Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

 The diversity of null voting in Mexico

Willibald Sonnleitner*

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* Doctor en Sociología por la Universidad de la Sorbona, París. Centro de Estudios Sociológicos-El Colegio de México. Temas de especialización: elecciones, análisis socio-territorial del voto, democratización, partidos y sistemas electorales, representación política indígena. Camino al Ajusco 20, Pedregal de Santa Teresa, 10740, Ciudad de México.

 

Resumen: Desde 2009, la invalidación intencional del sufragio se transformó en una bandera ciudadana. Sin embargo, el voto nulo no refleja siempre actos deliberados de protesta cívica sino que puede deberse, también, a otras racionalidades. ¿Cómo captar y cómo medir sus distintos contenidos y significados? Esta investigación sitúa a México en perspectiva comparada, propone una definición sociológica del voto nulo y analiza sus componentes sociodemográficos y psicosociales, territoriales e individuales. Ello permite cuantificar, tipificar y explorar la diversidad de variantes del voto nulo de los mexicanos y estimar sus efectos, con conclusiones sorprendentes.

Palabras clave: voto nulo, elecciones, análisis espacial del voto, protesta cívica, geografía electoral.

Abstract: Since 2009, the intentional invalidation of votes has become a form of civic protest. However, null votes do not always reflect deliberate acts of dissent and also may be due to other rationalities. How can one record and capture their diverse contents and meanings? This research places Mexico in comparative perspective, proposes a sociological definition of null voting and analyzes its socio-demographic and psychosocial, territorial and individual components. This makes it possible to quantify, typify and explore the various types of null voting and estimate their effects, with surprising conclusions.

Keywords: null vote, elections, spatial analysis of voting, civic protest, electoral geography.

 

¿Qué hacer cuando, ante la disyuntiva de “tener que escoger entre amputarse una pierna o un brazo”,1 un ciudadano desea manifestar su rechazo a todas las opciones contendientes sin renunciar al derecho de sufragar? En estas circunstancias, ¿resulta útil —y válido— anular el voto?

Durante las campañas políticas de 2009 y 2015, la consigna de invalidar el sufragio para sancionar a la clase política movilizó a amplios sectores progresistas y se transformó en una bandera ciudadana. El discurso de este movimiento “anulista” pretende situarse en la vanguardia de una nueva forma de hacer democracia. En realidad, la idea no resulta novedosa: apareció desde el siglo XIX en una Francia que todavía buscaba un camino hacia la democracia (Déloye e Ihl, 1991; Zulfikarpasic, 2001), en contraste con otras iniciativas innovadoras (como el voto “retardatario”, la “donación del sufragio” o la “doble boleta electoral”) sobre las que volveremos en las conclusiones de este trabajo. Precisemos, por lo pronto, los términos y la situación de este interesante debate.

México se encuentra en una etapa crucial de su desarrollo político. El país nunca había sido tan diverso y plural, con instituciones representativas que reflejan una división efectiva de los poderes públicos, con una sociedad civil activa que promueve derechos humanos de segunda y hasta de tercera generación. Al mismo tiempo, la desigualdad y la precariedad, la violencia y la inseguridad siguen creciendo y se traducen en fracturas cada vez más profundas a lo largo y ancho del territorio. En este contexto, la narrativa optimista sobre la democracia se vacía de sus promesas sustantivas, mientras se reduce a una dimensión meramente electoral. Ahora, la calidad misma del sufragio se pone en duda cuando se cuestiona su validez en situaciones de compra, coacción o transacción asimétrica, a cambio de servicios públicos, protección o favores, y no faltan quienes llaman a anular el voto, tachando las boletas como acto de protesta cívica. Este último fenómeno merece atención e invita a indagar en los nuevos significados, la validez y los (sin)sentidos del voto nulo, en un contexto de profundo malestar democrático.

La crisis de la democracia en México es profunda y prolongada, perpetua. En medio de un desencanto reiterativo, voces influyentes promueven la anulación del voto como un acto deliberado de protesta, para manifestar el hartazgo y ejercer presión sobre los gobernantes. Dicho movimiento obtiene un eco sorprendente en 2009, cuando provoca tensiones reveladoras. En una coyuntura de crisis económica y financiera, así como de fuerte rechazo a los partidos, grupos descontentos de activistas e intelectuales convocan a participar en los comicios para anular el voto. Como se trata de legislativas intermedias que no suscitan mayor interés, dicho movimiento focaliza la atención de los medios y obtiene un gran impacto público.

Estimaremos enseguida los efectos electorales de dicha movilización cívica. Lo más significativo es que dicho movimiento sigue resurgiendo esporádicamente desde entonces y se alimenta de corrientes de opinión que, al asimilar la invalidación del voto a una “abstención cívica”, le confieren un sentido positivo y exigen su reconocimiento legal como un voto “en blanco”. Se espera así que, al visibilizar el rechazo ciudadano de la oferta partidista, los políticos tradicionales asimilen este mensaje y renueven sus propias filas.2

Sin embargo, todos los votos nulos no reflejan críticas cívicas pro-activas, y muchos gobernantes no son sensibles a éstas. ¿Qué otros significados, raíces y efectos puede tener el voto nulo? ¿Indica siempre un acto deliberado de protesta o puede deberse, también, a otros comportamientos: errores involuntarios relacionados con el analfabetismo o el desconocimiento del procedimiento electoral; anulación fraudulenta de boletas válidas para excluir a ciertos partidos; participación conformista pero apática; abstención cívica pasiva, sin preferencia política; etcétera? ¿Cuán plausibles son estas conjeturas derivadas de la literatura comparada a la luz de la sociología, la demografía y la geografía de las boletas anuladas en México? ¿Cómo medir las distintas dimensiones del voto nulo en una perspectiva empírica, y cuán relevantes son éstas en el contexto actual del país?

Para indagar en estos interrogantes, partimos de una definición operativa del voto nulo y revisamos la investigación internacional disponible con miras a situar la especificidad mexicana en una perspectiva global e histórica. Luego, realizamos un análisis exploratorio de sus componentes empíricos en México, desde perspectivas sociodemográficas y psicosociales, territoriales e individuales. Ello permite cuantificar la magnitud y la (in)estabilidad del fenómeno, tipificar la heterogeneidad de sus contenidos, identificar algunas de sus raíces y estimar los efectos de sus principales variantes. Y ello invita a reflexionar sobre los (sin)sentidos que puede adquirir la anulación del sufragio en un contexto incierto de creciente volatilidad y fragmentación partidista.

 

El rompecabezas del voto nulo/blanco/“gris”

Para quienes conciben la anulación del voto como un acto de protesta, la magnitud del desencanto parece ser contundente: 5.4% de los sufragios emitidos fueron invalidados en 2009 en México; dicho porcentaje alcanzó nuevamente 5% en 2012 y 4.8% en 2015, cuando rebasó incluso el caudal de votos de cuatro pequeños partidos contendientes. El voto nulo parece haberse transformado, así, en una fuerza política oculta y latente. La pregunta relevante, sin embargo, es si se trata de una categoría coherente que sólo refleja comportamientos contestatarios de abstención cívica.

Antes de analizar la rica evidencia empírica de la que disponemos en México, revisemos qué dicen al respecto los estudios comparativos y la investigación internacional. La literatura distingue tres explicaciones alternativas, a las que agregaremos una cuarta para interpretar el caso de México. Antes de contrastar estas teorías, iniciemos con una precisión conceptual para definir de forma clara lo que (no) es el voto nulo.

 

Una categoría residual y heterogénea, crecientemente útil

A diferencia del voto en blanco —cuyo votante participa en los comicios pero se abstiene de elegir alguna opción contendiente—, y de los sufragios positivos —que se emiten por algún candidato o partido con registro legal—, los votos nulos conforman una categoría negativa y heterogénea, ambivalente y residual. En una perspectiva jurídica, un voto es “nulo” cuando no se puede determinar con certeza a favor de qué persona, partido u organización fue emitido. Las definiciones internacionales varían en sus formulaciones pero coinciden en lo fundamental: establecen siempre una categoría específica para distinguir los sufragios con elecciones claras de aquellas boletas que, por razones diversas, no permiten identificar las preferencias del elector. En México, el artículo 288 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales establece textualmente: “2. Son votos nulos: a) Aquél expresado por un elector en una boleta que depositó en la urna, sin haber marcado ningún cuadro que contenga el emblema de un partido político o de una candidatura independiente, y b) Cuando el elector marque dos o más cuadros sin existir coalición entre los partidos cuyos emblemas hayan sido marcados” (Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2017: 118).3

En una óptica sociológica y empírica, en esta investigación se considera nulo todo sufragio cuya elección no puede ser establecida por los escrutadores, ya sea por alguna razón técnica (boleta dañada o incompleta), por algún error de procedimiento (cuando se marcan distintos partidos no coaligados), porque el mismo elector lo invalida intencionalmente (voto de protesta), porque una tercera persona lo invalida en detrimento de algún partido (prácticas fraudulentas), o simplemente porque la boleta depositada queda en blanco (lo que puede indicar un voto de protesta intencional, la ausencia de una preferencia partidista o el desconocimiento del procedimiento para votar).

Con escasas excepciones, los votos nulos (y los blancos) se consideran generalmente como errores sin validez, por lo que se descartan del total de sufragios emitidos y no se consideran en la asignación de los cargos ni de las prerrogativas partidistas. Pero el consenso se rompe cuando se discuten los sentidos de la anulación del voto y sus consecuencias para una representación legítima y democrática. ¿Se trata de errores involuntarios atribuibles a ignorancia, apatía e indiferencia, o reflejan actos deliberados de anulación, fraudulenta o cívica, de rechazo de los partidos o candidatos contendientes? ¿Se derivan los votos nulos de la complejidad del sistema político-electoral, o son expresiones intencionales de hartazgo ciudadano y de protesta cívica?

Estas disyuntivas indican que el voto nulo puede componerse de comportamientos diversos con significados opuestos. Con todo y su heterogeneidad, la categoría es útil porque identifica el conjunto de boletas sin preferencias claras: porque están dañadas o incompletas, porque apoyan a más de un contendiente o partido no coaligado, por algún error de procedimiento, porque se anota algo o se tacha el conjunto de la boleta, porque el mismo elector/un tercero la invalida intencionalmente (abstención cívica/prácticas fraudulentas), o porque queda “en blanco” (sobres vacíos/boletas sin ninguna marca).

Nótese que, dentro de esta amplia gama de posibilidades, los votos “inválidos” pueden ser anulados errónea o deliberadamente (por el mismo elector o por otra persona), por confusión, falta de información o ignorancia del procedimiento, por apatía o indiferencia, o por el rechazo deliberado de la oferta política (voto de protesta). Por ello, muchos electores no tienen conciencia de la nulidad de sus sufragios. Se trata, en suma, de una categoría residual e híbrida que aglutina errores y conductas con sentidos sumamente diversos que han sido investigados en otros países.

 

Algunas experiencias internacionales para situar a México

La pluralidad del voto nulo ha sido documentada a lo largo y ancho del globo, al menos desde las elecciones de 1881 en Francia (Déloye e Ihl, 1991) y de los comicios de 1949-1961 en Alemania (Stiefbold, 1965). Una lectura posible se centra en los votos blancos/con escritos de rechazo y alega que el voto nulo debe interpretarse como una expresión deliberada de protesta cívica. Dicha reivindicación se remonta a la instauración revolucionaria del sufragio a principios del siglo XIX y retoma fuerza recientemente en Europa y América Latina, donde distintos movimientos militan por el reconocimiento legal del voto “inválido” (Zulfikarpasic, 2001).

Como el sufragio nulo, el voto en blanco adquiere significados diversos, incluyendo expresiones de conformismo, indiferencia, apatía o protesta cívica. En muchas comunidades rurales de Bélgica la participación electoral se asocia con presiones sociales hacia los indecisos y se convierte en una opción para que éstos acudan a las urnas sin expresar ninguna preferencia personal (Pion, 2010; Dejaegherea y Vanhoutteb, 2016). En situaciones autoritarias, el voto blanco también permite expresar discretamente la apatía o la inconformidad política, como ha sido documentado en Cuba (Habel, 2005). En Bolivia, la polémica elección de los jueces nacionales en 2011 se saldó en una tasa récord de 60% de votos blancos/nulos, y ello ha sido interpretado como un comportamiento político intencional de electores relativamente sofisticados (Driscoll y Nelson, 2014).

En España el voto nulo se considera como un error, pero el voto en blanco se reconoce como un voto “de protesta”. Éste es contabilizado y tomado en cuenta en la distribución porcentual de los votos por partidos. Ningún escaño puede ser atribuido al voto en blanco, pero si éste se vuelve mayoritario tienen que repetirse las elecciones.4 Esto puede tener efectos inesperados. Al aumentar la cantidad de votos válidos, se vuelve más difícil para un partido pequeño alcanzar el umbral requerido de 3% para acceder a la representación legislativa. De esta forma, el voto en blanco puede perjudicar a los partidos pequeños e incrementar la desproporcionalidad a favor de los partidos más grandes, sin ejercer efectos sobre la distribución de los escaños (que se asignan entre los partidos más votados).

En Colombia, el voto en blanco también se considera como un voto de protesta. Aquí, las boletas electorales reservan una opción explícita para este fin, ya que una boleta sin marca es considerada inválida. Como en España, los sufragios en blanco no son considerados en la distribución de los escaños, pero sí inciden en la definición del umbral para que una lista pueda acceder a la representación legislativa. Si este tipo de voto se vuelve mayoritario, las elecciones tienen que repetirse. A la fecha, no se registran movimientos que hayan promovido el voto de protesta en el nivel nacional. Pero en la elección del 30 de octubre de 2005 para la alcaldía de Cartagena sí se creó un movimiento de este tipo, que llamó a votar en contra de todos los candidatos registrados. En este caso, la abstención alcanzó 78% de los inscritos y el voto en blanco 33% de los sufragios emitidos. Aun así, un alcalde fue electo con poco menos del 40% de los votos válidos. Asumiendo estos resultados, el movimiento se reformó y entró a la lucha electoral, conquistando la alcaldía en 2008 bajo el lema “Por una sola Cartagena”.

En Argentina, el llamado “voto bronca” también movilizó a 21.3% de los electores en las legislativas de 2001, y anunció el colapso del sistema tradicional de partidos (Basset, 2003). Entonces, 2 358 691 ciudadanos anularon sus sufragios y 1 512 920 más votaron en blanco, sumando el 27.5% del total de votos válidos y alcanzando hasta 75% en algunas regiones del país. El lema del movimiento fue contundente: “¡Que se vayan todos!”. Su impacto fue tal, que rebasó a la alianza encabezada por la Unión Cívica Radical (UCR) que, con 3 250 396 votos (23.1%), llegó en segundo lugar después del Partido Justicialista (con 5 267 136 y 37.4%). Fue un fenómeno masivo con repercusiones inmediatas. La participación electoral alcanzó 72.9% y el “voto bronca” sumó 15.6% de los inscritos, anunciando la renuncia del presidente Fernado de la Rúa en diciembre del mismo año.5

Estas experiencias internacionales contribuyen a situar el sentido y la magnitud del fenómeno en México. Asimismo, contamos con algunas propuestas de corte teórico que pueden resultar útiles. En la literatura académica se avanzan al menos cuatro interpretaciones del fenómeno.

 

Cuatro teorías alternativas: entre la exclusión, el error y la protesta cívica

Una de las teorías más sólidamente establecidas subraya el peso explicativo de las variables socioeconómicas y geográficas. Ningún procedimiento humano es infalible y el error electoral es irreductible. En algunos países y contextos, la distribución territorial y sociodemográfica del voto nulo se asocia con los niveles de ruralidad y analfabetismo, educación, religiosidad y etnicidad, migración, marginación y pobreza, así como con otros déficits de inclusión sociopolítica (McAllister y Makkai, 1993). Ésta contrasta con el perfil del voto de protesta, ilustrado, informado y proactivo (Driscoll y Nelson, 2014).

Sin embargo, la varianza total explicada por estos modelos suele ser débil e indica la heterogeneidad de una categoría residual híbrida. De ahí la necesidad de considerar otras variables político-institucionales (el sistema de partidos, el sistema electoral, etcétera) que pueden facilitar o dificultar la emisión correcta del sufragio, particularmente el voto obligatorio, el rango de las opciones partidistas y la inteligibilidad de las ofertas políticas programáticas, el tipo de voto y el diseño de la boleta, la magnitud distrital y la reelección, etcétera. Este enfoque es particularmente útil para analizar el voto nulo en perspectiva comparada, para contrastar los posibles efectos de los distintos arreglos institucionales (Kouba y Lysek, 2016; Uggla, 2008; Power y Garand, 2007).

En tercer lugar, una literatura creciente investiga el carácter disruptivo y crítico del voto nulo. En ese caso se asume que cantidades significativas de boletas son anuladas de forma deliberada, como sucede con la expresión protestataria del voto en blanco. Dicha hipótesis adquiere relevancia en coyunturas en las que los votos nulos incrementan inusualmente como consecuencia de movimientos o consignas de voto, como ocurrió en Argentina en 2001 (Basset, 2003) y en Bolivia en 2011 (Driscoll y Nelson, 2014).

Finalmente, el voto nulo también puede revelar prácticas fraudulentas en situaciones (semi)autoritarias, en las que se coacciona el voto o se anulan masivamente los sufragios opositores. Ello se refleja en casillas con proporciones totalmente atípicas de boletas, o sin boletas anuladas. Ya mencionamos el caso de la República socialista de Cuba, donde muchos ciudadanos acuden a las urnas para evitar sanciones eventuales, pero algunos anulan las boletas para demostrar su inconformidad con los candidatos del partido único. Así, las tasas de nulos han podido alcanzar hasta 98% de los votos válidos, proporcionando de paso un indicador de la impopularidad de algunos representantes del Partido Comunista de Cuba (Habel, 2005). Por ello, el tipo de régimen político también es una variable fundamental para interpretar el voto nulo.

 

El laboratorio mexicano: variedades del voto nulo

Como lo veremos ahora, México proporciona un laboratorio privilegiado para explorar las variantes del voto nulo. En perspectiva comparada, el promedio nacional registrado entre 1991 y 2015 se encuentra en un nivel intermedio (3.4%), muy por debajo de la magnitud del “voto bronca” de 2001 en Argentina (21.3%). Pero en 2009 el movimiento anulista sí obtuvo un impacto considerable en varias ciudades y municipios mexicanos, alcanzando en algunos casos una proporción comparable a la del movimiento “Por una sola Cartagena” en Colombia (33%). De ahí el interés de indagar en las dinámicas subnacionales del voto nulo, sin perder de vista la heterogeneidad de una categoría residual que aglutina comportamientos con sentidos diversos y en ocasiones opuestos.

 

Magnitud, evolución y heterogeneidad del voto nulo

El análisis del voto nulo en México nos introduce en una zona oscura, situada entre las prácticas fraudulentas del antiguo régimen autoritario, la participación electoral convencional en un periodo de democratización, y la movilización de protesta en una coyuntura de desencanto ciudadano.

El cuadro 1 sintetiza la evolución del voto nulo, y por candidatos no registrados, en todos los comicios legislativos federales celebrados desde 1991. En términos absolutos, se pasa de un promedio de 957 000 boletas anuladas entre 1991 y 2006, a 1.88, 2.5 y 1.9 millones de votos nulos en las legislativas de 2009, 2012 y 2015, respectivamente. Sin embargo, dichas cifras incluyen el incremento natural de la población en edad de votar. Por ello, cabe privilegiar las tendencias porcentuales, calculadas sobre el total de votos emitidos y válidos (cuadro 1).6

En términos relativos, la proporción de votos nulos registra fluctuaciones interesantes: después de disminuir entre 1991 y 2000, se incrementa en las legislativas intermedias de 2003, antes de reducirse en 2006 y de repuntar fuertemente en las legislativas de 2009, 2012 y 2015. El porcentaje de boletas nulas siempre es inferior en las presidenciales que en las legislativas concomitantes, sobre todo en 2012. Pero los promedios registrados en las últimas tres legislativas rompen con la tendencia general registrada entre 1991 y 2006: tras haber disminuido de 4.8% a 3.2%, se disparan a 5.4% en 2009 y, aunque se mantienen bajos en las presidenciales de 2012, alcanzan 5% y 4.8% en las legislativas de 2012 y 2015, lo que duplica prácticamente el promedio de 2.6% registrado entre 1994 y 2006 (cuadro 1).

A manera de hipótesis, estas tendencias longitudinales dan una idea general de la magnitud estructural del voto nulo en México. Asimismo, la fuerte volatilidad que se registra en 2009, y luego en 2015, proporciona un primer indicador del impacto del movimiento anulista y del voto de protesta. El incremento del voto nulo en las legislativas de 2012, en cambio, tiene otro componente que se puede medir, relacionado con las confusiones que generaron las reformas sobre coaliciones parciales entre el electorado. Regresaremos sobre estos puntos.

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 Desentrañemos, ahora, algunos componentes básicos del voto nulo, haciendo uso de la riqueza de datos disponibles. Para empezar, contamos con encuestas representativas que permiten explorar las dimensiones psicosociales del fenómeno en el nivel individual. La más ambiciosa fue realizada en pleno auge del movimiento anulista en 2009, por la Fundación Este País, el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), con el resultado de que 9% de los 22 629 entrevistados declaró haber anulado su voto el 5 de julio. Este segmento compartía actitudes políticas similares con los sectores abstencionistas, que lo diferenciaba de quienes dijeron haber emitido un voto válido: tenía opiniones más críticas con respecto al funcionamiento de la democracia, se sentía menos representado por sus diputados y no creía que los candidatos cumplirían sus promesas de campaña.7

Otras encuestas realizadas el mismo año estimaron la magnitud y el perfil de los sectores “anulistas”. Éstos se distinguían de los abstencionistas por disponer de mayores recursos (escolaridad e ingresos) y por residir en zonas urbanas de mayor desarrollo, lo que los aproximaba en este sentido al perfil de los votantes. En palabras de José Antonio Crespo (2009: 52):

Los anulistas representan una especie de combinación entre el segmento de votantes y el de abstencionistas […], un movimiento expreso y público para salir a las urnas y emitir un voto de protesta (anulándolo), exigía esta peculiar combinación: perfil socioeconómico del votante partidista, y perfil valorativo del abstencionista activo.

Estos hallazgos se confirman en parte por el análisis de otras fuentes, complementarias y alternativas. Sin embargo, también se registran inconsistencias interesantes. Las encuestas sólo captan a quienes declaran haber anulado conscientemente sus votos. Ello deja fuera a quienes no se percataron de que sus sufragios fueron anulados por otras razones (errores técnicos, confusiones, anulación fraudulenta, etcétera). Por ello, las encuestas tienen limitaciones para estimar la magnitud del fenómeno y revelan los sesgos de la situación en la que se realizaron las entrevistas. Con todo y su rigor metodológico, la encuesta de la Fundación Este País sobreestimó ampliamente la magnitud del fenómeno (con 9%). En contraste, el estudio del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), con 2 400 entrevistados en los días posteriores a la elección, concluyó que 3% de los encuestados anularon deliberadamente su voto (CIDE, 2009). Como vimos, los resultados oficiales indican que 5.4% de los votos emitidos resultaron ser nulos, aunque por lo pronto no sepamos qué porcentaje de ellos fueron anulados intencionalmente.

Para disipar las dudas, el Instituto Federal Electoral (IFE) revisó 37 000 casillas seleccionadas de forma aleatoria, en muestras representativas de los 300 distritos uninominales. Dicho estudio distingue 11 modalidades distintas de anulación y permite cuantificar con precisión el peso relativo de cada tipo en 2009.

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Como se observa en el cuadro 2, al menos 35.5% de los sufragios fueron anulados por errores de procedimiento, relacionados particularmente con la confusión que generó la reforma electoral al permitir votar ya fuera por un partido o por varios partidos coaligados. Muchos votaron por partidos que habían formado alianzas en el pasado, pero que no registraron coaliciones en 2009. Asimismo, la confusión se agudizó con la posibilidad de presentar coaliciones parciales en algunos de los 300 distritos, compitiendo solos en el resto del territorio nacional.

Por otra parte, 57.6% de los votos revisados fueron marcados intencionalmente en una forma que indicaba la anulación deliberada de la boleta por el mismo elector (voto indiferente de apatía, voto de rechazo y/o de protesta), la emisión de un sufragio inválido (por error, confusión o desconocimiento del procedimiento electoral), o la intervención fraudulenta de alguna tercera persona (para invalidar sufragios emitidos por algún partido, tachando boletas válidas con una marca adicional).

Finalmente, sólo 4.1% de las boletas no registran marca alguna, lo que corresponde en términos estrictos al llamado “voto en blanco”. No obstante, la interpretación de esta última modalidad es más compleja en México, ya que aquí existe en realidad la posibilidad de votar por cualquier “candidato no registrado”. Esta categoría cumple una función similar al voto en blanco y es utilizada regularmente por electores que sufragan por Cantinflas, el Chapulín Colorado, el Santo o Michael Jackson.8 Su magnitud puede estar ligeramente subestimada, ya que un tercero puede aprovechar el vacío para rellenar la boleta con una preferencia ajena a la de quien la depositó en la urna. Estos votos “blancos” también pueden indicar el desconocimiento del procedimiento electoral, la apatía, la abstención o la protesta del elector.

 

Cuatro componentes del voto nulo: exclusión, marginación, error, protesta

Con estas bases teóricas y empíricas, exploremos ahora la magnitud de los distintos componentes del voto nulo en México. Para ello, construimos una base de datos con los resultados oficiales de todos los comicios federales para presidente y diputados celebrados entre 1991 y 2015, desagregados hasta el nivel de las casillas o de las secciones electorales (INE, 2017).9 Ello nos permitirá: estimar las tendencias normales del voto nulo y establecer sus características sociodemográficas estructurales; situar los casos atípicos y relacionarlos con otras variables político-electorales (monopartidismo, acarreo, etcétera); analizar las fluctuaciones coyunturales e identificar los perfiles sociodemográficos de los distintos tipos de votos nulos.

 

Un indicador de posibles prácticas irregulares

Para empezar, recordemos que México es una joven democracia. La anulación “correctiva” de los votos opositores fue una práctica usual durante muchas décadas, y todavía puede producirse en lugares y contextos particulares. Pese a los avances sustantivos registrados en materia de democracia procedimental, la integridad del voto no siempre puede ser garantizada en el conjunto del territorio nacional, y nunca se puede descartar la posibilidad de que alguna boleta sea anulada de forma fraudulenta. Por ello, tasas extremas y desviadas de votos nulos pueden indicar irregularidades en algunas casillas electorales.

Al respecto, los resultados de las legislativas de 1991 proporcionan un caso paradigmático de elecciones transicionales y permiten contrastar las tasas atípicas de votos nulos con otros comportamientos desviados que se registran en numerosas casillas electorales. En esta situación híbrida, aún se registran tasas masivas de votos nulos (superiores a 10%) en 6 207 casillas, mientras que otras 11 485 casillas no contienen ni una sola boleta anulada (lo que puede indicar prácticas de control y coacción en la emisión del voto).

Estas tasas atípicas se asocian con otros comportamientos desviados; por ejemplo, con situaciones de monopartidismo (cuando la primera fuerza obtiene más de 90% de los válidos) o de control hegemónico (cuando el número efectivo de partidos es inferior a 1.7), o con porcentajes inusualmente elevados de participación electoral (mayores a 95% y, en ocasiones, al 100% de la población inscrita, lo que suele indicar prácticas de acarreo o de relleno de urnas).

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Lejos de distribuirse de forma aleatoria, estos enclaves se concentran en casillas rurales con un perfil partidista particular, con mayor presencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y menor presencia de los partidos Acción Nacional (PAN), de la Revolución Democrática (PRD) y de otros opositores (cuadro 3). Este tipo de comportamientos se reduce notablemente a partir de 1994, para limitarse a algunos reductos autoritarios, reacios a la competición y al pluralismo electoral. Ello se refleja en la “normalización” paulatina de las tendencias estructurales del voto nulo entre 1997 y 2006.

 

“Equivocarse es de humanos”: la inevitabilidad del error

Para obtener una idea de la proporción y el rango, de la dispersión y la distribución normales del voto nulo, analicemos los promedios que se registran en cada sección en las nueve legislativas federales que se realizaron entre 1991 y 2015. El cuadro 4 contiene una síntesis de todas las tendencias seccionales. Como lo vimos, el inicio del periodo todavía se caracteriza por una situación híbrida, en la que persisten numerosos enclaves autoritarios. Ello se refleja en el número de secciones que, o bien no contienen ninguna boleta anulada (7 150 secciones en 1991, 178 secciones en 1994), o bien rebasan el 10% de votos válidos (4 918 casos en 1991, 3 831 casos en 1994).

En un segundo tiempo, las tasas extremas de anulación se reducen notablemente, distribuyéndose de una forma cada vez más normal, alrededor de un promedio de 3.1% entre 1997 y 2006. Este periodo coincide con la apertura democrática y con los avances en la calidad procedimental de los comicios, y con la proliferación e institucionalización de las alternancias en todos los niveles del poder, por lo que pudiera tomarse como referencia de base en un periodo de participación electoral convencional. Como veremos, este tipo “estructural” del voto nulo se caracteriza por un perfil sociodemográfico propio y se asocia con la ruralidad, la carencia de servicios básicos y el analfabetismo (cuadro 5). También tiene una distribución territorial particular: su geografía recubre las zonas más rurales y marginadas del país (mapa 1).

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Finalmente, el periodo posterior se caracteriza por una elevada volatilidad. Para ser precisos, las tasas seccionales se mantienen en rangos normales en las presidenciales, pero se disparan coyunturalmente en las legislativas, tanto en 2009 como en 2012 y 2015. Dichas fluctuaciones contienen al menos dos componentes distintos que analizaremos de forma separada: uno de probable error/confusión, y otro de posible protesta/inconformidad.

 

Reformas electorales, confusiones y errores de aprendizaje

En tercer lugar, es posible estimar la magnitud de los errores relacionados con cambios de las reglas electorales. Como ejemplo, analicemos las consecuencias de la reforma electoral de 2007, que modificó las reglas para integrar las coaliciones partidistas y abrió la posibilidad de registrar coaliciones parciales en cada distrito electoral. Desde entonces, el elector puede votar por alguno de los partidos representados en la boleta, o por varios partidos aliados. Si estos últimos están registrados como coalición en el distrito dado, el voto resulta válido; si no, es considerado como nulo. Como ya lo vimos, muchos ciudadanos votaron por el PRD, el PT y Convergencia en 2009, pensando en la Coalición por el Bien de Todos que había encabezado Andrés Manuel López Obrador en 2006. Otros más marcaron las siglas del PRI y del PVEM en distritos en los que estos partidos no estaban coaligados. Según el estudio ya citado del IFE (2010), alrededor de 35.5% de los votos anulados en 2009 se deben a este tipo de confusiones, en un contexto de aprendizaje de nuevas reglas electorales (cuadro 1).

En 2012, el carácter simultáneo de las elecciones presidenciales y legislativas permite estimar los efectos de este tipo de errores para las alianzas parciales registradas por el PRI y el PVEM en el nivel de las 144 043 casillas electorales. A diferencia de las presidenciales (en las que se registaron 2.7% de boletas anuladas), las legislativas de 2012 se caracterizaron por tasas muy elevadas de votos nulos (5.7%). Esto se debió claramente a la confusión que generaron las alianzas parciales que registraron el PRI y el PVEM en 200 de los 300 distritos (para diputados) y en 20 de las 32 entidades (para senadores). Como las campañas comunicaron sobre la alianza que apoyó al candidato presidencial, muchos electores también votaron por ambos partidos en las legislativas. Sin embargo, en las circunscripciones en las que no se registró una alianza, estos sufragios fueron anulados.

El cuadro 5 ilustra el fenómeno en el nivel de las casillas. Los promedios más elevados de votos anulados se concentran en las 51 775 casillas en las que el PRI y el PVEM no registraron alianzas para diputados de mayoría relativa (8.9%), así como en las 75 448 casillas en las que fueron solos en los comicios para senadores (9.1%). En cambio, donde ambos partidos sí se coaligaron, los promedios se sitúan en 3.9%, es decir, en rangos usuales para elecciones legislativas.

Al contrastar los votos nulos en ambos tipos de casillas, también se puede estimar la pérdida potencial de votos que ello representó para los candidatos a diputados y senadores del PRI y del PVEM: ésta se eleva a alrededor de 583 000 sufragios para los diputados, y a 909 000 sufragios para los senadores.10 Si se le reasignan estos votos perdidos a la alianza PRI-PVEM en los distritos en los que se registraron estas confusiones, también se pueden estimar los efectos que una alianza total hubiera tenido sobre la distribución de estos cien escaños uninominales.

Debido a la fragmentación partidista y al carácter reñido de muchas contiendas distritales, la Alianza Compromiso por México hubiera incrementado en alrededor de 22 el número de sus diputados de mayoría relativa, pasando de 176 (que ganó) a 198. A estos escaños uninominales cabe agregar un número más reducido de escaños plurinominales, que muy probablemente le hubieran aportado estos 1.4 puntos porcentuales adicionales en la asignación de los 200 escaños de representación proporcional. Incluso sin ellos, los 64 escaños que obtuvieron el PRI y el PVEM por este concepto hubieran bastado para rebasar la mitad de curules requeridas para obtener una mayoría en la Cámara de Diputados.

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En otras palabras, las coaliciones parciales que registraron el PRI y el PVEM en 2012 les otorgaron una importante ventaja sobre el Movimiento Progresista (que sí registró una coalición total) en cuanto a la asignación de los tiempos de difusión en los medios de comunicación, pero también tuvieron un costo tangible en votos y, por ende, en la distribución de los escaños legislativos. En cambio, ninguno de estos fenómenos afectó la candidatura de Enrique Peña Nieto, ya que en la presidencial sí se registró una coalición total. Ello también se reflejó en un promedio sensiblemente más bajo de votos nulos, como es usual en este tipo de comicios más personalizados y polarizados.

 

Cuando anular significa protestar

Finalmente, la anulación intencional del voto también puede ser una forma de expresar inconformidad ante la ausencia, percibida o real, de opciones. Fuertes fluctuaciones del voto nulo pueden revelar este tipo
de protesta cívica, cuya interpretación requiere investigaciones cualitativas y trabajo de campo. Partiendo de los estudios realizados sobre el movimiento anulista, analicemos ahora la volatilidad y el incremento coyuntural de los sufragios nulos en las legislativas intermedias de 2009 en México.

Para estimar la magnitud del voto protestatario, calculamos las variaciones entre los promedios “estructurales” (registrados en las legislativas previas del periodo 1997-2006) y las tasas registradas en 2009. En términos agregados, se pasa entonces de alrededor de 909 000 a 1 867 729 boletas anuladas, es decir, de 2.8% a 5.4% de los sufragios emitidos. ¿Qué se observa, ahora, en el nivel de las 64 000 secciones electorales? Lejos de obedecer a una tendencia generalizada, el incremento del voto nulo se concentra en 25 941 secciones con altos índices de urbanización y escolaridad, donde éste pasa en promedio de 2.1% durante el periodo 1997-2006 a 7.9% de los sufragios emitidos en 2009. El carácter coyuntural de este aumento y el perfil atípico de estas secciones sugieren que éste se debe al voto de protesta. El cuadro 6 sintetiza los perfiles sociodemográficos cambiantes del voto nulo entre 1991 y 2015, a través de las correlaciones que se observan en el nivel seccional.

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Hasta 2006, se registran correlaciones negativas, significativas y consistentes entre los porcentajes seccionales de votos nulos y las tasas de urbanización, escolaridad y de acceso a servicios básicos).11 En contraste, dicho perfil se invierte puntualmente en 2009 y en 2015, para asociarse entonces de forma positiva con las mismas variables. Ello se debe al incremento inusual de votos nulos que se registra, en ambas elecciones, en secciones con elevados niveles de desarrollo y escolaridad (cuadro 6).

Este fenómeno se observa con claridad en las siguientes gráficas. La gráfica 1 representa las tendencias del voto nulo en tres segmentos con niveles crecientes de educación y muestra que la volatilidad se concentra en los niveles de escolaridad alta y media.

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Asimismo, el mapa 2 y las gráficas 2-5 representan la relación entre los niveles de escolaridad y de votos nulos, agregados ahora a nivel municipal (para mayor legibilidad). Los ajustes de regresión local (LOESS) ilustran las relaciones cambiantes entre ambas variables. Al contrario de lo que se observa durante el periodo 1997-2006, en 2009 y en 2015 la relación pasa de ser negativa a tener la forma de una U: ello significa que las tasas más altas de anulación se sitúan tanto en los municipios con los niveles más bajos de escolaridad (en blanco) —donde se deben probablemente a errores derivados de un menor conocimiento de los procedimientos electorales—, como en aquellos municipios que cuentan con los promedios más elevados de escolaridad (en negro) —donde indican probablemente una anulación coyuntural, de protesta e inconformidad (gráficas 2-4 y mapa 2).

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En resumen, en 2009 el incremento del voto nulo se concentra en 25 941 secciones electorales ubicadas en municipios urbanos, donde suma 842 791 boletas electorales, lo que corresponde a 2.44% del total de sufragios emitidos, a 2.58% del total de sufragios válidos y a 1.1% del total de ciudadanos con derecho de votar.12 Considerando la concentración territorial y el perfil sociodemográfico atípico de este fenómeno coyuntural, éste permite aproximarse al impacto potencial del movimiento anulista. En 2009, dicho fenómeno rebasa 10% del sufragio válido en 15 municipios, incluyendo Cherán, Tuxtla Gutiérrez, San Cristóbal de Las Casas, Puebla, Morelia y las delegaciones (ahora alcaldías) de Benito Juárez, Cuauhtémoc, Xochimilco, Alvaro Obregón, Coyoacán y Tlalpan en la Ciudad de México. En 2015, un fenómeno similar se produce en 24 336 secciones, donde moviliza a alrededor de 616 000 votantes. En esta ocasión, el incremento es menos acentuado y más disperso. Aun así, este probable voto de protesta moviliza a más de 10% de los votantes en seis municipios oaxaqueños, en Tuxtla Gutiérrez y en San Cristóbal de Las Casas.

Estos fenómenos envían un mensaje fuerte pero difuso. Pese a su carácter espontáneo y descentralizado, las redes que promovieron el voto de protesta tuvieron una capacidad insospechada y contagiosa de movilización en varias ciudades del país, aun cuando éstas no contaban con recursos públicos para financiar sus acciones. Cabe preguntarse si este movimiento no hubiera podido obtener algo más que la expresión de un descontento desarticulado, de haber canalizado sus energías mediante formas institucionalizadas de participación política. Considerando la fragmentación del sistema de partidos, dichos porcentajes pueden equivaler ahora a los que obtienen partidos importantes y cuestionan la legitimidad de sus representantes electos. De ahí la necesidad de tomar en serio el voto de protesta, particularmente en el nivel local. En su dimensión nacional, en cambio, los efectos del movimiento anulista son moderados, sobre todo cuando se comparan con las experiencias de otros países. Para recordar solamente un caso relevante, el famoso “voto bronca” aglutinó 27.5% de los votos válidos en Argentina. Con promedios de alrededor de 2.6% en 2009 y 1.8% en 2015, el voto de protesta en México se sitúa muy lejos de ese escenario y por debajo del 3% requerido para que un partido conserve su registro legal, reflejando más bien una situación recurrente a nivel internacional.

En suma, el fuerte incremento coyuntural del voto nulo en 2009 (y, en menor medida, en 2015) se produce en secciones con altos niveles de escolaridad, lo que, aunado a la permanencia de tasas elevadas de votos nulos en secciones con niveles bajos de escolaridad, le confiere entonces un perfil sociodemográfico singular. Éste es uno de los hallazgos más interesantes de esta exploración empírica del voto nulo en México. Como consecuencia de la promoción de la anulación del voto —y de la fuerte concentración de este movimiento en lugares desarrollados— se observa un aumento de la heterogeneidad de esta categoría residual, que altera puntualmente su perfil sociodemográfico habitual.

En otras palabras, el voto nulo es un fenómeno heterogéneo y plural. Si retomamos las teorías y los datos analizados en este trabajo, podemos distinguir al menos cuatro comportamientos de sentido diverso. El primero se asocia con las prácticas desleales de anulación fraudulenta legadas del pasado autoritario, que todavía no han sido totalmente desterradas, por lo que pudiera denominarse de “exclusión política” (en 1991 aún se registraban tasas atípicas de nulos en 20% de las casillas). El segundo tipo —de “marginación socioeconómica”— se sitúa en un promedio de 3.1% del sufragio válido, se concentra en los segmentos menos educados y se debe a errores involuntarios. El tercer tipo de votos nulos se produce cuando alguna reforma crea confusiones y puede ser asimilado a “errores de aprendizaje” (éstos alcanzaron alrededor de 5% a raíz de las coaliciones parciales de 2012). El cuarto es relativamente nuevo en México: nos remite probablemente al impacto del movimiento anulista (con efectos promedio de 2.6% en 2009 y 1.8% en 2015); sólo este último comportamiento refleja potencialmente actos intencionales de protesta y tiene características sociodemográficas inversas a las usuales.

 

Variedades del voto nulo (a modo de conclusiones)

En suma, el movimiento “anulista” abre un debate importante en México, que ya viene desarrollándose desde hace décadas en el Viejo Continente. El voto de protesta pone de manifiesto la permanencia de brechas en la construcción de ciudadanía e ilustra que las discusiones sobre las elecciones son cada vez más complejas e imaginativas. En este contexto, la investigación empírica invita a repensar el voto nulo desde la diversidad de sus significados.

Los sufragios nulos son heterogéneos y reflejan una pluralidad de comportamientos disímiles con sentidos opuestos. Dentro de una amplia gama de posibilidades, cabe distinguir entre las boletas anuladas deliberadamente por el mismo elector y aquellas que son invalidadas de forma fraudulenta; los sufragios cuya nulidad implica alguna confusión o falta de información y aquellos cuya validez simplemente no puede ser establecida por algún error o razón técnica. Una de estas modalidades refleja una anulación consciente de protesta, pero en otros casos el elector ignora incluso que su boleta resultó ser inválida (por lo que ello tampoco puede captarse a través de encuestas).

He aquí la conclusión central de esta investigación: en contraste con el imaginario asociado con el voto de protesta, los votos nulos forman parte de una categoría residual plural y heterogénea. En este trabajo identificamos al menos cuatro tipos distintos de votos nulos que no pueden asimilarse entre ellos. Pero incluso la subcategoría del voto protestatario dista mucho de ser homogénea. Como lo ilustran las tensiones y divisiones que se suscitaron en las reuniones de la Asamblea Nacional Ciudadana, las motivaciones de los promotores del voto nulo no eran idénticas y pudieron ser incompatibles cuando se trató de transformarlas en propuestas. Por ello, más que de una fuerza unificada con una visión y estrategia compartidas, cabe hablar de una coalición de descontentos con aspiraciones y expectativas diversas (Alonso, 2010).

Esta doble heterogeneidad del voto nulo tiene consecuencias importantes para su análisis e interpretación. Desde una perspectiva sociológica, plantea problemas teórico-metodológicos, de conceptualización y de medición. El fenómeno no puede ser investigado únicamente a través de encuestas, ya que éstas sólo captan la dimensión consciente de una categoría oscura, mucho más amplia y compleja.13 Por ello, valdría la pena profundizar el estudio de los votos nulos mediante estudios más detallados, entrevistas a profundidad y etnografías de casos relevantes. Ello permitiría captar la complejidad de un fenómeno ambivalente que obliga a reflexionar sobre el lado oscuro del voto, sobre las fronteras y las posibilidades de renovar la democracia electoral.

Para los legisladores, y para quienes toman decisiones, la heterogeneidad del voto nulo plantea problemas más prácticos y operativos: ¿Cómo interpretar sus distintas dimensiones, y cómo procesarlas en una forma institucional, incluyente y democrática? ¿Se requieren nuevas reformas para distinguir y separar, dentro de la categoría actual de votos nulos, los votos en blanco? ¿Qué cambiaría concretamente con ello?

Desde una perspectiva pluralista, resulta legítima la propuesta de ampliar el rango de opciones e integrar la posibilidad de votar intencionalmente “en blanco”, como ya se hace en Colombia y España. Así se reconocería legalmente una práctica centenaria cuya magnitud merece ser valorada en su justa dimensión. Ello también exige mantener una distinción clara entre el derecho de participar sin hacer ninguna elección entre las opciones contendientes, y la necesidad de descartar las boletas cuya preferencia no puede ser determinada. En cualquier caso, habría que reservar una categoría explícita para el voto nulo que no debe confundirse con los votos “en blanco”, sean activos o pasivos, accidentales o deliberados, de protesta o conformistas.

Esta distinción básica tiene otras consecuencias. Si el voto nulo es un residuo heterogéneo, tiene que ser procesado como un elemento de incertidumbre. La legislación mexicana ya establece que cuando los votos nulos rebasan la diferencia entre los dos partidos más votados en alguna casilla, tienen que recontarse los votos, para descartar sospechas eventuales. En España, el voto en blanco ahora se considera en la asignación de los cargos y, si se vuelve mayoritario, tienen que repetirse las elecciones, lo que también aplica en Guatemala.14

Sin embargo, la preocupación legítima por ampliar las vías de participación democrática no debe propiciar nuevas confusiones. Ahora, los colombianos pueden tachar una casilla denominada “voto en blanco” pero las boletas sin marcas son contabilizadas como “votos nulos” y carecen de validez jurídica. De forma general, es imperativo preservar el rigor conceptual. El voto nulo capta los errores que se cometen durante la emisión del sufragio e incluye el conjunto de boletas sin preferencias claras; sigue estando compuesto por una gran diversidad de comportamientos que impiden atribuirle un significado único.

En México, por cierto, ya existe una manera de votar en blanco, utilizando el espacio reservado para “candidatos no registrados”. Cuando un ciudadano vota por Cantinflas, por Michael Jackson o por algún dirigente sin registro, está expresando que no lo convence ninguno de los candidatos contendientes. Algunos promotores “anulistas” llamaron a utilizar dicha opción votando por “Esperanza Marchita” pero muchos de sus simpatizantes no recordaban que existía esa posibilidad, que se ha venido utilizando desde hace décadas, sumando en promedio 0.2% de los votos válidos entre 1991 y 2015 (cuadro 1).

Asimismo, el reconocimiento y la integración de los votos en blanco en la asignación de los escaños también pueden producir efectos contradictorios e inesperados, al elevar los umbrales electorales para las pequeñas fuerzas y al acentuar la desproporcionalidad en beneficio de los partidos mayoritarios. La idea de condicionar, en cambio, el financiamiento público de los partidos a su desempeño electoral medido en votos válidos, merece ser explorada. Éstas, entre otras cuestiones, deberían ser debatidas con mayor detenimiento.

En última instancia, el movimiento anulista no sólo es un síntoma pasajero de malestar ciudadano. La riqueza de las discusiones que éste suscitó ilustra los alcances del proceso de democratización mexicano, al plantear un debate necesario: ¿Cómo ampliar el repertorio tradicional de la participación ciudadana, más allá de la posibilidad de votar por alguien? ¿Cómo expresar el descontento sin rechazar las virtudes del juego electoral? ¿Cómo presionar, desde el interior del sistema, a representantes ineficientes y alejados de la ciudadanía, mediante formas institucionalizadas de participación política?

Para alimentar ese debate, concluyamos con cuatro ideas innovadoras que surgieron durante el ballotage presidencial de 2017 en Francia (Piquet, 2017). Ante el dilema de votar por la extrema derecha (Marine Le Pen) o por un centrista “independiente” (Emmanuel Macron), diversos grupos promovieron alternativas para participar sin anular el sufragio: 1) el voto “gris” (“Quienes firmamos esta petición, Señor Macron, le prestamos nuestro voto para bloquear a Le Pen, pero lo retomaremos inmediatamente después de su elección”); 2) la “segunda” boleta electoral (“Votaremos contra Le Pen (no por usted) y le enviaremos una segunda boleta a sus oficinas para que sepa que nuestros votos no fueron para usted”); 3) el voto “retardatario” (“Votaremos después de las 17:00 horas para que nuestra participación sólo se contabilice al final de la jornada electoral”); y 4) la “donación” del sufragio (“No votaremos por usted; le daremos nuestro voto a un extranjero residente que, sin tener ciudadanía legal, quiera votar”).

Indudablemente, los irreductibles sufragistas galos no carecen de imaginación ciudadana. Habrá que ejercer el mismo tipo de imaginación para renovar nuestras democracias latinoamericanas.

 

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Recibido: 9 de diciembre de 2017
Aceptado: 31 de enero de 2019

 

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