Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

The sociohistorical universe of the klitsch images

Marco Germán Mallamaci*

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*Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Becario posdoctoral Conicet (Argentina), FAUD-UNSJ/IDAES-UNSAM. Complejo Universitario Islas Malvinas (CUIM-Universidad Nacional de San Juan). Temas de especialización: filosofía política, sociología económica, historia, estética, capitalismo, espacialidad urbana, poder y sociedades digitales. Av. José Ignacio de la Roza Oeste & Meglioli Sur, San Juan, Argentina. El presente trabajo fue desarrollado en el contexto del Instituto de Expresión Visual de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina), como parte de un proceso de investigación financiado por Conicet en el programa de proyectos doctorales (2015-2020). Los avances de dicho módulo temático de exploración dieron forma al seminario “La Imagen Pensativa”, dictado en los ciclos 2018 y 2019 en la misma institución. Dichas experiencias fueron la base para el proyecto de investigación y extensión “Fotografía, ciudad e historia” (Universidad Nacional de San Juan, 2019-2021), a partir del cual se construyó el sitio web “La Imagen Pensativa” (https://laimagenpensativa.unsj.edu.ar/).

 

Resumen: Este artículo propone un análisis sociológico de la visualidad, planteando un recorrido histórico entre el dispositivo fotográfico, la sociedad kitsch y el capitalismo digital. Para ello, se ensaya un desplazamiento terminológico entre el clic fotográfico, el kitsch como dispositivo socio-estético y el click digital. Primeramente, se parte de los trabajos de Walter Benjamin, Susan Sontag, Roland Barthes y Vilém Flusser; luego se repasa la categoría de kitsch; finalmente, se propone el concepto de klitsch como un neologismo que explicaría la funcionalidad de la visualidad del capitalismo en la era de la programación y la interacción marcada por el hipervínculo digital de las redes.

Palabras clave: klitsch, imagen, fotografía, sociedad-kitsch, digitalización, capitalismo.

Abstract: This paper presents a sociological analysis of visuality, proposing an historical movement between the photographic device, the kitsch society and the horizon of digital capitalism. A terminological shift is attempted from the photographic click, the kitsch as socio-esthetic mechanism and the digital click. The argument begins with the works of Walter Benjamin, Susan Sontag, Roland Barthes and Vilém Flusser; then it reviews the notion of kitsch; finally, it introduces the concept of klitsch, a neologism that would explain the functionality of capitalism’s visuality in an era marked by programming and digital network hyperlinks.

Keywords:klitsch, image, photography, kitsch-society, digitalization, capitalism.

 

Jamás en la historia se han producido tantas imágenes como en los últimos 20 años. El siglo XXI encuentra a los humanos envueltos por un flujo de imágenes inagotable que satura la máquina social. En el siglo XIX fueron las fotografías, luego la prensa gráfica ilustrada, más tarde el cine, la televisión y la expansión del mundo publicitario. La inflación iconográfica que acompañó al siglo XX a través de las vanguardias, el diseño y el ensanchamiento de la sociedad de consumo, sería potenciada por el catalizador de la digitalización.

La imagen en sentido gnoseológico es una mediación entre un sujeto y el mundo; este es accesible como una imagen en tanto es posible representar un fenómeno sobre el tiempo y el espacio desde los parámetros de la abstracción visual. Pero cuando los humanos comenzaron a fijar imágenes sobre superficies mediante operaciones gráficas, empezó a construirse un mundo visual antropomórfico, externo a la mente: la pintura parietal prehistórica, los simbolismos gráficos de las primeras culturas sedentarias y luego los imperios, las imágenes fúnebres, el retrato, los frescos, los murales, la decoración de los espacios, las imágenes sagradas, la ilustración de los manuscritos medievales, la pintura, el arte moderno, etcétera. Se trata de un crecimiento constante en la capacidad para producir imágenes artesanales que se van organizando sobre diferentes dispositivos culturales. Dicha producción de objetos visuales tuvo un crecimiento constante y comprensible hasta el siglo XIX, pero con la aparición de la fotografía comenzó una especie de redundancia visual que saturó el sentido de la vista.

Los modos de producción estética se enlazan con la funcionalidad operativa y con la efectividad de las imágenes según diversos contextos y tradiciones. Los estudios visuales han ampliado lo que desde el siglo XVIII fue un dominio exclusivo del arte, la estética o la historia del arte, intentando pensar las imágenes como una arquitectura social que no se basa exclusivamente en la significación artística, sino en los mecanismos del habitar en general (Mitchell, 1987). El horizonte funcional de la visualidad luego de la fotografía y la conformación de las sociedades de masas no sólo se traduce en una proliferación de imágenes, sino que marca una forma particular de percepción.

El mundo ha ingresado en un orden visual distinto de lo que se conocía hasta hace 50 años. Luego de la fotografía, las vanguardias, el cine y la televisión, se formó una especie de aldea global, donde no sólo la realidad se transformó gradualmente en imágenes, sino que las imágenes se transformaron en realidad (referencia a Guy Debord de Joan Fontcuberta, 2016); hoy habitamos la imagen y ella nos habita de un modo inédito. Estamos instalados en un capitalismo de imágenes marcadas por la conectividad, la transmisibilidad y la abundancia. Las imágenes han cambiado de naturaleza; la inflación visual de la era fotográfica-cinematográfica se ha visto agudizada por la tecnología digital. Durante 30 000 años los humanos conocieron un parámetro de producción visual delimitado, primero por la potencia de lo artesanal y luego por la reproductibilidad, pero en las últimas cinco décadas las técnicas transmediales y los datos ciberespaciales transformaron el horizonte.

[…] en 1999 se producía 1.5 hexabytes de información en el mundo (1 500 millones de gigabytes o 1,5x10 18 bytes); en 2002, ya se alcanzaba los 5 hexabytes, cifra que aumenta a 40 hexabytes en 2006. Esto es aproximadamente 750 millones de veces la información contenida en todos los libros escritos a través de la historia (cepal, 2008: 17-20).

Los diferentes cálculos sobre estos datos muestran que en los últimos 20 años se ha creado tanta información como desde la prehistoria hasta el fin del siglo XX. Dichos parámetros marcan las nuevas lógicas del universo de las imágenes. Instagram, Facebook, WhatsApp, YouTube, Snapchat, Pinterest, Flickr, Tumblr, etcétera, forman una red de interconectividad en la que la producción y la circulación de imágenes trabajan desde lógicas insospechadas por los pensadores clásicos de la estética.

Las estadísticas, los bots y el big data muestran que, mientras la población mundial es (en el inicio de 2019) de 7.6 mil millones de personas, Internet está formada por una comunidad de 4.3 mil millones de usuarios, de los cuales 3.2 mil millones son activos en redes sociales. Entre 2018 y 2019 los usuarios de redes sociales crecieron por 288 millones y hay 5.1 mil millones de usuarios de teléfonos móviles (Statista). Entre Messenger y WhatsApp manejan más de 55 000 millones de mensajes diarios; dicho universo trabaja en gran medida con imágenes. Snapchat tiene 200 millones de usuarios activos que comparten un promedio de 8 700 fotografías por segundo; en WhatsApp se intercambian más de 8 000 imágenes por segundo; Facebook (con 2.2 mil millones de usuarios) registra 4 500 fotos por segundo; en Instagram (con 1 000 millones de usuarios) se cargan 70 millones de imágenes por día; Pinterest registra 200 millones de cuentas (We Are Social), etcétera. El listado de cifras astronómicas podría ser interminable; lo cierto es que la producción de imágenes en la era digital se trata de algo que nadie hubiera imaginado cuando en 1839 se lanzaba el daguerrotipo.

Para Vilém Flusser (1990), la formación del universo fotográfico es un quiebre que determina un nuevo modo de programar las sociedades haciéndolas funcionales al aparato. La fotografía es uno de los aparatos de las sociedades posindustriales que no sólo marcó la aparición de las vanguardias, el cine, la publicidad, etcétera, sino que es el punto de partida para pensar la existencia humana futura. Dicho punto de partida se cruzaría con el impacto de los dataismo cibernéticos; la segunda mitad del siglo XX abre un horizonte de diseño, planificación social, urbana y gubernamental basado en los perfiles de información producidos por un nuevo modo de visibilidad: la racionalidad y la economía fundamentadas en el análisis de datos (Halpern, 2014). El orden visual de dicho esquema social se forma sobre el despliegue de lo que Flusser (2017) llama el universo de las imágenes técnicas; se trata de un proceso que va del clic de la cámara fotográfica al click digital, a través de la formación de la sociedad kitsch.

 

Lo visual: imagen y fotografía

La sociología futura explicará a los hombres en función de
los objetos culturales, películas, […] TV y […] computadoras
que los programan […]; deberá sacar al hombre del centro
[…] y desplazarlo hacia el horizonte (Flusser, 2017: 80).

 

Las imágenes son (en sentido amplio) un producto sintético de los mecanismos gnoseológicos. Conocer el mundo es construir objetos fenoménicos mediante la facultad de imaginar proporcionando datos al pensamiento por medio de la sensibilidad (Kant, 2005). Las imágenes son fragmentos que se conforman como un continuum visual, generando la inmersión en un entorno accesible por medio de la representación mental (Costa, 2007). Si la imagen (gnoseológicamente) puede ser entendida como un modo de mediación, la aparición de las imágenes artesanales externas (iconográficas) amplía dicha definición de lo visual como fenómeno medial. La vista es el sentido que con más potencia establece los parámetros del mundo circundante; existe una supremacía de lo visual que puede ser corroborada cuantitativamente: cuando se pregunta a las personas qué sentido lamentarían más perder, 75% opta por la visión. Expresiones como “ver es creer”, “si no lo veo no lo creo”, “no lo podría creer, pero lo vi con mis propios ojos” ubican a la imagen como el modelo paradigmático del conocimiento (Synott, 2002). Incluso, la historia de la humanidad puede ser leída como un giro desde lo olfativo y la oralidad hacia lo sonoro y finalmente hacia lo visual.

A partir del impulso prehistórico por pintar las paredes rocosas de las cuevas comienza una ambición por colmar los espacios sociales con representaciones gráficas; el mundo humano se transformó en un medio artificial de coordenadas visuales y esquemas iconográficos. Entonces la imagen pudo funcionar como magia, esquema, signo, símbolo, marca de diferenciación social, rito, arte, ilustración, decoración, periodismo, publicidad, moda, cine, televisión, etcétera. Si la imagen como mecanismo gnoseológico es una mediación entre los humanos y el mundo, la iconografía se trata de un medio entre las personas. Dichas imágenes cobran sentido dentro de dispositivos culturales históricos que permiten que las partes del cuerpo social puedan interpretar dicho mundo visual. Los grafismos producen nudos socialmente significativos sobre códigos y convenciones. Las sociedades modernas, luego de la máquina fotográfica, han explotado dicha visualidad subsumiendo el resto de las relaciones sensibles bajo la codificación de la imagen.

Walter Benjamin explica que las imágenes siempre han sido objetos relacionados con la reproducción y el dibujo en tanto copia. Con las técnicas de reproducción artesanal como el grabado comienza un crecimiento exponencial de la cantidad de imágenes que circulan en una sociedad; pero a partir de 1839, con los inventos de Daguerre, Niépce y Talbot, se produce un salto imprevisto, la fotografía abre un nuevo mundo para la imagen. “[…] la mano fue descargada de las principales obligaciones […] del proceso de reproducción de imágenes, […] que recayeron […] exclusivamente en el ojo. […] el proceso […] se aceleró tanto, que fue capaz de mantener el paso con el habla” (Benjamin, 2003: 40).

Tal vez la fotografía es la madre, no sólo de todas las tecnopoéticas1 contemporáneas (Kozak, 2015), sino al mismo tiempo de un modo histórico de comprender lo visual. Con la fotografía se inaugura una nueva era de la imagen, una nueva funcionalidad gnoseológica, un nuevo sensorio y, en definitiva, una nueva ontología de la imagen, que emerge de lo que Flusser (2017) llama las imágenes técnicas. A lo largo de toda la historia las imágenes han funcionado dentro de límites culturales y modos de significación; fueron magia, luego sacralidad y, más adelante, arte. Hacia fines de 1700 la institución del arte había concentrado la autoridad sobre el dispositivo de producción visual en el mundo occidental (Bürger, 2000), pero la aparición de los medios modernos desplazó dicha configuración. Luego de la cámara fotográfica, las imágenes comenzaron a ser más accesibles, con lo que perdieron el valor ligado con la sacralidad, lo cortesano o el ethos del arte. Como sucede con las palabras, las imágenes comenzaron a rodear todo el cuerpo social. A partir de la potencia de la cámara fotográfica, ni el rito, ni la magia, ni el espacio sagrado, ni las cortes, ni el arte pudieron atribuirse el poder sobre las pautas de la producción de imágenes.

La fotografía inició una era de inflación visual que sería potenciada por el cine, la televisión, la publicidad y, finalmente, la digitalización. Como ya mencionamos, Benjamin (2003) explicó que la reproductibilidad técnica comenzó algo nuevo en la historia de la percepción. Primero, la mano fue descargada de la obligación técnica y luego la reproductibilidad cargó de obligaciones al ojo, que debió soportar el aluvión de imágenes; finalmente se desmembrarían los conceptos de autenticidad y aura que habían sido fundamentales en el dispositivo de visibilidad del sistema del arte. La autenticidad sacralizada secularmente de las obras de arte se desmoronó por el empuje de la fugacidad y la repetibilidad de la fotografía. Para este autor, es el método de reproducción lo que libera a las imágenes de su existencia parasitaria dentro del ritual; con el daguerrotipo, el valor de exhibición comenzó a vencer definitivamente la línea del valor ritual. Las imágenes fueron atravesadas por la modernidad industrial y lo que Benjamin conceptualizó como la era de la reproductibilidad técnica empezó a tomar la forma de lo que Flusser llama el universo de las imágenes técnicas.

La visualidad luego del siglo XIX es un mundo de aparatos automáticos, programas, máquinas y programadores (Flusser, 1990). La cámara, como la entendió Flusser, es una caja que contiene un programa (un procedimiento). El sentido (intención) del aparato es concretar todas las posibilidades contenidas en su programa, para lo cual el operador (fotógrafo) es un medio. El programa final de la caja fotográfica es distribuir imágenes ubicuamente a través de toda la sociedad, de forma tal que el aparato se retroalimente produciendo más y mejores imágenes (1990). Dicho horizonte marca la entrada al reino de las imágenes técnicas, en el que la cámara comienza a programar la sociedad. La revolución de la cámara fotográfica pasa por la aparición de un aparato industrial que funciona desplazando la lógica fabril del proceso industrial. El fotógrafo utiliza un elemento industrializado que produce imágenes en forma mecánica (tal como sucede con la economía industrializada), pero su principio no es el del homo faber, sino el del homo ludens. El juego pasa por producir objetos visuales en serie, pero en vez de estar regido por la lógica utilitaria de la industria, encuentra su sentido en la lógica simbólica de las imágenes.

Se forma un esquema de recepción estética en el que todo el mundo puede acceder a los mecanismos de reproducción y distribución de imágenes, abriendo una dinámica de redundancia visual. Entonces, la cámara fotográfica nos programa para retroalimentar el aparato socio-visual y la ecuación toma cuerpo en una especie de industrialización de la imagen desplegada sobre la relación entre fotografía, arte, periodismo, prensa gráfica, publicidad, etcétera. Tanto la producción como la recepción de las imágenes encuentran su sentido en un dispositivo históricamente definido; por eso Flusser plantea que toda imagen se inserta en una corriente determinada por una codificación simbólica. El universo de la reproductibilidad que analizó Benjamin no sólo desplazó los conceptos de aura, autenticidad y original, sino que fue el a priori para la función programática de la visualidad. Es el ingreso de la humanidad en un universo infográfico hecho de fotografías, películas, imágenes televisivas, videos y, finalmente, terminales de computadoras que asumen el papel de portadores de la información.

“[…] Las imágenes técnicas significan programas. Son proyecciones que […] buscan programar a sus receptores. […] son métodos de cómo programar la sociedad” (Flusser, 2017: 77-80). El universo de imágenes técnicas forma un circuito de perfeccionamiento automático entre los gestos que la cámara toma y los que esas imágenes provocan. Dicho perfeccionamiento técnico que deriva en la codificación digital se traduce en que deseamos y hacemos lo que las imágenes desean y hacen; al mismo tiempo, éstas desean y hacen lo que los humanos desean y hacen. El círculo se cierra y trabaja como un programa sociohistórico. “[…] Las imágenes muestran determinados comportamientos que desean que los sigamos y nosotros deseamos seguirlos y deseamos también que las imágenes los muestren” (Flusser, 2017: 86).

Luego de que la cámara marcara la apertura de la era de la automatización y la miniaturización de los aparatos, vendría el momento para que el botón de la cámara se transformara en tecleo programático. Entonces el universo de imágenes técnicas muta en cálculo, cómputo y programa. Se trata de un mundo en el que los aparatos se hacen cada vez más pequeños y veloces, pero bajo la dinámica paradójica de ocupar siempre una parte creciente de la sociedad. Los tecleos son cada vez más imperceptibles y sus órdenes imperan más sigilosamente sobre el comportamiento de la sociedad (Flusser, 2017). Se cumple así lo que Flusser veía como una premonición en las primeras cámaras fotográficas: no se trata de que las imágenes del arte y el dispositivo de la visibilidad cambiaran de sentido, sino de cómo esa cámara fotosensible que registra todo automáticamente programa el comportamiento social. Cuando el circuito de imágenes técnicas crece, el resultado es que el metaprograma se autoprograma.

[…] Estas imágenes programan el comportamiento de los receptores y son, a su vez, programadas por funcionarios que aprietan las teclas. Los funcionarios […] son programados por aparatos para programar las imágenes que programan a los receptores, mientras que los aparatos son […] programados por otros aparatos para programar a los funcionarios que programan imágenes que programan a los receptores. […] el hombre […] perdió definitivamente el control sobre los aparatos (Flusser, 2017: 106-108).

El universo de imágenes técnicas es un entramado de infografías y no sólo un dispositivo iconográfico (como podían ser los mundos de las visualidades prefotográficas). En la infografía se encuentran técnicamente la informática (info) y el grafismo (grafía) (Costa, 2007). El mundo infográfico surge en el espacio de la digitalidad y tiene que ver con lo postfotográfico; mientras la cámara permitió mecanizar la representación de imágenes, los bits abrieron dos nuevos caminos: el tratamiento virtual (a partir de una imagen ya existente) y la formación sintética (y automatizada) de imágenes por medio del cálculo codificado de datos virtuales y no a partir de la huella fotosensible. La digitalización y las infografías absorben el programa de la fotografía y potencian la inflación de imágenes disparada por ésta.

Una imagen es siempre una figura formada sobre la retina del ojo, una pantalla, un lienzo, un muro, etcétera, pero dichos objetos lumínicos son parte de un dispositivo. Como explica George Didi-Huberman (2013), no existe una sola imagen posible de ser pensada como pura visión, todas están formadas sobre una operación (o manipulación). Siempre se trata de la artificialidad humana, que (siguiendo a Flusser) ya ha ingresado en una etapa programática, digitalizada e incontrolable; tal vez ya no sólo se trate de entender que toda imagen es una manipulación, sino de aceptar la existencia de un programa visual autoprogramado: los aparatos han tomado el mando. “Somos testigos, colaboradores y víctimas de una revolución cultural cuyo campo de acción apenas adivinamos. Uno de los síntomas de esta revolución es la emergencia de las imágenes técnicas a nuestro alrededor” (Flusser, 2017: 29).

 

El clic fotográfico: la matriz del universo técnico de la visualidad

“[…] el descubrimiento de Daguerre […] es aceptado tan rápidamente que ya a finales de ese año una caricatura […] se burla de la ‛daguerrotipomanía’ […]. La fotografía […] fue simultáneamente recibida como una necesidad y rechazada como si representara un peligro” (Castel, 2003: 331). La cámara fotográfica es el artefacto que quebró la historia de las imágenes y sentó la base para la visualidad del siglo XX. La heliografía de Niépce, el dibujo fotogenético de Bayard, el daguerrotipo, el calotipo de Talbot y el colodión de Le Gray propusieron un método de producción de imágenes coherente con la era industrial: mecanización y automatización para logar imágenes bidimensionales que representaran fielmente el mundo. Nunca había sido tan fácil y tan rápido generar imágenes realistas.2 Entre lo industrial, las ferias de curiosidades, el entretenimiento y el ocio, nacieron las tarjetas de visita, los estudios fotográficos y todo un mundo encantador e hipnotizador que abría un nuevo campo para el capitalismo y su sistema de mercancías.

Como explica Beaumont Newhall (2002), la primera etapa de la cámara fotográfica es una historia que va del desafío por lograr la fijación fotosensible sobre un soporte a la conquista de la acción. En los comienzos era imposible registrar la acción, de allí que los primeros usos del invento de Daguerre estuvieran más relacionados con el registro arquitectónico que con la posibilidad de congelar el movimiento instantáneamente. De 1839 a 1850 las cámaras dieron forma a un sistema de producción industrial que tomó cuerpo en los circuitos de ferias; allí, las placas fotográficas funcionaron como objetos de pasatiempo, recreación y recuerdo.

A partir de la década de 1850, la fotografía se transforma en un “medio objetivo” (Newhall, 2002: 13-25); el producto visual de la cámara fue entendido como una herramienta que permitía archivar documentos objetivos y ser útil en las ciencias, la astronomía, el urbanismo, el registro de personas e identidades, la exploración militar, la policía y el ejército. Hacia 1860 comienza el cruce con el sistema del arte; surge el movimiento pictorialista en torno a las figuras de David Hill y Gustav Rejlander. Entonces la cámara ocupa dos nuevas funciones: por un lado, comienza a ser utilizada por artistas plásticos como herramienta para el estudio de las formas, los modelos y la visión; por el otro, surge una fotografía no comercial, una unión entre técnica y arte que no se regía por las leyes mercantiles de la industria, sino por las pautas estéticas del sistema del arte (Lemagny, 2008).

La expresión “pictorialismo” surge en 1886 en el trabajo de Peter Henry Emerson (médico-fotógrafo), quien habla de “fotografía pictorialista” en el Camera Club de Londres. En 1893, en París, se concreta la primera exposición de arte fotográfico; los jurados estaban formados por escultores, pintores, críticos, miembros de las academias de bellas artes y fotógrafos. Definitivamente, la cámara fotográfica se apropiaba de la episteme y el sensorium de las bellas artes, dando comienzo a una nueva era. El siglo XX mostraría un gran desarrollo de la fotografía como arte a través de figuras estadounidenses como Alfred Stieglitz, quien impulsó la escuela pictorialista más grande del mundo formando el grupo Photo-Secession. En su manifiesto procuraba el avance de la fotografía hacia el mundo del arte. El grupo logró que la fotografía entrara en los museos y que fuera reconocida por los críticos. El orden de la visualidad nunca más fue el mismo, la autoridad del sistema del arte se quebró y los límites funcionales de las imágenes se borraron.

El otro quiebre fundamental es la leyenda publicitaria “Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto”. En 1888 George Eastman lanza la marca Kodak y surge el primer desarrollo masivo de cámaras instantáneas. Con las pequeñas cámaras portátiles comienza lo que Newhall llama “la conquista por medio de la visión instantánea” (2002: 217). En 1840, William Draper había comenzado a investigar el desarrollo de placas y cámaras pequeñas; luego, con las tomas instantáneas de Kodak, aumentó exponencialmente la producción y aparecieron nuevos temas. Jacques Henri Lartigue fue uno de los fotógrafos que comenzaron a explotar la foto instantánea para registrar la acción, lo cual era imposible con las primeras cámaras de gran tamaño. Cada vez era más fácil aprovechar la luz en escenarios urbanos para multiplicar tomas cotidianas.

En 1924, las cámaras alemanas Ermanox reducen el tiempo de exposición sin flash. Finalmente, surge un nuevo sistema visual: el fotoperiodismo. En 1928, Erich Salomon comienza a utilizar la Ermanox para fotografiar a famosos, políticos y registrar encuentros diplomáticos. Las cámaras portátiles permitieron la construcción de un periodismo visual en el que se exploran nuevas pautas estéticas mediante un registro de la acción cotidiana. Se forma así una conjunción entre visualidad fotográfica y prensa ilustrada. En 1890 nace la primera revista ilustrada exclusivamente por fotografías: Ilustrated American. De allí surge una nueva categoría de trabajo: el fotógrafo con sensibilidad para conseguir imágenes en el instante; una forma de comunicación en la que se integraban fotos y textos (fotoperiodismo).

Otras dos lógicas que se desprenden de la fotografía son el documental y la fotografía directa. La fotografía documental es un concepto presente desde las exploraciones de Daguerre y el intento por registrar imágenes que conservaran fielmente la realidad. En el siglo XIX, el British Journal of Photography fue la primera institución que formó un archivo de imágenes como documento para el siguiente siglo. Entonces, se crea una serie de discursos sobre lo objetivo, lo histórico y lo realista, donde la idea artística de belleza muta en lo bello como registro fidedigno. La cámara no debía imitar la pintura, sino funcionar como prueba del pasado y mostrar el mundo tal cual es. Por otro lado, una vez que el pictorialismo ya había desarrollado una estética artística de la fotográfica, aparece la fotografía directa. Si los arquitectos diseñaban rascacielos basados en los esqueletos de acero sin imitar las formas clásicas de ornamentación y la pintura lograba explotar su materialidad abriendo el camino hacia la abstracción, la fotografía debía superar la manipulación pictorialista. La estética funcional fotográfica comenzó a explorar las posibilidades del negativo y a conquistar también la abstracción.

El último gran quiebre que da forma al dispositivo contemporáneo de la visualidad va de la mano del movimiento. En 1860 John Herschel había sugerido la idea de que las placas fotográficas podrían ser mostradas en un kinetoscopio, un mecanismo que moviera las tomas generando la ilusión de imágenes en movimiento. En la década de 1870, Eadweard Muybridge comenzó a fotografiar caballos en movimiento; llegó a lograr 12 fotografías en medio segundo. Las series fotográficas de cuerpos en movimiento develaron un mundo visual desconocido, a lo cual le siguieron las proyecciones en pantallas y, en 1888, el paso de la fotografía a lo cinematográfico, con la filmación en papel de Louis Le Prince. A partir de allí se construiría el dispositivo visual más representativo del capitalismo: la industria cinematográfica.

El clic de la cámara de fotos traía consigo un programa potente que transformaría no sólo el paisaje urbano del siglo XX, sino las pautas de la visión, las maneras de percibir, lo que se entiende por visualidad, lo que se entiende por belleza, arte y, en última instancia, la funcionalidad general del entramado social de imágenes. Dicho mapa significó una inflación de lo visual y una democratización que, por medio de la industria de las cámaras instantáneas, dio lugar a las tomas familiares, de eventos, turísticas, cotidianas, recuerdos, etcétera. Hacia la segunda mitad del siglo XX, muy pocos hogares aún no contaban con una cámara (Bourdieu, 2003). Tal como lo explica Susan Sontag (2006), surge una dinámica fotográfica de subjetivación, que se diferencia de los modos más antiguos configurados sobre imágenes artesanales.

Con la presentación del daguerrotipo se inició un inventario de imágenes que reclaman constantemente la atención de todos (Sontag, 2006); se trata de un código visual que altera las nociones sobre qué es digno de ser mirado. Entonces, el antiguo esquema platónico que valoraba la abstracción inteligible como una dimensión epistémica superior, relegando el mundo sensible de lo visual al nivel de falsa apariencia, se desarticula y pierde su autoridad. La cámara se transformó en un arma que impuso un juego vertiginoso para coleccionar el mundo cotidiano. Si primero la industrialización significó una absorción de la fotografía en usos racionales y burocráticos, con el paso de las décadas las fotos se transformaron en el entorno general de la sociedad. Lo visual mutó en una herramienta de control, en archivos de instituciones, en modos de información y en una producción de imágenes compulsiva y amateur. Cuando Sontag muestra que la fotografía invirtió el esquema epistémico platónico, hace referencia a que el programa fotográfico empieza cuando se acepta el mundo por su apariencia. El resultado de las sociedades industriales atravesadas por la visualidad de la cámara significó la transformación de los ciudadanos en yonquis de imágenes (2006). Así como Flusser muestra cómo las imágenes mecánicas quebraron el sistema de la textolatría,3 Sontag argumenta que, si durante el siglo XIX todo existía para culminar en un libro, a partir del siglo XX todo existe para culminar en una fotografía.

Los humanos han aprendido a ver fotográficamente, el programa de la cámara ha creado las nuevas pautas de belleza. La cámara ha terminado por potenciar el valor de las apariencias; ahora es la realidad la que se somete a la evaluación fotográfica. La era fotográfica ha creado su propio hábito de visión. En vez de limitarse a registrar la realidad, las fotografías se han vuelto norma de la apariencia. El efecto primordial es que el mundo se ha convertido en un gran museo abierto donde todo puede adquirir interés a través de la cámara. La fotografía amplió el reino de lo visible mediante una automatización técnica y una nueva relación entre imagen y realidad. El programa del aparato fotográfico deriva en que la textura social se asemeja cada vez más a las imágenes producidas por las cámaras.

Como proponía Benjamin (2003), la autoridad visual del mundo del arte es absorbida por las masas que buscan entretenimiento mediante la devoción de las imágenes automatizadas. La recepción visual funciona definitivamente en la distracción y se altera el esquema de la autenticidad (donde el espectador se hundía en la obra); ahora las imágenes se hunden en las masas y el programa fotográfico forma una integralidad en las que esas masas al mismo tiempo se hunden en la inflación visual. Paradójicamente, el poder de la fotografía deriva en que cada vez tenga menos sentido reflexionar sobre la distinción entre imágenes y cosas, entre copias y originales. Como propone Roland Barthes (1989), las sociedades capitalistas (atravesadas por la fotografía) no consumen ya creencias o verdades, sino imágenes; son más liberales y al mismo tiempo más falsas.

 

Del clic al kitsch

El dispositivo de visualidad fotográfica es uno de los elementos centrales para comprender el mecanismo de imágenes de la sociedad de masas. Clement Greenberg estudió cómo dicho quiebre dio lugar, por un lado, a las vanguardias, y por el otro, a un concepto desconocido para las sociedades preindustriales: el kitsch.

Junto a las vanguardias […] un segundo fenómeno cultural […] irrumpía en el mundo occidental industrializado: eso que […] han bautizado con el […] nombre de kitsch; un arte y una literatura populares y comerciales […] (Greenberg, 2006: 29-30).

El sistema de imágenes de la era industrial es inseparable del concepto de kitsch. Como lo entiende Greenberg, por medio del kitsch se desplegó una especie de alfabetización visual universal. Previamente, la cultura formal y el sistema de imágenes de las bellas artes funcionaban en el interior de la clase social que podía leer y escribir; la literatura, la ciencia y el arte tenían que ver con grupos que disfrutaban del ocio y el confort. Con la desaparición del analfabetismo se dio también la desaparición de la exclusividad en el acceso a la producción estética.

Los campesinos […] y la pequeña burguesía […] aprendieron a leer y a escribir […], pero no consiguieron el ocio […] de la cultura tradicional urbana […]. […] esas […] masas urbanas reclamaron […] un tipo de cultura adecuada a su propia necesidad. […] se pensó en una nueva mercancía, un sucedáneo de cultura, el kitsch, destinado a aquellos que, insensibles a los valores de la cultura genuina, estaban hambrientos de entretenimiento […] (Greenberg, 2006: 31).

Así como la cámara de fotos puso en jaque el rol de los artistas automatizando la reproductibilidad de las imágenes, el kitsch significó el avance de los productos estéticos mecánicos articulados sobre fórmulas de seriación. El kitsch ha sido definido como una experiencia de sensaciones falseadas; se trata de productos estéticos que no pretenden una relación con la autenticidad, sino que sólo piden una masa de clientes dispuesta a entregar su dinero. Los métodos industriales, y con ellos la fotografía, desplazaron los criterios artesanales de lo estético. En la medida en que puede fabricarse de modo mecánico, el kitsch puede convertirse en parte fundamental del sistema productivo. Esto se traduce en un dispositivo que explota el mercado de falsificaciones. Según Greenberg, mientras las vanguardias ponen de relieve la problemática del arte en el desplazamiento de la modernidad industrial, el kitsch sólo imita los efectos estéticos del arte. Como todo producto fabricado en serie por la industria, el kitsch expone su potencia triunfal inundando el mundo con objetos estéticos seriados.

En muchos trabajos se puede encontrar el recorrido de la palabra kitsch; ésta habría aparecido en Munich hacia 1870, enlazada al verbo alemán kitschen (chapucear o fabricar muebles nuevos reciclando muebles viejos); verkitschen significa hacer una cosa por otra (Calinescu, 1991). Cuando dicho término se conjuga con el mundo estético se plantea como una negación de lo auténtico, un no-arte que se articula en diversos sentidos con el arte.

Existen […] dos grandes épocas del kitsch: la […] de las grandes tiendas, entre 1880 y 1914, y la del neokitsch, […] de la civilización […] del supermercado. […] Uno de los factores […] es la idea de profusión […], llenar
el entorno humano con un número […] elevado de objetos (Moles y Wahl, 1971: 155-162).

Dichas dos grandes épocas (inseparables del programa fotográfico) tienen que ver con lo que plantea Sontag; las sociedades capitalistas son formas culturales basadas en la omnipresencia de imágenes que trabajan como objetos estimulantes. Cuando los fotógrafos desplazaron el esquema platónico de la realidad, no hicieron más que afirmar una colección kitsch.

[…] la fotografía […] ha demostrado […] una […] afición por la basura, lo malcarado, […] las rarezas, lo kitsch. El atractivo de las fotografías […] consiste en que al mismo tiempo nos ofrecen una relación experta […] y una aceptación promiscua del mundo. Pues esta relación […] está profundamente afincada en […] pautas de gusto kitsch. […] la proliferación de fotografías es en última instancia una afirmación del kitsch (Sontag, 2006: 115-120).

La técnica fotográfica fue el eje del gusto del siglo XX; su pauta va enlazada al crecimiento del consumo de imágenes. Dichas imágenes tomaron la forma de un objeto de consumo entre una marea infinita de mercancías. Con el paso del siglo XX, el crecimiento de la sociedad de masas y el hiperconsumo, la cámara fotográfica trabajó como un engranaje del modelo pop y de las industrias culturales encabezadas por la cultura estadounidense. La versión pop de la fotografía debe ser enlazada al impulso moderno por demoler los límites de la alta cultura del pasado. A diferencia de lo que había ocurrido con todos los sistemas visuales anteriores, la imagen fotográfica pudo trabajar sobre lo mundano y la vulgaridad; se trata de un afecto por lo kitsch, una picardía que concilia lo vanguardístico con las ventajas comerciales. La fotografía como elemento constitutivo del kitsch se pone de relieve (también) en su desarrollo junto a una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez, grupos numerosos viajan por placer y unen la reproductibilidad de imágenes con el consumo de recuerdos baratos.

El kitsch marca un problema de gusto. Al mismo tiempo que las imágenes forman dispositivos históricos, al tratarse de objetos estéticos van enlazadas a las pautas culturales del gusto. Se puede hablar de un gusto cultural en un periodo específico, que atraviesa los gustos individuales y los constituye; de allí que se pueda decir que el gusto nos precede.4 Es una facultad formada mediante dispositivos; por ello, Bourdieu puede referirse a la construcción social del gusto5. En el gusto, los miembros de una sociedad se reconocen a sí mismos.

En este sentido, las pautas estéticas del gusto no suponen siempre el concepto de belleza tal como fue concebido en el sistema del arte moderno. Las sociedades atravesadas visualmente por la industria, la masividad de los medios y la fotografía se encontraron en una fase de reajuste de gustos y representaciones. En dicho esquema, en el que la fotografía fue a la visualidad lo que la cinta de montaje a la industria fabril, surge el kitsch como un nuevo dispositivo del gusto. A partir del giro que sufrieron las categorías de las bellas artes, el kitsch fue definido de manera negativa. Gillo Dorfles lo delimita como una antología del mal gusto; Rudolph Arnheim lo plantea como la vulgaridad que seduce a un gusto ineducado; Abraham Moles habla del arte de la felicidad; Umberto Eco hace referencia a una estructura del mal gusto; Hermann Broch define el kitsch refiriéndose al cambio de la categoría ética por la categoría estética; Clement Greenberg lo sitúa en relación al arte como una amenaza para la vanguardia, etcétera (González Solas, 2004).

Otro tipo de enfoque se puede encontrar en Ramón Gómez de la Serna, quien reivindica el kitsch frente al racionalismo, pero diferenciando un kitsch bueno y otro malo; también Juan Antonio Ramírez propone el kitsch como una pretensión por eliminar el feudalismo del arte (González Solas, 2004). Una teorización (tal vez) más integral sobre la cuestión es la de Ludwig Giesz, quien estudia el kitsch fuera de la exclusividad de los productos, pensándolo desde una perspectiva antropológica en la que se plantea la figura del “hombre kitsch” (Calinescu, en Kulka, 2011). Aquí, el kitsch y la sociedad de masas comparten una misma estructura, el hombre-kitsch sería un derivado de la mid-cult (la cultura media).

El kitsch siempre estuvo referido a una jerarquía de valores y a delimitaciones del buen gusto frente al mal gusto, culto frente a popular, arte auténtico frente a arte kitsch, etcétera. Si bien en un comienzo era posible diferenciar las baratijas, los productos decorativos y las reproducciones estéticas de las obras de arte auténticas, luego, cuando los productos de consumo, la publicidad, el diseño y lo masivo empezaron a entrar en el museo y al mismo tiempo las pautas del arte y las vanguardias empezaron a ser utilizadas con fines comerciales, los límites quedaron desdibujados. Como lo plantea Matei Calinescu, decir que algo es kitsch es una forma de rechazo; marcar con el adjetivo kitsch a un objeto estético implica una negación como objeto artístico. El elemento constante en todos los autores citados pasa por establecer un carácter de imitación que trata de vincularse al llamado buen gusto, pero con el fin de obtener un reconocimiento cultural que termina siendo imposibilitado por su “falta de autenticidad”.

El kitsch, como una forma cultural surgida con la industrialización, más allá de su banalidad simplista o interesada, es una realidad social que genera sus propias historias. El primer factor está en la posibilidad de seriación de la era industrial (aunque no por ello todos los productos estéticos de la industria sean necesariamente kitsch). El segundo elemento pasa por la multiplicación de los mecanismos publicitarios de consumo y seducción. Kitsch es una categoría que sólo tiene sentido en relación con la rearticulación del sistema estético industrializado que jaqueó la ecuación entre arte y no-arte. Se consideran kitsch los souvenirs, los mercados de recuerdos baratos, el turismo estereotipado, las postales turísticas y de amor, las estampas religiosas, los pesebres, Disney, los parques temáticos, las visitas guiadas, la publicidad de bebidas, los discursos políticos colmados de clichés, los filtros de Photoshop, etcétera. Se trata de una pauta estética que coincide con cierto tipo de sociedad. Como lo define Giesz (1973), el kitsch forma una estructura común, una tipología que muestra cómo funcionan los dispositivos estéticos en el capitalismo avanzado, especialmente en el orden de lo visual.

Aunque nunca queda del todo claro dónde está el límite concreto entre una imagen kitsch y una no-kitsch, hay ciertos puntos que marcan la morfología del fenómeno: 1) imitación y banalización superficial; 2) sobrecarga y acumulación; 3) indiscriminación cultural; 4) conversión en mercancía; 5) repetición y tipificación. En cuanto a la fotografía, no es que todo el universo fotográfico represente un sistema kitsch, sino que su programa de imágenes industrializadas forma una de las condiciones del mundo kitsch. La fotografía formó el sistema visual del siglo XX y en ella siempre subyace una afirmación de la pauta kitsch.

La estética del siglo XX es una formación construida sobre el quiebre de 1839 y el inventario de imágenes que comenzó con Daguerre; se trata de un dispositivo fotográfico (y luego cinematográfico) que alteró las nociones sobre lo que debe ser mirado. El clic amplió el reino de lo visible, propuso una nueva relación entre imagen y realidad; el poder de la fotografía removió la distinción entre imágenes y cosas, entre copias y originales. El capitalismo avanzado pudo entonces explotar la pauta fotográfica y ampliar el reino de lo consumible; cada vez menos creencias, cada vez menos verdades, cada vez menos autenticidad; un modelo de sociedad cada vez más liberal y al mismo tiempo engranada sobre la pauta visual kitsch.

 

Del clic fotográfico al click digital

El universo de las imágenes técnicas no se completa con la proliferación de imágenes fotográficas y el desplazamiento del sistema del arte en relación con la aparición de la sociedad kitsch. La fotografía fue el disparador de un programa de pautas visuales que encontraría un nuevo salto entre la década de los años treinta y la década de los años ochenta. El ordenador, las redes virtuales, las computadoras personales, las pantallas luminosas conectadas alrededor del planeta, la programación, las apps, las redes sociales y cuentas personales que descansan en la nube, los dispositivos “inteligentes” cada vez más pequeños y simples de manipular: el click digital.

El clic de la cámara de fotos significó aceleración: cuando la Leica pudo realizar en una milésima de segundo lo que para un pintor llevaba una infinidad de horas de trabajo, las coordenadas temporales se comprimieron. El clic fotográfico representa uno de los modos de la aceleración de la sociedad.6 Con la aparición del click digital, primero en el tecleo virtual y el comando Enter, luego en el mouse y la interfaz informática como un electrodoméstico de uso generalizado, y finalmente en el contacto del dedo sobre las pantallas táctiles, aquel primer gesto de aceleración quedó absorbido por el comando cibernético. La historia de la sociedad informatizada, atravesada por el click digital, es la historia de la formación de una red cibernética que atrajo todo lo que se conocía hasta el momento: imágenes, arte, sonidos, películas, medios de comunicación masiva (televisión, radio, periódicos), movimientos monetarios, relaciones interpersonales, compra y venta de productos, etcétera. La digitalidad, los algoritmos y el espacio cartesiano de la hiperconectividad ultraveloz forman un horizonte de omnipotencia, demasiado humana.

Dicho dispositivo cibernético marca la formación de un tipo específico de sociedad, lo que Manuel Castells llama la sociedad-red (2004); allí funciona un nuevo orden de lo visual. Las imágenes programan dicho sistema trenzado sobre dos fenómenos fundamentales: por un lado, las pautas de la sociedad industrializada, el capitalismo de consumo, los medios masivos, la dispersión del entretenimiento liviano y barato, la movilidad del turismo para la clase media y el desplazamiento de los límites entre la alta cultura y lo popular; por el otro, la convergencia digital, los bots, los algoritmos, la inteligencia artificial, la programación y la web 3.0. Primero el clic fotográfico, luego la sociedad kitsch y finalmente el click informático. Se trata de la historia de la aceleración social que va del clic al click por medio del kitsch.

A partir de la década de los años treinta, los humanos dieron forma a un tejido técnico que comenzó con los lenguajes formales de Kurt Gödel, los ordenadores de Konrad Zuse y las máquinas algorítmicas de Alan Turing para llegar a las redes virtuales de Joseph Karl Robnett Licklider, los hipertextos de Ted Nelson y la www de Tim Berners-Lee. A finales de los años noventa terminó de tomar forma la web semántica, una red de nodos hiperconectados y descentralizados para compartir información y servicios. Si los daguerrotipos marcaron un modo fotográfico de percepción, con el sistema de imágenes de la web semántica se entra a otro mundo de nuevos objetos visuales. Los objetos del medio hipertextual pueden ser creados de cero en un ordenador o ser una conversión a partir de fuentes analógicas, pero siempre se trata de códigos digitales. Los sistemas de representaciones numéricas derivan en dos consecuencias fundamentales: 1) los objetos visuales pueden ser definidos en términos formales, una imagen no es otra cosa que una función matemática, y 2) están sometidos a una manipulación algorítmica y con ello a las lógicas de la transmedialidad (Manovich, 2006). En definitiva, el sistema de imágenes se vuelve programable. El problema de la reproductibilidad que vio Benjamin se transformó en el problema de la reproducción conectiva de la digitalidad. Internet pasó a ser el espacio central para la circulación de imágenes.

Primero fue el paso de lo artesanal al programa mecánico de la cámara; luego, la aparición de las pantallas de cine y de televisión; finalmente, la convergencia en las pantallas de las computadoras. La etapa que va de la fotografía a la televisión marca dos dinámicas paradójicas: por un lado, una especie de democratización de la imagen, tanto en los usos de las cámaras como en la formación de los medios masivos que inundaron el planeta de información visual y espectáculos; por el otro, dichos medios masivos generaron una unidireccionalidad de contenidos y la pasividad de las masas frente al poder de las imágenes. Con las pantallas hiperconectadas en la red cibernética, ese esquema se quebró. La fascinación que había producido la pantalla de televisión se diluyó por la posibilidad de que todos y cada uno de los humanos pudieran hacer circular sus imágenes a través de la red. El dispositivo visual masivo del siglo XX se desmembró y el planeta se colmó de imágenes disparadas desde la palma de cada mano. Descentralización, hiperconectividad, una supuesta democratización de la información y aparatos cada vez más simples de manipular, formaron algo que muchos autores llaman transparencia.

[…] la comunicación alcanza su máxima velocidad […] tiene lugar una reacción en cadena de lo igual. […] La sociedad de la transparencia no permite lagunas de información ni de visión. […]; las cosas, convertidas ahora en mercancía, han de exponerse para ser, desaparece su valor cultural a favor del valor de exposición (Han, 2013: 4-11).

El reino del click afirma algunos planteamientos de Guy Debord (2008): la vida de las sociedades capitalistas deriva en una inmensa acumulación de espectáculo; el dispositivo industrial no sólo atraviesa las manufacturas, sino que termina absorbiendo las lógicas de las imágenes. La era de las imágenes en el reino digital emerge como un horizonte de hipervisibilidad; la descentralización de los medios, la conectividad y el poder de las pantallas conforman una sociedad expuesta. De la imagen-clic a la imagen-click hay un incremento en el valor de exposición. Cuando todos pudieron exponer su cotidianidad en la red de hipervínculos todo quedó expuesto; es el reino de la hipersivisibilidad. La reproductibilidad fotográfica impuso un programa visual que desplazó el dispositivo de las bellas artes y licuó los límites tradicionales, dando forma a la sociedad kitsch. Esta creció enlazada al poder del cine y las pantallas, que funcionaron como modelos sociales desplegando los mecanismos del espectáculo. Ese es el reino de la sociedad kitsch; entre el clic fotográfico y el click digital se encuentra la formación de las pautas visuales del kitsch. Esas pautas se resignificaron con el paso hacia la hiperconectividad digital.

La hipervisibilidad transparente del mundo digital contiene varios desplazamientos; una nueva sensibilidad y un nuevo modo de pensamiento; un sistema sociocultural engranado sobre el tecleo, el click, la pantalla y la virtualidad. La sociedad digital trae consigo la codificación binaria algorítmica: una dimensión transfigurable (Ritchin, 2010). El continuum espaciotemporal digital desintegra la linealidad del pensamiento moderno y potencia la dimensión cartesiana infinitesimal como un vacío abstracto formado por datos aislables, repetibles y copiables. La transmedialidad digital construye el horizonte postfotográfico de visibilidad (2010). El espacio visual de la virtualidad no está formado de placas fotosensibles reproducibles, sino de pixeles maleables, de imágenes interactivas, infinitamente transfigurables. Es un mundo postindustrial tejido sobre interfaces audiovisuales luminosas que colman el espacio con el vértigo de la inmediatez. Lo que tradicionalmente podía ser llamado capa cultural, formada por la escritura, las iconografías, la enciclopedia, la historia, etcétera, se trenza con la capa informática, articulada sobre el proceso, el paquete, los datos, los algoritmos, la clasificación, la concordancia, el lenguaje programático, etcétera (Manovich, 2006). Entre la fotografía y la televisión se formó una red de comunicación de masas basada en el espectáculo, el entretenimiento, el consumo y el modelo de la fama. La omnipresencia de las pantallas de televisión formó un tejido social en el que el poder se condensa en el tubo luminoso y su promesa de popularidad. Cuando con la era digital cualquier persona pudo disparar contenidos a través de las pantallas de todo el planeta, se quebró el principio unilateral de los medios masivos. Todos pudieron ver sus rostros, sus vidas y sus actividades en las pantallas. El primer auge de la circulación de imágenes a través de dispositivos digitales tiene que ver con la mentalidad formada por la televisión. Si la televisión había impuesto una dinámica masiva unidireccional, los primeros usos de los dispositivos digitales tienen que ver con una democratización de dicha lógica.

La unilateralidad de los medios masivos se quiebra y la fascinación por la pantalla se traduce en una catarata de imágenes compartidas en la red. Ahí comienza el universo de las imágenes klitsch: una espacialidad que condensa los desplazamientos del clic fotográfico, las aristas de la sociedad kitsch y el horizonte del click digital. El clic de la cámara fue el detonador del dispositivo de visibilidad de los siglos XVIII y XIX, y el kitsch, la formación de una pauta de gusto que asimilaba los ritmos estéticos de un capitalismo ya fotográfico; el tecleo, la pantalla interactiva y el click digital fueron la entrada hacia algo que ya no puede ser llamado, ni fotográfico, ni masivo, ni kitsch.7 Entonces, el universo de las imágenes técnicas puede ser pensado como un universo klitsch.

 

El universo de las imágenes klitsch

El universo de las imágenes técnicas va desde lo fotográfico a lo digital, pasando por todas las formas visuales del homo electronicus y el homo digitalis. La visualidad contemporánea está formada por esa trama técnica de la sensibilidad. La transmedialidad de las redes virtuales ha conformado un dispositivo complejo y una infinidad de tipos de imágenes. En la Web hay obras de arte, entretenimiento, gráficos educativos, humor, imágenes reales o falsas, fake news, paparazzis, memes, videos, tutoriales, turismo, fotografías cotidianas, recuerdos, imágenes antiguas, bancos de imágenes, diseños, arquitectura, mapas, etcétera. La lista es infinita y no todo lo que ocurre dentro de la visualidad digital es un fenómeno kitsch. Se trata del reino del click, lo cual significa hipervisibilidad, transparencia, inmediatez, globalidad, hiperconectividad, transmedialidad, transfiguración, etcétera. Dicho dispositivo digital postfotográfico lleva en su a priori las pautas de la sociedad kitsch. Si el clic de la fotografía marcó el ingreso en el universo de las imágenes técnicas y entre la cámara y el click digital se despliega un fenómeno cultural posible de ser llamado sociedad kitsch, la condensación de dichas pautas de visibilidad pueden ser abarcadas por el término klitsch:8el universo de las imágenes klitsch.

La digitalización de los procesos ha multiplicado prácticas en las que las personas pueden crear imágenes y contenidos todo el tiempo y en cualquier lugar, sin contar con una formación específica ni un acercamiento erudito hacia los lenguajes estéticos. Se trata de un proceso de digitalización que homogeniza los formatos a través de un código universalmente operable para las máquinas: todos los signos y funciones sociales se sintetizan en el lenguaje binario de 0 y 1. Se configura así el aparato estético propio de las sociedades de la información, que encuentra su matriz en el constante movimiento de circuitos y en la conectividad-flujo. Las imágenes ya no son un objeto de contemplación, sino un elemento de las formulaciones maquínicas. Lo que antes podía ser pensado como una masa de espectadores se reconfigura como una red fragmentada, pero a la vez hiperconectada mediante imágenes en constante disolución y recombinación.

El click digital significa inmediatez, velocidad, transparencia y big data. Los miles de millones de imágenes que circulan en la red a cada segundo forman un flujo de tal magnitud que las cifras se convierten en un dato absurdo. Dicha capa informática puede ser pensada como una realidad paralela, como una forma aumentada de la humanidad, como un espejo o como un simulacro. Las vidas cotidianas online alimentan el programa de las máquinas impulsadas por algoritmos. ¿Por qué este universo puede ser pensado bajo la categoría klitsch?

Los ejes sobre los cuales se puede marcar la configuración kitsch de las imágenes se ven potenciados bajo las lógicas transmediales tejidas sobre el click digital. Esto no significa que Internet no funcione como un dispositivo en el que se forman unidades de transmisión cultural y experiencias auténticas, pero al mismo tiempo es un horizonte donde la sociedad kitsch, heredada del siglo XX, encuentra un campo de expansión por medio de las prácticas de la visualidad-viralidad. Dichas imágenes,9 integradas a las pantallas y a la pauta postfotográfica del hipervínculo, despliegan algo que algunos llaman sociedad tecnokitsch.

El tecnokitsch es el entorno tecnológico marcado por el gusto kitsch. El término kitsch corresponde a una época de la génesis estética y a un problema de gusto, pero finalmente define un programa social. El kitsch define la producción de lo falso, la acumulación ostentosa y la sociedad de la abundancia. El kitsch tecnológico se presenta como una espiral virtual transfigurable sin fin. Mientras que con la fotografía se generó un desfase del límite entre lo real y la representación icónica, con la digitalidad se vuelve a proponer un desplazamiento en torno al límite entre lo real y lo virtual, pero desde el problema de la codificación, la información, la señal eléctrica, la telepresencia y los bits. La teoría del kitsch es correlativa a la teoría de la sociedad de consumo voraz. Si la fotografía significó una inflación de lo visual, la digitalidad terminó por transformar el tejido social en un continuum de imágenes circulando a la velocidad de la luz. La vida contemporánea se desarrolla en las pantallas (Mirzoeff, 2003); la cultura visual está marcada por la proliferación de las imágenes virtuales, el entorno de aparatos es el lugar para presentar una representación del mundo y a su vez difuminar las fronteras entre lo real y lo virtual. Los pixeles se han hecho parte de nuestro cuerpo.

El 11 de junio de 1997 fue el día en que se usó por primera vez un teléfono móvil para enviar una fotografía y ésta fue compartida colectivamente al instante. Philippe Kahn retrató a su bebé con la cámara digital y utilizó la señal del teléfono móvil para enviar la imagen al ordenador de su casa, que siempre estaba conectado a Internet. Ese día nació la comunicación visual instantánea. Algunos años después, miles de millones de personas comenzaron a postear diariamente su intimidad. El nuevo mapa dio lugar a un lienzo kitsch (o klitsch): las selfies, el grupo de amigos eufóricos, los primeros planos retocados con filtros rejuvenecedores, la pareja feliz, el atardecer en una playa de arenas blancas, los lugares turísticos retocados con Photoshop, la reunión de trabajo en un ambiente distendido, el trabajador freelance frente a su laptop mostrando su sonrisa perfecta en una oficina luminosa, el Cyber Monday o el Black Friday, son todos ejemplos del universo de las imágenes klitsch. Se trata de escenas kitsch porque explotan el efecto y el simulacro, pero no se corresponden con la sociedad kitsch del siglo XX y su articulación con la masividad, sino con la sociedad-red y el click hiperveloz de la digitalidad. Ya no se trata sólo del gusto kitsch ni de la visualidad fotográfica, se trata de la sociedad klitsch.

Como lo explica Renata Salecl (2018), ese dispositivo gira sobre una tensión formada entre un reino libre de la felicidad, el tecnoconfort, la conectividad y el constante abismo de la ansiedad y la angustia. Esa es la contradicción fundamental del universo de las imágenes klitsch: por un lado, el mandato de búsqueda de placer que toma cuerpo en la hipervisibilidad de vidas perfectas y joviales; por el otro, la inevitable incapacidad para lograrlo. Las imágenes klitsch entregan la ilusión de que la felicidad está al alcance de cualquiera y que no lograrla es resultado de la propia incapacidad. Impulsan la necesidad de ser aprobados, deseo de gustar, de pertenecer y de sentirse incluidos; esa necesidad marcada por la velocidad de la luz del mundo virtual sólo tiene como destino la ansiedad. Las imágenes klitsch forman una gran parte de las redes sociales hiperfotográficas; dicho esquema moldea el modo en que nos percibimos. Todos saben que las imágenes de las redes no son del todo reales, pero observarlas genera la sensación de que la propia vida nunca es tan plena como la de los otros. Dicho horizonte visual es parte de lo que Eva Illouz y Byung-Chul Han llaman “capitalismo de las emociones”.

El capitalismo emocional es una cultura en la que las prácticas y los discursos emocionales […] se configuran mutuamente y producen […] un aspecto esencial del comportamiento económico […] (Illouz, 2007: 19-20).

En la cultura del capitalismo emocional, las emociones se convirtieron en entidades a ser evaluadas, […] cuantificadas y mercantilizadas. […] estamos cada vez […] más dominados por fantasías autogeneradas […] (Illouz, 2007: 227-237).

En el capitalismo de las emociones funciona el engranaje primordial de la sociedad kitsch del siglo XX: estética efectista que genera emociones alimentando la dispersión de los sujetos en el flujo de mercancías, abultando indefinidamente la circulación de productos estéticos que seducen y se rigen por las lógicas industriales de la cuantificación y el negocio. Aunque el término kitsch expresó una tensión entre el desarrollado gusto de los especialistas y el gusto de la sociedad de masas (Elias, 2011), dicho punto termina siendo el más incontrastable, ya que las pautas del gusto han mutado y lo que se encuentra dentro del museo de arte no es tan distinto de lo que aparece en la televisión o en una pantalla de un smartphone. La inflación de productos estéticos en serie, el deseo constante de confort, el placer espontáneo e inmediato y el principio de acumulación e inflación son los ejes que marcan el kitsch, no sólo como un problema de gusto, sino como una lógica propia de una etapa del capitalismo.

[…] el hombre-kitsch quiere llenar su tiempo libre con cuanta emoción pueda a cambio del menor esfuerzo. […] Este elemento se percibe en la característica fundamental del kitsch: mentir. […] ¿Qué es en definitiva el kitsch? […] combinando el enfoque histórico (el kitsch surge del romanticismo), el sociológico (el kitsch está estrechamente unido al industrialismo y al desarrollo del ocio) y el estético-ético (el kitsch es arte falso, producción de mentiras estéticas), podemos aprehender […] el fenómeno (Calinescu, 2011: 63-67).

En el universo de imágenes klitsch se trenzan los ejes primordiales de la cultura kitsch, la sociedad de los medios masivos y el dispositivo de visualidad inaugurado con el programa de la cámara fotografía, tomando la forma del capitalismo de las emociones que describen Illouz y Salecl. La fotografía fue el canal fundamental del gusto moderno; tanto la cultura pop como el kitsch son parte del programa del clic. Como propone Sontag, las sociedades llegan a ser modernas cuando su actividad principal es producir y consumir imágenes. El capitalismo necesita entretenimiento para estimular la compra y anestesiar la crítica. La razón última de la necesidad de fotografiarlo todo reside en la lógica misma del consumo. Consumir es sinónimo de agotar, quemar y reabastecer. A medida que consumimos imágenes, necesitamos más imágenes: el programa finalmente nos programa. Con la digitalización convergente, la fotografía entró en el reino del hipervínculo y el clic, atravesado por el kitsch y reconfigurado por el click, comenzó a dar forma al universo klitsch.

 

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Recibido: 2 de abril de 2019

Aceptado: 24 de octubre de 2019

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