Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Economics and politics in Kirchner’s Argentina (2003-2015)

Andrés Gastón Wainer*

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* Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Flacso-Argentina. Temas de especialización: desarrollo económico, clases dominantes, sector externo. Tucumán 1966, entre Ayacucho y Riobamba, C1050AAN, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

 

Resumen: El kirchnerismo gobernó Argentina durante 12 años (2003-2015), aunque en dicho periodo pueden identificarse dos fases económicas distintas: la primera con altos niveles de crecimiento y significativas mejoras sociales y la segunda con magros resultados económicos y menores avances sociales. En dicho marco, este artículo pretende aportar elementos que permitan comprender los alcances y límites del proyecto económico-social del kirchnerismo. La hipótesis central plantea el establecimiento de un estrecho vínculo entre las limitaciones que exhibió el proceso de crecimiento y distribución desplegado durante esa etapa, el tipo de estructura productiva existente y los principales intereses sociopolíticos que la atraviesan.

Palabras clave: kirchnerismo, Argentina, restricción externa, clases sociales.

Abstract: Argentina was governmed by Kirchnerism for twelve years (2003-2015). This period had two different economic phases: one with high growth rates and significant social improvements, and the other with poor economic performance and less social progress. In this context, this article seeks to contribute to a better understanding of the achievements and limits of the economic and social project of Kirchnerism. The central hypothesis posits a close link between the limitations of the growth and distribution process, Argentinian’s productive structure and the main socio-political interests involved.

Key words: kirchnerism, Argentina, balance of payments constraint, social classes.

 

El kirchnerismo fue la fuerza política que logró mayor continuidad en el gobierno en toda la historia moderna de Argentina, sosteniéndose durante tres mandatos presidenciales consecutivos a lo largo de 12 años (2003-2015). En dicho periodo pueden identificarse al menos dos grandes fases económicas, la primera con altos niveles de crecimiento y significativas mejoras sociales (2003-2008) y la segunda con magros resultados económicos y menores avances sociales (2008-2015) en el marco de la reaparición del fenómeno conocido como restricción externa al crecimiento.

El análisis de un periodo histórico en particular requiere tener en cuenta múltiples dimensiones, muchas de las cuales no pueden ser tratadas en un sucinto artículo académico. Sin embargo, es posible —y deseable— tratar de establecer algún tipo de síntesis que permita vincular elementos nodales cuyas conexiones por lo general no se presentan de modo transparente, pero sin las cuales el objeto de estudio aparecería excesivamente fragmentado. Ello implica, desde ya, perder cierto nivel de especificidad en pos de dar cuenta de la unidad específica de un proceso histórico a partir de la identificación de las principales regularidades que el mismo presenta.

En este artículo se procura superar la cosmovisión liberal que separa tajantemente la esfera económica de la política, escisión que hace posible la unidad de democracia (igualdad política) con capitalismo (desigualdad económica). Esta separación entre economía y política ha tenido su correlato en las formas del conocimiento, especialmente en las ciencias sociales. Por el contrario, aquí se concibe a las mismas como distintos aspectos de una misma relación social, retomando el sendero trazado por la tradición marxista y corrientes de pensamiento propias del subcontinente, como el estructuralismo latinoamericano y las teorías de la dependencia (Cardoso y Faletto, 1998; Furtado, 1965; Marini, 2007).

Es por ello que en el artículo se propone una articulación de dimensiones económicas, sociológicas e históricas. En este sentido, la restricción externa, un problema estructural central para la economía argentina, no es entendida como una cuestión meramente económica (de índole “técnica”) sino como consecuencia de un particular entramado de intereses sociales y políticos en el marco de una economía dependiente.

El principal objetivo del presente artículo consiste en aportar elementos que permitan comprender los alcances y límites del proyecto económico-social del kirchnerismo. Al respecto, la hipótesis central plantea el establecimiento de un estrecho vínculo entre las limitaciones que encuentran los procesos de crecimiento y distribución, como los que vivió Argentina durante el ciclo kirchnerista, el tipo de estructura productiva existente, y los principales intereses sociales y políticos que la atraviesan. Para ello se parte de la idea de modo de acumulación, el cual se define a partir de la cristalización de determinadas relaciones de fuerza entre clases sociales y fracciones de clase y, más específicamente, de una particular conformación del bloque en el poder (Arceo, 2003; Poulantzas, 2001).

El artículo comienza con un breve repaso de la dinámica económica, social y política desde la segunda fase de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) hasta la crisis de la “valorización financiera” en 2001. A partir de allí se analizan algunos rasgos centrales de la primera fase del periodo kirchnerista, caracterizada por presentar indicadores económicos y sociales favorables en un contexto de holgura externa y con un papel destacado de la burguesía industrial. El artículo presenta, a continuación, algunas de las contradicciones que mostraron dicha etapa y cómo éstas terminaron conduciendo, ante el cambio del contexto, a una segunda fase caracterizada por crecientes dificultades en el sector externo y un desempeño económico irregular. En el antepenúltimo apartado se identifican los principales alcances y límites de la estrategia redistributiva desplegada por el kirchnerismo ante el deterioro de la situación económica. Para ello se analizan la evolución de la autonomía relativa del Estado y la conformación del bloque en el poder. El artículo cierra con unos breves comentarios finales.

 

De la ISI a la “valorización financiera”: ciclos económicos, alianzas sociales y procesos de reforma

Una de las particularidades de la evolución de la economía argentina a lo largo de la segunda fase de su proceso de industrialización (1958-1975) ha sido la dinámica de “stop and go”, vinculada con crónicos estrangulamientos externos.1 Como sostiene Basualdo (2006), si bien la dinámica cíclica se mantuvo a lo largo de todo el periodo de la segunda sustitución de importaciones, en los últimos años (1964-1974) la maduración de las inversiones hechas en la etapa desarrollista permitió morigerar parcialmente la misma. Los cambios en el modo de acumulación a nivel mundial, y el drástico cambio de política económica operado en el país a partir de la irrupción de la última dictadura militar, no permiten evaluar con precisión en qué medida la lógica cíclica estaba siendo superada o simplemente postergada transitoriamente.

Esta dinámica cíclica de la economía se articulaba con los distintos intereses sociales y las relaciones de clase prevalentes. Esto se debe a que detrás de los ciclos de “stop and go” se encontraba un complejo proceso de alianzas y enfrentamientos entre clases sociales y fracciones de clase, las cuales impedían la consolidación hegemónica de la fracción más poderosa de la burguesía —los capitales transnacionales—, generándose de esta manera un empate social que devenía en una crónica inestabilidad política (O’Donnell, 1977; Portantiero, 1977).

Como se señaló, esta dinámica económica, social y política sufrió alteraciones significativas a partir del golpe cívico-militar de 1976. La política económica impulsada por Martínez de Hoz, el ministro de economía, buscó modificar las condiciones estructurales que generaban los ciclos y su consecuente conflictividad social. El objetivo del gobierno militar, tanto por la vía represiva —a partir del terrorismo de Estado— como a través de la reestructuración económica —con la imposición de un plan económico neoliberal basado en la apertura de la economía y la desregulación de los mercados—, fue destruir las bases económico-sociales de la recurrente “alianza populista” conformada por la clase obrera y las fracciones más débiles de la burguesía industrial, cuyo accionar impedía la consolidación de una dominación estable de la gran burguesía argentina (Canitrot, 1980; Schvarzer, 1983; Villarreal, 1985).

Para ello se incorporó al bloque en el poder a un actor cuyo protagonismo estaba resurgiendo a nivel mundial: el capital financiero. El masivo endeudamiento externo encarado por la dictadura modificó la dinámica del sector externo, permitiendo una disociación parcial entre la capacidad “real” de la economía argentina de generar divisas y la evolución del ciclo económico. Sin embargo, lejos de resolver los problemas que estaba enfrentando la economía argentina, la deuda provocó la fuga de capitales, y aunada a los pagos de intereses, generó consecuencias negativas, profundas y duraderas (Basualdo, 2006).

Con sus variantes, y no exentos de contradicciones, algunos de los principales elementos instalados a partir de la última dictadura militar se afianzarían en el transcurso del primer gobierno de la recuperación democrática (1983-1989), sobre todo en la etapa de la política de la Convertibilidad (1991-2001). En esa década se incrementaría notablemente la dependencia financiera debido a la profundización de las reformas neoliberales iniciadas por la dictadura militar y la imposición de una caja de conversión, la cual anulaba la política cambiaria y monetaria, y restringía notablemente los márgenes de acción fiscal. La fuerte dependencia del ingreso de capitales condujo a un aumento exponencial de la deuda externa pública y privada (Basualdo, 2006) y a una acelerada extranjerización económica (Burachik, 2010; Kulfas, 2001). De allí la centralidad que adquirieron el capital financiero y los inversores externos, con lo que se consolidaron un nuevo bloque en el poder y una nueva hegemonía2 (Bonnet, 2007; Cantamutto y Wainer, 2013; Peralta Ramos, 2007).

La extrema fragilidad de dicho régimen se hizo evidente a partir de una sucesión de crisis “externas” que repercutieron en el país: primero la “crisis del tequila” (1995) y luego la crisis asiática (1997/98) y la brasileña (1999). Estos procesos dispararon una profunda recesión que terminó con el default de la mayor parte de la deuda pública y el colapso del régimen de Convertibilidad (Cantamutto y Wainer, 2013; Kan, 2009). Las masivas movilizaciones de diciembre de 2001, que precipitaron la caída del gobierno de De La Rúa, terminaron por romper el consenso hegemónico neoliberal (Bonnet, 2007). Aunque las clases subalternas (Gramsci, 1998) no lograron elaborar e imponer un programa propio de salida a la crisis, el alto nivel de movilización social marcaría a fuego la situación política posterior.

 

El fin de la hegemonía neoliberal: crecimiento económico y mejoras sociales

Con el default de una parte de la deuda pública y la megadevaluación del peso en 2002 dispuesta por el gobierno provisional de Duhalde,3 Argentina inició un periodo de inédita holgura externa que llevó a numerosos analistas y hacedores de política a afirmar que los problemas derivados del estrangulamiento en la balanza de pagos habían quedado en el pasado. Estas mejoras en el frente externo estuvieron asociadas con una evolución favorable de los términos de intercambio, una inicial contracción de las importaciones a raíz del desenlace de la crisis de la Convertibilidad (devaluación y recesión), un incremento cuantitativo de las exportaciones y la reestructuración con quita de la deuda pública. Ello permitió que durante los primeros años de posconvertibilidad el país lograra un importante superávit en la cuenta corriente del balance de pagos, eliminando así la dependencia del ingreso de capitales para la acumulación de reservas internacionales (gráfica 1). Dicho superávit permitió, incluso, cancelar anticipadamente la deuda remanente con el Fondo Monetario Internacional (9 600 millones de dólares) sin afectar significativamente la posición externa del país.

Dicha holgura externa fue una condición necesaria —aunque no suficiente— para que la economía doméstica, tras la debacle de 2002 (con una caída del salario real de 30% e índices de desocupación superiores a 20%), tuviera un exitoso desempeño durante el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y el primer año del de Cristina Fernández de Kirchner (CFK). Algunos indicadores permiten dar una idea aproximada del virtuoso ciclo de crecimiento entre 2003 y 2008: el producto interno bruto (PIB) creció a una tasa anual acumulativa de 8.4% (con un rol protagónico de las actividades industriales), el desempleo se redujo de 17.3% a 7.9%, el salario real promedio se incrementó 17%, la deuda pública pasó de 137% a 45% del PIB, las cuentas fiscales fueron excedentarias y la inflación minorista se mantuvo en umbrales inferiores al dígito anual (hasta 2006).4 El abandono de la Convertibilidad implicó una alteración en la correlación de fuerzas en el interior del bloque en el poder constituido. En esta primera etapa kirchnerista los principales ganadores fueron, en primer lugar, los grandes exportadores y, en segundo término, el capital productivo y comercial orientado al mercado interno (Cantamutto y Wainer. 2013; Varesi, 2011; Wainer, 2013). Cabe aclarar que, si bien los productores agropecuarios, dada su condición de exportadores, se vieron muy beneficiados por la conjunción de un tipo de cambio elevado y precios internacionales en ascenso, sus altas ganancias se vieron recortadas por la imposición de retenciones a las exportaciones.5

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El cambio de régimen macroeconómico promovió una incipiente hegemonía de la gran burguesía industrial6 que, con todo y la presencia de algunos destacados miembros de los grupos económicos locales, se encontraba mucho más extranjerizada que una década atrás (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014). La situación económica imperante tras la salida de la Convertibilidad (amplia capacidad ociosa, precios internacionales crecientes, salarios bajos, tipo de cambio “alto”, entre otras) le permitió al gobierno de Néstor Kirchner desplegar una política económica que garantizara la reproducción ampliada de dicha fracción de la burguesía junto al otorgamiento de concesiones materiales y simbólicas a las clases subalternas.7 Entre las fracciones capitalistas más perjudicadas en esta etapa se encontraban el capital financiero y las empresas de servicios públicos privatizadas. Si bien en ambos casos se trató de pérdidas materiales relativas y transitorias —ya que su situación mejoró sensiblemente a partir de la consolidación de la recuperación económica (Cobe, 2009; Wainer, 2013)—, es indudable que tanto los acreedores externos como las empresas privatizadas perdieron capacidad para obtener prebendas extraordinarias y, más importante aún, para imponer los lineamientos generales de la política económica.

 

Los límites del crecimiento sin cambio estructural

La situación imperante a partir de 2003, que permitió la expansión del conjunto de las fracciones capitalistas —aunque en distintas proporciones y velocidades— a la par que mejoraban las condiciones de vida de las clases subalternas, comenzó a mostrar sus límites hacia 2008. Las dificultades comenzaron a hacerse visibles ante el cambio del contexto internacional a partir de la explosión de la crisis por las hipotecas en Estados Unidos y, a nivel local, tras el conflicto con las patronales agropecuarias ante el intento del gobierno por modificar la forma de calcular las retenciones a las exportaciones de productos agropecuarios.8

De esta manera, el complejo agroexportador se encontró en una situación de ganador económico y de desplazado político. La intención del flamante gobierno de CFK de captar la mayor parte de la renta en forma de divisas encontraba su raison d’être en la creciente presión que ejercían las importaciones, los pagos de intereses de la deuda regularizada, la remisión de ganancias del capital extranjero y la intensificación de la fuga de capitales en un contexto de crisis mundial. A ello se le sumaba, en el marco de una inflación interna creciente, el intento del gobierno por atenuar el impacto del alza internacional de los productos agropecuarios (muchos de ellos bienes salario) en el mercado interno. En este sentido, con el incremento de las retenciones el gobierno procuraba contener la inflación sin tener que recurrir, en un contexto de altos precios de las materias primas, a una apreciación cambiaria nominal, tal como lo había hecho la mayor parte de los países de la región (Gerchunoff, 2013).

El gobierno debía lidiar con contradicciones crecientes sobre los recursos externos disponibles, y el veto del complejo agroexportador a su proyecto le significó un problema severo. En efecto, es en dicho momento cuando comienza a acelerarse la inflación,9 con una consecuente apreciación real del peso y la fuga de capitales al exterior (gráfica 2), en tanto que a partir de 2009 comienza a reducirse el superávit de cuenta corriente (gráfica 1) y desaparece el superávit fiscal.10

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En cuanto el “modelo” comenzó a mostrar ciertos límites, se incrementaron las tensiones entre el gobierno de CFK y los representantes de las fracciones superiores de la burguesía. La precaria hegemonía lograda por la burguesía industrial mostraba sus límites a medida que se incrementaban las dificultades para seguirle garantizando altas tasas de ganancia al tiempo que se buscaba la mejora constante de las condiciones de vida de la clase trabajadora. El aumento de los salarios reales no fue compensado con aumentos de la productividad equivalentes,11 lo cual tendió a reducir las altas tasas de ganancia logradas durante los primeros años (Agostino, 2015; Manzanelli, 2015; Piva, 2015). Ante la imposibilidad de incrementar sustancialmente la tasa de explotación dados los magros aumentos de productividad y la renovada fortaleza de la clase trabajadora —expresada fundamentalmente a través del accionar sindical (Etchemendy y Collier, 2008; Marticorena, 2015)—, la principal forma a la que apeló la mayor parte del capital concentrado para tratar de evitar una reducción en las (altas) tasas de ganancia fue el incremento de los precios, mecanismo que, no obstante, deja de ser efectivo en cuanto se generaliza.

Debe señalarse que, a pesar de verse beneficiada con los cambios en los precios relativos, la burguesía industrial no modificó en lo esencial el carácter que presentó en la década anterior. En este sentido, no emergió una nueva “burguesía nacional”, sino que se trató de la misma burguesía concentrada y extranjerizada, a la cual se sumaron algunos nuevos capitales nacionales vinculados mayormente con actividades no transables reguladas por el Estado y sin posibilidad de competir con éxito a nivel internacional.12

En este sentido, a pesar de los cambios desplegados en la política económica, Argentina siguió insertándose en la división internacional del trabajo fundamentalmente a partir de su abundante dotación de recursos naturales y unos pocos commodities industriales con escaso valor agregado y/o contenido tecnológico (Belloni y Wainer, 2012; Cepal, 2012; Fernández Bugna y Porta, 2007; Katz y Bernat, 2013). Pero tampoco hubo un avance significativo en la sustitución de importaciones, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las ramas industriales que lideraron el crecimiento, como la automotriz —en el marco de un régimen especial dentro del Mercosur— y la electrónica de consumo —dentro del régimen promocional de la provincia de Tierra del Fuego—, registraron un altísimo porcentaje de componentes importados (Azpiazu y Schorr, 2010; Herrera y Tavosnanska, 2011; Porcelli y Schorr, 2014; Santarcángelo, 2013; Schorr, 2013). A pesar del reposicionamiento del capital industrial y los importantes cambios producidos en la orientación de la política económica, no se desarrollaron nuevos sectores dinámicos ni se diversificó significativamente la economía argentina, es decir, no hubo un cambio estructural.

 

La reaparición de la restricción externa: el kirchnerismo ante el agotamiento de su “tiempo económico”

El cambio en el contexto internacional coincidió con los primeros signos del agotamiento de las condiciones internas que habían hecho posible un ciclo de alto crecimiento sin cambio estructural (amplia capacidad ociosa, alto desempleo, salarios bajos, bajos vencimientos de deuda, etc.). Muchas de estas variables ya venían modificándose, pero los altos precios de los principales productos de exportación permitieron desplazar algunas de las “inconsistencias” que arrastraba la economía argentina.13

En la segunda etapa kirchnerista (2008-2015) el PIB creció a un ritmo significativamente inferior (un promedio de 1.5% por año), en tanto que la desocupación apenas descendió unas décimas (pasó de 7.3% a 6.6%) (INDEC) y el salario real se incrementó “sólo” 4.4% (CIFRA). Pero no sólo hubo cambios cuantitativos en la tasa de crecimiento, sino que el mismo (en los años en que lo hubo) adoptó características distintas al de la etapa previa: estuvo apoyado en la expansión del gasto público (e implicó la reaparición del déficit fiscal), con altos niveles de inflación, apreciación del tipo de cambio real y un deterioro paulatino de la posición externa.

Las crecientes dificultades en el sector externo comenzaron a hacerse visibles a partir de 2009, cuando comenzó a declinar el resultado en cuenta corriente (gráfica 1). Sin embargo, la restricción externa recién se hizo explícita a partir de 2011, cuando el país comenzó a perder reservas internacionales. Esta situación obedeció a la confluencia de una serie de factores coyunturales con otros de carácter estructural. Entre los primeros destaca la mencionada crisis internacional, la cual, junto a una importante sequía en el campo en 2009, tuvo un impacto negativo en las exportaciones, a la vez que tendió a impulsar una mayor remisión de utilidades de las filiales de las empresas transnacionales a sus casas matrices.

Sin embargo, el impacto de los factores coyunturales se vio agravado por un cuadro de deterioro de ciertas variables estructurales referidas al sector externo. Entre las principales dificultades de fondo que arrastró la economía argentina en relación con el balance de pagos destacan la temprana reaparición del déficit comercial industrial (gráfica 3) —vinculado estrechamente con el desempeño de la industria automotriz, el parque industrial de Tierra del Fuego y el sector de bienes de capital—, la continuidad de los pagos en concepto de vencimiento de deuda externa (capital e intereses), la sistemática remisión de utilidades y dividendos por parte de las empresas transnacionales y la fuga de capitales (gráfica 2). A estas cuestiones se sumó, a partir de 2011, la aparición de un significativo déficit en la balanza comercial energética,14 consecuencia directa de la estrategia de subexploración y sobreexplotación que desplegaron las firmas petroleras, entre las que destacó YPF tras su privatización (Barrera, 2013).

Tanto el déficit industrial como el energético hicieron mermar el saldo comercial, el único rubro de la cuenta corriente que daba positivo y que había permitido, sobre todo entre 2003 y 2007, la acumulación de reservas internacionales. La situación se agudizó de tal manera que, tras 15 años seguidos con resultados superavitarios, Argentina volvió a registrar déficit en su comercio exterior en 2015. Ello cobra una importancia decisiva si se tiene en cuenta la centralidad que había adquirido el capital productivo en la provisión de divisas ante las dificultades para obtener financiamiento externo.

En la medida en que las exportaciones se volvieron insuficientes para financiar la demanda de divisas del conjunto de los actores económicos, la debilidad de la posición externa de la economía argentina se hizo evidente, abriéndose así la posibilidad a un nuevo ciclo de dependencia financiera. La necesidad de financiamiento para cerrar la brecha externa fue reconocida implícitamente por el gobierno de CFK cuando empezó a intentar “cerrar” las cuestiones irresueltas en el frente financiero, especialmente la deuda pendiente con el Club de París, el cual decidió reabrir para resolver la situación de los bonistas que habían quedado fuera del canje de deuda de 2005, y cuando buscó llegar a acuerdos con las empresas extranjeras que habían obtenido fallos a su favor en el tribunal arbitral del Banco Mundial.

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Sin embargo, más allá de avances parciales, estos intentos encontraron grandes escollos debido a la persistencia de la crisis internacional y por el fallo contrario a Argentina en su litigio con los bonistas que no se adhirieron a ninguno de los dos canjes de deuda (2005 y 2010).15 Ante esta situación, el gobierno optó por sacrificar reservas internacionales, imponer algunas restricciones a las importaciones,16 establecer límites a la adquisición de divisas para atesoramiento17 y tratar de morigerar o postergar la remisión de ganancias de las empresas transnacionales y los bancos extranjeros.18

Si bien la acumulación de reservas internacionales en la etapa previa permitió al gobierno mantener cierta autonomía, la utilización de las mismas para sostener la actividad económica hizo descender su nivel rápidamente. La primera señal de alarma en este sentido fue el valor relativamente bajo que alcanzaron las reservas internacionales a inicios de 2014, cuando perforaron el piso de 30 000 millones de dólares. Para evitar que continuaran descendiendo a un ritmo tan vertiginoso (a mediados de 2011 rondaban los 52 000 millones de dólares), el gobierno decidió avanzar con un ajuste parcial de la economía a partir de la devaluación de la moneda, el aumento de las tasas de interés y una menor emisión monetaria. Sin embargo, dado que dichas medidas afectaban a la principal base social del gobierno (asalariados y pequeños capitales mercadointernistas), se buscó acotar sus efectos más regresivos promoviendo algunas medidas expansivas (planes de financiación de compras en cuotas, créditos para pequeñas y medianas empresas, etc.).

Paralelamente, para sostener el nivel de reservas se acordó una línea de swap con China, lo cual, sumado a otros factores (como la licitación de nuevas bandas de telefonía móvil), redundó en un ingreso neto de capitales. De esta manera el gobierno logró evitar —transitoriamente— un ajuste mayor en la economía, pero no resolvió los grandes desequilibrios macroeconómicos existentes y sí incrementó su dependencia del ingreso de capitales. Gracias a ello el kirchnerismo logró estirar su “tiempo económico” hasta el final de su “tiempo político”.

 

La estrategia redistributiva en la encrucijada: alcances y límites de la autonomía relativa del Estado

El kirchnerismo pudo avanzar con su “modelo de crecimiento con inclusión” sin grandes problemas mientras se dio una situación de “todos ganan”, en la cual el incremento del producto permitía una simultánea recomposición de las ganancias, del empleo y de los salarios. Sin embargo, las contradicciones que presentaba el proceso abierto en 2002 comenzaron a hacerse más visibles en cuanto la mejora sostenida en los ingresos, y en la distribución del ingreso, empezaron a colisionar con los límites que presenta la acumulación de capital en un país con una estructura productiva desequilibrada y dependiente, límites que se terminan expresando en el sector externo.19 Durante la primera etapa de la posconvertibilidad el proceso de acumulación fue predominantemente de tipo “capital extensivo” (Piva, 2015), es decir, se basó más en la incorporación y reincorporación de fuerza de trabajo al proceso productivo que en aumentos de la productividad. Este tipo de crecimiento no excluye incrementos en la tasa de inversión y de la productividad, sólo que el crecimiento de esta última fue relativamente reducido dado el carácter “extensivo” del proceso. Por su parte, tras alcanzar casi 20% del PIB en 2007, la tasa de inversión comenzó a descender hasta mantenerse en alrededor de 16% desde 2012 en adelante (tabla 1).

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En la segunda etapa caracterizada (2008-2015), la acumulación fue perdiendo dinamismo y también fue descendiendo el ritmo de las mejoras sociales. En tanto que el desempleo tendió a encontrar su piso, la reducción de la desigualdad pasó a depender en mayor medida del incremento de los ingresos que del empleo. Sin embargo, la mejora en los salarios (reales) comenzó a entrar en contradicción con la estrategia de acumulación de capital extensiva, lo cual, en un escenario de relativamente reducidos aumentos de la productividad, tendió a presionar sobre la tasa de ganancia y/o a impulsar la tasa de inflación.

En efecto, a diferencia de la primera fase kirchnerista, cuando la reducción de la desigualdad fue muy marcada (gráfica 4) —principalmente gracias al fuerte incremento del empleo y, en menor medida, al restablecimiento pleno de las negociaciones colectivas y el lanzamiento de una primera moratoria previsional—, en la segunda etapa la reducción de la desigualdad no sólo se hizo más lenta —congruentemente con un relativo estancamiento del empleo y una aceleración de la inflación—, sino que además pasó a depender en mayor medida de transferencias estatales directas, como la Asignación Universal por Hijo (AUH), los diversos planes sociales (Plan Progresar, Argentina Trabaja, Plan Familias, etc.), una nueva moratoria previsional y políticas de mantenimiento del empleo, como el programa de recuperación productiva (Repro) (Calvi y Cimillo, 2015).

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Aunque a un ritmo menor, la continuidad del proceso redistributivo, en un contexto de desaceleración de la acumulación de capital, fue posible por los cambios en las relaciones de fuerza entre clases y fracciones de clase tras la superación de la crisis de 2001. La recomposición y el reposicionamiento de la clase trabajadora, tanto en términos demográfico-estructurales (Maceira, 2015) como a nivel político y sindical (Etchemendy y Collier, 2008; Marticorena, 2015), junto a una menor dependencia de ingreso de capitales, permitieron un incremento en la autonomía relativa del Estado. A su vez, este proceso se fortaleció a partir de la recuperación de ciertos recursos y empresas estratégicas, como la estatización de las administradoras de los fondos jubilatorios privadas (AFJP) y la recuperación de algunas ex empresas públicas, entre las cuales destaca la reestatización parcial de la petrolera YPF, la empresa más grande del país.

De esta manera, durante los dos gobiernos de CFK (2007-2015) el Estado argentino alcanzó su mayor grado de autonomía relativa desde, al menos, el regreso de la democracia en 1983. Sin embargo, tal como con el gobierno de Luis Bonaparte, el poder del Estado no flotó en el aire sino que procuró representar los intereses de una renovada “alianza populista”. Tras la crisis con el campo y el cambio en el contexto internacional, el gobierno encontró su principal base de sustentación entre los capitales más débiles orientados al mercado interno y las clases subalternas, incluyendo a la mayor parte del movimiento obrero y sus direcciones sindicales,20 importantes movimientos sociales21 y una porción no poco significativa de las capas medias.

Si bien los indicadores económicos siempre presentan deficiencias para dar cuenta de la dinámica social, el vuelco a más mercado internista de los gobiernos de CFK puede visualizarse indirectamente a partir de considerar el peso de los distintos componentes de la oferta y demanda agregada en el PIB. Tal como se puede observar en la tabla 1, a partir de 2008 el consumo comenzó a recuperar peso sobre el producto, mientras que, por el contrario, la importancia de las exportaciones declinaba (de 22.1% del PIB en 2008 pasaron a 11.0% en 2015). El grueso del incremento del consumo se debió a la expansión que registró el consumo público, lo que elevó significativamente el peso del mismo (de 13.0% del producto en 2007 pasó a 18.2% en 2015). Este aumento del consumo público se debió al accionar del Estado para sostener la actividad económica en un contexto de crisis internacional y frente a la pérdida de dinamismo de la inversión privada nacional, lo cual puede ser considerado como un indicador de su mayor autonomía relativa. Este incremento del gasto permitió, a través de distintos mecanismos —subsidios económicos, programas sociales, inversiones en infraestructura, incremento del empleo público, etc.—, continuar con cierta redistribución del ingreso en favor de los componentes de la “alianza populista” a pesar del virtual estancamiento en el empleo privado y los salarios.

Sin embargo, en cuanto el alto crecimiento y la situación de “todos ganan” empezaron a disminuir, comenzaron a emerger tensiones no sólo dentro de la clase dominante, sino también al interior de la propia alianza policlasista que sirvió de principal sustento al último gobierno de CFK. Ello se manifestó de diversas maneras, entre las cuales se puede mencionar el creciente rechazo de buena parte de las capas medias y otros sectores a los planes sociales, la oposición de los trabajadores mejor remunerados a pagar mayores impuestos a los ingresos (ganancias), y las demandas de los capitales más débiles por crecientes compensaciones para poder resistir el incremento de costos, fundalmentalmente debido a los incrementos salariales y de los precios de los insumos.

Como señalan Bonnet (2015) y Piva (2015), la política económica pasó a estar subordinada a las necesidades predominantemente “políticas” del gobierno, a costa de producir un “desfase” entre ellas y las tendencias inherentes al modo de acumulación capitalista dependiente imperante en el país. En este sentido, el kirchnerismo tomó medidas de política económica que generaron roces y fricciones con destacados miembros de la gran burguesía (primero con los acreedores externos y las empresas privatizadas, luego con algunos grupos económicos locales y empresas extranjeras), pero éstas no lograron consolidar un modo de acumulación alternativo. Aunque enfrentado en términos políticos con algunos miembros estables de la gran burguesía argentina (el caso más emblemático fue el de multimedios Clarín), el gobierno prácticamente no modificó las bases estructurales del poder económico local (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014; Gaggero y Schorr, 2016).22 La inexistencia de un cambio estructural en la economía no se debió sólo a un error de diagnóstico o a problemas “técnicos” de implementación por parte del personal del Estado (aunque ciertamente estos factores pudieron haber influido), sino fundamentalmente a las características del bloque de clases dominante, el cual, a pesar de haberse visto desplazado de manera temporal de la escena política, mantuvo casi intacto su predominio económico. En este sentido, una clase o fracción de clase puede actuar como tal a pesar de no tener una organización política propia, siempre y cuando produzca “efectos pertinentes” a partir del lugar que ocupa en las relaciones sociales de producción, es decir, en tanto genere efectos en las clases restantes y en el campo global de fuerzas que no podrían ser explicados sin su presencia (Poulantzas, 2001).

De esta manera, las contradicciones que presenta una economía dependiente como la argentina entre la aceleración del proceso de acumulación de capital y los límites que impone una estructura productiva heterogénea y desequilibrada, y que se manifiestan finalmente como restricción externa, no son independientes de las posiciones de las distintas clases y fracciones de clase. Si bien puede haber diferencias más o menos importantes en el interior de la clase dominante local respecto a las medidas de política económica a tomar en función del ciclo económico, las lógicas de acumulación de todas las fracciones de la gran burguesía argentina tienden a acentuar un patrón de reproducción de capital dependiente.

El lugar central que han ocupado las empresas transnacionales en el patrón de acumulación argentino y en la provisión de divisas (ya sea a través de la inversión extranjera directa o por la vía exportadora) les ha otorgado poder de coacción sobre la orientación de la política económica, así como sobre el funcionamiento estatal, aun cuando no tengan una presencia explícita en la escena política. Si bien los grandes exportadores que se basan en el aprovechamiento de las ventajas comparativas naturales no son exclusivamente extranjeros, las diferencias en el origen del capital no se ven plasmadas en divergencias significativas en lo que hace al patrón de especialización de la economía doméstica. Estos actores tienen un rol destacado cuando se trata de definir un patrón de acumulación y en la provisión de divisas, lo que les otorga un importante poder de veto que les permite poner límites objetivos a la capacidad que tiene el Estado de apropiar renta y/o modificar los parámetros del comercio exterior.

Por su parte, la supuesta “burguesía nacional” tampoco está dispuesta ni en condiciones de llevar adelante un proyecto de país distinto al que surge “naturalmente” de la tradicional división del trabajo a escala mundial. Esto se debe a que la mayor parte de las empresas nacionales no ha logrado competir en igualdad de condiciones con las foráneas, salvo en los casos vinculados con la explotación de ventajas comparativas naturales. El resto del capital nacional se divide entre aquellos que realizan tareas complementarias al capital extranjero, con tecnologías obsoletas y sustentadas en la sobreexplotación de la fuerza de trabajo, otros que se refugian en actividades menos dinámicas, donde no hubo innovaciones tecnológicas decisivas y, por lo tanto, no hay tantas diferencias de productividad (como en el sector comercial), o bien, en sectores que se encuentran al abrigo de la competencia intercapitalista, como aquellos regulados por el Estado. El correlato de esta situación es la subordinación general, que no está exenta de conflictos puntuales entre el capital nacional y la lógica del capital extranjero.

Además, debe considerarse que todas las fracciones superiores de la burguesía argentina han remitido al exterior, mediante diversos mecanismos, una parte considerable del excedente obtenido localmente. Mientras las empresas transnacionales suelen recurrir principalmente —aunque no sólo— a la remisión de utilidades y a los denominados “precios de transferencia”, entre los grupos económicos locales y los propietarios agropecuarios predomina la fuga de capitales (Schorr y Wainer, 2015).

En definitiva, ninguna fracción del gran capital en Argentina parece estar interesado en impulsar un cambio estructural a través de una fuerte inversión en el desarrollo de nuevos sectores dinámicos con mayor valor agregado y alto contenido tecnológico. La precaria conducción del bloque en el poder que logró la gran burguesía industrial tras la crisis de 2001 fue erosionándose hacia fines de dicha década, cuando se fueron agotando las condiciones macroeconómicas que habían posibilitado altas tasas de crecimiento, particularmente del sector industrial, junto a una mejora significativa de las condiciones de vida de las clases subalternas. Allí fue cuando el Estado adquirió su mayor autonomía relativa, y cuando el gobierno se asentó social y políticamente en una renovada “alianza populista”.

Sin embargo, más allá de las intenciones de la burocracia que condujo el Estado, la alianza populista sobre la que asentó su poder el tercer gobierno kirchnerista, atento a su carácter heterogéneo y policlasista, no tenía entre sus objetivos a largo plazo impulsar la creación de un proyecto de país alternativo. En la mayor parte de los casos se priorizaron objetivos sectoriales a corto plazo, como responder a los reclamos por el impuesto a las ganancias de importantes sectores del sindicalismo (especialmente de la CGT), a las demandas de libre acceso a las divisas por parte de sectores medios o a los reclamos por reducir la presión tributaria y/o por incrementar los subsidios por parte de las organizaciones empresarias representativas de las franjas más débiles de la burguesía local (CGE, CAME, etc.).

El creciente deterioro del resultado en la cuenta corriente del balance de pagos generó las condiciones estructurales para una revitalización política de los principales proveedores de divisas, es decir, la burguesía agroexportadora y el capital financiero. De este modo, la autonomía relativa alcanzada por el Estado argentino terminó siendo limitada por la ausencia de transformaciones de fondo en la estructura productiva y de propiedad.

 

Comentarios finales

El triunfo en noviembre de 2015 de Mauricio Macri, el candidato opositor que encabezaba la alianza Cambiemos, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, al parecer generó condiciones propicias para poner fin al ciclo “neopopulista” impulsado por el kirchnerismo. La victoria de la alianza Cambiemos puede ser pensada como un intento por “reajustar” la política a la economía, o bien, como los límites que exhibe la política cuando no media un cambio sustantivo en las relaciones de poder y de clase. Si bien el kirchnerismo logró recomponer la acumulación de capital tras la debacle de la Convertibilidad, así como promover cierta redistribución del ingreso, la ausencia de un cambio estructural terminó obrando como límite infranqueable a la expansión de la autonomía relativa del Estado.

Las limitaciones que presenta una economía dependiente como la Argentina, cuya máxima expresión es la restricción externa, encuentran su génesis en los intereses de su clase dominante, la cual ha demostrado no estar dispuesta a traspasar ciertos umbrales en términos de distribución del ingreso. Las necesidades políticas del kirchnerismo terminaron impulsando una política económica que se tornó inconsistente con las tendencias predominantes del modo de acumulación a nivel local, pero que, a la vez, no logró transformarlo sustantivamente dado el carácter contradictorio y policlasista de su base social.

He aquí el dilema del “neopopulismo” en países como Argentina: que al tener una economía dependiente y subdesarrollada, no sólo no le basta con distribuir parte del excedente (ello no resuelve la restricción externa, por caso) para mantenerse, sino que el mismo proceso redistributivo encuentra límites relativamente estrechos debido a que no se han llevado a cabo transformaciones sustantivas en la estructura productiva que promuevan otro tipo de desarrollo.

 

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Recibido: 4 de noviembre de 2016
Aceptado: 18 de septiembre de 2017

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