Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Latin America and Covid-19: Weary democracies in times of pandemic

Salvador Martí i Puig* y Manuel Alcántara Sáez**

 

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*Doctor en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Barcelona. Universidad de Girona. Temas de especialización: política latinoamericana, democratización y des-democratización, movimientos sociales y acción colectiva, partidos políticos. Facultad de Derecho, Área de Ciencia Política, Campus Montilivi, 17071, Girona, España.

**Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid.
Universidad de Salamanca. Temas de especialización: política latinoamericana, política comparada, elecciones, partidos políticos y sistemas de partidos. Facultad de Derecho, Paseo Francisco Tomás y Valiente s/n, 37007, Salamanca, España.

 

Resumen: Este artículo analiza cuál ha sido el desempeño de los actores políticos frente a la crisis del Covid-19 en América Latina. Para ello, se estudia a los actores que se encargan de comunicar la llegada de la pandemia y se analiza qué tipo de discurso elaboran. Posteriormente, se señala cuáles son las instituciones que asumen el liderazgo en la crisis, indicando la relevancia que adquieren los presidentes. En tercer lugar, se indica el rol de los actores políticos y sociales; finalmente, se da cuenta del impacto de la crisis en las democracias de la región.

Palabras clave: pandemia, Covid-19, democracia, coyuntura crítica.

Abstract:This article analyzes the reactions of political actors to the Covid-19 crisis in Latin America. To do so, it focuses first on the actors in charge of communicating the outbreak of the pandemic, observing what kind of discourse they used. Then, it explains which institutions assumed leadership during the crisis, highlighting the relevance of presidents. Third, it points out the role played by political and social actors. Finally, it notes the impact of the crisis on the region’s democracies.

Keywords: pandemic, Covid-19, democracy, critical junctures.

 

El objetivo de este artículo es señalar las reacciones institucionales y de los actores sociales y políticos ante la pandemia del Covid-19 en los países de la región y su impacto en la democracia, a sabiendas de que las decisiones tomadas a lo largo de la pandemia pueden tener una relevancia semejante a la que desencadenó el crack de 1929, la crisis del petróleo de 1973 o la de la deuda de 1982. Así, la pretensión es señalar las consecuencias políticas de la pandemia en las democracias en 18 países que conforman América Latina continental y República Dominicana.

Para ello, este análisis parte de datos obtenidos por diversos científicos sociales sobre la actuación de los actores en la región. Los datos se han obtenido en trabajos previos realizados y coordinados por Salvador Martí i Puig y Manuel Alcántara Sáez, en los que han colaborado los siguientes académicos: Lara Goyburu para el caso de Argentina; Franz Flores Castro para Bolivia; Michelle Fernández y Humberto Dantas para Brasil; Gonzalo Delamaza para Chile; Porfirio Cardona-Restrepo, Luis Guillermo Patiño Aristizábal y Luz Mery Rojas Cárdenas para Colombia; María José Cascante y Eugenia C. Aguirre Raftacco para Costa Rica; Angélica Abad Cisneros y María José Calderón para Ecuador; Alberto Martín Álvarez para El Salvador; Juana M. Guerrero Garnica para Guatemala; Carlos Barrachina Lisón para Honduras; Alberto Aziz Nassif para México; Mateo Jarquín para Nicaragua; Harry Brown Araúz para Panamá; Sara Mabel Villalba para Paraguay; Adriana Urrutia y Núria Sala i Vila para Perú; Omar Pérez-Rubiera para República Dominicana; Pablo Brugnoni, Adolfo Garcé y Rafael Porzecanski para Uruguay, y Margarita López Maya para Venezuela.

El trabajo parte, por tanto, de la idea de que la crisis sanitaria ha representado una coyuntura crítica en la medida que ha generado una situación de incertidumbre en la que las respuestas de los actores políticos, sociales y económicos más relevantes de cada país han sido decisivas para el desarrollo político e institucional posterior. La literatura (Goldstone, 1998; Mahoney, 2000; David, 2007) señala que estas coyunturas suponen nuevos reagrupamientos sociales y coaliciones políticas, decisiones económicas diferentes a las implantadas anteriormente, así como diferentes batallas de ideas, y todo ello significa el inicio de una nueva era.

El análisis de las coyunturas críticas es deudor de las teorías de path dependency (teoría de la dependencia del camino), de acuerdo con las cuales los arreglos políticos e institucionales establecidos en un determinado momento se afianzan debido a su capacidad para dar forma a nuevos incentivos, visiones del mundo y recursos, gracias a las circunstancias excepcionales (Capoccia, 2015, Capoccia y Kelemen, 2007).

Las coyunturas críticas se presentan como momentos en los que la incertidumbre sobre el futuro permite que la agencia política tenga un papel causal decisivo en el establecimiento de reformas institucionales, reglas informales, políticas públicas y gestión económica, generando así cierto camino de desarrollo que luego persiste por un largo periodo de tiempo (Collier y Collier, 1991: 27-39).

La crisis sanitaria iniciada en Wuhan (provincia de Hubei, China), fruto de la aparición de un nuevo tipo de virus de la familia Coronaviridae a finales del año 2019 (que posteriormente se denominó SARS-CoV-2 y cuya enfermedad se llamó Covid-19), generó una coyuntura crítica en la mayoría de los países del planeta. En la historia de la humanidad nunca una pandemia afectó a un número tan alto de personas en términos de muertes y de infectados en un lapso tan breve y con una dispersión geográfica tan elevada como la registrada.

Frente a dicha pandemia, las autoridades de casi todos los países del mundo establecieron medidas de confinamiento, suspensión de actividades sociales, productivas y económicas, así como el cierre de fronteras. También la mayoría de las autoridades empezaron a exigir un mayor rigor en la higiene y en el cubrimiento de la boca y de las fosas nasales en público. Sin embargo, más allá de las urgencias sanitarias, la crisis puso de manifiesto múltiples limitaciones estructurales de diferente naturaleza y la demagogia de un notable número de autoridades. Este escenario también se presentó en América Latina donde, y a pesar de que la pandemia llegó un mes más tarde (en la tabla 1 se señalan las fechas clave de la pandemia en la región), sus efectos posteriores fueron más devastadores que en cualquier otra región del planeta. Al escribir este texto (inicios de abril de 2021),1 en términos absolutos, Brasil es el segundo país con más infectados y muertos del mundo (12 840 000 y 325 000 respectivamente) y México el tercero en número de fallecidos (203 000).

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Con todo, también es necesario señalar que no es tan fácil debatir sobre la pandemia, debido a la complejidad que supone la recogida de los datos y su misma definición. Lo dicho es tan relevante que el éxito en el control de la pandemia ha quedado significativamente vinculado con el manejo de los datos y de la inteligencia artificial. Ello significa que quienes no cuentan con oficinas de estadística preparadas, registros civiles adecuados y tecnología para la captura y transmisión de los datos, tienen serios problemas para poner en marcha procedimientos adecuados de respuesta a la pandemia. En América Latina este factor es especialmente sensible por la debilidad, poca profesionalización y precariedad de sus administraciones públicas.

Además, la crisis sanitaria en la región llegó en un momento económico y social complicado. En 2019 la economía no era boyante y las previsiones de crecimiento eran más que modestas. Después de iniciar el siglo XXI con una larga década (de 2000 a 2012) de crecimiento acumulado que se calificó como el boom de las commodities —gracias al aumento de la demanda y de los altos precios de la soya, los metales y los combustibles fósiles—, este ciclo se agotó (Sánchez y García Montero, 2019). Esta cuestión es relevante porque alrededor de 54% de las exportaciones regionales entre 2002-2012 estuvieron vinculadas a los recursos naturales, y gracias a los ingresos fiscales casi todos los países desplegaron políticas sociales de carácter focalizado para luchar contra la pobreza (Martí i Puig y Delamaza, 2018).

A partir de 2014, las economías latinoamericanas empezaron a sufrir los shocks de oferta y demanda mundial, una mayor volatilidad en los precios y una desaceleración de la demanda de China. Además, la reducción progresiva de la demanda de bienes en los países industrializados afectó también a las exportaciones de manufacturas y maquilas de México y Centroamérica. A la par, millones de despidos y la lenta recuperación económica en Estados Unidos disminuyeron las remesas de los emigrantes a sus países, como Colombia, El Salvador, Honduras y Guatemala, entre 20% y 40%.2 Con ello se incrementó el desempleo y aumentaron la informalidad y la desigualdad. Así pues, antes de la pandemia, a inicios de 2019 en América Latina 80% de las personas en el quintil inferior de la población trabajaba en el sector informal. A nivel agregado, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el sector informal representaba 34% del Producto Interno Bruto (PIB) en la región, y 53% del empleo total era informal, con unas diferencias muy notables entre los países, que oscilaban desde 23% en Uruguay hasta más de 80% en Bolivia (Sánchez-Ancochea, 2020). Es en este contexto en el que cabe analizar la acción de los actores políticos e institucionales en la región.

 

Respuestas ante la crisis: la reacción de los gobiernos, actores políticos y sociales

Frente a esta crisis sanitaria, las respuestas de los gobiernos y de los actores políticos y sociales de cada uno de los países han sido de una gran variabilidad. Las respuestas han sido dispares en función de los tempos, las decisiones estratégicas, los relatos elaborados, la capacidad y la voluntad de impulsar políticas públicas y de los objetivos de cada gobierno.

A sabiendas de la complejidad y con el fin de poder analizar las respuestas, en este apartado se clasifican, en primer lugar, cuáles son los protagonistas que “comunican” la llegada y la gestión de la crisis sanitaria, qué tipo de discurso elaboran, si mantienen el mismo discurso a lo largo del episodio crítico y a través de qué medios transmiten sus mensajes. Posteriormente, se expone cuáles son la institución y el actor que asumen el liderazgo en la crisis, señalando la relevancia que adquiere el jefe del Estado, el primer ministro (o cargo similar si lo hubiera), el poder legislativo o el judicial. En tercer lugar, se señala el rol de los actores políticos y sociales en la crisis, ya sean la oposición, los medios de comunicación, la sociedad civil organizada o iniciativas comunitarias. Finalmente, a partir de lo expuesto, el apartado posterior dará cuenta de unas conclusiones tentativas en las que se reflexionará sobre el impacto de la crisis en la salud de las democracias de la región.

 
¿Quiénes comunican y cómo?

Como se ha señalado, lo primero es mostrar cuáles son los protagonistas que comunican la irrupción de la crisis sanitaria y su manejo, el tipo de discurso que se enarbola y con qué medios se transmite.

Sin embargo, antes de observar cuál ha sido la forma de proceder de cada país, es preciso señalar que todos los gobiernos han tenido que lidiar en una arena semejante, caracterizada por un entorno epistémico con explicaciones confusas, predicciones erradas e improvisación que ha llevado a tomar —más de una vez— medidas contradictorias durante los primeros días; un marco de dispersión en las respuestas y medidas de las autoridades de los diferentes niveles territoriales, cada uno con sus propios liderazgos y propósitos; el manejo de tensiones debido a la necesidad de gestionar medidas que oponían derechos, como el derecho a la salud frente al derecho a la libre circulación, o el derecho a la salud frente al derecho de la satisfacción de necesidades básicas; un intenso ruido mediático y una proliferación sin precedentes de bulos (fake news) en todos los medios y sobre todo en las redes sociales, y el rápido agotamiento de los recursos disponibles y la necesidad de pedir otros más de carácter extraordinario. Todo ello, en el contexto de una sociedad agotada y una economía en recesión. Sin duda, hacer frente a este escenario desconocido e incierto no era fácil, sobre todo porque en un primer momento el miedo fue el vector principal de reacción.

Fruto de lo expuesto en las primeras semanas y meses de pandemia, se generó una sensación de miedo e incertidumbre que los gobiernos tuvieron que enfrentar a partir de un despliegue de políticas comunicativas con el fin de tranquilizar a los ciudadanos. En este contexto, las autoridades tomaron decisiones en un margen de tiempo muy reducido y con información incompleta, lo que generó un escenario de gran complejidad y de insólita tensión, por estar vidas humanas en juego. Con el fin de ver cómo se desempeñaron los gobiernos en la tarea de la comunicación, se expone la tabla 2.

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De la tabla 2 destaca que en todos los casos el presidente apela y reivindica a la comunidad imaginada que es “la nación” con una fuerte carga emocional. Todos los jefes de Estado se arroparon en la bandera nacional para tratar de cerrar filas frente a un desconocido e invisible enemigo que venía de afuera. Sólo de esta forma se comprende que la retórica patriótica haya llenado las locuciones públicas que hacen referencia a la “unidad” y la “solidaridad”, así como proclamas acarameladas como las de “juntos saldremos”, o “salimos más fuertes”, algo que también se proyecta en la exhibición de la bandera nacional en los edificios públicos y luego en muchos de particulares.

Sin embargo, lo expuesto no significa que todos los presidentes hayan sido igual de activos y presentes en la arena mediática. Ciertamente, la mayoría sí han estado en el centro de los focos, como ha sido en el caso de Argentina, Brasil (aunque este último para negar la gravedad de la pandemia), Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela. No cabe duda de que para un presidente, una crisis de tal magnitud es, en sus inicios, una oportunidad para captar la atención general y presentarse ante la sociedad como una figura paternalista y salvadora. Además, el contagio de alguno de ellos —como en los casos de Bolivia, Brasil y Honduras, así como del candidato presidencial dominicano posteriormente vencedor— añadió emotividad a su actuación.

De todas formas, y de manera excepcional, en algunos países los presidentes delegaron la comunicación relacionada con la pandemia a otras figuras políticas, como el subsecretario de Salud en México, las vicepresidentas en Nicaragua y Ecuador, o candidatos oficialistas en campaña, como en el caso de República Dominicana, donde la crisis hizo posponer las elecciones presidenciales de mayo a julio de 2020. En otros países, los jefes de Estado han aparecido sólo a veces debido a su naturaleza interina —como en Bolivia en la eclosión de la pandemia— o por el peso adquirido por otras figuras del gobierno, como los ministros de Salud en Paraguay y Costa Rica, o la presidenta del Colegio de Médicos en Chile.

Pero también aparecieron en escena otros personajes del ejecutivo (vicepresidentes, ministros de Salud, de Gobierno, de Protección Social), personal de perfil técnico (epidemiólogos, gestores sanitarios, economistas), y miembros de las fuerzas armadas. Destaca, en este sentido, la inclusión de militares en la escenografía, hecho que concuerda con la elaboración de un discurso patriótico al que en muchos países se le añadió otro de carácter bélico, y en algunos casos religioso. Sólo en Argentina, Cuba, México, Costa Rica (por no tener ejército), República Dominicana y Nicaragua (por ignorar en un inicio la crisis) no se utilizó una retórica bélica. En el resto de los países, las llamadas patrióticas se trufaron de discurso bélico y religioso, y en algunos casos —como en Ecuador— casi apocalíptico. El resultado inequívoco fue la extensión del miedo entre amplios sectores de la población.

Las ruedas de prensa con el discurso y la escenografía expuesta fueron la norma en todos los países. Al inicio fueron diarias y solemnes, seguidas de partes médicos pormenorizados, si bien posteriormente —a partir de junio de 2020— se fueron espaciando. Otra cuestión fue la posibilidad de realizar preguntas en las ruedas de prensa. En Argentina, Bolivia, Brasil, Guatemala, Nicaragua y Venezuela no se permitió formular preguntas, mientras que en el resto de los países sí se pudo, aunque casi siempre las preguntas no eran en directo ni espontáneas, sino filtradas y seleccionadas a través de canales de mensajería o de Internet, hecho que da cuenta de la precaución y el miedo que tenían las autoridades a la hora de dialogar y opinar sobre la pandemia sin un guión previo.

Asimismo, hay que destacar que casi todos los gobiernos mantuvieron sus estrategias discursivas frente a la pandemia y las expusieron de forma pública en sus comunicados, incluso en aquellos gobiernos cuya opción fue negar o minusvalorar el riesgo del Covid-19, como pasó en Nicaragua durante casi medio año y en Brasil. Sólo dos países tuvieron políticas de comunicación erráticas, Ecuador y Guatemala, señal de la misma debilidad gubernamental.

 
¿Qué institución asume el liderazgo?

Una vez señalada la política de comunicación, es importante indicar cuáles son la institución y el actor que asume el liderazgo en la crisis, apuntando la relevancia que adquiere (o no) el jefe del Estado, el primer ministro (o cargo similar si lo hubiera), el poder legislativo o el judicial. Para reflexionar sobre el liderazgo político, cabe señalar la intensidad (alta, intermedia o baja) del activismo del presidente de la República, el ejecutivo, el legislativo y el poder judicial en cada país. Esta tarea es la que se sistematiza en la tabla 3.

De los datos que se muestran en la tabla 3 se constata un tema recurrente: la centralidad del ejecutivo, tanto del jefe del Estado como de sus gobiernos. Difícilmente podría ser de otra forma en la región, por su carácter presidencialista. Así lo constata el hecho de que el activismo del presidente fue alto en todos los países, con las excepciones de Bolivia, que contaba en esos momentos con una presidenta interina y en campaña; de Costa Rica, México y Uruguay, donde se delegó la gestión de la crisis al gabinete; de Ecuador, que tenía una presidencia contestada; de Nicaragua, donde se negaba la pandemia, y de la República Dominicana con un presidente saliente y en plena campaña. Pero más allá del rol del presidente, cabe señalar que el activismo de los gobiernos (del poder ejecutivo) también fue alto, con las excepciones de Nicaragua y Bolivia por las razones ya expuestas.

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Otra cuestión muy diferente es la actividad del legislativo y del judicial, que generalmente fue intermedia o baja. Sólo en cuatro países el papel del legislativo fue intenso: en Brasil y en El Salvador, con el fin de oponerse a los hiper liderazgos de sus presidentes; en Uruguay, debido a la presencia de una sólida organización de la oposición representada en el Congreso (el Frente Amplio), y en el caso de Chile, debido a que la Cámara de Diputados —después de casi tres meses de inoperancia— votó en contra de la posición del gobierno de aprobar una reforma constitucional que permitía a quienes tenían sus fondos previsionales en la Administradora de Fondos de Pensiones retirar hasta 10% de los mismos (dado que son fondos de su propiedad). Pero aún más laxo que el legislativo fue el poder judicial, que sólo fue activo en El Salvador con el fin de contener al presidente Nayib Bukele, y en Brasil, donde se erigió como árbitro entre instituciones.

Estos datos constatan que en América Latina, donde el presidencialismo es el régimen de gobierno imperante, el liderazgo es del presidente (fruto del propio proceso de elección y de las facultades que le conceden las constituciones), hecho que supone una concentración del poder en el ejecutivo. Además, en periodos de crisis como el actual, este papel hegemónico se incrementó y permitió el ejercicio de formas de comunicación verticales, ajenas al debate (Giraudy, Niedwiecki y Jennifer Pribble, 2020). De los ejemplos expuestos queda claro que el activismo del ejecutivo fue avasallador frente al resto de poderes y actores. La práctica eliminación de ruedas de prensa con preguntas sin guión previo, el permanente uso de exposiciones presidenciales y gubernamentales directas a la nación y la búsqueda de la construcción de una imagen presidencial han sido instrumentos de uso permanente.

En esta crisis, además, se ha construido un discurso arropado con figuras y argumentos técnicos para avalar las decisiones, hecho que ha dado mayor proyección si cabe a los presidentes y a determinados ministros. Al escribir este texto hay datos suficientes, recogidos en la tabla 3, para saber que la opinión pública ha actuado como un juez discriminador de todo el proceso: la imagen positiva de Nayib Bukele (El Salvador) fue abrumadora y también fue muy favorable al principio para Alberto Fernández (Argentina) y en un inicio también para Martín Vizcarra (Perú) y Danilo Medina (República Dominicana). Por el contrario, la imagen de Nicolás Maduro y de Lenin Moreno fue pésima; algo menos penosa, aunque también claramente negativa, la de Daniel Ortega (Nicaragua), Jair Bolsonaro (Brasil) y Sebastián Piñera (Chile). Hay que destacar, por otra parte, que, entre mayo y julio de 2020, según Directorio Legislativo,3 la mayoría perdieron apoyo popular. El problema en estas circunstancias fue la pulsión autoritaria y el socavamiento de la siempre frágil legitimidad democrática en un escenario de fatiga política e institucional.

 
¿Alguien se opone?

Después de señalar el desempeño de las autoridades, es preciso también mostrar el rol de los actores políticos y sociales en la crisis, ya sean la oposición, los medios de comunicación, la sociedad civil organizada o iniciativas comunitarias. Hay que ver el posicionamiento de los actores que apoyan o increpan a los gobiernos, como los partidos de la oposición, la sociedad civil, los medios de comunicación privados y las redes comunitarias. Para valorar este aspecto se ha construido la tabla 4.

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Para que una democracia funcione razonablemente, es importante que los partidos de la oposición y los medios de comunicación ejerzan su papel. En periodos de crisis, ambos actores pueden ejercer una labor opositora o de búsqueda de consenso, y según cuál sea la estrategia es posible ver cómo funciona la arena política de cada país. De los datos mostrados en la tabla 4 se observa que en la crisis del Covid-19 ha habido países en los que la oposición, después de las primeras semanas de la llegada de la pandemia, ha optado por el consenso y el apoyo al gobierno, y otros en los que ha mantenido una estrategia de confrontación, dando continuidad a una lógica previa que la crisis sólo ha incrementado.

Esto último ha ocurrido en Argentina debido a que la polarización enfrenta a los actores políticos desde hace tres lustros; en Bolivia, donde la salida del país de Evo Morales, la llegada de la presidenta interina Jeanine Áñez y el proceso electoral posterior incrementaron la conflictividad política del país; en República Dominicana, por el hecho de estar en campaña electoral; en Brasil, como consecuencia del negacionismo de Bolsonaro, y en Venezuela fruto del grave conflicto interno enquistado. Cuando a esta oposición se le añadió un alto ruido mediático (a favor o en contra), la crisis del Covid-19 se convirtió también en crisis política, y esto sucedió en Venezuela, Brasil, Bolivia y, en menor medida, en Argentina. Por el contrario, en otros países la oposición tuvo un bajo (o mediano) perfil y se llegó a consensos con el gobierno. Pero también ocurrió que en algunos países las formaciones opositoras se encontraban en una situación de gran debilidad —como en Perú, Panamá, Honduras, Costa Rica, Chile, México, Nicaragua, Ecuador, El Salvador, Paraguay y Uruguay—, sin apenas tener voz.

Pero la oposición política a los gobiernos no sólo se experimentó por parte de los partidos representados en el poder legislativo, sino que a menudo se manifestó desde el poder territorial. En los países donde históricamente hay tensión territorial siempre se dieron diferencias entre el poder central y el de los grandes municipios y los estados, provincias o departamentos. En algunos casos, ello venía derivado de confrontaciones de origen estrictamente político, por tratarse de entidades gobernadas por partidos opositores. La necesidad de algunos mandatarios regionales de crear un contrapeso a la fuerza política del presidente tiene mucho que ver con la búsqueda de mejorar sus opciones electorales próximas, así como la de sus partidos políticos. La pugna entre el presidente colombiano, Iván Duque, y la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, fue un ejemplo de ello, como también lo fueron el enfrentamiento entre el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro; y la pugna entre Jair Bolsonaro y el gobernador de São Paulo, quien al inicio de su mandato fue un fiel aliado.

Por otra parte, está el papel que jugaron los medios de comunicación privados, que a veces fue intenso en contra del gobierno, como en Venezuela o Nicaragua —donde ocuparon por sustitución el papel de una oposición política con grandes limitaciones—, o en Argentina, donde el enfrentamiento entre los mass media privados y el justicialismo es habitual. En otros países los medios apoyaron intensamente al ejecutivo, como en Bolivia, Colombia y Honduras, debido a la cercanía existente entre el sistema de medios y el poder político, mientras que en otros el sistema de medios tuvo un papel más diversificado —con algunos grupos pro y otros en contra del gobierno—, como en México o Brasil. Debe destacarse que en ninguno de los países el papel de los medios de comunicación fue bajo —como sí ocurrió con algunos partidos, con la sociedad civil o la red comunitaria—, lo que da cuenta de su papel fundamental en la actualidad. Otra cuestión a destacar es que en todos los países, sin excepción, hubo una gran cantidad de noticias falsas y bulos distribuidos por las redes sociales.

También es preciso señalar el papel de la sociedad civil y de las iniciativas comunitarias. En este ámbito se observa que en Venezuela y Nicaragua, donde la oposición institucional está reprimida, los actores de la sociedad civil y las iniciativas comunitarias fueron muy importantes y tuvieron un papel social y político preeminente. Destaca también el caso chileno, donde el Colegio de Médicos tuvo un papel excepcional en la gestión de la pandemia. Sin embargo, en la mayoría de los casos los actores de la sociedad civil (grupos de presión, sindicatos, colegios profesionales, etcétera) jugaron papeles activos, pero no cruciales. Lo mismo ocurrió respecto a las iniciativas comunitarias que se activaron (o no) en función de las redes y de la densidad del capital social previamente existente en cada país.

En otro orden de cosas, hay que recordar la permanente presencia de la delincuencia organizada, así como los sucesivos conatos de altercados, generalmente en zonas urbanas periféricas o en lugares remotos. A ello debe sumarse la incapacidad del Estado en cuanto al control de ciertos territorios dominados por variopintos actores informales. Ello explica cierto tipo de violencia, como la ejercida en Colombia o en Guatemala contra líderes locales, la intensificación de los ataques contra personas e infraestructuras públicas por parte del narco en México, o las continuas amenazas de extorsión de las maras en los países del triángulo norte de Centroamérica.

 
¿Qué tipo de políticas públicas se han impulsado?

Además de lo expuesto, procede hacer hincapié en cuáles fueron las políticas públicas impulsadas para combatir la crisis del Covid-19 que se relacionan con la salud, la economía y la seguridad. Sobre éstas se ha señalado (Malamud y Núñez, 2020) que, a pesar de su heterogénea calificación, casi todas fueron semejantes y buscaron lo mismo: evitar contagios, aislar a los afectados y preservar el sistema (a menudo magro y débil) de salud pública. Para ello, se hizo hincapié en la higiene personal, la distancia social y la disminución de los desplazamientos (tanto a través del control como de la transferencia de ingresos). También se realizaron tests pcr y políticas de trazabilidad de los infectados, pero estas dos últimas medidas fueron menos generalizadas, por su costo.

Al final, todas estas medidas se desplegaron a partir de estrategias semejantes que se llamaron cuarentena “a secas” (Paraguay), cuarentena total (Venezuela), cuarentena selectiva (Chile), cuarentena obligatoria (República Dominicana), cuarentena domiciliar absoluta (El Salvador), cuarentena nacional (Colombia) o cuarentena indefinida (Panamá). En otros, las medidas fueron bautizadas con títulos más sugerentes, como los de aislamiento nacional social obligatorio en Argentina o Jornada Nacional de Sana Distancia en México, y en otros directamente se llamaron estado de emergencia (Perú), estado de emergencia sanitaria (Bolivia), estado de emergencia nacional (Costa Rica) o estado de excepción (Ecuador). Es destacable —a pesar de que parece obvio— que todas estas medidas se dictaron en 15 de los 18 países en un lapso mínimo, si bien en Brasil, México, Nicaragua y Uruguay no se decretaron medidas generales al respecto (ver tabla 1). Asimismo, ya en mayo de 2020 casi todos los países empezaron a ejecutar tanto políticas de desescalada como de prórroga de las cuarentenas muy semejantes.

Todo ello muestra que, más allá de la ideología de los gobiernos y de los liderazgos, la mayoría de los ejecutivos actuaron de forma muy semejante respecto al despliegue nominal de políticas sustantivas. Las mayores diferencias entre gobiernos fueron de presupuesto disponible y de capacidad estatal para poder hacer efectivas las medidas en cuestión.

¿Cómo es posible que gobiernos tan distintos hayan aplicado políticas tan semejantes? La respuesta más plausible es que la convergencia en materia de decisiones de políticas no ha sido fruto de una reflexión sobre la mejor práctica posible ni de una imposición unilateral, sino porque las políticas realizadas en algunos países se han tomado como referencia, influyendo en las determinaciones de otros, lo que da por resultado la adopción de la misma medida (Meseguer y Gilardi, 2008).

A la pregunta de cómo y por qué ocurre esta dinámica de mimetismo, la respuesta es “por múltiples factores”, pero sobre todo porque, ante la incertidumbre, los gobiernos suelen imitar lo que hacen sus pares, a los que perciben como exitosos, sin razonar demasiado acerca de la causa de ese éxito. Así, en España se adoptaron políticas realizadas en Italia, y en muchos países latinoamericanos replicaron —en la medida de lo posible— las mismas políticas europeas, lo que generó una especie de efecto dominó.

Otro aspecto que merece atención es la efectividad de tales medidas país a país, y eso, además de la voluntad y la capacidad gubernamental, dependió de los factores estructurales (como la inversión en el sector sanitario y la stateness) y también de determinadas condiciones, como la densidad de población, el nivel de ocupación informal y el relativo aislamiento del país (Martí i Puig y Alcántara, 2020).

En este sentido, es posible afirmar que la pandemia no entendió mucho de ideologías ni de líderes carismáticos, pues el gobierno derechista de Chile tuvo unos resultados (pésimos) semejantes a los del gobierno tecnócrata peruano o al del “progresista” mexicano. Al fin y al cabo, con las excepciones de Costa Rica y Uruguay (con mayor infraestructura estatal y poca población), el resto de los países compartían más de 30 años de desinversión en el sector público, una gran desigualdad social, poca confianza interpersonal y el desprestigio de sus autoridades. En cualquier caso, se puede constatar que la peor estrategia cuando existe un problema es negarlo, y el Brasil de Bolsonaro es la prueba. Y también que el aislamiento, el control social y una red pública de atención de salud primaria son medidas efectivas para la lucha contra la pandemia, pero lo último es difícil implantarlo en una región tan desigual.

 

Democracias latinoamericanas después de la pandemia: ¿fatigadas o enfermas?4

El momento político después de la crisis del Covid-19 no es halagüeño, pues se suma al deterioro experimentado durante la década anterior por parte de los regímenes democráticos. Un deterioro que ha precipitado un escenario de democracia fatigada (Alcántara Sáez, 2020a, 2020c). La desconfianza en la política, la asunción de que la democracia “no resuelve los problemas” y la percepción de que la corrupción no ha cesado, abocaban a una situación clara de dificultades en la representación, pero también de aguda polarización (Martí i Puig, 2020).

La propia dinámica electoral que se había desempeñado razonablemente en los últimos años ha empezado a presentar debilidades en su funcionalidad, como se puso de relieve tras los últimos comicios de Venezuela, Nicaragua, Honduras y Paraguay. Por otro lado, en tres países en los que hubo un claro vencedor en las elecciones presidenciales alejado de las formaciones partidistas clásicas, como fue el caso de Brasil, México y El Salvador, los nuevos gobiernos tomaron una deriva de confrontación que pudiera ser preludio de pasos adelante hacia expresiones autoritarias. En otros países, como Argentina, Colombia, Chile o Ecuador, el descontento se ha vivido en las calles, donde las movilizaciones han sido intensas y masivas poco antes del encierro dictado a raíz del Covid-19, y han reaparecido cuando la pandemia ha remitido.

Paralelamente, distintos indicadores de medición de la calidad de la democracia5 muestran el deterioro de esta en los últimos años. Esta situación es muy probable que se potencie tras los momentos de máxima visibilidad que han tenido los ejecutivos a partir de marzo de 2020 y en los que la restricción temporal de libertades y el aumento de controles han sido las notas dominantes. La concentración del poder en manos de los presidentes frente a poderes locales o regionales y a otras instancias del Estado por el manejo de las medidas extraordinarias para confrontar la pandemia, unida al cercenamiento de derechos, pueden ayudar a mantener la inercia hacia gobiernos fuertes.

A ello cabe añadir el enquistamiento de problemas no resueltos, que probablemente vendrán potenciados con y después de la pandemia. Los casos de la crisis (casi colapso) de la estatalidad en Venezuela y el autoritarismo creciente en Nicaragua y Honduras son evidentes, pero también están las crisis institucionales y de contestación social en Perú, Chile y Ecuador, países los dos primeros enredados en procesos de reforma constitucional de diferente alcance. Por otro lado, queda por ver cuál es la deriva que toman los ejecutivos en Brasil, México y El Salvador, donde los presidentes han personalizado y concentrado el poder y han ninguneado a la oposición. Queda por ver también cómo afecta la crisis a los gobiernos que comenzaron su andadura a primeros de 2020, en Guatemala, Argentina y Uruguay.

En este marco, el ciclo electoral, que se intensificó en 2021, pone sobre la mesa muchas incógnitas, pero la principal pregunta es: ¿cuál va a ser el efecto de la pandemia en las urnas? El primer ejemplo fue el de República Dominicana, donde el aplazamiento electoral dio alas al opositor Luis Abinader, quien —después de haber contraído y superado el virus— derrotó al candidato del oficialista Partido de la Liberación Dominicana (pld), que gobernaba desde 2004.

Es cierto que en lo referido a las elecciones, su agenda juega con la concentración de los comicios en momentos distintos y que, en ese sentido, el año en curso puede considerarse meramente una antesala del ciclo electoral que tendrá mayor relevancia en 2022, pero las citas acaecidas, máxime si se tienen en cuenta también niveles subestatales, no son desdeñables. De hecho, seis países han celebrado elecciones de un tipo u otro a lo largo del primer trimestre de 2021; los dos últimos, Ecuador y Perú, el día 11 de abril. Por consiguiente, en un plazo tan reducido, un tercio de los países latinoamericanos quedan cubiertos por procesos electorales.

La institucionalización electoral sigue, por tanto, su curso. Aunque se trata de comicios de naturaleza distinta, las pautas establecidas no quiebran las dinámicas que poco a poco se han ido gestando en clave de la fatiga descrita más arriba. El Salvador, en elecciones legislativas con una leve mejora en la participación, aunque apenas superando la mitad del censo, consolidó el dominio mayoritario del presidente Bukele y sancionó la aparición de un partido, Nuevas Ideas, articulado por un programa confuso e integrado por caras nuevas alineadas en torno al tirón que protagoniza el caudillo más joven de la región.

En Bolivia, las elecciones municipales y departamentales, con una participación en torno a las cifras habituales del país de 80%, mostraron cierta pujanza mayoritaria del Movimiento al Socialismo (MAS) tras 15 años en el poder, frente a una oposición muy fragmentada. El MAS, que venía de ganar las elecciones presidenciales, mantuvo 48.3% del voto popular (frente al 53.5% que obtuvo en 2015), ganó 240 de los 336 municipios del país (en 129 consiguió mayoría absoluta) y tres de los nueve departamentos; debió ir a segunda vuelta en cuatro que perdió. El gobierno de Luis Arce consolidó relativamente con cierta calma el legado de Evo Morales, que suelta las riendas de control del partido, pasando, de alguna manera, a segundo plano.

Dieciséis candidatos se enfrentaron en la primera vuelta celebrada en Ecuador en febrero, en la que la participación se alzó hasta 81% del censo. Los dos candidatos más votados concentraron poco más de 52% y entre el segundo y el tercero el recuento oficial señaló una exigua diferencia de 30 000 votos, que fue impugnada por el candidato de una coalición suscitada alrededor del partido indígena Pachakutik, Yaku Pérez. Andrés Arauz, depositario del capital político de Rafael Correa, imposibilitado para ser candidato y huido de la justicia ecuatoriana, se enfrentó y perdió en una segunda vuelta el 11 de abril al banquero guayaquileño y varias veces candidato Guillermo Lasso. Este, quien pasó a la segunda vuelta con 19.74% del sufragio, obtuvo la presidencia con 52.36% de los votos, en una jornada en que 18% del electorado anuló su voto o votó en blanco. Con ello, el errático gobierno de Lenin Moreno, delfín inicial de Correa, pasará a la historia como uno de los más irrelevantes. En cuanto a las elecciones legislativas, Ecuador volverá a tener una asamblea muy fragmentada, como sucedió desde 1979 y hasta el afianzamiento del correísmo.

El 11 de abril, además de Ecuador, Perú celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales, en las que volvieron a concurrir un número récord de candidatos, confirmando que la política en el país alcanza unas altas cotas de individualismo y que las preferencias de la ciudadanía se van construyendo de manera artesanal a partir de una gran indefinición del electorado una vez que implosionó el sistema de partidos (Meléndez, 2020). En estas elecciones, el fraccionamiento del voto fue tan elevado que las dos opciones que compitieron por la presidencia obtuvieron 19.14% y 13.36% respectivamente; quedaron en primer lugar el líder sindical magisterial Pedro Castillo y en segundo Keiko Fujimori, quien participa en política desde 1994, cuando fungió como primera dama en el último mandato de su padre, Alberto Fujimori.

De relevancia menor, las elecciones primarias que han vivido los partidos hondureños para elegir las candidaturas que concurrirán en los comicios del 28 de noviembre por su muy baja participación han puesto de relieve el desgaste que sufren los dos partidos tradicionales (Nacional y Liberal), así como LIBRE, que intenta capitalizar el descontento en la última década.

Finalmente, Chile tendrá comicios para alcaldes, concejales, gobernadores y constituyentes. La mira también estará puesta en las elecciones presidenciales del 21 de noviembre, en las que el presidente Sebastián Piñera no será candidato. Inicialmente previstas para el 11 de abril, se pospusieron por el recrudecimiento de la pandemia.

Cada una de estas citas supone, en cierta manera, una evaluación retrospectiva de la actuación de la clase política, en especial de todos los incumbentes que buscan la reelección: el grado de su competencia y el tipo de liderazgo desarrollado son aspectos fundamentales que considerar. Ello igualmente debe tomarse en cuenta para evaluar los resultados de las legislativas de medio periodo presidencial en México el 6 de junio y en Argentina en septiembre de 2021.

El riesgo radica en el potencial autoritario que hayan podido desplegar los mandatarios en los meses de pandemia, en los que el activismo de muchos líderes ha sido destacado (Alcántara Sáez, 2020c). Como se señala, hay presidentes que durante la crisis han incrementado mucho su capital político y pueden estar dispuestos a usarlo de manera indiscriminada en beneficio propio. Además, la combinación de los efectos de la crisis económica con el vaciamiento de las arcas del Estado y con el deterioro de la representación da alas a la consolidación o a la aparición de propuestas con sesgos autoritarios en la más pura tradición regional. Como siempre, cuando las cosas se complican, es fácil retomar fórmulas tradicionales, y en América Latina el caudillismo mesiánico y el populismo lo son. De esta forma, en la arena democrática, los liderazgos de América Latina afrontan la prueba más dura de los últimos 30-40 años (Reid, 2020). En este sentido, y como pista de la situación, los datos para enero-febrero de 2021 evidenciaban el profundo deterioro sufrido por parte de los presidentes latinoamericanos:6 solamente cinco de ellos mantenían un saldo positivo en las preferencias de la ciudadanía (Nayib Bukele, con 83% de imagen positiva; Luis Abinader, 68%; Andrés Manuel López Obrador, 60%; Luis Arce, 58%; Luis Lacalle, 55%); en el lado negativo se encontraba el resto (Alberto Fernández, 44%; Iván Duque y Francisco Sagasti, 37%; Laurentino Cortizo, 36%; Daniel Ortega, 35%; Jair Bolsonaro, 33%; Juan Orlando Hernández, 31%; Alejandro Giammattei, 27%; Carlos Alvarado, 24%; Sebastián Piñera, 19%, y Lenin Moreno, 8%).

Pero hay una segunda faceta de la política, además de la electoral, que tiene que ver con el funcionamiento del Estado de derecho y, más en concreto, con el papel que viene desempeñando en los últimos años la justicia en América Latina. Al hecho de lo insólito que resulta contar con un alto número de miembros del Ejecutivo sentenciados por diversos delitos, o bajo procesos penales, o incluso fugados de la justicia, se une la denuncia de la denominada práctica del lawfare, popularizada por el frente que constituyó el bolivarianismo. Según esta, hay una intencionalidad política conservadora (reaccionaria) en el uso de mecanismos judiciales para contravenir la actuación de los poderes determinados por la voluntad popular mayoritaria. Así, Cristina Fernández, que sería el caso más citado, aunque también Rafael Correa, sufrirían una persecución política desde los tribunales.

A lo largo del primer trimestre de 2021, los tribunales han tenido una notable intervención en la arena política de muchos países, con decisiones que definen el terreno de juego para los próximos tiempos y que marcan el pasado reciente. Hay al menos siete casos nacionales que vale la pena traer a colación.

Por la importancia del país y por redefinir la liza política ante los comicios de 2022, debe destacarse la anulación por parte de un juez de la Corte Suprema brasileña de las cuatro sentencias dictadas por la justicia federal del estado de Paraná (a cargo del entonces juez Sergio Moro, luego ministro con Jair Bolsonaro) vinculadas con la operación anticorrupción Lava Jato contra Luis Inácio Da Silva, Lula. Se señala la falta de competencia que supone una revisión a fondo del proceso, pero es asimismo prueba de la permanente presencia del Estado de derecho con sus salvaguardas a la vez que sus inconsistencias. También abre una oportunidad a la izquierda y al centro-izquierda de concurrir con éxito a la cita electoral.

El contencioso, cuando no desafío, de Andrés Manuel López Obrador con el Poder Judicial al que pide investigar al juez que frena la reforma eléctrica, supone un intento de violación de la autonomía de los jueces en México. Por otro lado, Arturo Zaldívar, presidente de la Suprema Corte de Justicia de México, ha visto cómo el Senado ha prorrogado su mandato por dos años, una decisión denunciada por la oposición como inconstitucional y que ha vuelto a evidenciar la injerencia del oficialismo en el ámbito del Poder Judicial. La Constitución establece que el plazo máximo para el presidente de la Corte es de cuatro años, sin posibilidad de reelección inmediatamente posterior. El Consejo de la Judicatura Federal, que es el órgano de gobierno de los jueces, ha insistido en que ni ha elaborado ni ha solicitado la medida.

Por otra parte, en Colombia, frente a una Corte Suprema perspicaz, la Fiscalía General debe definir si acusa al ex presidente Álvaro Uribe por el caso de manipulación de testigos que ya lo mantuvo más de dos meses en detención domiciliaria. En Argentina, la tensión entre la presidencia y los tribunales se agudiza una vez más y en ese contexto Alberto Fernández ha movido ficha al nombrar al diputado kirchnerista Martín Sosa como ministro de Justicia. De esta manera se redefine la permanente confrontación existente tras el mensaje al Congreso en la inauguración del curso político de aquel contra el poder judicial. En la vecina Bolivia, una jueza ha dictado cuatro meses de prisión preventiva para la ex presidenta Jeanine Áñez, acusada de “sedición y terrorismo” por los sucesos que condujeron a la salida anticipada de Evo Morales del poder. En lo que parece un ajuste de cuentas desde el gobierno de Luis Arce, también se dictaron órdenes de aprehensión contra cinco ex ministros.

Por último, deben considerarse en un contexto diferente dos países cuyo ejercicio de la justicia vino acompañado de un inédito (y fallido) proceso de cooperación internacional para tratar de superar la cooptación de aquella por parte del crimen organizado. En el primero, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), amparada por Naciones Unidas, realizó una labor encomiable durante 13 años contra la corrupción sistémica enquistada en el Estado y en diferentes sectores de la sociedad. En el segundo, se articuló en 2016, bajo la tutela de la Organización de Estados Americanos (OEA), la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad de Honduras (MACCIH).

La cicig fue disuelta a finales de 2019 por el gobierno del anterior presidente Jimmy Morales y la connivencia del nuevo, Alejandro Giammattei, mientras que la maccih funcionó hasta que en 2020 fue disuelta por el presidente Juan Orlando Hernández, quien ya había manipulado su reelección, así como el resultado electoral en su favor en 2017. En ambos países las decisiones de clausura recibieron el aplauso de redes político-económicas ilícitas, lo que evidencia cómo la precariedad del Estado mina cualquier base para el ejercicio de la justicia y aporta una peculiaridad al escenario descrito con respecto a los otros casos nacionales referidos. En Guatemala, el presidente acaba de cerrar la nueva composición de los 10 magistrados de la Corte de Constitucionalidad envuelto en una seria polémica por falta de transparencia; en Honduras, el presidente se enfrenta a serias acusaciones por narcotráfico desde tribunales en Estados Unidos.

De lo expuesto queda claro que el ciclo político posterior a la eclosión de la pandemia del Covid-19 va a tener un notable impacto en las democracias de la región. Entre las consecuencias políticas de la crisis sanitaria destacan cuatro elementos: 1) la preeminencia del poder ejecutivo frente al resto de instituciones; 2) la personalización de la política en detrimento de los partidos; 3) la judicialización política como herramienta para oponerse a los gobernantes; 4) la (aún) mayor relevancia de los medios de comunicación de masas, tanto los tradicionales como las redes sociales. Estos elementos suponen una concentración del poder en pocas instituciones y manos, y también una mayor conflictividad intra-institucional y mediática.

Así, es posible afirmar que la coyuntura crítica resultante de la crisis del Covid-19 ha generado sistemas políticos menos poliárquicos y más tensionados. En cualquier caso, está por ver si después del primer ciclo de la crisis sanitaria (marzo de 2020-febrero de 2021), marcado por la emergencia, la excepcionalidad y la personalización, va a llegar un nuevo periodo que demande una lógica política más centrada en la capacidad administrativa y gerencial del Estado para hacer frente al reto de la vacunación y la recuperación económica.

 

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