Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Diego Bautista Páez*

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*Doctorante en Historia Moderna y Contemporánea. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Temas de especialización: historia social; historia conceptual y de las ideas, sociología histórica, historia de las izquierdas y sus intelectuales, teoría crítica y movimientos sociales. Nota del autor: “Sin la primera introducción al oficio del historiador como científico y su teoría de las pruebas por parte de la doctora Marialba Pastor Llaneza, estas reflexiones no hubieran sido posibles. A ella dedico este texto. Una redacción inicial se realizó en el curso doctoral de Teoría de la Historia, del doctor Rodrigo Laguarda, en el programa de Doctorado en Historia Moderna y Contemporánea del Instituto Mora. El presente ensayo se pensó y escribió antes de la pandemia ocasionada por el sars cov-2. El diagnóstico sobre las noticias falsas que en algunos casos aún se presentaba en latencia se ha profundizado a la misma velocidad que otros cambios de gran calado en este momento histórico. Sostengo que retomar y actualizar la operación historiográfica como vacuna contra las fake news es más urgente hoy que ayer”.

 

El 22 de enero de 2017, la portavoz del gobierno estadounidense, Kellyanne Conway, esgrimió alternative facts (hechos alternativos) sobre el número de personas que acudieron a la toma de posesión de Donald Trump en comparación con los reunidos por Barack Obama en 2009 (bbc Mundo, 2017). Aunque los apelativos de hechos alternativos y fake news (noticias falsas) no surgieron con esa declaración, ésta sí sintetiza su función en el espacio público contemporáneo: falsificar o tergiversar hechos con fines de manipulación. La era de la posverdad se basa en una cultura política global que prioriza los efectos inmediatos, la circulación acelerada de los discursos y la exaltación de los sentimientos (muchas veces de odio y miedo por encima de otros) para conseguir resultados. Podemos afirmar que la asimilación de estas prácticas en las elecciones presidenciales del todavía hegemon mundial se instaló como factor fundamental para dirigir los acontecimientos desde ese momento.1

Hoy en día, la conjunción de esta serie de discursos alejados o contrarios a lo que acontece es uno de los grandes problemas a nivel internacional; esgrimir noticias falsas o argüir “hechos alternativos”, se ha vuelto cotidiano en la política en todo el mundo.2 Estas prácticas inundan en la actualidad los sistemas de información y los discursos políticos con resultados altamente perjudiciales para sociedades y ciudadanos. Desde la declaratoria de guerras o ataques militares hasta la negación del cambio climático, las fake news se usan para manipular a las audiencias televisivas y virtuales.

Hemos podido constatar en estos años que, con mayores niveles de disputa en el espacio público, las fake news tienden a incrementarse sustancialmente. En 2016, año de la elección de Donald Trump como presidente y del referéndum en Gran Bretaña conocido como Brexit, “posverdad” fue declarada por el Oxford Dictionary como la palabra del año.

¿Cómo es que la mentira sistemática conquistó el espacio público? Un caudal de artículos y libros han aparecido en los últimos años al respecto. En el caso mexicano, sobre todo se ha explorado desde el periodismo y su relación con las redes sociales (entre otros, Ilades, 2018). Sin embargo, este interrogante no ha sido abordado del todo desde las ciencias sociales, y en específico desde la historia, que tiene —junto a la jurisprudencia— a las nociones de verdad y verosimilitud como ejes rectores de su quehacer investigativo.

El presente ensayo busca ahondar en las nuevas condiciones de producción y en las funciones que ejerce el discurso historiográfico hoy en día.3 Partimos de lo conceptualizado por Michel de Certeau como operación historiográfica;4 guardando las proporciones con lo realizado por el historiador jesuita, creemos que llevó a cabo un ejercicio de este tipo al dar cuenta de las nuevas condiciones y características de producción de la historiografía francesa en el marco del agotamiento de los treinta gloriosos y el mundo post 1968.

Para asir las trasformaciones de la práctica historiográfica en el siglo XXI, nos basamos en las tres funciones fundamentales de la historia: cognoscitiva, comunicativa y ética. Cada una de ellas será tratada en un apartado. En el primero daremos cuenta de las transformaciones en los espacios de enunciación (instituciones) del historiador; en el segundo, hablaremos del statu científico que la historiografía ostenta y de los ataques a los que actualmente se encuentra sometida; en el tercero, abordaremos su función ética, al reflexionar sobre el lugar de la crítica en el discurso historiográfico y su utilidad social en el presente. Concluiremos con algunas reflexiones sobre cómo combatir las noticias falsas. Todas estas reflexiones se darán a partir de un diálogo con los historiadores que han planteado las características, los espacios de enunciación y los límites del discurso historiográfico. Sin embargo, todo error u omisión será de manufactura propia.

 

Función cognoscitiva: la mutación precaria de los espacios de enunciación

¿De qué verdad hablamos dentro del discurso historiográfico? Este es nuestro punto de partida para entender la función cognoscitiva dentro de la operación historiográfica, es decir, dentro del proceso que lleva a cabo el investigador interesado en el pasado. Más allá de todo realismo ingenuo o materialismo referencial, la verdad se plantea en versiones más refinadas como un proceso de búsqueda de verdades acotadas de distintos tipos, que puedan arrojar verosimilitud sobre lo que ocurrió en el pasado y sus causales, como lo plantea Michele Tarruffo hablando de los procesos de verdad, verosimilitud y probabilidad como horizontes jurídicos:

En realidad, podría decirse que el proceso, al no ser una empresa científica o filosófica, no necesita de verdades absolutas, pudiéndose contentar con mucho menos, es decir, con verdades relativas de distintos tipos, pero suficientes para ofrecer una base razonablemente fundada a la decisión. En resumen: incluso si las verdades absolutas fueran posibles en abstracto, no serían necesarias en el proceso (Tarruffo, 2005: 169).

En esa medida, la intención y la institución determinarán sus procesos de verdad. La historia como disciplina está condicionada por la historia como dimensión de temporalidad. Es decir, la historiografía, al ser producto de un tiempo y un espacio de enunciación específicos, construye su discurso en ciertas condiciones que muchas veces son independientes de la voluntad de su creador; parafraseando a Marx, podríamos afirmar que el historiador produce conocimiento histórico en condiciones que no ha escogido. En esa medida, conocer las transformaciones de los lugares y los mecanismos de enunciación del discurso histórico resulta de relevancia para tener conciencia sobre sus características, alcances y límites en un momento determinado. Y, con ello, el lugar de la verdad como eje en el diseño de investigación, metodologías y objetivos.

En todo momento, el discurso historiográfico opera desde un lugar social específico que remite a ciertas características, tanto formales como naturalizadas por sus participantes.5 El lugar de enunciación de la historiografía implica más condicionantes de las que uno puede suponer en un primer momento. Como afirma De Certeau:

Toda investigación historiográfica se articula en una esfera de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un ámbito de elaboración que las determinaciones que le son propias circunscriben: una profesión liberal, un puesto de observación o enseñanza, una categoría de gente de letras, etc. Está, pues, sujeta a una serie de restricciones ligada a unos privilegios, arraigada en una particularidad. Es en función de este emplazamiento que se instauran unos métodos, que se precisa una topografía de intereses, que se organizan informes y cuestiones por plantear (De Certeau, 1994: 33).

Los lugares de enunciación donde se produce el discurso historiográfico han variado en características y estructuración. El carácter consensuado y público de la producción histórica, afirmado por David Lowenthal (1998: 312), los hace altamente dinámicos, pero a la vez anclados a tradiciones y prácticas que dotan de sentido a las comunidades de investigación que conforman sus instituciones. En la modernidad industrial, decididamente desde el siglo XIX, la institución por antonomasia productora del conocimiento histórico es la universidad.

El cientificismo alemán de Leopold von Ranke generó legitimidad y un manejo riguroso de la fuente histórica, a partir del cotejo con los archivos estatales en seminarios especializados.6 Esta transformación tuvo consecuencias cognitivas y epistemológicas fuertes para el discurso histórico, importantes transformaciones institucionales que el denominado “siglo de la historia” trajo consigo. Si bien mucho han cambiado las lógicas decimonónicas de la universidad, la historia ha permanecido como una disciplina legítima dentro del currículo universitario, aunque su lugar y sus mecanismos de producción sí se han transformado.

Mientras la filosofía de la historia del siglo XIX, desde Michelet hasta Hegel o Toynbee, tendió a justificar la constitución de los estados nacionales y la grandeza imperial a partir de nociones teleológicas de progreso, el conocimiento histórico producido en las universidades durante el siglo XIX priorizó describir, interpretar y explicar los acontecimientos. A propósito del 75 aniversario de la Universidad de California-Campus David, Eric Hobsbawm afirmó:

Aún menos se encuentra entre los propósitos de dicho análisis [histórico] el de descubrir o idear posibles formas de justificar las esperanzas —o miedos— que alberguemos con respecto al destino humano. La historia no es una escatología secular, al margen de que consideremos o no que su fin es un progreso universal interminable o una sociedad comunista o lo que fuere. Vemos en ella cosas que no nos puede proporcionar. Lo que sí puede hacer es mostrarnos las pautas y mecanismos del cambio histórico en general, y más concretamente los relativos a las transformaciones sufridas por las sociedades humanas durante [sic] los últimos siglos en los que los cambios se han generalizado y han aumentado de una manera espectacular. Esto, más que cualquier posible predicción o esperanza, es lo que tiene una relación más directa con la sociedad contemporánea y con su porvenir (Hobsbawm, 1998: 45).

Bajo esa consideración, el estudio de la temporalidad histórica es una herramienta útil para ver los cambios en las sociedades humanas, aunque huyendo del prejuicio de que todo cambio significa mejora —progreso lineal y acumulativo— y de la tentación de predicción que se le presenta al investigador. A lo más, la historia como campo de estudio y la historiografía como su producto escrito aportan una noción general de las tendencias y las formas del cambio a través del tiempo. Esta modificación de los fines del discurso histórico tuvo su complemento en la aparente neutralidad de las universidades y en el cada vez menor involucramiento directo de las ciencias sociales y las humanidades en la definición de políticas públicas y mecanismos directos de ejercicio del poder estatal. La transformación de la historia en el espacio público está directamente vinculada con los cambios en su función cognitiva.

Si el sistema universitario dentro del cual trabajaron y se consagraron De Certeau, Lowenthal y Hobsbawm veía en el discurso histórico un tipo de conocimiento reflexivo útil, desde hace por lo menos 30 años este tipo de legitimidad institucional se ha debilitado. Al margen de los cambios cognitivos que ha experimentado la disciplina, el discurso histórico ha perdido fuerza en su capacidad explicativa de los hechos del pasado y su conexión como fuente de crítica respecto a los grandes problemas del presente. Ello ha venido acompañado del oscurecimiento del conocimiento científico en general y el sistema universitario en particular. Joyce Appelby, Lynn Hunt y Margaret Jacob (2005) machacaron las tendencias que tomaron fuerza desde la década de los años setenta del siglo pasado, denominadas posmodernas, y que promovieron dichas perspectivas.

El posmodernismo hace problemática la creencia en el progreso, la periodización moderna de la historia y el individuo como conocedor y hacedor autosuficiente. La noción misma del yo individual, tan central tanto para la filosofía de la Ilustración sobre derechos humanos como para los relatos de los historiadores sobre el destino de Estados Unidos, se ve amenazada cuando los posmodernistas subrayan la inevitable fragmentación de la identidad personal (Appelby, Hunt y Jacob, 2005: 112).

Aunados a esta tendencia intelectual, en la vuelta del siglo, la disminución de presupuestos al sistema universitario, la desvinculación de la docencia con la investigación, la ausencia de jubilaciones dignas, los bajos salarios y el deterioro de la infraestructura de las universidades públicas en muchos países, han hecho al espacio de enunciación historiográfico una institución mucho más vulnerable y desprotegida en comparación con sus últimos dos siglos de existencia. Sobre todo, este esquema ha impactado en las generaciones más jóvenes de investigadores y estudiantes, quienes no vivieron el tránsito hacia la precarización de las universidades y carreras de investigación, sino que ya se insertaron de lleno en su deterioro.

La estructuración del sistema universitario está permeada por la lógica precaria.7 Si bien los recortes materiales y simbólicos no son exclusivos de las universidades y centros de investigación, pues afectan a todo el sistema educativo, sí son algo especialmente pernicioso para este circuito, pues la educación universitaria es el punto de unión entre la producción del conocimiento, la profesionalización de la disciplina y la conexión con el mundo laboral. Frente a estas circunstancias, las universidades han tenido que diseñar estrategias de sobrevivencia, las cuales van desde la venta de conocimiento a empresas y circuitos culturales hasta la construcción de formas meritocráticas que excluyen la remuneración económica por el trabajo de investigación y docencia. Las clases ad honorum, el pluriempleo de investigadores y docentes, el uso extensivo de becarios como fuerza de trabajo intensiva, el trabajo no remunerado de alumnos, contratos temporales y móviles para cátedras de investigación, son dinámicas extendidas en la universidad del siglo XXI.

La precariedad institucional provoca que la estratificación de las propias universidades y su acceso a recursos sean aún más cruciales y, por ende, aumenten las diferencias entre los centros de investigación públicos y privados, las universidades del norte global y las del sur, o los espacios que se dedican a la docencia en conjunto con la investigación o sólo a la investigación.8 Aunque estas diferencias nacieron con la creación de los circuitos universitarios dentro de la expansión colonial, ahora tienden a radicalizarse en sus esferas cognitivas, sin que las pautas de calidad y producción del conocimiento sean los estándares sobre los que se asientan. Como veremos al hablar de la función comunicativa y ética que implica toda operación historiográfica, el deterioro en el espacio social desde el cual se produce el conocimiento histórico es crucial para entender el debilitamiento en su capacidad de denuncia y construcción de alternativas frente a las noticias falsas y a la valoración social misma del sentido de verdad.

 

La función comunicativa hoy: narración y posverdad

Al igual que las instituciones generadoras del conocimiento científico, sus mecanismos y fines de legitimación también han sufrido grandes consecuencias desde su instauración como discurso secularizado. Si en el Renacimiento la historia era concebida como una disciplina principesca por su capacidad instructiva para militares y gobernantes, durante la Ilustración sufrió importantes trasformaciones. El discurso histórico sirvió como vehículo para organizar y legitimar la evolución y las ramificaciones del conocimiento riguroso sobre el pasado, como se planteó en el discurso preliminar de L’Encyclopédie (D’Alembert, 1961: 25-117).

La evolución de la disciplina —de la mano del proceso de consolidación de los Estados-nación europeos que referimos en el punto anterior— a lo largo del siglo XIX implicó su formación como conocimiento científico. Su estructuración y su capacidad comunicativa se basaron en abrazar el método de las ciencias naturales como el único válido para la auscultación del pasado, asumiendo en la fuente documental y su manejo heurístico la fórmula para dar cuenta de la realidad.9 Con el paso del tiempo, y frente a la atemperación del uso público de la historia y su profesionalización, la función cognitiva pasó a ser interpretativa, aunque, como ya mencionamos, sus mecanismos de validación permanecieron heredados de la crítica de fuentes científicas de Ranke y compañía. Esto también impactó en sus maneras de comunicar, como afirma De Certeau, al dar cuenta de las transformaciones del discurso histórico y debatir con la historia serial, en boga durante la década de los años setenta.

Asimismo, la relación con la realidad pasa a ser una relación entre los términos de la operación. […]. Los objetos que proponía a la investigación venían determinados en función de una operación que había que emprender (no de una realidad que alcanzar) y con relación a unos modelos existentes. Resultado de esta empresa, el “hecho” es la designación de una relación. El acontecimiento puede, asimismo, volver a hallar de este modo su definición de cesura. Verdad es que ya no corta la espesura de una realidad cuyo suelo nos sería visible a través de una transparencia del lenguaje o que sobrevendría fragmentariamente a la superficie de nuestro saber. Es, por entero, relativo a una combinatoria de series racionalmente aisladas y sirve para marcar, por turnos, los cruces, condiciones de posibilidad y límites de validez de la misma (De Certeau, 1994: 63; las cursivas son del autor.)

La aproximación interpretativa tomó aún mayor fuerza después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las corrientes que propugnaban por ver a la historia como una interpretación anclada en el presente tomaron fuerza a partir de su debate con las ortodoxias existentes. El sustrato teórico fuerte que esgrimieron para justificar el carácter interpretativo de la historia fue su base narrativa y el apego a ciertas estructuras literarias como modelos para la historiografía. El famoso estudio de Hayden White Metahistoria. La imaginación histórica durante el siglo XIX (1973), que liga las producciones historiográficas con modelos literarios (tragedia, comedia, épica y drama) y sus aproximaciones teóricas como formas metonímicas y figuras retóricas, fue un éxito en propagar estos postulados en su vertiente más radical de relativismo narrativo.

En Metahistoria subyace el argumento de que la narrativa es un metacódigo, así como la forma particular del discurso historiográfico.10 El “despertar epistémico” de las décadas de posguerra implicó examinar la naturaleza del conocimiento, poniendo énfasis en la interpretación particular, al asumir que el pasado no es cognoscible en sí mismo, sino de manera indirecta (a través de sus interpretaciones), fragmentaria y temporal.

En este breve recorrido por las transformaciones hasta la conceptualización narrativa del discurso histórico, podemos observar cómo ésta siempre ha orbitado en torno a sus mecanismos y alcances de referencialidad con el pasado, es decir, a su intento o no de construir una noción operativa de verdad.11 Frente a esta trayectoria, nuevas condiciones sociales emergieron para entender el lugar de la verdad y el método dentro de la operación historiográfica. Ni nuestro espacio de enunciación ni nuestra época son los de De Certeau; uno de los aspectos que nos separan es el valor social que la verdad y la verificación tienen en ambos horizontes de enunciación.

En el momento en que De Certeau, Hobsbawm o Paul Veyne12 escribieron, la operación historiográfica recaía en poder insertar los acontecimientos históricos en una serie de procesos de cambio y continuidad dentro de un marco temporal y, en esa medida, dotar de referencialidad y legitimidad al conocimiento producido por los historiadores. Hoy las circunstancias y la valoración del discurso histórico han cambiado.

La disciplina histórica se encuentra fuertemente avasallada por la transformación de la verdad como juicio cognitivo privilegiado. La generalización del concepto de posverdad o hechos alternativos pone en entredicho los fundamentos propios de la disciplina histórica. Si bien la búsqueda de una verdad objetiva y científicamente comprobable está lejos de los objetivos de los historiadores contemporáneos; la función cognitiva de verosimilitud o “relato verídico”, para hablar en los términos de Veyne, juega un papel crucial para dotar de sentido y legitimidad a la producción historiográfica en su función cognitiva. La relativización de la verdad, aunque es un proceso que desborda la disciplina histórica, se puede explicar por lo menos con dos transformaciones comunicativas vinculadas con ella.

1. La sobreproducción de información. Desde que Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos publicaron su manual positivista para la investigación histórica a principios del siglo xx, ya advertían que el problema de la sobreproducción de información era una novedad en los estudios históricos contemporáneos. Lo mismo hizo Michel de Certeau, más de medio siglo después, cuando también advirtió sobre los peligros de la falsificación del discurso histórico ante la conjunción con otras disciplinas y las tentaciones totalizadoras de ciertas aproximaciones.13 Paradójico es, para positivistas y hermeneutas, que la falsificación haya sido consecuencia de un descrédito generalizado de las ciencias sociales, la academia y los medios de comunicación.

2. La rápida circulación de la información. En esa medida, el argumento detrás de las reflexiones de De Certeau no estaba equivocado: la hiperaceleración de la vida y la conectividad digital han hecho que los términos de verdad (como referencia a una “realidad tangible”) sean puestos en duda. Por otro lado, el relajamiento de los estándares heurísticos heredados del cientificismo decimonónico, resiliente a las nociones interpretativas y las visiones narrativistas, tampoco ha contenido la idea de que la historiografía aspira a ser un relato verídico sobre el pasado. Tal vez el surgimiento de la posverdad y la hiperconectividad digital impliquen una mutación profunda en la que estamos inmersos; transitando hacia el cambio de un régimen de historicidad, tomando prestada la categoría de François Hartog, y su articulación como temporalidad (interrelación presente-pasado-futuro), distinto al de la modernidad industrial e ilustrada.

Los nuevos fenómenos como la posverdad ponen en entredicho el lugar del discurso historiográfico no sólo en su objetivo cognitivo, con sus bases metodológicas y epistemológicas, sino sobre todo en su capacidad comunicativa dentro del espacio público. Las nuevas tecnologías y la facilidad con la que producen discursos con fines más allá del conocimiento implican un reto mayor para la disciplina, no sólo en su función cognitiva y comunicativa, que hasta ahora apreciamos como desbordadas, también en la función ética de la operación historiográfica.

 

La historia y el futuro: la ética del historiador

Al ocuparse del análisis del pasado como una forma válida y productiva para el mejoramiento del presente, desde lugares de enunciación específicos —financiados la mayoría de veces por entidades públicas—, la historia, sin lugar a dudas, tiene una función ética. Si los procedimientos cognitivos son llevados de manera adecuada y con conciencia de la existencia de su reverso ético en el discurso histórico, ésta no tiene por qué determinar los resultados de investigación. Como lo planteó Edward Palmer Thompson, la valoración del historiador puede mantenerse en suspenso por un momento, para después reintegrarse a la investigación.

Pero no puedo terminar con este aditamento dando la impresión de que atribuir “sentido”, entendido como significación de valor, es motivo de lamentación, consecuencia de la fiabilidad humana. Creo que es más importante que eso. No me siento nada embarazado, cuando formulo los resultados de mi propia investigación histórica, por ofrecer juicios de valor sobre el pasado, ya sea abierta y activamente o bajo formas de ironías y apartes. Esto es correcto, por una parte, porque el historiador examina vidas y opciones individuales, y no sólo una sucesión (un proceso) histórica. Y si no surgen con igual fuerza tratándose de las opciones de personas individuales, cuyos actos e intenciones pueden ciertamente ser juzgados (como lo fueron por sus contemporáneos) dentro del contexto histórico debido y relevante.

Pero éste es sólo un caso especial en una cuestión más general. Sólo nosotros, los que ahora vivimos, podemos dar un sentido al pasado. Ahora bien, este pasado siempre ha sido, entre otras cosas, el resultado de un razonamiento sobre valores. Al recuperar ese proceso, al mostrar cómo aconteció realmente la secuencia causal, debemos hasta donde la disciplina lo permita mantener nuestros propios valores en suspenso. Pero una vez recuperada esta historia, quedamos en libertad para exponer nuestros juicios de valor (Thompson, 1981).

La condición relacional del presente con el pasado hace que la asignación de valores y construcción de sentido en el discurso histórico tenga repercusiones sociales. La selección y la asignación de sentido a los hechos históricos por parte del historiador destacan ciertos valores, actitudes, experiencias y causas que merecen ser rescatados y hasta extendidos en el presente o, por el contrario, que deben ser rechazados y erradicados de nuestras prácticas como especie. La función ética, en ese sentido, es la que conecta de manera más clara al historiador con la esfera pública y la sociedad, y por la cual es examinada cotidianamente nuestra labor por el resto de la población.14

La asunción de una postura frente a los hechos del pasado y el presente no implica suspender la función crítica del historiador, la cual Marc Bloch planteó tan bien en su estudio clásico sobre el quehacer del historiador.15 Por el contrario, explicitar que esta función existe es dar un paso adelante en la autoconciencia y ofrecer un relato verídico que explicite sus orígenes y fines. Yo no sé de psicoanálisis, pero creo que algo tiene que ver con este punto.

En la actualidad, no creo que la ética sea un elemento extraño a los departamentos de ciencias sociales y los institutos de investigación. Sin embargo, ésta ha tendido a tematizarse más que a problematizarse. Los estudios sobre el Holocausto o la memoria de las dictaduras latinoamericanas emergieron como campos de estudio preferentes en la historiografía; pero vemos menos intervenciones que en el discurso público alumbren sobre su génesis y desarrollos, ligándolos con las crisis de refugiados que azotan el mundo o la llegada al poder de pensamientos intolerantes, xenófobos y machistas en los mismos lugares. Asumir que la restricción a lo políticamente correcto está mayormente dictada por la universidad (precaria y desacreditada) y sus lógicas gremiales de reproducción, que por las preocupaciones éticas de sus miembros, es un punto de partida para explicar nuestra ausencia en el debate público actual.

El productivismo académico —acelerado por la precariedad institucional y personal— que se refleja en la necesidad de publicaciones constantes (siempre indexadas), asistencia a coloquios, participación en seminarios de investigación, traducciones, lobby académico, nuevas y novedosas investigaciones con “nuevos y novedosos enfoques y metodologías”, participación en comités académicos y científicos, hace que los estándares de calidad y éticos de los investigadores también se vean avasallados. Ahí están la diseminación del plagio entre colegas y la hipercompetencia con tráfico de influencias incluido, como resultados de esta aceleración de la vida académica

La función ética, como las otras dos funciones, se ha visto trastocada por las transformaciones cognoscitivas del discurso histórico en la vida pública. Si hace dos siglos los consejeros de jefes militares y consejeros de gobernantes eran iniciados en la historia, hoy se nos puede encontrar en proyectos sobre el patrimonio o en gestión de emprendimientos turísticos especializados. Si bien esto obedece a factores varios y fuera de nuestro control, es cierto que la evaporación del conocimiento histórico como un factor constitutivo de la ciudadanía ha sido una razón de peso detrás de este desplazamiento. Ello no implica una ausencia total de conciencia histórica dentro de la población —en esa situación, nuestros esfuerzos ya serían puro trabajo burocrático o simple recreo estético—, sino la conformación de esta conciencia por nuevas vías, como las series transmitidas por plataformas digitales, la publicidad vintage o la propaganda gubernamental. Lo que demuestra la proliferación de fake news es que, si el historiador del siglo XXI no defiende su producción de conocimiento como un relato verídico, otros tomarán la función ética, estética y cognitiva que ha cumplido hasta hace poco tiempo.

Hasta ahora hemos intentado aislar los elementos y trayectorias generales de las tres funciones de la operación historiográfica, con el objetivo de valorar su estado de salud hoy en día. Ya expuesta cada una, podemos dar una reflexión final de conjunto.

 

Transformaciones y desafíos en la era de la posverdad

Al corregir este texto me encuentro con la nota “Más de 2000 académicos e investigadores lanzan un manifiesto contra ‛las mentiras de Vox’” (Junquera, 2019), pues el partido de ultraderecha española, en el marco de las elecciones que se celebrarán en próximos días, utilizó estudios sociológicos y demográficos, sin contrastar, para asociar la migración con el alza de los índices de criminalidad y violaciones tumultuarias. La nota me hace sonreír y redireccionar el cierre con un tono esperanzado. Pareciese que ante los desbordamientos de la función cognitiva y comunicativa que experimenta la operación historiográfica en nuestros días, la función ética podría ayudarnos a rescatar a la disciplina en la era de la posverdad.

La operación historiográfica como producción de una investigación es validada como conocimiento a partir de tres funciones vitales: 1) la transmisión de afirmaciones sobre el pasado desde ciertos espacios de enunciación —instituciones— específicos (función comunicativa); 2) su confirmación como conocimiento válido y minucioso sobre los acontecimientos de los que habla (función cognitiva); 3) la construcción sobre el sentido de trascendencia de lo que se investiga y se escribe (función ética). En nuestros días, esta actividad reflexiva ha sufrido una transformación considerable, la cual se puede rastrear a partir de la modificación en los sentidos y en la importancia de cada una de sus funciones, arriba esbozadas.

Sin caer en la determinación del todo por la suma de sus partes, podemos afirmar que fenómenos como la precariedad, el desarrollo de perspectivas teóricas que rechazan el lugar de la verdad en la investigación, la diseminación de noticias falsas o la pérdida de relevancia del discurso histórico en la esfera pública, están vinculados con las transformaciones que ha tenido nuestro oficio. Ante los espacios de enunciación pauperizados, la aceleración de la producción académica, la fragmentación y el individualismo, hasta el plagio, se han vuelto males preocupantes entre los científicos. Estos fenómenos van en detrimento de la calidad de las investigaciones y tienen un efecto potenciado frente a las formas de negación de la realidad que abundan en el espacio público, gracias a su capacidad ideológica y alarmista.

Ante estas transformaciones, la operación historiográfica tiene importantes desafíos para su renovación. Tal vez hoy no sólo hace falta construir un discurso historiográfico crítico, sino que hay que presentarlo de tal manera que se vuelve trascendente para nuestra sociedad.16 Esto, lejos de ser un relajamiento de nuestros estándares metodológicos o teóricos, implica una vuelta de tuerca en lo que consideramos significativo para el conjunto de las ciencias sociales y las humanidades. Sin caer en las tentaciones de complacencia y autocomplacencia, tal vez un mecanismo práctico para llevarnos por este conjunto de peligrosas trasformaciones y retos profundos en la era de la posverdad sea voltear a ver qué problemas tiene la gente y darles un tratamiento histórico para, así, reinventar la operación historiográfica.

 

Bibliografía

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Hemerografía

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