Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Democratic tension between freedom of expression and equity

María Marván Laborde*

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*Doctora por la New School for Social Research de Nueva York. Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: transición y consolidación de la democracia, temas electorales, derecho electoral, derecho de acceso a la información pública, protección de datos personales. Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, 04510, Coyoacán, Ciudad de México. Este artículo es parte del proyecto PAPIIT IN301020, Observatorio de Reformas Electorales de América Latina. Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, con la Organización de los Estados Americanos.

 

Resumen: Este artículo presenta una crítica al modelo de comunicación política del sistema electoral mexicano que intenta conseguir y mantener la equidad entre partidos políticos y candidatos en los procesos de campaña. El concepto de equidad utilizado es tan amplio, que se ha sacrificado la libertad de expresión en detrimento de la calidad de la democracia. Se propone liberalizar el modelo de comunicación y utilizar la competitividad del sistema electoral como medida
de equidad.

Palabras clave: elecciones, democracia, equidad, competitividad, libertad de expresión.

Abstract: This paper is a critical review of Mexico’s model of political communication in the electoral system; this model seeks to achieve and maintain equity among parties and candidates in campaign processes. The concept of equity used by this model is so broad, that it has sacrificed freedom of speech, in detriment of the quality of democracy. This paper proposes to liberalize this model of political communication and to use the competitiveness of the electoral system as the measure of equity.

Key words: elections, democracy, equity, competitiveness, freedom of speech.

 

 

En el último cuarto del siglo XX, muchos regímenes autoritarios transitaron a la democracia1 Por esta razón, abundaron los estudios dedicados a la definición teórica de la democracia desde la filosofía y la teoría política, así como estudios comparados de carácter empírico.2 De acuerdo con Ian Shapiro (2011), a finales de la Segunda Guerra Mundial sólo 19 países eran considerados democráticos; en 1974 había 36 países democráticos por 100 que no lo eran. Para 1996, la proporción era de 81 democracias por 79 no democracias (por primera vez en la historia de la humanidad, más de la mitad). En 2007 había 95 democracias frente a 67 no democracias.

La exitosa expansión de las democracias en el mundo ha cambiado las preguntas que animan a las ciencias sociales. En los albores de la llamada Tercera Ola, las preguntas más importantes se centraban en tratar de entender por qué suceden los procesos de transición. A medida que se establecieron un mayor número de regímenes democráticos, así fueran definidos en su conceptualización más elemental de una democracia procedimental, hubo mayor preocupación académica por medir la calidad de las mismas.

Los análisis comparativos que incluyen a las llamadas viejas democracias y a las de nuevo cuño se hacen a partir de ocho parámetros, llamados “las dimensiones de la democracia” (Diamond y Morlino, 2004: 219): 1) libertad; 2) estado de derecho; 3) rendición de cuentas3 vertical; 3) rendición de cuentas horizontal; 5) responsividad; 6) igualdad; 7) participación y 8) competitividad.

Es indispensable que en una democracia estén presentes los ocho elementos, pero también es imposible que todos ellos tengan el mismo nivel de perfeccionamiento. Cuando cualquiera mejora, se ve alterada la calidad de la democracia; sin embargo, “es imposible maximizar todas al mismo tiempo. En este sentido por lo menos, cada país democrático debe hacer una evaluación sobre qué clase de democracia quiere tener” (Diamond y Morlino, 2004). Fortalecer una de las dimensiones puede tener efectos negativos en otros elementos; políticos y legisladores deberían considerar los efectos no deseados de ciertas reformas legales.

Existe un amplio consenso en que el proceso de transición a la democracia mexicana empezó con la reforma político-electoral de 1977 y se forjó a partir de sucesivas reformas electorales; por el contrario, no hay acuerdo sobre la fecha de conclusión del proceso. Para algunos, la transición concluyó en 1996, cuando el Instituto Federal Electoral (IFE) adquirió plena autonomía; otros consideran que la alternancia en la presidencia de la República, en el año 2000, cerró el ciclo. Hay quien considera que el proceso no ha concluido, porque persisten ominosamente la desigualdad económico-social y la debilidad del estado de derecho.

El proceso de transición culminó con la alternancia presidencial (2000). Es momento de ocuparnos de la consolidación del régimen democrático en México; esto hace especialmente relevante entender en qué factores habría que centrar la atención si queremos elevar la calidad de la democracia mexicana.

Cuando se aprobó la reforma electoral de 1996, se pensó que las reglas aprobadas podrían cerrar el ciclo de reformas que hicieron posible la transición. Sin embargo, el conflicto postelectoral de 2006 exigió una nueva reforma de alcances muy profundos. La hipótesis central de este trabajo es que esa reforma buscaba mejorar la equidad y la competitividad, pero las medidas tomadas incidieron negativamente en la libertad de expresión. De acuerdo con Larry Diamond y Leonardo Morlino (2004), lo que se ganó en un aspecto en la calidad de la democracia mexicana, se perdió en otro.

Este trabajo tiene tres apartados, además de la introducción y las conclusiones. Primero se hace la defensa de la libertad de expresión y el pluralismo político como conditio sine qua non de la democracia; se afirma que el derecho a la información se ha desarrollado en México en las dos primeras décadas del siglo XXI, pero con una gran contradicción, que es la adopción del llamado modelo de comunicación política, en 2007-2008. En el segundo apartado se presentan los argumentos a favor de la redefinición del concepto de equidad en los procesos electorales, subordinándolo a un indicador más objetivo, la competitividad, y se sostiene que México tiene un sistema electoral competitivo en el que la frecuencia con la que ocurren
las alternancias puede ser considerada prueba empírica de la equidad. El tercer apartado establece qué entendemos por modelo de comunicación política, analiza las causas que le dieron origen y sostiene la tesis de por qué el modelo de comunicación política mexicano demerita la calidad de la democracia. A manera de conclusión, proponemos la conveniencia de transitar a un nuevo equilibrio que garantice el acceso a medios de comunicación electrónica como la radio y la televisión, pero que elimine restricciones a la libertad de expresión.

 

Pluralismo político y libertad de expresión, conditio sine qua non de la democracia

Como hemos visto, Diamond y Morlino (2004) identifican ocho dimensiones para medir la calidad de la democracia. El estado de derecho, la participación, la competencia y la rendición de cuentas vertical son relevantes, pero son meramente procedimentales, prácticamente sólo tienen que ver con reglas y prácticas electorales. Las siguientes tres dimensiones son sustantivas, tienen que ver con la forma de gobierno: rendición de cuentas horizontal, respeto a las libertades civiles y políticas y la implantación progresiva de la igualdad política, social y económica. La última dimensión, responsividad, es al mismo tiempo procedimental y sustantiva y está relacionada con la posibilidad de medir si las políticas públicas corresponden a las demandas ciudadanas (2004: 22; traducción propia).

Para analizar los efectos del modelo de comunicación política sobre la calidad de la democracia mexicana, solamente tomaremos en cuenta los indicadores involucrados directamente: competitividad del sistema electoral;4 participación de los ciudadanos, de los partidos políticos y de otros actores; libertad de expresión y de difusión de ideas, especialmente en las campañas electorales, y estado de derecho en el sentido estricto de igualdad frente a la ley.

Robert Alan Dahl (1971) considera que los derechos y las libertades políticas directamente relacionadas con el pluralismo político son: el derecho de asociación y organización; el derecho al sufragio activo y pasivo; el derecho a competir por el apoyo electoral; la libertad de pensamiento y expresión, y el acceso libre a fuentes alternativas de información.

La libertad de pensamiento y expresión, por un lado, y las fuentes alternativas de información accesibles, por el otro, son la esencia de lo que hoy llamamos derecho a la información; derecho fundamental reconocido en nuestra Constitución en los artículos sexto y séptimo. Estas libertades no se agotan en la política, sostienen la libertad de asociación y organización de los individuos, incluida la posibilidad de formar partidos políticos que compitan por el poder; el derecho al sufragio pasivo y activo; la posibilidad de hacer campañas políticas y la competencia electoral efectiva al menos entre dos opciones viables; la elecciones deben ser periódicas, justas, equitativas, y desarrollarse conforme a las reglas electorales previamente aprobadas, conocidas y aceptadas por todos los actores políticos.

Esta definición básica de poliarquía se complementa con las dimensiones de Diamond y Morlino para medir la calidad de la democracia. Sin derecho a la información, sin libertad de expresión, no existe pluralismo político. En el siglo XXI entendemos el derecho a la información de manera mucho más amplia que en el siglo XVIII. Estados Unidos (1791)5 y Francia (1789)6 fueron los dos primeros países en reconocer ambas libertades; son parte de la concepción democrática que reconoce el derecho de los ciudadanos a participar en el gobierno, impulsan la deliberación de los asuntos públicos, donde la opinión pública se convierte en un efectivo control sobre
los gobernantes.

Los derechos fundamentales no son estáticos, tienden a ampliar su significado e implicaciones.7 La Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (1948) profundizó su contenido. Ya no sólo se trata de tener la libertad de expresión y difusión del pensamiento; su artículo 19 dice: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras por cualquier medio de expresión”. Hay una ampliación de las libertades, ya no se limitan a la posibilidad de decir lo que uno piensa, libertad de expresión, y de propagarlo a través de la palabra impresa, libertad de imprenta; se incluye la libertad de buscar información, esto supone una concepción integral del individuo más allá de su capacidad de ser, en términos de las ciencias de la comunicación, receptor o emisor; los individuos tienen libertad de investigación y el Estado la obligación de no poner obstáculos a esa búsqueda de información. Cuando se incluye cualquier medio de expresión, la libertad de prensa queda transformada en libertad de difusión; se incluyó a la radio, posteriormente a la televisión, y actualmente a la Internet.

En México, la libertad de expresión y la de prensa siempre se concibieron como parte de las libertades políticas. De hecho, la Constitución de 1824 dice que el Congreso tiene la obligación de “proteger y arreglar la libertad política de imprenta de modo que jamás se pueda suspender su ejercicio y mucho menos abolirse en ninguno de los estados ni territorios de la Federación” (artículo 50, fracción III; citado por Orozco, 2009; énfasis añadido). La Constitución de 1857 separa la libertad de expresión de la libertad de prensa; ambas fueron defendidas con vehemencia y las restricciones que desde entonces se imponen a la libertad de expresión, “en el caso que ataque los derechos de terceros, provoque algún crimen o delito o perturbe el orden público”, fueron discutidas ampliamente. Los más liberales consideraron que “toda restricción a la manifestación de las ideas es inadmisible y contraria a la soberanía del pueblo” (Diario de Debates de 1856-1857, citado por López Ayllón, 2009: 142).

El proceso de transición a la democracia en México amplió la libertad de expresión y la transformó en lo que conocemos como el derecho a la información. Destacan tres aspectos importantes de las reformas al artículo 6º constitucional. El primero: la reforma del 6 de diciembre de 1977 estableció en el Estado la obligación de garantizar el derecho a la información, en aquel momento, limitado a garantizar a todos los partidos acceso a los medios de comunicación. El segundo: la inclusión del derecho de acceso a la información pública gubernamental, primero a nivel de ley (2002), y posteriormente en el texto constitucional (20 de julio de 2007 y 7 de febrero de 2014). Con esto se reconoció, hasta las últimas consecuencias, la libertad individual de buscar información del quehacer gubernamental, en la que el Estado no sólo no puede oponer resistencia, sino que además debe facilitar todos los medios para garantizar dicha libertad. El tercer aspecto fue la reforma de telecomunicaciones (11 de junio de 2013), que considera que es deber del Estado garantizar el acceso universal a las telecomunicaciones, lo que define como un servicio público indispensable para garantizar el derecho a la información y el pluralismo político; por ende, es obligación del Estado garantizar condiciones de competencia, calidad, pluralidad, cobertura universal, interconexión, convergencia, continuidad y acceso libre de injerencias arbitrarias (apartado B del artículo 6º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos). Fue la reforma de telecomunicaciones la que modificó, por primera vez desde 1917, el artículo 7º para transformar la libertad de prensa en libertad de difusión en un sentido mucho más amplio.

El derecho a la información en su expresión abstracta y normativa tiene un fuerte desarrollo constitucional en México, sobre todo en la última década; incluye las libertades de expresión y de difusión, pero no se agota en ellas; exige que el Estado no obstaculice a los individuos en el ejercicio pleno de este derecho; también impone al Estado obligaciones con el fin de que tome medidas para asegurar el acceso universal de los ciudadanos a fuentes plurales de información, y que establezca los procedimientos administrativos que permitan acceder a la información de cualquier ente gubernamental.

No es casualidad que el desarrollo del artículo 6º constitucional esté estrechamente ligado con las grandes reformas político-electorales. La apertura del sistema electoral en 1977 exigía que los medios de comunicación —fundamentalmente, pero no exclusivamente, la televisión— tuviesen la certeza de que no perderían la concesión por vender tiempo aire a las oposiciones, y que ni los noticieros ni los locutores serían castigados por dedicarles espacio y cubrir sus actividades. Sólo la alternancia del año 2000 puede explicar la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental (2002). La reforma electoral de 2007-2008 creó el modelo de comunicación política que quedó en el artículo 41 de la Constitución, y no en el sexto.

Sin embargo, ningún derecho es absoluto, son los otros derechos y libertades los que establecen sus márgenes y alcances. La libertad de expresión y difusión, como toda libertad fundamental, tiene límites que están asentados en el texto constitucional. Las limitaciones deben ser interpretadas de manera estricta, y cuando se aplican es necesario hacer una prueba de proporcionalidad, que exige la menor restricción posible para la consecución de los fines buscados. Especialmente después de 2011, cuando se reforma el artículo primero de la Constitución, que nos obliga a privilegiar la interpretación más favorable a la persona.

La libertad de expresión en México tiene las limitaciones constitucionales enunciadas en el propio artículo 6º (cuando su ejercicio ataque a la moral, los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público) y los artículos 7º (respeto a la vida privada, la moral y a la paz pública), 3º (interpretado a contrario sensu, la educación en México no podrá favorecer los privilegios de raza, religión, grupos, sexos o individuos ) y 130 (los ministros de culto no podrán en actos de culto o en publicaciones de carácter religioso, oponerse a leyes del país o sus instituciones). El artículo 41 constitucional establece dos restricciones en materia electoral (López Ayllón, 2009: 150).

En el siguiente apartado se analiza el concepto de equidad que debería circunscribirse a las condiciones de arranque parejo para asegurar la competencia, es decir, la posibilidad de derrotar al partido en el poder, gracias al financiamiento público, leyes justas y medios jurisdiccionales que permitan por igual tanto a las oposiciones como al partido en el poder defenderse de las decisiones de la autoridad y de los actos ilegales de los otros partidos y candidatos contendientes.

 

¿Por qué es necesario restringir el concepto de equidad en México?

De acuerdo con Diamond y Morlino (2004), no podemos hablar de democracia, ni siquiera de democracia procedimental, si no tenemos un sistema electoral jurídica y materialmente competitivo. En este sentido, entendemos que la equidad es un punto de partida en el que el Estado asume la obligación de crear y mantener condiciones que permitan competir efectivamente a los partidos.

A pesar de 40 años de reformas político-electorales, la demanda por la equidad persiste como una de las principales demandas de los partidos políticos; se ha convertido en razón y justificación de una buena proporción de impugnaciones y juicios durante los procesos electorales, especialmente al final del proceso, cuando el segundo lugar busca revertir los resultados de las urnas a través de sentencias de los tribunales.

Se puede afirmar que existe una verdadera competencia entre partidos cuando de manera efectiva hay incertidumbre por el resultado electoral, es decir, el partido en el poder necesita ser vencible, aunque no necesariamente vencido. Por ello, la frecuencia de las alternancias es un buen indicador de que nos encontramos frente a un sistema electoral competitivo.8

Para que el partido en el poder, el incumbent,9 sea vencido, es necesario asegurar el pluralismo como un valor del sistema. No sólo se tolera la existencia de la oposición, el Estado reconoce la necesidad de contar con un marco jurídico que proteja la existencia de al menos dos partidos que estén en condiciones de disputarse el poder a través de procesos electorales jurídicamente definidos, justos, legales y legítimos.

Equidad no es igualdad y tampoco es un fin en sí mismo. La equidad es un medio para asegurar que en el sistema electoral los partidos participen en una competencia efectiva y justa.

Para promover un arranque parejo, nivelar el terreno de juego o asegurar condiciones equitativas en la competencia electoral, la oecd [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos] considera que existen cuatro políticas fundamentales: 1) Equilibrio en el financiamiento público directo e indirecto. 2) Control sobre el financiamiento privado que reciben los partidos o candidatos. 3) Establecer límites a los gastos de campaña. 4) Establecer controles al abuso de los recursos del Estado diferentes al financiamiento público (oecd, 2014: 6; traducción propia).

Las reglas de los procesos electorales reconocen la fuerza desigual de los partidos que conforman el sistema a partir de diferencias objetivas. En un sistema electoral competitivo, las reglas no deben estar hechas para fortalecer a los partidos fuertes y poner obstáculos jurídicos y materiales que impidan a las oposiciones incrementar sus preferencias políticas. Deben garantizarse medios efectivos de defensa frente a los abusos de poder del incumbent y de las decisiones de la autoridad encargada de organizar las elecciones y contar los votos. También debe haber imparcialidad de la autoridad en el concepto de equidad (González Oropeza, 2017: 376-383).

En este sentido, es indispensable que los sistemas electorales democráticos generen condiciones de equidad, que claramente no son condiciones de igualdad. Se propone tratar de manera diferente a los desiguales para conseguir, en última instancia, que las oposiciones cuenten con los medios suficientes para que sea posible romper el statu quo.

El principio de equidad o de igualdad de oportunidades en las competiciones electorales es un principio característico de los sistemas democráticos contemporáneos en el que el acceso al poder se organiza a través de la competición entre las diferentes fuerzas políticas para obtener el voto de los electores. […] Es un principio con una relevancia especial en el momento electoral, ya que procura asegurar que quienes concurran a él estén situados en una línea desalida comparable (Delgado del Rincón, 2016: 315-316; subrayado propio).

Resultaría ilógico suponer que la igualdad de oportunidades supone generar condiciones idénticas a lo largo de todas y cada una de las etapas de la contienda; lo que es indispensable es que esté garantizado un trato igual frente a la ley, acceso a la justicia electoral y que todos los partidos y candidatos tengan las mismas exigencias en el cumplimiento de la ley.

Nuestro sistema electoral acepta condiciones diferenciadas con base en la fuerza electoral de los partidos para distribuir tanto el financiamiento como el acceso al tiempo-aire en radio y televisión. La fórmula de repartición es 30% igualitario y 70% acorde a los votos obtenidos en la última elección federal o local. Esta proporción no ha sido impugnada, por lo tanto, podemos afirmar que hasta ahora esta distribución nunca se ha considerado como causal de iniquidad.

La construcción de un sistema equitativo supone la creación de algunas prohibiciones para los competidores, es decir, tiene una dimensión negativa. También tiene una dimensión positiva, pues obliga a ciertos poderes públicos a tomar acciones para garantizar la competitividad del sistema de partidos. Es responsabilidad del Estado impedir a todos y cada uno de los competidores obtener alguna ventaja indebida sobre los demás en las contiendas electorales (Delgado del Rincón, 2016: 320).

El problema central, cuando nos referimos a los contenidos de la propaganda electoral y los dichos en los discursos de los candidatos, es definir a qué nos podemos referir por ventajas indebidas de los competidores. Si los actores políticos y las autoridades electorales confunden ventajas indebidas y actuaciones ilegítimas con hechos y conductas ilegales, se corre el riesgo de ampliar el concepto de equidad a tal punto que todo quepa en él y acabe perdiendo todo el sentido. Los tribunales electorales en México han sido muy poco consistentes para definir con claridad las fronteras entre las acciones legales y las ilegales. Con frecuencia hablan de ventajas indebidas o de acciones ilegítimas, que fundamentan alegando que se violentó el espíritu de la ley o que tal o cual dicho podría ser contrario a los principios constitucionales que se establecen en el artículo 41 de la Constitución. El ejemplo paradigmático de esta ampliación de las sanciones a través de los procesos jurisdiccionales es el SUP-RAP-17/2006, que es el precedente que en la reforma electoral de 2007 da lugar a la creación del Procedimiento Especial Sancionador.10 En este caso, la Sala Superior determinó que el Partido Revolucionario Institucional (pri) debería ser sancionado porque su propaganda de campaña no promovía los valores democráticos y denostaba a Andrés Manuel López Obrador, a la sazón candidato de la coalición Por el Bien de Todos. Es a partir de esta decisión que las autoridades electorales juzgan el contenido de lo que se dice y hace en campaña.

Es frecuente que esta ampliación de lo ilegal a lo ilegítimo y lo indebido esté empujada por impugnaciones que idean los contrincantes para contener el daño de sus opositores. Es difícil entender por qué los jueces no se cuestionan las intenciones del que impugna, a pesar de que muchas veces es éste quien consigue unas ventajas, acaso indebidas, a través de la vía jurisdiccional.

A veces pareciera que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) no toma en cuenta que las campañas políticas son un proceso de competencia por el poder y que, por definición, en una campaña electoral se ganan simpatizantes a costa de perjudicar a los demás contendientes. Para desequilibrar al oponente, hay que incluir en la propaganda elementos positivos de sí mismo y negativos de los otros. Si un anuncio es hecho con dinero lícito y transmitido en los espacios que el Estado ha dedicado a ello, no debería haber razones para que la autoridad juzgara la legitimidad o ilegitimidad de lo que dice la propaganda.11

La equidad de la contienda debería circunscribirse exclusivamente a la existencia o no de condiciones objetivas que permiten la competencia, fundamentalmente: acceso a dinero público y a tiempo-aire en radio y televisión y valorarse por sus resultados: es posible o no la alternancia.12

La dificultad en la que entramos a partir de 2008 es que la autoridad electoral tiene el mandato legal de revisar y sancionar palabra por palabra y cuadro por cuadro la propaganda electoral, los dichos e inclusive la ropa que usan los candidatos en las campañas. A partir de quejas de los contendientes opositores, los tribunales amplían constantemente el concepto de inequidad, inventando y legitimando prohibiciones que, estrictamente hablando, no existen en la ley.13

En la elección presidencial de 2006 y 2012, la Sala Superior del TEPJF aceptó analizar la inequidad de la elección presidencial, ignorando el resto de las elecciones concurrentes. Es difícil argumentar que cierta propaganda dañó la equidad de la elección del presidente y no así la de los diputados o senadores, que se celebraron de manera concurrente. Cuando se solicita la anulación de la elección presidencial o la de gobernador, los quejosos, casi siempre el segundo lugar, no ponen en riesgo los triunfos obtenidos por ellos mismos en los otros cargos de representación popular, congreso federal o local, ni las presidencias municipales. ¿No debería ser esto un indicador sobre la inaceptabilidad de la derrota, más que de la inequidad de la contienda?

A partir de la reforma electoral de 1996, la alternancia ha sido parte de la cotidianidad de los resultados electorales en México. La sola revisión de las alternancias en el poder presidencial deberín bastarnos para sostener que nuestras reglas electorales imponen las condiciones materiales que garantizan la competitividad. En 2000, 2012 y 2018 el partido que ganó la presidencia fue el retador y no el incumbent. Sólo en 2006 ganó el incumbent. Si analizamos los cambios en el poder en los 300 distritos federales, vemos también que la posibilidad de que un diputado del partido en el poder pierda su distrito es una realidad tangible.

El modelo de comunicación política se creó con la convicción de que la elección de 2006 había sido la más inequitativa de la historia reciente de México. La muy escasa diferencia, menor a un punto porcentual, entre el primero y el segundo lugar fue usada como evidencia de inequidad y no como prueba fehaciente de que teníamos un sistema electoral competitivo. Si analizamos los resultados de la elección en términos de los distritos que eligieron a un candidato de la oposición, podemos ver que el argumento es insostenible. Cambiaron de manos 115 distritos, casi 40% (gráfica 1).

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El modelo de comunicación limita la libertad de expresión y debilita la calidad de la democracia

La reforma constitucional electoral del 13 de noviembre de 2007 tuvo su origen en el conflicto postelectoral de 2006. Dos de las razones principales del conflicto fueron: el tema del acceso de los partidos políticos y otros actores a los medios de comunicación masiva, particularmente la radio y la televisión; y las campañas negras, también conocidas como campañas negativas.14 Las reformas electorales siempre se hacen bajo presión; en la negociación de éstas, los partidos políticos maximizan las tensiones para lograr el mayor beneficio posible en el siguiente proceso electoral; sin embargo, hay que reconocer que el nivel de crispación social alcanzado en 2006 fue verdaderamente excepcional.15

Desde las elecciones presidenciales de 1994, gracias a la fiscalización de los gastos de campaña, se tenía evidencia contundente de que la mayor parte del gasto de los partidos políticos se dedicaba a comprar tiempo-aire para difundir a través de la radio y la televisión las campañas electorales. A pesar de que alguna parte de los llamados “tiempos del Estado”16 o “tiempos fiscales” se destinaban de manera gratuita a los partidos, el acceso a los medios de comunicación estaba garantizado pero los partidos debían pagar por los espacios comerciales. Las televisoras tenían la obligación legal de vender el tiempo-aire a precios iguales negociados a través de la autoridad electoral; sin embargo, ofrecieron descuentos diferenciados, con lo que provocaron que el acceso a los medios de comunicación fuera inequitativo. La injerencia del duopolio televisivo fue real (Trejo Delarbre, 2015: 159-160).

Según está demostrado por el proceso de fiscalización, en 2006 las televisoras favorecieron al candidato presidencial Felipe Calderón Hinojosa, del Partido Acción Nacional (PAN), al abaratar para él los precios del tiempo-aire en detrimento del candidato Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Por el Bien de Todos.

Además de la intervención de las televisoras, los empresarios financiaron campañas mediáticas de alto impacto. Las dos que formaron parte de la impugnación a la validez de la elección interpuesta por la coalición Por el Bien de Todos fueron las campañas financiadas por el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y por Jumex. Los mensajes del CCE abiertamente se oponían a la candidatura de López Obrador; la campaña mediática de Jumex, promocionaba la participación política y de manera mucho más sutil, sin mencionarlo expresamente, favorecía al PAN. Ambas campañas fueron analizadas por la Sala Superior del TEPJF; los magistrados consideraron que los empresarios y todos aquellos actores que no son propiamente dicho partidos políticos o candidatos son los “terceros17 (Marván, 2017),

Un tercer factor que no podemos soslayar fueron las campañas negativas o negras, que causaron múltiples quejas y litigios y también formaron parte de la impugnación que presentó la coalición Por el Bien de Todos. El Dictamen de Validez de la Elección de 2006 las analiza a profundidad.18

Conocemos como campañas negativas los mensajes políticos que se enfocan en destacar los defectos de los opositores, los antecedentes de los adversarios que pueden ser criticables y cualquier otro tipo de descalificación. Todos los participantes utilizaron campañas negativas, y todos se quejaron frente a la autoridad electoral argumentando que este tipo de campañas eran ilegales, injustas o ilegítimas (o una combinación de todos estos elementos), que afectaban la equidad y disminuían la calidad de la democracia. “En el debate público los epítetos más frecuentemente utilizados para referirse a este tipo de mensajes son sucios, engañosos, injustos, arteros, cínicos, irrelevantes, triviales, emocionales y no racionales, no propositivos, etcétera” (Temkin y Salazar, 2010: 12).

En resumen, el modelo de comunicación creado en 2007 respondió a estos tres fenómenos de la elección presidencial del 2006: 1) el gasto desmedido en las campañas de spots televisados y la influencia de las televisoras al establecer precios diferenciados de acceso; 2) la participación de “terceros” en las campañas y 3) la propaganda negativa. La reforma estigmatizaba estos tres elementos y, por lo tanto, los partidos políticos consideraron que había que erradicarlos.Este lenguaje radical, “erradicarlos”, es empleado de manera literal en la exposición de motivos.}19{/modal} La reforma se hizo sobre tres ejes: “prohibir la participación de terceros en las campañas, prohibir adquisición de tiempos en radio y televisión con fines de propaganda electoral para partidos ‘y todas las personas físicas y morales’, y prohibición de la propaganda que denigra o calumnia” (Gilas, 2016). Éstas son limitaciones a la libertad de expresión, algunos analistas las consideran necesarias y por lo tanto justificadas y otros excesivas, pero nadie niega que desde la Constitución se imponen límites importantes a dicha libertad.

Las restricciones se introdujeron en la fracción III del artículo 41, que consta de cuatro apartados (A-D).20 La exposición de motivos de 2007 (publicada en el Diario Oficial de la Federación el 13 de noviembre de ese año) revela que se sabía que el modelo era controversial por las limitaciones a la libertad de prensa y de expresión (artículos 6º y 7º de la Constitución), y anticipaba la reacción de las televisoras porque tocaban fuertemente sus intereses económicos. El dictamen de Comisiones Unidas plantea, con toda claridad, que era “necesario otorgar(le) sólidos fundamentos constitucionales” para garantizar su permanencia.

Como bien señalan Citlali Villafranco Robles y Luis Eduardo Medina Torres (2013), la reforma electoral tocaba de manera esencial el derecho a la información y la libertad de expresión. Por eso la exposición de motivos dice: “Quienes suscribimos la presente iniciativa nos hemos comprometido a diseñar y poner en práctica un nuevo modelo de comunicación entre sociedad y partidos, que atienda a las dos caras del problema: en una está el derecho privado, en la otra el interés público” (Villafranco Robles, 2013: 39).

Para valorar el modelo de comunicación política en relación con las limitaciones impuestas a la libertad de expresión y difusión, es necesario revisar cada una de las tres prohibiciones, primero por separado y después como parte de un conjunto que determina la comunicación política de los partidos y candidatos con la sociedad, especial pero no exclusivamente en tiempos de campaña. Dice la exposición de motivos:

4. La nueva realidad, marcada por la creciente influencia social de la radio y la televisión, han generado efectos contrarios a la democracia al propiciar la adopción, consciente [sic] o no, de patrones de propaganda política y electoral que imitan o reproducen los utilizados en el mercado para la colocación o promoción de mercancías y servicios para los que se pretende la aceptación de los consumidores;

5. Bajo tales tendencias, que son mundiales, la política y la competencia electoral van quedando sujetas no solamente a modelos de propaganda que les son ajenos, sino también al riesgo de sufrir la influencia de los dueños o
concesionarios de estaciones de radio y canales de televisión, o de otros grupos con el poder económico
necesario para reflejarlo en esos medios de comunicación, que de tal situación derivan un poder fáctico contrario al orden democrático constitucional; […]

8. A la concentración del gasto en radio y televisión se agrega un hecho preocupante, por nocivo para la sociedad y para el sistema democrático, consistente en la proliferación de mensajes negativos difundidos de manera excesiva en esos medios de comunicación. Pese a que las disposiciones legales establecen la obligación para los partidos políticos de utilizar la mitad del tiempo de que disponen en televisión y radio para la difusión de sus plataformas electorales, esa norma ha quedado convertida en letra muerta desde el momento en que propios partidos privilegian la compra y difusión de promocionales de corta duración (20 segundos) en los que el mensaje adopta el patrón de la publicidad mercantil, o es dedicado al ataque en contra de otros candidatos o partidos (dof, 13 de noviembre de 2007).

Primero: la prohibición a los partidos políticos y candidatos a comprar tiempo en radio o televisión. El artículo 41 establece en su fracción tercera que los partidos políticos tienen derecho de acceso permanente a los medios de comunicación social. Se convierte al ife en “autoridad única para la administración del tiempo21 que corresponda al Estado en radio y televisión destinado a sus propios fines y al ejercicio del derecho de los partidos políticos nacionales”. Más adelante dice: “Los partidos políticos en ningún momento podrán contratar o adquirir por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio o televisión”. La exposición de motivos expresa la preocupación de los partidos con respecto a que las campañas electorales quedasen reducidas a pura mercadotecnia; afirma que spots de 20 segundos no sirven para formar ciudadanía.

La prohibición para comprar o adquirir tiempo en radio o televisión para partidos políticos es total, durante las campañas o en cualquier otro tiempo. Sin embargo, se reconoce la necesidad de los partidos de expresarse y de hacer propaganda política en búsqueda del voto de los ciudadanos. Se les garantiza de manera efectiva y gratuita tiempo-aire. En términos netos, se incrementan las prerrogativas de los partidos políticos, ya que no tendrán que gastar parte de su financiamiento en esto; desde la perspectiva de la libertad de expresión, no hay perjuicio.

El tiempo-aire del Estado que corresponda a los partidos políticos se repartirá con la misma fórmula con la que se reparte el financiamiento público: 30% de manera igualitaria, lo que favorece a los partidos políticos con poca preferencia entre los ciudadanos, y 70% de acuerdo con la votación obtenida en la última elección federal, lo que premia a los partidos con mayor
penetración electoral.22

Karolina Gilas introduce una crítica novedosa y certera a esta prohibición: es parte de un esquema paternalista, considera a los ciudadanos “menores de edad” con escasa capacidad de discernimiento; más grave aún, debido a que ésta se aplica únicamente a los medios masivos de comunicación, distingue dos clases de ciudadanos, los incapaces y los capaces.

Los autores de la reforma argumentaron que el impacto y el alcance de la radio y la televisión justifican la necesidad de regular esos dos medios de manera más estricta que la prensa. […] Aparentemente detrás de esa diferenciación está también una especie de discriminación a ciertos grupos sociales. Pareciera ser que se asume que los ciudadanos que leen periódicos tienen capacidad suficiente para discriminar, analizar y procesar la información, sin que se afecte su capacidad de pensamiento y toma de decisión, mientras que las personas que se informan a través de radio y televisión carecen de esas dotes” (Gilas, 2012: 115).

Segundo: en el afán de eliminar la influencia de los poderes fácticos, en especial el de los concesionarios de radio y televisión y de los empresarios, la prohibición para adquirir tiempo-aire es extensiva para cualquier persona física o moral. La legislación electoral parte de la desconfianza entre los actores; todos los partidos están convencidos de la capacidad de sus rivales para hacer trampa; reconocen con ello la debilidad del compromiso de los partidos con el estado de derecho y con los valores de la democracia.

Esta prohibición tiene consecuencias muy graves. Intencionalmente o no, estableció que los únicos actores que tienen legitimidad para expresarse en las campañas son los partidos políticos; después de la reforma que permite las candidaturas sin partido, éstas también podrán expresarse, pero sólo en la medida de sus candidatos. A las personas morales —que por supuesto incluyen a las televisoras, las organizaciones empresariales, sindicales, religiosas, o de la sociedad civil— se les considera “terceros” cuyos intereses son ajenos al debate de las ofertas políticas. Lo que es más grave aún, las personas físicas —es decir, todo individuo— tienen libertad de expresión, pero de ninguna manera libertad de difusión; pueden hablar, siempre y cuando no se les oiga. Esto confirma que la Constitución pone a los partidos en el centro del diseño electoral, en detrimento de los ciudadanos.23

Desde la perspectiva de Diamond y Morlino (2004), estas restricciones deterioran la calidad de la democracia. Las campañas deberían ser un momento privilegiado del debate público y ahora están llenas de restricciones. Es una exclusión injustificable desde la teoría de la democracia y la doctrina de los derechos fundamentales.

Tercero: la prohibición de las campañas negras se justificó con el argumento de que éstas dañan la calidad de la democracia. Mucho se dijo que las “verdaderas” campañas políticas deberían centrarse en propuestas y no en descalificaciones. En la exposición de motivos, el diputado Manlio Fabio Beltrones Rivera mezcló en sus argumentos las ventajas respecto a la prohibición de contratación de tiempos en radio y televisión con la prohibición de las campañas negras. La narrativa de los legisladores para crear el modelo de comunicación política se sustenta en estos dos pilares.

Pero en todos los casos, en Brasil o en Chile; en Francia o en Alemania; si bien se vivió esta catarsis, el paso del tiempo hizo ver a los ciudadanos que percibieran los beneficios de un modelo más competitivo, basado en ideas y propuestas, y no en el dinero.

No en la diatriba, ni en las campañas negras. Lo que ha propiciado elecciones menos impugnadas y más aceptadas en sus resultados (dof, 13 de noviembre de 2007: 58).

Se consideró que para elevar la calidad del debate político era necesario prohibir las campañas negras. “En buena medida, el estatus valorativo superior que se concede a los mensajes de propuesta proviene de la consideración de que las campañas negras son engañosas” (Temkin y Salazar, 2010: 20). El senador Pedro Joaquín Coldwell consideró como altamente perjudicial “que los partidos políticos tuvieran que recurrir a la compra de spots para denigrar instituciones, partidos políticos o personas” (dof, 2007).

Las campañas negativas, dicen, apelan a las emociones y no propician el debate racional. Es mejor una campaña centrada en propuestas que estimule una mejor conversación política. Esto fue un argumento relevante en 2006 porque, de acuerdo con López Obrador, la campaña de Calderón Hinojosa sembró miedo entre los electores. La realidad es que las campañas mediáticas basadas en spots, contengan mensajes positivos o negativos, apelan a las emociones y están diseñadas para mover las preferencias electorales.

La prohibición de las campañas negativas24 contiene dos elementos preocupantes. Es innegable que hay un proteccionismo absolutamente injustificado de la clase política a sí misma. En la medida en que se le prohíbe al adversario señalar sus defectos, debilidades y errores cometidos, será más sencillo conseguir el voto y la simpatía de los ciudadanos. Se protege la reputación de los políticos a costa de la libertad de expresión. Esta protección legal es engañosa e inhibe el escrutinio público. Asimismo, se menosprecia la capacidad cognitiva de la ciudadanía. Nuestras leyes electorales poco miran a los ciudadanos y cuando lo hacen son denigrantes, literalmente niegan las condiciones de la dignidad humana: razón y libertad.

Se argumenta que las campañas negras ponen en riesgo la democracia y engañan al electorado, cuya capacidad de discernir se considera limitada. En realidad, deberíamos reconocer que la posibilidad de criticar a la élite política es un indicador de una democracia sólida. Precisamente, en periodos de campaña la ciudadanía necesita más información y mayor libertad para fortalecer la opinión pública crítica. “Si para proteger la reputación de los políticos contra críticas infundadas, prohibimos todo tipo de críticas, eliminamos un fuerte incentivo para que estos se muestren responsables en la gestión” (Temkin y Salazar 2010: 19). Sólo en los regímenes autoritarios se elimina la crítica a los gobernantes y a sus acciones.

Hay una frase trillada que se repite insistentemente, pretendiendo convertirla en verdad irrebatible: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Nada más falso. Los pueblos eligen a sus gobiernos y a sus representantes tomando como punto de referencia la información con que cuentan de las personas y los partidos que pretenden ser electos. Mala información trae como consecuencia que los ciudadanos hagan malas designaciones.

Al respecto, Fernando Savater (2003: 36) afirma: “Si obramos por ignorancia, es decir sin suficiente conocimiento o con una noción errónea del estado de cosas en que vamos a intervenir, es justo afirmar que nuestro acto no es totalmente voluntario: hacemos lo que sabemos, pero no sabemos del todo lo que hacemos”.

En un régimen democrático que privilegia la libertad de expresión y difusión, el antídoto para combatir la calumnia o la difamación es el derecho de réplica. Si el afectado tiene la posibilidad de defenderse, se enriquece la opinión pública porque la intervención del Estado se minimiza y el público escucha ambos argumentos y saca sus propias conclusiones. Aun sin la Ley de Réplica de 2015, los partidos siempre han tenido esta garantía porque tienen el acceso a los medios de comunicación garantizado y, después de 2007, gratuito.

En viejas y nuevas democracias, existe la preocupación de controlar la influencia del dinero en la política. Esta preocupación se exacerbó cuando las campañas políticas migraron de la plaza pública a la televisión y la mercadotecnia convirtió a los candidatos en productos para el consumo de los electores. El tema del acceso a los medios de comunicación es fundamental en la discusión sobre la calidad de la democracia. No podemos negar que acceder a la televisión tiene altos costos. Garantizar la competencia en condiciones de equidad hace indispensable regular el acceso a los medios.

Por último, pero no por ello menos importante, hay que partir de un principio de realidad: las reglas electorales pueden atemperar la influencia del dinero y, por lo tanto, del poder económico en los procesos electorales, pero éste nunca desaparece (Fisichella, 2002).25

 En México, en esta reforma, el concepto de equidad se amplió para justificar la intervención del legislador para imponer severas limitaciones en el acceso a los medios de comunicación electrónicos (radio y televisión) con el “noble propósito” de eliminaran el factor oneroso que esto supone; el resultado fue, por decir lo menos, contradictorio, pues lejos de ampliar libertades en la esfera pública, se restringió a todos los posibles actores políticos, lo que debería considerarse una restricción desproporcional. El parámetro para medir la proporcionalidad de las restricciones impuestas debería centrarse en minimizarlas para asegurar la competencia y no en imponer las condiciones necesarias para eliminar la influencia del dinero en las campañas políticas, porque esto es imposible. En palabras de Karolina Gilas, es indispensable “abandonar el sentido perfeccionista e irreal de la equidad y centrarse en lo que es relevante y posible de conseguir para una disputa justa y equitativa” (2012: 120).

 

Conclusiones

A 10 años de la implantación del modelo de comunicación política, deberíamos preguntarnos si estas prohibiciones favorecen que mejore la calidad de la democracia mexicana. Es posible argumentar que el efecto ha sido el contrario. Por una década, las autoridades administrativas y jurisdiccionales han tenido la obligación de pronunciarse todos los días por el contenido de las campañas electorales. Los litigios han incrementado, las autoridades revisan éstos, juzgan imágenes y deciden si el quejoso tiene la razón o si el denunciado no transgredió la muy compleja normatividad. De acuerdo con mediciones como las de Latinbarómetro (2018: 16), el apoyo a la democracia ha disminuido en la última década de manera drástica. Si bien es innegable una tendencia regional hacia la baja, en México pasó de 54% en 2006 a sólo 38% en 2018. Ha disminuido el aprecio de la ciudadanía por los partidos políticos, por las autoridades electorales y lo que es peor, por la democracia misma.

Los legisladores fueron conscientes de la dimensión restrictiva a la libertad de expresión. Para justificar ésta, se planteó el dilema como la necesidad de escoger entre el derecho privado y el interés público. Desde su perspectiva, la alternativa fue escoger entre los intereses fácticos de las televisoras y el orden democrático constitucional. La disyuntiva en estos términos es falaz y predispone a las conclusiones. Los valores en tensión eran otros, que requerían un razonamiento mucho más complejo. Los valores en tensión son la libertad de expresión y difusión, por un lado, y la competitividad y la participación electoral, por el otro. En términos de Diamond y Morlino (2004), libertad política del ciudadano versus competitividad del sistema de partidos. Si asumimos en toda su dimensión que en esta tensión es imposible maximizar ambos valores al mismo tiempo, sabremos que el verdadero riesgo del régimen democrático está en escoger uno a costa del otro.

Los jueces que toman decisiones que restringen las libertades fundamentales exigen pasar pruebas de proporcionalidad que constan de tres elementos: estar previsto en la ley, buscar un fin legítimo y ser proporcional al mismo, y ser necesaria en la sociedad democrática. Sin embargo, debido a que las restricciones se impusieron desde la Constitución, se justifican las decisiones jurisdiccionales. Considero que es necesario revisar la validez de la norma a la luz de los estándares de la doctrina de los derechos fun-
damentales; para ello, lo mejor sería analizar los resultados en términos de calidad de la democracia. A pesar de que la reforma electoral de 2014 suprimió la prohibición de la denigración en la Constitución, ésta prevalece en las leyes secundarias, razón por la cual los jueces califican los dichos de la propaganda y los actos de campaña.

Los jueces deberían preguntarse por los elementos del modelo de comunicación política que son necesarios en una sociedad democrática. Existen buenos argumentos para regular, incluso prohibir, la adquisición en radio y televisión, pero ni una buena razón para prohibir las campañas negras y juzgar palabra por palabra lo que se dice. Es un fin legítimo que el Estado intervenga para moderar la influencia del dinero en la competencia política, pero carece de legitimidad que se restrinja la publicidad crítica. Es urgente revisar el modelo de comunicación política. Para ello, es indispensable reconocer que el sistema electoral mexicano permite la competencia gracias a las condiciones equitativas garantizadas al arranque de la competencia.

La política electoral es la forma civilizada y democrática de resolver el conflicto entre posturas políticas diferentes y contrapuestas que entran en competencia por el poder político. En un régimen democrático, el vencedor asume el poder y los vencidos permanecen en el ámbito de la política en calidad de oposición con roles específicos en la rendición de cuentas vertical, en espera de la próxima elección, y en la rendición de cuentas horizontal, en el sistema de división de poderes a través de su representación en el Poder Legislativo. El modelo de comunicación, en especial la prohibición de las campañas negras, niega la naturaleza de la competencia, disimulando el conflicto y propiciando la inaceptabilidad de la derrota.

A partir de 2003 ha habido en México un desarrollo importante del derecho a la información y de las libertades de expresión. Los artículos 6º y 7º de nuestra Constitución son vanguardistas. El derecho a la información se desarrolló con las leyes de transparencia y acceso a la información; con la reforma de telecomunicaciones, que garantiza accesibilidad y cobertura universal y promueve el incremento de televisoras en aras del pluralismo. Sin embargo, las restricciones constitucionales de 2007 a la libertad de expresión y de difusión de contenidos son desproporcionadas y contraproducentes con respecto a los fines propuestos. Aun cuando se reconoce la obligación del Estado de garantizar un sistema electoral plural y competitivo, hay restricciones que podrían eliminarse.

A 10 años de la aprobación del modelo de comunicación política, se justifica una revaloración partiendo de la doctrina de los derechos humanos, especialmente porque cuando se hizo la reforma, en 2007, las redes sociales eran poco relevantes. Una década después, estamos viviendo otra transformación en la modalidad de la comunicación política. Actualmente las campañas también se hacen a través de las redes sociales. Esto planteará una nueva disyuntiva: establecer nuevas y severas restricciones en Internet, propias de los países autoritarios, o comenzar un proceso de liberalización que permita fluir de mejor manera la propaganda electoral y el discurso político, y fortalezca una opinión pública crítica y exigente.

 

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Recibido: 8 de abril de 2019

Aceptado: 17 de febrero de 2020

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