Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

v78n2r2John M. Ackerman. El mito de la transición democrática (México: Planeta, 2015), 320 pp.

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Reseñado por:
Lorenzo Meyer

El Colegio de México/Universidad Nacional Autónoma de México

En el título de esta obra se encuentra la tesis central de John Ackerman: ¿cuál transición política? No hubo ninguna. Para el autor, lo esencial del autoritarismo del pasado sigue vivo y actuando.

El leitmotiv de El mito de la transición democrática es claro: la sociedad mexicana puede y debe recuperar los proyectos de sus dos grandes movimientos sociales históricos: el de la Independencia y, sobre todo, el de la Revolución Mexicana. Y para lograrlo, hoy no hay más que una única salida: proceder a organizar un gran movimiento político nacional, participativo y popular que transforme el sistema político actual —manejado por una oligarquía económica y política interesada únicamente en mantener un statu quo que sólo a ella beneficia— y que permita empezar a enfrentar los grandes males históricos mexicanos, que son de todos conocidos: la pobreza, la desigualdad, la injusticia, la corrupción y la pérdida de soberanía.

Esta idea central es desarrollada por el autor a lo largo de cinco capítulos: “El retorno del dinosaurio”, “Fraude institucionalizado”, “Soberanía sacrificada”, “La sociedad se levanta” y “Hacia un nuevo régimen”. Obviamente, los primeros dos títulos constituyen un diagnóstico bastante duro y pesimista de la naturaleza del actual sistema político mexicano y el tercero, igualmente crítico, es un examen de la relación del Estado mexicano con el exterior, especialmente con la potencia hegemónica: Estados Unidos. En contraste, en los dos últimos apartados campea un optimismo casi feroz. “La sociedad se levanta” es también un diagnóstico sobre la capacidad y la voluntad de la sociedad mexicana organizada de enfrentar la estructura oligárquica y su proyecto; el último está centrado en las propuestas de Ackerman para llevar a cabo el cambio político desde abajo, es decir, cómo despertar y encauzar de manera efectiva las acciones colectivas para enfrentar y derrotar la actual estructura de poder.

Veamos con más detalle los lineamientos del diagnóstico, las piezas del sistema de poder tal y como se presentan en la actualidad:

1) México ya está gobernado por una oligarquía económica y política. Esa minoría está formada por grandes empresarios mexicanos y extranjeros y por las élites que controlan al viejo partido autoritario —el PRI— y a los otros partidos supuestamente de oposición pero que en realidad ya han sido “priizados” en sus formas y contenidos: PAN, PRD, PVEM, Nueva Alianza. Este núcleo duro está apoyado e ideológicamente justificado por algunos intelectuales muy reconocidos y por el grueso de los medios de comunicación: la prensa escrita, la radio y, sobre todo, la televisión.

Para John Ackerman, el conjunto de intereses anteriormente identificados empezó a construirse desde el inicio mismo de la Revolución Mexicana, pero sólo tomó forma definitiva de la dirección política del país a partir de la llegada al poder de Miguel Alemán (1946) y su victoria sobre el cardenismo a lo largo de su sexenio. La política económica —especialmente la del neoliberalismo— y todos los recursos del régimen autoritario mexicano —represión, intimidación, cooptación, clientelismo y corporativismo, control de los medios de comunicación, creación de leyes a modo, subordinación a la presidencia de los otros poderes y niveles de gobierno— se pusieron entonces al servicio de la acumulación de poder y riqueza por parte de una minoría de políticos profesionales y hombres de empresa que, a veces, resultaron ser lo mismo, como fue el caso del propio Alemán.

Visto desde la perspectiva adoptada por Ackerman, del proceso histórico de la segunda mitad del siglo XX no se puede concluir otra cosa que, debido a sus estructuras de poder, México no ha sido ni es aún una democracia bona fide, ni siquiera si se acepta la definición más estrecha de democracia, esa que sólo pone el acento en la celebración de elecciones regulares, equitativas y competitivas. La élite del poder ha logrado desde siempre intervenir cada elección mediante el control de las instituciones encargadas de la vigilancia del proceso y el clientelismo que lleva a la inducción y la compra de votos. En las últimas elecciones se han vuelto evidentes el financiamiento irregular de los partidos, la intervención del gobierno en favor de ciertos candidatos, la participación ilegal de empresarios o el crimen organizado en las campañas y en las elecciones mismas.

Desde esta perspectiva, la transición a la democracia política en el año 2000 resultó un engaño, una novedosa estrategia de la oligarquía para difundir y hacer aceptable la idea de que finalmente los mexicanos “llegamos a la democracia”, lo cual sirvió, por tanto, para relegitimar a un sistema político en dificultades. Se trató de poner en práctica el gatopardismo, es decir, “cambiar para que todo se mantenga igual”. Aquí Ackerman reitera lo que ya desde hace tiempo ha buscado probar: que el comportamiento del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación durante las elecciones de 2006, 2012 y 2015, fue el propio de una institución que se ha dedicado a encubrir muchísimas irregularidades pero, sobre todo, a impedir el acceso al poder de la izquierda por la vía del voto.

2) El segundo componente del esquema de este libro es el que provee el contraste. Aquí el foco de atención de John Ackerman deja de ser la oligarquía y ahora lo es la sociedad. El autor subraya entonces el carácter contestatario de la sociedad mexicana, siempre crítica del poder y, en coyunturas, revolucionaria. El autor aquí echa mano no sólo de la historia sino de las encuestas recientes, especialmente las de Latinobarómetro —le hubiera venido de perlas la última, la de 2015, que muestra que sólo 19% de los mexicanos se dice satisfecho con nuestra “democracia”— y las del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. La constante de estas encuestas (que reflejan de manera más auténtica que las urnas la opinión del ciudadano promedio, pues en ellas no entra el clientelismo) es la desconfianza de la mayoría respecto de la minoría que maneja el gobierno y los partidos políticos.

Para John Ackerman, la mayor evidencia del carácter contestatario de la sociedad mexicana se encuentra en la historia de sus movimientos sociales: desde la Revolución de 1910 hasta los movimientos sociales mexicanos de la postrevolución: campesinos, obreros, médicos, ferrocarrileros y estudiantes durante los años cincuenta, sesenta y setenta. En 1988 la fuerza de esa oposición social derrotó al PRI en las urnas, y ese partido y su gobierno tuvieron que echar mano del fraude abierto para imponer al nuevo presidente. En los noventa el Ejército Zapatista de Liberación Nacional exhibió la farsa del proyecto modernizador de Salinas y los estudiantes se movilizaron contra los intentos de privatizar la UNAM. En la última década, los movimientos sociales desde 2006 —contra la imposición de Calderón, el Sindicato Mexicano de Electricistas, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, #yosoy132, Javier Sicilia y el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, y los padres de los estudiantes de Ayotzinapa, entre otros— muestran que se mantiene viva y actuante la oposición desde abajo contra la oligarquía gobernante.

Frente a esta sociedad, la oligarquía ha tratado de imponer culturalmente su visión del mundo al resto de la sociedad mexicana —individualista, consumista, admiradora del modelo de sociedad estadounidense—, para que acepte como algo valioso y legítimo el statu quo y, a la vez, abandone para siempre las ideas del pasado revolucionario. En 2010, ante la llegada del bicentenario, Felipe Calderón y los medios de comunicación promovieron la Iniciativa México, que buscaba “dejar atrás los complejos que nos detienen y mirar hacia adelante”. Con el regreso del PRI a Los Pinos este proyecto se mantiene y se profundiza, y el mejor indicador son las llamadas reformas estructurales y el reciente llamado contra el populismo. Pero la lucha no se queda en el plano de la conquista de la mente de las mayorías sino que también está el uso de la fuerza contra las movilizaciones sociales, por ejemplo, durante la toma de posesión de Enrique Peña Nieto en diciembre de 2012.

Teniendo como base las ideas anteriores y, sobre todo, los datos que las sostienen, John Ackerman arguye que el proyecto de los últimos gobiernos tiene un carácter casi totalitario, porque intenta imponerse en todas las esferas de la vida pública y privada y está dispuesto a usar la fuerza para someter a quienes no estén de acuerdo. Quizás en este punto el concepto de totalitario es un tanto excesivo pero no la idea en que se sostiene.

3) Un tercer componente es el actor internacional: Estados Unidos. Para Ackerman, la oligarquía mexicana está más identificada con los intereses y estilos de vida del vecino del norte que con el resto de sus compatriotas. Desde el sexenio del presidente Carlos Salinas, México ha ahondado su subordinación a los intereses estadounidenses en tres ámbitos: económico, de seguridad y geopolítico. El primero se inició con la firma del TLCAN en 1993 y alcanzó su máximo punto en la reforma (o contrarreforma, como la llama el autor) energética de Peña Nieto; el segundo, durante la presidencia de Felipe Calderón, con la intervención masiva de las agencias estadounidenses en la política de seguridad pública federal; el tercero, con Felipe Calderón y Peña Nieto, consiste en vigilar la frontera sur para evitar que migrantes centroamericanos pasen por México rumbo a Estados Unidos y, por otro lado, México ha adoptado el papel de “dique” o “cabeza de playa” contra los movimientos políticos “populistas” en América del Sur. Las consecuencias en los tres ámbitos han sido catastróficas para México: su desindustrialización, la proliferación de empleos precarios y explotadores con la llegada de maquiladoras, la entrega de recursos naturales (petróleo y minerales), la destrucción del medio ambiente, una crisis de la seguridad por el tipo de combate al narcotráfico, entre otros.

Tras la tormenta demoledora del statu quo actual, Ackerman pone el acento, si no en la calma, sí en las posibilidades de regeneración con una decena de propuestas, cada una bien desarrollada.

1) Crear una “oposición política fuerte y con profundas raíces en la sociedad civil”, con “nuevos liderazgos que surjan directamente de la sociedad sin vinculación alguna con las viejas camarillas y sus rencillas políticas”. Ellos podrían alimentar, junto con los movimientos sociales progresistas, un gran frente democrático e incluyente que gane el poder y cambie la estructura social, política y económica desde arriba mediante un gobierno popular. Mientras tanto, propone a todos los ciudadanos “rebelarse también durante su vida cotidiana”; 2) votar de manera razonada e informada. Rechazar el voto nulo y en blanco, porque su influencia en el resultado final de la elección “es nulo”; 3) recuperar el nacionalismo mexicano, basado en los cuatro grandes episodios de nuestra historia: Independencia, Reforma, Revolución y expropiación petrolera, más el espíritu de la Constitución de 1917; 4) acabar con el “presidencialismo centralizador” mediante el aumento de facultades de control y vigilancia del Congreso; 5) redistribuir la riqueza nacional mediante impuestos y políticas públicas y teniendo como finalidad inmediata el poner fin a la pobreza; 6) atacar los conflictos de interés; 7) regresar al ejército a sus cuarteles; 8) romper el sistema de intercambio de favores mediante el sorteo de los titulares de “órganos y organismos gubernamentales”; 9) consumir e informarse con responsabilidad y conciencia, y 10) darle a la Ciudad de México una constitución redactada de forma incluyente que sirva como laboratorio para un eventual constituyente nacional.

¿El futuro es nuestro? Para Ackerman la supuesta democracia mexicana ya está muerta pero el vacío que dejó la promesa incumplida, traicionada, puede ser llenado por la inconformidad social y revivirla, sólo hay que organizar esa enorme energía política que hoy se desperdicia. Pero ese “sólo” es un reto enorme.

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