Marina Ariza (coordinadora). Emociones, afectos y sociología. Diálogos desde la investigación social y la interdisciplina (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales, 2016), 587 pp.
Reseñado por:
Adriana García Andrade
Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco
Las reseñas de libros son, en muchas ocasiones, tareas ingratas. Se hacen la mayor de las veces por compromiso y sin un interés muy cercano por la obra. En esta ocasión el texto que me ocupa ha sido un verdadero placer de lectura. No es un libro perfecto, no existen libros perfectos. Más adelante diré lo que me parece es uno de sus puntos ciegos. Sin embargo, logra reunir muchos aciertos y ser relevante para varios tipos de públicos.
Por ejemplo, el libro puede resultar atractivo para el público en general porque habla de eso que nos importa a todos y que es parte de la vida diaria. En el capítulo 12, Shinji Hirai muestra cómo el miedo al otro se construye. El caso analizado es de hace 100 años y respecto a otra población inmigrante, pero la situación es paralela a lo que estamos viviendo con Donald Trump y la generación de un clima emocional antiinmigrante. Como el autor relata, primero se construye quién es ese otro, cómo es y por qué es amenazante. En el caso relatado, los medios de comunicación son los portavoces de esta construcción, presentando a los japoneses como seres peligrosos. Los medios afirmaban que el inmigrante japonés era “el peor inmigrante que tenemos” “debido a su carácter y sus hábitos”, despojan “del trabajo a hombres blancos” (504), y permitir a japoneses adultos en el aula de niños blancos es inaceptable debido a “la asociación pervertidora de los adultos japoneses depravados”. Los medios buscaban “influir en la percepción del público” (509). Y uno no puede evitar hacer los paralelismos con Trump y sus declaraciones respecto a que “los migrantes deportados son todos criminales”. Es decir, se construye en la opinión pública un “otro” amenazante y digno de miedo.
Los climas emocionales negativos permiten y facilitan la movilización de las personas hacia otros. No se trata de presentar argumentos racionales, sino de mover emociones. En ese sentido, las emociones también se pueden crear y manipular socialmente. El miedo se genera a partir de detonantes perceptuales con los que se centra la “atención selectiva” en “el otro”: ante la continua insistencia mediática de que si alguien es mexicano o musulmán es peligroso, la probabilidad de sentir miedo al verlo es mucho mayor que si viera a un WASP (aunque tenga permiso para portar armas). Y si no se siente miedo, por lo menos se estará alerta ante cualquier señal de peligro de este sujeto al que se ha señalado como importante.
La obra también es de utilidad para las y los sociólogos que busquen aprender cómo definir la emoción desde la sociología, quiénes son algunos autores relevantes y sus posiciones sobre las emociones. Como relata Marina Ariza en su introducción, la sociología de las emociones se establece en la academia estadounidense “a finales de la década de los ochenta del pasado siglo XX, a partir de los trabajos de Arlie Russell Hochschild (1975), Randall Collins (1975) y Theodor Kemper (1978)” (8). Es decir, la tradición teórica específicamente viene de Estados Unidos, aunque en América Latina es un campo en creciente expansión (9).
Dado que es un ámbito relativamente novedoso, existen pocos textos traducidos al español. En ese sentido, el libro permite a los noveles sociólogos, adentrarse, por ejemplo, en la propuesta de Thomas Scheff sobre la vergüenza como emoción moral, que supone una autoevaluación negativa ante el incumplimiento de normas sociales (Carolina Peláez González, capítulo 5, y María de Lourdes Velasco Domínguez, capítulo 8). O también aquella de Theodor Kemper, en la que relaciona el poder y el estatus de los participantes en una situación con la aparición y la experiencia de emociones como la envidia y la ira o la admiración y el respeto (Itzel Hernández Lara, capítulo 3, y Frida Jacobo Herrera, capítulo 9). También, el uso del concepto de “trabajo emocional” acuñado por Arlie Hochschild y reinterpretado en diversos contextos, que permite pensar cómo los participantes en una situación (ante el investigador, como integrantes de un movimiento social, o cara a cara con otro significativo) pueden suprimir, modificar, adaptar sus emociones, dependiendo de su monitoreo del entorno en el que actúan (Hiroko Asakura, capítulo 2, y Silvia Gutiérrez Vidrio, capítulo 10).
Este volumen sobre las emociones es producto de un trabajo continuado de reflexión e intercambio en el marco del Seminario Institucional “Sociología de las Emociones”, en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, coordinado por Ariza y que ha sesionado desde 2009 (7). Reúne no sólo a sociólogas y sociólogos, sino también a antropólogas, psicólogas y un neurocientífico social. Al inicio de los capítulos, las y los autores relatan cómo su interés inicial no eran las emociones; algunos son especialistas en migración, en el análisis de instituciones laborales o escolares, el análisis de medios o de movimientos sociales. Pero su interés confluye cuando afirman que las emociones aparecían reiteradamente a lo largo de sus procesos de investigación, no como una cuestión tangencial sino como elementos centrales sin los cuales no se entendía a cabalidad el objeto investigado. De ahí que este libro también permite generar maneras alternativas de pensar temas de investigación aparentemente lejanos de la emocionalidad, además de generar insumos teóricos y empíricos para explicar por qué, por ejemplo, la escuela en un contexto de precariedad (inseguridad, pobreza y drogadicción) refuerza la cercanía con ese barrio peligroso del que se pretendería alejar a los estudiantes. Las emociones vibrantes, brillantes, emocionantes (valga la redundancia), como muestran Virginia Trevignani y Karina Videgain (capítulo 1), están en el barrio y en menor medida en la familia. La escuela se vive como una realidad aparte, sin sentido cognitivo ni emocional, aburrida, sin ninguna incidencia en las experiencias corporales y vivenciales de las niñas y los niños.
Otro ejemplo interesante para aquellos interesados en la revisión del pasado e incluso en la revisión conceptual del pasado lo plantea Oliva López Sánchez (capítulo 13), al mostrar cómo las nociones médicas de la psiquiatría de inicios del siglo XX contienen elementos emocionales que, en ocasiones, son incluidos como la causa de la enfermedad y en otras como consecuencias de ésta. Así, la generación de conceptos y diagnósticos en una ciencia y práctica médica no está disociada de construcciones acerca de qué es lo emocional y cómo impacta en nuestros cuerpos.
Finalmente, existe otra manera de aproximarse al libro y es recurriendo a las maneras de analizar la emoción que propone la coordinadora (19), así como a las diversas aproximaciones metodológicas utilizadas. Es decir, hay en la estructura del libro una propuesta acerca de cómo la emoción se puede observar dependiendo de su intervención en el proceso explicado, y qué estrategias metodológicas funcionan para captar este elemento emocional. En primer lugar, la emoción puede verse como aquello que se produce a partir de ciertas condiciones sociales (estructurales y situacionales). Por ejemplo, en el artículo de Hernández Lara, la autora muestra cómo la culpa, la tristeza o incluso la felicidad de los migrantes están relacionadas con dos variables sociales: la cultura en la que se criaron los migrantes (de respeto a los padres) y la situación laboral en la que viven (no poder cruzar la frontera o poder enviar recursos). De tal suerte, es la sociedad la que condiciona las emociones que se sienten en relación con los padres. En segundo lugar, las emociones también se pueden leer como un elemento importante que detona o impulsa procesos sociales. Esto es un factor crucial para los estudiosos de los movimientos sociales, ya que supone pensar que los elementos cognitivos y organizativos, así como las acciones de un movimiento de protesta, se detonan, articulan y mantienen por y a través de cuerpos sintientes, emocionados, cuestión que retoman Gutiérrez Vidrio (capítulo 10) y A. Margarita Reyna Ruiz (capítulo 11). Finalmente, la emoción puede verse como una variable interviniente en la explicación de procesos sociales. Este caso se puede observar en el texto de Santiago Canevaro (capítulo 6), quien muestra cómo la emoción puede ser un recurso para mantener distancia o cercanía social en las relaciones entre empleadoras y empleadas domésticas. Las emociones aquí son un elemento que interviene en la relación con otros y que puede ser utilizado para mantener una distancia de clase.
Como he tratado de mostrar, el texto reseñado puede ser útil a diversos tipos de lectores y, por ende, puede ser leído de distintas maneras. Como toda apuesta científica, parte de una posición epistemológica y ontológica distintiva. A lo largo del texto, las y los autores parten de una noción epistemológica constructivista que plantea que las emociones suponen una construcción social (cambiante epocal y culturalmente) y que aparecen como “consecuencia del intercambio (interacción) social” (17, nota 13). Esto no es algo específico del libro o de quienes colaboran en éste, es algo que comparten varias tradiciones de la sociología de las emociones. Sin embargo, este énfasis en la emoción como construcción deja fuera la materialidad del cuerpo/mente sintiente. Este sesgo, propio de la sociología de las emociones, se subsana incipientemente con la inclusión del último texto, de la autoría de Roberto Emmanuele Mercadillo Caballero (capítulo 14), quien alerta sobre la necesidad de intercambios disciplinarios no sólo entre las ciencias sociales, sino también con las naturales, en específico la neurociencia social y su observación de lo que sucede en la materialidad de los cerebros/cuerpos.
No estoy diciendo que es menester abandonar una posición epistemológica constructivista y volcarnos en la noción de que las emociones son detonaciones de neurotransmisores y circuitos cerebrales. Por una parte, me parece que es imposible negar que observamos la realidad científica y cotidiana siempre desde una perspectiva construida (teórica o desde una historia perceptual social y biográfica). Sin embargo, no podemos abandonarnos a la noción de que las emociones son totalmente construidas en y por la sociedad. Ciertamente cambia la manera de nombrar eso que se siente, pero lo sentido tiene un sustrato material cuyo nombre adquiere una cierta perdurabilidad, así como las pautas culturales perduran. En ese sentido, la existencia de las emociones no sólo está sustentada en nuestras nociones de lo que es el amor, sino que implica voltear al cuerpo/mente sintiente y su materialidad, o hacer operativa la noción de situación, no sólo porque hay una relacionalidad supuesta, sino verla como evento material que sucede en un espacio físico con objetos y cuerpos. Tampoco afirmo que no se enuncie en el texto la importancia de los cuerpos sintientes, o que la materialidad esté totalmente ausente en los recuentos de las y los autores; sí se incorpora pero no adquiere centralidad suficiente y aparece más bien como parte de las condiciones estructurales o de clase. Es decir, falta incluir en el análisis el cuerpo/mente sintiente del observado en situación y, aún más, el cuerpo/mente sintiente del observador (investigador) en relación con su objeto de estudio y su selección de escenas emocionales (Åsa Wettergren, 2015. “How do we know what they feel”. En Methods of Exploring Emotions, editado por Helena Flam y Jochen Kleres, 114-124. Londres: Routledge). Se requiere dilucidar qué procesos se dan no sólo en el entorno social e interaccional, sino en el cuerpo/mente que permiten entender que un objeto (social) se convierta en perceptualmente significativo y detonador de emoción (de cambios corporales, de segregación de sustancias, de tendencia a alejarnos o acercarnos). Por ello, me parece, el cuerpo/cerebro en tanto ente material complejo desde el que percibimos y construimos percepciones mediadas simbólicamente requiere tomarse como un punto central de referencia para el estudio de algo tan complejo como las emociones, y es, en este caso, el punto ciego del libro en cuestión. De cualquier manera, y como he reiterado, éste es un volumen imprescindible como punto de referencia para el estudio de las emociones en las ciencias sociales.