Race and neoliberalism in Argentina and Uruguay
Dana Rosenzvit*
*Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y maestranda en Estudios Sociales Latinoamericanos por la misma institución. Becaria doctoral del Conicet con sede en el Instituto de América Latina y el Caribe; docente del Taller de Investigación de Sociología Histórica de América Latina, en ambos casos, en la Universidad de Buenos Aires. Temas de especialización: co-construcciones de raza y nación en América Latina y los procesos estatales de racialización. Lo expuesto en este trabajo es resultado de los avances realizados en el marco de la tesis de maestría de la autora, “Marco normativo internacional y políticas estatales para la población afrodescendiente en Argentina y Uruguay (1989-2015)”.
Resumen: A partir de 1989, las narrativas dominantes de las naciones argentina y uruguaya tuvieron un punto de inflexión, generando transformaciones en el vínculo entre el Estado-nación y las diversidades históricas racializadas en su interior. El objetivo de este trabajo es analizar comparativamente las políticas estatales implantadas por ambos Estados en relación con su población afrodescendiente, en el marco del hegemónico multiculturalismo global. Se busca dar cuenta de la forma en que se modeló estatalmente la co-construcción de raza y nación, en el interior de una correlación de fuerzas particular, según los fines gubernamentales y los sentidos históricos de cada nación.
Palabras clave: política estatal, afrodescendientes, Argentina, Uruguay, neoliberalismo.
Abstract: Since 1989, the dominant narratives about the Argentine and Uruguayan nations reached a turning point, generating transformations in the relationship between the nation-state and the racialized historical diversities that coexist within it. The aim of this paper is to analyze comparatively the official policies implemented by both states in relation to their Afro-descendant population within the framework of hegemonic global multiculturalism. The paper seeks to account for the way in which the co-construction of race and nation was modeled by the state, within a particular correlation of forces, by a combination of governmental purposes and the historical senses prevalent in each nation.
Keywords: state policy, afro-descendants, Argentina, Uruguay, neoliberalism.
La pregunta ovular de la que surge este artículo es: ¿de qué manera los estados-nació1 latinoamericanos administran y han administrado históricamente su diversidad interior y/o anterior? ¿En qué medida y bajo qué circunstancias reconocen no sólo el componente, sino incluso el carácter afrodescendiente de la nación? Frente a estos interrogantes, abogo aquí por un análisis de las trayectorias diferenciadas del tratamiento estatal argentino y uruguayo en un período histórico en que la tensión entre la desigualdad y la diferencia adquirió un tinte particular.
La elección de los casos de estudio busca hacer frente a las geografías de la negridad —categoría formulada por Eduardo Restrepo (2013) para el caso de Colombia y sus regiones—, según las cuales en América Latina hay ciertas zonas marcadas como “negras”, mientras que existen otras más bien “mestizas”, “indias” o “blancas”, entre las cuales se ubicaría a Argentina y Uruguay. Considerando que esta clasificación es el producto de operaciones e intervenciones estatales que ya llevan siglos funcionando y conformando cada ideal nacional, busco aquí dar cuenta de las tensiones y transformaciones recientes de los mitos de la homogeneidad blanca y europea de Argentina y Uruguay, impuesto por las narrativas dominantes (Geler, 2006; Andrews, 1989, 2011).
Al analizar procesos que tienen a la raza como centro gravitatorio, nos enfrentamos con la necesidad de elaborar una definición de esta, cuyo mayor requisito es evitar a toda costa su uso reproductivista de matriz colonial. Defino a la raza entonces como signo (Segato, 2007), efecto del proceso histórico de dominación y subalternización de los colectivos esclavizados durante la colonización europea, priorizando una lectura histórica, situada en el marco de la nación, considerando a esta última en tanto formación nacional de alteridad, resultado del proceso de producción y el trazado de líneas de fracturas continuadoras de las fronteras raciales coloniales (2007: 29) como resultado de la colonialidad del poder (Quijano, 2014). En esta clave, el análisis de la manera en que la raza se ha producido, reproducido y circulado en relación con las naciones latinoamericanas, será enmarcado en el interior de la categoría de “economía política de producción cultural” (Briones, 2005), categoría que implica que la producción y la reproducción de las formaciones nacionales de alteridad tienen como base articulaciones entre el sistema económico, la estructura social, las instituciones jurídico-políticas y los aparatos ideológicos. Es en el interior de esta categoría que me propongo pensar “la forma en que la distinción social de tipo racial provee medios que habilitan o disputan modos diferenciados de explotación económica y de incorporación política e ideológica de una fuerza de trabajo —no menos que de una ciudadanía— que se presupone y re-crea diferenciada” (2005: 16).2
Entiendo entonces a la raza como el “trazo de una historia en el sujeto, que le marca una posición y señala en él la gerencia de una desposesión, la presencia de un capital racial negativo” (Segato, 2007), efecto del proceso de racialización que distribuye y fija valor y significado (Segato, 2013) en el interior de una “performática histórica” (Lamborghini, Geler y Guzmán, 2017: 75) que ordena sujetos de manera jerárquica. Entender a la raza como signo implica hacer frente a la operación hegemónica y colonial por la cual se la fijó, como fuera de la historia, del cambio y de la intervención política (Hall, 2005) de manera esencialista y biologizante. En cambio, aquí, la raza pasa de ser “el punto ciego del discurso latinoamericano sobre la otredad” (Segato, 2013: 213) a ser percibida como, raza índice y camino, raza variable, en tanto trazo resabio, cambiante y viajero (2013: 217-218). En tanto signo, “su único valor sociológico radica en su capacidad para significar, y su sentido, que depende de una atribución social, debe ser leído en contexto histórica y espacialmente” (2013: 133), de forma dinámica y en relación con otros signos análogos, complementarios, y/o antagónicos, vínculos que también responden a las diversas coyunturas en cuestión.3
A estos efectos, se estudiará el tratamiento estatal para los afrodescendientes desarrollado por los gobiernos neoliberales de Argentina y Uruguay, en el marco del multiculturalismo global. Siguiendo a Oscar Oszlak y Guillermo O’Donnell (1995), utilizo la categoría “política estatal” para dar cuenta “del conjunto de acciones y omisiones que manifiestan una determinada modalidad de intervención del estado en relación con una cuestión que concita la atención, interés o movilización de otros actores de la sociedad civil” (1995: 112). Esta categoría permite, en primer lugar, caracterizar a la dicción y a la omisión como una forma de política estatal, siendo que, de hecho, esta última ha sido una de las formas principales en que ambos estados procesaron a lo afrodescendiente en el marco de la nación. En segundo lugar, la categoría planteada habilita una concepción de la política estatal en clave dinámica, heterogénea y a veces hasta contradictoria, carácter del que dará cuenta el periodo que aquí se analiza. Por último, se valora aquí el estudio relacional relacional de las políticas estatales, que en este trabajo se llevará a cabo en el interior de la concepción de “ciclo de política racial” (Sawyer, 2005), lo que supone tener en cuenta la articulación entre lo estatal, lo transnacional y los movimientos sociales, en tanto esferas de acción y significación en torno a lo racial.
Propongo entonces llevar a cabo un análisis de las políticas estatales de Argentina y Uruguay en el periodo c. 1989-2001, para analizar el proceso por el cual, finalizando la década de los años ochenta, se generó una superficie de posibilidad para la redefinición del significado legal y cultural de pertenecer a la nación, lo que implicó un momento extraordinario de renegociación de la relación entre los estados y las minorías étnicas (en muchos casos, numéricamente mayoritarias), dirigido por gobiernos de corte neoliberal en el marco del multiculturalismo global.
El multiculturalismo global
Caído el muro de Berlín, y con él la idea de enemigo externo que representaba para occidente, la mirada se volvió sobre las otredades internas que habitaban los propios estados-nación. En el marco del imperialismo estadounidense, la Guerra de los Balcanes funcionó como máximo exponente para que desde la academia norteamericana se predicara el “choque de civilizaciones” (Huntington, 2005). Siguiendo esta lógica, la politización de las
identidades dejaba atrás la lucha de clases. En este marco, las cuestiones étnico-raciales fueron incentivadas por organismos internacionales dirigidos por los países centrales o por capitales privados, delineándose así un “complejo transnacional” (Mato, 2004) o “un establishment transnacional de gobierno conformado por instituciones del poder imperial y del capital” (Lao Montes, 2018).
Según María José Becerra (2017), en 1990 inicia el momento formativo del multilateralismo complejo, que implica una nueva articulación entre las organizaciones de la sociedad civil y sus redes, el estado y los organismos internacionales, resultando en lo que James Ferguson y Akhil Gupta (2002) denominan “gubermentalidad transnacional”. En este primer momento que (según Becerra, 2017) dura hasta el año 20014 se sentaron las bases que caracterizan al multilateralismo complejo, como:
[una] relación no unidireccional en la que las fuerzas sociales transnacionales influyen a los estados por medio de la estructura mundial; las estructuras particulares del orden mundial ejercen influencia y condicionan sobre las formas que toman los estados; y las formas del Estado intervienen en el desarrollo de las fuerzas sociales por intermedio de las clases de dominación que ejercen (Becerra, 2017: 37).
En el interior de esta articulación de poderes, presiones e influencias —desiguales en cuanto a la fuerza relativa de los actores—, emergió una nueva clase de derechos de carácter cosmopolita. Éstos emanaron de la pertenencia al sistema internacional, pero fueron reconocidos y protegidos en cada estado-nación (Becerra, 2017; Van Cott, 2000; Banton, 2002).
El surgimiento y la consolidación de los derechos cosmopolitas, o derechos de tercera generación, trajo consigo nuevas prerrogativas y condiciones para gobernar (en) y pertenecer al sistema internacional post-guerra fría (Becerra, 2017; Loveman, 2014; Segato, 2007), en el interior del naciente “imperialismo moral de los derechos humanos” (Segato, 2007). En este marco, los nuevos derechos dirigidos a “minorías” contemplaban la protección de grupos históricamente subalternizados y dominados: mujeres, niños, migrantes, indígenas y afrodescendientes; estos últimos fueron tardíamente atendidos en el plano internacional, retrasando el ya de por sí postergado tratamiento a escala nacional. Así, el multiculturalismo, como paradigma global, transformó la relación entre los estados-nación latinoamericanos y sus poblaciones históricamente racializadas.
El tratamiento como “minorías” o “problemas”, o más bien “problemas de las minorías”, que el marco normativo internacional otorgó a poblaciones que han sido históricamente víctimas de una estructura social global racializada y racializante, da cuenta de la persistencia de la estructura en cuestión. Resulta menester analizar estos signos (minorías y problemas) a partir de su acentuación ideológica y pragmática (Delgado, 2015; Raiter, 2008; Voloshinov, 1992) en relación “con otros signos y determinados por un ‛horizonte social’ y grupos sociales y políticos delimitados que acentúan, direccionan, disputan y circulan el valor y sentido del signo” (Delgado, 2015: 67).
¿Qué implica el tratamiento en tanto minorías de las poblaciones indígenas y afrodescendientes que en sendos casos representan la mayoría numérica en los países latinoamericanos? En este tratamiento se atisba más bien un proceso de minorización, coherente con la histórica subalternización, impuesto ahora bajo la lógica de lo “políticamente correcto” desde los espacios de poder internacionales. En esta línea, son más bien los que ocupan estas posiciones privilegiadas quienes merecen el mote de “minoría”, en tanto representan una “élite que, objetivamente, a nivel mundial maltrata, desprecia y explota (y aquí agrego: legisla y administra) a la mayoría no blanca del planeta (Raiter, 2005: 6). El signo de “problema” da cuenta de la misma operación, en tanto adjudica la conflictividad a las poblaciones históricamente subalternizadas, al tiempo que oculta el verdadero problema de fondo: una desigualdad social basada en la raza, que a fuerza de violencias se ha vuelto estructural a nivel global.
En esta clave, el multiculturalismo, como redefinición jurídica y programática del carácter de los estados nacionales postcoloniales —en nuestro caso latinoamericanos—, implicó nuevas estrategias y políticas adoptadas para gobernar o administrar los “problemas” de la diversidad y la multiplicidad, sin transformar la asimetría de las relaciones raciales.
El tiempo y la forma de la sedimentación (Rappaport, 2003), operativización (Briones, 2005) o territorialización (Mato, 2004) del proceso global de “puesta en valor de la diversidad” en Argentina y Uruguay respondieron a las particulares relaciones de fuerza históricas e imperantes en el interior de cada estado-nación. Si los regímenes de racialización y otrificación históricos se reprodujeron desde el periodo colonial, las coyunturas de transición democrática trajeron consigo una mutación en la “economía política de producción cultural” que debe ser leída en el marco de transformaciones en las correlaciones de fuerza internacionales y domésticas.
Transición y redefinición
Si alguna categoría sirve para caracterizar a la década de los años ochenta en Argentina y Uruguay, es la transición: de la dictadura a la democracia, de las crisis del estado-nación a la consolidación de los regímenes de gubernamentalidad neoliberales. Aunque algunos de estos procesos cuenten con fechas formales de inicio y finalización, sus efectos, derivas y remanencias permean todavía ambas sociedades hasta bien entrado el siglo XXI.
Así, aunque las dictaduras argentina y uruguaya hayan finalizado en 1983 y 1985, respectivamente, es recién en 1993 y 1989, de nuevo respectivamente, que la transición democrática se encuentra consolidada. En Uruguay, Waldo Ansaldi y Verónica Giordano (2012) ubican el fin de la transición en la asunción del presidente Luis Alberto Lacalle en 1990, con la aprobación de la Ley de Caducidad, a través de la cual se supera la tensión con los militares. En Argentina, la década de los años ochenta finalizó en el marco de una de las mayores crisis del estado-nación, en la cual convergieron levantamientos militares, la hiperinflación y la entrega adelantada del poder por parte del presidente Raúl Alfonsín, adalid de la flamante democracia. Sorteada esta crisis, Ansaldi y Giordano ubican el fin de la transición democrática con el Pacto de Olivos, en 1993, entre el presidente Carlos Saúl Menem y el saliente Alfonsín, con miras a la inminente reforma constitucional. En ambos casos el proceso de transición a la democracia “[estuvo basado en] una idea legitimadora y orientadora de la consolidación de la transición a un capitalismo profundizado” (Ansaldi, 2014: 18), a través de la cual se buscó “disfrazar la desigualdad social real con el manto de la igualdad política formal” (2014: 24). En ambos casos este desplazamiento entre desigualdad real e igualdad formal convergió perfectamente con el hegemónico multiculturalismo global.
La relación entre el multiculturalismo y los estados post-transicionales en Argentina y Uruguay se explica también a partir de la necesidad de dichos estados de sanear los efectos devastadores que las dictaduras militares habían producido sobre los mitos nacionales de ambas naciones. Según Carlos Gadea (2018), el relato de la excepcionalidad uruguaya se basó en la invención y reproducción de los cuatro mitos fundantes de la nación: el de la estabilidad; el de la hiper-integración cultural que la diferenciaba del resto de la región; el de la población con un alto nivel cultural en términos eurocentristas, y el de un estado democrático, a cuyo cargo estaba el mantenimiento de los tres anteriores. Así, en tanto el estado democrático y, por agregación, los partidos políticos se constituyeron en las instancias de la identidad uruguaya (Ferreira Makl, 2006: 9), la cruenta dictadura militar, que asoló al país durante 12 años, arrasó también con sus mitos y relatos fundacionales. El relato de la “excepcionalidad como continuum histórico de las instituciones políticas, donde todo fenómeno emergente de la sociedad se incorporaría por ‛agregación’ o ‛ampliación’ a la matriz original, sin, necesariamente, modificarla o cuestionarla” (Gaeda, 2018: 3), alcanzó así su toque de queda, que trajo consigo la (postergada) necesidad de cuestionar la matriz idiosincrática nacional.
Para el caso argentino, aunque las dictaduras militares habían sido parte integral de su historia política —en un país en el cual “el territorio fue convertido en un nexo comunitario, primordial y constitutivo, así como la historia de su defensa y conquista” (Geler, 2006: 145)—, la crueldad y el alcance de la última dictadura se llevaron consigo ciertos supuestos fundacionales de la nación. En primer lugar, el carácter regional de las dictaduras de las décadas de los años sesenta y setenta derribaba el relato de la excepcionalidad argentina, que por más diferente que se postulase había estado sumida en la misma crisis social que la gran mayoría de América Latina. Por otro lado, lo sangriento y salvaje del accionar militar había enfrentado a una ciudadanía, que se quería moderna, ilustrada y progresista, con la histórica función estatal de cazador de brujas medieval. Una matriz nacional configurada a través de la vigilancia activa de todos contra todos, en pos de borrar las particularidades étnicas (Segato, 2007), había dado lugar a una sociedad de cómplices y clandestinos, en la cual la ciudadanía no implicaba derechos, ni la impuesta blanquidad garantizaba la supervivencia. Después de la última dictadura militar y de las consecuentes crisis del estado-nación, aparecía como impostergable la reatadura de la relación entre el estado-nación y sus ciudadanos, y la reconfiguración de sus espacios de interlocución. Según Ansaldi y Giordano (2012: 560), la crisis de 1989 fue una crisis de régimen, de gobierno y de patrón de acumulación, que precisó de un proceso de recomposición del sistema político.
La consolidación de los flamantes regímenes de dominación y patrones de acumulación necesitó el discurso de la democracia, como eje legítimo tanto en el plano doméstico nacional como en el internacional. En el primero, ambos países se encontraron frente a nuevas movilizaciones populares, que tras las derrotas militantes de los años anteriores buscaban nuevos lenguajes y demandas (Ferreira Makl, 2013; Segato, 2007) para interpelar a los estados-nación. Se explica así que en 1983, frente al “fracaso del proyecto fundacional” de base partitocrática, se haya desarrollado en Uruguay la concentración popular más grande de toda su historia política tras la consigna “Por un Uruguay democrático sin exclusiones” (Ansaldi y Giordano, 2012: 543). En Argentina, los movimientos por los derechos humanos que nacieron en el fuego de la dictadura militar se convertirían en referentes regionales e incluso internacionales, instalando discursos por los derechos11 humanos y la democracia. Así, las consignas en pos de derechos humanos, memoria y no exclusión, consolidaron el horizonte discursivo que funcionó como condición de posibilidad para el surgimiento de demandas indígenas y afrodescendientes, en una coyuntura privilegiada para interpelar al estado-nación y transformar su vínculo.
La necesidad de transformar este vínculo se presentaba de manera postergada pero prioritaria en relación con las poblaciones afrodescendientes, en tanto que ambas dictaduras militares las habían colocado en un lugar de víctima particular. En el caso uruguayo, durante la dictadura se habían llevado a cabo los desalojos forzados de los conventillos Ansina y Medio Mundo, históricos espacios afrodescendientes, no sólo de residencia sino también de comunalización, a través de reuniones, festejos y tradiciones, y especialmente del candombe (Andrews, 2011), lo cual, según Romero Rodríguez (2006: 158), implicó el “peor golpe asestado a la población afrouruguaya en todo el siglo XX”. En Argentina, la dictadura militar clausuró la Casa Suiza, también histórico centro de bailes y reuniones afrodescendientes, al tiempo que prohibió los tradicionales carnavales. Sin embargo, el trato diferencial fue menor en el caso argentino, en el cual la población afrodescendiente permanecía figurando para el estado como virtualmente inexistente. Así, en el tratamiento de las problemáticas de esta población, ambos estados post-transicionales encontraron una estructura de oportunidades para una pronta legitimación en clave rupturista.
Argentina y Uruguay en el ciclo de política racial multicultural
En tanto los siglos de exclusión y silenciamiento a los que fueron sometidas las poblaciones afrodescendientes en Argentina y Uruguay son entendidos como parte de un accionar estatal que peca por omisión y omite como programa, la transformación de esta política a partir de 1989 da cuenta de un nuevo ciclo de políticas raciales. En el periodo que va desde 1989 hasta 2001, las políticas y las tecnologías de la diferencia (Restrepo, 2013)5 llevadas a cabo por los gobiernos de turno habilitaron ciertas apariciones, al tiempo que (re)invisibilizaron otras, en una clave tan rupturista como continuista.
De acuerdo con Nancy Fraser (1995), la resolución de la injusticia debe ser estudiada a partir de dos polos analíticos, pero no antitéticos; ni siquiera propone un dilema entre dos polos analíticos, pero no antitéticos, en la resolución de la injusticia: el reconocimiento y la redistribución. La desigualdad causada por la raza, efecto de un proceso fundante y colonial de subalternización, explotación y dominación, precisa de un tratamiento que considere tanto el reconocimiento como la redistribución. Según la autora, la raza como constructo bivalente merece ser tratada desde ambas operatorias. En tanto que la función principal de la raza es traducir la desigualdad social en desigualdad biológica, se hace menester reparar sus efectos en la estructura económico-política a la cual su existencia es funcional, en una clave de redistribución. En el mismo sentido, para poder redistribuir es indispensable, primero, reconocer la estructura racial imperante y su reproducción a través del racismo, lo cual implica reconocer también los procesos de invisibilización y subalternización operados a través de la raza, y redistribuir justamente el reconocimiento merecido a sus víctimas.
Por otro lado, y en el marco de las demandas y políticas de matriz étnica del multiculturalismo, aparece como insoslayable que, frente al proceso de racialización, desarraigo y esclavización al que fueron sometidas las poblaciones afrodescendientes, éstas protegieron e inventaron tradiciones ancestrales y prácticas de resistencia contrahegemónica a través del lenguaje, las artes, la religión y hasta el territorio (Ferreira Makl, 2013; Frigerio, 2000; Grüner, 2010). Estas prácticas deben ser reconocidas legítimamente bajo el marco de la diversidad cultural, sin por ello encubrir la diferencia colonial (Mignolo, 2000; Walsh, 2007) que las sostiene. Así reconocimiento y redistribución resultan imprescindibles a la hora de responder a la injusticia social a la que se enfrentan las poblaciones afrodescendientes en Argentina y Uruguay, generando que toda política que responda únicamente a uno de los dos polos sea tan necesaria como parcial.
En la última década del siglo XX, la articulación entre los movimientos sociales, los organismos internacionales y las crisis de los estados-nación latinoamericanos inauguró “el ciclo de constitucionalismo pluricultural”, caracterizado por afirmar el derecho a la identidad y la diversidad cultural, al tiempo que desarrolla los conceptos de “nación multiétnica o multicultural” y de “estado pluricultural” (Yrigoyen Fajardo, 2011: 142). El proceso de juridización a nivel constituciónal de la diferencia étnica y racial, especialmente referida a las poblaciones indígenas, resultó en 16 reformas constitucionales6 en América Latina, entre las cuales la uruguaya representa una excepción a nivel regional. De acuerdo con Donna van Cott (2002), Uruguay “es el único país que no atravesó un proceso de juridización y reconocimiento de derechos especiales a las poblaciones indígenas”, lo cual se corresponde con su formación nacional de alteridad (Segato, 2007), íntimamente alterofóbica, dentro de la cual, todavía hoy, se niega la existencia de poblaciones indígenas (Rodríguez, Magalhães de Carvalho y Michelena, 2018). A contramano regional, la constitución uruguaya está vigente desde 1967, aunque ha sido enmendada cuatro veces desde entonces, dando cuenta de la cultura política nacional que “sacraliza a las instituciones y a sus valores coadyuvantes” (Gadea, 2018: 2).
La reforma constitucional de Argentina de 1994 es incluida por Raquel Yrigoyen Fajardo (2011) en el ciclo de constitucionalismo pluricultural, en tanto reconoce a la “ciudadanía indígena diferenciada, con derechos especiales” (Briones, 2002; Carrasco, 2000). Sin embargo, la carta magna mantiene vigente el monoculturalismo nacional, y no reconoce de ningún modo a la población afrodescendiente nacional.
Como efecto de la reforma constitucional y en el marco de la lucha internacional contra el racismo, se creó el Instituto Nacional Contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi); así y todo, durante la primer década de su funcionamiento su actividad fue limitada y no afectó directamente a la población (Ottenheimer y Zubrzycki, 2011: 3). En la misma línea se aprobó en 1998 la Ley Antidiscriminatoria, que penaliza la persecución o el odio racial contra una persona o grupo de personas por causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas, aprobada en el marco de la creación del Inadi, y como efecto de la incorporación nacional de la lucha global contra la discriminación. Sin embargo, en el mismo año de su aprobación, la Ciudad de Buenos Aires fue testigo del asesinato policial del militante afrouruguayo José “Delfín” Acosta Martínez, quien formaba parte del incipiente movimiento afrodescendiente en Argentina.7 La ausencia de un accionar oficial para aclarar el crimen funciona como una muestra de la territorialización argentina del paradigma multicultural global en una clave meramente declaratoria.
En la misma coyuntura en que convivían el racismo policial, con el combate, también oficial, contra éste, el entonces presidente Carlos Menem manifestó en una universidad en Estados Unidos que “en Argentina no existen los negros; ese problema lo tiene Brasil” (en Ocoró Loango, 2018).
Mientras quien fuera presidente de Argentina durante la (casi) totalidad del ciclo de política racial multicultural no dudaba en calificar a los negros como problema, al tiempo que aseguraba su inexistencia nacional, en Uruguay el reconocimiento de lo afrodescendiente se hacía carne en sus militantes y organizaciones. En este caso, lo afrodescendiente, históricamente minimizado y subalternizado, había tenido su espacio de existencia como algo privado y dentro del folklore nacional, cuidadosamente custodiado para no impactar en el imaginario blanco y homogéneo de la nación. Lo que, sin embargo, jamás había ingresado ni como tema ni como problema en Uruguay, había sido el racismo, siempre negado a costas del mantenimiento del mito de la sobreintegración.
En 1993, y como respuesta a la ratificación de la normativa internacional de lucha contra la discriminación, se promulgó el artículo 149 Bis, que penaliza el odio, el desprecio y la violencia por color de piel, raza, religión, origen nacional o étnico. La promulgación de este artículo implica un reconocimiento oficial de la existencia del racismo en Uruguay, aunque mantiene vigente la negativa legalista y la interpretativa. Un reconocimiento contemporáneo con la vigencia del “color de piel” como único distintivo racial en los prontuarios policiales de identificación civil (Rodríguez, 2006: 161) que, en la coyuntura en cuestión, implica la única alusión diferenciada a las poblaciones afrodescendientes en cualquier división estatal; el único espacio de no omisión estatal en el Uruguay resulta tener clave de criminalización.
De cara a la contradictoria posición estatal frente a la población afrodescendiente, y aprovechando el peso relativo de fuerzas a nivel internacional, la Organización Mundo Afro (OMA) presentó en 1996 una denuncia frente al Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD) contra el estado uruguayo. La misma fue respondida con la demanda del Comité al estado de presentar datos fehacientes con respecto a la población en cuestión y su situación actual en Uruguay (Ferreira Makl, 2003). En esta exigencia convergían todos los organismos actuantes en la región al promediar la década de los años noventa (Loveman, 2014), especialmente la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial (BM), que en 1995 inauguraron el programa Todos Contamos en el marco de las políticas de alivio a la pobreza para minorías étnicas en América Latina (López, 2006). Así, en 1996, y por primera vez desde 1842, la Encuesta Continua de Hogares (ECH) de Uruguay incluyó un Módulo Raza, que identificaba, por autopercepción, a la población afrodescendiente y a la indígena (Ferreira Makl, 2008; López, 2005; Loveman, 2014), adelantándose significativamente al resto del Cono Sur (Buffa y Becerra, 2012). Argentina, en cambio, incluyó la variable étnico-racial en el censo nacional en el año 2001 para poblaciones indígenas, y en 2010 para afrodescendientes.
La inclusión de la población indígena y afrodescendiente en la ECH representó un reconocimiento oficial de las fracturas históricas y contemporáneas que sostienen a la mismidad uruguaya, en tanto que el ser contados en el censo nacional implica no sólo la contabilización, sino también la inclusión en el relato de la nación y el ser tenidos en cuenta, tres sentidos que valen no sólo a nivel doméstico, sino también a escala internacional. La convergencia de estos planos tomaría un peso determinante al conocerse los resultados arrojados por la ech de 1996, en los cuales se plasmaron nítidamente la discriminación y la desigualdad de la que eran objeto en Uruguay las poblaciones marcadas con la raza.
Para el caso de la población afrodescendiente, el informe final manifestaba que ésta constituía el 5.9% de la población, con altos índices de pobreza, desempleo, empleo precarizado, pluriempleo y falta de educación (Rodríguez, 2006: 166). En términos comparativos con la población blanca, ésta duplicaba la tasa de egresados universitarios, y en cuanto a la variación porcentual del ingreso, ésta iba de 82% a 40% según el grupo etario, siempre a costas de la raza negra (2006: 173), incluso en los casos de pensionistas o jubilados, y potenciándose en el caso de las mujeres negras, últimas en la escala social (2006).
Los resultados de la ECH pusieron sobre el tapete que la población afrodescendiente no sólo existía, sino que gran parte de ella seguía confinada a las mismas posiciones y ocupaciones del periodo colonial. Así, la inclusión del Módulo Raza, producto de la articulación local, estatal e internacional, hizo evidente que Uruguay no sólo no era blanco, sino que tampoco era moderno.
Las respuestas desde varios planos no se hicieron esperar. En 1997, la Administración de Educación Pública del Uruguay puso en funcionamiento los programas especiales extracurriculares, de “Revalorización de la cultura afro en el ámbito escolar” y “Visión afroamericana”, destinados a toda la población en edad escolar. Si, de acuerdo con Nicolás Guigou, consideramos que “la escuela es la máquina de hacer uruguayos, el verdadero bastión de la nación” (2000: 37), el surgimiento de estos programas —aun en su carácter extracurricular— representa un punto de inflexión en el relato de la nación producido y reproducido desde el estado.
El mismo año, y en la misma línea, el presidente Julio Sanguinetti y el intendente de Montevideo, Mariano Arana, inauguraron la muestra Los Afrouruguayos y su Historia. El presidente declaró, frente a los resultados de la ech: “Heredamos discriminaciones no oficialmente asumidas, pero reales en la vida social... Todo eso no es fácil de borrarlo en una sociedad, aun en un país tan igualitario como el nuestro” (Andrews: 2011: 537). Estas declaraciones dan cuenta de una posición ambigua frente a los mitos fundacionales de Uruguay, en tanto que, por un lado, el presidente reconoció oficialmente la discriminación históricamente negada, asumiendo el abandono estatal para enfrentarlo, y por el otro continuó reivindicando el carácter igualitario de Uruguay, dando cátedra de la negativa literal presentada por Rodríguez (2006) y del carácter contradictorio del paradigma multicultural neoliberal.
Según Elizabeth Jelin, el modelo neoliberal dificulta el planteamiento de demandas que impliquen dimensiones económicas, sin inhibir la movilización por derechos humanos contra la discriminación racial, ni la revisión de currículas escolares (Jelin, 1998: 405; traducción de Ferreira, 2013: 232). Esta dinámica se encuentra presente en el tratamiento estatal uruguayo que, frente a la evidencia de la desigualdad económica estructural en clave racial, respondió a través del reconocimiento del racismo y la incorporación de lo afro en la currícula escolar y en la muestra en cuestión, en una clave cultural, histórica y celebratoria, “sin plantear preguntas sobre los efectos del racismo, la estructura social racializada, y la trata atlántica, en la situación actual de la población afrodescendiente” (Rodríguez, 2006: 178).
Como efecto de la descentralización estatal neoliberal planteada en la constitución de 1994, se creó la Defensoría del Pueblo. Fruto de la Constitución de 1994, y como parte de la descentralización estatal neoliberal que ésta habilitó, surgió la Defensoría del Pueblo, cuya titular se convertiría, para fines de la década de 1990, en la “principal aliada de África Vive” (Lamborghini y Frigerio, 2010: 146), organización creada en 1999 con el objetivo de hacer frente al mito nacional de la inexistencia de afrodescendientes, defendido explícitamente por el presidente de la nación. En los siguientes años, y con el apoyo del bid y la fundación Kellogs, África Vive y la Defensoría del Pueblo trabajaron conjuntamente en pos de la visibilización de la población afrodescendiente en Argentina, en sintonía con la incipiente “narrativa multicultural” de la Ciudad de Buenos Aires (Frigerio y Lamborghini, 2009).
Los resultados de esta cooperación, que dio cuenta de la heterogeneidad de la política estatal e incluso reprodujo el paradigma multicultural en su afán celebratorio y contabilizador de minorías, fueron la organización de un baile en el histórico Shimmy Club, y un Censo sobre la comunidad afro en la Ciudad de Buenos Aires (Lamborghini y Frigerio, 2010). A pesar del carácter parcial y precario del censo —sobre todo si se compara con el uruguayo—, su realización “brindó un primer reconocimiento oficial a la existencia de afrodescendientes —no sólo inmigrantes, sino sobre todo argentinos— en la ciudad, asestando un golpe a su invisibilización” (Frigerio y Lamborghini, 2011: 27).
En 1999 la normativa internacional imperante se manifestó nítida e insoslayable en Uruguay, poniendo en jaque el imaginario integrador e igualitario de la nación cuando, frente a los resultados de la ECH, el CERD intervino directamente con un documento titulado “Preocupaciones urgentes para tomar en cuenta. 15 elementos de discriminación y racismo”. Tras interrogar al estado uruguayo en torno a los datos estadísticos que daban cuenta de la desigualdad y la marginación de las poblaciones afrodescendientes e indígenas, y valorar positivamente la reciente inclusión de programas educativos de la cultura afrouruguaya, el CERD instaba a informar sobre la situación política, económica y social de los grupos étnicos; profundizar la enseñanza en derechos humanos y en combate al racismo; establecer medidas de protección específica, en particular, de acción afirmativa; tomar medidas legislativas contra la discriminación racial; facilitar el acceso igualitario a las cortes y cuerpos administrativos para afrouruguayos e indígenas; establecer programas apuntados a las mujeres afrouruguayas, y presentar un informe actualizado en enero del año entrante. La intervención del CERD daba cuenta de que “la intimidad cultural de la nación” (Ferreira Makl, 2013: 226) yacía ahora bajo la óptica internacional.
El informe del CERD implicó “un golpe duro para un país con una tradición igualitaria tan fuerte como Uruguay” (Andrews, 2011: 206), impactando fuertemente en los medios de comunicación (Ferreira Makl, 2003) e interpelando al estado en su rol de gestor y garante de la vida social. Así, el flamante presidente Jorge Batlle Ibáñez se comprometió a trabajar conjuntamente con la oma de cara a la Conferencia de Durban, al tiempo que declaró:
[…] sería falso decir que aquí no hemos tenido problemas […]. Los hemos tenido entre nosotros, muchas veces, como consecuencia de nuestras diferentes posiciones sociales, de nuestras diferentes tendencias religiosas, de nuestras diferencias de orígenes étnicos. Decir que el Uruguay está libre de ese pecado sería mentirnos a nosotros mismos (Andrews, 2011: 210-211).
El reconocimiento oficial de las falacias que envolvían a la negación del racismo uruguayo representó un parteaguas en una política ya centenaria. El mismo daría inicio a un proceso de penetración institucional de lo afrodescendiente en Uruguay (Ferreira Makl, 2013) a partir del año 2000, marcado especialmente por la elección de Edgardo Ortuño como diputado suplente por el Frente Amplio, quien desde su campaña electoral reivindicó su carácter afrodescendiente; por la inauguración del Instituto Superior de Formación Afro, a cargo del presidente de la nación en el Edificio Libertad, en ese entonces sede del poder ejecutivo, y por la inclusión de la oma en la delegación oficial para viajar a la III Conferencia Mundial Contra el Racismo, la Discriminación y otras Formas Conexas de Intolerancia (CMCR) por parte del Ministerio de Relaciones Exteriores. Así, a través de la articulación entre el movimiento afrouruguayo, el estado-nación y los organismos internacionales actuantes en la región, Uruguay dio por finalizado el ciclo de política racial multicultural.
En Argentina, el fin de ciclo fue uno de los efectos de la crisis que atravesó el país entre 2001 y 2003, que impactó de lleno en el orden económico, social y político-institucional. En la bisagra entre el siglo XX y el siguiente, ambas naciones asistieron a las crisis del modelo neoliberal que se llevó consigo ciertos sentidos comunes e ideales de nación. Los gobiernos que asumieron la resolución de dichas crisis postularon explícitamente transformaciones en el vínculo entre el estado y sus ciudadanos, afectando directamente la posición de los y las afrodescendientes en el marco de la nación. En esta clave, aunque el multiculturalismo global atravesó un punto de inflexión durante la III CMCR, los sentidos que éste consolidó se mantuvieron vigentes, aun en un marco de gobiernos que se quisieron superadores del mismo y que incluso lograron quebrar su histórica relación con el neoliberalismo nacional e internacional. A pesar de que las políticas estatales para afrodescendientes implantadas en el siguiente ciclo representaron continuidades en clave multiculturalista,8 se sostiene aquí que el ciclo de política racial multicultural vio su ocaso en Argentina y Uruguay en el marco de las crisis de 2001-2003, y que incluso en el segundo caso el fin de ciclo ya se había perfilado de manera institucional durante 2000.
Conclusión: el multiculturalismo de las naciones “blancas”
Finalizada la década de los años ochenta, la convergencia entre “el imperialismo global de los derechos humanos” (Segato, 2007), en clave de reconocimiento y protección de minorías; el periodo de transición postdictaduras y de afianzamiento del patrón de acumulación neoliberal en América Latina; y la emergente estructura de oportunidades para nuevos vocabularios y moldes de acción política (Segato, 2007; Ferreira, 2013), inauguró el ciclo de política racial multicultural. En su interior, los recién afianzados regímenes de gobierno postularon la democracia como idea suprema, fuerza que legitima en el plano doméstico e internacional. Así, la articulación entre la puesta en valor global de la diversidad, la necedad de los estados latinoamericanos por mostrarse democráticos y respetuosos de la normativa internacional, y el accionar militante, destapó el manto de invisibilidad que cubría, desde hacía siglos, a las poblaciones indígenas y afrodescendientes.
En Argentina y Uruguay, este proceso devino en una visibilización de lo afrodescendiente, que resultó en el rasgamiento de sus mitos de origen, fundacionales y reproducidos durante casi dos siglos. En el marco de las crisis del estado-nación procedentes del fin de las dictaduras militares, el multiculturalismo surgió como narrativa privilegiada para reanudar el vínculo entre el estado y la población, ahora redefinida en términos de ciudadanía y derechos humanos. Así, siguiendo a Homi Bhabha (2010), la ciudadanía se convirtió en un espacio de lucha y negociación en cuanto los sujetos históricamente subalternizados devinieron agentes en busca de reconocimiento, al tiempo que, a través de la emergente gubernamentalidad (Foucault, 1991) neoliberal, los estados-nación buscaron redefinir a los sujetos gobernables (Comaroff y Comaroff, 2012). Los derechos y las prerrogativas de las poblaciones indígenas y afrodescendientes, en tanto “nuevos sujetos gobernables” o “nuevas maneras de ser gobernados”, respondieron especialmente a las co-construcciones de raza y nación particulares, resultado de la producción y reproducción de contingentes nacionales en tanto matrices de alteridades históricas (Briones, 2005).
Agustín Lao Montes define al multiculturalismo como:
[un] proyecto racial de carácter contradictorio en el cual se tendió a reducir lo racial a lo cultural, con el efecto de minimizar u obliterar la importancia del racismo como componente central y estructural, negando así la importancia de las formaciones raciales en el tejido social, y reduciendo el racismo a discriminación o prejuicios (Lao Montes, 2018: 250).
En esta clave, los estados argentino y uruguayo se embarcaron en la lucha global contra el racismo, así como en la celebración y “protección” de la diversidad, al tiempo que profundizaron la desigualdad a través del ajuste neoliberal. En ambos casos, la política neoliberal implicó la baja directa de salarios, el debilitamiento estatal en áreas sociales, la contrarreforma fiscal, la desregulación laboral, y la privatización de empresas (Falero Cirigliano, 2005: 107), procesos que, en tanto la estructura social nacional se sostiene históricamente sobre la pirámide racial de carácter colonial, afectaron “privilegiadamente” a las poblaciones marcadas por la raza.
Sin embargo, frente al multiculturalismo global, no todos los estados-nación actuaron de la misma manera, lo que evidencia que éstos no fueron meramente receptores del marco normativo internacional, sino que, en cambio, se apropiaron de éste selectivamente, traduciéndolo en vistas de su particular relación de fuerza, imperante e histórica, dentro y fuera de la nación, y de sus propios fines pragmáticos e ideológicos.
Entendiendo a la política estatal también desde la omisión y la significación, sostengo que en el ciclo de política racial multicultural, la política afrodescendiente de Argentina y Uruguay no presentó ni sistematicidad ni programaciones orgánicas (Leone, 2016: 21, para la política indigenista); en cambio, puede caracterizarse por el carácter heterogéneo de iniciativas gubernamentales puntuales, dispersas y hasta contradictorias. Sostengo que esta heterogeneidad es el resultado de la tensa articulación entre las formaciones nacionales de alteridad de ambas naciones —profundamente racializantes— y el accionar de gobiernos en busca de una legitimidad doméstica e internacional en clave multicultural, mas no redistributiva.
Dentro de la formación nacional de alteridad que es Uruguay, el ciclo de política racial multicultural habilitó el reconocimiento de la existencia de la población afrodescendiente en términos reales y culturalmente trascendentes, desbordando el paradigma de la privatización y la minorización demográfica. La contabilización en la ECH implicó el ser tenidos en cuenta en tanto colectivo racializado, interpelando al mito nacional de la integración igualitaria, y reconociendo finalmente el racismo uruguayo. Sin embargo, las respuestas estatales mantuvieron vigente el tratamiento culturalista de lo afrouruguayo, acreditado por el patrón multicultural global que priorizó la diversidad cultural por sobre la desigualdad histórica reproducida en clave racial, así como por una “etnización de la política del mismo movimiento afrouruguayo” (Ferreira Makl, 2013).
Aquí vale aclarar que frente a la negativa histórica uruguaya de reconocer la existencia de su población indígena (Rodríguez, Magalhaes de Carvalho y Michelena, 2018), la población afrodescendiente ocupó el espacio de la otredad nacional, lo cual, en un país que se quiere “hiperintegrado”, es igual a ocupar un no-lugar. Esta dinámica, que debe ser leída teniendo en cuenta el rol fundamental jugado por las instituciones estatales y las élites nacionales en la determinación de la habilitación de ciertos lugares para ciertos colectivos (Hooker, 2005: 305), sobredeterminó la posición de lo afrouruguayo en una clave culturalista y declaratoria. Así y todo, declarar lo siempre negado implica un proceso de visibilización y reconocimiento, parcial pero necesario para jugar cartas en cualquier asunto. En el juego de “verdad o consecuencia”, el estado uruguayo escogió decir, pero no actuar. Así y todo, en una clave más de continuidad que de ruptura, mintió otra vez: negó el lugar de la raza como componente estructural que históricamente ordena jerárquicamente a la sociedad uruguaya toda.
También en Argentina la formación nacional de alteridad modeló la dinámica particular en que se alternaron la ruptura y la continuidad. Los gobiernos argentinos de la década de los años noventa se mostraron comprometidos con la lucha internacional dominante a escala global, y sin embargo su postura no desbordó el hegemónico “mostrarse”. En la clasificación de contingentes poblacionales “en un continuum que va de “inapropiados inaceptables” a “subordinados tolerables” (Briones, 2005:16), el estado argentino “toleró” la otredad indígena, en tanto sus demandas se limitaran al plano cultural o del reconocimiento. Así, tanto Argentina como Uruguay habilitaron estatalmente la existencia de componentes étnicos en el interior de la nación, al precio de no alterar ni el “nosotros” nacional ni la estructura social racializada.
Mientras se reconoció y hasta se celebró a la diferencia cultural, la raza mantuvo su circulación en tanto signo de la desigualdad. En una coyuntura de empobrecimiento masivo, fueron cada vez más los sujetos que pasaron a formar parte de la base de la pirámide racial argentina. En la Argentina de los años noventa, el paradigma racial continuó tiñendo a las clases sociales,9 en tanto unos se creyeron europeos al precio de invisibilizar al resto entre la villa y el cartón.
En el ciclo de política racial multicultural, las políticas estatales de Argentina y Uruguay habilitaron espacios para procesar la alteridad bajo la forma de la diversidad, al tiempo que consolidaron una estructura de la desigualdad en clave racial. En ninguno de los dos casos la formación nacional de alteridad fue enfrentada a las estrategias de la suplementariedad por la cual agregar no supone sumar, sino alterar la articulación (Bhabha, 2010); por el contrario, lo afrodescendiente fue agregado sin fracturas en el espacio de la nación.
Con matices propios y trayectorias diferenciales, las políticas estatales de Argentina y Uruguay entre c. 1989-2001 fueron resultado de la convivencia entre el multiculturalismo cultural y el “neoliberalismo racial” (Lao Montes, 2018), ambos hegemónicos a nivel global. Desde los dos estados se declaró la adherencia al multiculturalismo pregonado a escala internacional, habilitando espacios nuevos de visibilización, al tiempo que altos funcionarios de ambas naciones declararon la inexistencia de su población afrodescendiente, profundizando la histórica invisibilización y dando cuenta de la persistencia de un sentido común nacional racista. A la lucha internacional contra el racismo, Argentina se sumó de forma institucional, aunque no dirigida a la población afrodescendiente, la que, en cambio, fue objeto de persecución y hostigamiento policial. Uruguay, por su lado, reconoció más tardíamente la existencia del racismo, y aunque no estableció programas para su combate, su reconocimiento fracturó uno de los mitos fundantes de la nación. Frente a las presiones de organismos y agencias internacionales (Loveman, 2014) —de tipo financiero y logístico con el movimiento afrodescendiente en el caso argentino, y de interpelación directa en cuanto al estado uruguayo—, ambos países rompieron con el más que centenario silenciamiento censal en torno a la población afrodescendiente: Argentina, de forma seminal, localizada y como parte de la acción militante, y Uruguay de manera estatal y con resultados insoslayables para la sociedad toda.
En ambos casos, las crisis del estado-nación funcionaron como condición de posibilidad para la apropiación y traducción nacional de la narrativa de la multiculturalidad global. El neoliberalismo como paradigma de civilización (Lao Montes, 2018) fue el marco privilegiado para el desarrollo del multiculturalismo a la uruguaya y a la argentina. Sin embargo, la crisis en que derivaría el modelo neoliberal en ambos países incluiría también a los respectivos gobiernos, regímenes y modelos de nación. La resolución de las crisis de 2001-2003 traería consigo nuevos relatos nacionales en los que lo afrodescendiente ocuparía un novedoso lugar, dentro de una nueva economía política de la diversidad cultural.
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Recibido: 21 de abril de 2019
Aceptado: 11 de noviembre de 2019