Delicia Aguado-Peláez y Patricia Martínez-García (2021). Series de la resistencia. Diversidad en la televisión estadounidense frente al trumpismo. Sevilla: ReaDuck, 269 pp.
Reseñado por:
Igor Ahedo Gurrutxaga
Departamento de Ciencia Política y de la Administración
Universidad del País Vasco
Como las series de televisión que se cuelan en nuestra intimidad, Delicia Aguado y Patricia Martínez nos emplazan desde la segunda persona del singular, para invitarnos a repensar cómo la ficción de la pequeña pantalla define, delimita y (también) subvierte el contexto que atraviesa nuestra vida cotidiana. Series de la resistencia. Diversidad en la televisión estadounidense frente al trumpismo es un libro que anima a “reflexionar sobre la capacidad de la ficción para mostrar realidades y crear imaginarios” (p. 23): los hegemónicos, sí, pero también aquellos que permiten fantasear con mundos plurales e “imaginar, colectivamente, el cambio” (p. 19).
Utilizando un análisis cualitativo de contenido con perspectiva interseccional apoyado en los aportes de la ciencia política y la teoría comunicativa, en este libro las autoras movilizan un conocimiento enciclopédico sobre la producción audiovisual que permite la exploración crítica de 157 series producidas entre 2000 y 2021 en Estados Unidos. Los miles de horas de ficción con las que juegan se ordenan en un relato en tres actos atravesado por la incertidumbre. En su secuencia narrativa, la primera parte sirve para delimitar cómo las series resignifican la historia de Estados Unidos desde la centralidad y la normatividad; es decir, desde un poder estructural que se concreta en la readaptación del mito del vaquero como nuevo héroe capaz enfrentarse a un “mundo salvaje” que irrumpe con el atentado contra las Torres Gemelas. La segunda parte desliza la mirada a los márgenes, identificando el surgimiento (en la ficción y en la realidad) de nuevas formas de narrar (y vivir) lo significativo desde la subalternidad al calor de la victoria de Barack Obama y la eclosión de movimientos feministas, contestatarios o anti-racistas; en definitiva, desde la activación de la agencia. La tercera mira al futuro explorando cómo será (o deberemos evitar que sea) el mundo que viene; remite a la acción colectiva que definirá si el asalto al Capitolio es el final de un mal sueño o el comienzo de una pesadilla.
El elemento activador de la trama es la definición de lo americano como lo nuestro, entendido como lo unívoco y universal. Lo nuestro en cursiva, porque las autoras buscan cuestionar un universal que sólo es expresión minoritaria, aunque poderosa y hegemónica, de lo real: en concreto, un país que ha colonizado hasta el nombre de un continente. De facto, este texto es la demostración, en la ficción como expresión narrativa y performativa de lo real, de que detrás del nosotros también existe (y lucha por hacerse presente) la otra que es el nosotras y lo otro que es la negritud, la vejez, la homosexualidad: “monstruosidades desposeídas” (p. 93) que activan resistencias para mostrar que “sus vidas también valen”. En consecuencia, el trabajo de Delicia Aguado-Peláez y Patricia Martínez-García deconstruye, apoyado en los aportes de la teoría crítica y el feminismo negro, el espejismo de lo “real”. Además, arroja luz sobre la representación de expresiones disidentes a la hegemonía desde una doble narrativa: la de la ficción y la de la acción colectiva, la de las pantallas y la de las calles.
La lógica mainstream que subyace a las series recientes eclosiona con la entrada del siglo XXI, pero no desde la ficción; el colapso de las Torres Gemelas será el primero de otros dos hitos que evidencian la ruptura del “sueño americano”: la gran recesión y la victoria de Donald Trump. Todos ellos desmontan (y sirven de base para que la narración de ficción aborde) tres mitos: el de la invulnerabilidad estadounidense, el del despliegue plácido del capitalismo y el de la robustez de su democracia, mostrando que el cierre en forma de Fin de la historia no es más que el principio de una deriva incierta que avanza en la realidad… y en la ficción.
Como apuntan las autoras, la primera ruptura del sueño alimenta la nostalgia que nutre al trumpismo y la extrema derecha. En la “Parte I. Make Amerika Great… Again? Resignificar la historia de los EEUU”, vemos cómo el pasado añorado, de paz, estabilidad y orden de quienes siempre han definido el orden, necesita el rescate urgente de un modelo normativo: ante un Estado incapaz de defender(se), un nuevo vaquero solitario y agresivo se erige en referente acomodado a una agenda neoliberal en la que la respuesta a los males no viene de las instituciones, sino de la capacidad individual de cada cual para defender “lo suyo”; como veremos, la familia (casi siempre con una raza y clase) y en especial, unas mujeres desprovistas de capacidad de agencia propia. Como en el viejo oeste, este nuevo (viejo) héroe se enfrenta a un mundo en el que “lo otro” es la encarnación de lo salvaje. Si “lo otro” se observa claramente en Perdidos (2004-2010), el neo-vaquero atraviesa tramas dispares como Breaking Bad (2008-2013), Prison Break (2005-2009) o The Wire (2002-2008). En todas ellas, las teorías contractualistas se encarnan en los héroes de la pantalla, definiendo la esencia de lo ciudadano desde el “supuesto indiscutido” que es un sujeto blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual (bbvah): “el sujeto cartesiano” se coloca “como representante de toda la humanidad” y “cualquier otra realidad pasa a ser marcada como particular” (p. 33). Así, citando a Carole Pateman o Judith Butler, las autoras describen cómo tanto la ficción como lo real se ha asentado en la exclusión de lo femenino, lo negro, lo latino, lo viejo, lo homosexual, lo transexual; o, peor, en su uso para la construcción de lo hegemónico en oposición al contra-modelo emocional, disfuncional, demente, “salvaje” en definitiva, de lo que es lo americano entendido como lo normativo.
Sin embargo, evidenciando la capacidad de las series para conformar imaginarios contra-hegemónicos, las autoras demuestran cómo la ficción televisiva también va a cuestionar esta narrativa con contra-modelos de contrato social en Godless (2017-), que recrea una comunidad de mujeres, ancianas, niños y lisiados tras un accidente minero en el que fallecen todos los hombres; o en Westworld (2018), que describe las transiciones de dos mujeres robots creadas para servir a la depredación masculina, que pasan, una de la mística de la feminidad a la venganza, otra de la sensualidad erótica a la maternidad, mostrando dos caras de la confrontación al patriarcado: la justicia universal y la potencia de lo relacional. Esta emergencia de la resistencia no sólo se da enfrentando el relato mainstream, sino desvelando lo que queda en las sombras, como sucede en Watchmen (2019), que rescata del olvido las matanzas de negros que arrasaron el Black Wall Street de Tusla en 1921, mostrando la esencia supremacista que ha erigido el “sueño americano”.
El texto avanza en la segunda parte de la mano de un epígrafe que resuena a las movilizaciones del MeToo y el Black Live Maters, así como a las expectativas de la era Obama. En la “Parte II. Vidas que importan (narrativamente). Sobre presencias y voces”, Aguado-Peláez y Martínez comienzan mostrando contra quién se enfrentan estos movimientos: un sujeto asentado en una racionalidad apoyada en la lógica neoliberal como arte de (auto)gobierno, que en Breaking Bad o Mad Men (2007-2015) se apoya en personajes que ejemplifican el ideal de “hombres que dependen de su esfuerzo y habilidades como única herramienta para llegar al éxito mientras se enfrentan a un mundo hostil” (p. 81). En contraposición, lo “otro” se aborda sexualizando a la par que santificando a las mujeres, cuya agencia se reduce a la lascivia o la reproducción; ligando lo latino al narcotráfico, con la única exoneración en personajes que se presentan como “fieles y secundarios compañeros” del protagonista blanco; vinculando a la comunidad asiática a la sumisión o la violencia y a la árabe al terrorismo y el atraso cultural; medicalizando la disfuncionalidad ligada al trauma; convirtiendo en “seres mitológicos” a las mujeres mayores; vinculando la homosexualidad con la tragedia. Ocultación y/o estereotipación, cuando no un claro disciplinamiento en el que lo simbólico es “un instrumento al servicio de la interiorización de que estas [otras] vidas no importan” (p. 82).
Sin embargo, tras este compendio de ocultaciones, estereotipos y horrores que abre esta segunda parte con el capítulo “Whitey on the Moon. Deshumanización al servicio del sueño americano”, se da paso a otros epígrafes que permiten evidenciar cómo en la ficción emergen nuevas referencias que se hacen eco de las luchas de los movimientos sociales. Por ejemplo, las denuncias del clasismo y la injusticia contra mujeres presas en Orange is the New Black (2013-2019); la crítica a los procesos de gentrificación en City of Angels (2020); las dinámicas de reconstrucción comunitaria de la comunidad gay y trans en Pose (2018-); los ecos del Black Lives Matters vinculados a la historia de las luchas por los derechos civiles en The Umbrella Academy (2019-); las movilizaciones LGBTIQ+ narradas en When We Rise (2017), o el surgimiento del movimiento feminista de la mano del MeToo en The Deuce (2017-2019).
En este punto, las autoras despliegan sus conocimientos sobre la teoría feminista para desmontar algunos puntos nodales del sistema patriarcal, analizando cómo la ficción aborda la violencia de género, diferenciando narraciones hegemónicas y contra-hegemónicas. Las primeras, mayoritarias, relatan la violencia como un hecho aislado vinculando dos engranajes: el de lo monstruoso, en el que la agresión de un ser abyecto está al servicio de una trama que ensalza la venganza masculina del héroe, y el engranaje del deseo, en el que la mujer “provoca” al hombre normativo.
En el primer caso, se presenta una mujer blanca, joven, atractiva y de clase acomodada que resuena en el “nosotros” hegemónico, a la que el azar la enfrenta a la desgracia de cruzarse con un ser abyecto que, paradójicamente, define lo “otro”: una persona normalmente de clase baja, racializada y/o disfuncional. En este caso, la violación o muerte se presenta como un acto azaroso, de forma que se sustrae cualquier componente estructural a la violencia de género. Además, la agresión se pone al servicio del sujeto central de la trama: el varón blanco heterosexual que ve herida su masculinidad. De esta forma, el cuerpo de la mujer queda al albur de una trama binómica que enfrenta al protector y el violador/agresor que definen lo normal y lo anormal, lo nuestro y lo otro. Frente a este modelo, en la segunda lógica, la que se basa en el engranaje del deseo, el villano desaparece y la responsabilidad recae en la mujer, fuente de todos los males. En este segundo abordaje hegemónico, lo otro es la mujer, fuente de todos los males. Así, la emocionalidad y la pasividad propia del dibujo femenino del modelo anterior se transmutan en racionalidad y agencia para tentar al hombre normal, provocando que emerja su lado salvaje. Se permite así la transición al antihéroe, que se dibuja en la trama avanzando en la oscuridad a la misma velocidad que la agresión y la mujer se desdibuja. Así, la violencia contra los cuerpos femeninos está (literal y sexualmente) al servicio de la construcción del hombre.
Frente a estos modelos, otras series visibilizan formas contra-hegemónicas de narración desde la resistencia: sea con el engranaje de la venganza, que construye la heroína Sansa Stark vengándose de quien la agredió en Juego de tronos (2011-2019); sea con el engranaje de la exploración, que se detiene en las reflexiones femeninas sobre cómo el sistema las revictimiza, o cómo la violencia no es casual sino estructural y sus responsables, como muestran Big Litle Lies (2017-2019) o Sex Education (2019-), no son monstruos, sino “hijos sanos del patriarcado”. Un contra-argumento que en las calles se alimenta de la creciente potencia de los movimientos feministas, y también del avance de nuevas masculinidades que, en la realidad y las series, expresan el rechazo a la masculinidad tóxica.
La “Parte III. Involución y revolución. Pesadillas y sueños de ficción” se apoya en la dialéctica de la distopia y la utopía. En tres sugerentes capítulos, las autoras analizan la forma en que la ficción encara el futuro. Primero identifican articulaciones identitarias reactivas en sectores que se enfrentan a los avances sociales. Así, la “Supernostalgia” (p. 26) sirve para reactivar a “hombres blancos cabreados” (p. 201) por la creciente presencia de unas minorías que irrumpen en las calles y también en las pantallas. Cuando estos sectores reactivos toman el poder de la mano de Trump, vemos una implosión de series distópicas que sirven para narrar horizontes de involución democrática. Ante la evidencia empírica de que la crisis de la democracia es posible, la utopía deja de mirar al pasado o al futuro y se alimenta de la añoranza del modelo imperante hasta 2016. Pero frente a escenarios distópicos como los perfilados en El cuento de la criada (2017-), las autoras se detienen en mostrar cómo el subtexto que esconde la ficción es profundamente conservador. Remiten al espectador a una simple reflexión: “buscábamos la utopía y resulta que vivíamos en ella” (p. 188). Frente a este modelo de anti-antiutopía, que no cuestiona las bases del sistema que permiten la emergencia de la distopía, Aguado-Pelaéz y Martínez-García muestran cómo cada vez son más las series que ubican la semilla del fascismo, el machismo, el racismo, no en el afuera de nuestras sociedades, sino en la exclusión sistemática y la desigualdad sobre la que se construye nuestro sistema desde hace décadas, que lentamente abona la tierra para que germine el fascismo oculto tras las bambalinas, como sucede con el personaje de Stormfront en The Boys (2019-).
Todo ello anuncia una apertura de mirada que cierra el libro apostando por “la revuelta de los cuidados”, en un epílogo en el que las autoras despliegan una miríada de ejemplos en la ficción infantil-juvenil que se abren a nuevas formas de expresión de los cuerpos (frente al capacitismo), los roles (disidiendo del género), los afectos (cristalizando otras formas de familia); y sobre todo a nuevas expresiones de lo que denominan la lógica de las “cuatro ces” de los cuidados: hoja de ruta que proponen se deslice de las pantallas a las calles “conociendo, conectando, compartiendo y construyendo desde lo otro que es el nosotras”. En definitiva, las autoras ofrecen un modelo metodológico y un conocimiento enciclopédico de estos productos para estudiar (y enseñar en las aulas de sociología) el potencial de las series televisivas como marcadores de una dinámica social en la que, más allá del modelado normativo estructural, hay una puerta abierta al cambio desde los márgenes y la agencia. Si la sociología crítica bascula entre el análisis pesimista del ser y la apuesta utópica del deber ser, este texto abona, desde el espejo de la realidad que es la pantalla, las potencialidades para que la resonancia de lo real apunte a una resolubilidad de lo ideal que cada vez está más presente en las pantallas y, también, en las calles.