Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Populism, authoritarian repertoires, and democratic subversion

Alejandro Monsiváis Carrillo*

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*Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de la Frontera Norte. Departamento de Estudios de Administración Pública, Colegio de la Frontera Norte. Temas de especialización: democracia, instituciones políticas, confianza institucional. orcid: https://orcid.org/0000-0001-8661-5935.

 

Resumen: Este artículo introduce el concepto de repertorio autoritario para dar cuenta de la forma en que el populismo amenaza a la democracia. El populismo es la idea de que la política está definida por el antagonismo moral entre el pueblo y las élites. Esta idea contribuye a subvertir la democracia cuando es utilizada por gobiernos encabezados por líderes personalistas que buscan ejercer el poder de forma ilimitada e irrestricta. La retórica populista le permite al ejecutivo desplegar un reportorio de acciones y estrategias que transgreden las normas democráticas y apuntalan la autocratización del régimen.

Palabras clave: populismo, repertorio autoritario, personalismo, democracia, autocratización.

Abstract: This text introduces the concept of authoritarian repertoire to explain how and when populism becomes a threat to democracy. Populism is the idea that politics is defined by moral antagonism between the people and the elite. This idea facilitates the subversion of democracy when personalist rulers use it in their quest for unlimited and unrestricted power. Populist rhetoric enables executives to deploy a repertoire of actions and strategies that violate democratic norms and force gradual regime autocratization.

Keywords: populism, authoritarian repertoire, personalism, democracy, autocratization.

 

Con frecuencia se dice que el populismo visibiliza las deficiencias democráticas que perjudican a muchos en beneficio de unos pocos. El populismo otorga voz y representación a quienes se sienten afectados y excluidos cuando se pierde la confianza en las instituciones o los partidos políticos cultivan los intereses de élites privilegiadas y participan de la corrupción que corroe al sistema (Bornschier, 2019; Doyle, 2011; Gidron y Hall, 2020; Inglehart y Norris, 2017; Rico, Guinjoan y Anduiza, 2017). ¿Qué sucede, entonces, cuando las candidaturas de líderes y partidos populistas llegan al poder?

En este estudio argumentaré que el populismo en el poder contribuye a subvertir la democracia, a su distorsión, deterioro y ruptura. Este trabajo se inscribe dentro de la perspectiva ideacional (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017), un enfoque que distingue las ideas que definen al populismo de la forma en que los agentes políticos se identifican con esas ideas o las utilizan para conseguir sus fines. Desde esta perspectiva, el populismo es una cosmovisión en la que la política es una lucha entre el bien y el mal, el primero encarnado en el pueblo, el segundo en las élites. El populismo, visto así, no es necesariamente antidemocrático (Mansbridge y Macedo, 2019: 73). Ante todo, es una forma maniquea de entender la política (Mudde, 2004). Sin embargo, como ideología o discurso político, el populismo está limitado, precisamente, por esa concepción maniquea. Como mostraré en este texto, el populismo no puede ofrecer una concepción coherente de un orden institucional en la que el “pueblo” desempeñe un rol auténtico en la constitución y conducción del gobierno. Lo que ofrece es un proyecto político que, si se implementa sin cortapisas, supone desmantelar la democracia.

Por otra parte, el populismo en el poder tampoco parece asociarse con el fortalecimiento democrático (Ruth-Lovell y Grahn, 2022). Por el contrario, las ideas populistas se adaptan fácilmente a las estrategias de movimientos cuya lealtad a los principios e instituciones de la democracia es tenue e instrumental. En ese sentido, el populismo suele ser parte de los repertorios autoritarios que subvierten los valores y las instituciones de la democracia. Un repertorio autoritario es el conjunto de estrategias, acciones e iniciativas que transgreden, violentan o eliminan los atributos democráticos del régimen político, la gobernanza y la cultura pública. Mediante este concepto, “repertorio autoritario”, el presente trabajo propone identificar los mecanismos de erosión y declive democrático que operan sobre una base progresiva y que desempeñan un papel clave en el deterioro global de las cualidades democráticas de la vida pública.

En la primera sección de este trabajo introduciré el concepto de repertorio autoritario. Este concepto contribuye a entender mejor el rol que desempeñan las ideas populistas en la erosión gradual de la democracia. En la segunda parte discutiré el concepto de populismo. En la literatura, el populismo tiende a ser representado como una “lógica” de configuración de lo “político” (Laclau, 2005), un estilo de actuación (Moffitt y Tormey, 2014), un “iliberalismo democrático” (Pappas, 2019), la estrategia movilizadora de un líder personalista (Weyland, 2017), entre otras interpretaciones. Ante tal variedad de perspectivas, es difícil rastrear la forma precisa en que el populismo impacta positiva o negativamente en la democracia. Algunos estudios, inclusive, se quedan cortos en el momento de mostrar la contribución específica que hace el concepto de populismo a su argumento (Hunger y Paxton, 2021). En contraste, la perspectiva ideacional permite precisar la relación del populismo con la democracia. Para mostrarlo, en la tercera sección abordaré los límites del populismo como proyecto político y en la cuarta discutiré el rol que desempeña el populismo como parte de los repertorios autoritarios. El artículo cierra con una serie de consideraciones finales.

 

Repertorios autoritarios en contextos democráticos

Una gran cantidad de estudios recientes sobre la democracia aluden a los procesos de erosión, deterioro o declive que se registran en diversos países del mundo. Varias fuentes reportan cada vez menos casos de progreso democrático y muestran que, cuando no predomina el estancamiento en el desarrollo del régimen, se registran procesos incrementales de erosión y declive de la democracia (Hellmeier et al., 2021; Mainwaring y Pérez Liñan, 2023; V-Dem, 2022). Los procesos contemporáneos de autocratización rara vez son consecuencia de la acción de fuerzas impersonales como el abandono o la negligencia. Como regla general, son consecuencia directa de la acción decidida y deliberada de actores políticos en posiciones de influencia estratégica, como es el caso de los presidentes o titulares del poder ejecutivo (Bermeo, 2016; Haggard y Kaufman, 2021). Tras haber llegado al poder mediante elecciones libres y limpias, muchos gobernantes lanzan una ofensiva en contra de las instituciones establecidas, buscando concentrar poder y autoridad.

La ofensiva de los gobiernos electos en contra de las instituciones de la democracia suele enfocarse en varios objetivos a la vez. El ejecutivo despliega un repertorio diverso de estrategias, tácticas y acciones dirigidas a subvertir el sistema. Para dar cuenta de este despliegue, sin embargo, es necesario contar con las categorías conceptuales apropiadas. Gran parte de los estudios sobre autocratización y declive democrático registran el efecto agregado del retroceso observado en los atributos del régimen político (Cassani y Tomini, 2019; Lührmann y Lindberg, 2019). Otros analizan los casos de transgresiones mayores, como la manipulación de elecciones, la violencia en contra de opositores o el sometimiento de las cortes supremas. No obstante, también es necesario dar cuenta de las dinámicas de subversión de las normas democráticas manifiestas en comportamientos, en expresiones verbales y discursivas (Maerz y Schneider, 2021; Schedler, 2019), o en la transgresión de normas como el pluralismo y la verdad en la esfera pública (Chambers y Kopstein, 2022). En esa dirección, Nicole Curato y Diego Fossati (2020: 5) proponen llamar “innovaciones autoritarias” a las prácticas de gobernanza que están diseñadas para restringir la participación pública o sabotear la rendición de cuentas; esas prácticas no solamente son innovaciones y se extienden más allá del ámbito de la gobernanza.

Para contribuir al estudio de las prácticas autoritarias en contextos democráticos, propongo denominar repertorios autoritarios a la variedad de acciones intencionales que tienen como resultado la subversión gradual e incremental de la democracia. En el campo de estudio de los movimientos sociales, mediante una metáfora teatral, el término “repertorio” describe a la colección de estrategias y tácticas contenciosas que canalizan demandas y formulan exigencias (Della Porta, 2013; Tilly, 2008). Los repertorios contenciosos son la “caja de herramientas” de los movimientos sociales para hacer avanzar sus agendas. Son modalidades de acción colectiva que se actualiza, recrean y renuevan constantemente en su forma y contenidos, como marchas, bloqueos, huelgas, disturbios, invasiones, daños a la propiedad y muchos otros.

En este caso, sin embargo, el interés está puesto menos en el repertorio desplegado por los movimientos sociales que en el utilizado por el gobierno en funciones. De esta forma, los repertorios autoritarios son el conjunto de discursos, comportamientos, decisiones, iniciativas y políticas públicas que transgreden, debilitan, reducen o eliminan el ejercicio de libertades ciudadanas, la rendición de cuentas democrática o el gobierno de la ley. En contraste, afianzan la opacidad, la discrecionalidad y la arbitrariedad en la configuración y el ejercicio del poder estatal y la autoridad gubernamental. Los repertorios autoritarios subvierten la democracia en la medida en que convierten a las normas e instituciones de control y rendición de cuentas democráticos en meros tinglados decorativos, instrumentos al servicio del poder ejecutivo. Los repertorios autoritarios combaten la posibilidad de que los gobernantes rindan cuentas, de que sean sometidos a sanciones electorales, administrativas o judiciales. Bajo ciertas circunstancias, las estrategias de autocratización pueden provocar el quiebre de la democracia transformando al régimen en un autoritarismo competitivo o en una autocracia cerrada (Lührmann, Tannenberg y Lindberg, 2018). Pero aun cuando ese no sea el desenlace, los repertorios autoritarios pueden lesionar significativamente las cualidades democráticas del sistema.

 

Conceptualizar el populismo

El populismo es uno de los fenómenos políticos más importantes de la actualidad. También parece ser uno de los fenómenos más elusivos analíticamente, debido a su densidad semántica. El carácter semánticamente elusivo del populismo, sin embargo, no sólo resulta de su complejidad intrínseca, sino también de la diversidad de criterios que se utilizan en su conceptualización. Por ejemplo, Vivien A. Schmidt (2022: 165-166) reconoce que el populismo constituye el “mayor desafío desde 1920 o 1930 al consenso largamente establecido acerca de cómo conducir la política y administrar la economía en las democracias liberales”, pero señala que, en su núcleo, es “la construcción discursiva del descontento”. Además de su amplitud, esta noción lleva a confundir lo que el populismo es con lo que el populismo hace. Otros estudios aportan análisis penetrantes y sugerentes del fenómeno, pero más bien con base en metáforas y analogías, como la “anatomía” de la “cultura populista” de Pierre Rosanvallon (2020). Inclusive la “teoría política del populismo” de Nadia Urbinati, una original reflexión de carácter primordialmente normativo, recurre a un concepto de populismo que carece de contenido propio, pues es entendido como un proyecto político que provoca “la transmutación de principios democráticos” (Urbinati, 2019b: 118). En ese sentido, Takis S. Pappas (2019: 26-27) señala que la literatura dedica poco espacio a precisar el conjunto genérico del cual el populismo constituye una diferencia específica. ¿Es el populismo un tipo de liderazgo, una estrategia política, una variante de la democracia representativa, o un régimen político en sí mismo?

La postura que defiendo aquí es que el populismo es un conjunto de ideas entrelazadas que forman un núcleo ideológico distintivo. Desde una perspectiva ideacional, el populismo condensa tres ideas (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2019: 3): 1) una concepción moralmente maniquea de la política; 2) la proclamación del “pueblo” como una comunidad homogénea y virtuosa; y 3) la descripción de la élite como una entidad corrupta y avariciosa. De acuerdo con esta perspectiva, el populismo se caracteriza por una cosmovisión en la que la política es una lucha constante entre las fuerzas del bien y el mal (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017: 515). Esta lucha es protagonizada por el pueblo y las élites, ambos en versiones cosificadas y unidimensionales. Una formulación similar se encuentra en Jane Mansbridge y Stephen Macedo (2019: 60), quienes definen al populismo como el pueblo en una batalla moral contra las élites. Esta definición asume que el “pueblo” y las “élites” son etiquetas que designan a grupos o agentes políticos concretos en contextos diferentes. La ventaja de la perspectiva ideacional es que reconoce que los atributos del populismo son entidades simbólicas de carácter abstracto, cuyo contenido se construye circunstancialmente en el proceso político.

La principal ventaja de la concepción ideacional y minimalista del populismo es que permite distinguirlo de sus formas de expresión empírica, sus causas y sus consecuencias. Como tal, el populismo es flexible y adaptable, es una ideología “tenue” o “adelgazada” que carece de elementos programáticos propios. Al combinarse con otras ideas, puede politizar agravios que son relevantes en su propio contexto (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2018: 1671). Así, el discurso populista puede adaptarse al pragmatismo de políticos “outsiders” o antisistema lo mismo que a programas ideológicos más elaborados, como las ideologías de corte nacionalista, neoliberal, socialista u otras. Por otra parte, el conjunto de ideas que definen al populismo puede ser atribuibles a distintos tipos de actores, individuales o colectivos. Las ideas populistas pueden expresarse en el discurso de un líder carismático (Hawkins, 2009), la estructuración programática de los sistemas de partidos (Rooduijn y Akkerman, 2017), las políticas que impactan la administración pública (Peters y Pierre, 2019) o los patrones actitudinales del electorado (Castanho Silva et al., 2019).

Asimismo, la concepción ideacional del populismo facilita hacer distinciones analíticas que pueden tener consecuencias importantes al formular explicaciones políticas. Por ejemplo, Jair Bolsonaro, ex presidente de Brasil, es típicamente considerado un populista de derecha, de la misma forma que Andrés Manuel López Obrador en México es un populista considerado “de izquierda” por sus seguidores (Monsiváis Carrillo, 2020). Sin embargo, João Feres Júnior, Fernanda Cavassana y Juliana Gagliardi (2023) muestran que Bolsonaro no es un “populista clásico”. Por sus declaraciones y su lucha directa en contra de las instituciones democráticas brasileñas, Bolsonaro puede ser considerado un presidente autoritario, pero no populista. López Obrador, en contraste, ha empleado un discurso populista de forma sistemática a lo largo de su trayectoria política (Bruhn, 2012; Monsiváis Carrillo, 2020). Los dos presidentes pueden ser autoritarios, pero sólo López Obrador puede ser considerado populista, en sentido estricto.

Para una perspectiva que ha ejercido una influencia significativa en la literatura —especialmente en América Latina—, el populismo es una estrategia política. Para Kurt Weyland (2001: 14), es “una estrategia a través de la cual un líder personalista busca y ejerce el poder del gobierno basado en el apoyo directo, inmediato y des-institucionalizado de un amplio número de seguidores, la gran mayoría de ellos ajenos a alguna organización política”. Desde este enfoque, Weyland (2020) ha examinado la amenaza para la democracia estadounidense representada por la llegada a la presidencia de Donald Trump en 2016. De igual forma, la teoría del populismo en el poder de Julio Carrión (2014), desarrollada con base en el estudio de diversos casos de populismo en América Latina, emplea y extiende la conceptualización de Weyland (2001). En concreto, para Carrión (2022: 14) el populismo es una estrategia para acceder al poder y ejercerlo que se manifiesta de la siguiente forma: adopta un estilo personalista de liderazgo, un liderazgo basado en una relación inmediata y directa con sus seguidores; utiliza una estrategia antipluralista y confrontacional con sus oponentes, y desconfía de las instituciones y los pesos y contrapesos.

La concepción estratégica del populismo ha demostrado tener un alto valor heurístico. Además, aporta elementos para hacer una crítica persuasiva de la perspectiva ideacional. Weyland (2017) considera que la concepción ideacional emplea criterios de conceptualización que arrojan “falsos positivos”. En una de las aplicaciones seminales de la perspectiva ideacional, utilizando una metodología holística de análisis del discurso, Kirk A. Hawkins (2009) demostró que el discurso político de Hugo Chávez era populista. Sin embargo, Weyland critica ese estudio, que también considera populista a George W. Bush, ex presidente de Estados Unidos, un político que carece de los atributos del liderazgo personalista. Weyland señala también que el enfoque ideacional no consigue comprender adecuadamente la complejidad del populismo. Si sólo se pone atención al aspecto discursivo, se corre el riesgo de conferirle veracidad a la retórica populista. Los populistas dicen representar a un movimiento popular que confronta la corrupción de las élites. En el discurso, el “pueblo” se transforma en un agente colectivo. La realidad no podría ser más diferente, pues el “pueblo” es una colectividad amorfa, compuesta de individuos heterogéneos, desorganizados y descoordinados. Por lo tanto, es “la esencia misma del populismo que el pueblo retóricamente empoderado deba seguir al líder que dice actuar en su nombre” (Weyland, 2017: 54). El líder personalista y plebiscitario es quien moviliza a aquellos individuos que no tienen otra forma de ejercer influencia política; esto es el populismo, de acuerdo con dicho autor.

La centralidad que tienen los liderazgos personalistas en la política populista es innegable. Sin embargo, como señalan Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser (2018: 1672), el problema con la perspectiva personalista-estratégica y otras aproximaciones es que “resaltan características altamente específicas que pueden ser relevantes para ciertos casos de populismo, pero no necesariamente para todas las fuerzas populistas identificadas por la aproximación ideacional”. Si se pone mucho énfasis en el líder, añaden, no es posible reconocer los movimientos populistas que no tienen un líder carismático, como el Tea Party en Estados Unidos. Por lo tanto, si bien la perspectiva personalista-estratégica propuesta por Weyland (2001, 2017) puede ser adecuada para explicar el populismo de líderes políticos plebiscitarios, puede no serlo para estudiar otras expresiones populistas.

De hecho, la perspectiva ideacional y la perspectiva personalista-estratégica pueden combinarse productivamente. En conjunto, permiten analizar cuándo y de qué forma los líderes personalistas emplean un discurso populista como estrategia de movilización electoral o como forma de ejercer el poder gubernamental. Esto implica reconocer que puede existir variabilidad tanto en el estilo personalista de los líderes como en los atributos del discurso populista que emplean para promover sus fines. En cualquier caso, desde un punto de vista conceptual, la perspectiva ideacional ofrece mayor capacidad de diferenciación analítica. Esta perspectiva identifica los atributos necesarios y suficientes que definen al populismo como un fenómeno independiente de los actores políticos y sus estrategias. Desde este enfoque, el estudio del populismo puede viajar de un contexto a otro, de una época a otra, y ser de utilidad para analizar la llegada al poder de determinados partidos o lideres políticos, o para explicar ciertas pautas de
transformación del régimen político. Al asumir que el populismo es un sistema de ideas que postula que el pueblo está en una guerra moral con las élites, se abre la posibilidad de investigar quién adopta esa visión, qué demandas e ideologías políticas concretas se articulan con ella, quién le concede veracidad y qué sucede con la vida pública y la democracia una vez que el populismo llega al poder.

 

El horizonte populista

El populismo es la idea de que el pueblo y las élites están en una permanente batalla política y moral. Esta idea, en si misma, no es contraria a la democracia y puede reclamar el mismo derecho a ser expresada que cualquier otra ideología en un régimen donde se hacen valer las libertades ciudadanas. De hecho, cuando es expresada por movimientos o partidos de oposición, puede representar una “forma democrática de sacudir el estatus quo” (Mansbridge y Macedo, 2019: 73). En ese sentido, se ha señalado que el populismo puede ser lo mismo un correctivo que una amenaza para la democracia (Rovira Kaltwasser, 2012). El populismo crea nuevas identidades y posibilita nuevas formas de representación para aquella gente que por su clase social, religión, etnicidad o ubicación geográfica carecía de reconocimiento político (Panizza, 2005: 11). En un plano filosófico, asimismo, se dice que el populismo es la lógica simbólica que articula pasiones, reclamos y agravios diversos y fragmentados en una subjetividad colectiva de carácter “popular”. Desafiando a las élites establecidas desde posiciones subalternas, el populismo representaría el mecanismo democrático por excelencia, una lógica de representación que desafía a la propia contingencia histórica del principio democrático y el liberalismo (Laclau, 2005).

Con todo, es más probable que el populismo apuntale la subversión de la democracia que su fortalecimiento, sobre todo cuando participa del ejercicio y la conducción del poder. Al ser una ideología tenue y versátil, al convertirse en un programa político o de transformación institucional, la imaginación populista entra en tensión con las bases de la democracia actual. La promesa populista, el horizonte normativo contenido en sus ideas constitutivas, conduce a un imaginario político que es incompatible con la democracia, con sus principios, sus instituciones y sus posibilidades.

La democracia se fundamenta en los principios de libertad e igualdad políticas, en la premisa de que todas las personas que forman parte de la comunidad política son personas libres y tienen iguales derechos a participar en la autodeterminación colectiva (Dahl, 1989; Munck, 2016). El entramado institucional que se requiere para aproximarse a ese ideal es complejo y multidimensional: las leyes deben reconocer las libertades y derechos de los ciudadanos; las elecciones deben ser libres, limpias y regulares; los pesos y contrapesos deben regular y limitar el ejercicio y el alcance del poder estatal, y la gobernanza debe incorporar diversos mecanismos de rendición de cuentas pública. La democracia supone, en última instancia, la posibilidad de que la ciudadanía, en toda su diversidad y pluralismo, controle al poder político, que lo someta a la rendición de cuentas, en todas sus formas de expresión y en todos sus niveles (Borowiak, 2011; Pettit, 2012; Warren, 2014).

En contraste, la creencia populista de que de que el pueblo y las élites son sujetos moral y políticamente antagónicos es legítima como ideología, pero como principio de autoridad es antidemocrático. El populismo le confiere al pueblo un estatus moral virtuoso y a las élites les atribuye maldad y corrupción. Sin embargo, el “pueblo” y las “élites” son categorías abstractas que describen conjuntos de individuos de acuerdo con algún tipo de criterio o atributo, pero no son entidades o colectividades a las que pueda atribuirse un valor moral intrínseco y preestablecido. Más aún, ni el “pueblo” ni las “élites” existen con independencia de las normas e instituciones que conforman la comunidad política a partir de reconocer iguales libertades y derechos a los ciudadanos de forma individualizada. De igual manera, ni el “pueblo” ni la “soberanía popular” son entidades ajenas al proceso político, histórico y contingente (Ochoa Espejo, 2017). Toda opinión mayoritaria se forma con base en el ejercicio de las libertades de expresión y asociación, en los procesos de formación de preferencias individuales. La “voluntad colectiva”, la que se transforma en ley y obliga a todos por igual a obedecerla, es también una función de los procedimientos establecidos de votación. No hay ninguna voluntad sustancial que sea independiente de las normas para la definición de la agenda y los sistemas electorales que regulan la expresión de preferencias individuales (Przeworski, 2010: 29-43).

Defender la noción populista de que el gobierno debe ser coherente con la voluntad del “pueblo” implica asumir que sólo puede ser legítimo un orden político en el que el “pueblo” gobierna de forma irrestricta. Si además se asume que el pueblo es intrínsecamente bueno y virtuoso, entonces el gobierno no tiene por qué por qué negociar ni obedecer normas preestablecidas. En consecuencia, la deliberación pública, el pluralismo político y los pesos y contrapesos son considerados ilegítimos, pues comprometen la representación unificada de la voluntad popular que pretende encarnar el poder ejecutivo. Pappas (2019: 33) ha señalado que el principio de soberanía popular inherente al populismo produce un iliberalismo democrático, pues el “pueblo” encarna la virtud moral y su poder debe ser irrestricto. Tales atributos están en franca oposición con los preceptos básicos de la democracia liberal: prevenir la tiranía de la mayoría, promover la pluralidad social, proteger los contrapesos. Sin embargo, el populismo no sólo es “iliberal”, sino que puede amenazar a la democracia misma, pues los principios del liberalismo —las leyes, la separación de poderes y las libertades ciudadanas— son constitutivos de la democracia (Rummens, 2017; Urbinati, 2019a: 10).

Por otra parte, en la práctica, el populismo confiere identidad a una mayoría electoral, una mayoría que pretende asumirse como la única legítima y posible. Por abrumadora que ésta sea, sin embargo, una mayoría electoral es siempre contingente y procesual. De hecho, dado que el “pueblo” no existe de forma independiente al proceso político, esa mayoría es resultado de la capacidad movilizadora de un liderazgo político en un entorno de libertades democráticas. Irónicamente, el reclamo populista no emana del “pueblo”, sino de algún líder carismático o de un movimiento político. Por lo tanto, la mayoría electoral que se identifica con el discurso populista depende de la capacidad de sus líderes visibles y reconocidos para articular sus demandas. La mayoría que reclama ser la voz inequívoca del pueblo suele ser, en realidad, un resultado del discurso o la narrativa formulados por el partido o el líder del movimiento. El “pueblo” del populismo es creado cuando los votantes se identifican con el discurso del líder que se asume como su portavoz y fiel representante.

Como proyecto político, entonces, el populismo amenaza la democracia en la medida en que los gobiernos que pretenden representar al pueblo en su lucha moral contra las élites adopten una política maximalista e intransigente. Al representar a un segmento contingente del electorado y pretender que ese segmento, por mayoritario que sea, encarna a un “pueblo” intrínsecamente bueno y virtuoso, el populismo pretende imponer el dominio de una parte sobre el todo. En términos de Nadia Urbinati (2019a), el populismo es una política de la “parcialidad” que desfigura la democracia al pretender instaurar una lógica de representación directa, la que se establece entre el líder o el gobierno y ese contingente electoral llamado “pueblo”. La ambición hegemónica del populismo, por lo demás, requiere de renovación continua, puesto que depende de la identificación popular con la figura que representa al pueblo. Sin un liderazgo que configure y movilice el discurso maniqueo, que antagonice y divida en nombre del pueblo, la mayoría populista pierde vigor. La representación populista, por lo tanto, depende de la polarización y el antagonismo para mantener su identidad y congruencia. El gobernante populista, para sostener su mayoría electoral, requiere transgredir y desmantelar los valores e instituciones que permiten la configuración de mayorías alternativas, mayorías deliberativas y electorales.

 

Populismo y repertorios autoritarios

Las ideas populistas encuentran un terreno fértil cuando el sistema político está en crisis, cuando los escándalos de corrupción política son recurrentes o cuando se rompe el vínculo entre los partidos políticos y sus bases electorales tradicionales (Bornschier, 2019; Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2019). De esta forma, los partidos y líderes que las reivindican llegan al poder impulsados por la demanda de transformar el statu quo. Una vez ahí, deberán responder a su compromiso. Si son congruentes, sus políticas y reformas serán controvertidas y provocarán rechazo en la medida en que afecten los intereses de poderosos grupos económicos o políticos. No obstante, es perfectamente posible que esa agenda fortalezca la democracia, tanto en la representación política como en las tareas de gobernanza.

En la práctica, sin embargo, la evidencia se acumula del lado opuesto: los políticos populistas utilizan repertorios que transgreden las normas democráticas para gobernar y ejercer el poder de forma ilimitada e irrestricta. No parece haber evidencia de que los gobernantes populistas hayan fortalecido la democracia y sí, en cambio, se observa que han provocado el efecto opuesto (Juon y Bochsler, 2020; Ruth-Lovell y Grahn, 2022). Estudios de caso revelan que los presidentes populistas provocarán la ruptura de la democracia si encuentran las condiciones propicias (Carrión, 2022; Levitsky y Loxton, 2013; Weyland, 2013, 2020). Sólo en casos en los que se activan mecanismos de resistencia y resiliencia, el efecto corrosivo del populismo podrá ser contrarrestado (Guasti, 2020).

 
El repertorio autoritario

¿A qué se debe que el populismo propicie el estancamiento o el retroceso de la democracia? El efecto corrosivo del populismo sobre la democracia se debe a que su núcleo ideológico se adapta con facilidad al repertorio contencioso de gobernantes que luchan por concentrar poder y constituirse en la autoridad suprema en el sistema político. Entre el discurso populista y los repertorios autoritarios parece haber una “afinidad electiva”, una complicidad espontánea. El populismo es un discurso y una serie de ideas que se adaptan fácilmente a las estrategias de lucha por el poder de movimientos y líderes cuya lealtad a los principios e instituciones de la democracia es tenue e instrumental. Las ideas populistas moldean y legitiman el repertorio de estrategias del que se valen algunos gobernantes que buscan transformar al régimen cuando llegan al poder. El populismo aporta la estructura narrativa que justifica el asalto a la democracia en nombre de la propia democracia, es la retórica que articula y legitima el repertorio de acciones y tácticas que hacen avanzar, paulatinamente, la concentración del poder en el poder ejecutivo.

Esto queda patente, en particular, en la forma de actuación de líderes carismáticos y personalistas, aquellos que apelan a sus extraordinarias virtudes individuales para movilizar al electorado (Balderacchi, 2018; Rhodes-Purdy y Madrid, 2020; Weyland, 2017, 2020). Los líderes personalistas presumen un vínculo directo e inmediato con el “pueblo”. En nombre del pueblo, precisamente, despliegan un repertorio de acciones y estrategias que transgreden las normas de la democracia y pueden llegar a subvertirla. Un elemento clave de este repertorio es un discurso que apela a ideales colectivos abstractos, como la democracia o la justicia, para justificar acciones que van en el sentido contrario (Balderacchi, 2018). La retórica populista desempeña aquí un papel esencial. El populismo estructura la narrativa de gobernantes que hicieron campaña en contra del statu quo y prometieron revindicar lo que ellos denominan “pueblo”; aporta los códigos simbólicos para justificar las estrategias que combaten a la oposición partidista, los contrapesos institucionales y la libertad de la opinión pública.

La retórica populista es clave para una estrategia fundamental del repertorio autocrático: la polarización, un mecanismo simbólico que reduce el pluralismo político y las identidades sociales a dos bandos antagónicos y en conflicto (McCoy, Rahman y Somer, 2018). Mediante la polarización, los gobernantes populistas representan a otros actores e instituciones como enemigos o amenazas existenciales del gobierno y sus partidarios. La polarización puede convertirse en perniciosa cuando la deliberación o la negociación se vuelven inadmisibles, debido al grado de división provocado por el discurso polarizante. La polarización supone, asimismo, deslegitimación de los opositores e instituciones que limitan o controlan al poder ejecutivo. Deslegitimar es despojar simbólicamente de autoridad y derecho de ejercer libertades de democráticas o de cumplir funciones establecidas en el marco legal. Deslegitimar implica desinformar mediante datos o acusaciones falsas o distorsionadas cuyo propósito es causar daños (Hameleers, 2022), de forma directa o con apoyo de organizaciones especializadas en la difusión de información falsa en medios y redes sociales en línea.

Propagando desinformación, los gobiernos pueden promover las condiciones para lanzar una ofensiva directa en contra de los actores o instituciones que son objeto de deslegitimación democrática. Puede promover el desmantelamiento de organizaciones y dependencias estatales a través de reducciones presupuestales o reformas administrativas. En su defecto, el gobierno puede conducirse de forma negligente, dejando de cumplir con sus funciones administrativas o regulatorias, reduciendo así las capacidades de rendición de cuentas en la provisión de bienes y servicios públicos esenciales. Si las autoridades se niegan a cumplir con sus funciones o a regular la acción pública, pueden vulnerar la provisión de bienes esenciales para el ejercicio de derechos ciudadanos. Además de la negligencia, se puede recurrir a la cooptación o la captura de dependencias, instituciones, partidos políticos y organizaciones sociales mediante la ubicación de subordinados o personas leales al ejecutivo en posiciones clave. La cooptación es el mecanismo que permite al presidente controlar a la corte constitucional, a los tribunales o a las fiscalías. Es, asimismo, uno de los instrumentos preferidos por los gobernantes para “quitarles los dientes” a las agencias legislativas o estatales que cumplen funciones de supervisión y vigilancia del poder ejecutivo.

Los repertorios autoritarios surgen de la innovación constante (Curato y Fossati, 2020), pero regularmente contemplan tácticas eficaces, que resisten la prueba del tiempo, como promover ofensivas legales en contra de funcionarios, jueces, periodistas, dirigentes partidistas o activistas sociales. Interponiendo denuncias y acusaciones administrativas o penales en contra de organizaciones o individuos en específico, los gobiernos alimentan su narrativa deslegitimadora al tiempo que combaten a sus críticos, opositores o contrapesos institucionales. Una medida típicamente autocrática como la represión política de protestas y movilizaciones sociales puede ser poco frecuente en los casos de autocratización gradual. Recurrir a la represión violenta de críticos y opositores puede ser una medida que muestra ya un alto nivel de conflictividad política y puede desencadenar más movilizaciones que pongan en riesgo el proyecto autoritario. En contraste, el repertorio del gobierno que busca concentrar poder y desmantelar la democracia puede recurrir a estrategias menos visibles, como el espionaje. El desarrollo de aplicaciones de vigilancia y espionaje como Pegasus facilita a los gobiernos vigilar ilegalmente a activistas sociales, periodistas, defensores de derechos humanos o líderes de la oposición.

La reforma institucional, finalmente, es una de las estrategias más atractivas para los autócratas en potencia. Si el titular del poder ejecutivo quiere hacerse con el control del poder estatal y asegurar su permanencia en ese puesto, la de su grupo cercano o su partido, buscará implementar los cambios legales e institucionales necesarios para lograrlo. Idealmente convocará a un proceso constituyente que le otorgue el poder y las facultades necesarias. Si esto no es posible, impulsará reformas al sistema electoral, al poder judicial, o lo que fuere conveniente en un contexto determinado.

 
Una ilustración

Para ilustrar cómo el discurso populista apuntala el repertorio autoritario del gobierno, presentaré una descripción sumaria del ataque a la integridad de las elecciones promovido por el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Reconocido como un político personalista, un líder de características mesiánicas y con una cosmovisión populista, AMLO llegó a la presidencia del país en 2018, con 53.2% del voto, en el marco de una profunda insatisfacción ciudadana con la corrupción y la crisis del sistema de partidos tradicional (Monsiváis Carrillo, 2020). Con el soporte mayoritario del partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en el Congreso, AMLO ha gobernado con apego al guión personalista: presentándose como un líder “honesto” y “austero”, cercano a la “gente” y al “pueblo”, pretende tener una relación inmediata y directa con sus seguidores. En consecuencia, toda forma de contrapeso o regulación del poder ejecutivo es obviada o combatida. Esta animadversión a la división de poderes, al imperio de la ley, se extiende hacia el pluralismo político, la sociedad civil autónoma, el conocimiento experto y la pericia técnica, así como la libertad de prensa.

Un aspecto constitutivo del liderazgo de AMLO y su conducción del gobierno es la retórica populista. La cosmovisión maniquea propia del populismo ha estado presente a todo lo largo de su carrera política (Bruhn, 2012), desde atribuir a la “mafia del poder” un fraude electoral en las elecciones de 2006 que no fue tal (Eisenstadt, 2007; Schedler, 2010), hasta hacer campaña en 2018 prometiendo “erradicar la corrupción” de las élites “neoliberales”. Al asumir la presidencia, lo hizo bajo la promesa de llevar a cabo la “cuarta transformación” (4T) del país, una “transformación” histórica, una “regeneración nacional” basada en una nueva “constitución moral”. Apelando al mandato electoral y su aprobación popular, el presidente López Obrador justifica con la retórica de la 4T el ejercicio de un poder irrestricto. De esta manera, se coloca a sí mismo y a sus aliados del lado de la “virtud”, del bien moral, y acusa a críticos, opositores o defensores de la institucionalidad democrática de “conservadores”, “fifís”, “neoporfiristas” y demás. Sus “adversarios”, “moralmente derrotados” representan la encarnación del mal en la política, la “corrupción”.

La retórica maniquea de la 4T, en particular, ha desempeñado un papel clave en el repertorio de acciones e iniciativas desplegadas por el gobierno de López Obrador con el propósito de subvertir la legalidad y la certeza de las elecciones. Este repertorio incluye polarización, desinformación y deslegitimación de las instituciones responsables de la organización y la justicia electoral en el país, y en particular, del Instituto Nacional Electoral (INE) y de algunos de sus consejeros (Monsiváis Carrillo, 2022, 2023). AMLO acusa al INE de ser cómplice y responsable de “fraudes electorales”, de “no ser demócrata” y de que las elecciones “son las más caras del mundo” (Monsiváis Carrillo, 2023). Tales afirmaciones se basan en información falsa, destinada a desprestigiar a las autoridades electorales: desde la creación del INE en 2013-2014, la complejidad logística de las elecciones se ha incrementado, pero los más de 300 comicios que se han celebrado en el país desde esa fecha se han realizado en un marco de certeza y eficacia. Los recursos presupuestales que se destinan al INE equivalen a 0.2% del presupuesto federal y hasta una tercera parte de esa proporción está destinada a los partidos políticos (México Evalúa, 2022). De hecho, aun considerando la amplia variedad y alta especialización de las funciones que realiza el INE, su presupuesto ha sido objeto de recortes drásticos e injustificados por parte del gobierno de la 4T (Hernández, 2022; México Evalúa, 2022).

El asalto a la integridad de las elecciones lanzado por el gobierno de López Obrador ha sido comprensivo y sistemático. El propio gobierno se refirió a las estrategias desplegadas como “Plan A”, “Plan B” y “Plan C”.1 El “Plan A” pretendía desaparecer y desmantelar al sistema electoral mediante una reforma constitucional, cuyos términos se presentaron ante la Cámara de Diputados en abril de 2022. Esta reforma consideraba modificar sustantivamente las condiciones de competencia y la estructura del sistema de organización electoral, para favorecer al partido en el poder.2 Sin embargo, Morena y sus aliados no consiguieron alcanzar la mayoría calificada para aprobarla. A raíz de una extensa movilización ciudadana en defensa del INE el 27 de noviembre de 2022, los partidos de oposición se opusieron a los cambios.

La iniciativa de reforma constitucional fue votada y rechazada el 6 de diciembre, pero ese mismo día, AMLO presentó un “Plan B”, una reforma legal que modificaba 352 artículos de cinco leyes vigentes y creaba una más.3 Concretamente, esta reforma relajaba las condiciones de competencia y limitaba el rol de las autoridades en la fiscalización y regulación de los partidos políticos y las campañas electorales. Asimismo, sus disposiciones implicaban desmantelar la estructura administrativa, profesional y operativa del INE, de manera que su capacidad para cumplir una serie de funciones clave, desde la integración del padrón electoral a la instalación de las mesas receptoras de los votos en las casillas electorales, se verían significativamente comprometidas. El “Plan B” se aprobó en la Cámara de Diputados esa misma noche. El Senado la aprobaría una semana después, aunque los aliados de Morena —el Partido Verde— introdujeron una cláusula que interrumpió el proceso. El 27 de diciembre de 2022 se publicó sólo un aspecto de la reforma. Tras reanudarse el periodo de sesiones en febrero de 2023, el trámite legislativo prosiguió y el “Plan B” quedó instituido el 1 de marzo.

Tras la aprobación del “Plan B” en el Senado, la ciudadanía salió nuevamente a la calle el domingo 26 de febrero, manifestándose en más de 100 ciudades de México y el extranjero, en defensa del voto y en rechazo del “Plan B”. En la Ciudad de México, la movilización llegó a colmar la Plaza de la Constitución —el Zócalo capitalino— y las calles aledañas. Los partidos de oposición impugnaron el primer decreto del “Plan B”, publicado en diciembre de 2022, y el ministro de la Suprema Corte Alberto Pérez Dayón concedió su suspensión, aplicable a los procesos electorales en Coahuila y el Estado de México en 2023. Por otra parte, diversos funcionarios y miembros del Servicio Profesional Electoral Nacional del INE recurrieron a la vía legal para defender sus derechos. El INE, asimismo, impugnó los decretos que conforman el “Plan B” ante la Suprema Corte. De esta forma, el 24 de marzo de 2023, el ministro Javier Laynez Potisek admitió la demanda de controversia constitucional interpuesta por el INE contra el segundo decreto del “Plan B” y concedió la suspensión de todos los artículos impugnados, hasta que las demandas sean revisadas por el pleno de la Corte.4 Si esto no sucede antes del 2 de junio de 2023, las elecciones de 2024 se celebrarán bajo la normatividad vigente.

Luego de que el “Plan B” quedara suspendido, al menos de forma provisional, el presidente llamó a implementar un “Plan C”: “para que siga la transformación, ni un voto a los conservadores”.5 Sin embargo, el “Plan C” también consideraba la captura del Consejo General del INE. Dado que en el mes de marzo de 2023 concluía el periodo de cuatro consejeros ciudadanos y el consejero presidente del INE, AMLO y Morena tenían la oportunidad de colocar en esos puestos a personas afines y leales a la “transformación”. A pesar de que el proceso de designación de las nuevas personas consejeras fue transparente, Morena incidió en la designación de una mayoría de los miembros del comité de evaluación. Esto explica que llegaran a la lista de finalistas personas con antecedentes profesionales y/o familiares ligados al partido oficial, a pesar de tener poca experiencia profesional en materia electoral. Dado que Morena no contaba con una mayoría calificada en la Cámara de Diputados, la selección se hizo mediante insaculación. Tal procedimiento arrojó un resultado en el que sólo dos de cuatro de los nombramientos recaerían en personas afines al gobierno.6

El repertorio implementado por AMLO y sus aliados, además de las estrategias promovidas a través de los “planes” alternativos para la subversión de las instituciones electorales, en todo momento estuvo acompañado por una retórica divisiva y desinformativa. De hecho, la estrategia de polarización, violencia discursiva y difamación propagadas por el gobierno y sus aliados alcanzó también a medios de comunicación, ministros y magistrados, organizaciones sociales y ciudadanía en general. Por ejemplo, durante la semana previa a la marcha del 13 de noviembre de 2022 en defensa del INE, el presidente no reparó en repartir insultos y agravios hacia los participantes. Lo mismo sucedió durante las manifestaciones del 26 de febrero en rechazo al “Plan B”. En esa ocasión, las voces oficialistas equipararon a las y los manifestantes con simpatizantes de Genaro García Luna, ex secretario de seguridad pública durante el gobierno de Felipe Calderón, pues en ese tiempo había sido declarado culpable de narcotráfico por la justicia de Estados Unidos. El repertorio autoritario del gobierno, de hecho, respondió a la movilización ciudadana con sendas manifestaciones, una realizada el 28 de noviembre y otra el 18 de marzo, en la celebración del 85 aniversario de la expropiación petrolera. Las dos marchas promovidas por el gobierno, sin embargo, se apoyaron en la movilización masiva de recursos y redes clientelares de la administración lopezobradorista y los gobiernos de Morena.7

Este caso muestra, de forma general, la forma en que el populismo es un elemento clave en el repertorio autoritario de un líder personalista como López Obrador. Como líder político, puede ser calificado como populista. Sin embargo, el ataque a las instituciones electorales impulsado por su gobierno no es populista por sí mismo. Ante todo, ha sido un ataque que se ha valido de un amplio repertorio de acciones y estrategias. Es un repertorio autoritario en la medida en que es coherente con el debilitamiento de las condiciones que garantizan equidad en la competencia electoral y que aseguran el profesionalismo y la independencia del INE, el tribunal electoral y los órganos electorales locales. Es un repertorio autoritario, asimismo, en la medida que fortalece las posibilidades de que el movimiento político que encabeza el presidente permanezca en el poder sin contender en elecciones libres y limpias. El populismo, en este proceso, está presente en la dinámica de polarización que impulsa las iniciativas y acciones del ejecutivo propagando desinformación, se manifiesta en la retórica que apela a “la austeridad republicana” y la “democracia auténtica”.8 De acuerdo con la visión maniquea del lopezobradorismo, la “cuarta transformación” y el “humanismo mexicano” están del lado del pueblo, mientras que las instituciones electorales y sus defensores están del lado del “conservadurismo”. Si prevalece la “transformación” populista, el régimen habrá de “transformarse” en un autoritarismo competitivo.

 

Conclusiones

¿Qué sucede cuando el populismo llega al poder? En este artículo he argumentado que el populismo representa una amenaza para la democracia en la medida en que apuntala el repertorio político de gobernantes autoritarios. El populismo ha sido definido aquí como un discurso maniqueo que concibe a la política como una batalla moral entre el pueblo y las élites. En principio, este discurso puede estar presente lo mismo en procesos que favorecen la democratización del régimen político que en aquellos que provocan el efecto opuesto. Todo depende de cómo se comporten los políticos o partidos populistas en el gobierno.

Sin embargo, por su estructura maniquea, es más probable que el populismo en el poder promueva la subversión de la democracia que su profundización. De acuerdo con la visión populista del poder y la legitimidad, quienes encarnan la representación exclusiva del “pueblo bueno y virtuoso” tienen derecho a gobernar de forma ilimitada. Tal expectativa no sólo es contraria al Estado de derecho y los pesos y contrapesos, sino que tampoco es democrática, pues la democracia implica el respeto de libertades de expresión y asociación, el pluralismo y la rendición de cuentas. La democracia implica, más aún, mantener abierta la posibilidad de que los gobiernos representen a mayorías plurales en sí mismas, que se configuren y reconfiguren en el proceso político.

Por otra parte, el ideario populismo puede adaptarse con facilidad a los repertorios que despliegan líderes y partidos políticos autoritarios en el ejercicio del gobierno. En este texto he denominado “repertorio autoritario” a las estrategias y acciones que transgreden las normas democráticas y hacen del poder estatal un poder centralizado, opaco y discrecional, al servicio del titular del ejecutivo. La noción de repertorio autoritario contribuye a distinguir al populismo del proceso de erosión democrática que puede ser provocado desde el gobierno. Un presidente puede pretender ser quien representa al pueblo y lucha contra las élites corruptas, pero también reconocer, en la práctica, la legitimidad del pluralismo político, la supremacía de la constitución y las libertades ciudadanas. Otros, en cambio, pueden valerse de la retórica populista para desinformar, polarizar y deslegitimar otras voces que no sean la suya; pueden apelar al pueblo para evadir las leyes, hacer trampa y reformar las instituciones para su beneficio. De resultar eficaz, el repertorio autoritario del gobierno puede llegar a transformar el régimen democrático en una autocracia, aunque celebre elecciones periódicas.

Este planteamiento invita a investigar las consecuencias del populismo en la democracia mediante el análisis de los repertorios de estrategias desplegados por los gobernantes populistas. Propone, ante todo, identificar el rol que desempeñan las ideas populistas en la forma en que se ejerce el poder; examinar con mayor detenimiento la forma en que las ideas populistas apuntalan las acciones, estrategias e iniciativas promovidas por el gobierno en turno, sobre todo aquellas que van dirigidas a subvertir la democracia. El desafío es identificar la forma en que el populismo facilita la transgresión de normas democráticas y el avance progresivo de medidas autoritarias.

 

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