Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Stigmatizing policies against Latin American youth: Criminalizing fallacies

Andrés Rincón Morera* y Jeraldine Alicia del Cid Castro**

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*Antropólogo y magíster en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Candidato a doctor en Ciencias Sociales del doctorado de Investigación en Ciencias Sociales, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México. Temas de especialización: violencia urbana, conflicto armado y memoria, simbología y narrativas sobre la violencia. Carretera Picacho-Ajusco 377, Héroes de Padierna, 14200, Ciudad de México.

**Magíster en Relaciones Internacionales de la Universidad Galileo de Guatemala. Candidata a doctora en el doctorado de Investigación en Ciencias Sociales, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México. Temas de especialización: estudios de género, derechos sexuales y derechos reproductivos, estudios de niñez y juventud, estudios centroamericanos.

 

Resumen: En este artículo se discute la imagen estigmatizante de violencia asociada con la juventud de sectores populares en América Latina. Se evidencia el entramado narrativo y simbólico en que, a partir de la imputabilidad de la juventud como generadora principal de homicidios, se sustenta con poca objetividad la necesidad de endurecer las penas contra menores y reducir la edad de imputabilidad penal. En contraste, a partir de datos, se afirma que no es sobre la juventud que recae la agudización de la violencia homicida en la región, marco en que se resalta la inadecuación de las medidas criminalizantes contra este segmento poblacional.

Palabras clave: juventud, violencia, estigmatización, criminalización.

Abstract: This article discusses the stigmatizing image of violence associated with youth in low-income sectors in Latin America. It highlights the narrative and symbolic framework, which, on the basis of the imputability of youth as the main generator of homicides, unobjectively cites the need to toughen punishment ofminors and reduce the age of criminal responsibility. Conversely, statistical data show that it is not youth who are responsible for exacerbating homicidal violence in the region. This framework is used to highlight the inadequacy of criminalizing measures against this population segment.

Keywords: youth, violence, stigmatization, criminalization

 

El presente texto tiene un objetivo preciso: demostrar que en América Latina carecen de fundamento objetivo una buena parte de las justificaciones públicas para impulsar políticas orientadas a la reducción de la edad de imputabilidad penal y el endurecimiento de las medidas con que son tratados quienes son identificados como jóvenes y adolescentes. No pretendemos referirnos a la adecuación o inadecuación de las políticas públicas en materia de tratamiento penal orientadas a quienes son caracterizados como pertenecientes a este sector social; tampoco es parte del alcance del presente texto una elaboración conceptual y empírica sobre la relación entre población juvenil-violencia (su causalidad o no); mucho menos, una discusión teórico-epistemológica sobre los propósitos políticos, el encuadre socioestructural y la racionalidad económica que pudiese subyacer a tales políticas1 Preferiblemente, señalamos que no se sostiene fácticamente el argumento que se está empleando como justificación para impulsar códigos penales más restrictivos que modifiquen los sistemas especiales de los que gozan en virtud de su edad y los tratados internacionales.

Esto es, con base en diferentes datos estadísticos, se hace evidente que, a diferencia de una serie de narrativas que se han posicionado en la opinión pública, no es cierto que aquellas personas que son caracterizadas como juventud y adolescencia sean las que más violencia generan o que sean quienes han disparado este fenómeno al alza en América Latina. Por lo tanto, nuestra exposición descansa en el propósito de evidenciar cómo las justificaciones que impulsan tales políticas se amparan tanto en una imagen estigmatizante (desvalorización de la identidad de la persona en el intercambio directo, en el sentido goffmaniano), como de sujeción criminal (imagen estructural que promueve a la vez un patrón de discriminación y subordinación que posibilita diferentes mecanismos de control, incluida la violencia en el sentido expuesto por el sociólogo brasileño Michell Misse (2015),2 diada que impulsa desde hace tiempo una serie de marcos adversos en que amplios sectores poblacionales se desarrollan en medio de profundas inequidades, ligadas con modos de reproducción de la condición de la juventud que se encuentran mediados por la precarización y la violencia (Valenzuela Arce, 2015). Consecuentemente, una pregunta nodal atraviesa el presente texto: ¿Las iniciativas de ley impulsadas en diferentes países latinoamericanos, tendientes a la modificación de la edad de imputabilidad penal, tienen un asidero fáctico cuando representan a la población juvenil como el sector social que protagoniza el conflicto violento en América Latina? Y más específicamente: ¿Cómo pueden comprenderse las justificaciones expresadas con tales propósitos a la luz del comportamiento de indicadores como la tasa de homicidios?

En consecuencia, en el presente texto se aborda una hipótesis principal: dado que, siguiendo a Carles Feixa (1999), es factible aseverar que la juventud es, ante todo, una construcción social y simbólica, se considera que a lo largo y ancho de América Latina las políticas públicas orientadas tanto a la disminución de la edad de imputabilidad penal como al endurecimiento de las penas contra la juventud están sustentadas en la construcción de una imagen normativa que, basada en un orden adultocrático,3 reproduce dos imágenes nodales:4 de un lado, una serie de narrativas y símbolos estigmatizantes que circulan en varios ámbitos (pasando por los medios de comunicación, permeando los discursos de diversas personalidades políticas, hasta llegar a la esfera pública de la sociedad civil) en que se imputa que la juventud es la principal generadora de los delitos de alto impacto y su respectivo crecimiento; por otro lado, una serie de discursos criminalizantes en que se aduce que el vacío de leyes penales fuertes contra la juventud ha ocasionado una mayor participación de este sector social en diferentes delitos. Empero, se evidencia que un análisis detallado de diferentes cifras, especialmente las tasas de homicidio, no sólo demuestra lo erróneo de este tipo de aseveraciones; además, permite controvertir aquella imagen que muestra a la población juvenil como víctima y victimaria, siendo que, parafraseando a José Manuel Valenzuela Arce (2015: 21), se puede afirmar que datos como el registro de jóvenes asesinados sólo pueden constituir un relato de la forma en que “la violencia afecta a la sociedad en su conjunto”. Es decir, se refieren específicamente “al peso demográfico de la juventud” en este tipo de tendencias, cuando lo que realmente interesa es ver las condiciones de vulnerabilidad que se constituyen como un factor de producción de la imagen de la juventud, tal cual opera con los procesos de criminalización y estigmatización. Como asevera Erving Goffman (2006), el estigma trae a colación una imagen que disminuye el valor de una persona o una población; ello procede de la distancia efectiva entre lo que realmente acontece y la imagen, la narrativa y los símbolos construidos sobre un comportamiento, un sujeto o un acontecimiento. Se sostiene entonces que en el caso de quienes son identificados como jóvenes y adolescentes en América Latina procedería un proceso de condena-aislamiento-rechazo-subordinación contra distintos sectores juveniles (especialmente quienes provienen de zonas populares), en que se tipifican identidades y comportamientos bajo el signo del “peligro”, lo amenazante y lo contaminante.

Para acometer los objetivos del presente texto se ha seguido la siguiente metodología: primero, con la intención de rastrear la forma en que circulan diferentes tipos de justificaciones sobre la reducción de la imputabilidad penal, se realizó una base de datos de prensa en diferentes países de América Latina entre 2010 y 2017, y se procedió posteriormente a su sistematización con el software Atlas ti. En consecuencia, las citas textuales que se presentan a continuación procuran mostrar aquellas frases prototípicas que ejemplifican de mejor manera el estigma y la criminalización en cuestión. En segundo lugar, con el fin de controvertir aquella imagen sobre la población juvenil, se recabó toda una serie de información estadística sobre los delitos de alto impacto, específicamente las tasas de homicidio,5 a nivel latinoamericano y de manera detallada para Brasil y México; a partir del programa de análisis estadístico R, se realizaron diferentes regresiones lineales que sirven de base para identificar relaciones significativas entre la juventud y diversas imputaciones sobre su incursión en diferentes fenómenos de violencia.

Por lo tanto, el texto se organiza en cuatro apartados: en primer lugar, se trae a colación cómo ha sido analizada la juventud en la teoría social. En segunda instancia, se esboza de manera general el contenido básico sobre el cual se ha cifrado tal estigma contra la juventud. Posteriormente, se presentan algunos de los argumentos que se han planteado en América Latina como razón fundante para reducir la edad de imputabilidad de aquellos jóvenes y menores que incurren en delitos. Finalmente, se evidencia cómo el comportamiento general de las cifras de homicidio desvirtúa aquella imagen negativa que sin miramientos señala a la juventud como “la más violenta”; acápite en que se demuestra que tampoco es cierto que tal fenómeno proceda con más fuerza en contextos urbanos o en sociedades marcadas por una violencia alta generalizada.

 

La juventud en la teoría social

En el presente apartado se introducen las principales corrientes teóricas que han abordado la cuestión de la juventud en la teoría social; interesa demostrar cómo, en medio de este proceso, en recientes análisis se tiende a considerar a este sector social como resultado tanto de un conjunto de estructuras sociales, como de un cúmulo de imágenes culturales que soportan sus atributos. Muchos son los estudios relacionados con el análisis de las diferentes dimensiones culturales, sociales, económicas y/o políticas en torno de la juventud (Barbero, 2017). Siguiendo a Frank Musgrove, Feixa (1999) ha argumentado que es Rousseau quien inaugura una corriente teórica y social desde la cual se pueden pensar los fenómenos de la adolescencia, la juventud y la niñez. Stanley Hall le da un reimpulso a comienzos del siglo XX planteando la Teoría de la Recapitulación, perspectiva según la cual la juventud sería equiparable a un estadio evolutivo de la humanidad (Feixa, 1999: 49; Feixa y González, 2013). Ambos, Rousseau y Hall, identificarían a la adolescencia como un periodo de transición “de la barbarie a la civilización”, hecho que explicaría el predominio de la irracionalidad y la turbulencia propios de la adolescencia (Martín, 1998: 23-24).

Durante la primera mitad del siglo XX emergen diferentes corrientes teóricas en la materia. Primero, se encuentran autores como José Ortega y Gasset (2002) (para quien el motor de la historia es la sucesión generacional) y Karl Mannheim (1990), quienes propondrán conceptos como generación, situación de generación y unidad generacional para dar cuenta del cambio social; se trata de una corriente que se opone a los análisis de clase. Una segunda corriente se funda con la Escuela de Chicago, que se declararía en contra de los postulados teóricos de Hall (Cueva, 2005: 54-55); afirma que las bandas juveniles son una respuesta a la anomia que se produce en diferentes sectores de la ciudad, por lo que la organización juvenil y sus comportamientos no serían un fenómeno patológico, sino una forma de integración personal (Martín, 1998: 23-24). Una tercera vertiente trae a colación la sociología estructural-funcionalista con Ralph Linton (1942), James Coleman (1961) y Talcott Parsons (1962); se propone el concepto de cultura juvenil (Feixa, 1999: 52-56); se insiste en que la juventud no está dividida en clases sociales, sino que compartiría rasgos comunes que permiten percibirla como un grupo unificado, y que su función principal sería generar el cambio social.6

A partir de la segunda mitad del siglo XX encontramos a Antonio Gramsci (1975), Herbert Marcuse (1968) y Theodore Roszak (1973), llegando hasta los análisis de la Escuela de Birmingham (Lave, 1992), articulada al Centre for the Contemporary Cultural Studies (CCCS) (Martín, 1998; ver también Cueva, 2005); allí es posible encontrar toda una serie de gradaciones teóricas, y una de las principales apuestas teóricas recae en retomar el marxismo como herramienta para dar cuenta de los fenómenos juveniles. Por lo tanto, todas retoman la noción de clase para oponerse a todas aquellas teorías que intentan dar cuenta de la juventud como fenómeno interclasista (Feixa, 1999; Feixa y González, 2013; Valenzuela Arce, 2013). En contraste, desde perspectivas posmodernas se ha hecho énfasis en aspectos como las actividades de la vida cotidiana, la polifonía de los colectivos juveniles y el surgimiento de microculturas juveniles, entre otros elementos (Feixa, 1999: 78). En esta última corriente han sido importantes autores como Pierre Bourdieu o Michel Maffesoli, quienes han puesto en el centro de la discusión las formas en que son producidos y reproducidos tanto el concepto de juventud como las características propias, los atributos y las condiciones de existencia de este grupo social (Martín, 1998: 37; Martínez y Cerdá, 2011; Barbero, 2017; Vélez, 2017).

En este marco, siguiendo a Feixa, es factible señalar que para que la juventud exista es necesario tanto una serie de condiciones sociales, como un conjunto de imágenes culturales que soporten sus atributos (Feixa, 1999: 18; Feixa y González, 2013). Siguiendo esta línea argumentativa, es posible identificar cómo la existencia de la juventud dependería tanto de una estructura social y económica que posibilite que una parte de la fuerza de trabajo se dedique a actividades no productivas o que retrase su entrada en el circuito económico (moratoria social), como de “una serie de imágenes culturales y de valores simbólicos sobre la juventud, que la aíslan del resto del cuerpo social” (Feixa, 1999: 27).

 
Víctimas y victimarios: algunos enfoques de la teoría social en América Latina

En el caso latinoamericano, una buena parte de la discusión ha estado centrada en la relación joven-pobreza-violencia (Miguez, 2004; Cepal, 2008; Gil y Abramovay, 2008; Reguillo, 2013; Koziner, 2014; Valenzuela Arce, 2015; Di Napoli, 2016). Una franja importante de la literatura se ha orientado a la comprensión de los atributos que rodean la aparición de nociones como pandillero, violento o sicario, asociadas con el desarrollo de múltiples significados (Perea, 2007). En este marco se constata el alto grado de criminalización y estigmatización existente,7 dimensiones que se constituyen en objeto de las políticas de control y represión por parte de los agentes estatales, al considerarlos propensos a la violencia (Di Napoli, 2016). Por supuesto, este tipo de perspectivas se inscriben en un debate sustancial: a pesar de que en ciertos escenarios y en ciertas prácticas la juventud aparece efectivamente ligada con diferentes violencias, las cifras de las mismas contradicen la percepción popular que se tiene de tal inserción (Salazar, 1999: 14; Cepal, 2008).

Se pueden identificar, igualmente, una serie de estudios orientados a criticar la visión naturalizada de la juventud que circula tanto en medios de comunicación (Blanck y Navas, 2014), como en la cotidianidad y hasta en la argumentación de la teoría social (Koziner, 2014). Por ejemplo, Carlos Perea, al analizar el fenómeno de las pandillas en Colombia, indica que esta expresión social debe ser explicada a partir del complejo cruce entre violencia y cultura y no simplemente como resultado anómico; ello permite situar la comprensión de la juventud en escenarios conflictivos a partir de la intersección de aspectos como cultura y violencia, conflicto y poder (Perea, 2007). De estas perspectivas interesa retener la importancia que adquieren aspectos identitarios, culturales, simbólicos y discursivos como factores que permiten acercarse tanto al conjunto de representaciones sobre la juventud, como a la forma en que son simbolizadas e imaginadas sus relaciones con fenómenos violentos (Valenzuela Arce, 2015). Allí, los significados de la muerte, del barrio, del contexto social, entre otros, se mezclan constantemente en la explicación de aquellas dimensiones simbólicas que se entrelazan con el ejercicio de la violencia, vertiente analítica en que se puede someter a discusión la estigmatización contra distintas identidades juveniles (Miguez, 2004, Cepal, 2008, Nebra, 2015).

No obstante, una buena parte de la teoría considera a la juventud bajo dos rótulos sustanciales: víctima y victimaria (Carrión, 2003: 49). Es, con todo, una visión tautológica: por un lado, se asevera que la violencia ejercida por jóvenes, principalmente hombres, no sólo tiende a afectar a la misma juventud, sino a minar diversas estructuras (Ruiz, 2004) e instituciones sociales (escuela, familia, barrio…); por otro, se asume que la juventud inmersa en la violencia es producto de entornos sociales y familiares disfuncionales, perspectiva en la cual la relación violencia-joven adquiriría un carácter circular: así, el joven no sólo sería víctima, sino además victimario y responsable de la situación que lleva a su propio entorno de deterioro. Además, en este marco, a las niñas y adolescentes se les proyecta como reproductoras de los círculos de la violencia al analizar su situación como víctimas de la violencia sexual, por ejemplo, o de las condiciones estructurales que llevan a maternidades tempranas, muchas veces forzadas (ONU Mujeres, 2016; UNICEF, 2015; Save the Children, 2017).

 

La juventud percibida como generadora de violencia

Estigma y criminalización se manifiestan en toda su plenitud en la esfera comunicativa de la sociedad civil (Miguez, 2004; Cepal, 2008; Reguillo, 2013; Marcón, 2003; Koziner, 2014; Nebra, 2015; Valenzuela Arce, 2015). Esta representación, en buena medida, ha interpretado las dificultades socioeconómicas que aquejan a la juventud como causa fundamental de su participación en el conflicto violento de sus respectivos países (Barreira, 2009);8 en este marco, paradójicamente, dos derechos vulnerados se han constituido en factor explicativo de su incursión en distintos delitos y crímenes: la falta de empleo formal y estable, y los problemas de acceso y permanencia en la educación (principalmente la superior). Por ejemplo, según la UNICEF México (2013), la mayoría de personas jóvenes envueltas en algún tipo de actividad delictiva se caracterizan en este país por: “Un retraso escolar de más de 4 años o han abandonado la escuela, residen en zonas urbanas marginales, trabajan en actividades informales que no exigen calificación laboral […] además de que suelen vivir en entornos violentos”.

La población juvenil pobre es estigmatizada, en tanto se la comprende como un sector propenso a la violencia, como criminalizada, porque se la percibe por fuera de los circuitos productivos corrientes y entregada por entero al mundo del consumo. Esta representación está vinculada con la noción según la cual son jóvenes carentes de espacios mínimos de socialización, un entorno familiar “funcional” o esparcimiento sano; en suma, se considera como una juventud descuidada por sus parientes, que emplea su tiempo libre preferiblemente en la delincuencia y el delito.

Se teje así una percepción que entiende a la delincuencia y al crimen como un medio utilizado por la juventud para acceder a fuentes importantes de recursos ausentes por la vía legal, o a ciertos objetos de consumo suntuario. Esta apreciación está por entero entremezclada con un imaginario en el que se tiende a imputar que la violencia ejercida por este sector estaría mediada por el exceso y atada a una extraña mezcla entre el gusto por la muerte o la total ausencia de respeto por la vida:

La historia de “Popeye” es similar a la de cinco mil jóvenes a quienes Escobar les enseñó que asesinar y convertirse en sicarios era el camino que conducía directo a grandes cantidades de dinero. Por ello, a estos muchachos no les tembló la mano cuando les encargaron matar al candidato presidencial Luis Carlos Galán en 1989, a jueces y a testigos; ni cuando Escobar puso precio a la cabeza de los policías para vengar la muerte de su cuñado (Redacción El Comercio, 2014).

Bajo este tipo de nominaciones han sido catalogados los más diversos colectivos de identidad que han tenido relación con episodios violentos a lo largo y ancho de América Latina. Invariablemente, pandillas, parches, combos, barras bravas, tribus urbanas, cholos, maras, han sido seriamente criminalizados bajo tales parámetros (Valenzuela Arce, 2015). Si bien es cierto que muchas de tales expresiones identitarias han ejercido acciones que se tipifican como violencia, no menos real es que las asociaciones juveniles de las barriadas populares y las zonas deprimidas de nuestros países (comunas, villas miseria, favelas, colonias, etcétera) han sido tratadas bajo la representación de la amenaza. Esta percepción es aún más extendida si se trata de barrios marginalizados o racializados; en Brasil, por ejemplo, “en 2012 más del 50% de las víctimas de homicidio tenían entre 15 y 29 años y el 77% eran negros” (Amnistía Internacional, 2013). Sin duda alguna, la imagen negativa de la juventud y la perspectiva que la criminaliza han hecho carrera en buena parte del continente.

 
Algunos argumentos para justificar el endurecimiento de la responsabilidad penal contra menores y jóvenes infractores

Las narrativas anteriormente citadas se entrecruzan con toda una serie de propuestas de políticas públicas de seguridad que criminalizan a la juventud. En varios países de América Latina se constata la presencia tanto de múltiples iniciativas que buscan endurecer las medidas punitivas y delictuales contra jóvenes y menores de edad considerados infractores (aun dentro de las medidas especiales de que se disponen para su tratamiento), como de un conjunto de emprendimientos para reducir el umbral de edad para que éstos sean juzgados con el régimen judicial de los mayores.9 En buena medida, tales propuestas han girado en torno de la percepción según la cual la delincuencia agenciada por infantes, adolescentes y jóvenes se desarrolla en medio de un vacío legal dejado por las leyes, llegando a considerar que el castigo contra ellos está ausente cuando infringen la ley (Cesaroni, 2013; UNICEF México, 2013; Lins, Figuereido y Silva, 2016; Ciappina, 2017).10 Esta situación es interpretada en la mayoría de naciones como terreno abonado y propicio para que los menores delincan y para que sean utilizados por expresiones delincuenciales dirigidas por mayores de edad; un proyecto de ley referente en el Perú lo justificaba, en parte, de la siguiente manera: “Hoy en día, los menores de edad cometen gravísimos delitos — inducidos en la mayoría de casos por organizaciones criminales —, por lo que consideramos que dicha situación normativa tiene que modificarse, en resguardo de la sociedad en su conjunto” (Grupo Parlamentario Fuerza Popular, 2012).

Los menores son observados como victimarios que aumentan las tasas de homicidio y los delitos de alto impacto en varios países latinoamericanos. Para amplios sectores sociales y políticos de esta región, la delincuencia y el crimen se extienden, en buena medida, por la desprotección en que se sume la sociedad frente a menores de edad que, conscientes de su condición ante la justicia, actúan a voluntad y sin mayores restricciones. Bajo el pretexto de racionalidad en la actividad delictiva y la estructura jurídica legal del castigo, se argumenta que menores y jóvenes deben ser juzgados con todo rigor.

En estudios sobre causas de la “violencia juvenil” en Centroamérica se destacan explicaciones en dos niveles: en el macro, problemas estructurales profundos como la exclusión social y la desigualdad (Moser, 2003; Briceño-León y Zubillaga, 2002; Poljuve, 2009). En el nivel intermedio, destaca la falta de apoyo social y comunitario. En el nivel micro, los estudios señalan “la violencia intrafamiliar y la falta de cohesión familiar como los factores que estimulan la violencia juvenil. El abandono de los padres, las madres o los adultos responsables del cuidado de niños y jóvenes (madres solteras e irresponsables o ausentes), los empuja muchas veces a las calles y estimula su agresividad” (Poljuve, 2009).

Este conjunto de representaciones ha tenido impacto en la estructuración de diferentes políticas públicas en materia de seguridad (Barreira, 2009; Kaplan, 2011; Marcón, 2013; Vélez, 2017). No en vano la juventud ha sido objeto de un tratamiento particular por parte de los entes oficiales-estatales, con la perspectiva de reducir los índices de criminalidad y violencia. Ciertos autores coinciden en señalar que este tipo de programas se enmarcan en los programas de seguridad ciudadana y convivencia (Camacho, 1991; Carrión, 2003), aunque en muchas ocasiones lo que prevalece es un esquema de represión-criminalización (Misse, 1999; Krauskopf, 2000; Dupret, 2010; Valenzuela Arce, 2015; Sierra, 2016). Al respecto, Fernando Carrión (2003: 47) señala que, como producto de la relación que hacen las agencias estatales entre joven-pobre-violencia, este sector social se ha convertido en “blanco preferido de las políticas de control y represión, encubiertas bajo el pretexto de la violencia”.

Esta aseveraciones contrastan con el lugar que tiene el menor frente al derecho penal en cada país latinoamericano, donde, de hecho, desde hace ya varios años se han endurecido las medidas policiales y de justicia contra este sector poblacional (Biblioteca del Congreso de la Nación Argentina, 2017; Ciappina, 2017). Evidentemente, la situación de cada país de la región al respecto implica realidades específicas (tabla 1). Mientras que en Colombia, a partir del Código del Menor, la Infancia y la Adolescencia, promulgado en el año 2000, “la presunción del menor como inimputable fue retirada” (Arboleda, Baquero y Domínguez, 2010: 161), en Chile desde 2007 “todos los adolescentes entre 14 y 18 años [son] responsables ante la ley penal” (Biblioteca Nacional del Congreso de Chile, 2007); uno de los titulares bajo los cuales fue presentada tal iniciativa de ley resulta revelador: “el fin de la impunidad adolescente”. En medio de este panorama, lo que sí puede encontrarse es una tendencia hacia el aumento de debates públicos e insistencia en la reducción de la edad de imputabilidad penal.

 

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En el caso centroamericano, el debate se agudizó recientemente; a mediados de julio de 2014 se presentó en el Parlamento Guatemalteco una iniciativa de ley que permitía aumentar las sanciones para los menores de edad de hasta 15 años (El Nuevo Diario, 2014), situación encuadrada en una tendencia regional: en países como El Salvador o Panamá se “han reforzado sus legislaciones para castigar a los menores delincuentes”, que son percibidos como “cada vez más numerosos y más violentos en toda la región” (Infobae). Según se afirma, junto con estas naciones, países como Costa Rica y Honduras han reducido tal umbral hasta los 12 años; en Guatemala y Nicaragua se encuentra en 13 años, mientras que en El Salvador pasó de los 17 a los 15 años de edad (Infobae, 2010; UNICEF, 2014); este último país reformó por completo su legislación al respecto, “incrementando de 7 a 15 años la pena máxima de cárcel para infractores de entre 16 y 18 años” (Infobae, 2010). Tal como expresa Carlos Tiffer: “Este recrudecimiento de la ley es parte del populismo penal de buscar respuestas a problemas de carácter social a través del derecho penal y particularmente endureciendo las sanciones a personas menores de edad” (Human Rights for Everyone, 2013).

 

La juventud como el sector más violento de la sociedad latinoamericana, en entredicho

El estigma contra la población juvenil se ha alimentado de la presentación de cifras que pretenden corroborar la presunción de una mayor articulación entre la juventud, la violencia y el comportamiento delictivo; bien se puede advertir que la violencia en general y aquella ejercida por la juventud en particular “encuentra[n] en la representación cuantitativa una de sus dimensiones significativas más notables” (Misse, 1999: 89). Algunos ejemplos de la presunta necesidad de endurecer las penas contra menores y jóvenes infractores se encuentran en la tabla 2.

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Estos datos pueden ser discutidos a partir de la ubicación de la población juvenil y la población menor dentro del comportamiento general del homicidio;

11 a todas luces, un indicador que puede servir para desvirtuar la imagen negativa que sin miramientos señala a la juventud como “la más violenta”. Además, permite discutir todas aquellas presunciones que, sin más, la representan como víctima y victimaria.

En primer lugar, cuando se compara a la población juvenil (comprendida únicamente con fines de comparación estadística como el rango etario entre 15 a 24 años)12 con la población adulta joven (que se encuentra entre 25 a 34 años), se evidencia una distancia de casi cinco puntos en lo que respecta al valor del promedio acumulado de la tasa de homicidio por cada 100 000 habitantes en América Latina y el Caribe entre 1990 y 2016: mientras que para la “juventud” tal valor es de 25.01, para los “adultos jóvenes” la cifra es de 29.9 (IHME, 2017).13 Por otro lado, no solamente se observa una relativa paridad en el comportamiento de la curva de este indicador durante el periodo de tiempo analizado entre la juventud y el grupo etario adulto (entre 35 y 44 años), sino también una dinámica similar respecto de la forma como aumenta o se reduce la participación de la juventud comprada con los otros rangos etarios analizados (gráfica 1).

Sin duda, carece de fundamento la aseveración que presume plenamente que en esta macrorregión la juventud es más violenta por naturaleza en todo espacio y tiempo que otros grupos etarios. Vale resaltar que no es que haya una juventud violenta por naturaleza, sino periodos en los que la misma participa de las tasas de violencia con mayor protagonismo, comportamiento que de igual manera se presenta en otros rangos de edad.

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Además, cuando se comparan los grupos de edad por quinquenios respecto del rango etario entre 15 a 19 años (el sector que se vería mayormente afectado por las iniciativas de reducción de la edad de imputabilidad penal), se constata que, por un lado, los rangos etarios entre 20 y 24 años, entre 25 y 29 y entre 30 y 34, participan con mayor prominencia en el valor del promedio acumulado de la tasa de homicidio por cada 100 000 habitantes en América Latina y el Caribe entre 1990 y 2016 (modelo de regresión lineal 1);14 es decir, a medida que aumenta el rango etario entre 20 y 30 años, aumenta en 12.7 la participación en la tasa de global de homicidio, mientras que en lo que respecta al grupo de edad entre 30 y 34, tal valor aumenta en 9 puntos. A diferencia de lo que comúnmente se afirma, no existe una relación significativa entre mayor violencia homicida y juventud.

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La situación descrita anteriormente se comprueba cuando se observa el comportamiento de este indicador en cada uno de los subcontinentes, realidad evidente tanto en las tasas generales acumuladas como en los países que han sufrido episodios cruentos de violencia durante el periodo de tiempo analizado. En Sudamérica, la evidencia del promedio de la tasa de homicidio acumulada entre 1990 y 2016 permite corroborar que la juventud (comprendida entre 15 y 24 años) no constituye el sector más violento (gráfica 2). La paridad en la tasa de homicidio con el grupo de edad comprendido entre 25 y 34 años resulta más que evidente. La diferencia con el conjunto de América Latina y el Caribe es el protagonismo de estos dos grupos de edad en las tasas de homicidio respecto a las personas en edad adulta: mientras que el valor acumulado total en este indicador para este último grupo de edad es de 22.7, para la juventud es de 28.4, y de 30.7 para quienes son adultos jóvenes.

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A pesar de la heterogeneidad sudamericana, lo cierto es que la tendencia país a país corrobora lo anteriormente expuesto. Solamente en Argentina (por muy poco), Brasil y Venezuela (violencia elevada)15 se demuestra efectivamente que la mayor cantidad de muertes son llevadas a cabo por jóvenes y adolescentes (tabla 3); empero, las diferencias en las tasas acumuladas de homicidio entre 1990 y 2016 no son significativas. Todo esto permite remarcar lo erróneo de aquellas percepciones que estigmatizan a la población juvenil señalándola como la más violenta en Sudamérica; no solamente es una condición por país específica, sino que además obedece a condiciones de modo y lugar concretos que deben ser analizadas en cada caso. Las valoraciones negativas que han generalizado el estigma producen una imagen en extremo distorsionada del lugar real de la juventud en sus respectivos conflictos violentos; de allí que las medidas que pretenden endurecer penas o reducir la edad de imputabilidad estén destinadas, por entero, al fracaso en la búsqueda de reducir homicidios; en todo caso, siguen criminalizando a la juventud, lo cual repercute, en última instancia, en disminuir las opciones y las posibilidades de un desarrollo integral para la misma.

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Una mirada descuidada al indicador de homicidios por grupo etario en las naciones sudamericanas más violentas podría reafirmar sin vacilación otro de los componentes del estigma: “La juventud participa mayormente del ejercicio delictivo y de muerte en aquellas naciones aquejadas por niveles elevados o extremos de violencia”. Nada más erróneo. La condición de mayor o menor nivel de violencia no determina en sí misma un mayor o menor nivel de participación de la juventud y las personas menores de edad en la dinámica general del teatro de operaciones de la criminalidad, el delito y el homicidio. Colombia en el caso sudamericano, México, Centroamérica en general y los países que allí presentan la mayor violencia, lo corroboran de lleno. Cuando se analiza la tasa acumulada promedio de violencia homicida por grupo etario entre 1990 y 2016 en México, Guatemala, Honduras y Nicaragua, se constata una mayor participación de quienes son adultos jóvenes y de los adultos en la totalidad de defunciones por causas violentas (tabla 4); ni siquiera en El Salvador, el país con la mayor tasa de homicidios en la región, la juventud se cuenta como el sector que mayormente participa en ellas. En suma, mientras que efectivamente en dos de los países con violencia elevada en Sudamérica (Brasil y Venezuela) se observa un mayor número de muertes de jóvenes y adolescentes por causas violentas, la realidad es otra en las naciones del centro del continente con las mismas características.

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Participación de la juventud en la violencia urbana

Si bien es cierto que en los contextos de mayor violencia no procede mecánicamente una mayor participación de jóvenes y menores en el comportamiento homicida, tampoco resulta certero afirmar que es un fenómeno propio de contextos esencialmente urbanos. Una constatación en países caracterizados por una extensa red de ciudades demuestran que lo que realmente existe es una amplia heterogeneidad en tal tipo de comportamiento; México y Brasil sirven de punto de comparación dado que ambos países cuentan con: megalópolis (más de 4 000 000 de habitantes), ciudades grandes (entre 1 000 001-4 000 000), urbes medianas (entre 300 001-1 000 000) y ciudades pequeñas (100 001-300 000), todas las cuales presentan complejas problemáticas de seguridad urbana (Perea, 2013). En ambos casos ocurre lo mismo: en la participación de homicidios por rango etario en el conjunto de la tasa global de muertes violentas en las principales ciudades de ambos países no se comprueban diferencias estadísticas significativas que permitan sostener que la población joven participa en mayor medida del conflicto violento.

El caso mexicano: heterogeneidad en el comportamiento violento de la juventud en los contextos urbanos

En México se analizaron ocho núcleos urbanos en orden de tamaño de población: Ciudad de México, Guadalajara, Puebla, Juárez, Tijuana, León, Monterrey y Estado de México.16 El promedio acumulado de las tasas de homicidio permite comprender que éstas, como tendencia general, se ubican en una violencia de tipo elevado entre 2006 y 2016, con un valor de 27.03. En el mismo periodo se constata la mayor participación en las tasas de violencia homicida de quienes son adultos jóvenes, mientras que al final del periodo repuntan los mayores. Por otra parte, se evidencia la paridad del comportamiento del homicidio entre la juventud y adultos (gráfica 3); más aún, al final de 2016, las tasas de homicidio de todos los grupos etarios sobrepasan a la población juvenil. Durante todo este periodo la tasa acumulada de homicidio por cada 100 000 habitantes de los adultos jóvenes (48.6), de los mayores (33.1) y los mayores adultos (39.1) es superior a la de la juventud (30.4).

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Es necesario cuestionar, tal como en muchas ocasiones circula en la opinión pública, en qué medida el aceleramiento de la violencia homicida procede de una mayor participación de la juventud en la misma (tabla 5). Nótese que, en entornos con violencias elevadas como Tijuana o Ciudad Juárez, esta última con reputada presencia de expresiones pandilleriles (o barrios, como son conocidas en la ciudad), como Barrio Azteca, Mexicles o Artistas Asesinos, tampoco se constata una mayor prevalencia de la juventud en los indicadores de homicidio. Todo lo cual permite discutir una de las facetas del estigma contra la juventud y los menores: no necesariamente los aumentos de violencia obedecen a una mayor participación de éstos en eventos que comprometen homicidios violentos. En Ciudad Juárez, por ejemplo, todos los rangos etarios presentaron aumentos notables durante el cruento periodo de 2008 a 2010 (durante la guerra entre el Cártel de Sinaloa y el Cártel de Juárez y la arremetida desproporcionada de las fuerzas estatales): entre 15 y 24 años se pasó de una tasa de 185.4 a 439.5; entre 25 y 34 años, de 273.5 a 644.7; entre 35 y 44 años, de 164.4 a 393; entre 45 y 54 años, de 113.11 a 252.72. Las ciudades mexicanas son una evidencia real: la realidad no corresponde al estigma.

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El caso mexicano demuestra que la mayor participación vuelve a ser un efecto “territorializado” y localizado que, si bien afecta el promedio general en cuestión, no es una realidad que haya aquejado con la misma intensidad al resto de las grandes urbes mexicanas; la heterogeneidad en este país es la nota predominante: en Guadalajara, Tijuana, Estado de México y Puebla, por ejemplo, el comportamiento de la curva de muertes violentas de los adultos superó a la de jóvenes y menores durante el periodo analizado; nótese que, independientemente de los niveles de violencia, el hecho es que las variaciones de la violencia difícilmente se explican por una mayor participación de la juventud.

 
El caso brasileño: alternancia de las ciudades en el protagonismo del comportamiento violento de la juventud

La realidad de las ciudades brasileñas corrobora también que ni la violencia juvenil excede a la de los mayores, ni se trata de una realidad homogénea de manera histórica en las distintas configuraciones urbanas (gráfica 4).17 Esta situación es más que evidente en la tasa de promedio acumulada de mortalidad de las capitales estaduales de Brasil entre 1996 y 2015:18 mientras que tal indicador reporta 79.3 para el rango etario entre 15 y 19 años, para el grupo de edad entre 20 a 29 años es de 84.5.19

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Si se cambian los criterios de análisis, evidentemente la situación de la juventud y los adultos jóvenes rebasa por entero la forma en que los otros grupos de edad participan de las tasas de homicidio; por ejemplo, si se adopta el criterio de la Unión Europea (que define la juventud entre 15 y 29 años), la tasa acumulada de los dos primeros rangos etarios duplica con 81.2 a los grupos de edad subsecuentes (42.3); una regresión lineal demuestra que, a medida que aumenta la edad, se reduce progresivamente la participación en de las tasas acumuladas de homicidio (modelo de regresión lineal 2). Empero, el debate sobre la reducción de la edad de imputabilidad contra los menores de edad sigue incólume: en el caso brasileño se constata que quienes se encuentran entre 15 y 19 años no son, hasta antes del periodo 2010-2015, quienes generan mayor violencia.

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La información procesada según el tipo de ciudad corrobora lo anteriormente señalado; como se puede apreciar en la tabla 6, en ningún caso las tasas de homicidio acumuladas para el rango etario entre 15 a 19 años superan al grupo de edad inmediatamente superior. Esta tendencia se revierte en algunas capitales estaduales de Brasil de la siguiente forma: Fortaleza, Curitiba y Brasilia, en las ciudades grandes; en Macapá, Teresina, Maceió, Vitória y
Florianópolis, en las ciudades intermedias, y Palmas en las ciudades pequeñas. De hecho, lo que se observa no solamente es una realidad profundamente heterogénea sino, además, la manera como, en la tasa global de ascenso de esa violencia marcadamente urbana en la que participan menores y jóvenes, se van turnando diferentes ciudades para producir ese efecto de crecimiento sostenido de tales tasas; todo lo cual pareciera producir una sensación generalizada de aumento global de la violencia en el país, aun cuando lo que pareciera estar sucediendo es una suerte de fragmentación y disociación de las dinámicas de violencia homicida en que menores y jóvenes se ven envueltos.

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Finalmente, es preciso advertir que la heterogeneidad de Brasil en el tema analizado se constata con un hecho sustancial: a medida que crece el tamaño de la población, hay una mayor participación en las tasas de homicidio no sólo del rango etario de 15 a 19 años sino que, además, tal aumento se constata igualmente en la franja de edad entre 20 a 29 años (modelo de regresión lineal 3); es decir, no es absoluto el hecho de que, a mayor urbanización en Brasil, mayor participación de la población sustancialmente juvenil en la violencia. Tal constatación advierte que, en lugar de una política represiva basada en el aumento de penas y la reducción de la edad para judicializar según los códigos penales, lo que se necesita es una comprensión más profunda de las dinámicas del conflicto violento en las urbes, posibilitando así la formulación de medidas integrales, diferenciales y complementarias.

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Conclusiones

En el presente artículo se ha procurado demostrar la disonancia entre los reclamos de endurecimiento de penas y disminución de la edad para la imputabilidad penal contra menores y la participación real de este sector en las principales dinámicas de la violencia homicida en América Latina. En ese sentido, una buena parte de la imagen construida sobre la juventud en esta región constituye un estigma, que se anuda en varias esferas de circulación narrativa: en la academia no es raro que se tome como un periodo de transición aracterizado por la irracionalidad, que se hegemonice la lectura sobre sus características, que se lleguen a considerar sus expresiones como resultados anómicos de la sociedad y sus incursiones en la violencia como resultado de la marginalidad. Empero, poco se tiene en cuenta que la juventud es, en sí misma, una construcción cultural y que, en el caso latinoamericano, tal imagen aparece indisolublemente ligada con un estigma y una dimensión criminalizante.

En la esfera comunicativa de la sociedad civil, tal imagen se anuda con la percepción de la carencia como causa explicativa de la incursión de la juventud en la violencia, generalmente asociada con un imaginario predominantemente “masculinizado”, elementos en los que valdría la pena profundizar en posteriores estudios, así como en el elemento étnico y racial, vía por la cual se considera que entornos disfuncionales generarán jóvenes consumidores y, consecuentemente, actores violentos.

Sobre este marco opera una generalización que ve en distintas expresiones juveniles un síntoma de peligro, razón por la cual identidades juveniles tienden a ser etiquetadas como violentas, aun cuando su cotidianidad y diferentes datos analizados dejen entrever que se trata de colectivos juveniles anclados en prácticas sociales y culturales ajenas a patrones normativos. A la larga, tal tipo de percepciones terminan redundando en la demanda de que las esferas regulativas de la sociedad civil endurezcan penas y reduzcan el umbral de imputabilidad penal; este argumento se ampara en el supuesto de que la falta de castigos fuertes deja un vacío legal que es aprovechado por jóvenes y menores para delinquir, así como por gente de mayor edad para aprovecharse de éstos de manera utilitaria.

A la juventud se le imputa responsabilidad en aumento en las tasas de homicidio, aceleración del conflicto violento, mayor violencia en entornos urbanos, asedio total contra la población. Se considera entonces que penas más fuertes se constituirían en el disuasivo perfecto. Los datos de la dinámica de homicidio, empero, controvierten tal tipo de aseveraciones, eventualidad ante la cual, siguiendo a Claudia Cesaroni (2013), resulta pertinente reflexionar sobre la inadecuación de reducir la edad de imputabilidad: 1) sería regresivo en materia de derechos humanos, además de que se pasarían por alto tratados internacionales y se incumplirían los mismos en materia de garantía de derechos; 2) solamente busca el castigo, pero no medidas integrales para evitar la participación de jóvenes en delitos;
3) no brinda garantías procesales ni de resocialización; 4) existen problemas carcelarios no resueltos que se agravarían con una mayor población en esta condición; 5) se criminalizaría al eslabón más débil de la cadena en materia de comisión de delitos; finalmente, 6) los datos demuestran que, lejos de lo que se asume, los jóvenes no son el sector que más violencia genera y, por lo tanto, se precisa de medidas integrales y transversales más humanas que atiendan a este segmento poblacional.

 

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Recibido: 20 de abril de 2018

Aceptado: 25 de febrero de 2019

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