Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Bourdieu and the “magic” of language

Ariel O. Dottori*

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*Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico/Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires. Temas de especialización: teoría social contemporánea, filosofía analítica del lenguaje. Viamonte 430, C1053, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

 

Resumen: La comprensión del lenguaje es central para elaborar una correcta teoría de la sociedad. La obra de Pierre Bourdieu ¿Qué significa hablar? es un ejemplo de cierto prejuicio sociológico respecto al tratamiento del lenguaje como un problema fundamental. El presente trabajo consta de tres partes: en la primera se contemplan las críticas de Bourdieu a John Longshaw Austin; en la segunda se tratan algunos aspectos generales de la tradición analítica que deben ser contemplados por la sociología contemporánea; la tercera está dedicada a una defensa de la teoría austiniana de los actos de habla.

Palabras clave: lenguaje, semántica, actos de habla, contexto, realidad social.

Abstract: Understanding language is central to developing a correct theory of society. The work of Pierre Bourdieu Language and Symbolic Power is an example of a certain sociological prejudice regarding the treatment of language as a fundamental topic. This work consists of three parts: the first presents Bourdieu’s criticism of John Longshaw Austin; the second deals with certain general aspects of the analytical tradition that must be analyzed by contemporary sociology; the last part will be dedicated to defending the Austinian theory of speech acts.

Keywords: language, semantics, speech acts, context, social reality.

 

El lenguaje como elemento “mágico” en Bourdieu

En esta primera parte del texto reconstruiremos los lineamientos generales de la crítica a la teoría de actos de habla de John Longshaw Austin, que Pierre Bourdieu desarrolla en ¿Qué significa hablar? (2014). Bourdieu sugiere que para abandonar una posición ingenua respecto a lo social, es preciso incluir en el análisis a los “usos del lenguaje” y las consecuentes “condiciones sociales de usos de las palabras”. La “fuerza de las palabras”, prosigue, se ubica en cualquier lugar, excepto “en las propias palabras” (2014: 85). La illocutionary force no radica, entonces, en los actos de habla, sino en otro lugar. ¿Pero cuál es ese “otro lugar”? Bourdieu afirma:

El poder de las palabras no es sino el poder delegado del portavoz, y sus palabras —es decir, indisociablemente, la materia de su discurso y su forma de hablar— son como máximo un testimonio más de la garantía de delegación de que está investido (2014: 87).

Y prosigue:

Tal es en principio el error del que Austin nos ofrece la expresión más genuina (o Habermas posteriormente) cuando cree descubrir en el mismo discurso, es decir, en la sustancia propiamente lingüística —si se nos permite la expresión— del habla, el principio de la eficacia de la palabra (Bourdieu, 2014: 87).

Como observamos, Bourdieu ubica a la autoridad del lenguaje por fuera del propio lenguaje; esa autoridad se asemeja —según su interpretación— al “cetro de la elocuencia” (skeptron) portado por los antiguos griegos para hacer uso de la palabra. El lenguaje, sugiere, tiene por función “representar” el poder que los depositarios de la autoridad legítima poseen en el interior de un campo en particular. El uso del lenguaje dependerá, entonces, del “poder” con el que está revestido el sujeto; todo “enunciado” —“acto de habla”, para ser específicos— performativo proferido por una persona “sin poder” está condenado al fracaso. Los actos de autoridad, que dentro de la terminología de Austin (1962) se denominan “órdenes”, son caracterizados por Bourdieu como actos de “magia social” y, para no caer en el (supuesto) fracaso, no pueden interpretarse correctamente sin contemplar la relación entre: 1) las propiedades del discurso, 2) las propiedades de quien lo profiere, y, 3) las propiedades de la institución que autoriza su pronunciación (Bourdieu, 2014: 91). La pretendida falla de Austin es que no considera las relaciones de poder que residen en la producción y recepción de las condiciones institucionales. Los actos ilocucionarios en general y los actos performativos en particular son “felices” —para utilizar la expresión de Austin— si y sólo si se tienen en cuenta las relaciones de poder en las que se enmarca la propia enunciación, más que la constitución lógica (y pragmática) del acto lingüístico en cuestión.

Las condiciones que Bourdieu denomina litúrgicas, esto es, las prescripciones que rigen las manifestaciones públicas autorizadas, las reglas de etiqueta, los códigos que gobiernan los gestos y los rituales, son las que producen “la delegación de autoridad que confiere su poder al discurso autorizado” (Bourdieu, 2014: 93). Su reproche sobre la teoría de los actos de habla performativos radica en el (supuesto) desconocimiento de las condiciones sociales de enunciación. En palabras de Bourdieu:

[…] Para dar una idea de la extensión del error de Austin, y de cualquier análisis estrictamente formalista de los sistemas simbólicos, baste indicar que el lenguaje autorizado sólo es el límite de la lengua legítima cuya autoridad no reside, […], en el conjunto de variaciones prosódicas y articulatorias que definen la pronunciación distinguida, ni en la complejidad de la sintaxis o la riqueza de léxico, es decir, en las propiedades del discurso mismo, sino en las condiciones sociales de producción y de redistribución de la distribución de las clases del conocimiento y reconocimiento de la lengua legítima (Bourdieu, 2014: 93).

Si quisiéramos —y tal es la pretensión de Bourdieu— aplicar la teoría austiniana de la performatividad, por ejemplo, a los actos religiosos, el análisis se vería “empobrecido”. La teoría de los actos de habla, según su parecer, sería incapaz de ofrecer un análisis adecuado debido a la imposibilidad de captar que el ritual “se ofrezca y se perciba como legítimo” (Bourdieu, 2014: 95). Y eso se debe al excesivo “formalismo” de la teoría de Austin. La “magia performativa”, tal como él ridiculiza, no reside en el lenguaje, sino que funciona únicamente cuando el apoderado religioso (que actúa como médium entre el grupo y él mismo) ejerce la “eficacia mágica” del enunciado performativo; el apoderado religioso sería entonces el portador del skeptron.

Bourdieu, curiosamente, finaliza su artículo refiriéndose a las creencias, del siguiente modo:

La eficacia simbólica de las palabras sólo funciona en la medida en que el que acepta reconoce al que la ejerce como habilitado para ello […]. La eficacia simbólica se asienta en la creencia, fundamento de esa ficción social denominada ministerio […] (Bourdieu, 2014: 97).

Hasta aquí Bourdieu pareciera ridiculizar la teoría performativa propuesta por Austin debido a la excesiva importancia argumental otorgada a los actos de habla, sugiriendo que el lenguaje parece ser portador de un componente “mágico”. Pero en la última cita afirma que las creencias operan como el fundamento de las prácticas (el ministerio religioso en este caso). Así las cosas, ¿pueden las creencias ser algo distinto del lenguaje? Cuando Austin en particular y la filosofía analítica en general se refieren al lenguaje, ¿no contemplan las prácticas sociales que tanto desvelan a Bourdieu?, ¿hablar no es acaso una práctica social?, ¿qué relación existe entre lenguaje y mundo (o realidad social)?

En lo que sigue desarrollaremos una presentación de ciertos lineamientos generales provenientes de la tradición analítica —nos detendremos especialmente en los desarrollos teóricos de Michael Dummett y Donald Davidson— y de la teoría de los actos de habla propuesta por Austin, en particular. Hemos escogido a estos autores no por azar, sino por dos motivos: 1) nos permitirán decir lo que aquí nos interesa decir —que existe una fuerte ligazón entre realidad social y lenguaje—, 2) se trata de autores contemporáneos a Bourdieu. Es decir, no hay razón alguna para suponer que Bourdieu no estuviera al tanto de la complejidad argumental y de la riqueza conceptual de la filosofía analítica a la hora de enarbolar las críticas a esa tradición de pensamiento. Bourdieu dice criticar a la filosofía analítica del lenguaje, pero no hace sino criticar la teoría de actos de habla propuesta por Austin (y en una única cita menor, también a Gottlob Frege). Austin es sólo un autor de la tradición. De ello se sigue que Bourdieu no se encuentra familiarizado con el núcleo conceptual de la filosofía analítica “clásica”. La reconstrucción de los argumentos que desarrollaremos a continuación nos permitirá defender la tesis que pretende ser original, y que aquí nos interesa: la filosofía analítica del lenguaje y la teoría de los actos de habla (es decir, tanto el giro lingüístico como el giro pragmático) poseen un fuerte compromiso con la noción de contexto, es decir, con aquello que Bourdieu denomina “prácticas sociales” y, además, el mundo posee una serie de elementos lógicos que aseguran su captación: lenguaje y mundo se constituyen, digamos, juntos. No existe comprensión (ni constitución) del mundo por fuera de los límites del lenguaje.

 

Las raíces de la filosofía analítica

En su ya clásico How to do Things with Words (1962), Austin continúa con un desarrollo teórico —iniciado en primera instancia por el Wittgenstein maduro (1953)— que vincula al lenguaje con la acción humana. La filosofía analítica, desde sus orígenes y a partir de los desarrollos de Frege, Russell y Moore, no había tomado como problema fundamental a la acción, no al menos en el sentido no trivial en que hablar significa “hacer algo”. La tradición analítica debe ser entendida en su esfuerzo por comprender el vínculo existente entre pensamiento y lenguaje. En palabras de Dummett:

Lo que distingue a la filosofía analítica, en sus diversas manifestaciones, de otras escuelas, es la creencia, en primer lugar, de que una consideración filosófica sobre el pensamiento puede ser alcanzada a través de una consideración filosófica sobre el lenguaje, y, en segundo lugar, que una consideración comprensiva sólo puede ser así lograda (Dummett, 1993a: 5).

A estos axiomas gemelos que distinguen a la tradición analítica, Dummett los denomina el axioma fundamental de la filosofía analítica. En Die Grundlagen der Arithmetik (1884), Frege plantea la pregunta kantiana: “¿Cómo nos son dados los números, aceptando que no tenemos idea o intuición de ellos?”. La respuesta depende de aquello que había denominado en la introducción el “principio del contexto”. A partir de la respuesta de este principio metodológico, los números nos son dados partir de la captación de pensamientos completos sobre ellos. Una palabra tiene significado únicamente en el contexto de una oración elemental. El desarrollo de enunciados matemáticos tiene por finalidad clarificar las ambigüedades e incompletudes del lenguaje natural; pero ello no significa que la lógica matemática haga “abstracción” del lenguaje natural, como Karl-Otto Apel sugiere (1973, 1976, 1994, 2002, 2013). De todos modos, no es menos cierto que la teoría del lenguaje y el pensamiento hagan abstracción del carácter social del lenguaje. Quizás Bourdieu sí podría reprocharle a Frege el hecho de no haber considerado los condicionamientos ni las prácticas sociales, pero esa crítica, como veremos más adelante, no le corresponde a la teoría de actos de habla de Austin.

Otro elemento específico de la tradición analítica, y que la distingue, por ejemplo, de la fenomenología de Edmund Husserl, es la caracterización de la conciencia y sus contenidos. Para Frege, los pensamientos, es decir, los contenidos de los actos de pensamiento, no son constituyentes del torrente de conciencia. Los pensamientos no son contenidos de la mente: al no ser internos, es posible abordarlos como un elemento externo a la conciencia. Los pensamientos se diferencian, entonces, de las sensaciones y las imágenes mentales porque son objetivos. En palabras de Dummett:

Ningún pensamiento, por consiguiente, puede ser mío en el sentido en que una sensación puede serlo: nos es común a todos, ya que es accesible a todos. Frege mantuvo una dicotomía muy rígida entre lo objetivo y lo subjetivo, sin reconocer la categoría intermedia de la intersubjetividad. Lo subjetivo para él fue esencialmente privado e incomunicable; sostuvo, por consiguiente, que la existencia de lo que es común a todos debe ser independiente de todos. En la visión de Frege, los pensamientos y sus sentidos constituyentes forman un “tercer reino” de entidades intemporales e inmutables, que no depende de su existencia el hecho de ser captados o expresados (Dummett, 1993a: 22).

Como es sabido, la consecuencia práctica de la doctrina de Frege es su rechazo al psicologismo. Si el pensamiento (y el consecuente análisis del lenguaje) es extruido de la conciencia, ¿dónde se ubicaría? El mejor lugar para encontrarlo es en la institución del lenguajecomún. Tanto la objetividad y la independencia de los procesos mentales internos como la accesibilidad de los pensamientos están gobernados por la aceptación de la comunidad lingüística según los estándares de uso correcto y los criterios para la verdad de los enunciados.

Los análisis delineados hasta aquí parecen advertir sobre el modo en que la tradición analítica —que Bourdieu denosta— entiende el lenguaje. Si hay algo que no forma parte de la filosofía del lenguaje es la versión solipsista respecto al lenguaje y el pensamiento. La validez y el valor-veritativo de las palabras ubicadas en los contextos oracionales no se escinden del carácter social del lenguaje porque el lenguaje mismo es un producto social. Hablar un lenguaje común sólo es posible dentro del horizonte de la intersubjetividad; el resto de la comunidad de hablantes nos ha enseñado (a temprana edad) a usar una lengua, incluyendo las correcciones a nuestros errores. Los significados del lenguaje no se ubican, digamos, “dentro de nuestras cabezas”; si bien es cierto, como sugiere Bourdieu, que vienen desde afuera, no lo hacen a modo de un skeptron (esto puede ser entendido únicamente como una metáfora). Ese elemento externo es el carácter público (intersubjetivo) del lenguaje y la consecuente consideración (y corrección) de los otros hablantes sobre el discurso propio. Prima facie, pareciera que Bourdieu no se encuentra familiarizado con la tradición filosófica que critica.

 
El carácter social del lenguaje

En el presente apartado nos detendremos en el carácter social del lenguaje, pero de ello no se sigue que un desarrollo razonable de la práctica lingüística debe excluir su carácter individual. Grafiquemos este punto a partir de un ejemplo que le pertenece a Dummett (1993a). Supongamos que mi auto tiene una falla mecánica; al llevarlo al mecánico, él me sugiere que se trata de una falla en la junta. Puedo decirle a alguien más que mi auto tiene un problema en la junta: tengo suficientes razones para creer que el enunciado es verdadero y puedo transmitir información veraz a pesar de no tener plena idea de qué es la junta y cómo funciona en mi auto. Ello es así porque la palabra “junta” tiene un significado preciso en el lenguaje ordinario. El enunciado del mecánico es verdadero porque conoce muchos otros enunciados al respecto, enunciados respecto al funcionamiento de los motores a combustión, sobre la contaminación del líquido refrigerante y la fuga de aceite en el sistema de refrigeración. El lenguaje es una red en la que se conectan diversos enunciados y prácticas —tanto lingüísticas como no lingüísticas— que se encuentran involucradas en contextos enunciativos particulares, o juego-de-lenguaje (para utilizar una expresión de Wittgenstein). Con lo anterior no pretendemos sugerir que únicamente los especialistas o expertos sean capaces de esbozar enunciados verdaderos, sino que la capacidad de agregar enunciados es un elemento necesario para discriminar la verdad de la falsedad. Casi imperceptiblemente nos hemos referido con anterioridad a las prácticas y a la noción de juego-de-lenguaje de Wittgenstein. Fue el propio Wittgenstein quien amplió la noción de “contexto oracional” elaborada por Frege. Recordemos que para Frege las unidades atómicas (palabras) tenían significado únicamente en el contexto general de la oración elemental, pero a partir del Wittgenstein maduro la noción de contexto se amplía hacia las situaciones semánticas de enunciación.

Cuando dos personas se encuentran hablando juntas, observamos una serie de intercambios de sonidos. Sin embargo, sabemos que no se encuentran simplemente intercambiando “sonidos”: se están haciendo preguntas, dando órdenes, narrando eventos, realizando conjeturas y cosas por el estilo. La filosofía del lenguaje comienza por indagar esos elementos familiares. ¿Cómo es posible que ese intercambio de sonidos desemboque en prácticas tan sofisticadas? La respuesta evidente es que se encuentran hablando un lenguaje que ambas conocen. De acuerdo con la teoría de Davidson (1984, 2001, 2005), cada uno de los participantes se comunica porque tiene la misma teoría del significado que el otro; por eso sus enunciados son significativos y es ello lo que asegura la comprensión mutua. Por su parte, Dummett (1993a) considera que la posición de Davidson (heredada de Willard van Orman Quine, 1960) no es por completo satisfactoria:

Esta imagen es vulnerable, tal como está, de ser acusada de cometer el error del psicologismo, aunque sus defensores distingan cuidadosamente entre el conocimiento de una teoría del significado y un estado de conciencia. Porque, si la comprensión de mi oyente depende de lo que hay en su cabeza, ¿cómo puedo saber, salvo mediante la fe, que me entiende como yo pretendo que lo haga? No sería demasiado útil su intento de decirme de qué se trataba su teoría del significado, porque, si lo hiciera, todavía estaría en duda si comprendí su explicación al respecto tal como pretendía; y, de cualquier modo, su conocimiento de la teoría sólo es conocimiento implícito, el cual no puede formular explícitamente (Dummett, 1993a: 146).

Davidson podría sugerir que si bien podrían existir diferencias entre la teoría del significado propia y la del oyente, esas sutilezas pueden salvarse: puede ser que el malentendido no salga a la luz, pero en principio no hay restricción alguna para poder solicitar aclaraciones y llevar la discusión tan lejos como se desee. El foco del análisis, sostiene Dummett, no debe encontrarse en las intenciones del hablante; debe hacerse explícita la conexión entre las condiciones de verdad y las prácticas lingüísticas. Esa conexión:

[…] mostrará cómo opera la posesión de las cuestiones de la teoría-de-la-verdad en una disposición para producir determinadas aserciones en ciertas circunstancias, para responder a las aserciones de los otros de ciertos modos, e, indudablemente, realizar determinadas preguntas, manifestar ciertas dudas, y cosas por el estilo (Dummett, 1993a: 146).

Las conexiones entre las condiciones de verdad y la práctica lingüística, que en absoluto resulta evidente, deben ser consideradas por la teoría. Los hablantes quieren decir lo que hacen porque se interpretan como haciéndolo; el lenguaje ordinario debe ser tomado como un instrumento de comunicación fundamental. Las consideraciones sobre el significado de las expresiones del lenguaje ordinario deben buscarse no en los estados internos (mentales) de los hablantes, sino en la práctica de emplear un lenguaje: de este modo se observará lo que los hablantes dicen o hacen. Los seres humanos somos capaces de usar un lenguaje porque hemos sido entrenados para ello. Hablar es una habilidad que requiere de la comprensión (potencial) de la totalidad de los enunciados existentes. A continuación, y antes de retomar las críticas de Bourdieu, nos centraremos en este aspecto holista del lenguaje defendido por Davidson.

 
El lenguaje como habilidad práctica: la interpretación radical

Ponernos de acuerdo en qué entendemos por “lenguaje” es un punto central del presente trabajo. Bourdieu parece suponer que si bien el lenguaje es un elemento central para la reflexión sociológica, ciertos filósofos (Austin y Habermas, por ejemplo) han incurrido en una sobredeterminación de sus capacidades, y, consecuentemente, en una infravaloración de los componentes sociales que conducen la actividad de los sujetos hablantes y obrantes. En el presente apartado nos centraremos en esta pregunta: ¿de qué hablamos cuando nos referimos al concepto “lenguaje”? Para abordar esa pregunta desarrollaremos los contrastes marcados tanto por Dummett como por Davidson respecto a la noción de lenguaje e idiolecto. A partir de esa discusión se desprenden otros elementos relevantes para toda propuesta sociológicamente analítica.

En “A nice derangement of epitaphs”, Davidson escribe: “Concluyo que no existe una cosa tal como el lenguaje” (1986: 446). Ante tal provocación, Dummett, en “‛A nice derangement of epitaphs’. Some comments on Davidson and Hacking” (1986: 459-476), se mofa de la consideración davidsoniana, sugiriendo que cuando los kurdos, los bretones y los catalanes sostienen que su lengua es el espíritu de su cultura no hacen sino referirse a una ilusión. Pero la cita de Davidson es un poco más extensa porque si bien afirma que “no existe una cosa tal como el lenguaje”, agrega: “no si por lenguaje se entiende cualquier cosa similar a lo que la mayoría de los filósofos y lingüistas han supuesto” (1986: 446). Así las cosas, es preciso indagar sobre el concepto de lenguaje al que Davidson se opone.

[…] Al aprender un lenguaje, una persona incorpora la habilidad de obrar de acuerdo a un conjunto preciso y específico de reglas sintácticas y semánticas; la comunicación verbal depende de que tanto el hablante como el portador compartan tal habilidad, y ello requiere no más que eso. Sugiero que intercambiar tal habilidad previamente dominada no era ni necesario ni suficiente para una comunicación lingüística exitosa (Davidson, 1986: 446).

Davidson sostiene que las habilidades lingüísticas que las personas poseen operan como un dispositivo que han aprendido a utilizar de distintos modos, pero objeta que tal intercambio sea suficiente para explicar nuestros logros comunicativos; sin embargo, da un paso más y sugiere que ni siquiera es necesario tal intercambio limitado.

Por un lado, las posiciones de Dummett y Davidson parecen converger. Ambos niegan que aquellos que comparten un lenguaje deban estar en posesión de una serie de reglas rígidas; quizá las diferencias sean de grados y matices. Según Dummett, el error de Davidson consiste en entender al lenguaje como una serie de idiolectos agrupados; la disputa gira en torno a la noción de “interpretación” davidsoniana (que encuentra su raíz en el concepto “traducción” de Quine, 1960), respecto a las situaciones ordinarias de enunciación en las cuales nos comprendemos unos con otros. Si bien Dummett (1993b) había sostenido que una teoría del significado implica una teoría sobre la comprensión, en Origins of Analytical Philosophy (1993a) sugiere que la relación entre ambos conceptos es un poco más sutil.

No es apropiado sugerir que en un juego —por ejemplo, el ajedrez— existan regularidades accidentales, o movimientos que podrían no ser ni buenos ni malos. Si el ajedrez fuera jugado por criaturas poco inteligentes o incluso inanimadas, no podríamos decir que estemos ante un juego de ajedrez. En el juego humano, el lenguaje se trata de una actividad eminentemente racional: adscribimos motivos e intenciones a los hablantes. Los hablantes son capaces de argumentar, dar y pedir razones. Los hablantes ordinarios, en cualquier intercambio lingüístico, se esfuerzan por comprender las diversas expresiones. Así:

Es sólo debido a que conocemos el lenguaje —los significados de las palabras, las varias posibles construcciones, y similares— que podemos adscribirle motivos e intenciones al hablar; y así, es sólo debido a que los hablantes comprenden conscientemente las palabras que usan, que el intercambio lingüístico tiene el carácter que tiene (Dummett, 1993a: 149).

Así las cosas, resultaría evidente cierta ligazón entre lenguaje y comprensión: el hablante debe conocer el significado de las emisiones para poder comprenderlas, ¿pero qué significa que el significado debe ser conocido por el hablante? Si bien Dummett sostiene que se trata de un conocimiento consciente (los hablantes no son autómatas, es decir, pueden referirse a expresiones propias y aclararlas; el resto de los hablantes, a su vez, también puede pedir que se agreguen enunciados aclaratorios), pero de ello no se sigue que sea explícito en todos los casos (aunque no existan restricciones formales para ello): Dummett sugiere “[…] que sería circular explicar la comprensión de alguien de las palabras de su lenguaje como consistiendo, en todos los casos, en una habilidad para definirlas verbalmente” (1993a: 150). Tampoco supone Dummett, como sí lo había hecho anteriormente (1993b), que la comprensión de las palabras que conforman un lenguaje se trata de una mera actividad práctica como, por ejemplo, saber nadar o patinar. Si bien es cierto que tanto patinar como hablar son actividades que se aprenden en la práctica, los seres humanos, a diferencia de los perros, no sabemos nadar naturalmente: se requieren años de práctica rigurosa. Lo mismo sucede con el lenguaje; si alejamos a un niño de su entorno social (como lo atestigua el caso del “niño de Aveyron”, criado sin contacto humano), no será capaz de incorporar el lenguaje. Más allá de los condicionamientos naturales que existen, y que han sido señalados por los psicólogos evolutivos (Tomasello, 2008, 2009), como nuestra capacidad comunicativa y cooperativa innata para incorporar el lenguaje, se requiere de la vinculación con otros seres humanos; por ello, el lenguaje es un elemento netamente social: se aprende con otros.

Pero hablar es una práctica no tan sencilla. Sin importar si sabemos o no nadar, estamos en condiciones de decir si nosotros mismos o un tercero sabemos o no nadar, o si lo hacemos bien o mal. Pero no tiene sentido decir que no sabemos si hablamos o no castellano. Mucho menos posible sería para un infante que no ha incorporado aún el lenguaje: no está en condiciones de dudar de esa práctica (tampoco de indicar si lo hace bien o mal). En palabras de Dummett:

Alguien que no pueda nadar puede saber bastante bien qué es nadar, para poder decir si alguien más está nadando, pero alguien que no sabe hablar castellano, tampoco sabe qué es hablar castellano, y puede ser engañado al pensar que alguien lo está haciendo cuando sólo está expresando sonidos de palabras en castellano sin sentido. Una habilidad que es necesario tener para saber qué es una habilidad, no es una habilidad práctica sencilla: implica conocimiento en un sentido más serio que cuando hablamos de saber cómo nadar (Dummett, 1993a: 150).

Si bien estamos de acuerdo con el planteamiento de Dummett, pues resulta evidente que estar en posesión de un lenguaje “no es una habilidad práctica sencilla”, estimamos que de ello no se sigue que deba eliminarse la vinculación entre comprensión y uso del lenguaje. Si bien es cierto que no estamos en condiciones de saber si dominamos o no un lenguaje hasta tanto no lo hagamos, hay un sentido relevante en el que una oración del lenguaje ordinario sólo puede ser comprendida en el contexto de una “red de creencias”. Y en este punto estamos plenamente de acuerdo con Davidson. En el próximo apartado nos referiremos a la noción de racionalidad y al papel de las creencias.

 
Racionalidad, creencias e intersubjetividad

Cuando los sociólogos, Bourdieu en este caso, se refieren a “lo social”, no resulta evidente el significado de ese concepto. Este trabajo es un esfuerzo por comprender lo social, y el modo de hacerlo es mediante cierta sugerencia: el mundo social es posible gracias al lenguaje; es decir, si no existieran hablantes competentes, tampoco existirá el mundo de los estados, las universidades y el dinero. El uno no puede pensarse sin el otro. Aquí sostendremos, además, que los seres humanos somos animales racionales, por lo que un análisis sobre lo social debe contemplar la racionalidad humana. Resulta evidente, sin embargo, decir que los seres humanos somos “animales racionales”; ello no constituye una novedad para el pensamiento filosófico, ¿pero a qué nos referimos con esa expresión? En lo que sigue nos detendremos en el concepto davidsoniano de racionalidad.

No existe diferencia alguna respecto a la racionalidad, prima facie, entre los bebés humanos durante su primera semana de vida y, por ejemplo, los caracoles. Si el bebé es capaz de vivir lo suficiente, comenzarán a aparecer, paulatinamente, ciertos rasgos distintivos y específicos de nuestra especie animal. Las características distintivas, para plantear nuestro problema de un modo general, son las actitudes proposicionales, es decir, los deseos, las creencias y las intenciones. El planteamiento resulta muy gráfico cuando contrastamos a los caracoles con los bebés humanos, ¿pero ocurre lo mismo con los delfines y los chimpancés? En una primera aproximación, no resultaría razonable sugerir, con cierta liviandad, que estos últimos no poseen intenciones o deseos.

Algunos animales piensan y razonan; consideran, analizan, rechazan, y aceptan hipótesis; actúan por razones, algunas veces después de deliberar, imaginan consecuencias, y ponderan probabilidades; tienen deseos, esperanzas, y odios, a veces por buenas razones. También cometen errores de cálculo, actúan en contra de su mejor buen juicio, o aceptan doctrinas basadas en evidencias inadecuadas. Cada uno de estos logros, actividades, acciones, o errores, son suficientes para demostrar que un animal tal es un animal racional, para ser un animal racional basta poseer actitudes proposicionales, no importa qué tan confusas, contradictorias, absurdas, injustificadas o erróneas esas actitudes puedan ser (Davidson, 2001: 95).

Así las cosas, y ante la pregunta ¿qué hace que un animal sea racional?, Davidson nos ofrece un criterio: estar en posesión de actitudes proposicionales resulta un criterio adecuado porque ofrece una idea de conjunto: si poseemos una, debemos estar en posesión de muchas más. No es posible tener una única creencia; la existencia de una creencia implica la existencia de toda una red de creencias; poseer una creencia requiere a su vez de la posesión de otras actitudes proposicionales, como las intenciones, los deseos y, fundamentalmente, un tipo particular de lenguaje. El planteamiento holista de Davidson es útil y radical por una misma razón: es tajante. No es posible poseer actitudes proposicionales y a la vez no tenerlas; no es posible poseer algunas y no otras. Las actitudes proposicionales se tienen o no se tienen.

No han faltado aquellos que han supuesto que, en ciertas oportunidades, los animales piensan, deducen, sacan conclusiones y hasta son inteligentes. Así lo sugieren, por ejemplo, los experimentos con primates no humanos de Wolfgang Köhler (1976). Norman Malcolm (1974) avanza en la misma dirección: sugiere que cuando un perro persigue a un gato creyendo (equivocadamente) que se había trepado a un roble y comienza consecuentemente a ladrar, esa situación puede ser descrita afirmando que “el perro piensa que el gato ha subido a ese roble”. El elemento central en la presente discusión es si estamos (o no) justificados al afirmar que el perro tiene una “creencia” particular capaz de conducir su acción y su respuesta emocional. Así, si estamos justificados a inferir creencias, también estaremos justificados a atribuirle deseos e intenciones. Prima facie, pareciera irreprochable sugerir que el perro haya tenido una creencia tal: cree haber visto al gato subir al roble y, por eso mismo, comienza a ladrar, a dar vueltas alrededor del árbol y cosas por el estilo. ¿Pero efectivamente el perro cree que el gato ha subido al roble, o cree que ha trepado al árbol más viejo? Y avanzando en la clarificación, ¿puede el perro identificar a un objeto bajo el concepto “roble”? En este punto, Davidson sostiene:

Esto pareciera ser imposible a menos que supongamos que el perro posee ciertas creencias generales sobre los árboles: que son cosas que crecen, que necesitan tierra y agua, que tienen hojas o espinas, que se queman. No hay una lista fija de cosas que alguien con el concepto de un árbol deba poseer, pero sin ciertas creencias generales, no habría razón para identificar a una creencia como una creencia sobre un árbol, mucho menos sobre un roble (Davidson, 2001: 98).

Un concepto debe ser capaz de ser ubicado en una amplia red de creencias relacionadas y pensamientos identificatorios. De este modo, resultaría difícil aplicarle esa complejidad semántica y gramatical a un perro: no resulta razonable sugerir que un perro sea capaz de distinguir un roble de otros tipos de árboles, como tilos, olmos y fresnos. Es posible que la gran mayoría de los hablantes tampoco sea capaz de distinguir entre una amplia variedad de ellos; la diferencia es que nosotros podemos aprender y dominar estos conceptos a través, por ejemplo, de la lectura de libros de botánica. Lo característico de nuestra especie animal es que no existe restricción formal alguna que lo impida.

Cuando poseemos un conjunto de creencias, no es posible que se dé una incoherencia radical. Las creencias que tenemos, en términos generales, son verdaderas. Es verdadero que existen los robles, que los gatos pueden treparlos con sus uñas, que el perro vio al gato dirigirse hacia el roble, y cosas por el estilo. Estar en posesión de actitudes proposicionales implica tener una lógica, en términos generales, correcta: esta es una buena razón para sostener que aquellos que tienen actitudes proposicionales son criaturas racionales. Con esto no se pretende negar la existencia de la irracionalidad; en ciertas ocasiones tomamos decisiones con base en acciones que tenemos buenas razones para evitar, pero la posibilidad de la irracionalidad depende de altos niveles de racionalidad; por ello, Davidson define a la irracionalidad no en términos de ausencia de racionalidad, sino como perturbación o afección de la razón (2001: 99). Y es posible la racionalidad si estamos en posesión del lenguaje. Tanto Köhler como Malcolm están justificados en creer que sus chimpancés o perros tienen deseos, creencias e intenciones si les adjudican, a la vez, un lenguaje.

Dentro del conjunto de las actitudes proposicionales, existe una que es más fundamental, en el sentido de que supone a las otras: las creencias. Los deseos y las intenciones suponen a las creencias. Sin creencias no hay actitudes proposicionales ni racionalidad, por dos motivos: 1) para tener una creencia es necesario tener el concepto de creencia, y 2) para tener el concepto de creencia es preciso tener lenguaje. Tener cualquier actitud proposicional requiere estar en posesión del concepto de creencias, es decir, tener una creencia sobre alguna creencia. Si, por ejemplo, tras un día de trabajo regreso a mi casa y al vaciar mi bolsillo me percato de que olvidé mis llaves en mi oficina, al notar mi olvido, me desespero. La desesperación sobreviene porque es una creencia sobre una creencia: la creencia de que no podré entrar a mi casa por tener la creencia de haber olvidado las llaves en mi oficina. Se da un contraste entre lo que creía (que las llaves estaban en mi bolsillo) y lo que creí después (que las olvidé); si me desespero, o grito, o maldigo, es porque mi segunda creencia negó a la primera. Toda creencia puede ser verdadera o falsa, correcta o incorrecta. De este modo, tener el concepto de creencia implica tener el concepto de verdad objetiva. Si creo que mis llaves están en mi bolsillo, puedo estar en lo cierto o estar equivocado. Si me desespero o maldigo, es porque constato que mi primera creencia es falsa, pues no se corresponde con una realidad que es independiente y objetiva respecto a mis creencias. Davidson sostiene:

Una criatura puede interactuar con el mundo de modos complejos sin considerar proposición alguna. Puede discriminar entre colores, sabores, sonidos y formas. Puede aprender, esto es, modificar su comportamiento, en modos en que preserve su vida o sus provisiones de alimento. Puede “generalizar”, en el sentido de reaccionar a nuevos estímulos como ha venido reaccionando a estímulos previos. Sin embargo, nada de esto, no importa qué tan exitoso para mis estándares, demuestra que la criatura domina el contraste entre lo que es conocido y lo que es el caso, como lo requiere la creencia (Davidson, 2001: 104, 105).

Aquello que posibilita el dominio de ese contraste entre lo que es conocido y lo que es el caso es, justamente, el lenguaje. Para comprender el habla de otra persona debo compartir las mismas cosas que piensa esa persona; debo compartir su mundo, que al ser compartido se transforma en nuestro mundo. Cuando decimos que es preciso “compartir” su mundo, no nos referimos a una aceptación total de sus creencias, sino a la capacidad —sin restricciones formales— de elaborar las mismas proposiciones, estando así en posesión del mismo concepto de verdad. Elaborar creencias sobre un mundo intersubjetivo implica la existencia de un tipo de comunicación en la que se asegure que aquello que uno piensa, cree y desea, es lo mismo que piensa, etcétera, el otro. Es así como el concepto de mundo intersubjetivo, en el sentido de compartido, es el concepto de mundo objetivo.

A partir de estas argumentaciones, resulta dudosa la sugerencia de Bourdieu, puesto que la filosofía analítica del lenguaje hace cualquier cosa menos marginar “las condiciones sociales de uso de las palabras” (Bourdieu, 2014: 85), es decir, aquello que hemos denominado “mundo social”. Las creencias que elaboran los hablantes son creencias sobre el mundo, un mundo intersubjetivo. Bourdieu reprocha a los estudiosos del lenguaje que no consideran la acción como un modo de ejercer el poder o la dominación, pero ello se trata de un mero “prejuicio sociológico”, porque esa supuesta ingenuidad no puede deducirse de las argumentaciones precedentes, no al menos de un modo razonable. Tanto los manuales de lógica como los ensayos sobre filosofía analítica utilizan ejemplos sencillos para graficar los argumentos, pero de ello no se sigue que las teorizaciones y las conclusiones que se deducen de esas cadenas argumentales tengan el mismo grado de sencillez y rusticidad. Pensar a partir de los supuestos de la filosofía del lenguaje —que es aquello que precisamente alentamos— nos impide comprender las relaciones institucionales desde afuera del lenguaje, tal como supone Bourdieu (2014: 87). No resulta evidente cómo podría ser posible ubicarse “fuera” del lenguaje, ni qué podría ser comprendido allí. Lo que sí resulta evidente es que Bourdieu no comprende el alcance ni los lineamientos generales de la filosofía analítica del lenguaje; aquello que también resulta evidente es que confunde a la filosofía del lenguaje con la lingüística de Ferdinand de Saussure y el modo en que comprende el lenguaje en términos de código. Ni Frege, ni Russell ni Wittgenstein, como así tampoco Austin, han sido lingüistas en sentido estricto. A continuación nos centraremos en esa (equivocada) comprensión del lenguaje sostenida por la tradición saussureana que tan hondo ha calado, y continúa haciéndolo, en el pensamiento francés.

 
El lenguaje como código y la teoría del significado

El circuito de la palabra, según la concepción de Saussure, se presenta del siguiente modo:

Sean, pues, dos personas, A y B, en conversación. El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo, en el de A, donde los hechos de conciencia, que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las representaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Supongamos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente: éste no es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico: el cerebro transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las ondas sonoras se propagan de la boca de A al oído de B: proceso puramente físico (Saussure, 2007: 60, 61).

Este modo de comprender la comunicación, en términos de proceso psíquico, fisiológico y físico, sí podría ser pasible de un cierto “reproche sociológico”. Bourdieu estaría gustoso en sugerir que este circuito comunicativo que hemos presentado se encuentra descaminado, y no sólo por no contemplar “la relación con un mercado determinado”.

Si bien resulta razonable incluir en el proceso comunicativo las imágenes mentales y auditivas, la presentación que hace Saussure respecto al significado de las palabras —los conceptos— es insostenible. Un concepto no es una imagen mental; no existe algo así como un concepto llegando a la mente de alguien. Estar en posesión de un concepto no es asimilable a sentir un dolor; no se trata de una cuestión física o fisiológica; tampoco es un proceso psíquico porque los significados no están, digamos, en “nuestras cabezas”, es decir, no son privados (como hemos visto, Frege se opuso a esa noción de psicologismo). Los significados de las palabras —y de las oraciones elementales, para expresarlo en términos fregeanos— no son individuales. El lenguaje, pues, es un fenómeno social, una habilidad aprendida. Esa habilidad en cuestión es la capacidad de aplicar los conceptos de un modo apropiado. Quien no sea capaz de aplicar el concepto correctamente, podría ser acusado por el resto de los hablantes de no conocer ese concepto en cuestión. Si alguien no sabe usar la palabra “árbol”, no conoce su significado.

Para comprender el lenguaje es preciso estar en posesión de una teoría del significado. Dummett aclara:

[…] Al explicar el significado lingüístico, con ello estaremos explicando qué es tener tales pensamientos. Ya que hay muchos pensamientos que son evidentemente inaccesibles para criaturas sin un cierto modo de manipular indicios lingüísticos o simbólicos, y ya que todos los pensamientos son más perspicuamente articulados en el lenguaje que mediante cualquier otro medio de expresión, una teoría del significado para un lenguaje suministra el único modo que tenemos para lograr una consideración sobre los pensamientos, adecuada para el rango de los pensamientos humanos en general (Dummett, 1993a: 127-128).

Y una teoría del significado correcta ha sido formulada por el holismo de Davidson. Debido a que ya hemos trabajado esta problemática en otro sitio (Dottori, 2019), nos limitaremos aquí a bosquejar sucintamente ciertos lineamientos generales.

Para Davidson (1984), la verdad de las oraciones la otorga la verdad de las unidades atómicas (palabras) que las constituyen. Aquello que asegura la comprensión de un predicado de verdad S en L se refiere a los rasgos semánticos del lenguaje. La teoría de la verdad de Davidson se basa en la de Alfred Tarski; teoría que debe satisfacer aquello que Tarski denomina Convención T (1936), la cual tiene la siguiente forma lógica: (T) O es verdadera si y sólo si p. Un ejemplo típico es: “‛La nieve es blanca’ si y sólo si la nieve es blanca”. Del lado derecho del bicondicional tenemos la oración, y a la izquierda, el nombre de la oración. La anterior no se trata de una definición de la verdad, sino de una condición que ha de cumplir toda definición de verdad para un lenguaje L. Si todas las oraciones T fueran verdaderas, y la teoría que las implique fuera capaz de satisfacer la Convención T, ofreciendo las condiciones de verdad para cada oración, la teoría de la verdad al estilo Tarski sería suficiente para asegurar la comprensión de los hablantes.

Un ejemplo de oración T típica es como sigue: “Sócrates está volando” es verdadero (en el lenguaje castellano) en t si y sólo si Sócrates está volando en t.

Las oraciones T no “aportan el significado” automáticamente: aquello que logra una teoría de la verdad es capturar el rol esencial de cada oración. La interpretación (o el significado) de una oración es posible cuando se asigna a la oración una posición semántica dentro del patrón de oraciones que componen el lenguaje en su totalidad. La teoría de la verdad de Davidson, basada en la teoría de la traducción de Quine (1960), es una teoría de la verdad absoluta; y así debe ser porque, tal como aclaramos anteriormente respecto a las actitudes proposicionales, para comprender una oración es preciso comprenderlas todas (o, al menos, una porción no menor de ellas).

Tras haber analizado ciertas nociones generales provenientes de la tradición analítica, hemos advertido que no resulta posible desplegar una cierta desvinculación, de la que Bourdieu se escandaliza, entre el lenguaje (o pensamiento) y el mundo, o, para utilizar la terminología sociológica, las “condiciones sociales de uso”. El lenguaje no es un “objeto autónomo”, y mucho menos se trata de buscar el “poder de las palabras en las propias palabras” (Bourdieu, 2014: 85); esa crítica, como hemos observado en el apartado anterior, podría esgrimirse (Bourdieu lo hace) en contra de la lingüística de Saussure, pero no respecto de la filosofía analítica. La noción austiniana de performatividad (actos de habla realizativos o performativos) y su teoría de los actos de habla en general, como veremos en el siguiente apartado, decididamente contempla el elemento social de lenguaje y el contexto en el que se inserta toda práctica lingüística.

 

Austin y los actos de habla

Lo característico de la teoría de los actos de habla de Austin es la argumentación de que los enunciados han sido analizados desde un punto de vista erróneo o, al menos, incompleto. Los enunciados no tienen por finalidad, únicamente, “describir” los hechos o “enunciar los estados de cosas” en tanto que verdaderos o falsos; ciertos enunciados no “describen” o “registran” una situación particular, sino que ciertos actos de expresar un enunciado tienen por finalidad realizar una acción. A este tipo de oraciones Austin las denomina realizativas o realizativo. En sus palabras:

El término “realizativo” será utilizado en una variedad de modos y construcciones afines, tal como ocurre con el término “imperativo”. El nombre se deriva, por supuesto, de “realizar”, el verbo usual con el sustantivo “acción”: esto indica que el uso de la expresión es la realización de una acción —normalmente no se concibe como tan sólo diciendo algo (Austin, 1962: 6-7).

Pero si bien la acción de decir las palabras correspondientes —por ejemplo, afirmar “Sí, acepto” para cumplir con la ceremonia de matrimonio— es lo primero que necesitamos para realizar el acto, Austin se detiene en un elemento que es fundamental para la discusión sociológica y para nuestra específica revisión de la crítica de Bourdieu a la teoría de los actos de habla. Tan fundamental como la proferencia del enunciado es que éste sea expresado en las circunstancias apropiadas: característicamente se trata de la contemplación de la variante pragmática, la cual viene a enriquecer, según pretende Austin, el mero análisis semanticista.

Como se observa, la propuesta de Austin no se caracteriza por ser ingenua, o “mágica”, como Bourdieu sugiere. La preocupación fundamental de How to do Things with Words es el tratamiento y análisis del problema del contexto en los enunciados realizativos. Austin ejemplifica la noción de “circunstancias apropiadas” en el caso, por ejemplo, de las apuestas. Afirmar “Te apuesto que ganará el corredor X” no basta para realizar una apuesta: ello se evidencia si una persona expresa el enunciado una vez finalizada la carrera. Cuando, digamos, “algo sale mal”, el realizativo fracasa, sea la asunción de un cargo, una promesa, un legado o bautismo. Aquí Austin no habla de enunciados verdaderos o falsos, sino de expresiones desafortunadas. A la doctrina de “las cosas que pueden salir mal” Austin la denomina la doctrina de los infortunios. Está constituida por una serie de condiciones necesarias: debe haber un procedimiento convencional aceptado; las personas y las circunstancias particulares deben ser las apropiadas; el procedimiento debe llevarse en forma correcta; deben darse todos los pasos correspondientes; los participantes deben conducirse de manera adecuada, y deben comportarse efectivamente así en esa oportunidad (1962: 14, 15).

Los realizativos también requieren de una serie de sentimientos, pensamientos e intenciones que deben estar presentes para el correcto desarrollo del acto de habla. En lo que concierne a los sentimientos, por ejemplo, decir “Te felicito” cuando no me siento en verdad a gusto, o “Te doy mi pésame” cuando no siento en absoluto pena por la otra persona, son casos en que no se tienen los sentimientos adecuados; así y todo, el acto de habla no es nulo, pero sí es insincero. Al decir “Te aconsejo tal cosa”, cuando no creo que ese sea el mejor consejo para mi interlocutor, o al decir “Lo declaro inocente” cuando creo que esa persona no es inocente, esos pensamientos tienen un paralelo evidente con la mentira. Casos en los que no se tienen las intenciones requeridas son los del tipo, “Te prometo” cuando no pretendo cumplir mi promesa, o “Te apuesto” cuando no tengo intención de pagar mi apuesta (Austin, 1962: 40 y ss.). Austin concluye la Lección IV de un modo que resulta altamente sugestivo a los fines que aquí nos interesan:

[…] Observamos que, para explicar aquello que puede estar equivocado con los enunciados, no podemos tan sólo concentrarnos en las proposiciones involucradas (cualesquiera fueran) como tradicionalmente se ha hecho. Debemos considerar la situación total en la que la expresión se emite —el acto-de-habla total— si vamos a observar el paralelo entre los enunciados y las expresiones performativas, y cómo cada una puede estar descaminada. Quizás, de hecho, no existe una marcada distinción entre enunciados y expresiones performativas (Austin, 1962: 52).

Esta “situación total” a la que Austin se refiere es ni más ni menos que la realidad social o, dentro de sus caracterizaciones, el contexto. Y estaría completamente de acuerdo con Bourdieu en eso de que las palabras por sí solas no ofrecen el “principio de la eficacia de la palabra” (Bourdieu, 2014: 87) porque, como hemos citado más arriba, “no podemos tan sólo concentrarnos en las proposiciones involucradas (cualesquiera fueran)”.

Austin escribe How to do Things with Words con el objetivo de ampliar el contexto necesario para comprender los enunciados; el punto de arranque interpretativo no encuentra al elemento más básico en la oración elemental, como Frege sugería,1 sino que amplía aún más el significado extendiéndolo hacia el acto de emitir una expresión lingüística en un contexto particular que involucra a una serie de actores, a un tiempo y espacio apropiados. Cuando realizamos un acto “al” decir algo, como distinto a cuando realizamos el acto “de” decir algo, estamos ante aquello que Austin denomina “acto ilocucionario” (illocutionaryact). Las palabras utilizadas (o los actos de habla) sólo pueden ser comprendidas teniendo en cuenta el marco general (semántico y pragmático) de la enunciación; allí, precisamente, el elemento central que debe ser considerado es la noción de “contexto”. Una persona puede proferir las palabras “Sí, acepto” sin obtener resultado alguno; sólo en ciertas condiciones específicas de enunciación ese acto de habla realizativo “crea” la institución del matrimonio.

 

Conclusiones

Si bien las críticas de Bourdieu en el apartado en el cual nos hemos detenido de ¿Qué significa hablar? se centran en Austin, no es menos cierto que desdeña “todos los enfoques basados en el lenguaje“. Resulta necesario insistir en la importancia de retomar ciertos lineamientos generales provenientes de la filosofía analítica del lenguaje, porque sin una comprensión satisfactoria de las expresiones con sentido emitidas por los hablantes (a ello lo denominamos habitualmente “lenguaje”) no será posible desplegar una cabal comprensión de aquello que los sociólogos convenimos en llamar (con cierta despreocupación, por cierto) “sociedad”. La superación de este prejuicio sociológico —la trivialización del componente lingüístico para lograr una correcta comprensión del mundo social— nos ha animado a elaborar el presente trabajo. En otro lugar hemos hecho hincapié en esta necesidad (Dottori, 2018); ahora volvemos a hacerlo desde otra perspectiva, centrándonos con mayor detalle en ciertos lineamientos generales de la filosofía del lenguaje. Por eso mismo, nuestros análisis no se han limitado a desarrollar algo así como una “defensa a Austin”, sino que hemos intentado mostrar la complejidad y la potencia analítica de la tradición filosófica que ha comenzado con los trabajos de Frege, Russell y Wittgenstein. Comprender el mundo social implica (en sentido lógico) comprender el lenguaje proposicional. De ello ha sido plenamente consciente Habermas (1981a, 1981b, 1988) con su teoría de la acción comunicativa; pero el punto que nos genera cierto distanciamiento es su rechazo (alentado por Apel) de la tradición semántica lógica (que aquí hemos defendido), criticando al linguistic turn y defendiendo al pragmatic turn. Resulta ciertamente injustificado suponer que la lógica hace “abstracción” del lenguaje ordinario. La formalización es una “traducción” de un segmento del lenguaje natural a otro lenguaje (formalizado); pero nada “se abstrae” a partir de allí, ¡todo lo contrario! Se trata de un esfuerzo comprensivo y no de una maniobra evasiva. Si hemos tratado una amplia variedad de problemáticas es porque hemos pretendido dar cuenta del refinamiento y la riqueza conceptual de la tradición analítica, intentando alentar a los teóricos sociales en el estudio de esa escuela de pensamiento.

Para finalizar nuestro análisis, consideramos pertinente realizar algunas aclaraciones respecto a la noción de “contexto” anteriormente abordada. Quizás esa noción —que aquí hemos equiparado a las “condiciones sociales de enunciación”— pueda ser clarificada apelando a otras nociones conceptuales propuestas por Austin que aún no hemos mencionado. Pareciera que las aserciones del tipo “Prometo ir a nadar mañana” o “Debes mantener tu habitación limpia” no son equiparables a oraciones como “La mesa está servida” o “Tengo migraña”. Los dos primeros casos (la promesa y la orden) 1) no describen nada, no al menos en el sentido de “Tengo migraña”; 2) no tienen valor veritativo, es decir, no son ni verdaderas ni falsas; y 3) no son sinsentidos. En la Conferencia V de How to do Things with Words, Austin justamente se plantea esa pregunta comparativa: ¿cómo es posible distinguir las expresiones descriptivas (o constatativas) de las realizativas? Si bien, como hemos aclarado, podríamos sugerir en un sentido trivial, que decir algo es una acción, es preciso detallar ¿en qué sentido importante —filosófica y sociológicamente relevante— podemos afirmar que “decir algo es hacer algo”? La respuesta que ofrece Austin es que es necesitamos presentar ciertas diferenciaciones. Debemos distinguir: 1) el acto de decir algo, es decir, proferir ciertos ruidos con cierta entonación o acentuación, ruidos que pertenecen a cierto vocabulario y a construcciones con “sentido y referencia” —a ello Austin lo llama acto locucionario o dimensión locucionaria del acto lingüístico—; 2) el acto que llevamos a cabo al decir algo, por ejemplo, prometer, legar, saludar, contratar, insultar, definir —aquí Austin habla de acto ilocucionario o dimensión ilocucionaria del acto lingüístico—; 3) el acto que llevamos a cabo porque decimos algo: intimidar, ofender, apenar, intrigar, amenazar, agredir, asombrar —a esto se lo denomina acto perlocucionario o dimensión perlocucionaria del acto lingüístico. La conexión entre lo que decimos en el acto de decirlo y las consecuencias contingentes que sobrevienen porque lo hemos dicho. Esa conexión es causal. Pero la relación entre el acto locucionario y el ilocucionario es, según Austin, una relación convencional. Nuestra tesis en sentido fuerte, cuando hemos ubicado al problema del contexto —a partir de la segunda parte del presente trabajo— como un problema central, es que la vinculación entre un análisis del lenguaje y un análisis de la realidad social (las fronteras entre uno y otro no son nítidas, ni para Austin ni para nosotros) se encuentra signada por las convenciones que regulan las prácticas institucionales. El matrimonio, por ejemplo, tiene lugar, si y sólo si, se despliega en una institución particular (el registro civil, la iglesia) bajo ciertas normas convencionales específicas. Y es sugestivo que Bourdieu critique a Austin porque aquel entiende (y acepta) la relevancia que para una teoría social tienen las “formas de hacer, pensar y sentir” (habitus dentro de su andamiaje conceptual). Los seres humanos no actuamos, ni pensamos ni sentimos por fuera de los límites del lenguaje. Hacemos algo; pensamos algo, sentimos algo. Y ese “algo” puede ser comprendido porque puede ser expresado. El mundo social es un mundo conceptualizado. Así y todo, una melodía o el amor no tienen una estructura proposicional. Puede que el lenguaje no lo explique todo, pero sin lugar a dudas debe ser tenido como el punto de arranque de una teoría que se proponga comprender la conducta social de los seres hablantes y obrantes.

Comprender la realidad social —como Bourdieu pretende— en los términos de una cierta autoridad que “sobreviene desde afuera” a modo de un skeptron, no parece aportar clarificación alguna. ¿Cómo podríamos pensar el mundo sin utilizar el lenguaje? Si existiera alguna porción del mundo por fuera del lenguaje, ¿cómo podríamos comprenderlo ante-predicativamente? Pretender comprender el mundo a partir de lo que no es el caso, no tiene sentido. Bourdieu parece intentar llevarnos hacia una paradoja vacua: podemos pensar el mundo sin utilizar enunciados, conceptos, lenguaje. ¡Cómo podríamos! El presente trabajo debe ser comprendido como un esfuerzo por aclarar que el mundo social se encuentra estructurado por convenciones lingüísticas. Las distintas instituciones se crean al realizar ciertos actos de emisión que requieren de un “contexto” específico, es decir, una serie de enunciados particulares, promulgados en lugares precisos y por las personas correspondientes. Enunciados, un tiempo y espacio, y personas “correctas” (que constituyan actos de habla “felices”, dentro de la terminología de Austin), permiten que se acepte, produzca y reproduzca nuestro mundo social “convencional”; esas convenciones son construidas por todos nosotros y, por ello, son susceptibles de ser modificadas. En cierto pasaje de las Philosophical Investigations (1953: §18), Wittgenstein sugiere que el lenguaje puede ser equiparado con una vieja ciudad (europea) donde lo antiguo (una maraña de callejuelas y plazas) convive con lo nuevo (un trazado urbano con calles rectas y uniformes). Así sucede con las sociedades: ciertas convenciones permanecen inalteradas mientras otras se modifican y transforman con el tiempo; ello es así porque la vieja generación (los padres) es incapaz de transmitir el mundo a la nueva generación (los hijos) con los valores, usos y costumbres exactas con las que fueron criados. Vivir en sociedad es cuestión de adiestramiento, pero el rumbo a seguir por los individuos nunca es evidente.

 

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Recibido: 27 de febrero de 2019

Aceptado: 7 de octubre de 2019

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