Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

 Héctor Castillo Berthier

Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Sociales

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En México existen alrededor de 17 millones de jóvenes de entre 18 y 23 años que no votaron en la anterior elección presidencial. Si ese cálculo fuera aritmético y todos ellos decidieran votar en 2018, su voto podría decidir el resultado de las elecciones.

Pero esto no es así.

Su vida está inmersa dentro de la diversidad geográfica, económica y estratificada de la sociedad. Seguramente 40% o 50% de ellos pertenecen a los sectores populares y a las clases marginadas del país, donde sobrevive el voto rentista, corporativo y clientelar que consolidaron el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y los otros partidos políticos.

Pero esos mismos jóvenes aparecieron con viveza en los terremotos anteriores y su llegada se volvió coyuntural.

Mucha gente los identifica como los millennials, ese grupo que nació entre 1981 y 1995; muchos de ellos se hicieron adultos con el cambio de milenio, de ahí viene su nombre. Un 30% de la población en América Latina es millennial y para 2025 ellos representarán el 75% de la fuerza laboral del mundo.

Tienen ciertas características: 1) Son nativos digitales, dominan la tecnología; 2) Pueden hacer varias cosas al mismo tiempo; 3) Sus pantallas digitales son su principal acceso a la socialización (ocio y trabajo); 4) Son extremadamente sociales y sus teléfonos inteligentes son parte de ellos; 5) Son muy críticos, exigentes, y aman las relaciones positivas; 6) Les gusta personalizar sus acciones, son autónomos, autosuficientes, y les agrada la idea de volverse protagonistas.

Algunos los acusaban de ser nihilistas, egoístas y hasta apáticos, pero su participación social en el último terremoto fue absolutamente contraria y mostraron una enorme solidaridad con la comunidad.

Éste es un perfil general del grupo juvenil que apareció en plenitud durante el terremoto del 19 de septiembre de 2017.

 

Terremoto 1985

Es imposible detener las tragedias de la naturaleza. Los desastres de origen natural han acompañado la vida humana. Son eventos que suceden y pasan eventualmente, como siempre ha sido.

Mencionaré brevemente mi experiencia personal. El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, cuando estaba saliendo de la ducha, en el cuarto empezaron a venirse abajo los libros, los cuadros, los discos; todos los objetos que estaban encima de los muebles, en medio de un crujir de paredes y con los cables de luz estallando y sacando chispas, rompiendo los vidrios de las casas.

Recordé lo que siempre me habían indicado: “Cuando tiemble, corre y te colocas bajo el marco de una puerta”. Ése, me dijeron, “es el lugar más seguro”, en una casa vieja.

Así lo hice, pero los dos minutos que duró el terremoto, con una magnitud de 8.1 grados en la escala de Richter, me parecieron los dos minutos más largos de mi vida.

Había que mantener la calma, pero ante el ruido sordo que salía de la tierra, del techo y de los ladrillos desnudos, era imposible tranquilizarse.

Se dice que la energía liberada en esos dos minutos fue equivalente a la que generaría la explosión de 1 114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una. No me cabe en la cabeza una equivalencia de ese tipo.

Una vez que se calmó el temblor, me asomé a la ventana: la fachada de la casa vecina había caído. La calle tenía una grieta enorme. Los latigazos de los cables de luz sonaban por todos lados. Y una fina nube de polvo gris empezaba a aparecer por todos lados.

No había luz, no había agua, no había teléfono… Me sentía aislado, como si estuviera en un lugar desconocido.

Vivía cerca del centro de la ciudad. Y salí de la casa para escuchar las historias de los vecinos. Hasta entonces entendí la magnitud del asunto. Mi vida había cambiado en dos minutos… ¿Y qué podía hacer?

Las cifras oficiales informan que el saldo fue de 6 000 muertos y 10 000 heridos. Sin embargo, cifras dadas por las diversas organizaciones sociales estiman que hubo más de 10 000 muertos y más de 30 000 damnificados.

En dos minutos, más de 50 000 familias perdieron sus hogares. Miles de viviendas y antiguos edificios se desplomaron. Muchos más quedaron afectados y debieron ser demolidos.

Se trataba de la peor tragedia que había padecido la Ciudad de México en su historia.

Trece hospitales (la mayoría del IMSS y del ISSSTE), con seis o más pisos, quedaron destruidos total o parcialmente. Con ello se perdieron una de cada cuatro camas disponibles en toda la Zona Metropolitana.

La zona centro fue la más afectada, por la condición inestable del subsuelo. En la colonia Roma hubo innumerables derrumbes, igual que sucedió con varios edificios de la Unidad Tlatelolco. Las calles de San Luis Potosí, Tonalá, Tehuantepec, Álvaro Obregón y Colima fueron de las más dañadas.

El Parque Delta (antiguamente único campo profesional de beisbol, ubicado en Viaducto y Cuauhtémoc) se convirtió en el receptor de miles de cadáveres que eran colocados en filas para ser reconocidos por sus amigos y familiares.

Vivir se transformó en sobrevivir.

Miles de capitalinos salimos a las calles, a los puntos de socorro, para anotarnos como voluntarios para lo que fuera.

En la UNAM iniciamos la elaboración del primer censo de damnificados, en el centro de la ciudad.

Y cada noche durante esas semanas, cuando regresaba agotado a dormir, el olor a cadáver invadía todo el ambiente en medio de una ahogada desesperación.

Mi vida se convirtió en una angustia.

 

Terremoto 2017

El 19 de septiembre de 2017, otra vez en el mismo día, 32 años después, luego de haber escuchado un simulacro de la alarma sísmica, la capital volvió a estremecerse con un terremoto de 7.1 grados.

La ciudad se volvió un caos.

El miedo, el terror, la tragedia, volvieron a aparecer colectivamente ante nosotros. Con seis horas de diferencia de 1985, volvió a aparecer el infierno que ya conocemos.

Nos obligó a salir de nuestras vidas. Nos obligó a compartir el pavor. Nos puso en menos de dos minutos otra vez frente a nosotros, en un espejo.

En un espejo de tragedia: ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Quiénes son nuestros vecinos? ¿Qué fue lo que pasó?

Para muchos, aparecieron de nuevo las imágenes del pasado: “No podemos esperar”; “Tenemos que movilizarnos”; “Tenemos que actuar…” Había que hacer algo.

Pero, otra vez no había teléfonos, ni Internet, ni luz. No había forma de comunicarse con nadie… Y las redes aparecían y desaparecían en un segundo.

Además, las calles empezaron a bloquearse con miles de autos y con la gente que no quería regresar a su casa o su trabajo.

Y apareció el recuerdo: ¡Los radios! Había que buscar un radio para saber lo que sucedía. Y si no hay radio, buscar un auto y escuchar ahí las noticias.

Poco a poco, las estaciones entendieron el tamaño del evento y empezaron a transmitir lo que sucedía.

Aparecieron entonces las primeras noticias: “Se cayó una escuela”; “Se cayó un taller textil”; “Hay 48 edificios dañados”; “Todo huele a gas…”

Y las noticias, poco a poco, nos hablaban de la territorialidad del terremoto: Morelos, Puebla, Estado de México… y la capital. La radio permaneció como el medio de comunicación más importante para la gente.

“No importa si el sismo es oscilatorio o trepidatorio. Esos son términos muy viejos”, se decía. “Todos los sismos tienen esos movimientos. Lo importante es saber la distancia y la profundidad del evento”.

Un anterior sismo de 8.2 grados, ocurrido el 7 de septiembre, no afectó a la ciudad como en esta ocasión. Pero su epicentro estuvo a 700 kilómetros de distancia, en Chiapas.

Esta vez, el epicentro fue a 120 kilómetros, en la frontera de los estados de Morelos, Puebla y el Estado de México, donde ocurrieron daños muy severos.

Había una inercia entre los viejos conocedores de los terremotos y los ojos desorbitados de los jóvenes primerizos. Los dos tenían que reaccionar… pero había que dar el primer paso.

¿Cuál era? Salir a la calle. Enfrentar a la gente. Hablar con ella. Y escuchar las necesidades para conseguir un orden. Era un llamado directo a la participación ciudadana.

 

¡Vivan los jóvenes!

Un golpe de ánimo apareció de pronto entre la población.

Ante los desastres, los mexicanos acostumbramos solidarizarnos. Nos unimos. Aprendemos de la nada para encontrar una energía colectiva. Una energía que es una fortaleza efectiva, real, llena de vida.

Nuestros jóvenes son parte vital de esta movilización. Así fue en 1985 y así se repitió en el terremoto del 19 de septiembre pasado.

Miles de jóvenes organizaron el tránsito. Formaron cadenas humanas para retirar los escombros. Muchos más reunieron víveres, medicinas, herramientas y todo lo que hiciera falta para apoyar a los damnificados.

El objetivo central: rescatar con vida al mayor número de gente.

Intervinieron en algo que el gobierno no podía resolver solo. Demostraron que podían hacer lo que nadie hacía: ayudar y poner orden.

Los voluntarios obedecían las órdenes de militares, policías, bomberos y elementos de protección civil. Esto permitió, me parece, un mayor orden en el rescate de las víctimas, proceso que fue muy caótico en 1985.

Los jóvenes, masivamente, se dedicaron a poner en pie a la ciudad. Descubrieron que la suerte de uno y los problemas de otros nos importan a todos. Como se dice: “México es una familia de desconocidos, sin apellidos”; ésa es la enorme fuerza de nuestro pueblo.

En esta ocasión fue como darse un abrazo colectivo. Fue una forma de expresar el amor por los demás.

Con ello apareció el Nosotros: “Todos somos nosotros”.

Los padres de estos jóvenes lo hicieron antes, en el terremoto de 1985, y sin duda esa movilización social ayudó a fortalecer el avance de la democracia… Pero ese proceso no ha terminado.

¿Con la nueva aparición del Nosotros se podrá avanzar en la democracia del país? ¿Podrá ayudar a disminuir la corrupción?

Ese Nosotros, creado intempestivamente, fue sólo un punto de unión.

Cada quien puso en ese momento lo que tenía en la mano. Su saber. Su conocimiento. Su fuerza. Fue una enorme cadena de apoyo, aprovechando las nuevas tecnologías. En ese apoyo no hay clases sociales, no hay jerarquías, no hay rangos. Fue un llamado a ser iguales frente al desastre. Significó aprender a mirar la muerte en un espejo callejero.

La vulnerabilidad tomó el lugar de la conciencia y el poder ayudar nos generó una nueva identidad en ese momento.

Sólo fue cuestión de ese momento. Cuando lo que hacíamos servía. Cuando lo que realizábamos salvaba. Cuando lo que compartíamos ayudaba.

Es difícil pensar que una fuerza colectiva como la que se tuvo logre trascender ese momento. El rescate y la reconstrucción con los afectados por los terremotos tomarán mucho tiempo; la vida cotidiana volverá a separarnos, nos obligará a volver a las actividades diarias.

Abandonaremos las calles y regresaremos a nuestra corrupta cotidianidad.

Por eso es importante tratar de conservar ese Nosotros. Pensar en la colectividad. Mantener los aprendizajes. Imaginar a México como una nación, para no olvidar la fortaleza de nuestra unión.

Esto obligaría a los partidos y a los políticos a dejar de hacer su política de siempre. Tendrían que acercarse a la sociedad y, en teoría, podríamos perseguir un bien común que ya tuvimos en las manos, en ese momento.

¿Habrá resultados de esta gran lección?

 

El cambio social

Los priístas están desesperados, al igual que los otros partidos políticos, y abrieron un mar de ofertas políticas que muy difícilmente podrán cumplir. La política es muy compleja, está llena de lagunas, de socavones y de espacios oscuros. Por eso, la participación de los jóvenes con las nuevas tecnologías generó nuevas propuestas de organización social.

El fantasma de la sociedad civil organizada empezó a levantarse después del terremoto y está en pleno proceso de construcción.

Se estimó un monto de 37 000 millones de pesos para la reconstrucción. Si tan sólo se utilizara el gasto de Enrique Peña Nieto en su autopromoción, ese dinero alcanzaría para pagarlo todo… y sobraría dinero.

En el artículo de opinión de Juan E. Pardinas “Transparencia y reconstrucción” (Reforma, 1 de octubre de 2017) encontramos algunas pistas para entender las nuevas formas de agrupación social: “El músculo tecnológico del sat puede fiscalizar cientos de millones de transacciones que pasan por el sistema financiero. ¿Qué pasaría si se usara una tecnología semejante para seguir el rastro del dinero que va de tus impuestos y donaciones hasta la señora en Jojutla que lo perdió todo?” (11).

En las pistas aparecen la plataforma Kiva.org (que maneja créditos), la app Glass (que detalla todos los gastos), la iniciativa #Verificado19S (que relaciona, en tiempo real, las aportaciones junto con las necesidades de los damnificados), #Epicentro (que supervisa un manejo pulcro del dinero) y la organización Nosotrxs (de Mauricio Merino, que ha propuesto crear un solo fondo nacional de reconstrucción).

Es una obligación de la comunidad supervisar un manejo transparente y claro de los recursos, que obligue a que el dinero llegue a donde realmente se necesita.

No hay nada imposible en esto. Existen ciudadanos y empresarios honestos, que deben crear “algoritmos, mapas georreferenciados y datos en tiempo real que permitan construir confianza” (Pardinas, 2017: 11).

Las ayudas que está dando Peña Nieto en Oaxaca, de 120 000 pesos por cada casa destruida, pueden ser útiles, pero no inspiran confianza. Tienen olor a corrupción. Se necesita construir un diálogo institucional.

Las crisis ambientales sacan lo mejor y lo peor de los ciudadanos y de sus gobiernos.

Derrumbemos el daño estructural del gobierno y, por primera vez, incorporemos a la ciudadanía en la reconstrucción. Los ciudadanos debemos aprender a construir la voluntad política.

La propuesta es muy sencilla: crear un fondo único de reconstrucción, que aparece en la liga de change.org: <http://chn.ge/2y1AByd>.

¿El gobierno federal nos da la razón? A través de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) nos asegura que el Fondo de Desastres Naturales (Fonden) es un fracaso. No funciona.

Es momento de que todos participemos en la reconstrucción, no sólo para los damnificados, sino del país entero. Los únicos que podemos lograr eso somos Nosotros. Por eso es vital nuestra participación junto a los jóvenes.

 

Ciudad sin madre

Pero hay un detalle despreciable: que, aprovechando el drama, hayan aparecido ladrones de autos y casas.

Por eso la ciudad se quedó sin madre… Cayó su estatua en las calles de Villalongín y Sullivan.

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