Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

v84n3r3Rafael Rojas (2022). La epopeya del sentido: ensayos sobre el concepto de Revolución en México (1910-1940). México: El Colegio de México, 294 pp.

 

Reseñado por:

Velia Cecilia Bobes
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México

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Las revoluciones, caracterizadas por Marx como “locomotoras de la historia”, han constituido un objeto de estudios privilegiado para las ciencias sociales. Ya que constituyen momentos de cambio radical y súbito que alumbran nuevas configuraciones sociopolíticas, tanto historiadores como sociólogos, politólogos, filósofos y antropólogos han producido numerosos estudios sobre estos procesos. Así, revoluciones como la inglesa, la francesa, la rusa y la china han sido analizadas como grandes movimientos sociales que han modificado de manera radical los panoramas nacionales y han tenido inmensas repercusiones a nivel mundial. En este sentido, no es casual que la Revolución Mexicana, acontecimiento crucial no sólo para la historia nacional sino también para todo el siglo XX latinoamericano, ha devenido un campo de estudios académicos que ha convocado a estudiosos de todas las latitudes.

Dentro de ese vasto conjunto, La epopeya del sentido: ensayos sobre el concepto de Revolución en México (1910-1940), aparece como una importante contribución. Este libro no se concentra en “el choque de las armas” sino en “la lucha de las letras”, y nos presenta una lectura de la lucha por el poder desde la perspectiva de la disputa por los sentidos y los significados que se libró durante y después de la gesta revolucionaria. Apoyándose para el análisis tanto en documentos políticos (programas, debates constitucionales, decretos gubernamentales) como en una amplia gama de publicaciones periódicas, textos literarios (novelas, poemarios, obras de teatro, memorias) y trabajos académicos, Rojas nos entrega un volumen que nos permite adentrarnos en la retórica de la Revolución y la deriva posrevolucionaria de su campo político e intelectual.

Ya que su aproximación a este proceso (novedosa, original y rigurosa) se emprende desde la Historia intelectual, el núcleo reflexivo de este libro pasa por la confluencia del campo intelectual y el mundo de los actores sociales y la institucionalidad política. Aunque se concentra en el ámbito de lo simbólico, la elección de este enfoque posibilita dar voz y revelar la acción de los diferentes grupos revolucionarios que disputaron también la construcción del(os) significado(s). A través de sus diferentes capítulos confluyen texto y contexto; se analizan ideas y lenguajes, pero también sus condiciones de producción y los mecanismos y espacios de su circulación. En este sentido, es un enfoque más cercano a la sociología y la ciencia política que el de la historia de las ideas.

El punto de arranque del análisis es el concepto de Revolución y las apropiaciones que hicieron del concepto los propios revolucionarios. Si bien el concepto de revolución social ha estado muy presente y ha sido muy discutido en las ciencias sociales, en este libro se estudian los conceptos, el lenguaje y los discursos, como dimensión simbólica del proceso de transformación revolucionaria, acercándose a las prácticas de construcción de esas representaciones y atendiendo a los espacios de sociabilidad intelectual.

Partiendo de la dificultad que supone trabajar con un concepto polisémico como el de Revolución, Rafael Rojas nos advierte que no va a tratar de contener la diversidad ni la pluralidad social política e ideológica de la Revolución Mexicana en tipologías, sino que su objetivo es analizar los diferentes significados que del concepto dieron los diversos actores, lo que posee tanto una significación histórica como metahistórica. Así, el primer apartado trae a la vista la disputa (entre maderistas, villistas, zapatistas, carrancistas, obregonistas) por la determinación semántica del concepto, que transcurrió paralelamente al campo de batalla.

Si en el capítulo I se analiza esta batalla semántica desde documentos políticos, el capítulo II se basa en libros —“los libros de la derrota”, los llama el autor—, aquellos que escriben desde el exilio los letrados contrarrevolucionarios en un ejercicio de refutación que, de hecho, implicaba una resemantización del concepto de revolución. Lejos de posiciones maniqueas, lo que muestra el análisis es que muchos de ellos fueron reformistas del Porfiriato, en cuyas obras se anticiparon algunas de las causas e ideales (agrarismo, presidencialismo) que se legislaron más tarde en la Constitución de 1917. Para explicar cómo llegaron desde ahí estos intelectuales a una franca oposición, sirve prestar atención a la definición conservadora de revolución “desvirtuada”, radicalizada y “contaminada” por ideas ajenas (socialistas, anarquistas, etcétera).

La importancia de las revistas y las publicaciones que recogieron las diversas elaboraciones del campo intelectual mexicano de las primeras décadas del siglo XX se analiza en el capítulo III. Allí se muestra cómo la producción del sentido se desplaza del campo de los actores políticos al campo intelectual, dejando clara la incorporación progresiva a ese proceso de muchos de los antiguos críticos del movimiento popular. Por este “pase de revista” desfilan numerosas publicaciones de diversas épocas, tanto las que existían desde las primeras décadas del siglo hasta las que se fundan y o sobreviven hasta el periodo cardenista.

Los capítulos siguientes se dedican a tres intelectuales clave de la primera mitad del siglo XX: Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos, quienes, desde la república letrada y la academia, no sólo produjeron y proveyeron sentidos a la Revolución Mexicana, sino que además fundaron instituciones cruciales para la política cultural postrevolucionaria. Comenzando por el gran Reyes, “un caso ejemplar de diálogo entre ensayo e historia” (p. 115), se analiza con detenimiento cómo su historia personal y sus lecturas de grandes historiadores abonaron a su manera muy personal de entender la revolución; una idea que, soslayando a Francisco Villa y Emiliano Zapata, recupera el Porfiriato y se identifica con el maderismo y el constitucionalismo carrancista.

Sobre Henríquez Ureña, se destaca su contribución fundamental a la narrativa de la Revolución Mexicana y en particular, a su historia intelectual. La inmersión en su biografía y su trayectoria en diversos países, grupos e instituciones, evidencia la evolución desde una primera de la revolución como “caída del antiguo régimen”, a la de la revolución como empresa civilizatoria, hasta arribar a la idea de Revolución (con mayúscula) como movimiento de transformación espiritual y “modernización cultural”.

Para el caso de Vasconcelos, Rojas propone una interpretación diferente a la que ha predominado. En lugar de escindir al político revolucionario del filósofo místico desencantado de la política, la visión que se presenta aquí propone ver al oaxaqueño como intelectual letrado y a su idea de la revolución como lo que unifica ambas etapas. Aunque Rojas concede que Vasconcelos transita “de una idea redentora de la revolución en las décadas de 1910 y 1920 a otra legalista a partir de las décadas de 1930 y 1940” (p. 193), es su visión maderista la que permanece y atraviesa ambos periodos. La revolución será entonces un cambio político acelerado que, en su sentido maderista, puede contener y de hecho contiene lo popular, lo agrario y lo nacionalista.

Desde la perspectiva de este libro, la reconstrucción del lenguaje político y los sentidos diversos que han coexistido en pugna dentro de la retórica de la Revolución no podría completarse sin una mirada al diálogo entre la historia y la literatura. A través de la lectura de cómo se refleja la revolución en la poesía, el teatro o la novela, el capítulo VII analiza la “pastoral” de la Revolución Mexicana. En este sentido, si bien todas las revoluciones (tanto la rusa como la china o la cubana) produjeron sus “pastorales revolucionarias”, lo peculiar de la mexicana, nos dice el autor, es que a la vez produjo su propia “contra pastoral” (p. 206). En este escenario, la revolución se presenta unas veces con entusiasmo y exaltación y otras desde el desprecio o el escarnio.

En el capítulo VIII, “Crucero de revoluciones”, el autor pone a dialogar los sentidos del cambio revolucionario de la Revolución Mexicana y la bolchevique. A través de una revisión de diversas revistas socialistas y comunistas, primero da cuenta de la fascinación que ejerció la revolución bolchevique entre intelectuales mexicanos y latinoamericanos, para pasar a mostrar y explicar después el desencuentro entre los Estados que instituyeron ambas revoluciones. Si bien se analizan los esfuerzos y los choques frontales por asimilar o separar los sentidos de ambas revoluciones, a la postre, la narrativa hegemónica evidenció las contradicciones ideológicas entre el nacionalismo revolucionario mexicano y el marxismo leninismo (estalinista) que promovía el Estado soviético.

El libro concluye con un análisis de los vínculos ideológicos del cardenismo con el liberalismo. Siguiendo el mismo hilo conductor de la disputa por el sentido del concepto de revolución, Rojas procede a revisar publicaciones centrales al proyecto cardenista para descubrir en ellas una aproximación al liberalismo social y ofrecernos una lectura del cardenismo bastante alejada del socialismo soviético. Desde esta perspectiva, muestra cómo el liberalismo social europeo y anglosajón fue traducido en clave cardenista (intervención estatal en el agro, la industria y el comercio) en el contexto de la guerra fría, para servir de sustento a políticas públicas. Tanto en los escritos y discursos de Lázaro Cárdenas como en los del campo intelectual de la época, aflora la visión de que la revolución no había cumplido aún sus compromisos fundamentales, por lo que su empeño se dirige al rescate del proyecto original. De ahí su determinación de acercarse a los intereses del pueblo, lo que implicaba, desde su perspectiva de lo revolucionario, tanto democracia política como económica, distribución de la riqueza y acceso al poder de las masas; en suma, una democracia social que devolviera al pueblo el control de los recursos, acceso a la educación, a derechos laborales y servicios de salud. Esta “pugna teórica y práctica entre el nacionalismo revolucionario y el marxismo-leninismo” (p. 244) coincide con el debate sobre la muerte de la revolución y la aparición de lo posrevolucionario.

Si bien el conjunto de ensayos reunidos en este volumen se articula sobre el conflicto y la lucha que se revelan en las diferentes definiciones de la revolución y lo revolucionario en los discursos políticos e intelectuales, al introducirse en la disputa simbólica y los diferentes usos del concepto, la lectura de este libro abona a una discusión más amplia que involucra e interpela a otras disciplinas de las ciencias sociales y atrae temas de gran relevancia como la cultura política y la institución de los imaginarios de la sociedad mexicana. Asimismo, a lo largo de este viaje de historia intelectual nos acompaña una discusión (a veces implícita y otras explícita) sobre su importancia como referencia para las izquierdas de América Latina y los movimientos políticos e intelectuales del siglo XX, que están siempre como telón de fondo a las reflexiones del autor.

Muchos aciertos podría señalar en estas notas, pero quisiera terminar con lo que considero su mayor virtud: subrayar la heterogeneidad, la diversidad y la pluralidad que caracterizaron a la Revolución Mexicana, tanto en el ámbito de los actores y sus prácticas como en el de lo discursivo y lo simbólico, lo que contribuye en no poca medida a explicar la arquitectura normativa e institucional del sistema político al que ella dio lugar. Como apunta el autor hacia el final del capítulo VII: “La imposibilidad de zanjar en dos mitades el campo intelectual mexicano de la primera mitad del siglo XX forma parte de las especificidades del proceso revolucionario mexicano […] esas especificidades explican fenómenos ausentes en otras revoluciones como la repatriación del exilio letrado porfirista, la apertura de la esfera pública y el autonomismo de la sociabilidad académica y cultural” (p. 215).

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