Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Latin American domestic workers facing the Covid-19 pandemic

Lorena Poblete*

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*Doctora en Sociología por l’École des Hautes Études Sociales, París, Francia. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina. Temas de especialización: marcos normativos del trabajo doméstico remunerado en América Latina. orcid: 0000-0002-0579-4255.

Esta investigación contó con el financiamiento de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación (PICT 2020 serie A-03905) y de la Fundación Alexander von Humboldt.

Este artículo fue sometido a una evaluación externa a doble ciego para un número ordinario de la Revista Mexicana de Sociología, con el folio 1057; por su afinidad temática, se decidió incluirlo en el presente número especial con las siguientes fechas: Recibido: 4 de mayo de 2021; Aceptado: 23 de septiembre de 2022.

 

Resumen: La pandemia de Covid-19 planteó problemas sociales inéditos, como la pérdida de ingresos por incapacidad de acceder al lugar de trabajo. Las trabajadoras domésticas fueron uno de los grupos más afectados por los despidos y la reducción del tiempo de trabajo. Desde una perspectiva de regulación comparada, y sobre la base de un análisis de las normas instauradas durante los primeros nueve meses de la pandemia de Covid-19, este artículo busca comprender las respuestas institucionales para dar seguridad económica a las trabajadoras domésticas, focalizándose en la tensión entre extender las protecciones legales propias del trabajo asalariado o expandir las políticas sociales vigentes.

Palabras clave: trabajo doméstico remunerado, América Latina, pandemia de Covid-19, seguridad social, programas de transferencias de ingresos.

Abstract: The Covid-19 pandemic raised unprecedented social problems, such as the loss of income due to loss of access to the workplace. Domestic workers were one of the groups most affected by layoffs or working-time reductions. From a comparative regulation perspective and based on an analysis of the norms established during the first nine months of the pandemic, this article seeks to understand the institutional measures to provide economic security to paid domestic workers, focusing on the tension between extending the legal protections of employees or expanding current social policies.

Keywords: paid domestic work, Latin America, Covid-19 pandemic, social security, income transfer programs.

 

“Durante esta crisis emergente por el Covid-19, las políticas gubernamentales de nuestros países han demostrado importantes esfuerzos por proteger a las empresas, a algunos grupos de trabajadores formales y a algunos grupos de población que han identificado como vulnerable y posible beneficiaria de subsidios, en ese espacio nosotras, las trabajadoras del hogar, nos sentimos desheredadas, por los Estados, por las familias para las que hemos trabajado y por la sociedad en general.” 1

El 30 de marzo de 2020, la pandemia de Covid-19 recién se hacía presente en América Latina, cuando 12 agrupaciones de trabajadoras domésticas remuneradas de los países del Cono Sur —que incluyen federaciones, sindicatos nacionales y agrupaciones locales— exhortaron a sus presidentes a tomar medidas para proteger a las trabajadoras del sector. Ya en ese momento resultaba evidente para las trabajadoras que las restricciones de circulación se traducirían en despidos sin pago de indemnizaciones, en una significativa disminución del tiempo de trabajo y, por consiguiente, de ingresos, y en el riesgo de permanecer en sus lugares de trabajo durante la cuarentena para aquellas trabajadoras que viven en el domicilio del empleador.2 Las trabajadoras subrayaban que, si bien desde la entrada en vigencia del Convenio 189 de la Organización del Trabajo (OIT) en 2013, la mayoría de los países modificó las leyes que regulan al sector, los obstáculos relativos a la implementación volvieron inaccesibles los derechos laborales y de la seguridad social reconocidos en las normas. Fue por ello que solicitaronn la introducción de medidas ad hoc capaces de proveer protecciones reales para afrontar la crítica situación producida por la pandemia.

En medio de la desorientación y la incertidumbre que caracterizaron las primeras semanas luego de confirmarse que el Covid-19 estaba dispersándose en América del Sur, los gobiernos de la región establecieron que las trabajadoras domésticas debían permanecer en sus domicilios, mientras que los empleadores tenían que seguir pagando sus salarios regularmente hasta tanto se terminara la pandemia. Las únicas trabajadoras exentas de las restricciones de circulación fueron las trabajadoras domésticas dedicadas —exclusiva o principalmente— a tareas de cuidado, porque resultaron incluidas en el listado de trabajadores esenciales. A pesar de ello, la definición de quienes estaban autorizadas a circular durante el confinamiento social no estuvo exenta de ambigüedades. En algunos países, como Ecuador,3 Paraguay4 y Perú,5 se estableció que todas las personas que se encontraran realizando tareas de cuidados de niños, adolescentes, adultos mayores o personas con discapacidades estaban eximidas de las restricciones de circulación. En este caso, no se especificaba si quien cuidaba era un miembro de la familia, una trabajadora doméstica o un profesional (trabajador independiente o asalariado de alguna institución). Por el contrario, otros países, como Argentina,6 Bolivia,7 y Colombia,8 establecieron una diferencia explícita entre los distintos tipos de cuidadores. Debido al modo en que se estructura el trabajo doméstico en América Latina, donde no existe una frontera clara entre cuidado y limpieza, esta clasificación resultó problemática. Numerosas organizaciones de trabajadoras domésticas denunciaron que, con el fin de ajustarse a la regulación vigente, los empleadores comenzaron a declarar un cambio de tareas —de limpieza a cuidado—, cuando no siempre estas últimas estaban incluidas dentro de las tareas que efectivamente realizaba la trabajadora doméstica.9 Dependiendo de las regulaciones nacionales y los dispositivos para obtener los permisos de circulación que cada país estableció, esta situación fue más o menos extendida.

Asimismo, otros factores —directamente relacionados con la crisis producida por la pandemia de Covid-19— impidieron la continuidad laboral de las trabajadoras domésticas. Algunos de ellos están ligados a cuestiones de salud pública, otros a las restricciones relativas a la circulación, otros a los efectos económicos de la pandemia, y otros se fundan en las percepciones subjetivas del riesgo a contagiarse. En primer lugar, como una medida de salud pública, se estableció que los trabajadores y las trabajadoras mayores de 65 años estaban exentos de trabajar por ser considerados población de riesgo. Por consiguiente, las trabajadoras domésticas de esa edad o mayores debían permanecer en sus domicilios con licencia con goce de sueldo. En segundo lugar, a raíz de las restricciones de circulación, las familias empleadoras permanecieron mayor tiempo en las casas —los adultos teletrabajando y los niños con educación a distancia—; por lo tanto, la demanda relativa al trabajo doméstico remunerado se vio modificada, mayoritariamente reducida. En tercer lugar, debido a que muchas familias empleadoras de clase media perdieron parcial o completamente sus fuentes de ingresos a raíz del confinamiento, decidieron prescindir de los servicios de una trabajadora doméstica, o reducir el número de horas de trabajo.

Finalmente, el miedo a contagiarse empujó a empleadores, pero también a trabajadoras, a suspender la relación de trabajo. Los empleadores, por su parte, consideraban que las trabajadoras domésticas podían ser eventuales vehículos de la infección, dado que frecuentemente viven en barrios (favelas, villas de emergencia o asentamientos) en los que resultaba difícil o imposible cumplir con los protocolos sanitarios. En el caso de las trabajadoras domésticas, al principio, el miedo a contagiarse también estaba relacionado con los empleadores, dado que los primeros casos de Covid-19 fueron viajeros que llegaron de Europa o Estados Unidos. Las organizaciones de trabajadoras domésticas de distintos países participaron activamente en el debate que se produjo a raíz del fallecimiento de una trabajadora doméstica en Río de Janeiro, que fue contagiada por sus empleadores.10 Asimismo, para muchas trabajadoras, el riesgo que implica realizar trayectos largos en trasporte público para llegar a su lugar de trabajo fue lo que motivó a la búsqueda de trabajos más cerca de sus domicilios, aun si en plena cuarentena la oferta de empleo era muy reducida (Pereyra et al., 2022). En razón de todos estos factores, al poco tiempo de comenzar la pandemia de Covid-19 en marzo de 2020, muchas trabajadoras domésticas se encontraron desempleadas, suspendidas, con licencia —generalmente sin ingresos— u obligadas a aceptar una reducción considerable de horas de trabajo y, por consiguiente, experimentando una pérdida sustantiva de sus salarios.

Por ello, y respondiendo a los reclamos de las organizaciones de trabajadoras, los distintos países desarrollaron variadas estrategias con el fin de garantizar un ingreso a las trabajadoras domésticas que se encontraban en alguna de esas situaciones. La pregunta giró en torno a cómo protegerlas, cuáles serían los instrumentos institucionales más apropiados para proveer de ingresos a las trabajadoras que en razón de la pandemia no podían laborar. Al igual que en otras partes del mundo, los países latinoamericanos adaptaron las instituciones ya existentes para hacer frente a la crisis producida por la pandemia de Covid-19. El margen para la innovación, particularmente en los países del sur, fue muy limitado. Por consiguiente, los gobiernos se encontraron frente al dilema de utilizar protecciones legales, políticas sociales o una combinación de ambas. La disyuntiva se presentaba en torno a si, en relación con las capacidades estatales11 y las regulaciones disponibles, sería más conveniente protegerlas en calidad de trabajadoras formales o en tanto que trabajadoras informales en condición de pobreza.

Cuando el Convenio 189 de la OIT sobre trabajo doméstico fue discutido en la Conferencia International del Trabajo en 2010 y 2011, la tensión entre considerar al trabajo doméstico como un trabajo “como ningún otro” o un trabajo “como cualquier otro” (Blackett, 1998, 2019; OIT, 2010) estructuró el debate acerca de cómo regular esta actividad particular. Aun si la tensión entre estas dos posiciones opuestas persistió, el Convenio 189 propuso modos de articulación entre ambas concepciones. Si bien las trabajadoras domésticas deben tener los mismos derechos que el resto de los asalariados, es necesario que la ley tenga en cuenta las dificultades que experimentan por trabajar en el domicilio del empleador, por realizar tareas relacionadas con la vida íntima del empleador, y por laborar en las sombras de la ley estatal, a merced del poder discrecional del empleador.12 Los países que ratificaron el Convenio 189 de la OIT se comprometieron a encontrar maneras innovadoras de proteger a las trabajadoras domésticas.

En este sentido, América Latina es un caso de estudio especial, dado que concentra la mitad de los países que ratificaron el Convenio 189 de la OIT hasta ahora.13 Asimismo, la mayoría de los países sudamericanos modificaron sus legislaciones relativas al trabajo doméstico a partir de 2011,14 cuando se adoptó el convenio. Por ello, este artículo se centra en los casos de nueve países del subcontinente: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay.15 Desde una perspectiva de regulación comparada, y sobre la base de un análisis de las normas instauradas durante los primeros nueve meses de la pandemia de Covid-19, el texto busca comprender las respuestas institucionales cuyo fin fue dar seguridad económica a las trabajadoras domésticas de estos países, atendiendo principalmente a la tensión entre extender las protecciones legales propias del trabajo asalariado o expandir las políticas sociales vigentes. Si bien los países bajo estudio reconocieron en sus legislaciones nacionales muchas de las provisiones establecidas en el Convenio 189 de la OIT, el hecho de que la mayoría de las trabajadoras domésticas laboren de manera informal y perciban ingresos bajos convirtió a las políticas sociales-asistenciales —especialmente los programas de transferencias condicionadas de ingresos (PTC)— en una alternativa para proteger a aquéllas frente a la pérdida de ingreso durante la pandemia. En este sentido, este artículo explora los factores que permiten comprender el hecho que algunos países decidieran adaptar sus marcos normativos relativos al trabajo y la seguridad social, mientras que otros prefirieran focalizarse en la utilización de PTC.

El material empírico utilizado para esta investigación incluye todas las normativas —leyes, decretos, resoluciones— aprobadas a nivel nacional durante los primeros nueve meses de la pandemia de Covid-19, desde marzo de 2020, en los nueve países bajo estudio. Un corpus de 148 artículos de prensa también contribuye a la contextualización de las respuestas institucionales identificadas.

El artículo está organizado en tres secciones. La primera analiza los efectos de la pandemia de Covid-19 en el sector de trabajo doméstico remunerado en América Latina en general, y en los países bajo estudio en particular. La segunda sección analiza las iniciativas dirigidas a proteger a las trabajadoras domésticas en tanto que trabajadoras formales, y la tercera, las políticas cuyo fin fue transferirles ingresos por ser consideradas trabajadoras informales viviendo en condiciones de pobreza. La conclusión pone de relieve el modo en que distintos factores explican la elección entre expandir las protecciones sociales contenidas en el Código del Trabajo y las instituciones de la seguridad social o modificar los PTC.

 

Los efectos de la pandemia de Covid-19 en el trabajo doméstico en América Latina

En los países latinoamericanos hay entre 11 y 18 millones de trabajadoras y trabajadores domésticos remunerados; 93% son mujeres (CEPAL, 2020a). Ellas representan en promedio 11.3% de todas las mujeres ocupadas de la región y 17.8% de las asalariadas (ILO, 2021: 275). Sin embargo, el trabajo doméstico tiene mayor incidencia en los mercados de trabajo de los países del sur del subcontinente que en los países andinos, debido al tipo de trayectoria que ha experimentado el sector desde el comienzo del siglo. En Argentina, Paraguay y Brasil, el trabajo doméstico representa alrededor de 17% del trabajo femenino, mientras que en Uruguay y Chile llega a cerca de 8%; en Colombia y Ecuador se encuentra en 6%, y en Perú y Bolivia representa menos de 5%. En la mayoría de los países, el sector se redujo entre dos y tres puntos porcentuales entre 2000 y 2018. Sin embargo, en Colombia, Chile y Uruguay la disminución fue mayor y llegó a 50%. En contraposición, en Paraguay, el sector se mantuvo estable, y sólo en Argentina creció de 15% al 17.2% en ese mismo periodo (Valenzuela, Scuroy y Vaca Trigo, 2020: 19).

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La informalidad es una de las características fundamentales del trabajo doméstico en la región. En promedio, sólo 25.9% del total de trabajadoras labora de manera formal; es decir, están inscritas en la seguridad social o tienen un contrato firmado registrado en agencias estatales responsables de las relaciones laborales.16 Al interior del subcontinente, la situación de las trabajadoras domésticas es muy heterogénea. Hay países en los que quienes trabajan en el marco de una relación contractual legal representan una minoría, como en Bolivia, Perú y Paraguay, donde menos de 5% del total de trabajadoras está registrada. En otros países, las trabajadoras formales alcanzan un quinto o cerca de un cuarto del total de las trabajadoras del sector. Este es el caso de Colombia, donde la tasa de formalización alcanza 19.1%, y Argentina, donde es de 26.4%. Algunos países presentan un nivel mayor de formalización, como Chile (50.6%), Ecuador (41.7%) y Brasil (38.9%).17 Uruguay es un caso excepcional, porque la mayoría de las trabajadoras domésticas están registradas (Valenzuela, Scuroy y Vaca Trigo, 2020: 21). Los datos muestran que desde 2011 la formalidad se incrementó significativamente debido a las reformas normativas producidas en la región. Uruguay —que modificó su legislación en 2006, y fue el primer país latinoamericano en ratificar el Convenio 189 en 2012—, en 2000, tenía sólo 40% de trabajadoras registradas en el sistema de seguridad social (OIT, 2012: 63), y actualmente ese grupo representa 70.7% del total de trabajadoras domésticas. Asimismo, en 2000, Chile tenía una tasa de formalización de 42.3%, y desde el inicio del siglo logró aumentar 7.7 puntos porcentuales la formalidad. En Argentina, el aumento fue menor, pero significativo: la tasa de formalización pasó de 19.5% a 26.4%. En Colombia, la tasa de formalización aumentó significativamente en ese mismo periodo, de 9.5% a 19.1%, es decir, casi 10 puntos porcentuales. En Paraguay también la tasa de formalización se incrementó fuertemente, pasando de sólo 0.1% en 2000 a casi 5% en la actualidad (OIT, 2012: 63; Valenzuela, Scuroy y Vaca Trigo, 2020: 21). Este incremento de la formalización del trabajo doméstico en los distintos países resulta de la introducción de nuevos marcos legales y la puesta en práctica de variados mecanismos de implementación.

Otra de las características del sector en la región es el bajo nivel de los salarios. La pobreza afecta a 23.8% de las trabajadoras domésticas porque sus ingresos son inferiores a la línea de pobreza. En promedio, su salario representa entre 40% y 80% del salario de las mujeres ocupadas (OIT, 2012: 64). Aun si la incidencia de la pobreza en el sector se redujo significativamente en las últimas dos décadas, debido al desarrollo de los programas condicionados de ingresos —ya que 40.9% de las trabajadoras domésticas eran pobres en 2000—, cerca de un cuarto sigue viviendo en condiciones de pobreza (Valenzuela, Scuroy y Vaca Trigo, 2020: 22).

La pandemia de Covid-19 tuvo entonces un severo impacto en el sector, dado que fue uno de los sectores más afectados por la pérdida de puestos de trabajo. Entre septiembre de 2019 y mediados de 2020, éstos se redujeron en promedio 19%. El impacto, de todas maneras, fue diferente en los países del subcontinente. En Paraguay y Brasil se perdieron cerca de 17% de los puestos de trabajo, 27.4% en Colombia, 28% en Argentina y 34.6% en Chile durante el mismo periodo (OIT, 2020: 42-43).

Entre abril y mayo de 2020, la Federación Internacional de Trabajadoras del Hogar (FITH) realizó una encuesta en 14 países latinoamericanos.18 Según los datos recolectados, la mayoría de las trabajadoras entrevistadas (68%) son las principales proveedoras de ingresos del hogar y 92% son la única fuente de ingresos. Asimismo, “70% de las encuestadas no cuentan con un contrato laboral por escrito y 62% no están cubiertas por la seguridad social —porcentaje menor al de los datos oficiales de la OIT” (Valenzuela y Paz Ramírez, 2021: 5). Respecto a la situación laboral durante la cuarentena, la encuesta muestra que 49% de quienes respondieron fueron despedidas o suspendidas durante los primeros tres meses de la pandemia de Covid-19; 14.2% trabajó menos horas; 13.8% recibieron sus sueldos a pesar de que no pudieron concurrir a su lugar de trabajo durante la cuarentena, y 23.1% pudieron seguir trabajando con normalidad. Esto significa que mientras 63.2% de las trabajadoras entrevistadas perdieron completa o parcialmente sus ingresos, 36.9% mantuvieron sus salarios (Accari, Britez y Morales Pérez, 2021; Valenzuela y Paz Ramírez, 2021).

Buscando comprender los efectos de la pandemia de Covid-19 en el sector, entre el 15 de marzo y el 4 de junio de 2020, la OIT analizó diferentes tipos de cuarentenas en relación con los niveles de informalidad. Según la categorización propuesta, una cuarentena podía ser considerada “total”, “parcial” o “débil” en función del modo en que se combinaron tres medidas específicas: “permanecer en casa”, “restricciones de circulación interna” y “cierre del trasporte público” (ILO, 2020: 3). A partir de esa caracterización, la OIT diferenció dos niveles de riesgo —alto y bajo— de perder el puesto de trabajo y, por consiguiente, los ingresos. Según este estudio, las trabajadoras domésticas latinoamericanas se encontraban en un alto riesgo de perder su puesto cuando se vieron impedidas de concurrir a su lugar de trabajo debido al confinamiento y tenían una relación informal de trabajo, es decir, la relación no había sido registrada en la seguridad social. En contraste, experimentaron un bajo nivel de riesgo cuando, aun si no pudieron laborar durante la pandemia, su relación estaba registrada. Los datos relativos a América Latina y el Caribe muestran que, a mediados de marzo de 2020, 24% del total de trabajadoras domésticas se encontraban en un alto riesgo de perder sus ingresos, y 6%, en nivel de riesgo bajo. A mediados de abril, las primeras representaban 56% y las segundas 17%. A principios de junio, las trabajadoras domésticas con alto riesgo de perder sus ingresos representaban 58% del total, y 19% aquellas que tenían un riesgo bajo de perderlos. De acuerdo con este estudio, la formalidad juega un rol crucial en el mantenimiento del nivel de ingresos, debido a que contribuye especialmente a mantener el puesto de trabajo. Por consiguiente, los altos niveles de informalidad en la región dejaron a las trabajadoras domésticas en una situación de gran vulnerabilidad económica, que las empujó a buscar otras fuentes de ingresos o a depender de la asistencia estatal.

 
Protegidas en tanto que trabajadoras asalariadas

Si bien los países considerados en este estudio ratificaron el Convenio 189 de la OIT y reformaron o modificaron sus legislaciones con el fin de expandir los derechos laborales y de la seguridad social reconocidos a las trabajadoras domésticas remuneradas, estos últimos siguen siendo limitados en relación con los derechos propios de los trabajadores asalariados. Las dificultades para modificar la estructura de las instituciones de la seguridad social, por una parte, y el hecho de que el empleador sea una familia u otra mujer trabajadora —un empleador como “ningún otro”—,19 por otra, han limitado en algunos aspectos los derechos de las trabajadoras domésticas. Durante la pandemia de Covid-19, algunos países buscaron protegerlas utilizando los recursos disponibles dentro del marco legal que las reconoce como trabajadoras asalariadas de hogares.20 Ciertos países decidieron usar herramientas propias del derecho laboral —como las licencias por enfermedad y las vacaciones— o innovar a través de políticas laborales, mientras que otros prefirieron apoyarse en los beneficios del sistema de seguridad social, como el seguro de desempleo.

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Protegidas por las regulaciones laborales

La primera medida de contingencia que tomaron los gobiernos latinoamericanos fue el confinamiento, cuando en marzo de 2020 la pandemia de Covid-19 se hacía apenas presente en el subcontinente. En sus inicios, la cuarentena parecía ser una cuestión de uno o dos meses, y por eso la mayoría de los países eximió a las trabajadoras domésticas de trabajar, especificando que debían seguir percibiendo sus sueldos, los que debían ser abonados regularmente por sus empleadores. A medida que las restricciones de circulación fueron extendiéndose sin un límite temporal claro, algunos países propusieron utilizar, como solución provisoria, las provisiones existentes en el Código del Trabajo.21

Uruguay22 y Paraguay23 permitieron que todos los trabajadores y trabajadoras mayores de 65 años —que estaban exentos de concurrir a sus lugares de trabajo por ser considerados población de riesgo— utilizaran la licencia por enfermedad. Si bien Uruguay había incluido ésta —60 días por año— en la ley específica del sector,24 en el caso de Paraguay, la nueva ley aprobada en 2015 no había incorporado este derecho.25 A medida que la pandemia de Covid-19 demandaba mayores restricciones de circulación, con el fin de controlar los contagios, Uruguay prolongó el uso de la licencia por enfermedad más allá de su extensión legal. Es así que las trabajadoras domésticas de más de 65 años pudieron permanecer protegidas por esta provisión hasta el 31 de agosto de 2020.26

Colombia, por su parte, propuso el uso de la prima vacacional, con el fin de proveer de ingresos a todos los trabajadores asalariados durante el confinamiento. Con un día de preaviso, tanto el empleador como la trabajadora podían informar las fechas de sus vacaciones, tratándose ya fuera de vacaciones anticipadas, vacaciones colectivas o vacaciones anuales acumuladas.27 Esta última medida quedaba sujeta a la negociación a nivel individual entre empleadores y trabajadoras. Tratándose de una solución de emergencia, se pasó por alto que este uso ad hoc de las vacaciones pagadas contradecía los principios en los que se funda ese derecho.

En Argentina, desde el inicio de la pandemia se estableció por decreto la prohibición de realizar despidos durante 60 días.28 Luego, esta medida fue renovada en varias ocasiones y siguió vigente después de un año.29 Esto significa que, si un trabajador es despedido durante este periodo, las indemnizaciones se duplican, al ser esto considerado “despido sin causa”. Por consiguiente, las trabajadoras domésticas —que no realizaban tareas de cuidado— debían quedarse en sus casas, percibiendo regularmente sus salarios30 y su estabilidad en el puesto estaba sujeta a esta reglamentación. Al principio, la mayoría de las trabajadoras domésticas registradas y también algún pequeño porcentaje de las no registradas recibieron el pago de sus salarios con cierta regularidad (Pereyra et al. 2022, Casas y Palermo, 2021). Pero, con el correr de los meses, esta medida creó una enorme tensión entre trabajadoras y empleadores. En muchos casos, los empleadores también perdieron parcial o totalmente sus fuentes de ingresos debido a la extensa cuarentena.31 El pago de los salarios regulares durante esos meses resultó entonces problemático para muchos empleadores. Aunque el gobierno estableció un subsidio para que las empresas que hubieran perdido ingresos durante la pandemia de Covid-19 pudieran pagar parte de los salarios de sus empleados,32 los empleadores de casas particulares no pudieron beneficiarse de esta asistencia.33 Asimismo, esta normativa no tuvo los efectos esperados en cuanto a las posibilidades de evitar los despidos, ya que los empleadores y las trabajadoras pudieron utilizar una fórmula legal, conocida como desvinculación por “acuerdo espontáneo”, que no implica el pago de las indemnizaciones estipuladas por el decreto que estableció la prohibición de despidos durante el confinamiento.34

En síntesis, los datos muestran que esas medidas no resultaron suficientes para prevenir la pérdida de empleos durante el primer año de la pandemia de Covid-19. La licencia por enfermedad y las vacaciones sólo podían ser utilizadas en el caso de una relación formal de trabajo, lo que representa una minoría dentro de los países bajo estudio —a excepción de Uruguay—. Estas medidas presentan además límites en su capacidad de extenderse en el tiempo, por tratarse de modificaciones circunstanciales de la regulación laboral. La prohibición de despidos en Argentina, por su parte, no logró impedir el gran número de desvinculaciones, que superaron 31.1%35 de los puestos de trabajo en el sector en los primeros meses de la pandemia.

 
Protegidas por los beneficios del sistema de seguridad social

En los países en los que el sistema de seguridad incluye seguro de desempleo,36 los beneficios fueron extendidos con el fin de cubrir el periodo de cuarentena. En Colombia, Chile y Uruguay, el seguro de desempleo fue adaptado para proveer de ingresos tanto a los trabajadores suspendidos como a los que vieron su tiempo de labor reducido y, por supuesto, a los despedidos, que eran originariamente los únicos receptores de estos beneficios. Además, Uruguay creó un régimen especial de desempleo para cubrir a todos los trabajadores afectados por la pandemia que se encontraban excluidos del régimen general.37

En Colombia, las trabajadoras domésticas tienen derecho al seguro de desempleo desde 2013, cuando el Convenio 189 de la OIT fue introducido en la regulación laboral nacional.38 Por consiguiente, pudieron beneficiarse con la adaptación de este beneficio durante la crisis sanitaria y social. Las trabajadoras domésticas registradas —que habían contribuido al sistema de seguridad social durante un año, de manera continuada o discontinua, al menos durante cinco años— podían recibir dos salarios mínimos legales en tres cuotas consecutivas mientras durara la pandemia de Covid-19.39 Más tarde, en junio de 2020, el gobierno redujo la contribución mínima —a al menos seis meses— para hacer más accesible el seguro de desempleo para quienes habían perdido sus trabajos después del 12 de marzo de 2020.40

En Uruguay, las trabajadoras domésticas remuneradas gozan del beneficio otorgado por el seguro de desempleo desde 2006, cuando se aprobó la ley que regula al sector.41 Además, en abril de 2020 se estableció un seguro especial de desempleo por seis meses,42 con el fin de proteger a los trabajadores suspendidos o parcialmente desempleados. Este beneficio fue considerado opcional y podía acumularse con el beneficio del seguro regular de desempleo.43

En el mismo sentido, una nueva ley44 en Chile autorizó el uso de los beneficios del seguro de desempleo si se producían suspensiones durante la cuarentena. La ley establecía que en caso de que una empresa fuera fuertemente afectada por la crisis producida por la pandemia de Covid-19, el empleador y el trabajador podían firmar un “pacto temporal de suspensión del contrato de trabajo”, siempre en acuerdo con el sindicato de pertenencia del trabajador. Este pacto podía ser firmado sólo durante los seis primeros meses de la pandemia de Covid-19 por trabajadores que hubieran contribuido al sistema de seguridad social durante los tres meses anteriores al pacto, y al menos seis meses en los últimos 12 meses. Si bien las trabajadoras domésticas no tenían legalmente derecho al seguro de desempleo, esta ley las autorizó a firmar un “pacto temporal de suspensión del contrato de trabajo” y les permitió recibir el subsidio especial por desempleo. Más tarde, en septiembre de 2020, una nueva ley45 incorporó a las trabajadoras domésticas al régimen regular de protección del desempleo.

Esta estrategia centrada en los beneficios del sistema de seguridad social para proteger a las trabajadoras domésticas durante la cuarentena presentó sus limitaciones, no sólo en relación con el número de países que pudieron usarla, sino también en relación con el número de trabajadoras domésticas habilitadas para reclamar el seguro de desempleo. En Colombia, sólo 19.1% de las trabajadoras domésticas están registradas. En contraste, en Chile, la mitad labora bajo un contrato legal. Uruguay representa un caso excepcional, debido a que la mayoría de las trabajadoras domésticas (70.7%) podía protegerse frente al riesgo de despido, una suspensión “pactada” legalmente o la reducción del tiempo de trabajo utilizando los beneficios propios del sistema de seguridad social.

 
Protegidas a través de programas de transferencias de ingresos

La pobreza, la informalidad y la precariedad son características del trabajo doméstico remunerado en América Latina. Tal como muestran los datos, un cuarto de las trabajadoras de la región vive en condiciones de pobreza y 74% son trabajadoras informales. La precariedad resulta de arreglos laborales en los que el tiempo de trabajo no tiene límites precisos; el pago se realiza de manera irregular; las tareas cambian para ajustarse a las necesidades de la familia empleadora, tendiendo a incrementarse a lo largo del tiempo, y la ruptura de la relación laboral puede realizarse en cualquier momento sin preaviso ni pago de indemnizaciones. Por consiguiente, las trabajadoras domésticas fueron uno de los grupos más vulnerables frente a la pandemia. Cerca de 20% de ellas perdió su trabajo (OIT, 2020), y alrededor de 15% vio reducido su tiempo de labor (Valenzuela y Paz Ramírez, 2021).

En el periodo previo a la pandemia de Covid-19, en un esfuerzo por contrarrestar los efectos de la informalidad en el sector, muchos países decidieron utilizar programas sociales con el fin de garantizar un ingreso mínimo de subsistencia a las trabajadoras domésticas. Desde finales de los años noventa, los PTC se transformaron en la piedra fundacional de la política social en la región.46 Consecuentemente, estos programas resultaron ser la herramienta más simple y eficaz para proveer de ingresos a las familias en situación de pobreza y a los trabajadores informales cuando el confinamiento les impidió acceder a sus lugares de trabajo. Desde marzo de 2020, todos los países considerados en este estudio reformaron sus PTC buscando distribuir recursos en la urgencia (ver Anexo). Para ello, desarrollaron distintas estrategias: buscaron por una parte ampliar la población objetivo y, por otra, aumentar el nivel de ingreso de los beneficiarios, ya que debido a las restricciones de circulación no podían obtener remuneraciones suplementarias para alcanzar un nivel mínimo.47

En primer lugar, con el fin de proveer de ingresos a una población más amplia, los PTC existentes ampliaron su cobertura a partir de la suspensión de las condicionalidades y las penalidades por incumplimiento. Brasil, por ejemplo, anuló las condicionalidades del programa Bolsa Familia;48 Perú suspendió las condicionalidades del programa Juntos49 desde enero hasta abril de 2020; Chile, por su parte, hizo lo mismo con las condicionalidades del Programa Seguridad y Oportunidades,50 y Colombia con Familias en Acción.51 En segundo lugar, los gobiernos establecieron nuevos factores para incluir en los PTC a nuevos beneficiarios flexibilizando los criterios de exclusión. Brasil, por ejemplo, adaptó el Beneficio de Prestación Continua para establecer un subsidio de emergencia por tres meses, cuyos destinatarios se caracterizaban por acumular distintos criterios, aun siendo beneficiarios del programa Bolsa Familia.52 Este programa, modificado debido a la pandemia de Covid-19, se focalizó principalmente en trabajadores de la economía informal, con un ingreso per cápita igual o menor a un ingreso mínimo legal, o un salario del hogar de hasta tres salarios mínimos. Dependiendo de la composición del grupo familiar y de las condiciones de vida, podían acumularse hasta dos subsidios mensuales por hogar. En tercer lugar, en 11 países de la región se aumentó el monto de la transferencia de manera temporaria (Velásquez Pinto 2021: 22). Colombia fue uno de los primeros países en establecer “una transferencia no condicionada, adicional y extraordinaria”53 en favor de los beneficiarios de los PTC durante el estado de emergencia sanitaria. También Perú dispuso un subsidio monetario “excepcional y por única vez” para los hogares en condición de pobreza cubiertos por el Programa Juntos.54 Argentina, de igual modo, estableció un subsidio extraordinario por única vez destinado a los beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo.55 Chile, por su parte, instauró un bono extraordinario para los beneficiarios del Sistema Seguridades y Oportunidades y del Subsidio Único Familiar.56 Asimismo, Uruguay duplicó el monto de la Asignación Familiar Plan de Equidad del mes de marzo, a cobrar en dos cuotas pagables en abril y mayo de 2020.57

Si bien estas modificaciones buscaban cubrir al total de la población en situación de pobreza, muchos hogares quedaron excluidos y sin recursos durante la cuarentena. En consecuencia, adicionalmente, se crearon nuevos programas temporales de transferencias sin condicionalidades, dirigidos principalmente a trabajadores informales. Este tipo de programa representó 36% del total de las medidas establecidas durante este periodo (Velásquez Pinto 2021: 22). La mayoría de ellos fueron diseñados como una transferencia por única vez, pero que podía extenderse en el tiempo, generalmente hasta 90 días. En algunos programas se incluyó la posibilidad de renovaciones, mientras que otros no incorporaron cláusulas que posibilitaran su extensión.

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Al focalizarse en los hogares en situación de pobreza, los PTC previos a la pandemia de Covid-19 buscaron principalmente proteger a las categorías más vulnerables de la sociedad: niños, jóvenes, mujeres, adultos mayores y personas con discapacidad. Casi ningún PTC incluyó a los trabajadores informales, dado que todos ellos se fundamentan en la presunción de que la participación en el mercado de trabajo —aun a través de una inserción precaria, informal y de bajos ingresos— puede proveer recursos básicos de subsistencia. Dentro de los nuevos PTC focalizados en trabajadores informales que se crearon al inicio de la pandemia, algunos se concentraron en las poblaciones previamente excluidas de los PTC, mientras que otros intentaron expandir el campo de aplicación dando un carácter casi universal a las transferencias.

Colombia y Bolivia desarrollaron el primer tipo de programas, es decir, aquellos que buscaban completar el universo de beneficiarios, focalizándose en las poblaciones vulnerables previamente excluidas de los PTC. En Colombia, Ingreso Solidario58 comenzó como un programa temporal, pero fue renovado durante 15 meses. Bolivia, por su parte, creó el Bono Familia59 para aliviar el impacto de la pandemia en familias con niños. Al principio, estaba destinado a niños inscritos en escuelas primarias estatales, pero luego se extendió a estudiantes de todos los niveles de educación60 y a estudiantes con discapacidades,61 hasta cubrir a los estudiantes de todos los establecimientos, tanto públicos como privados.62 En este caso, el objetivo fue proveer de ingresos a esos grupos que, a pesar de encontrarse en situación de pobreza antes de la crisis sanitaria, no habían sido incluidos en los PTC preexistentes.

Dentro del segundo tipo de PTC —aquellos que buscaron ampliar la población destinataria hasta casi cubrir la población total—, resulta posible distinguir entre los programas que tienen por objeto incluir a los beneficiarios de los PTC existentes además de otras poblaciones vulnerables en un mismo programa de mayor cobertura, y los programas que proponen una única transferencia hacia los hogares en situación de pobreza y los trabajadores empobrecidos como resultado de la pandemia. Entre los primeros, hay programas que cubren parcial o completamente a los beneficiarios de los PTC existentes. Por ejemplo, en Perú, el Bono Familiar Universal63 fue creado como una transferencia única destinada a los hogares pobres y extremadamente pobres, aun si algunos de sus miembros era beneficiarios de otros programas sociales. Argentina también estableció un programa de transferencias sin condicionalidades, que incluyó a los beneficiarios de los PTC de mayor alcance: Asignación Universal por Hijo y Progresar.64 Esta transferencia por una única vez, denominada Ingreso Familiar de Emergencia, estaba dirigida a trabajadores informales, trabajadores independientes formales de bajos ingresos, desocupados sin derecho a seguro de desempleo, y trabajadoras domésticas. En ambos casos, estos subsidios, originalmente por única vez, se fueron extendiendo en el tiempo. En el caso del Bono Familiar Universal, se pagó dos veces, y el Ingreso Familiar de Emergencia en Argentina se pagó tres veces.

Entre los segundos, es decir, los programas destinados a trabajadores informales y empobrecidos por la crisis de la pandemia de Covid-19, se encuentra el Bono Universal65 instaurado en Bolivia. Ecuador, por su parte, creó un Bono de Protección Familiar para Emergencia66 cuyo objetivo era proveer a los trabajadores informales con ingresos menores a un salario mínimo, a los afiliados del Seguro Social Campesino y a los afiliados al Trabajo No Remunerado del Hogar. Chile estableció un subsidio de cuatro meses denominado también Ingreso Familiar de Emergencia,67 destinado a los trabajadores sin ingresos. Debido a su extensa cobertura, la prensa lo describió como “una ayuda para las clases medias”.68

En síntesis, los países de la región respondieron rápidamente a la crisis producida por la pandemia a través de la expansión de los PTC existentes. En primer lugar, estableciendo nuevos programas temporales de transferencias incondicionales —que fueron más tarde modificados para incluir a poblaciones previamente excluidas de los existentes PTC o para subsumir esa población en un programa de mayor alcance—; en segundo lugar, introduciendo programas destinados a cubrir una población más amplia, desde aquellos en situación de pobreza extrema a familias de clase media baja o clase media. Las trabajadoras domésticas —mayoritariamente informales, en condiciones de pobreza— pudieron ser beneficiarias de los subsidios otorgados a través de estos programas, lo que les permitió obtener ingresos necesarios para subsistir durante los primeros nueve meses de la pandemia de Covid-19 que comenzó en marzo de 2020. Sin embargo, el nivel de cobertura de estos programas fue variable. En algunos casos, los mecanismos de focalización establecidos por los nuevos PTC y las renovadas versiones de los PTC preexistentes excluyeron a gran parte de las trabajadoras domésticas. Asimismo, la cobertura estuvo marcada por la duración de los programas y la frecuencia de las transferencias: por “única vez” renovables, o por un tiempo determinado.

 

Conclusión

Las trabajadoras domésticas fueron una de las categorías de trabajadores más vulnerables en la crisis resultante de la pandemia de Covid-19. Primero, por la precariedad que ha caracterizado históricamente sus condiciones de trabajo, y segundo, por las limitaciones que evidenciaron los nuevos marcos legales que regulan el sector.

Las trabajadoras domésticas remuneradas están generalmente sujetas a ilimitadas horas de trabajo e irregularidad en el pago de salarios, así como a la incertidumbre respecto de la duración de sus contratos de trabajo, ya que éstos dependen principalmente de las necesidades de la familia empleadora. La mayoría de las trabajadoras del subcontinente son trabajadoras informales sin acceso a derechos laborales y sociales. La informalidad condiciona también el nivel de ingresos —su salario es generalmente más bajo que el mínimo legal— y vuelve el despido mucho más simple, dado que los empleadores no tienen que cumplir con el preaviso ni con el pago de indemnizaciones. Asimismo, la mayoría de las trabajadoras domésticas de los países sudamericanos pueden ser consideradas pobres en función del bajo nivel de sus salarios. Esto las hace particularmente vulnerables a la pérdida parcial o total de ingresos en caso de reducción del horario de trabajo o de despido.

Los marcos legales, en la mayoría de los países considerados en este estudio, fueron reformados luego de la adopción del Convenio 189 de la OIT, en 2011. Sin embargo, no todos los derechos laborales y sociales de los que gozan los asalariados fueron incluidos en las regulaciones específicas del sector. Más allá de que las leyes nacionales intentaran articular las nociones de trabajo doméstico como “ningún otro trabajo” y “como cualquier otro” planteadas durante el debate del Convenio 189, las protecciones legales acordadas para las trabajadoras domésticas encontraron límites concretos. Por una parte, la inercia institucional obturó cambios en los sistemas de seguridad social, dejando a las trabajadoras domésticas excluidas o incluyéndolas de maneras ad hoc, generalmente de forma parcial. Por otra parte, las limitaciones adjudicadas al empleador —caracterizado como una familia empleadora u otra mujer trabajadora— impusieron restricciones a la incorporación de derechos laborales y sociales en razón del “costo” que implicaban para el empleador. Adicionalmente, debido al hecho de que el lugar de trabajo es difícil de inspeccionar, los mecanismos de implementación de la legislación resultan ineficaces. Asimismo, las trabajadoras domésticas tienen pocas oportunidades para reclamar sus derechos ante la justicia. Entonces, aun cuando los marcos regulatorios incluyan un conjunto amplio de derechos, éstos frecuentemente quedan “en los libros”, sin afectar las prácticas cotidianas.

La pandemia de Covid-19 impactó fuertemente en el sector. Las trabajadoras domésticas vieron reducidas sus horas de labor y sus ingresos. También experimentaron suspensiones sin pago de salarios o despidos sin indemnizaciones. Fue por ello que los gobiernos de los países sudamericanos desarrollaron diferentes estrategias con el fin de protegerlas, ya sea basándose en su estatuto legal de trabajadoras o a través de protecciones destinadas a trabajadores informales en situación de pobreza. La comparación entre las regulaciones establecidas durante los primeros nueve meses de la pandemia de Covid-19 muestra una gran disparidad de respuestas que parecieran encontrar su explicación en combinaciones de distintos factores que contribuyen a dar forma a las instituciones e impulsan el desarrollo de capacidades estatales.

Las respuestas que los distintos gobiernos diseñaron son tributarias del tipo de instituciones —laborales, de seguridad social o de asistencia social— con las que cuenta cada país y de las capacidades estatales desarrolladas localmente. Los países del subcontinente comparten trayectorias en lo que respecta a la estructura de la regulación laboral, el diseño de los sistemas de seguridad social —aunque hay diferencias significativas entre países con sistemas de pensiones privados por capitalización y los sistemas estatales de reparto— y el uso generalizado de los PTC desde finales de los años noventa. En lo que respecta al sector, particularmente la influencia del Convenio 189 de la OIT —y la Recomendación 201 que lo acompaña— delinea rasgos comunes en las regulaciones laborales y los modos de incorporación de las trabajadoras domésticas a los sistemas de seguridad social preexistentes, aun si algunas regulaciones son más comprensivas que otras. Tanto la forma de las instituciones como el desarrollo de capacidades estatales diferenciales parecen estar condicionadas por el peso del sector en la estructura del mercado de trabajo, la incidencia relativa de la informalidad y los niveles de pobreza en la sociedad.

En los países donde el trabajo doméstico remunerado tiene un peso específico mayor —como en Argentina, Paraguay y Brasil, donde el sector representa alrededor de 17% de la ocupación femenina—, las instituciones laborales fueron recientemente modificadas con el fin de extender el reconocimiento de derechos laborales y sociales a las trabajadoras domésticas. En otros países, donde el sector tiene un peso menor pero significativo —cercano a 8%, como Uruguay y Chile—, también se observan regulaciones laborales con amplio reconocimiento de derechos. Por el contrario, en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, donde el sector representa menos de 6%, las regulaciones laborales del trabajo doméstico presentan todavía numerosas exclusiones. En consecuencia, los países que cuentan con recursos institucionales —regulaciones laborales específicas y protecciones sociales— pudieron optar por proteger a las trabajadoras domésticas utilizando las distintas herramientas legales que ofrecían los marcos normativos vigentes. Sin embargo, no en todos estos países las capacidades estatales desarrolladas permitieron, en la urgencia, adaptar la normativa o introducir modificaciones provisorias en el sistema de seguridad social para extender su alcance. Sólo Chile, Uruguay y Colombia fueron capaces de producir este tipo de adaptaciones.

El diferencial de las tasas de informalidad entre los países del subcontinente es otro factor que permite entender la divergencia respecto de las medidas adoptadas. La estrategia de proteger a las trabajadoras domésticas utilizando las protecciones legales propias del estatuto de asalariado sólo resultaba significativa en aquellos países donde la mayor parte de las trabajadoras está registrada, y donde la formalidad organiza las posiciones en el mercado de trabajo, como en el caso de Uruguay y Chile. Pero en aquellos países donde el sector es predominantemente informal y donde sólo una parte de los asalariados se encuentra registrada, proteger a las trabajadoras domésticas haciendo uso de las herramientas destinadas a la población en situación de pobreza resultó ser una estrategia más efectiva. Este es el caso de países como Paraguay, Perú y Bolivia, donde la tasa de formalización del conjunto de las trabajadoras asalariadas no supera 50% y la de las trabajadoras domésticas es inferior a 5% del total.

Si bien los países del subcontinente han venido implementando PTC de características similares desde finales de los años noventa, en los países con mayor incidencia de la pobreza estos programas han adquirido mayor institucionalidad y, por consiguiente, desarrollado importantes capacidades institucionales para distribuir de manera más eficiente las transferencias de ingresos entre la población necesitada. Esto permitió una mayor utilización de estos recursos institucionales para hacer frente a la pandemia de Covid-19.

En síntesis, las estructuras y las capacidades institucionales jugaron un rol crucial cuando los gobiernos buscaban hacer frente a la crisis provocada por la pandemia. Los países con un marco legal más robusto y capacidades estatales instaladas pudieron adaptar los derechos laborales para proteger a las trabajadoras domésticas. Cuando la consistencia del marco legal y las capacidades estatales se combinaron con un alto nivel de formalidad —como en los casos de Uruguay y Chile—, numerosas trabajadoras domésticas pudieron acceder a las protecciones propias del estatuto de asalariado. Por el contrario, cuando la consistencia del marco regulatorio y las capacidades estatales se asociaron con altos niveles de informalidad —como en Colombia—, las trabajadoras domésticas permanecieron excluidas de hecho de las protecciones legales. En contraposición, en países con marcos regulatorios menos consistentes o con menos recursos para implementarlos, pero con amplios sistemas de asistencia social y altos niveles de informalidad —como en Bolivia, Perú y Paraguay—, la única alternativa fue protegerlas utilizando políticas sociales dirigidas a trabajadores en situación de pobreza y a trabajadores informales. Esta segunda opción pareció predominar, dado que los programas de transferencias —condicionadas o incondicionales— resultaron ser una herramienta muy útil para proveer —de manera rápida y simple— de recursos a las trabajadoras domésticas que no podían laborar durante la pandemia.

Aun si la urgencia de la crisis sanitaria y social demandó respuestas inmediatas, aunque provisorias, el predominio de esta segunda opción pone en evidencia que las reformas regulatorias —que tuvieron lugar durante la última década, con el objeto de introducir las provisiones del Convenio 189 de la OIT a nivel local— parecen no ser suficientes para proteger a las trabajadoras domésticas en tanto que asalariadas. La distancia entre los nuevos marcos legales y su implementación deja aún a un gran número de trabajadoras domésticas al margen de las protecciones legales. Más todavía, el peso de la percepción cultural del trabajo doméstico como un trabajo carente de valor —porque es realizado por mujeres provenientes de comunidades pobres, marginalizadas y racializadas— contribuye a invisibilizarlas como trabajadoras, dejando sólo visible su condición de trabajadoras informales en condición de pobreza.

 

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