Social disasters: Earthquakes, reconstruction and gender equality
Margarita Velázquez Gutiérrez*
* Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Londres. Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. Temas de especialización: desarrollo, sustentabilidad y género, políticas sociales desde una perspectiva de género. Av. Universidad s/n, Circuito 2, 62210, Chamilpa, Ciudad Universitaria de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Cuernavaca, Morelos.
Resumen: El 19 de septiembre, después de 32 años de que un sismo de 7.1 grados azotara la Ciudad de México, un fenómeno similar nos recordó a todos los mexicanos cómo los eventos naturales pueden cimbrar nuestras vidas cotidianas. Ese mismo día, como en 1985, muchos de quienes murieron fueron mujeres. En este artículo se discute por qué esta historia se repite y cómo el género y las inequidades (económicas, sociales y políticas) han venido incidiendo en la construcción de la noción del desastre social.
Palabras clave: desastre social, sismos, desigualdades de género, mujeres, reconstrucción, Ciudad de México, economía del cuidado.
Abstract: On September 19th, thirty-two years after a 7.1-magnitude earthquake struck Mexico City, a similar phenomenon reminded all Mexicans how natural events can upset our everyday lives. That day, as in 1985, many of those who died were women. This article discusses why this history repeats itself and how gender and inequities (economic, social and political) have influenced the construction of the notion of social disaster.
Key words: social disaster, earthquake, gender inequalities, women, reconstruction, Mexico City, care economy.
Un sismo azota nuevamente la Ciudad de México el 19 de septiembre de 2017, el día en el que se conmemoraban los 32 años del terremoto de 19851 El saldo hasta el momento y, según cifras extraoficiales, indica que fallecieron 228 personas; de ellas, más de la mitad eran mujeres, sólo en la Ciudad de México. La mayoría de estas mujeres falleció a causa de los derrumbes de edificios habitacionales, donde cumplían labores de trabajo doméstico y de cuidado. Un caso emblemático, al igual que hace 32 años atrás, fue la muerte de mujeres de una fábrica textil en la colonia Obrera. Muchas de ellas eran extranjeras, producto de la migración ilegal, y realizaban uno de los trabajos peor remunerados y en las peores condiciones laborales dentro de la industria textil, el de la maquila. Para estas mujeres, al parecer, la historia se repite.
En este trabajo trato de esbozar algunas ideas que se impregnan del presente inmediato, como fue la tragedia sucedida en México durante septiembre de 2017, y también trato de desarrollar proposiciones enmarcadas en lo que desde hace algunas décadas se viene discutiendo sobre la noción de la construcción social del desastre y sus fundamentos en las desigualdades sociales y de género.
Los desastres como factor que visibiliza las desigualdades preexistentes
Existe una tendencia a pensar, junto al sentido común, que los desastres o las catástrofes son naturales. Fuerzas de la naturaleza serían las que intervienen, de vez en cuando, en la vida cotidiana de los seres humanos, provocando en ella devastadoras consecuencias. Ejemplos hay por cientos, como emplazamientos urbanos en zonas no seguras, en pendientes o quebradas, cerca de ríos, en suelos no aptos para la construcción, entre otras, sin planeación o con una total falta de prolijidad en estudios o análisis. Muchos o quizá la mayoría de los asentamientos humanos en zonas de peligro o vulnerabilidad geomorfológica están habitados por los más pobres, como lo señalan informes de organismos de ayuda humanitaria y otros dependientes de Naciones Unidas.
A pesar de ello, no es tan lejana una visión centrada en las amenazas físicas. De hecho, dentro del ámbito de las políticas de planificación territorial, la idea de “desastre” por mucho tiempo estuvo anclada en la noción de hecho natural. Esta forma de tratar los desastres también permeó a quienes han sido responsables de la respuesta frente a emergencias. Asimismo, la implementación de esta perspectiva en el campo de acción en emergencias provocó que se configuraran prácticas y acciones desarticuladas entre los organismos estatales, de desarrollo (las llamadas organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil), las instancias encargadas de las emergencias y quienes intervenían en la rehabilitación y la reconstrucción después del desastre.
El efecto de estas formas de intervención de cada uno de estos organismos dio como resultado duplicación y multiplicación de trabajo y tiempo. Esta concepción convencional derivó en consecuencias políticas, intervenciones y acciones cada vez más dirigidas a la respuesta y con enfoque de “producto” en las comunidades afectadas por desastres de distinto origen.
Sin embargo, desde hace un par de décadas, y alejándose de esa perspectiva, han emergido nuevas posturas y formas actuar de dentro de los llamados escenarios de riesgo. Catástrofes sucedidas en América Latina y Centroamérica entre 1998 y 2001 cambiaron el rumbo de la forma de pensar los desastres. Fenómenos como la corriente de “El Niño” y el huracán “Mitch” revelaron de forma dramática los diversos grados de vulnerabilidad de la población, la producción y la infraestructura existente en los países afectados.
Estos fenómenos provocaron una transformación en la comprensión y el reconocimiento de la constitución compleja y multidimensional de los desastres, en que la suma de las vulnerabilidades y las amenazas converge finalmente en el riesgo en que las poblaciones se encuentran sumergidas, entendiendo, como lo señala Alan Lavell (2007), que “el riesgo es producto de procesos, decisiones y acciones que derivan de los modelos de crecimiento económico, de los estilos de desarrollo o de transformación de la sociedad”.
Coincidiendo con Lavell (1993), podemos señalar que los desastres no son “naturales”, son producto de una construcción social. Esto es, eventos geofísicos y meteorológicos puntuales, como terremotos, inundaciones, por nombrar algunos, y el impacto de los mismos sobre la vida humana forman parte de los sistemas de relaciones que los humanos establecemos con los espacios ambientales —ecosistémicos y geográficos—, sobre los cuales se instalan los asentamientos humanos, en los que se producen y reproducen las dinámicas económicas —productivas y reproductivas— y políticas. Es una forma y una lógica social de apropiarnos del espacio y que hemos ido configurando a través de procesos histórico-culturales, y que hoy en día se encuentran caracterizados por la lógica neoliberal que atraviesa gran parte de nuestras relaciones sociales.
Los desastres pueden afectar a grandes poblaciones o a poblaciones específicas. Sin embargo, las condiciones de existencia material y simbólica que los preceden pueden agudizar, profundizar y seguir reproduciendo la desigualdad social. Generalmente, las poblaciones más pobres y con mayores niveles y grados de desigualdad, con un componente femenino e indígena, son las más afectadas. Las condiciones y las relaciones interseccionales como clase, género, etnia y casta, configuran un escenario cuyas poblaciones son más proclives a verse afectadas por los desastres, profundizando y manteniendo así su posición desigual y en desventaja dentro de las jerarquías sociales que rigen no sólo los campos económicos, políticos y sociales, sino también los simbólicos y culturales que se establecen en los países y regiones.
En ese sentido, si los desastres son parte de una construcción social, las relaciones que se establecen dentro de los sistemas y estructuras sociales pueden aumentar o disminuir los efectos y las consecuencias de ellos. Bajo esta perspectiva, las vulnerabilidades sociales, políticas, culturales, económicas y ambientales tienen una incidencia importante en esta ecuación, que no sólo funge en la medición del impacto sobre el riesgo en que pueden estar las poblaciones frente a eventos de gran magnitud,2 sino también en la trama de sentido que las vulnerabilidades tejen al estar imbricadas dentro de las relaciones de desigualdad de género y social.
La importancia de entender los desastres como construcción social nos plantea el desafío de pensar e intervenir de otro modo, de entender el espacio de relaciones sociales también como escenario de riesgos; es decir, la reunión de actores, posiciones, instituciones en conjunto como juego, cuyos factores entendidos como vulnerabilidades permitan visualizar las amenazas de distinta índole, ya sean antropomórficas o geofísicas, o la suma de éstas en relación con las vulnerabilidades preexistentes dentro de las poblaciones y sus espacios. Todo esto, con la finalidad de que se puedan comprender dichos procesos de manera integral e implementar acciones de largo alcance y que no sólo puedan disminuir los impactos en pérdidas humanas y materiales —como se ha seguido haciendo—, sino propender a disminuir las brechas de las desigualdades que han podido producir este mismo.
En ese sentido, estudios e informes de las agencias de cooperación y de las Naciones Unidas evidencian que en general son las mujeres las más afectadas por los desastres, y que éstos profundizan las relaciones de desigualdad social en las que se encuentran. Las mujeres están encargadas del cuidado de niños, ancianos y enfermos, muchas veces en las regiones con mayor presencia en zonas rurales, donde se encargan del cuidado y de todas las actividades productivas y de recolección, lo que les genera dobles o triples tareas en la producción y reproducción de la vida social.
En las zonas urbanas, las mujeres tienen más desplazamientos por la ciudad (Colegio de México, 2017) y más carga horaria por las jornadas laborales dentro y fuera del ámbito doméstico. El cuidado sigue siendo una de las tareas que ejemplifican la desigualdad de las relaciones de género. Si a esto se suma la amenaza de desastres, estamos ante la configuración de un escenario de riesgo amplio para esta población en particular.
De hecho, y conforme a los estudios de organismos internaciones y de la cooperación, uno de los eslabones que marcan los escenarios de riesgo es la desigualdad de género, particularmente las condiciones desfavorables de vida y sobrevivencia que afectan a millones de mujeres y niñas en el mundo. Por ejemplo, según datos proporcionados por Oxfam Internacional (ver <https://oxf.am/2FLbIbN>), “las mujeres ganan en promedio un 23% menos que los hombres, realizando la misma labor y, en los países en desarrollo, el 75% de los trabajos que ocupan pertenecen a sectores informales o están desprotegidos. En el mundo, una de cada tres mujeres experimentará violencia física o sexual, probablemente a manos de su pareja, y sin embargo, 46 países carecen de leyes contra la violencia doméstica”.
Los patrones de desigualdad, es decir, las formas y estructuras sociales, discursos y construcciones simbólicas que han configurado relaciones sociales marcadas por la pobreza, la marginación y la violencia, han tenido como un agente clave a las mujeres, como sujetos y objetos de una subordinación en los sistemas que operan las lógicas del género.
A pesar de algunos avances en materia de igualdad de género, apreciamos que esta manera de ver, percibir y actuar en el mundo aún restringe y limita los derechos de la mitad de la población en el mundo actual. Los desastres, presentes en un escenario de desigualdad general, ponen en foco las condiciones materiales y simbólicas existentes y preexistentes caracterizadas por esta brecha. Es decir, suceden y tienen efectos más amplios cuanto más desiguales son las sociedades.
En América Latina, nuestras sociedades muestran mayores signos de esa desigualdad: por el mismo trabajo, las mujeres ganan 40% menos de salario. Las mujeres están sobre-representadas en los puestos de trabajo más precarizados y están mucho más presentes en los ámbitos del cuidado, que es un espacio fundamental, pero invisibilizado para el mantenimiento de las condiciones de vida de las personas que están en condición de dependencia, como los niños/as, los enfermos/as y los ancianos/as. Los hogares con jefatura femenina son los más pobres de la región. Existe en las últimas décadas un aumento de la violencia de género contra las mujeres. América Latina y México en particular tienen focos rojos en este sentido.
3 Según informes de la Oficina de Población de Naciones Unidas (UNFPA), en contextos de emergencia post-desastres aumentan los casos de embarazos y de enfermedades e infecciones de transmisión sexual, debido a que se incrementan las condiciones para el ejercicio de la violencia, y en particular la violencia sexual contra las mujeres.
Reconstruir o transformar la ciudad desde una perspectiva de género
Según el gobierno federal de México, la reconstrucción tras los dos últimos terremotos ocurridos el 7 y 19 de septiembre 2017 costará alrededor de 480 00 millones de pesos. Esta cifra está aún dentro de una perspectiva fragmentaria y se orienta sólo a poder “reconstruir” las ciudades y localidades afectadas, que quizá podrían incluir hospitales, escuelas, viviendas particulares y edificios habitacionales que colapsaron en estos dos eventos. Sin embargo, esta mirada y forma de comprender lo sucedido parece reducir los daños y las consecuencias del desastre a una dimensión material y física del fenómeno, soslayando y excluyendo un diagnóstico y una evaluación que intentaran responder a interrogantes como los siguientes: ¿Por qué estos eventos tienen un impacto mayor en ciertas poblaciones? ¿Cuáles son las causas de la cantidad y la proporción de mujeres fallecidas con respecto a las de los hombres? ¿Qué condujo al colapso de edificaciones relativamente nuevas y que son posteriores a las normativas que se impulsaron luego del sismo de 1985? Hay que investigar y dejar en claro si se respetaron las normas de construcción y el uso de suelo, entre otras. ¿Existieron y se aplicaron protocolos de respuesta en emergencia? ¿Los agentes encargados de velar por la acción post-emergencia cumplieron con los procedimientos y los protocolos de protección civil?
En síntesis, existe un universo de mayores dimensiones que abordar antes de comenzar un proceso de reconstrucción. ¿Y reconstrucción de qué? Siguiendo a Sarah Bradshaw (2013) el proceso que se inicia post-emergencia puede ser pensado como una “ventana de oportunidades”. Para algunos organismos de cooperación y agentes de toma de decisiones de la sociedad civil, los desastres muestran lo desigual que es la sociedad antes de la emergencia. Es decir, el desastre, así visto, puede ser una puerta abierta para comenzar a construir nuevas y mejores maneras de configurar no sólo el espacio físico, las edificaciones, sino también una oportunidad para el cambio y la transformación de las relaciones sociales que se espacializan en un lugar determinado, en este caso, la ciudad.
Siguiendo la idea de la autora, podemos señalar que es necesario y fundamental reflexionar qué tipo de sociedad queremos construir y de qué forma la queremos hacer. En conjunto, y a la par con la perspectiva de organizaciones internacionales y movimientos de la sociedad civil, podemos entender que esta forma de construir un nuevo tipo de relaciones debería estar orientada hacia la justicia social; en ese sentido, ir de la mano con los enfoques de derechos, inclusión e igualdad que han marcado la agenda internacional de derechos humanos de los últimos 50 años.
Bajo una perspectiva de género e interseccional, podemos señalar también que únicamente comprendiendo y disminuyendo las brechas de desigualdad podremos disminuir los impactos causados por los eventos socialmente construidos llamados desastres. No es sólo la participación de actores y actoras en las políticas de planificación y desarrollo, es plantear también el tipo y la forma de cómo se planifica, qué es lo que se quiere transformar no sólo en una lógica material y de reproducción del mundo productivo-económico, sino deconstruyendo formas y sentidos, por los cuales ciertas poblaciones sufren los mayores efectos del desastre.
Si nos remitimos a la historia reciente de los movimientos sociales y ciudadanos que nacieron a partir de lo ocurrido tras el sismo de 1985 en la Ciudad de México, no nos queda más que señalar una vez más el papel clave que jugaron los ciudadanos, y en particular las mujeres, en la organización de la respuesta frente a la emergencia (Massolo y Schteingart, 1987). Bajo un Estado que no respondió adecuadamente, al no tener herramientas suficientes para la respuesta eficaz y pronta, la sociedad civil se organizó bajo sus propias lógicas, y luego de 32 años nuevamente vemos que la sociedad civil, de manera espontánea, se organizó para responder a los requerimientos ante a este nuevo desastre (Sandoval, 2010). No obstante, los años no han pasado en vano: las formas de organización cambiaron, las redes sociales y, en general, las plataformas de comunicación4 fueron las herramientas que pudieron canalizar brigadas de rescate, de ayuda y cooperación, y principalmente de fiscalización de origen ciudadano frente al actuar de los organismos del Estado.
Es importante señalar que si en 1985, a partir del terremoto, emergieron nuevas formas de participación vecinal, en 2017, bajo la égida neoliberal, las respuestas ciudadanas fueron más puntuales y fragmentarias, y a pesar de que existieron y pudieron visibilizarse en las plataformas virtuales, al parecer no han podido trascender orgánicamente, a diferencia de sus predecesoras.
De todas maneras, cabe mencionar que a través de estas plataformas virtuales fue que organizaciones de mujeres y mujeres feministas pudieron visibilizar y difundir el proceso que se estaba llevando a cabo en la fábrica textil entre Bolívar y Chimalpopoca, en la colonia Obrera, delegación Cuauhtémoc. Quizás es uno de los casos más emblemáticos de la desigualdad existente frente a los desastres; como en el caso de las costureras de 1985, vuelve a cuestionarnos la forma de construir una ciudad y una sociedad luego de la catástrofe. Si bien la denuncia y el efectismo de lo visual y mediático pueden transformar algún descontento en una acción práctica, se necesita ir más allá. Hay que pensar en un marco más global e integral, instalando la noción de escenarios de riesgo, ir más allá de la forma economicista de entender la forma de construir la ciudad, y empezar a cambiar las relaciones sociales que han hecho posibles las desigualdades. Nuevas reglas, nuevas normas, nuevos mecanismos para pensar de otro modo cómo habitar nuestros espacios, el conocimiento y el reconocimiento de los otros y las otras, siguiendo a Nancy Fraser (2012), podría ser un camino hacia la justicia social luego del desastre.
Bibliografía
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