Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Migratory boundaries and post-caravan becomings in northern Mexico

Amarela Varela-Huerta* y Dolores París Pombo**

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*Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona. Academia de Comunicación y Cultura, Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Temas de especialización: movimientos sociales de migrantes, migraciones desde, por y en México, feminismos, derechos humanos. orcid: https://orcid.org/0000-0001-8833-1143.

**Doctora en Investigación en Ciencias Sociales con especialidad en Estudios Políticos por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Departamento de Estudios Culturales, El Colegio de la Frontera Norte. Temas de especialización: migraciones internacionales y derechos humanos. orcid: https://orcid.org/0000-0003-1714-2112.

 

Resumen: Este artículo, basado en trabajo etnográfico con el éxodo centroamericano desde 2018 a la fecha, explora los dispositivos de gubernamentalidad instrumentados por los Estados mexicano y estadounidense luego del así llamado “otoño caravanero”, cuando miles de personas se organizaron para desafiar las políticas migratorias en la región. Analiza las tácticas de confinamiento y de exclusión, así como los sistemas de espera indefinida como políticas de disuasión del asilo. Explica así cómo las caravanas fueron dispersadas y cómo los transmigrantes que caminaron en ellas fueron condenados a la espera, a la intemperie, devueltos a las sombras, de nuevo clandestinizados.

Palabras clave: caravanas migrantes, confines migratorios, transmigración, México, Centroamérica.

Abstract: Based on an ethnographic study of the Central American exodus since 2018, this article explores the governmentality devices established by the Mexican and US administrations during and after the so-called “Autumn of the Caravans”, when thousands of people organized to challenge migration policies in the region. It analyzes confinement and exclusionary tactics as well as the indefinite waiting systems implemented to deter the search for asylum. It explains how migrant caravans were dispersed and how transmigrants who had walked with them were condemned to waiting outdoors, returned to the “shadows”, or illegalized.

Keywords: migrant caravans, migratory boundaries, transmigration, Mexico, Central America.

 

Entre octubre de 2018 y marzo de 2019, al menos cinco caravanas migrantes fueron convocadas a través de las redes sociales para partir de San Pedro Sula (Honduras) y de San Salvador (El Salvador) hacia Estados Unidos; algunas de ellas integraron además a miles de personas dispersas que caminaban en solitario y que, cuando se unieron a estas caravanas, desafiaron juntas la frontera sur de México. A medida que avanzaban hacia el norte, otros migrantes centroamericanos bloqueados en las rutas o anillos de contención migratorios se integraban a las caravanas, mientras que otros se quedaban en el camino. A pesar de la represión desatada por fuerzas policiales y migratorias, a pesar también de amenazas y agresiones por parte de traficantes y de delincuentes, enormes contingentes de migrantes recorrieron a pie carreteras del sur de México, tomaron distintos medios de transporte y llegaron finalmente a la frontera norte de este país. Ese periodo, que denominamos el “otoño caravanero”, cambió la faz de la migración centroamericana por México.

Aunque representaban sólo una mínima parte de los flujos migratorios que recorrieron México para llegar a Estados Unidos, las caravanas se convirtieron en la imagen más visible y politizada de la precariedad de la movilidad humana en México. Para miles de personas decididas a emprender la fuga, esta forma de transmigración se vislumbró como una oportunidad de avanzar de manera más segura y barata a través del territorio mexicano, en una huida fuertemente dificultada durante los últimos años por los controles migratorios en las principales rutas, además de la explotación de la migración por parte del crimen organizado y por actores diversos de la sociedad mexicana que embisten con violencias cotidianas y concretas a los migrantes.

A la entrada de las caravanas en territorio mexicano, el Estado respondió inicialmente con fuerte presencia policial en el Río Suchiate y un operativo extremadamente violento que causó la muerte de varias personas.1 A la llegada del nuevo gobierno federal del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), en diciembre de 2018, éste profundizó la estrategia contrainsurgente encauzando las caravanas hacia centros de alojamiento securitizados y dispersándolas más adelante en el norte de México. Finalmente, a partir de abril de 2019, los nuevos intentos de migrar en caravanas fueron violentamente reprimidos, con la separación de familias, la detención y la deportación de los caravaneros.

Por otra parte, algunas de las personas que habían logrado llegar hasta la frontera norte de México durante el otoño de 2018 trataron de romper el cerco para pedir asilo en Estados Unidos, pero en su mayoría fueron devueltas a México bajo el programa llamado Protocolos de Protección al Migrante (MPP), que obligaba a los solicitantes de asilo a esperar en México la resolución de su caso. Muchos caravaneros se desplazaron hacia otras ciudades de México o retornaron a sus lugares de origen. La disolución de las caravanas y la dispersión de los migrantes en el norte de México dejó a los caravaneros sin apoyos ni condiciones mínimas para sobrevivir en ciudades violentas, sobrellevando la vida cotidiana con el riesgo de ser víctimas de la delincuencia organizada y desorganizada, extorsionados por las policías y bajo amenaza de ser deportados por las autoridades migratorias mexicanas. Los caravaneros entraron así, en términos de Rodrigo Parrini (2018), en “aura de abandono”, en la liminalidad que los migrantes ocupan en el orden social de la fracturada comunidad política mexicana.

El origen, la imaginación política seminal del “otoño caravanero”, puede rastrearse en dos movimientos que, durante años, habían luchado por los derechos humanos de las personas migrantes en México: la Caravana de Madres Centroamericanas que, en 2018, cumplía 15 años de esfuerzo de búsqueda de migrantes por México, y el Viacrucis Migrante, que recorría varias ciudades mexicanas en una manifestación político-religiosa de denuncia contra la violencia hacia los migrantes. Hasta 2018 estas manifestaciones pasaban prácticamente inadvertidas para los medios de comunicación internacionales y recibían una atención marginal por parte de la clase política mexicana y la sociedad civil de este país.

Estas dos tradiciones de lucha se vieron desbordadas por los propios migrantes, lo que provocó fuertes contradicciones no sólo entre los migrantes y los Estados, sino también entre la sociedad civil organizada. Por ejemplo, antiguos líderes que avalaban, convocaban y participaban tradicionalmente en estas movilizaciones antes de 2018, denunciaron públicamente a otras organizaciones como “traficantes de personas” que habían organizado el “otoño caravanero”, lo que provocó el encarcelamiento de activistas antirracistas y la criminalización de la hospitalidad.

Las caravanas de migrantes se tornaron en una rebelión abierta contra la gubernamentalidad migratoria en México y Estados Unidos, imaginada por los propios migrantes, que modificó el mapa de la industria de la hospitalidad, la red de solidaridades, agencias financiadoras, albergues religiosos y civiles y organizaciones pro-migrantes en México. Las caravanas interpelaron a esta y otras redes de atención y contención de migrantes, por su volumen, sus estrategias de coordinación interna, las subjetividades que la confirmaban.

El propósito de este artículo es analizar los efectos que tuvieron las acciones estatales de confinamiento y dispersión de las caravanas cuando llegaron al norte de México. Si bien las caravanas pueden analizarse como una fuga, es decir, una lucha por el derecho a la movilidad ante situaciones de opresión y condiciones de coacción (Mezzadra, 2005: 17), consideramos que la falta de un proyecto unificado y las respuestas en clave de contrainsurgencia por parte de los Estados de la región llevaron a la disolución de las caravanas. En ese sentido, en el presente texto partimos de las siguientes preguntas: ¿Cuáles fueron las estrategias de gubernamentalidad impulsadas por el Estado mexicano, en colaboración con el estadounidense, para encauzar, confinar y posteriormente dispersar a las caravanas migrantes? ¿Cuáles fueron las experiencias de los migrantes ante las situaciones de bloqueo, confinamiento y dispersión en el norte de México?

Para responder a esos interrogantes, se expone, en primer lugar, la evolución de las luchas migrantes desde las caravanas de madres de migrantes desaparecidos y los viacrucis hacia el éxodo centroamericano; se muestra cómo estas luchas trataron de poner en evidencia y contrarrestar las condiciones de violencia y coacción experimentadas por los migrantes en sus rutas hacia el norte. En un segundo apartado, se analiza el despliegue de dispositivos de gubernamentalidad frente a la migración autónoma y al asilo en la frontera México-Estados Unidos. Un tercer apartado describe las estrategias de encauzamiento, confinamiento y dispersión instrumentadas por el Estado mexicano para desmovilizar y volver a invisibilizar el éxodo centroamericano de 2018-2019. Finalmente, se analiza el momento de dispersión y los procesos de precarización de las vidas de caravaneros en el norte de México.

Este artículo presenta resultados de un trabajo de observación participativa en acompañamiento de las caravanas migrantes durante los meses de octubre de 2018 a enero de 2019. El trabajo de campo se realizó en la Ciudad de México y en Tijuana. En esta última ciudad, se participó en varias visitas y se realizaron entrevistas informales con caravaneros en el albergue temporal instalado por el gobierno municipal en la Unidad Deportiva Benito Juárez, así como en el albergue instalado por el gobierno federal en diciembre de 2018, denominado El Barretal. Asimismo, entre mayo y julio de 2019 se llevaron a cabo 15 entrevistas con personas que habían llegado a Tijuana con las caravanas de octubre y noviembre de 2018 y que permanecían en esta ciudad en espera de sus procesos de asilo en Estados Unidos. Este segundo periodo de trabajo de campo comprendió varias visitas a un campamento autogestionado, organizado por personas hondureñas en un terreno baldío al oriente de la ciudad.

Se sostiene que la etapa posterior al “otoño caravanero” puede ser comprendida como un periodo de contrainsurgencia de los migrantes, frente a una política cada vez más represiva de contención, confinamiento y deportación. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la contrainsurgencia se refiere a una “operación militar o política opuesta a una insurgencia con el fin de sofocarla”. En América Latina existe una amplia tradición teórica que piensa las insurgencias y las contrainsurgencias que se le oponen (véase Bonavena, 2011; Klare y Kornbluh, 1990; Marini, 1978). En este texto, definimos contrainsurgencia como una política sostenida por parte del Estado, que a través de disciplinas, dispositivos y estrategias de gubernamentalidad, intenta retomar la hegemonía política que una insurrección agrieta. A la vez, comprendemos la insurgencia como las acciones y movilizaciones sociales y políticas que se oponen, como resistencias, a los discursos y prácticas hegemónicas, que subvierten dichas prácticas o discursos.

 

De las caravanas migrantes al éxodo centroamericano

Las caravanas migrantes surgieron a inicios del siglo XXI como manifestaciones promovidas por la Iglesia católica, por organizaciones centroamericanas de familiares de migrantes desaparecidos y por organizaciones de derechos humanos en México, para denunciar la violencia sistémica en las rutas migratorias que provoca, cada año, miles de extorsiones, robos, secuestros, desapariciones forzadas y asesinatos. La criminalización de la movilidad humana, la captura de las rutas migratorias por parte de la delincuencia y de autoridades corruptas, propician la mercantilización de los cuerpos de migrantes, sujetos a cadenas de explotación y extracción violenta de recursos (París Pombo, 2017). Organizaciones de la sociedad civil laicas y religiosas, así como instituciones nacionales e internacionales de derechos humanos, han denunciado repetidamente la extrema peligrosidad y las violaciones masivas a derechos humanos contra migrantes en México a través de informes, declaraciones y cartas de denuncia (Silva Olvera, 2020).

En este sentido, y para comprender los dos antecedentes de la insurgencia migrante, las caravanas de madres de migrantes desaparecidos son convocadas cada año por organizaciones de familiares de migrantes en Honduras y El Salvador; recorren diversas ciudades de México buscando a los migrantes desaparecidos en la ruta en las morgues, las cárceles y las instituciones, poniendo de manifiesto la opacidad de las instituciones de justicia, la pasividad de los Estados frente a violaciones masivas a derechos humanos, la connivencia y la corrupción de las autoridades (Varela-Huerta, 2016).

Mientras que las caravanas de madres surgieron de organizaciones de base, los viacrucis fueron inicialmente promovidos por la Iglesia católica a través de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana, con el apoyo de albergues y casas del migrante en México. En una suerte de performance político (Vargas, 2018), el Viacrucis Migrante recuperaba el ritual católico para identificar el sufrimiento de Cristo en el camino de la cruz con la victimización de las personas migrantes. Permitía exponer en el espacio público las demandas de los movimientos de solidaridad y de las organizaciones de derechos humanos, además de las demandas mismas de los migrantes.

Luego de sus primeras manifestaciones, la radicalización de los viacrucis y, sobre todo, su masificación llevaron a que la jerarquía de la Iglesia católica e incluso las redes católicas más progresistas se desmarcaran de este movimiento, si bien siguieron participando monjas católicas y equipos de voluntarios de la red de albergues. Los viacrucis sufrieron así una mutación orgánica, protagonizada por los migrantes, que los identificaron como un mecanismo de lucha, al mismo tiempo que una forma segura y no tan costosa como el coyotaje para transmigrar por México.

De esta manera, esos performances político-religiosos evolucionaron a una estrategia de lucha autónoma, incontenible e ingobernable. Esta transformación no estuvo exenta de rupturas, de alianzas que se tejieron y destruyeron. Desde 2016, cada año se autoorganizaron nuevas caravanas gestadas de boca en boca y protagonizadas por familias a las que les urgía fugarse de la violencia o la miseria; también las conformaron deportados o retornados que debían reemprender el éxodo y a los que en el camino se les unían muchos migrantes atrapados en la transitoriedad perpetua que genera la fronterización interna del gobierno de las migraciones en México. La gestión de estas caravanas hacía acopio de los saberes que transmigrantes y defensores de migrantes acumulaban y que iban intercambiando en forma de pistas, recursos, contactos y alertas de boca en boca y a través de las redes socio-digitales.

El viacrucis de 2018 reunió por primera vez a más de 1 500 personas, que recorrieron el territorio mexicano desde la frontera con Guatemala hasta la ciudad de Tijuana (Baja California), donde la mayoría buscó solicitar asilo en Estados Unidos. La gran difusión que ganó esa caravana en medios internacionales y en las redes sociales fue en gran medida una consecuencia de las amenazas e insultos de Donald Trump quien, desde su cuenta de Twitter, la calificó como “una invasión”. Sus discursos avivaron miedos y hostilidad contra los migrantes tanto en México como en Estados Unidos, pero provocaron también la reproducción de las noticias sobre el movimiento en los medios de comunicación nacionales e internacionales (Contreras Montellano y París Pombo, 2021).

A inicios de octubre 2018, empezó a difundirse en las redes sociales en Honduras un llamado a una nueva caravana migrante que saldría el día 12 de ese mes de San Pedro Sula. A medida que avanzaba por Honduras y Guatemala, cientos de migrantes se unían en el camino de tal manera que, al entrar a México, los contingentes estaban conformados por más de 4 000 personas (Contreras Montellano y París Pombo, 2021). La represión del Estado mexicano fue brutal, incluyendo gases lacrimógenos contra familias, balas de goma y helicópteros que sobrevolaban a muy baja altura para desalentar el cruce por el río Suchiate; sin embargo, los migrantes lograron traspasar el cerco policiaco y avanzar por las carreteras del sur del país.

Esta caravana adquirió una visibilidad aún mayor que el viacrucis convocado unos meses antes, tanto por su amplia difusión a través de medios de comunicación internacionales como por la solidaridad que despertó a lo largo de la ruta migratoria; llegó a movilizar a centenares de activistas que caminaban junto a los caravaneros, periodistas del mundo entero que reportaban sus avances y personas de las localidades por donde pernoctaban los migrantes, que se organizaban para ofrecerles agua y comida. Hubo incluso episodios de fiestas populares para honrar el paso de los caminantes por las comunidades. En oposición a esa hospitalidad popular, se manifestó abiertamente un racismo y una xenofobia de parte de muchos actores de la sociedad mexicana que expresaron su rechazo rotundo a las caravanas y los caravaneros (Frank-Vitale y Núñez-Chaim, 2020). Por su parte, funcionarios mexicanos y de organizaciones internacionales se acercaban en todo momento para tratar de convencer a los caravaneros de que aceptaran el retorno “voluntario asistido” o que comenzaran una petición de refugio con la condición de anclarse en el sur de México, al tiempo que agentes migratorios perseguían regularmente a los caminantes rezagados para detenerlos y deportarlos.

La visibilidad y el relativo éxito de esa caravana —al haber conducido a más de 6 000 personas hasta Tijuana (Contreras Montellano y París Pombo, 2021)— provocaron que se generaran nuevas convocatorias de caravanas. Entre octubre de 2018 y marzo de 2019, la región mesoamericana fue testigo del paso de, al menos, cinco caravanas o éxodos centroamericanos que llegaron a reunir a miles de personas.2 Los contingentes salieron de San Pedro Sula (Honduras) y de San Salvador (El Salvador), y fueron creciendo a lo largo del camino. Con muchísimo esfuerzo físico, gestionando ansiedades, incertidumbres y burlando con astucia (pero también a veces sin éxito) a agentes de migración, a policías y gobernadores, a “coyotes” y redes de secuestradores y extorsionadores, los caravaneros de esos diversos episodios del “otoño migrante” siguieron hasta el norte de México, caminando tramos de centenares de kilómetros por el sur del país, subidos en vehículos particulares y en autobuses rentados.3 Al llegar a la frontera norte de México, se concentraron en Tijuana, aunque también llegaron importantes contingentes a Mexicali y Piedras Negras.

¿Quiénes eran esos caravaneros que huían hacia el norte? A partir de una encuesta aplicada por El Colegio de la Frontera Norte (El Colef) a casi mil integrantes de las caravanas que llegaron a Tijuana entre noviembre y diciembre de 2018, Marie-Laure Coubès (2021) encontró que 74.4% eran hondureños, 16.4% provenían de El Salvador y 6.9% de Guatemala. Otras nacionalidades representadas con menos de 2% eran la mexicana y la nicaragüense. En cuanto a la integración familiar, la autora señaló que 41% de las personas adultas venían acompañadas de familiares. “La llegada de las caravanas, con sus grandes contingentes de familias, dio visibilidad a un fenómeno que ya había iniciado cinco años antes: la migración de familias enteras, madres y/o padres con sus hijos pequeños, que transitaban México para llegar a Estados Unidos” (2021: 79). Comparando estos datos con las detenciones realizadas por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos entre 2012 y 2019, la autora señala un crecimiento exponencial de las familias centroamericanas en los flujos migratorios de la región. Entre esos años, las personas integrantes de unidades familiares detenidas al intentar cruzar la frontera pasaron de 11 000 a 474 000 (2021: 80).

Por eso, hacia fines de 2018, activistas y periodistas sustituyeron el denominativo de “caravanas migrantes” por el término más preciso de “éxodo centroamericano”. A pesar de la represión que sufrían los caminantes en su ruta por Centroamérica y México, a pesar de accidentes, hambre, cambios de condiciones climáticas extremas, cansancio y ataques por parte del crimen organizado o de la delincuencia común, la fuga en grandes contingentes se reproducía inexorablemente.

Por el acompañamiento que realizamos en algunos tramos de trayecto y en la franja fronteriza norte de México, conocimos historias de violencia narradas por algunos caravaneros, nombradas como el motivo de su éxodo, como casos de violencia fatal entre hermanos, personas que fueron testigos de asesinatos por casualidad o por un vínculo con la víctima, violaciones sexuales, amenazas de secuestros, persecución política, extorsión y persecución por pandillas;4 generalmente, varios de estos factores combinados estaban en el origen de la fuga. Algunas personas afirmaban también haber salido de su país a causa de la pobreza extrema que vivían en sus lugares de origen, por el hambre y por falta de perspectivas laborales. Otros combinaban narraciones de miseria con violencia generalizada, impunidad y desamparo estatal.

El éxodo de 2018-2019 se nutrió de esta población desamparada y expulsada de sus lugares de origen, sin recursos para la fuga pero determinada a sobrevivir buscando la vida en otro lugar; esta población fue obligada estructuralmente a movilizarse y a buscar desesperadamente mercados de trabajo en el Norte global, recorriendo, solos o en familia, largas distancias en viajes extremadamente peligrosos.

Muchos de los caravaneros habían vivido años en Estados Unidos, de donde fueron deportados en una o varias ocasiones. Algunos también recorrieron varias veces México de sur a norte y habían sido expulsados de este país. Al retornar forzadamente a sus lugares de origen, sus posibilidades de reinsertarse en la economía local eran escasas y se volvieron presa fácil de grupos delincuenciales. Por ello, reemprendieron el camino hacia el norte, constituyendo subjetividades con historias de movilidad permanente, de idas y retornos sin posibilidades de encontrar un destino o de arraigarse en México o en Estados Unidos.

El éxodo refleja así la precarización de vida y de la propia movilidad en la región, es decir, la multiplicación de amenazas y agresiones, el crecimiento de la incertidumbre y de la inestabilidad en el contexto de criminalización y securitización del control migratorio. La precariedad de la movilidad tiene que ver también con la permanente interrupción y fragmentación de los itinerarios a través de los amplios sistemas de detención y deportación en México y en Estados Unidos. Paralelamente, las rutas y sus caminantes son objeto de múltiples formas de “gobierno paralegal” de las migraciones administrado por redes criminales en contubernio con las autoridades locales, regionales y nacionales (Varela-Huerta, 2017).

 

Dispositivos de gubernamentalidad y migraciones autónomas

Si bien el Estado mexicano lleva varias décadas impulsando políticas de contención y represión de la migración autónoma, las caravanas pusieron en jaque estas políticas tanto por su masividad como por su visibilidad. Los amplios dispositivos de detección, detención y deportación que constituyen el núcleo de la política migratoria operan de manera subrepticia, fuera de la vista de los medios de comunicación y de la opinión pública. El blanco de estas políticas de control es la migración que viaja hacia el norte en pequeños grupos por rutas clandestinas.

La denominada “gestión migratoria”5 se fundamenta, por un lado, en mecanismos de filtraje de los flujos de personas y de mercancías y, por el otro, en la obstaculización y la represión de las migraciones no autorizadas por los Estados. El filtraje —que en documentos oficiales es denominado verificación migratoria— debe garantizar que los controles no entorpezcan la circulación de bienes ni la movilidad de empresarios, turistas, científicos, trabajadores migratorios requeridos por los mercados laborales del norte global, entre otros.

El control migratorio opera mediante la gubernamentalidad (Foucault, 2001), es decir, el gobierno de los cuerpos, el encauzamiento de las conductas y de la movilidad. De acuerdo con Michel Foucault, los procesos de gubernamentalidad operan y se instrumentalizan mediante micropoderes, a través de la objetivación y la subjetivación. Los instrumentos de gubernamentalidad (o dispositivos) incluyen “discursos, leyes, edificios y diseños arquitectónicos, instituciones, medidas administrativas, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas” (Foucault, citado en Agamben, 2006: 25). La gubernamentalidad se despliega así a través de un conjunto de tácticas discursivas, formas de saber y tecnologías de poder cuya función es el disciplinamiento de los cuerpos para el gobierno de los hombres (Foucault, 2001).

Desde la creación del Instituto Nacional de Migración (INM), en 1993, el Estado mexicano ha impulsado cinco formas principales de gubernamentalidad migratoria: 1) discursos públicos de criminalización y alteridad de la movilidad humana (Rojas Wiesner y DeVargas, 2014); 2) leyes que restringen al máximo y regulan de manera estricta los procesos de documentación migratoria para los sectores más pobres de las poblaciones extranjeras; 3) cinturones de seguridad instalados desde inicios del siglo

entre la frontera sur de México y el Istmo de Tehuantepec, que constituyen anillos que clandestinizan las rutas migratorias hoy vigentes para alcanzar la franja fronteriza norte de México; 4) 59 centros de detención de migrantes —oficialmente denominados estancias y estaciones migratorias— que suelen operar con sobrecupo y terribles condiciones de internamiento (CNDH, 2019); 5) una maquinaria de deportabilidad que impide que ocho de cada 10 intentos de tránsito por esta frontera vertical alcancen finalmente el norte de México (CNDH, 2018).

La fronterización en el sur y el norte del país consiste en el establecimiento de “espacios de transición” altamente vigilados donde se renueva permanentemente la construcción discursiva e ideológica de las identidades nacionales y se establecen patrones de exclusión. En los confines de la nación, el Estado soberano promueve mecanismos de detención y expulsión de los otros (considerados como extranjeros o enemigos); en este sentido, “el confín representa una línea de división y protección de espacios políticos, sociales y simbólicos constituidos y consolidados” (Mezzadra, 2005: 112).

Al tiempo que las fronteras son relocalizadas o que se amplían los procesos de fronterización, a medida que los sistemas de control de la movilidad son externalizados hacia zonas antes consideradas de tránsito y ahora de contención, los migrantes y los solicitantes de asilo se encuentran cada vez con mayor frecuencia atrapados en límites entre naciones, en espacios intermedios donde se confunde lo interno y lo externo, lo nacional y lo internacional (Mountz, 2015). En esos umbrales del Estado, los cuerpos racializados son registrados, supervisados, vigilados de formas sofisticadas, clasificados, inmovilizados y eventualmente expulsados.

A pesar de su permanente perfeccionamiento, los dispositivos de control de la movilidad se ven continuamente desbordados por la migración autónoma que se escabulle y se “relocaliza por su propia cuenta en las regiones más prósperas del capitalismo transnacional” (Rodríguez, 1997: 226). Frente a los muros fronterizos, los centros de detención, los retenes o puntos móviles de control, las tecnologías de vigilancia, sistemas de registro biométrico, interrogatorios policíacos para el control de los cruces (Sin Fronteras, 2019), los migrantes desarrollan tácticas inventivas de movilidad. Estas formas de resistencia suelen ser tan invisibles como lo son los propios dispositivos de gubernamentalidad. Como lo señalan Martha Luz Rojas Wiesner y María DeVargas (2014), paradójicamente, al mismo tiempo la invisibilidad protege a los migrantes de las autoridades que podrían detectar su movilidad, así como de potenciales intentos de extorsión, explotación o agresiones por parte de delincuentes o de la población local.

Ocasionalmente, las resistencias se hacen visibles; los migrantes exigen derechos, se organizan, realizan manifestaciones colectivas, movimientos o luchas para defenderse de la extranjerización permanente de la que son objeto por las leyes. Con sus luchas, los migrantes impulsan acciones y discursos en clave de auto-representación (self representation) radical que defienden el derecho a quedarse (no migrar), a migrar, a atravesar fronteras, a permanecer en el territorio elegido. Las imágenes concretas de estas luchas pueden referirse a huelgas de hambre y/o de sed, marchas, caravanas, sentadas, piquetes, escraches, encierros, mítines, asambleas, campañas, “motines” en centros de detención, etcétera (Varela-Huerta, 2015, Mezzadra, 2012; Domenech y Boito, 2019).

Las luchas migrantes son tan diversas como sus actores, sus estrategias, las geografías donde toman lugar y el momento en que cobran vida. Las principales características que definen estas insurgencias son que se oponen a leyes, prácticas, discursos, dispositivos policiales o militares y fronteras internas y externas que sostienen el actual régimen global de fronteras.

Las caravanas migrantes constituyen una forma concreta de lucha migrante, un nuevo tipo de movimiento social que se caracteriza por la falta de vocerías identificables o perdurables. Sus protagonistas, más que activistas, son personas que se suscriben a la identidad política de caravaneros con el objetivo de caminar juntos, y cuyas formas de deliberación para la acción política (caminar en masa) no son las clásicas de asambleas. Los caravaneros entienden su cuerpo como el último recurso disponible para desobedecer al régimen de fronteras; al juntarse con otros, intentan protegerse en colectivo. El ideal normativo de este movimiento no es electoral, ni siquiera ideológico; si bien algunos de sus miembros cuestionan las fronteras y el régimen de deportabilidad6 que administra sus vidas, el objetivo común de quienes conforman las caravanas es alcanzar con vida la frontera norte de México.

Así, ante la militarización de las fronteras y los dispositivos de contención de la migración, los migrantes intentan cada cierto tiempo convocarse y avanzar en caravanas. No obstante, la estructura de oportunidades políticas7 que tuvo lugar en ese “otoño caravanero” de 2018 no se ha repetido y por eso, a pesar de frecuentes intentos de romper el cerco, de traspasar las fronteras, los caravaneros que han intentado replicar la organización de otros episodios de luchas posteriores a las de 2018 no han conseguido ni la cobertura mediática, ni la hospitalidad popular, ni las reacciones sorpresivas y no coordinadas de las autoridades que posibilitaron la llegada de caravanas (medianamente completas) a la franja fronteriza norte de México.

Después de esos episodios de lucha migrante de 2018-2019, la realidad de los caravaneros se complicó. A los motivos que explican estructuralmente las fugas de familias enteras de Honduras, El Salvador y Guatemala de las que hemos venido hablando en este texto, ahora se suman el empobrecimiento por la crisis epidemiológica por Covid-19, tres huracanes extremadamente destructivos al final de 2020 y, de forma no menor, un racismo social manifiesto en México en contra de estos migrantes que, con la pandemia de Covid-19, se adereza además con la percepción de que son virtuales agentes patógenos que pueden propagar, aún más, el virus letal que nos mantuvo a muchos confinados desde marzo de 2020.

No obstante, y pese a los racismos sociales e institucionales mencionados, siguen circulando de manera intensiva en redes sociodigitales, de boca en boca, apuestas y convocatorias de nuevas caravanas de migrantes. En ese sentido, se ha consolidado ya en el imaginario colectivo de transmigrantes y las sociedades que los ven partir o caminar, que las caravanas son una estrategia segura, barata, dolorosa —pero finalmente posible— para fugarse.

 

Biopolítica del confinamiento, de la espera y de la reinvisiblización

La llegada de los primeros contingentes de migrantes a Tijuana, en noviembre de 2018, sucedió en un ambiente político hostil, con manifestaciones y proclamas antimigrantes por parte de algunos sectores de la población local, discursos xenófobos y de abierto odio a la diferencia del presidente municipal y detenciones arbitrarias por la policía local. Después de tres días de que empezaran a llegar los primeros contingentes a esa ciudad fronteriza, los caravaneros fueron confinados en una unidad deportiva habilitada rápidamente por el gobierno municipal, ante la fuerte presión de las organizaciones de la sociedad civil. Más de 6 000 personas se encontraron ahí hacinadas, la mayoría de ellas a la intemperie en temporada de lluvias y de frío, sin servicios sanitarios suficientes, en condiciones que fueron agravándose día con día (Contreras Montellano y París Pombo, 2021). El 25 de noviembre, un grupo de cientos de caravaneros intentó forzar la entrada a Estados Unidos por la garita de San Ysidro, lo que provocó una fuerte represión tanto de las autoridades estadounidenses como de la policía mexicana; cerca de cien caravaneros fueron detenidos por agentes de la policía municipal de Tijuana y entregados al INM para ser deportados (Zamudio, comunicación personal, 30 de noviembre de 2020).

El 1 de diciembre de 2018, el cambio en el gobierno federal en México coincidió con la exacerbación de las tensiones políticas asociadas con la llegada del éxodo centroamericano a Tijuana. Para disminuir la presión política y los niveles de conflictividad, las nuevas autoridades federales del partido Morena trasladaron de inmediato a los caravaneros hacia otro recinto habilitado como albergue temporal, situado a más de 20 kilómetros de la garita. Menos de una tercera parte de los caravaneros aceptaron mudarse allí; cerca de 800 personas formaron un campamento denominado “Contra Viento y Marea” en el centro de la ciudad —que sería primero trasladado a una bodega por parte de las autoridades locales y después desalojado y dispersado—, mientras que miles de caravaneros se alojaron en albergues temporales de la sociedad civil o viajaron a otras ciudades de la frontera. Las propias autoridades federales provocaron una dispersión intencional de los caravaneros al ir desalojando progresivamente el albergue oficial, entre enero y febrero de 2019, sacando primero a los adultos solos para que buscaran vivienda y empleo, y trasladando después a las familias hacia albergues de la sociedad civil.

En enero de 2019, una nueva caravana migrante salió de San Pedro Sula, con cerca de 500 personas. A diferencia de las de 2018 que habían sido violentamente reprimidas al cruzar de Guatemala a México, ésta fue acogida en la localidad fronteriza de Ciudad Hidalgo por las nuevas autoridades federales con apoyos humanitarios y con un programa emergente para documentar a los migrantes: Tarjetas de Visitantes por Razones Humanitarias (TVRH). Muchos caravaneros no esperaron el trámite de las visas y continuaron su camino. Los distintos contingentes avanzaron en autobuses rentados, a pie y en camiones o vehículos particulares hasta el centro del país, donde se dividieron en dos contingentes: mientras que uno de ellos continuó el camino por su propia cuenta hacia Tijuana, otros se dirigieron hacia el noreste (Emilio, entrevista, junio de 2019). Llegando a Saltillo (Coahuila), las autoridades federales ofrecieron custodiar a los caravaneros y transportarlos con decenas de autobuses a la ciudad fronteriza de Piedras Negras (Coahuila). Allí, las autoridades estatales y municipales habían habilitado las instalaciones de una antigua fábrica para alojar y contener a los caravaneros (Bruce y Rosales, 2021).

En Piedras Negras, los migrantes se encontraron en un recinto cerrado y custodiado por el ejército, donde las autoridades de los tres niveles de gobierno proporcionaban todo tipo de servicios “humanitarios”, desde la alimentación preparada por la Marina hasta consultas médicas por parte de funcionarios de salud y organizaciones internacionales. Con el objetivo explícito de evitar que los caravaneros salieran a las calles y fueran visibles en esta ciudad fronteriza, se estableció un fuerte control del recinto tanto para la entrada de organizaciones sociales como para la salida de los propios migrantes. Después de unos días de confinamiento, un grupo de caravaneros se rebeló e intentó forzar la salida; la respuesta punitiva fue inmediata, con la detención y deportación de decenas de personas ubicadas como “líderes del movimiento”. Durante los días siguientes, las autoridades sacaron en pequeños grupos a los migrantes, trasladaron a algunas familias a albergues de la sociedad civil, y se aseguraron de dispersar la caravana (Bruce y Rosales, 2021).

A su llegada a la frontera norte de México, se inició para la mayoría de los caravaneros un largo compás de espera y de incertidumbre, marcado por el bloqueo frente al muro fronterizo, la represión y la dispersión por parte de autoridades mexicanas. Distintos dispositivos de gubernamentalidad migratoria, de tiempo y espacio, se pusieron en acción para la construcción de este impasse, que un año después se combinó además con la crisis epidemiológica desatada por el Covid-19.

El primero de estos dispositivos lo constituyó el “albergue oficial”; como lo hemos visto, los primeros de estos centros fueron destinados a confinar a los caravaneros, pero a partir de agosto de 2019 se instalaron albergues similares denominados Centros de Integración al Migrante, para solicitantes de asilo que se encontraban esperando indefinidamente en las ciudades del norte de México.8 A diferencia de los centros de acogida de la sociedad civil (albergues o casas del migrante), estos lugares suelen constituir recintos cerrados con un estricto registro de las personas, control de las salidas y las entradas. El modelo de atención consiste en concentrar servicios de alojamiento, alimentación y salud, entre otros, en edificios que funcionaban previamente como bodegas, centros de diversión, fábricas o maquiladoras. Los migrantes son separados por espacios en función de género, edad, composición familiar y condición migratoria. Durante la pandemia de Covid-19, este estricto control y distribución del espacio y el encuadramiento normativo-disciplinario se reforzaron con procesos de cuarentena y confinamiento para personas sospechosas de estar contagiadas.

Esta biopolítica y anatomopolítica pastoral (Foucault, 1976) no es novedosa, se ensaya en diferentes campos de refugiados en Marruecos, en Turquía, en Lesbos o en la frontera colombo-venezolana. Ariadna Estévez (2018: 2-6) ha ilustrado ya, desde la sociología crítica, “el conjunto de dispositivos necropolíticos de producción y administración de la migración forzada” instalados en la frontera México-Estados Unidos. Esta autora sostiene también que el asilo opera como un sistema de administración del sufrimiento, a través del control del tiempo y del espacio de los solicitantes de asilo y refugiados. Por su parte, el criminólogo Giuseppe Campesi habla de “confines migratorios”, refiriéndose con ello a la ingeniería de dispositivos con los que se gobierna a las poblaciones migrantes en Europa: “El confín constituye, en consecuencia, un complejo dispositivo de seguridad que no funciona como forma de excepción en relación con las prácticas ordinarias del Estado neoliberal, sino que representa un instrumento fundamental de su repertorio habitual de prácticas de gobierno” (Campesi, 2012: 13)

Otras políticas de desmovilización de las caravanas fueron instrumentadas conjuntamente por los gobiernos mexicano y estadounidense, a través de un complejo sistema de “extraterritorialización de la espera” para los solicitantes de asilo (París Pombo, 2020). En primer lugar, quienes buscaban asilo en Estados Unidos tuvieron que apuntar sus nombres en largas listas de espera administradas del lado mexicano de la frontera. Este sistema, denominado metering (medición de las entradas), consistía en asignar un número de turno a cada persona o cada familia con intención de pedir asilo en Estados Unidos; cada mañana, personas mexicanas y del mundo entero, desplazadas por la violencia, se encontraban en las garitas esperando con ansias que las autoridades mexicanas llamaran su número de turno para poder cruzar la frontera e iniciar un proceso de asilo en el país vecino. Cabe señalar que, una vez admitidas en ese país, las personas eran encerradas durante varios días en centros de detención de la patrulla fronteriza en condiciones que se pueden asimilar a la tortura:

Ahí dentro de la hielera9 no podíamos pedir nada porque los agentes de migración se molestaban, ellos nos gritaban, nos ofendían, decían que nosotros los centroamericanos les dábamos asco, nos decían cochinas... Tratábamos de pedir un favor si necesitábamos algo, si alguien se enfermaba nos ignoraban, y fue muy difícil para nosotros; créeme que da mucha depresión estar dentro de la hielera. No te dan ni un cepillo de dientes, estuve cuatro días dentro de la hilera sin poder lavarme los dientes, sin bañarte, sin cambiarte y la comida es pésima, pienso que va en contra de los derechos humanos (Narda, entrevista, mayo de 2019).

De acuerdo con la Ley de Refugio en Estados Unidos, las personas solicitantes de asilo deben pasar por una entrevista de temores fundados con un oficial de migración, “la creíble”, le llaman los migrantes y abogados defensores. Dicha entrevista tendría que tener por objetivo que el migrante explicara claramente la situación de persecución o violencia de la que huyó; sin embargo, los migrantes cuentan sistemáticamente que la entrevista dura menos de 10 minutos y ocurre a media noche o en la madrugada; muchos relatan también condiciones de intimidación por parte de los oficiales de migración que los interrogan, con insultos o amenazas.

A partir de enero de 2019, el gobierno estadounidense impuso el programa conocido como “Quédate en México”, con el nombre oficial de Protocolos de Protección al Migrante (MPP, por sus siglas en inglés). Miles de personas que habían entrado a Estados Unidos a pedir asilo fueron devueltas a México para esperar en este país durante todo su proceso, que tendría lugar en alguna corte estadounidense. Llevaban consigo un expediente en inglés con una fecha de audiencia; ese día debían presentarse en la garita fronteriza para ser conducidos por las autoridades migratorias a su entrevista, y eran nuevamente llevados a México después de comparecer ante el juez. A lo largo de 2019, cerca de 60 000 personas fueron enviadas a México en el programa MPP; entre los casos que obtuvieron una sentencia ese mismo año, la tasa de positividad fue de sólo 1.26%; la mayoría de las personas abandonaron sus casos desesperadas por la precarización de sus vidas, otras se quedaron esperando de manera indefinida (París Pombo y Díaz Carnero, 2020: 103).

Este proceso de devolución forzada a México corresponde a lo que algunas autoras han denominado neo-refoulement (Hyndman y Mountz, 2008); es decir, evadiendo sus responsabilidades legales de no devolver a las personas a un territorio donde podrían correr peligro (principio de non-refoulement o no-devolución, reconocido en tratados internacionales y leyes nacionales), el Estado las devuelve a un tercer país, a una isla o a un territorio alejado, donde tendrían que esperar meses o años sin condiciones legales, sociales ni económicas para sobrevivir. Los migrantes son así simultáneamente apartados de su destino y disuadidos de continuar con sus procesos de asilo a través de diversas tácticas discursivas y espaciales de discriminación y segregación.

Es mediante estos procesos de neo-refoulement que los confines del norte de México se transforman en “territorios extra-legales de exclusión” (Hyndman y Mountz, 2008: 250). En el caso de los MPP, las tácticas de disuasión se combinan con la participación forzada de los solicitantes de asilo en una suerte de representación o de mascarada de la legalidad, en un proceso en las cortes de inmigración estadounidenses que implica situaciones de humillación y de desgaste. El día de sus audiencias, las personas se presentan en la garita de madrugada y suelen pasar un día completo en distintas salas de espera y en el transporte hacia la corte, mientras que la audiencia ante el juez suele durar —en palabras de los propios solicitantes— menos de 15 minutos.

Por ejemplo, Manuel abandonó su caso después de la tercera audiencia en la corte, cuando el juez le informó que no tenía probabilidades de éxito sin acompañamiento de un abogado. De acuerdo con su relato, en la primera audiencia recibió de parte de un oficial estadounidense una lista con los nombres de abogados y organizaciones que podrían defender su caso; gastó dinero y tiempo en marcar varios números en Estados Unidos sin obtener nunca respuesta:

Llevé desde noviembre, diciembre, enero, hasta junio, todos esos meses con una situación complicada ahí en Tijuana y nada de avance en el proceso, y decidí abandonarlo y moverme a otro estado a trabajar. Ya él [el juez] explicó claramente que en esta otra [audiencia) podría ser deportado a mi país, él explicó que, en esta próxima corte, si el caso no es válido para un asilo, seré deportado al país de origen, que es Honduras (Manuel, entrevista por Whats App, 4 de junio de 2019).

En su enorme mayoría, los solicitantes de asilo obligados a esperar en México no tenían acompañamiento de abogados que pudieran explicarles sus casos o asistirlos en sus audiencias en las cortes, lo que disminuía drásticamente las probabilidades de que resultaran beneficiados con asilo u otra forma de protección contra la deportación. Por ejemplo, entre las solicitudes de asilo iniciadas en 2019 desde el interior de Estados Unidos, 84.5% de los casos eran representados por un abogado en los casos de personas bajo MPP, sólo 6.64% contaron con representación ese año (París Pombo y Díaz Carnero, 2020: 104).

El confinamiento adquirió una fuente nueva de legitimidad con la declaración de la contingencia sanitaria debido a la pandemia de Covid-19. El 20 de marzo de 2020, el gobierno de Estados Unidos emitió una orden en la que se establecía el cierre de las fronteras con México y Canadá para los viajes considerados “no esenciales”. Adicionalmente, instruyó a sus agentes que dejaran de encerrar a migrantes en sus centros de detención temporales y los devolvieran de inmediato al país por donde entraban (México o Canadá), sin importar su nacionalidad y sin inquirir si estos migrantes eran potenciales refugiados.

Si bien el oficio del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, 2020) no mencionaba a los solicitantes de asilo, en los hechos se establecía la devolución o la negación de la entrada a personas sin documentos sin establecer un procedimiento de detección de casos con necesidades de protección internacional. Se cerraron las listas de espera que llevaban dos años regulando la entrada de aspirantes por las garitas y los oficiales de inmigración de Estados Unidos dejaron de abrir la puerta en las mañanas para recibir a determinado número de solicitantes, como lo habían hecho a lo largo del último par de años (Leutert et al., 2020). En el caso de quienes tenían casos abiertos bajo el programa MPP, se pospusieron de manera indefinida sus audiencias en las cortes. Miles de familias y personas solas se quedaron por lo tanto esperando en México hasta febrero de 2021, cuando el cambio de gobierno en Estados Unidos llevó a la cancelación del MPP.10

 

Precarización de la vida cotidiana en los confines

Luego de meses de haberse topado con el muro fronterizo, muchos de los caravaneros de 2018-2019 fueron deportados por el INM o retornados a través de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Algunos lograron migrar a Estados Unidos sin autorización, otros permanecieron detenidos por meses en cárceles estadounidenses, muy pocos consiguieron el asilo. Finalmente, muchos quedaron atrapados en la franja fronteriza norte de América Latina, un número no calculado fue secuestrado11 o reclutado por las tramas del narco, otros más se afincaron en México hasta poder volver a intentar pasar del otro lado del muro.

Tijuana es peligroso, es una ciudad muy peligrosa. Hay conocidos que han desaparecido, los han secuestrado. A mí me quisieron secuestrar en un lugar que se llama el Siglo XXI, fui a dejar papeles a Burger King porque miré el anuncio en el celular, ¿y sabes qué?, era una trampa, me querían secuestrar, yo por escaparme de esa situación me caí de un carro... Entonces, no estamos seguros acá en Tijuana. Tenía dos conocidas que eran homosexuales, ellas desaparecieron, nunca se sabe nada, porque, ¿sabes qué?, si nosotros denunciamos aquí algo, nosotros no, no toman nuestra palabra porque simplemente somos migrantes (Narda, entrevista, mayo de 2019).

Meses después de su llegada, las caravanas centroamericanas raramente figuraban en los medios de comunicación; sus integrantes se mezclaron con la creciente población desplazada, invisibilizada, bloqueada por las políticas de asilo del gobierno estadounidense. Se produjo entonces un proceso de precarización “en las sombras”, lo que Benjamin Bruce y Yetzi Rosales (2021) denominan “reinvisibilización” para el caso de Piedras Negras. Por pequeños grupos, los caravaneros intentaron desplazarse a través de la frontera buscando resquicios para cruzar o para sobrevivir en México.

Los itinerarios geográficos y residenciales de los caravaneros después de su dispersión fueron altamente fragmentados. Un ejemplo es el de Luisa y su pareja, quienes, al ser desalojados de la bodega llamada “Contra Viento y Marea”,12 rentaron durante dos meses un cuarto en una vecindad del norte de la ciudad, donde 12 familias compartían un solo baño y una toma de agua. Otro caravanero los convenció después de viajar a Reynosa, donde sería más fácil cruzar la frontera. Emprendieron el viaje de más de 3 000 kilómetros en autobuses para encontrarse confinados en un albergue instalado por una iglesia evangélica; tenían prohibido salir del recinto bajo amenaza de que no los recibirían de regreso y de que podían ser secuestrados en caso de caminar por la ciudad. Después de unas semanas de encierro, pidieron apoyo a familiares y amigos para regresar a Tijuana. Ahí seguían residiendo en la misma cuartería, trabajando en empleos precarios e informales, durante la pandemia de Covid-19 (con información de diario de campo, 2020).

Paralelamente a este tipo de devenires post-caravaneros, el crecimiento del número de migrantes llevó a la multiplicación de espacios de alojamiento autodenominados “albergues”, que recolectan fondos nacionales e internacionales para operar pero ofrecen sólo un pequeño espacio en una tienda de campaña o en inmuebles abandonados, sin servicios y sin condiciones de seguridad. En estos lugares pululan “coyotes”, delincuentes comunes y organizaciones criminales que reclutan o trafican con los migrantes albergados. Resulta significativo así el itinerario residencial de Amanda, una migrante que llegó con su hijo de ocho años durante el “otoño migrante” y se quedó en Mexicali (Baja California):

No, el único [albergue] en que yo estuve fue en Mexicali, en el albergue ese, pero me daba miedo ahí. Sólo un día estuve ahí, yo no dormí, si en la madrugada se estaban ahí dando en la madre unos, se sacaron un cuchillo a quererse matar. ¡Ay, no! No, no, no. Y le dije a mi hermana: “Mándeme el dinero ligero que aquí me da miedo, aquí es peligroso” (Amanda, entrevista, 15 de julio de 2019).

Al recibir apoyo de su hermana, Amanda intentó cruzar con su hijo por la región de Yuma, Arizona, donde fueron detenidos por la “migra”. Ya del otro lado del muro, pidió asilo y, después de una semana en un centro de detención, fue devuelta a México por el programa MPP, y llegó nuevamente a Mexicali. Se trasladó a Tijuana, donde encontró trabajo en una maquiladora y alquiló un cuarto en una vivienda compartida por varios hondureños, en una zona periférica de la ciudad. Vivía muy lejos de su empleo y, para irse a trabajar, tenía que dejar a su hijo encerrado en un cuarto durante el día, considerando que en el barrio vivía, en sus términos, “mucha gente malandrosa”. Cuando otros caravaneros le propusieron ocupar con su hijo una tienda en un campamento instalado en un terreno baldío, aceptó gustosa la invitación (Amanda, entrevista, 15 de julio de 2019).

Considerando que Tijuana se encuentra entre las ciudades más peligrosas del mundo, la larga espera en esa y otras ciudades fronterizas expone a los solicitantes de asilo a frecuentes asaltos, secuestros y otras agresiones.

Las visas humanitarias proporcionadas por el gobierno en 2019 resultaron ser “una condición migratoria precaria” (Rojas Wiesner y Basok, 2020): al vencer éstas por segunda ocasión, en 2020, el INM se negó a renovarlas, por lo que muchos de los caravaneros quedaron sin documentos en plena pandemia, con lo que perdieron el empleo y la vivienda. Ante la violencia estructural y las agresiones físicas, miles de migrantes aceptaron ser devueltos a sus países de origen.

 

Conclusiones

En este trabajo hemos argumentado que las caravanas migrantes aparecieron como manifestaciones de las luchas migrantes contra un contexto de violencia y explotación. Estas luchas fueron evolucionando para convertirse en una forma de migración autónoma, de movilidad colectiva, organizada, de autocuidado y autoprotección de los transmigrantes. Los gobiernos mexicano y estadounidense desplegaron diversos dispositivos de gubernamentalidad para contrarrestar y castigar esta forma subversiva de transmigración por México; además de utilizar la maquinaria de detención-deportación, se impulsaron políticas de confinamiento y dispersión de las caravanas, mecanismos de disuasión del asilo mediante la espera indefinida en ciudades del norte de México en condiciones de alta peligrosidad y precariedad, de volver a invisibilizar el problema.

Consideramos que estas distintas tácticas de contrainsurgencia contra estos episodios de lucha migrante operaron a través de lo que Sandro Mezzadra y Brett Nielson llaman la “máquina soberana de gubernamentalidad” (2013: 167-174), cuando analizan la instrumentalización del lenguaje jurídico de los derechos humanos para revestir de “humanitario” el confinamiento de las vidas de migrantes y refugiados. El gobierno de las caravanas las llevó a topar con muros legales, de relaciones sociales, hasta asfixiar su potencia a base de xenofobia, violencias múltiples e impunidad. Así, el caminar insurgente de miles de personas fue abordado desde la excepcionalidad como norma, lo mismo por policías o militares en frontera que por paramilitares en las rutas y los campos de refugiados, llamados albergues temporales, donde se mantuvo a los caravaneros encerrados y vigilados.

La externalización de las políticas de asilo, primero, y las políticas de exclusión decretadas en el contexto de la contingencia sanitaria, después, llevaron a “la producción expansiva de una sociedad del confinamiento” (Mountz, 2015: 185). Mantenidos a distancia de su lugar de destino, devueltos por las autoridades estadounidenses a las ciudades del norte de México a esperar de manera indefinida, los solicitantes de asilo fueron forzados a transitar por vericuetos legales y administrativos montados por el gobierno estadounidense que tenían por meta principal disuadirlos de ejercer sus derechos. El cansancio, la precariedad y las agresiones llevaron a que muchos caravaneros, después de meses o años de espera, terminaran por regresar a sus lugares de origen o trasladarse a otras regiones de México.

En este trabajo nos concentramos en las estrategias biopolíticas para despojar de politicidad a esta novedosa forma de transmigración. Nos queda como apuesta futura analizar las resistencias minúsculas y cotidianas, las desobediencias manifiestas o latentes, las luchas migrantes individuales o colectivas que las familias migrantes despliegan para seguir con vida. Invitamos también a que otros intérpretes —ojalá pronto los propios caravaneros—13 puedan engrosar la memoria de las luchas migrantes desde las realidades que cohabitan.

Ante las distintas tácticas de control y exclusión puestas en marcha por los gobiernos, los caravaneros atrapados en la espera en Tijuana, Mexicali, Piedras Negras u otras ciudades de los confines de México se apoyaron en la hospitalidad popular, apelaron a sus propias redes afectivas, imaginaron estrategias de autodefensa para seguir con vida. Por ello, nos parece relevante el desafío de seguir documentando esas derivas, relatar, analizar, resguardar la memoria de esas resistencias. Otro tema relevante y especialmente desafiante que nos quedó en el tintero es el uso social que los migrantes hacen de las redes sociodigitales para caravanizar la transmigración y para sostener sus existencias en las ciudades-cárcel donde están confinados.

En este trabajo pusimos a discusión las derivas posteriores al topar con pared en la franja fronteriza norte de México, derivas que siguen en pleno desarrollo cuando escribimos este texto. Por eso, seguimos ejerciendo una escucha activa, una observación participante y una etnografía sentipensante del espacio público analógico y virtual para comprender las resistencias minúsculas y cotidianas por parte de los caravaneros. Nos parece que poner atención en ellas nos ofrecerá pistas novedosas en torno a estrategias concretas para afectar esta biopolítica de la espera.

 

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Recibido: 22 de julio de 2021
Aceptado: 29 de septiembre de 2022

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