liberal, que pudiese estallar, o si racismo y liberalismo habrían de coexistir (Kohn, 2002; Gallino, 2019). Un siglo después, otro europeo, el sociólogo Gunnar Myrdal (1944), fue enfático: el racismo era un pesado lastre para el florecimiento de la democracia en Estados Unidos.

Tocqueville planteó los desarrollos positivos de la libertad, aunque señaló que la de prensa no debía confundirse con una opinión pública que emergía en medio de la dispersión de la población y la apatía política del individuo sumido en su vida práctica, que se eximía de formarse una opinión propia, aunque rechazara a priori la autoridad intelectual de filósofos y escritores. Sin embargo, la libertad de prensa tenía el potencial de fomentar asociaciones (algo así como los cuerpos intermediarios de Montesquieu y Durkheim) que neutralizarían el aislacionismo individualista. Tan relevante fue para Tocqueville el papel de la religión cristiana. La alianza del “espíritu de religión y el espíritu de libertad”, forma de armonizar ley y costumbre, servía de base a la separación constitucional de Estado e Iglesia, hoy en práctico entredicho.

A diferencia de la originalidad y el vigor de las instituciones políticas que constató en su viaje por Estados Unidos, en el formato administrativo de informarse detalladamente de las cosas de sociedad y gobierno, Tocqueville destacó la inmadurez política de Sudamérica. En esta denominación no consideró la geografía, como el contraste entre el norte y el sur de Estados Unidos. El sur tocquevilliano es aquí una denominación histórica y cultural. México, que por la época de su viaje, 1831-1832, mantenía soberanía sobre Texas y California, formaba parte de la América sureña. Sin entrar en el asunto, en que no tengo competencia, su visión reforzó prejuicios, alentó el sentimiento de una superioridad estadounidense, frente a las potencias imperiales de Europa y de cara a los hispanoamericanos. Inclusive antes de la altisonante “doctrina Monroe” de 1823, se manifestó en el desdén de los padres fundadores ante las aproximaciones y gestiones de Francisco Miranda (1783-1784 y 1805-1806) o, poco después, a la convocatoria de Bolívar de un Congreso Anfictiónico en Panamá (1826). Tocqueville, a más de criticar las renuencias hispanoamericanas a adoptar la panacea del sistema federativo, destacó en tono acusatorio y peyorativo el cuarto siglo de alternancia de miserias y crímenes de revoluciones sin cesar que comparó con la noción de estado natural, término que puso en cursivas (Tocqueville, 2020: 293).

Las reflexiones tocquevillianas invitan a esbozar someramente una comparación de los orígenes políticos modernos de Estados Unidos e Hispanoamérica. En primer lugar, he de destacar que la copiosa, creciente y cada vez más profesional bibliografía sobre las cuestiones económicas, ideológicas e institucionales de los procesos de las revoluciones de Haití (1790-1804), Hispanoamérica (1808-1824) y Brasil (1817-1822), no ha logrado disipar el estereotipo de la anomalía o desviación de lo político latinoamericano. Entre las causas debe mencionarse el papel secundario de España y Portugal en el tiempo de las revoluciones burguesas, manifiesto en la crisis política de 1808, desencadenada por el Motín de Aranjuez, las abdicaciones de Bayona, las invasiones de ejércitos franceses y británicos a la Península, el embarque de la casa real portuguesa a Río de Janeiro, a cargo de la marina real británica, la reunión de las Cortes de Cádiz al amparo del fuego de la artillería inglesa. En Hispanoamérica la crisis sacó a luz la vastedad geográfica; la diversidad de un mosaico social dispar; la galaxia de situaciones arraigadas en trayectorias regionalistas y localistas idiosincrásicas. Después de 1808 se politizaron todos los asuntos referidos a gobierno, justicia (“policía”), hacienda, y quedaron en vilo los principios de legitimación política y de “soberanía”.

En el panorama internacional de la posguerra de los Siete Años (1756-1763), Gran Bretaña, Francia y España replantearon sus políticas coloniales y emprendieron ambiciosas y comprensivas reformas fiscales, comerciales, administrativas y militares, que casi siempre complicaron las cosas (Elliot, 2006: 293-294). Muchos diagnósticos que apuntaban a la urgencia de reformar en la América española venían de más atrás, como los informes de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748) sobre una alarmante corrupción, extendida por todas partes y en todos los niveles. Más tarde, en el referente Ilustrado anglo-francés, altos funcionarios de Carlos III (1759-1788) reformaron la administración en un sentido que anticipó el espíritu de los afrancesados del reinado de Carlos IV, muchos de los cuales estarían en 1808 del lado del partido josefino de la Constitución napoleónica de Bayona.

Aunque las reformas de los Borbones españoles fuesen una reacción apropiada a la humillante lección de la Guerra de los Siete Años, no consiguieron modernizar el vínculo con los reinos indianos, ni transformarlos en colonias extractivas, de lo que Haití brindaba el mejor ejemplo: una plantación azucarera enorme, de base esclavista. Erigieron a Cuba (en esa guerra, La Habana cayó en manos de la marina británica) en nuevo prototipo: intendencia, base militar, fuente de impuestos, economía plantadora de exportación. Si el proyecto funcionó, fue gracias al miedo criollo ante una rebelión de esclavos como la haitiana de 1791, aunque en el resto de Hispanoamérica no hubo nada parecido a una abierta oposición criolla a las reformas, salvo los complejos procesos insurreccionales en Perú, de base indígena, y de la Nueva Granada, mucho más policlasista.

En suma, después de tres siglos de dominio español, los criollos constataban “un caso singular en la historia moderna: el de una economía colonial dependiente de una metrópoli subdesarrollada” (Lynch, 1987: 8). De ahí el radicalismo bolivariano y, en general, de la pléyade de las generaciones que usualmente se llaman precursores y actores de las emancipaciones hispanoamericanas. Buscaban, efectivamente, modernizar sus sociedades y economías y, eventualmente, ampliar la ciudadanía. El peso del nexo colonial y del republicanismo ocupa un lugar en las definiciones del populismo, considerado un problema histórico relativamente tangencial, concepto difuminado en la erudición bibliográfica de Alan Knight (1998).

En este punto conviene repasar someramente la trayectoria en las Trece Colonias, donde el conflicto político, claramente originado en las reformas posguerra de los Siete Años, se desarrolló en medio de una extensa deliberación intelectual, en un juego que tuvo por arena el parlamento británico y, por lo tanto, los partidos políticos, instituciones inexistentes en España. Los debates fueron viveros de ideas y prácticas y, además, dieron mucho trajín a las imprentas. En una carta a Thomas Jefferson, fechada el 24 de agosto de 1805, John Adams escribió:

En cuanto a la historia de la revolución, mis ideas pueden ser peculiares, tal vez singulares. ¿Qué entendemos por revolución? ¿La guerra? Eso no fue parte de la revolución; fue sólo un efecto y una consecuencia de ello. La revolución estaba en la mente de la gente, y esto se llevó a cabo de 1760 a 1775, en el transcurso de quince años, antes de que se derramara una gota de sangre en Lexington (The Works of John Adams, Vol. 10, 1856: 172).

Desde esta perspectiva, la revolución “en la mente de la gente” consolidó la moral política que ya venía formándose y radicalizó la protesta popular. A tono con la retórica de la oposición en Gran Bretaña, los líderes coloniales exaltaban la virtud cívica de las comunidades de propietarios rurales en contraposición a la corrupción del poder del rey, su corte y sus amigos del parlamento. Sus vicios eran manifiestos en el soborno aduanero, el patronazgo, el ejército permanente y profesional, la iglesia burocratizada, la aristocracia hereditaria y derrochadora, la perversión de los intereses del comercio consagrados en el catálogo de privilegios de la Compañía de las Indias Orientales, a raíz, por ejemplo, de la Tea Act de 1773. Todas estas instituciones y prácticas atentaban contra las libertades locales pactadas antaño. Así, encontraron legitimidad política en el pasado colonial, no en el futuro, como sería el caso de los criollos hispanoamericanos, que en principio condenaron todo lo español una vez alcanzada la independencia.

El predominio ideológico de los radicales fue decisivo al momento de enfrentar el rechazo del parlamento británico a las peticiones de los súbditos americanos. Lo juzgaron el acto que rompía el principio de obediencia política: si el rey violaba los pactos consagrados en sus cartas (del siglo XVII), las colonias, cuerpos soberanos, resultaban extrañas al reino británico; los colonos dejaban de considerarse súbditos del rey. Es decir que, a diferencia de la América Española, en las Trece Colonias la monarquía perdió la legitimidad antes de la guerra. En la fórmula de Carl von Clausewitz, otro ilustrado, esto quiere decir que la guerra fue la continuación de la política por otros medios.

En la América española el proceso ocurrió al revés. En el transcurso de la guerra se fueron rompiendo los principios de obediencia al rey. A diferencia de la propia España (que libró su guerra de Independencia), la vacatio regis de 1808 desató en América una variedad de guerras civiles entre las élites blancas (criollos contra peninsulares) que, por ejemplo, en Venezuela movilizaron esclavos puestos en armas, o comunidades indígenas en México. Estas dinámicas podrían explicarse en alguna medida por los diferentes sistemas de dominación colonial y por condiciones sociodemográficas igualmente disímiles en la América británica y la española. En la última, el proceso de legitimación política después de la guerra fue simultáneamente un proceso de encontrar legitimidad para los nuevos gobiernos republicanos. Por esto, desde la atalaya de Estados Unidos, pensadores como Tocqueville no pudieron más que concluir en un dictamen negativo, peyorativo.

Con todo y esto, las independencias no consiguieron abolir la mentalidad colonial de los criollos de la segunda y tercera generación post independencia que, a diferencia de sus abuelos y padres, no se tuvieron la manifiesta confianza en sí mismos de las élites políticas y empresariales de Estados Unidos, que crearon y se apropiaron de “América” vía el concepto “americanidad”, “reificación y deificación de lo nuevo, derivado de la fe en la ciencia, pilar de la modernidad” (Quijano y Wallerstein, 1992: 29). Sintiéndose observados por “americanos” y europeos, los imitaban, buscaban su aprobación, querían comportarse bien. Veneraban sus ideas; admiraban las fábricas, las edificaciones, los barcos salidos de la revolución industrial; preferían adaptar sus constituciones en lugar de construir sobre la creatividad de las hispanoamericanas de la década de 1810 (Gargarella, 2014).

 

América Latina, a la búsqueda de un pensamiento propio

En la conferencia de 1967 en que se formuló ese “populismo” imposible de definir, aparecía como un fenómeno marcadamente rural. Era como un saco en el que entraban por igual populistas rusos, campesinistas, socialistas, anarquistas de las décadas de 1870 en adelante; movimientos agrarios de la Europa Oriental de entreguerras, fuertemente influidos por estos; movimientos de farmers “anti-banca”, de fines del siglo XIX, que agitaron el norte de Estados Unidos y Alberta, Canadá, siguiendo tradiciones políticas radicales establecidas desde la época de la Revolución y la Constitución, claramente expresadas en la América jacksoniana. La descolonización y el surgimiento del “Tercer Mundo” resaltaron el carácter campesinista del “populismo”. Pese a esta característica, común en América Latina, se criticó a los sociólogos latinoamericanos por “crear una confusión semántica al invertir la noción aceptada” en aras de “escapar de la tiranía de los conceptos europeos”, descuidando la fragilidad y la inmadurez de la urbanización o de la industrialización, en desmedro del populismo agrario, “antiguo” y “nuevo”, como el castrismo (Hennessy, 1970).

En este punto regreso a la pregunta: ¿debemos seguir usando el concepto populismo? Una primera respuesta es positiva: forma parte de la historia intelectual latinoamericana. Sabemos quién, por qué, cuándo y cómo se utilizó. Es parte del vocabulario histórico de las ciencias sociales latinoamericanas. En este sentido, con todo y sus ambigüedades y limitaciones, el concepto, justamente atribuido en el ensayo de Hennessy a Gino Germani, Guido Di Tella y Francisco C. Weffort, permitió explicar el periodo histórico de la transición de una “sociedad tradicional a una moderna”. Precisamente en los estudios realizados en torno a la “transición social” se forjaron conceptos centrales de las ciencias sociales de América Latina. Debe subrayarse que el “populismo” estaba subsumido en otras categorías analíticas, como transición social, urbanización, proletarización, sindicalización, marginalidad o, más tarde, en “la teoría de la dependencia”. Así, un balance del conjunto de la obra de los sociólogos o economistas de la época fundacional no encontrará en “el populismo” el aporte conceptual más importante (Calvo Isaza, 2023) pero, en el campo de los estudios populistas, sí que lo es (Quattrocci-Woison, 1997).

En este punto debe destacarse que, en la larga marcha para elaborar un pensamiento latinoamericano propio, el documento fundacional de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), El desarrollo económico de América Latina y sus principales problemas (1949) marcó un hito (Fajardo, 2022). Si bien la teoría económica no era novedosa, supo capturar el espíritu de época occidental de la Guerra Fría: sobre las ruinas del fascismo europeo y japonés se acordaban las reglas básicas de una nueva sociedad internacional, la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El documento planteó una crítica sustancial a las teorías económicas occidentales, ofreciendo el concepto alternativo “centro-periferia”: el “centro”, los países industrializados, y “la periferia”, los países productores de materias primas, mantenían una relación históricamente desfavorable para estos últimos. Se había demostrado empíricamente con series largas de la “relación de los términos de intercambio” y las diferentes elasticidades-ingreso de la demanda de materias primas y manufacturas industriales. El desafío tenía una doble cara: legitimar estrategias de desarrollo económico y social en el enjambre de instituciones de las nacientes Naciones Unidas, y armonizar con los principios de Bretton Woods que, bajo la batuta anglo-americana, excluida la urss, serían implementados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Del otro, forjar redes intelectuales y técnicas en los países latinoamericanos, del que salió la “pléyade” de una generación de economistas “estructuralistas” y sociólogos, “funcionalistas”, que contribuyeron a la formación de la literatura latinoamericana del desarrollo económico y social. No era poco, en un plano pragmático, que la “carta de la CEPAL” estuviese en consonancia con políticas industrialistas de “capitalismo de estado” (Germani, [1961] 1973: 29) impulsadas en Argentina y Brasil por Juan Domingo Perón y Getulio Vargas, dos líderes carismáticos, abiertamente anticomunistas. Aunque el primero se inspiraba en el fascismo, Germani ([1961] 1973: 32-33), un combatiente italiano antifascista, señaló que ni él ni su movimiento eran fascistas, sino un movimiento nacional-popular. Las políticas industrialistas también se desarrollaban en el México del “partido único”, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), “integrativo de clases”, y empezaban a formarse en la fila Chile, Perú, Colombia.

Con base en un arsenal de datos vertidos en cuentas nacionales, censos, y especialmente en encuestas, los sociólogos, principalmente en Argentina, analizaron nuevas expectativas y actitudes, cambios en los ritmos y magnitudes de las migraciones internas “campo-ciudad”, en las tasas de urbanización, con el trasfondo de la industrialización por sustitución de importaciones, es decir, la aparición de un proletariado moderno y del sindicalismo. En esa coyuntura crítica de la “modernización”, intentaron dar cuenta de la especificidad latinoamericana de irrupción en la vida política de masas populares “disponibles”, generalmente urbanas, concepto ligado al de “política de masas” (Kornhauser, [1959] 2008; Lipset [1959] 1987). Subrayaron el momento histórico: las “democracias de participación limitada” no podían incorporarlas, es decir, no podían transitar a un estadio de “participación extensa”, el de los “movimientos nacional-populares”. Dicha transición “ocurre generalmente en el momento en que, a consecuencia de una alianza, consciente o no, entre clases medias y clases populares, las primeras se vuelven más fuertes y las últimas adquieren una posibilidad real de participar en la vida política y de hacer sentir su influencia en ella” (Germani, [1961] 1973: 19). Así, los “movimientos ‘nacional-populares’ aparecieron y continúan apareciendo puntualmente en todos los países de América Latina, en cuanto el grado de movilización rebasa la capacidad de los mecanismos de integración” ([1961] 1973: 30; cursivas en el original). El cambio se presentaba con un sentido de inevitabilidad histórica:

En la mayoría de los países de América Latina, dicho fenómeno [“la movilización”] está en vías de producirse de una manera vertiginosa y, en el seno de la estructura “arcaica”, se trata de la transición súbita de la pasividad tradicional a la movilización total. En el momento actual [mediados de la década de 1950] sería completamente utópico pensar en la posibilidad de repetir la experiencia histórica del desarrollo progresivo de todas las bases de la democracia, tal como ocurrió —parcialmente— en algunos países del continente. Un régimen de participación limitada hoy en día es una solución imposible (Germani, [1961] 1973: 26; cursivas en el original).

En este punto, Germani subrayó la diferencia específica en “el clima histórico” iberoamericano en relación con “el modelo occidental”. Pero la movilización-integración variaba según el grado de desarrollo económico de los países. Argentina, el más avanzado de América Latina y del Tercer Mundo, se convirtió en paradigma en un doble plano: el político, por la presencia-ausencia del dictador Juan Domingo Perón y la permanencia del movimiento lusticialista; el analítico, gracias a la obra de los fundadores de la sociología moderna, ampliamente reconocida, que ha sido objeto de múltiples lecturas, relecturas, interpretaciones. Desde entonces los estudios populistas encuentran en Argentina un hogar privilegiado. En esos años
de también fueron muy destacadas las aportaciones en México, como se puede ver hojeando la Revista Mexicana de Sociología y, como se ha subrayado suficientemente, del grupo de la CEPAL. Es cierto, sin embargo, que el acento urbano de la transición social impidió comprender las múltiples manifestaciones provincianas y rurales de las movilizaciones nacional-populares.

La sociología brasileña, que también se formó en estos años bajo el paradigma de “la modernización”, bajo el influjo de Florestán Fernandes, acentuó el carácter inextricable de raza y clase en la historia y la sociedad del país, campo de investigación prioritario, base de cualquier reinterpretación científica, que superase los planteamientos del influyente libro de Gilberto Freyre, Casa Grande y Senzala (1933). En medio de un intenso debate intelectual, Ianni, Cardoso, Dos Santos, Marini, Weffort, desarrollaron diferentes líneas de análisis del getulismo.

La semántica del fenómeno, independientemente de si se le enfoca teórica o empíricamente, o se le considera urbano o agrario, remite a su carácter de creación intelectual:

Populistas, pueblo e intelectuales son vértices de un triángulo conflictivo y farragoso de poder, política e ideología. Son, así mismo, vocablos polisémicos. “Populismo” es una palabra imprecisa, contaminada, elusiva, quizás porque “el pueblo”, su “concepto nuclear ineludible”, tiene las mismas características. Por eso nunca queda claro si “populismo” se refiere a un movimiento político, a una ideología que convoca al “pueblo” dentro de la antinomia “pueblo-oligarquía”; a un “síndrome” de la política popular; a una “especie de énfasis” o de “situación populista” de la protesta social. El campo semántico siempre es movedizo (Palacios, 2011: 12).

 

Rusia y China

Los vocablos políticos tienen una especie de ambigüedad congénita y una reelaboración continua. La característica no es exclusiva del “populismo”. Si se acepta que el peronismo, paradigma del populismo latinoamericano, se diferencia por lo “nacional-popular”, bastaría con fijarse en la polisemia de estas dos palabras, “pueblo” y “nación”, que además se prestan al intercambio. Veamos brevemente este asunto en relación con grandes revoluciones.

Se mencionó arriba que un rastreo del concepto de populismo en 1967 llevaba a los aristócratas e intelectuales rusos de la década de 1870, que se llamaron a sí mismos populistas y prorrumpieron en olas sucesivas: Ir al Pueblo (narodnichestvo), La Voluntad del Pueblo y los posteriores desarrollos anarquistas. Todos ellos procuraban atajos al socialismo de suerte que la sociedad rusa no padeciera la terrible y cruel fase capitalista. En la última década del siglo XIX, en medio de las disputas con los populistas rusos sobre la naturaleza del capitalismo y las vías de lucha anticapitalista, Lenin argumentó sobre la imposibilidad de evadir la etapa capitalista sencillamente porque en el imperio zarista la revolución industrial marchaba a todo vapor, cambiando la estructura de clases, lo que implicaba una fuerte diferenciación social del campesinado. Con base en estadísticas socioeconómicas, formuló una crítica marxista al conjunto histórico de la intelectualidad populista, que mitificaba la vida campesina, la comunidad rural (obshchina). Debían comprender, dictaminó, que la lucha socialista dependía de las condiciones impuestas por el desarrollo del capitalismo en Rusia, que determinaban la necesidad de organizar la vanguardia revolucionaria: el proletariado industrial. En este contexto, propuso una definición fuerte del populismo, similar al bonapartismo de Marx, y, en general su polémica con Proudhon y demás socialistas utópicos. Lenin solucionó el problema del papel del campesinado en la revolución del mismo modo que Marx: aunque en términos de conciencia de clase, el campesino era una papa en un saco de papas, los campesinos votaron por Luis Napoleón, que iba en contra de la república de los ricos, punto que subrayó Eric J. Hobsbawm (1998: 37-38). Ahí pueden verse las raíces de la disputa doctrinaria y política que, hasta épocas recientes, mantuvieron comunistas y populistas. En este contexto, el pensamiento y la acción política de José Carlos Mariátegui ameritan más investigación, puesto que él se ubicó entre “populismo y marxismo”, “marxismo e indigenismo”; específicamente, entre el populismo ruso y su nueva condena por la Segunda Internacional (Cardozo Santiago, 2021: 75-84). Lenin también caracterizó como populista la ideología de Sun Yat-sen en China. La alusión a la primera Revolución de Sun Yat-sen, comparable con la Revolución mexicana de Madero, nos trae al campo de las grandes revoluciones del siglo XX y deja entrever el juego de ambigüedades de los vocabularios políticos.

Se ha sostenido que las condiciones sociales de la China rural, con una clase terrateniente feudal profundamente localista, diseminada por todo el país, determinaron que la revolución fuese un proceso largo, de abajo hacia arriba, de las periferias campesinas a las grandes ciudades; que no podía ser drama en un acto, un golpe dirigido al corazón del poder estatal, como en Francia y Rusia. Tuvo así “un carácter populista que no entendieron Stalin ni Trotsky” (Schurmann, 1968: XLIV). Si en Francia el estado-nación se formó en un proceso secular, que Tocqueville trazó desde Luis XIV, la Revolución, que convirtió al rey de Francia en rey de los franceses, creó las palabras de la identidad nacional moderna: citoyen, patrie, français. Palabras ambiguas que suelen intercambiarse en el vocabulario político: pueblo y nación, soberanía nacional y soberanía popular, y que se proyectan a las revoluciones del siglo XX, en particular a las anticoloniales y de liberación nacional. Que penetran en los círculos nacionalistas en Asia, el Medio Oriente, África; que alientan amplios movimientos nacionales y dan pie a indagaciones científicas sobre las características objetivas en el redescubrimiento de las naciones. Este triple aspecto fue propuesto en un marxismo no-dogmático, no eurocéntrico como “el fenómeno nacionalitario” (Abdel-Malek, 1967: 15 y ss.)

La Revolución Rusa jugó con la ambigüedad: narod, pueblo (del que derivan, narodnichestvo, “ir al pueblo”, y naródnik, populista), se suplantó por nación en el sentido de sovietskii narod, pilar de la Unión Soviética, un estado multiétnico y multinacional. (Schurmann, 1968: 115). El equivalente de narod en el léxico político de la República Popular China (RPCH) (aquí habríamos de acentuar Popular) es renmin, el pueblo integrado por trabajadores, campesinos, incluidos campesinos ricos, intelectuales, “burguesía nacional”, clases oprimidas representadas por el Partido Comunista. La “burguesía compradora”, los latifundistas feudales, los “traidores”, es decir, los que huyeron a Taiwán en 1949, fueron excluidos de esta definición en la que, además, subyace un falso sentido de totalidad, como si la RPCH, sinónimo de China, pueblo chino, no fuese un ensamblaje histórico multinacional y multiétnico; si un poco más de 90% de la población de China es han, las minorías étnicas cuentan (1968: 110). Además, el “pensamiento Mao Tse-tung” (Mao Sixiang) integró a la revolución la larga tradición política de rebeliones campesinas, como los Taiping de mediados del siglo XIX (la más importante de todas que, además, es parte de la historia de los movimientos mesiánicos del mundo) de un lado, y del otro, el nacionalismo de los intelectuales del Movimiento Cuatro de Mayo (1919), en que el ala marxista se agrupó para fundar el Partido Comunista de China (PCCH) (1921) en la ciudad industrial de Shanghái. Para acentuar la diferencia de las revoluciones rusa y china, baste con pensar que, en septiembre de 1949, un mes antes de proclamarse la RPCH, de los cuatro millones y medio de miembros del PCCH, 72% eran campesinos pobres y medios; 2%, trabajadores industriales, y 25%, campesinos ricos y miembros de las clases medias urbanas (Chesneaux, 1977: 4). A diferencia del bolchevismo, en “el pensamiento Mao” las masas viven en contradicción con las élites, incluidas las burocracias socialistas y los tecnócratas. Se le enuncia como la contradicción del rojo y el experto, activada en el Gran Salto Adelante (1958-1960) y más dramáticamente en la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1969) (Schurmann, 1968: 503-590). Esta ideología revolucionaria de un nuevo comunismo, inspirador de ideologías de liberación nacional en el “Tercer Mundo”, y los valores sociales dominantes han cambiado a tono con las profundas transformaciones en el Estado y la sociedad de China después de la Revolución Cultural, que en 1977 fue desterrada del léxico oficial y de los textos de historia en el cambio hacia “las cuatro modernizaciones”, irrealizables sin especialistas y tecnocracias que desplazan a los rojos generalistas.

 

Norma liberal, desviación populista

Un punto de partida para situar el asunto populista en la actualidad son las consideraciones de una publicación emblemática de la tradición del liberalismo europeo. En 2018, con motivo de cumplir 175 años de circulación ininterrumpida, The Economist publicó un Manifesto for Renewing Liberalism, especie de tour de force de los grandes problemas que aquejaban al mundo, a causa de la abdicación del liberalismo, de los principios de “tolerancia, cambio gradual, respeto a todos, independientemente de clase, etnia, raza, género, nacionalidad”. Los liberales, acusó, se constituyeron en “una élite autocomplaciente”, extraña al espíritu radical de los padres fundadores. Después de subrayar los hitos del ascenso liberal, como la oposición en el parlamento británico a la ley cerealista de 1846 (base del dogma del librecambismo económico), las luchas contra el fascismo y la Unión Soviética en el siglo XX (no menciona el papel soviético en la derrota militar de Hitler ni la participación de Stalin en la recomposición del orden internacional en los Pactos de Yalta y Potsdam), The Economist denunció el estado de cosas que ha favorecido a las meritocracias y élites liberales. Adujo, por ejemplo, que mientras la mayoría de los estudiantes de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos proviene de familias del centil más alto del ingreso, sus profesores, predicadores empedernidos de “la sociedad abierta”, no tienen empacho en asegurarse empleos vitalicios. Otro campo de regulaciones antiliberales proviene de las tecnocracias, que aseguran privilegios a las élites: “Las 50 áreas urbanas más grandes contienen el 7% de la población mundial y generan el 40% del producto total, pero las restricciones impuestas por la planeación dejan fuera a muchos, especialmente a los jóvenes”. Fustigó a la candidata Hilary Clinton, que “ocultó su carencia de grandes ideas detrás de una ventisca de pequeñas ideas”, y la vacuidad de los líderes del Partido Laborista británico, que “en 2015 perdieron ante Jeremy Corbyn, no porque este fuera un talento político deslumbrante”. De ahí graves anomalías: la presidencia de Trump y el Brexit, representativas en una cadena de movimientos de derecha y extrema derecha en Francia, Italia, España, Suiza, Escandinavia, los Países Bajos, Hungría, Polonia, además de movimientos separatistas en Bélgica, España y Gran Bretaña. En este punto, el semanario londinense reconoció que en todos mediaban agravios sociales, económicos, culturales, y que, corroídos por dentro y sin mensajes claros a sus electores, los partidos políticos establecidos habían sido desbordados. En conclusión, el Manifesto pedía volver al espíritu combativo de 1843; emprender “la destrucción creativa”, “reavivar el espíritu radical.”

Un contexto más amplio del malestar debiera considerar a fondo la crisis fiscal del estado de bienestar, que estalló en las décadas de los años sesenta y setenta, y condujo a su descrédito y gradual desmantelamiento. Ahora surge el llamado “populismo económico”, “la macroeconomía populista” (Sachs, 1988; Dornbusch y Edwards, 1991), y el epíteto “populista” se endilga a los que luchan por restaurar, mantener o aun ampliar los preceptos del estado de bienestar. La vuelta de la ortodoxia del libre mercado y del librecambismo internacional de que se precia la tradición liberal, que subrayó The Economist, resignifica el derrumbe del sistema eurosoviético. No sólo pone en cuestión la viabilidad teórica y práctica del socialismo como alternativa al capitalismo, sino los propios fundamentos en que ha operado el capitalismo desde la revolución industrial: el papel activo del Estado. Bajo este paraguas, comunistas y populistas son palabras intercambiables. Se soslaya el impacto de la globalización neoliberal en el aumento de la desigualdad entre naciones y en el interior de todas; se elude la deliberación en torno a la pregunta si el capitalismo y la democracia son complementarios o antagónicos, o, en otro plano, si debe imponerse la regulación medioambiental a escala planetaria o si han de primar criterios de seguridad nacional, como es el caso de la economía política de la energía: petróleo, gas, electricidad. También se soslaya el despegue tecno-económico de China y la India; el peso creciente de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) en el Producto Interno Bruto (PIB) mundial que, directa o indirectamente, implican “un mundo multipolar” y cuestionan la supremacía del dólar como medio de pago universal. En estos contextos pasa a segundo plano el impacto de la revolución digital, con base en algoritmos que, por medio de Internet y la telefonía celular, ha afectado la comunicación política, bajo la presencia (hostigadora o liberadora) de las redes digitales. Sin revolución digital, la pandemia de Covid-19 no hubiera intoxicado la atmósfera política y cultural en el mundo, proyección de la lucha partidista en Estados Unidos, cuya gran industria farmacéutica intentó, además, constituir un monopolio global de la vacuna.

Estos aspectos inciden en muchas cuestiones de las ciencias sociales y la filosofía. Baste con pensar en la teoría habermaniana de la acción comunicativa, la ampliación de la esfera deliberativa. En lo referente a la cuestión populista (el populismo realmente existente y la forma de pensarlo e imaginarlo), algunos de los aspectos enunciados la impactan más directamente: el colapso soviético, la creciente desigualdad, atribuida a la globalización neoliberal, la revolución digital en las técnicas de comunicación y mercadeo políticos.

El Brexit y Trump entronizaron en los centros neurálgicos del sistema internacional un cliché que ha empobrecido la conversación pública: el populismo, verdadera amenaza a los valores democráticos. Del espantapájaros salen lemas electorales, cada vez más desgastados, que penetran en todos los niveles y se manipulan en redes sociales ordenadas algorítmicamente. No es difícil seguir las trayectorias. El cliché se fabrica en think tanks desperdigados por todo el mundo, al servicio de grupos que los financian y patrocinan; en ocasiones alrededor de personalidades políticas (los Clinton, Barak Obama, Tony Blair, José María Aznar) o de empresarios como George Soros. Operan con base en informes y publicaciones elaborados por “expertos independientes” que, a su vez, sirven de referencia a diversas categorías de empresarios y líderes políticos de gobierno u oposición, que calibran día a día los lemas, adaptándolos a sus estrategias y campañas publicitarias. El escritor Mario Vargas Llosa acuñó en América Latina un predicado: “un peligro para…”; el verbo: ser; el sujeto: cualquier líder “populista”; el último en recibir la condecoración fue el entonces candidato, hoy presidente, Gustavo Petro. Una vez elaborado y empaquetado, se distribuye a periodistas e intelectuales que, en la prensa, la televisión, la radio, las redes sociales, buscan influir en diversas categorías de públicos. Pese al bombardeo publicitario, los “populistas”, indiferentes a etiquetamientos, continúan ganando o perdiendo elecciones.

En el primer momento, el derrumbe soviético dio fuerza a la noción de que había llegado la hora de la plenitud universal de la democracia liberal, de disminuir el gasto militar, asegurar la paz internacional y distribuir el “bono democrático”. Se aseguró que los grandes desafíos conceptuales de la Guerra Fría habían sido enfrentados y ahora superados en los campos de las humanidades y las ciencias sociales por grandes pensadores, como Francis Fukuyama, que nos puso ante “el fin de la historia”; Karl Popper, que certificó el triunfo de la “sociedad abierta”; en otro registro conceptual, la victoria definitiva de “la señal de precios”, portento civilizador por excelencia según Friedrich August Hayek. Margaret Thatcher, Ronald Reagan, George W. Bush, desempolvaron la varita mágica y los transformaron en figuras estelares de la libertad. En cualquier caso, la luminosidad de este universalismo del triple advenimiento del fin de la historia, la sociedad abierta y la señal de precios, no consiguió eludir las enormes sombras que se proyectaban por el mundo: la feroz tenacidad del desorden ideológico y geopolítico que llegó con la posguerra fría; el surgimiento de conflictos bélicos devastadores; el retorno de fundamentalismos religiosos y nacionalismos virulentos; la reconcentración de la riqueza y el ingreso en todas partes, y la reactivación del fantasma del populismo.

En efecto, con el derrumbamiento del sistema soviético, el comunismo dejó de ser el fantasma anunciado por Marx y Engels en 1848. Una vez más, desfilaron partidos y movimientos europeos de derecha y extrema derecha, unos pocos de izquierda. En América Latina se habló más del “eterno retorno”, en que el binomio varguismo-peronismo mantiene el lugar paradigmático en el “populismo clásico”. Se le puede sumar el cardenismo (Gilly, 1971: 347-398; Córdova, 1973). Pero este paso nos sumiría en un debate interminable en que vale preguntarse si con la trayectoria del concepto de revolución mexicana, polisémico, no ocurría algo similar
al concepto de populismo.

Conforme a una predicción de Germani, del núcleo duro del populismo clásico saldrían oleadas. Por ejemplo, los “populismos democráticos” de tipo kennedyano, como los de Rómulo Betancourt en Venezuela, José Figueres en Costa Rica y Luis Muñoz Marín en Puerto Rico que, alrededor de la zanahoria de la Alianza para el Progreso, hicieron cerrada oposición, ideológica y diplomática, a la Revolución Cubana y su proyección continental. En Cuba se inauguró la diplomacia coercitiva de bloqueos y sanciones. Basta con ojear en un mapa la localización de este triángulo, al que, en términos de recibir una dosis de zanahoria, se sumó Alberto Lleras Camargo, el primer presidente del Frente Nacional colombiano. La siguiente oleada populista fue de militares nacionalistas que dieron golpe: Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Juan José Torres en Bolivia, Guillermo Rodríguez Lara en Ecuador, que buscaron apoyo popular y se salieron de los moldes tradicionales del militarismo dictatorial de derechas. De los años ochenta en adelante apareció la variedad “populismo neoliberal mediático” (Hermet, Loaeza y Prud’homme, 2001: 14-20), que incluía a los presidentes Salinas de Gortari, Collor de Melo, Fujimori, Menem y Banzer, o “estrellas mediáticas”, como el conductor de televisión boliviana Carlos Palenque o “el muy gracioso profesor Antanas Mockus” en Bogotá. En la siguiente ola predominaron movimientos de izquierda, que llegaron al poder político guiados por líderes carismáticos calificados como demagogos: Chávez, Correa, los Kirchner, Evo Morales, Lula y, más recientemente, López Obrador y Gustavo Petro. El mote de populista también se aplica a movimientos derechistas liderados por “hombres fuertes”: Jair Bolsonaro, Nayib Bukele o Álvaro Uribe Vélez. ¿Cuál sería el común denominador? ¿El estilo político autoritario, la apelación a “los impulsos irracionales de las masas”, el carisma, la retórica, el contenido social de sus políticas? O, como acusaba The Economist, ¿agravios originados en el abandono del liberalismo y el abuso de las élites liberales? En cualquier caso, en una cotidianidad pautada por agendas mediáticas, fragmentada en “tribus algorítmicas”, se ha incrementado considerablemente la circulación del sustantivo populismo y del adjetivo populista, a la que no escapa el mundo académico, hermético y autorreferencial, entre otras razones, porque el consumo masivo de la palabra representa un nicho de mercado, que quizá pueda interpretarse, en términos de Bourdieu, como luchas en el campo de la producción de poder simbólico. Pero, a la vez, sujetos por el campo del poder económico y político (Bourdieu, 1989: 373-85, 482-86).

En América Latina, el presidencialismo se presta a inflar el fenómeno confundiendo el poder presidencial con todo el poder. Lo cierto es que el poder económico, los grandes capitalistas, el alto empresariado, tienen acceso e influyen en el legislativo, el judicial y el electoral; además, poseen ventajas de propietario en medios tradicionales y digitales (Schneider, 2013: 43-72, 139-159). El poder presidencial queda fuertemente circunscrito; sus márgenes de maniobra son reducidos. El problema se agrava si el presidente no cuenta con mayorías en el legislativo, amplio respaldo en la opinión y sólida organización electoral partidista. O cuando el poder judicial lo cerca en guerra jurídica (lawfare), que ha derribado presidentes en Paraguay, Honduras, Perú, Brasil, donde, además, el caso Lava Jato puso a Lula en la cárcel.

 

Unas reflexiones finales

Las sucesivas versiones, posiciones, interpretaciones, modas, en torno al fenómeno general populista no pueden ser ajenas a la coyuntura política en que se elaboran y reelaboran. Como se vio, en los círculos académicos “el populismo” reemprendió vuelo a raíz de una conferencia en la Escuela de Economía de Londres en 1967, que concluyó con este veredicto: “En la actualidad no puede haber duda respecto de la importancia del populismo, pero en cambio nadie sabe exactamente qué es” (Ionescu y Gellener, 1970: 7). La posición de los compiladores de las ponencias de la conferencia no fue unánime; Peter Worsley (1970: 303), que precisamente abordó el “concepto de populismo”, sostuvo que su vaguedad conceptual podía aplicarse al “capitalismo” o al “socialismo”, que no era impedimento para aceptarlo como un “síndrome […] mucho más vasto que su manifestación particular en la forma o contexto de una política determinada, o de una clase determinada de sistema político: democracia, totalitarismo, etc.” (1970: 300).

El caso más reciente de éxito editorial y académico en saber que el populismo es sencillamente una “ideología delgada”, que divide a la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos, el “pueblo” puro y la “élite corrupta”, lo brinda “The populist Zeitgeist” (Mudde, 2004: 541-63). Años después, el autor explicitó su posición “positivista”: buscaba evidencia empírica para analizar los movimientos populistas per se y sus “impactos positivos y negativos sobre el régimen político tanto democrático como autoritario” (Mudde y Rovira Kaltwasser: 2017, 25-40).

Para subrayar la dificultad de alcanzar una definición teórica satisfactoria de populismo, Margaret Canovan propuso la alternativa de partir de una aproximación fenomenológica y construir una tipología que, con todo y lo poco sistemática que resultase en relación con la gran teoría, podía dar cuenta razonable de la variedad de fenómenos populistas. Tal tipología debía salir de los marcos históricos habituales: Rusia, América Latina, Estados Unidos, y encontrar rasgos comunes cruzando diferentes situaciones. Clasificó los populismos en dos variedades: “agrarios” y “políticos”, con diferencias en el interior de cada tipo. En los últimos, distinguió entre dictatoriales como Perón en Argentina o Huey Long en Estados Unidos; democráticos: el movimiento del progresismo estadounidense o el sistema suizo de referendos y plebiscitos; populismos reaccionarios, como los de George Wallace en Estados Unidos o Enoch Powell en Gran Bretaña, y el populismo de los políticos, que quizá requiera más atención (Canovan, 1981: 13; 1982: 544-552). Unas dos décadas después, la investigadora constató que los teóricos políticos eran reacios al fenómeno; lo consideraban “un monstruo de muchas cabezas”, de suerte que los movimientos populistas eran síntomas de alguna patología social (Canovan, 2004).

En el campo teórico del populismo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe asumieron el proyecto más ambicioso. Deben señalarse varias coordenadas en la formación de su pensamiento. En primer lugar, los orígenes peronistas de Laclau y su constante conversación con líderes del movimiento a lo largo de la vida que se desarrolló intelectualmente en Inglaterra desde mediados de los años sesenta. En segundo lugar, la posición marxista, que debió reforzar su compañera y coautora, Chantal Mouffe, discípula de Louis Althusser y profesora de filosofía en la Universidad Nacional de Colombia (c. 1967-1973). En este sentido, baste con anotar que la búsqueda teórica de Laclau-Mouffe rebasa el campo de los estudios populistas.

Siguiendo una línea de Peter Worsley, sostuvieron que, al despojar a priori al populismo de cualquier racionalidad intrínseca, resaltar su vaguedad y su variedad prácticamente infinita, o reducirlo a mera retórica, se cancelaba la posibilidad de definirlo. Había, por lo tanto, que desechar el supuesto del populismo indefinible; más bien encontrar “su differentia specifica en términos positivos” (Laclau, 2005a: 32 y ss.). Se consagraron al objetivo en un contexto de la crisis intelectual del marxismo europeo. El comunismo de Marx no era más que una utopía, pues toda política es hegemonía y conflicto, históricamente incesante, sin fin. En las condiciones impuestas por la globalización neoliberal, la emancipación humana exigía una nueva estrategia que llevara a la “radicalización de la democracia”, a la “democracia agonística” (Mouffe, 2000, 2014). En la operación de superar el “esencialismo marxista” de la lucha de clases y de “la determinación en última instancia por la economía”, redefinieron los conceptos de sobredeterminación de Althusser y de hegemonía de Gramsci, este último central en la deliberación argentina, de la que hay abundante bibliografía. Entraron de lleno en el campo del discurso y del giro lingüístico de Wittgenstein, y postularon que “todo objeto se constituye como objeto de discurso en la medida en que no hay objetos al margen de las condiciones discursivas necesarias para su surgimiento” (Laclau y Mouffe, 2001: 145). Por último, Laclau disolvió el concepto: “Si el populismo consiste en postular una alternativa radical en el espacio comunitario, una opción en la encrucijada en que se juega el futuro de una determinada sociedad, ¿no se convierte entonces el populismo en sinónimo de política? La respuesta sólo puede ser afirmativa” (Laclau, 2005b: 47). No está en mi territorio, pero es bien sabido que, desde distintas posiciones, filósofos y teóricos políticos han comentado y criticado el punto de partida, el recorrido epistemológico y la formulación del concepto final: “la razón populista” que es “la razón política”. Hay, además, propuestas alternativas desde la teoría política, como las de Benjamín Arditi; críticas, por ejemplo, de Margaret Canovan, y especialmente de Ernesto Laclau-Chantal Mouffee y la de Andrew Arato, en relación con el uso que hacen de Carl Schmidt (Arditi, 2007; Arato, 2013).

El itinerario Laclau-Mouffe se dio, a partir de 1985, dentro de los debates de los círculos intelectuales radicales, refinados, herméticos, a través de redes universitarias, revistas y publicaciones, como Verso Books y The New Left Review de Londres. Peter Worsley, uno de los fundadores de la revista, señaló en una entrevista sobre su vida que entre la original, que se distribuía y debatía por todas partes, y la de 1989, esta se había convertido en una publicación de “mandarines”, árida y esotérica (Macfarlane, 1989). Tiene interés el contraste de marxismos occidentales, como el estadounidense, ciertamente marginal en relación con el europeo. De este lado del Atlántico, ha girado alrededor de la icónica Monthly Review de Nueva York y su grupo de publicaciones, que acoge obras de marxistas latinoamericanos, de Adolfo Gilly en la década de los años sesenta, a Ruy Mauro Marini recientemente.

Mouffe dialoga con dirigentes del “populismo de izquierda” europea: Syriza, Francia Insumisa, Podemos, movimientos que han quedado atascados o cuya fuerza electoral ha disminuido. A fin de cuentas, las posiciones de Laclau-Mouffe parecen haber llegado a un impasse. De un lado, el silencio frente al chavismo ¿es “populismo de izquierda”? Para la izquierda europea, y gran parte de la latinoamericana, es un caso incómodo, a diferencia del grupo del Monthly Review, que lo elogia y pondera positivamente. Del otro, sustituir la utopía comunista de Marx por el posibilismo de una democracia radical, agonística, encuentra una formidable oposición conceptual en los círculos marxistas (Garo, 2019: 71-108). En los estudios populistas hay también diferentes alternativas que se decantan hacia la línea fenomenológica de Canovan. En el plano de la historiografía, Hobsbawm (1994) ofreció una síntesis del corto siglo XX sin emplear el término populismo, salvo de modo incidental, para referirse, en notas a pie, a la literatura latinoamericanista. En la esquina ideológica opuesta, el historiador liberal Tony Judt (2005) escribe una síntesis de historia europea de la posguerra, que llega al presente, sin emplear el vocablo. De otro lado, el filósofo Paul Piccone (1995: 85) sostiene que, desde la Revolución de Independencia, la historia estadounidense está cruzada por el espíritu populista y, aparte de reseñar el aspecto trivial de que prácticamente todo político estadounidenses en campaña es un populista, que el autor denuncia como cobertura demagógica de los problemas reales de mal funcionamiento de la democracia liberal, capturada por “la Nueva Clase”, opta por reivindicar la calidad emancipadora de un populismo posmoderno rescatando tradiciones políticas de autonomía local, democracia directa, federalismo genuino, en “un mundo posmoderno de integración económica sustancial de alta tecnología y comunicación instantánea”.

En la historiografía latinoamericana aparecen estudios monográficos sólidos que, sin emplear el concepto populista, abordan épocas y legados del peronismo, el varguismo, el cardenismo, el chavismo y otros muchos ismos. Pero también se cuentan textos como los de Daniel Pécaut (1987) sobre el gaitanismo, al que analiza como un populismo imposible. Sus estudios son ejemplares en rigor analítico y riqueza descriptiva; el investigador francés comenzó su carrera estudiando el sindicalismo colombiano, en la corriente de
Alain Touraine. Del lado de los estudios que se decantaron por las teorías del discurso, parece que aterrizan ahora poniendo el acento en un plural, los populismos latinoamericanos, que tendrían el denominador común de ser “identitarios”, dejando de presentarse como meros epifenómenos, ora fallidos ora realizados, del peronismo, el núcleo duro (Magrini, 2021).

En tono algo autobiográfico, debo decir que, prosiguiendo la senda de Gramci, los dependentistas brasileños, Di Tella et al., y bajo el impacto de la campaña presidencial de 1970, que ganaron en las urnas el general Gustavo Rojas Pinilla y su Alianza Nacional Popular (Anapo), pero que perdieron en el conteo de votos, escribí sobre el populismo. En 1971 el general fundó el partido político ante una muchedumbre congregada en la plaza de Villa de Leiva, población incrustada en el corazón de los Andes, evocadora de historia patria colombiana, rodeada de campo y campesinos minifundistas. De vuelta al tema, creo que el populismo sigue siendo un concepto indeterminado y evasivo y su estatus teórico es más precario que el de nacionalismo y fascismo. Reitero que, de los padres fundadores al presente, persiste el desequilibrio en la poca atención prestada a la cara nacional del populismo en relación con la cara popular. En 1971 sugerí emplear la categoría “fenómeno nacionalitario”. Quizás hoy debiera reformularse para abrir perspectivas, develar mitos, desbancar jergas.

 

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