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v77n3r1 portadaRodrigo Díaz Cruz. Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo. Poder y simbolismo en la obra de Victor W. Turner (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Gedisa, 2014), 412 pp.

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Reseñado por:
Camilo Sempio Durán

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

El libro de Rodrigo Díaz Cruz desborda el calificativo de tratado sobre el pensamiento del antropólogo Victor W. Turner. Ciertamente, el autor deshilvana una parte del programa de investigación turneriano que presenta el poder y el simbolismo como las constelaciones temáticas privilegiadas (en lo venidero aparecerá un segundo libro de Díaz Cruz que abordará otros itinerarios intelectuales del antropólogo). Estas constelaciones engloban “tramas conceptuales” y “estrategias de investigación” como las de situación, drama social, ritual y procesualismo, y tópicos como los de realidad, pluralidad ontológica, variedades de razón y variaciones argumentativas. Díaz Cruz colma —con lecturas intrépidas por los continentes del saber antropológico, filosófico y de la filosofía de la ciencia— el conocimiento del simbolismo y el poder. Así, el programa turneriano es también utilizado por Díaz Cruz para componer ingeniosos debates, cubriendo y excediendo el calificativo de “trabajo sobre la obra de Turner”.

El autor lo anuncia en la introducción: no se trata solamente de un libro con y contra las elaboraciones de Turner, es también un libro más allá de ellas. Efectivamente, el programa turneriano, una vez exhibido por Díaz Cruz, eclosiona una miríada de reflexiones insospechadas por el antropólogo de origen escocés. Esto queda expuesto desde el primer capítulo, en el que se realiza una genealogía de aquellos presupuestos asimilados por Turner de los que luego se valdrá para crear los propios. La genealogía nos remite a Max Gluckman y su novedoso análisis situacional, que procuraba articular las categorías de “estructura social” y “conflicto social”. Gluckman se interesó en los comportamientos anómicos de las sociedades que estudiara en Rodesia del Norte (hoy Zambia). El análisis situacional resultaba apropiado para descifrar las relaciones de poder, la cooperación situacional y las dinámicas de “fisión y fusión” que también estructuraban a estas sociedades. Turner, discípulo de Gluckman, fue cautivado por dicho análisis, que le resultaba adecuado para comprender la conflictiva vida ritual y política de la sociedad ndembu que etnografiaba, interpretando esta conflictividad como una “fluidez social” distante del concepto de “estructura social”. Entre los ndembu se destacaban comportamientos individuales, acciones “para sí” y “para los otros”, procesos que conjugaban la subjetividad con la cultura y que parecían poner en vilo toda noción de estructuración. ¿Cómo analizar comportamientos escurridizos a los conceptos de “estructura” o de “institución”? ¿Cómo capturar la agonía de un cambio de autoridades políticas, o de un estatus “ontológico” como el experimentado en los rituales donde los niños se transforman en adultos? ¿Cómo compaginar las aflicciones de la política con las del ritual? Es aquí donde Turner comienza a troquelar sus propios presupuestos incorporando el concepto de “drama social” y, con ello, perfilando la estrategia “procesualista”.

El concepto de “drama social” y los intereses de la antropología procesualista son examinados en el segundo capítulo. Los dramas sociales son procesos “útiles para analizar situaciones en crisis y conflictivas” (p. 71); por ende, son concebidos como procesos políticos cuyas relaciones rituales y políticas alimentan una “concepción agonística” de la sociedad. Los dramas sociales caracterizan la conflictiva estructura social ndembu: su sistema social es matrilineal y virilocal, los hombres se comportan, contradictoriamente, como padres y maridos, como tíos y hermanos. La continua movilidad de hijas e hijos, hermanas y hermanos se traduce en la renovación o fundación de aldeas y grupos familiares, posibilitando la irrupción de conflictos intergeneracionales debido a las aspiraciones a cargos políticos y rituales. Así, la dimensión ritual se ve envuelta en los conflictos que “estructuran” la sociedad ndembu; incluso los rituales conforman un momento de los dramas sociales: son “lugares de lo político” (p. 106).

En el tercer capítulo, Díaz Cruz amplía la exposición del término drama social. Para Turner, los dramas sociales constituyen una forma procesual “prácticamente universal” y poseen una estructura temporal (un inicio, un medio y un final) análoga a las formas narrativas. Esta estructura puede fraccionarse en cuatro fases que Turner denominó de ruptura, de crisis, de acciones y procedimientos de reajuste, y de reintegración o irremediable cisma, fases que organizan la fluidez del material producido en todo conflicto. Paralelamente, este fraccionamiento contiene dos cláusulas: a) los desenlaces de los dramas sociales “no pueden ser concluyentes” (p. 114); b) las fases no siempre siguen dicho orden: “De la ruptura es dable encontrar conflictos que no sucumban a la crisis, sino que se remonten a la de acciones y procedimientos de reajuste” (p. 115). Con estos agregados, Díaz Cruz retoma el procesualismo de la antropología política, ya que los dramas sociales son procesos conflictivos desplegados en aquello que Turner llamó arena, “unidad espacial en la que antagonistas visibles y precisos contienden entre sí” (p. 125). Al final del capítulo, Díaz Cruz advierte una carencia del procesualismo: la ausencia de una “explicación causal que dé cuenta de la evolución del poder” (p. 133), ausencia que se subsana reconstruyendo los trabajos de Richard Adams sobre la relación entre el ambiente y el control de energía y de las tecnologías.

En el cuarto capítulo se tejen los análisis de los símbolos, del poder y del procesualismo. Para ello se examinan los “rituales políticos”. Díaz Cruz evoca el proceso ritual institucionalizado en la Francia medieval —seguido en el fallecimiento de un rey y en la consagración del sucesor— para ilustrar la ceremonia de un complejo sistema “constitutivo del poder”. Pero, ¿qué distingue una ceremonia de un ritual? Para Turner, una ceremonia confirma y un ritual transforma las “transiciones sociales”. ¿Qué sucede con “lo político”? Recurriendo a Roberto Varela, Díaz Cruz identifica “lo político” en las relaciones intergrupales (ejercicio de cargos y administración de bienes públicos) y en las relaciones grupales con el medio ambiente. Resumiendo, los rituales políticos no disimulan el poder, “son en sí mismos una clase de poder y de su consagración, tienen fuerza performativa” (p. 153).

Los símbolos desafían cualquier intento de definición pero también preservan “las huellas de una memoria y de sus contextos de uso; un juego entre el pasado, el presente y la red de los posibles” (p. 168). ¿Cómo pensarlos? En el quinto capítulo se traza un camino de reflexión sobre los símbolos mediante la conformación de “meta-esquemas”. A partir de la identificación histórica-etimológica de la palabra símbolo (“un fragmento de tabla o moneda dividido a propósito entre las partes contratantes de un pacto”), Díaz Cruz identifica los “meta-esquemas” en aquellas perspectivas que tuvieron a los símbolos como objetos de reflexión. Así, se expone la tradición latina (empeñada en “determinar un centro” de significado para domesticar “la fuerza” de los símbolos) y la tradición hermética (en la que el símbolo “nos remite a una realidad misteriosa, acaso inasible”). Además, en un tránsito por movimientos como la Ilustración, el romanticismo y el surrealismo, con figuras como Goethe, Blake, Creuzer, Scholem y Mallarmé, el autor va incorporando diferentes usos y sentidos del término símbolo.

Entretanto, la tradición antropológica ha petrificado la divergencia entre “símbolo” (mito, magia, ritual) y “razón” (ciencia, lógica, concepto), divergencia que para el autor conviene pensar como la articulación de “oposiciones complementarias” válidas para argumentar políticas conceptuales. Esta articulación revela la relación símbolo (lenguaje)/realidad, que conduce al autor a reflexionar sobre tópicos como “realidad”, “esquemas conceptuales” y “ontología”. Para ello recobra a Thomas Kuhn, Ulises Moulines, Olimpia Lombardi y Ana Rosa Pérez Ransanz, acordando que los tres tópicos (realidad, ontología y esquemas conceptuales) se encuentran entretejidos, y que si bien se acepta cierta independencia de la realidad y de la ontología frente a sus posibles descripciones, ellas mismas son inconcebibles sin los esquemas conceptuales que les otorgan sentido y las constituyen como tales, opinión que entraña la defensa del “pluralismo ontológico”, del “realismo ontológicamente plural” y de una relatividad conceptual, mas no del relativismo.

El sexto capítulo nos muestra, nuevamente, las habilidades del autor como reconstructor de teorías y conceptos. En la primera parte, Díaz Cruz identifica en la teoría del simbolismo de Émile Durkheim una “lectura sociológica” cuyas propiedades son la exterioridad, la intersubjetividad y la normatividad legítima (obligatoriedad y deseabilidad de la norma). Para esta lectura, los símbolos representan totalidades, tienen valor cognitivo y afectivo, y, fundamentalmente, se apoyan sobre un significado “verdadero” (una realidad metafísica) accesible sólo al pensamiento científico. Paralelamente, Díaz Cruz detecta en Durkheim una “lectura cognitiva” que sostiene que los símbolos poseen la facultad de “construir” conciencia de las representaciones colectivas, facultad que debilita el realismo metafísico previo, conviniendo que no hay una realidad simbólica inmediata sino una realidad “mediada” por símbolos.

Una segunda reconstrucción toca a la “función clasificatoria” de los símbolos, esto es, el ordenamiento de los objetos del mundo por medio de esquemas conceptuales. Díaz Cruz cuestiona la idea de que las clasificaciones simbólicas constituyen una proyección de las clasificaciones sociales. Este cuestionamiento se vigoriza con la crítica de Claude Lévi-Strauss a las clasificaciones totémicas, ya que éstas “homologan” per se dos órdenes clasificatorios atribuidos a dos especies diferentes, una humana y otra animal. Sin embargo, Díaz Cruz recuerda que los órdenes clasificatorios “no sólo tienen valor cognitivo”, pues conllevan “políticas conceptuales” y “buscan producir otras realidades” (p. 237). Engrosando este señalamiento aparece Mary Douglas, para quien “las clasificaciones implican un orden moral que es coextensivo a la realidad social” (p. 238) y, específicamente, al cuerpo. Quizás, arriesga Díaz Cruz, “el cuerpo constituya el campo de batalla más recalcitrante donde operan los órdenes clasificatorios” (p. 243). Turner mostró que cuando se atraviesan umbrales clasificatorios entre los ndembu, verbigracia el cambio de estatus de niño a adulto, se activa “una trasformación ontológica: de no-hombre a hombre, la persona transicional adquiere un cuerpo nuevo” (p. 249).

El séptimo capítulo está dedicado a problematizar la teoría del símbolo de Turner. En ésta sobresalen las concepciones pragmática y performativa: los símbolos “revelan, hacen conexiones”, incluso “crean y proponen el contexto en el que se hacen inteligibles” (p. 254). Díaz Cruz recupera de Ludwig Wittgenstein el término “entretejimiento” para enfatizar la imbricación entre “práctica social y símbolos”, suscribiendo la idea de que los símbolos son “actores no humanos que impelen a la acción” (p. 255). Con estas condiciones el interrogante se reformula: ¿cómo estudiar los símbolos? Díaz Cruz identifica en la teoría de Turner una “primera guía” para explorar la “estructura” de los símbolos dominantes: a) su forma externa y características observables, b) las interpretaciones nativas y las de los especialistas, y c) los contextos elaborados por el antropólogo. Esta guía es acompañada de una “segunda” que considera tres “niveles de sentido”: el afirmado por los usuarios del símbolo (exegético), el relacionado con su “uso” (operacional), y el de los significados que adquiere un símbolo cuando se vincula con otros (posicional). Finalmente, una “tercera guía” analiza tres “propiedades” de los “símbolos dominantes”: a) la condensación, b) la unificación de significata dispares, y c) la polarización de sentido, el polo ideológico y el sensorial.

En el octavo y último capítulo se entrecruzan tramas conceptuales de la antropología, de la filosofía y de la filosofía de la ciencia. Inicia con una crítica al trabajo “La religión como sistema cultural” de Clifford Geertz, señalando las confusiones del antropólogo estadounidense entre “referencia” y “representación”, entre “símbolos” y “conceptos”, entre “modelos de” y “modelos para”, subrayando la invisibilidad del poder y la exudación de dejos funcionalistas y relativistas en su teoría de la religión, las falacias que el término “creencia” presenta cuando se aísla de los intereses epistémicos y ontológicos, y su desafortunada defensa de la inconmensurabilidad para evaluar perspectivas religiosas con las científicas.

A continuación se expone un nuevo ciclo temático integrado por una trilogía de la “razón”: la austera, la arrogante y la enfática. La primera posee un “programa de justificación fundamentalista” —verbigracia, las tesis universalistas— y establece “disyuntivas y vértigos argumentales del tipo todo o nada” (p. 339), mientras que la segunda se caracteriza por afirmar fronteras inamovibles “entre un nosotros y unos otros” (p. 359), como ocurre con las oposiciones binarias entre el pensamiento amerindio y la cosmología occidental en Eduardo Viveiros de Castro. En disconformidad, la razón enfática acuerda que “no hay, no puede haber, fundamentos últimos de justificación” (p. 340); por lo tanto, hay pluralidad de lenguajes y de virtudes epistémicas. Para el autor, el programa procesualista es amigable con la razón enfática, “de hecho, se requieren mutuamente” (p. 341). Empero, la defensa de una pluralidad no inhibe la comparación ni defiende la inconmensurabilidad entre esquemas conceptuales. Las categorías “formas de hablar” y “estilos de razonar”, trabajadas por Wittgenstein y por Ian Hacking respectivamente, invitan a crear ámbitos para exponer ciclos argumentales enjuiciables y modificables. La mensurabilidad de lo diferente constituye un resultado, quizás un horizonte; en efecto, el trabajo cierra con un conjunto de reflexiones sobre los términos gadamerianos de “fusión de horizontes”, “situación” y “ser histórico”.

Cabe señalar que la escritura del libro es ágil y compleja. Además, las etnografías y evocaciones son transformadas en narraciones performativas, descripciones que fundan acontecimientos, ejemplos que mutan como dejando de ser ejemplos para adquirir nuevas y tentativas formas. Si el “símbolo es un concepto desgarrado donde la razón se bifurca” (p. 340), quien pase los ojos por este libro también notará que promueve bifurcaciones de la razón: ergo, es un libro-símbolo, libro de consulta y libro que engendra interpretaciones, libro que cambia y salvaguarda, libro-desborde.

D. R. © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales. Revista Mexicana de Sociología 77, núm. 3 (julio-septiembre, 2015): 497-509. México, D.F. ISSN: 0188-2503/15/07703-06.

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