Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Lynching in Mexico in the Twentieth-First century

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Leandro Anibal Gamallo*

* Maestro en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México. Universidad de Buenos Aires-Instituto de Investigaciones Gino Germani. Temas de especialización: conflicto social, acción colectiva, violencia colectiva, movimientos sociales. Pte. J.E. Uriburu 950, 6º piso, Of. 4 (C1114AAD), Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Recibido: 9 de septiembre de 2013
Aceptado: 18 de enero de 2015

Resumen

Este artículo investiga los linchamientos en México en los años 2000-2011. Describe estadísticamente las principales dimensiones involucradas en las acciones de este periodo y propone una tipología de este fenómeno. La evolución histórica de estas acciones de violencia colectiva muestra un proceso de mayor complejidad en territorios cruzados por dinámicas comunitarias de organización social. En este sentido, es posible hablar de la constitución de los linchamientos como un “repertorio de acción” consolidado en la memoria colectiva, es decir, como una estrategia de seguridad popular ante la crisis estatal en la provisión de seguridad pública.

Palabras clave: México, linchamiento, violencia colectiva, vigilantismo, seguridad pública.

Abstract

This article investigates lynching in Mexico from 2000 to 2011. It describes statistically the main dimensions involved in the actions of this period and proposes a typology of this phenomenon. The historical evolution of these actions of collective violence shows a process of greater complexity in areas crossed by community dynamics of social organization. Therefore it is possible to talk about lynching as a “repertoire of contention” rooted in the collective memory, that is, a popular security strategy to face the crisis of the state in the provision of public security.

Keywords: Mexico, lynching, collective violence, vigilantism, public security.

En este artículo nos ocuparemos de investigar los linchamientos en México en el periodo 2000-2011. Estos acontecimientos se han multiplicado en los últimos años, al punto que los medios de comunicación, las autoridades y la población en general han tomado nota de la extensión de dichas acciones, y la preocupación por entender sus causas llegó a los órganos estatales.

Yendo hacia atrás en el tiempo, los trabajos académicos sobre la cuestión reflejan un proceso de crecimiento desde mediados de los años noventa. De acuerdo con Carlos Vilas (2006), entre 1987 y mediados de 1998 ocurrieron 103 linchamientos (un promedio de nueve por año); mientras que entre 1991 [sic] y 2003 se produjeron 222 casos (un promedio de 18 por año). Raúl Rodríguez Guillén y Juan Mora Heredia (2006) muestran que en el sexenio 1988-1994 se produjeron 28 linchamientos y en el sexenio 1994-2000 se dieron 103 casos. Por su parte, Antonio Fuentes Díaz (2006) registró 294 linchamientos en el periodo 1984-2001, 68 en el periodo 1984-1994 y 226 casos en los años 1995-2001.

Dichos estudios han mostrado, entre otras cosas, que el crecimiento de estas acciones estuvo asociado con la crisis del Estado mexicano en lo concerniente al servicio de seguridad pública, así como al “trastocamiento del campo social” (Fuentes Díaz, 2006) producido a partir de las reformas neoliberales y la apertura comercial que sufrió México desde los años ochenta.

A pesar de estos antecedentes directos, no existen estudios longitudinales que muestren la evolución de estas acciones en la última década. El presente trabajo se propone cubrir ese vacío en la bibliografía, brindando un aporte empírico sobre la cuestión a partir de la descripción analítica de sus dimensiones principales.

Así pues, en primer lugar, expondremos el marco teórico desde el cual abordaremos el problema: el enfoque relacional de la violencia elaborado por Charles Tilly. Dicho corpus teórico nos brindará, por un lado, herramientas para analizar los linchamientos a partir de las interacciones sociales puestas en juego en su concreción, partiendo del hecho de que éstos son, antes que nada, un hecho social que implica la acción colectiva de un conjunto de sujetos. Por otro lado, dicho enfoque nos permitirá pensar también la estrecha relación entre las dinámicas de la acción colectiva observadas y el régimen político que históricamente se desarrolló en el México reciente.

Con estas premisas, expondremos nuestros resultados empíricos, obtenidos a partir de la construcción y el análisis de una base de datos cargada con todos los linchamientos registrados en el periodo. Dichos resultados mostrarán la tendencia cuantitativa de las acciones, dónde se produjeron, cómo se distribuyeron en el tiempo, qué hechos las desencadenaron y qué tipo de acciones concretas se realizaron.

En tercer lugar, presentaremos una tipología de linchamientos, construida a partir de las distintas clases de acciones violentas involucradas en su concreción. Dicha tipología constituye un aporte original con respecto de investigaciones anteriores: lejos de lo que se cree, los linchamientos no se producen todos de la misma manera, sino que son un fenómeno heterogéneo en el que se ponen en juego distintas lógicas sociales.

Por último, la dilucidación de las distintas formas de acción nos permitirá relacionar la presencia y el crecimiento de determinados tipos de linchamientos con algunas características del orden político-institucional mexicano en los últimos años.

El enfoque relacional de la violencia colectiva

El punto de partida teórico de nuestra investigación lo constituye el “enfoque relacional” de la violencia colectiva propuesto por Charles Tilly en The Politics of Collective Violence. Allí este factor es definido como

una interacción social episódica que inflige daños físicos a personas u objetos (“daños” incluye la retención por la fuerza de personas u objetos, pasando por encima de cualquier restricción o resistencia); implica por lo menos a dos autores en los daños y es consecuencia, al menos en parte, de la coordinación entre las personas que realizan los actos que provocan los daños (Tilly, 2007: 3).

A diferencia de los enfoques concentrados en explicar la violencia solamente a partir de las desigualdades estructurales, la perspectiva relacional de Tilly describe la violencia y su variación basándose en las dinámicas interactivas de los actores, es decir, en las relaciones sociales concretas que posibilitan su aparición, acrecientan su intensidad, la disminuyen y vuelven a eliminarla. En este sentido, la violencia es entendida como una posibilidad (contingente) que forma parte del carácter continuamente negociado en el que se insertan todas las relaciones sociales. Dicho enfoque, sin embargo, no olvida que los procesos estructurales constituyen la condición de posibilidad de la aparición de violencia, sólo que especifica la determinación que éstos tienen, observando las bases relacionales que la originan y explicitando los mecanismos y actores que cumplen papeles importantes en su desarrollo.

Esta definición es especialmente relevante respecto del tema que nos convoca. Desde nuestro punto de vista, las visiones que tratan de entender el surgimiento de la violencia desde la descripción de procesos sociales de mayor alcance soslayan las mediaciones que hacen posible la traducción de una situación de crisis en una reacción colectiva de carácter violento. Es imposible negar que los linchamientos se asientan sobre determinadas condiciones histórico-institucionales del México reciente. Sin embargo, esa respuesta es insuficiente para explicar la presencia de estos hechos en algunas comunidades (y no en otras) y las distintas dinámicas que estas acciones pueden adoptar.1 Si la anomia social y la debilidad institucional propician la generación de frustración y malestar entre la población (condiciones que son una constante en América Latina), aún debemos explicar por qué dicho malestar se traduce en violencia.

La perspectiva de Tilly se diferencia explícitamente de los abordajes que hacen hincapié en las ideas como fuente de la violencia y de aquellos que ven a la conducta como el origen de las acciones beligerantes.

Según el primer enfoque, las creencias compartidas, los valores y las normas sociales influyen de modo significativo en las orientaciones de acción de los individuos y los grupos humanos, conformando “ideologías” que tienden en algunos casos a justificar, legitimar e incluso legalizar la violencia.2 Esta noción de la violencia se encuentra en muchas de las hipótesis sostenidas por algunos académicos. Entre algunas personalidades públicas, por ejemplo, ha circulado la idea de que los linchamientos se deben al desconocimiento de los procesos jurídicos legales por parte de los colectivos que los protagonizan. Recientemente, la académica y ex directora de la carrera de Derecho de la Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Aída Mireles Rangel, afirmó que “en muchos casos las personas desconocen los procesos jurídicos e ignoran que para que una persona sea sentenciada como responsable de un delito, primero se debe probar que cometió el hecho” (El Universal, 4 de abril de 2012). Así, pues, lo que estaría detrás de los linchamientos es la ignorancia de los individuos acerca de los procedimientos penales adecuados para juzgar a una persona: “No conocen lo que es lo jurídico, el Derecho, y ellos quieren que una persona que suponen que cometió un delito sea juzgada, sentenciada y entre a la cárcel” (Ibid.).

Partiendo de un énfasis similar en las normas, la cultura y los procesos de construcción de valores sociales, otros autores han sostenido que el origen de los linchamientos se encuentra en una cosmovisión alternativa del ordenamiento jurídico-cultural de la sociedad, es decir, en los usos y costumbres indígenas. Carlos Vilas, por ejemplo, ha concluido que “los linchamientos expresan con dramatismo la conflictiva coexistencia de diferentes órdenes axiológicos y normativos dentro de una misma sociedad” (Vilas, 2001: 126). A pesar de reconocer la multicausalidad del fenómeno, para el sociólogo argentino una de las razones importantes de su presencia tiene que ver con el proceso de modernización incompleto que atravesó a muchas de las sociedades latinoamericanas, en virtud del cual habría regiones con distintos grados de desarrollo dentro de un mismo país y, por lo tanto, distintas concepciones de legalidad en disputa. En ese sentido, los linchamientos responden a prácticas y concepciones sociales tradicionales, en la medida en que “el conflicto deriva de ese choque de sistemas normativos y de la jerarquía de valores implícita en ellos” (2001: 128).

Siguiendo a Tilly, aquí nos distanciaremos de estas explicaciones que ponen el acento en los marcos normativos, ideológicos o culturales, en la medida en que no creemos que detrás de los linchamientos haya distintos valores ni una disputa entre culturas penales distintas. Por el contrario, sugerimos pensar los linchamientos como resultado de procesos interactivos en los que la violencia aparece en un marco de relaciones previamente pacíficas, es decir, constituyéndose como una respuesta contingente pero evidentemente instalada ante determinadas situaciones.

De este modo, las explicaciones que se basan en la ignorancia del pueblo niegan los procesos sociales relacionales que operan en la génesis de los linchamientos. Esta hipótesis no resulta satisfactoria, ya que no queda claro por qué el desconocimiento de los procesos jurídicos llevaría a la población a actuar de manera violenta. Si aceptáramos que el desconocimiento legal lleva a las poblaciones a linchar, ¿por qué los linchamientos se producen con mayor frecuencia en algunas localizaciones que en otras? ¿Acaso hay poblaciones que conocen la ley y otras que no (hay individuos ignorantes, que linchan, y otros que no)? Además, en algunos linchamientos se da el caso de que la población radica previamente denuncias contra los supuestos delincuentes.3 Allí la violencia no se produce por la ignorancia de los procesos formales de radicación de denuncias, sino ante la impotencia de la población que, aun recurriendo a las autoridades, no obtiene respuestas de parte de éstas.

Con respecto a si los linchamientos tienen origen en los “usos y costumbres” indígenas, esta hipótesis ya fue fuertemente debatida por Alejandro Fuentes Díaz. Por un lado, dicho investigador demostró que los linchamientos se producían cada vez más en grandes zonas urbanas (en teoría, lugares modernos) y menos en localizaciones rurales, a las cuales de todos modos no es posible asignar un carácter tradicional. Para Fuentes Díaz y Binford, “el México rural indígena es completamente moderno” (2001: 148) en tanto está inserto de manera subordinada en la estructura capitalista nacional. Por otro lado, como lo demuestran algunos estudios en diversos países (Mendoza Alvarado, 2004), los usos y costumbres indígenas no suelen justificar acciones tan violentas como los linchamientos, ya que “no se contraponen de manera tajante al derecho positivo” (Fuentes Díaz y Binford, 2001: 148). En el próximo apartado discutiremos algunas consideraciones en relación con las localizaciones donde se producen linchamientos.

En segundo lugar, Tilly se diferencia de las miradas conductuales que resaltan la autonomía de las motivaciones, los impulsos y las sensaciones, destacando las propensiones evolutivas y genéticas a actuar violentamente y entendiendo a la violencia como medio para acceder a bienes y servicios. Este punto de vista, que suele estar presente en las explicaciones que el sentido común otorga a los linchamientos, tuvo su justificación en las teorías del funcionalismo de los años sesenta en las obras de Neil Smelser y Ted Gurr. Desde estas concepciones denominadas “volcánicas” (Río Ruiz, 2011), la violencia colectiva se fundamenta en la “ira” o la “furia” de las poblaciones en la medida en que la violencia es el resultado de la explosión de tensiones y frustraciones irresueltas (Ibid.). Aquí no pretendemos negar que la violencia colectiva carezca de impulsos generales como el enojo o la indignación; simplemente argumentamos que éstos no tienen un origen psicológico espontáneo, sino que operan sobre relaciones sociales que les proporcionan un sustrato concreto. En definitiva, son los mecanismos relacionales de interacción social los que “permiten observar cómo se articulan en un espacio particular las ideas, las relaciones y los comportamientos constituidos en una sociedad” (Arteaga Botello, 2007: 47).

Así pues, el abordaje de Charles Tilly de la violencia se realiza a partir del repaso de dos grandes preocupaciones conectadas íntimamente, preocupaciones que guiarán nuestro desarrollo analítico. Por un lado, Tilly intenta describir las distintas formas de la violencia, tratando de encontrar las causas que llevan a su variabilidad y su intensidad diversa. Por otro, intenta demostrar la indisoluble unión entre violencia colectiva y política institucional, examinando las interacciones inextricables entre ambas.

Para realizar el primer objetivo, el sociólogo estadounidense organiza su investigación considerando dos grandes variables. Por un lado, según su “relevancia de los daños a corto plazo”, se pregunta “hasta qué punto el hecho de infligir y recibir daños domina tales interacciones” (Tilly, 2007: 13), dado que podemos encontrar desde interacciones esporádicamente violentas hasta relaciones exclusivamente violentas. Por otro, teniendo en cuenta el “grado de coordinación entre actores violentos”, la violencia abarca un rango de acciones que va desde las escasamente coordinadas e improvisadas (aunque, por definición, se requiere un mínimo de coordinación) hasta la alineación de organizaciones que institucionalizan el uso de la violencia.

Con estas dos dimensiones, Tilly construye una “tipología de la violencia interpersonal” en la que pueden ubicarse todas las interacciones violentas. Según su grado de coordinación y relevancia, los actos de violencia se ubican en un eje cartesiano, clasificándose en “reyertas”, “oportunismo”, “ataques dispersos”, “destrucción coordinada”, “negociaciones rotas”, y “rituales violentos” (Tilly, 2007: 15). Esta clasificación es de carácter analítico, pues empíricamente un mismo hecho de violencia puede pasar de ser un ataque disperso, de coordinación y centralidad bajas, a constituirse en una destrucción coordinada con altos niveles de daños.

Este análisis de las formas contenciosas de la acción colectiva violenta, por otra parte, debe realizarse teniendo en cuenta las características del gobierno en el que se inscriben las acciones. Tilly intenta demostrar con mucho énfasis que los procesos de violencia colectiva están íntimamente ligados con la política institucional, no sólo porque “defiende la idea de que la violencia resulta esencial en la génesis y la articulación […] del Estado moderno” (Rogado, 2007: 2), rechazando la distinción entre fuerza legítima (estatal) y violencia ilegítima (civil), sino porque los distintos tipos de regímenes políticos influyen decisivamente en la definición de las acciones ilegales y violentas, así como en las formas que éstas pueden adquirir.4

Tilly define un régimen político como “las transacciones entre agentes del gobierno, miembros del sistema político, desafiadores y sujetos” (2007: 29), cuya variación se registra en dos dimensiones principales: su capacidad, entendida como el “grado en que los agentes gubernamentales controlan los recursos, actividades y las poblaciones dentro del territorio en que ejercen el gobierno” (2007: 40), y la democracia, entendida como el grado en que la población civil sometida a un gobierno sostiene relaciones generales con éste, ejerce control sobre el mismo y goza de protección frente a posibles abusos gubernamentales.

Cada tipo de régimen prescribe, tolera o prohíbe determinado número de acciones que influyen de manera decisiva en el comportamiento de la violencia colectiva en un territorio determinado. Estas disposiciones demarcan un rango de acciones posibles tanto para las fuerzas estatales como para los colectivos reivindicadores, quienes tendrán determinados repertorios de acción típicos de un territorio y épocas establecidos.

Tenemos que ver, entonces, en qué medida los linchamientos están constituyéndose como un repertorio de acción posible y probable en las comunidades mexicanas contemporáneas.

Radiografía de los linchamientos en México (2000-2011): tiempos, lugares y actores

Pasaremos ahora a mostrar los resultados empíricos de nuestra investigación. Éstos fueron obtenidos en virtud del procesamiento estadístico de una base de datos construida a partir de la revisión sistemática de un periódico de circulación nacional con sede en el Distrito Federal (El Universal), complementada por la revisión de periódicos locales.5

El uso de fuentes secundarias hemerográficas es una de las propuestas metodológicas habilitadas por el marco teórico; los “catálogos de eventos” son una de las metodologías por excelencia que Tilly (2000) utilizó en sus investigaciones. Como el propio Tilly explicó, “los catálogos sistemáticos de episodios de acción colectiva requieren grandes esfuerzos, pero ofrecen grandes recompensas a la historia social” (2000: 19). Además de permitir el seguimiento a lo largo del tiempo, la gran ventaja del uso de prensa para estas investigaciones reside en la fiabilidad de los datos presentados. Las noticias de periódicos suelen presentar información fidedigna sobre “lugares, fechas, interacciones entre actores en la escena de la protesta, tácticas empleadas, secuencias de la movilización, saldos de la acción colectiva, circunstancias precipitantes, eslóganes y consignas” (Río Ruiz, 2008: 80). En este sentido, las fuentes hemerográficas nos permitirán acceder a las acciones específicas de cada linchamiento, nuestro objeto de estudio específico.

Nuestro relevamiento contempló la revisión de más de 15 000 noticias y el registro de todos los linchamientos hallados en cualquiera de las publicaciones desde el 1 de enero de 2000 hasta el 31 de diciembre de 2011. Excepto para el análisis del tiempo y lugar de los episodios, la codificación del resto de las variables fue realizada a partir de una muestra de más de 50% de los casos. Para los fines de la recolección, se ha considerado como linchamiento a toda acción colectiva civil (no estatal) de carácter público,6 espontánea u organizada, que pretende para sí misma legitimidad y que ejerce violencia sobre la víctima, en respuesta a actos o conductas de ésta, quien se halla en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores. Hemos decidido no incluir las acciones de violencia estatal (más allá de su legalidad formal o no), ni aquellas acciones colectivas de privación ilegítima de la libertad (consideradas, en general, como “amenazas de linchamiento” con carácter extorsivo), en las que no hubiera agresiones físicas explícitas. Quedan fuera de nuestra consideración, entonces, la represión policial y las retenciones de autoridades públicas, un repertorio de acción colectiva muy utilizado por las organizaciones sociales mexicanas.

El relevamiento de la hemeroteca digital de los periódicos mencionados dejó un saldo total de 403 acciones de linchamiento en todo el territorio mexicano en el periodo 2000-2011, es decir, un promedio de 33.5 hechos anuales. Teniendo en cuenta la distribución anual de los casos (ver gráfica 1), se observa un pico en 2005, que luego desciende abruptamente para luego iniciar una tendencia creciente hasta alcanzar la moda en el año 2011. Precisamente en el final de la etapa se observa una leve concentración, ya que casi 30% de los linchamientos registrados en el periodo se producen en los últimos dos años. Como veremos más adelante, esta “ola de linchamientos” (Godínez Pérez, s/f) en 2010-2011 implicó además una transformación relativa en los modos en que se produjeron.

Este aumento en el promedio anual de linchamientos confirma la tendencia históricamente creciente comprobada en las investigaciones previas, las cuales reflejaban un incremento importante de la cantidad de acciones violentas desde mediados de la década de los noventa.

En cuanto a la entidad en la que se han efectuado los linchamientos, se observa una gran concentración en el Distrito Federal y el Estado de México, entidades que agrupan casi la mitad de los linchamientos del periodo (49%). Además, se ha verificado la presencia de linchamientos en Hidalgo, Chiapas, Puebla, Oaxaca, Chihuahua y Tlaxcala, entre otros estados, aunque en ningún de estos se llegan a concentrar más de 9% de las acciones del periodo (ver gráfica 2).

La presencia de mayor cantidad de linchamientos en el Estado de México y el Distrito Federal coincide con un dato importante: estas dos entidades son los Estados con mayor proporción de delitos no denunciados. En 2001, en el Distrito Federal los individuos denunciaron sólo 24% de los delitos sufridos, mientras que en el Estado de México sólo se habían declarado 27% de las infracciones, de acuerdo con Guillermo Zepeda Lecuona (2004: 47). Según este autor, los trabajos internacionales sobre la cuestión demuestran que “hay mucha relación entre esta percepción de desempeño policiaco y la disposición a denunciar los ilícitos” (2004: 44-45). En este sentido, el hecho de que sean los estados con menor proporción de delitos denunciados muestra que en estas poblaciones hay muy poca confianza hacia las instituciones policiales.7

Como veíamos arriba, los debates en torno al carácter rural o urbano de los linchamientos cruzaron muchas de las discusiones sobre la temática. Más allá de evidenciar un crecimiento importante de estas acciones en la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM),8 creemos que esta dicotomía tiene poco peso explicativo a la hora de echar luz sobre los modos en que se produce la violencia colectiva. Desde el punto de vista operativo, la clasificación más utilizada para definir el carácter rural o urbano de una población (cualquier asentamiento que supere los 2 500 habitantes es considerado urbano) no resulta exhaustiva para dar cuenta de las distintas lógicas sociales que operan en la concreción de las acciones colectivas. Desde el punto de vista teórico, la dicotomía puede estar escondiendo prejuicios académicos en relación con el carácter atrasado de las poblaciones rurales, consideradas tradicionales e incluso irracionales.9

Los linchamientos del Estado de México y el Distrito Federal (según la dicotomía clásica, urbanos) se presentan tanto en las zonas céntricas de la urbe como en los “pueblos originarios de la ciudad de México” (Romero Tovar, 2009). Dichas poblaciones fueron absorbidas por el crecimiento de la gran ciudad a medida que la mancha urbana se extendía, subsumiéndose en las lógicas de gestión urbana. Por esta razón, los habitantes de los pueblos realizan su vida cruzados por las lógicas de la cultura citadina y, a la vez, por el sostenimiento de tradiciones ancestrales que se actualizan permanentemente. Por un lado, “la vida de los habitantes originarios o ‘naturales’ es como la de miles de ciudadanos: estudiantes, profesionales, comerciantes y servidores públicos que participan de las virtudes y los defectos de la gran ciudad” (Romero Tovar, 2009: 46). Por otro, en estas comunidades la vida social se organiza en torno de acontecimientos marcados por el calendario religioso y actividades comunitarias que fijan roles, jerarquías y marcan pautas de comportamiento. Dichas actividades “son las festividades, que mantienen a los habitantes originarios en una interacción cotidiana a lo largo de todo el año; la asamblea comunitaria, que es la base organizativa y el espacio de discusión y elección de representantes; [y] el trabajo comunitario […]” (Romero Tovar, 2009: 50; las cursivas son nuestras).

Estas redes conformadas principalmente a partir de las fiestas religiosas cimientan un entramado de relaciones que sirven de base para la resolución comunitaria de problemas y sostienen la representación colectiva ante las autoridades formales:

La red de relaciones construida a través del ciclo festivo y de sus mayordomías ofrece a los pueblos una base organizativa desde la cual se establecen las estrategias políticas y de defensa y negociación con las autoridades de gobierno de la ciudad que han facilitado el crecimiento de la ciudad sin tomar en cuenta las afectaciones a los territorios y vida ritual de estos pueblos (Romero Tovar, 2009: 51-52; las cursivas son nuestras).

Tal como lo enunció Carlos Mendoza Alvarado (2004) en el caso de los linchamientos guatemaltecos, la recurrencia de linchamientos en regiones con un alto grado de presencia indígena está relacionada con las formas en que se organizan las comunidades y no con la constitución de un derecho alternativo regido por “usos y costumbres”. Dichos modos organizativos habilitan una respuesta colectiva defensiva ante contextos críticos y, como veremos a partir de los tipos de linchamientos registrados, el establecimiento de dichas respuestas como forma comunitaria “institucionalizada” de prevención en materia de seguridad. Así, lo central no es la identidad indígena de quienes linchan o el carácter atrasado de las formaciones sociales rurales, sino los modos en que las relaciones sociales sostienen la vida cotidiana de las poblaciones.

Cierta bibliografía asentada sobre las teorías de la acción conocidas como Rational Choice ha denominado a esos lazos organizativos como “capital social”. Sustentado en esta definición, un estudio halló, a partir del análisis de la encuesta 2008 del Barómetro para las Américas, que los factores que explicarían la recurrencia de linchamientos son: una elevada percepción de inseguridad, una escasa confianza en las instituciones y una elevada confianza interpersonal (Zizumbo-Colunga, 2008). Desde este punto de vista, se conceptualizó a los linchamientos como un “lado oscuro del capital social” (Aguilar Rivera, 2009). Más allá de los distintos puntos de partida, lo que queremos enfatizar aquí es similar a dichas conclusiones: resulta fundamental pensar las relaciones sociales que sostienen los colectivos linchadores por fuera de dichas acciones colectivas, es decir, tomar en cuenta los lazos comunitarios previos.

Antes de pasar a nuestra tipología, describiremos los mecanismos relacionales concretos que producen la violencia colectiva. Un linchamiento comienza, las más de las veces, con un suceso que lo precipita. El hecho desencadenante es el acto que detona un linchamiento, una acción particular que agrede a una comunidad de personas —sean pasajeros de un microbús, vecinos de una colonia o una comunidad entera— y provoca la reacción violenta de ésta.10 La importancia de estos hechos es central porque se instalan, en la terminología de Tilly, como un mecanismo de activación de divisorias, gracias al cual las acciones se orientan a través de una división entre un nosotros, el colectivo que lincha, y un ellos, los linchados.

La constitución de ese colectivo no es homogénea. En algunos casos (sólo 10% de los grupos linchadores) el nosotros se conforma con individuos sin ningún tipo de lazo previo entre ellos, como los pasajeros de un microbús. Aquí el hecho desencadenante no sólo detona las acciones, sino que conforma un colectivo de personas que coordina sus acciones para hacerle frente a lo que considera un enemigo común. Por esta razón es probable que cuando el linchamiento concluya, la asociación entre estas personas también se disipe.

Sin embargo, el tipo de sujeto que predomina en las acciones de linchamiento son los colectivos con lazos previos, en general, con una identidad común conformada a partir de compartir un territorio, es decir los “vecinos”.11 Dicha categoría representa 66% de los colectivos que linchan.12 Por ello, a pesar de que sus acciones se conforman a partir del acto de linchar, su organización rebasa tal acto y compromete en su coordinación relaciones previamente constituidas.

Así, el examen de los sujetos responsables de los linchamientos nos revela que las caracterizaciones mediáticas de las “turbas” o “muchedumbres” están alejadas de la realidad. Por el contrario, la mayoría de los colectivos que acciona la violencia asume relaciones sociales previas al acto de linchamiento, lo cual influye decisivamente en los modos en los que éstos se producen.

En la medida en que los linchamientos surgen como una reacción detonada por un evento precedente (el cual incluso puede servir para construir un colectivo sin lazos previos), los linchamientos son casi siempre una acción “defensiva”, que se entabla como respuesta a un agravio anterior. Como puede verse en la gráfica 3, el hecho desencadenante principal lo constituyen los agravios contra bienes y servicios, lo que coloca a México en el grupo de los numerosos países (Guatemala, Ecuador y Perú, entre otros) en que los linchamientos son producidos por agravios contra la propiedad.13

Detrás de éste se ubican los agravios contra las personas, subdivididos en asesinatos, agresiones, secuestros, etcétera (todos ellos agrupados bajo la categoría de “agravios contra la integridad física”), agravios sexuales (violaciones, abusos, etcétera) y accidentes automovilísticos. De este modo, los hechos desencadenantes principales sin duda confirman la esperada relación entre existencia de linchamientos y presencia previa de hechos de “inseguridad”. Las dos principales causas, agravios contra la propiedad y agravios contra las personas (excluyendo accidentes automovilísticos), suman casi 72% de los hechos. Es claro, entonces, que lo que motiva principalmente a linchar son situaciones delictivas de diversa índole. Precisamente por esto, la mayor parte de la literatura sobre la cuestión suele clasificar los linchamientos como acciones de “justicia por propia mano”, cuestión que, de todos modos, requiere mayor especificación.

El 28% de las causas detonantes restantes no son, strictu sensu, acciones contrarias a la ley. Éstas son los “accidentes automovilísticos”, las “acciones de las fuerzas del orden” (detenciones, tareas de investigación, etcétera), los “agravios a valores culturales o normas sagradas” (profanación y robo a iglesias, brujería, etcétera) y, por último, las demandas político-gremiales (exigencia de cobro de sueldos atrasados, disputas por elección de candidatos, defensa de tierras, etcétera).

Desde el punto de vista penal, los accidentes automovilísticos constituyen delitos culposos, es decir, acciones sin la intencionalidad previa de causar un daño. El índice de homicidios no intencionales es muy alto en México y refleja la ausencia de infraestructura urbana en carreteras y buenos sistemas de comunicación:

Es alarmante la cantidad de homicidios no intencionales que acontecen anualmente en México, la gran mayoría derivados de accidentes carreteros y de tránsito. Este “riesgo-país” de mortandad refleja rezagos en infraestructura carretera y poca fortaleza institucional para emprender medidas preventivas, extender una mayor cultura vial y sancionar los factores de imprudencia vinculados con los accidentes (Zepeda Lecuona, 2004: 67).

Ante esta situación, son muchas las comunidades (o directamente pasajeros y/o transeúntes) que deciden enfrentarse contra los considerados responsables de accidentes que causan la muerte de niños, mujeres o pérdidas económicas consideradas graves.

Los linchamientos provocados por acciones de las fuerzas del orden manifiestan dos procesos distintos. En primer lugar, estas acciones muestran la literal ausencia de legitimidad de estas fuerzas estatales, de manera que la población reacciona desobedeciendo a quienes detentan la autoridad y la “fuerza legítima”, por ejemplo, ante una detención (El Universal, 2003), una orden legal (La Jornada, 2003) o, como en el recordado linchamiento de noviembre de 2004 en San Juan Ixtayopan, Tláhuac, ante oficiales que realizan tareas de investigación (El Universal, 2004b). Sin embargo, por otro lado, las poblaciones también recurren al linchamiento contra individuos de las fuerzas estatales que abusan de su autoridad y pretenden agredir, extorsionar o despojar a algún ciudadano (El Universal, 2004a). En algunas localizaciones esto reviste una gravedad particular, como en el municipio de Nezahualcóyotl, donde llegó a registrarse que 50% de los asaltos era protagonizado por policías (El Universal, 2000). Así, en estos casos, el linchamiento es una defensa ante el ataque arbitrario e impune de las fuerzas del orden.

Los linchamientos provocados por “agravios a valores culturales o normas sociales” nos hablan del rol normalizador y de control social que puede ejercer la violencia colectiva hacia individuos (Milenio, 2011). Tal como explican Fuentes Díaz y Binford, al sancionar acciones “inmorales”, el linchamiento “extiende simbólicamente el control social de la comunidad” (2001: 150-151).

Por último, en los linchamientos provocados por demandas político-gremiales, la causa de estas acciones es menos un hecho desencadenante que un formato de acción en busca de conseguir una meta explícita de un colectivo organizado (70% de los linchamientos por demandas político-gremiales son protagonizados por colectivos con una identidad colectiva formal como “militantes”, “estudiantes”, “campesinos”, entre otros). Carlos Vilas (2006) describió este tipo de linchamientos en Bolivia y Perú, a los cuales caracterizó como “linchamientos como ingrediente de la lucha política”. Con ello, el sociólogo argentino pretendía describir un tipo de linchamiento que no se producía como reacción ante un agravio previo, sino como “ingrediente de una lucha explícita por el poder político y el control institucional” (2006: 91). Aquí entenderemos este tipo de acciones en un sentido un poco más amplio, al incluir no sólo disputas por el control institucional (La Jornada, 2008), sino también luchas de tipo “sindical” (Reforma, 2004), “corporativa” o simplemente de carácter popular, para defender tierras o resistirse a un desalojo. A pesar de tener poco impacto cuantitativo (sólo 4.8% de los casos), resulta interesante pensar estas acciones en el marco del recurso generalizado a la violencia como un método de confrontación posible.

El grado de coordinación de las acciones

Es momento de presentar nuestra tipología de linchamientos, construida a partir de una de las dos categorías centrales del enfoque relacional de la violencia colectiva: el grado de coordinación de las acciones.

En primer lugar, nos encontramos con linchamientos con alto grado de coordinación o “linchamientos ritualizados”. La definición operativa de estos casos incluye los linchamientos con acciones en las que se exhibió públicamente el cuerpo del linchado en un espacio público particular. En este tipo de linchamientos es probable que se convoque a mucha gente a participar a través de un mecanismo típico de algunas ciudades en México: el toque de campanas de la iglesia. Esta “espiral de señales” (McAdam et al., 2005) convoca a la participación de un número muy alto de individuos. Dado el carácter simbólico, público y masivo de estos linchamientos, es frecuente también que haya interacción con las fuerzas del orden, ya sea a través de enfrentamientos o de negociaciones. Por el grado de coordinación, estas acciones corresponderían precisamente a lo que Tilly denomina como “rituales violentos”, conformados por “un grupo relativamente bien definido y coordinado [que] sigue un guión de interacción que implica infligir daños a uno mismo o a otros…” (Tilly, 2007: 14).

Lo central de este tipo de linchamientos, entonces, es el carácter previsible de las acciones, en la medida en que parecen seguir un guión respetado cada vez. Estas acciones se presentan como una acción dirigida contra el sujeto agresor (el linchado), a la vez que mandan un mensaje hacia la comunidad. El carácter escenificado (González et al., 2011) de las acciones (toque de campanas, publicidad mediática, traslado del cuerpo linchado a un escenario particular) pretende sancionar el agravio previo y “avisar” lo que le ocurrirá a quien se atreva a volver a agredir a la comunidad. Así, pues, en estos caos se “busca ante todo propinar un castigo y especialmente un castigo ejemplar que sirva de escarmiento ante eventuales futuros agresores” (Vilas, 2006: 75). Además, la sanción general a un enemigo común refuerza los lazos internos. Este tipo de linchamientos se producen, sobre todo, en localizaciones con lazos de tipo comunitario, como las de los pueblos del Distrito Federal y el Estado de México.14

Sin embargo, no todos las acciones se presentan de esa manera. En segundo lugar se ubican los linchamientos con un grado de coordinación “medio”. Son los casos en que no se exhibe al linchado en un espacio particular (desplazándolo), pero se producen acciones “complejas”15 o negociación con las fuerzas del orden.16 Si bien se espera que este tipo de acciones estén protagonizadas por colectivos organizados, en la medida en que implican la negociación o la formulación de demandas concretas, el desarrollo de las acciones es menos coordinado porque los ejecutores no eligen un lugar siguiendo un guión predeterminado, sino que ejecutan la violencia colectiva en una localización azarosa. Sin embargo, esto no impide que las relaciones sociales de los que participan tengan a veces un carácter comunitario y que el linchamiento constituya también un mensaje de carácter preventivo. Por ello, también se espera que haya una convocatoria explícita de más individuos y que los colectivos contengan un número relativamente alto de personas. Este tipo de acciones podrían encajar en la definición que Tilly realiza de las “negociaciones rotas”. Con menor grado de coordinación que los rituales violentos, las negociaciones rotas son situaciones en las que “diversos tipos de acción colectiva generan resistencia o rivalidad, a las que una o más partes responden con acciones que dañan a personas y/u objetos” (Tilly, 2007: 15).17

En último término se ubican los linchamientos con un grado de coordinación bajo. Están definidos por la ausencia de los atributos de los anteriores: no presentan acciones de desplazamiento a lugares prefi-jados, no presentan negociación con fuerzas del orden ni explicitación de demandas, ni acciones de violencia de relativa complejidad (es decir, se dan mediante “acciones simples”). Según el esquema de Tilly, este tipo de linchamientos constituirían “reyertas”. Allí, “en una reunión previa no violenta, dos o más personas empiezan a atacarse o a atacar las respectivas propiedades” (Tilly, 2007: 14). El caso emblemático de este tipo de linchamientos son los accidentes automovilísticos en los que un colectivo presencia un atropellamiento o una maniobra peligrosa de un conductor y decide írsele encima para “vengar” lo sucedido. Se espera que estas acciones sean más efímeras, con un número menor de participantes sin un lazo previo entre ellos y sin convocatoria a más participantes. Sin embargo, puede suceder que un colectivo con relaciones sociales preexistentes realice un linchamiento de bajo grado de coordinación, en tanto sus acciones no involucren complejidad y busquen agredir simplemente al considerado agresor.

De este modo, llegamos a la construcción de una tipología de linchamientos según su grado de coordinación en las acciones (tabla 1).

Teniendo en cuenta la distribución porcentual, la mayoría de los linchamientos se produce con un bajo grado de coordinación, es decir, simplemente mediante los golpes del colectivo atacante al sujeto considerado agresor (gráfica 4).

Sin embargo, un examen longitudinal de las acciones muestra que en los últimos dos años (en los que se concentra un tercio de los linchamientos del periodo), la proporción de linchamientos con alto grado de coordinación se duplica. Si observamos la evolución de los distintos tipos de linchamientos, vemos que se ha producido un proceso de complejización de las acciones, en tanto que en los últimos dos años los linchamientos más frecuentes son los de grado de coordinación medio (36%), seguidos muy de cerca por acciones escasamente coordinadas (33%) y ritualizadas (30%). Los linchamientos altamente coordinados han pasado de representar 15% de las acciones en los primeros nueve años a ser 30% en 2010 y 2011 (tabla 2).

La dimensión política

Hasta ahora hemos analizado los linchamientos teniendo en cuenta las principales dimensiones de la acción colectiva. Siguiendo nuestro marco teórico, es momento de reflexionar sobre la relación entre estos procesos dinámicos y las formas en que se ha desenvuelto la política institucional mexicana en los últimos años. En otras palabras, lo que debemos hacer ahora es explorar “las dimensiones políticas del desorden” (Auyero, 2007: 37).

Como ya hemos visto, los últimos años han marcado un cambio importante en los modos en que se producen los linchamientos. Esta modificación estaría marcando el paso de linchamientos más “espontáneos”, reflejo de colectivos menos organizados, a linchamientos más “organizados”, con acciones más coordinadas y complejas.

Este proceso de cambio en las acciones hacia formas más organizadas está llevando a una especie de “institucionalización” de los linchamientos, en el sentido en que las comunidades lo utilizan ya como un repertorio de acción probable para responder ante ciertas situaciones (proceso que también se evidenciaba para otros países latinoamericanos, como demostraban Alfredo Santillán, 2008; Andrés Guerrero, 2000, y Leandro Ignacio González et al., 2011, entre otros). Esto se encuentra evidenciado no sólo por el aumento en el número absoluto de acciones y por el proceso de complejización que vienen sufriendo, sino también por el surgimiento masivo de un recurso utilizado menos en años anteriores: las amenazas de linchamientos. Un repaso exploratorio en la prensa nos muestra un gran número de apariciones de amenazas públicas de linchamientos, la mayoría desde el año 2008 hasta el fin del periodo. En ellas se puede ver cómo numerosas comunidades recurren a la amenaza pública de linchamiento para hacer desistir de su accionar a la delincuencia.18 Si bien Fuentes Díaz (2006: 106) había ya documentado la presencia de este tipo de acciones, lo que observamos en los últimos años es su utilización intensiva por parte de comunidades que ven rebasada su tolerancia ante un escenario de inseguridad extrema.

Ahora bien, ¿cómo es que los linchamientos se han constituido en un repertorio de acción probable en muchas comunidades? Como veíamos en el repaso de la teoría de Charles Tilly, este autor vinculaba muy fuertemente las dinámicas de la acción colectiva con los marcos político-institucionales en los que se producían. Tilly encontraba que, dependiendo de la capacidad del régimen y su nivel de democracia, éste prescribe, tolera o prohíbe un conjunto de acciones diversas dentro de una sociedad. De este modo, cuanta más capacidad de control y acción dentro de una sociedad tenga un régimen, menor tolerancia hacia una gama heterogénea de acciones. A la inversa, cuanto menor sea la capacidad de los gobiernos, mayor tolerancia hacia otras acciones habrá, incluso hacia acciones formalmente ilegales. Por ello, “los regímenes de capacidad baja experimentan mayores despliegues de interacciones contenciosas porque, en ellos, los agentes de gobierno carecen de medios para controlar las actuaciones reivindicativas” (Tilly, 2007:48).

Como lo reflejan un sinfín de trabajos (entre los que hemos visto: Vilas, 2001; Fuentes Díaz, 2006; Rodríguez Guillén y Mora Heredia, 2006), el Estado mexicano se ubica dentro de los Estados con baja capacidad de control y regulaciones sociales. Esto ha sido el resultado de la construcción histórica de la institución estatal. Pero es, además, la consecuencia de una crisis política más reciente, producto de las reformas estructurales y el rediseño de los roles estatales en la sociedad, lo cual condujo inevitablemente al avance de poderes fácticos que han disputado con éxito sus funciones.

Así, el retiro del Estado de numerosos roles y espacios sociales se reflejó, entre otros factores, en la provisión pública de seguridad en numerosas localidades. A partir de este proceso, se produjo en toda la región una “privatización” parcial de la seguridad (Mendoza Alvarado, 2004; Santillán, 2008). Esto condujo a que los espacios públicos de muchas ciudades fueran obstruidos, parcializados o directamente cerrados, y se generaron barrios privados, fraccionamientos y cierre de vialidades con la contratación de vigilancia privada, algo que muchos autores denominaron “encierro residencial” (Guerrien, 2006) o “autosegregación residencial” (Giglia, 2002).

México no fue la excepción a este proceso. Para el caso del Distrito Federal, “es un hecho incuestionable que el espacio público se va privatizando […] y que las antiguas colonias, abiertas, de calles públicas, se convierten en colonias cerradas con acceso restringido” (Mollá Ruiz-Gómez, 2005: 231).

Las estrategias ante esta situación no fueron unívocas. A pesar de que la demanda de mayor seguridad se asocia con sectores políticamente conservadores y económicamente poderosos, lo cierto es que el Estado ha descuidado más este servicio en los barrios populares que en las colonias de mayor poder adquisitivo. Por esta razón, este “encierro” ha cruzado a todos los estratos sociales y a muchas localidades del país. En algunas colonias con mayor poder adquisitivo la estrategia fue la creación de fraccionamientos y la instalación de seguridad privada permanente. En otros municipios, la respuesta ante la creciente sensación de inseguridad y la desconfianza hacia las instituciones estatales fue la conformación de organismos de seguridad ciudadana, sobrepasando a las instituciones formales, las cuales ya no fueron reconocidas por las poblaciones.19 De este modo, la generación de “policías comunitarias” fue una respuesta más ante la incapacidad, los abusos y la ausencia de organismos de previsión y control formales.

Este marco de crisis político-institucional fomentó la aparición de acciones civiles autónomas, que resolvieron por su propia cuenta problemas que el Estado ya no puede ni quiere encarar. Recordando una vez más a Tilly: en los regímenes de baja capacidad, “sin medios gubernamentales para defender los derechos, hacer cumplir las obligaciones y contener los conflictos, […] una amplia diversidad de actores se enfrascan en esfuerzos colectivos para lograr sus intereses por sus propios medios” (Tilly, 2007: 48).

En este contexto, los linchamientos, sobre todo los que implican mayores grados de coordinación, y el recurso a la amenaza pública de linchamientos han aparecido como una estrategia más de provisión de seguridad en el marco de un aumento considerable de los delitos en los últimos años y una incapacidad flagrante de las autoridades para hacerles frente. En tanto repertorio de acción que implica un control punitivo civil, los linchamientos están funcionando como una práctica de vigilantismo, entendido como aquellas acciones de la sociedad civil tendientes a reemplazar al Estado en sus funciones de control, vigilancia y castigo de hechos considerados injustos (Huggins, 1991). Como señala Eduardo Castillo Claudett (2000) en el caso peruano, la aparición de linchamientos como un acto vigilante también habla de la incapacidad de las comunidades para otorgar respuestas colectivas en materia de seguridad que no impliquen mayor violencia.

De este modo, en una interacción dinámica con los procesos de crisis institucional, los linchamientos fueron consolidándose en muchas localidades como una respuesta colectiva “natural” ante la desprotección estatal. El establecimiento de linchamientos como un repertorio de acción incluso se vio reforzado y legitimado por la eficacia que dichas acciones comenzaron a tener, tanto disuadiendo a futuros delincuentes como obteniendo el cumplimiento de demandas de parte del Estado. Si bien es imposible saber si los linchamientos son eficaces en el desistimiento de futuros crímenes, tenemos algunos datos que comprueban que luego de que se producen, las autoridades municipales o estatales envían más refuerzos de seguridad a las zonas afectadas (El Universal, 2011). Por ello también se ha reforzado el carácter escenificado (González et al., 2011), ceremonial (Guerrero, 2000) o, como hemos denominado aquí, ritualizado de las acciones. En tanto ritual que intenta mandar un mensaje preventivo, el objetivo de los linchamientos no es asesinar al presunto agresor: sólo 8% de los linchamientos del periodo culmina con la muerte del linchado.

Conclusiones

La descripción de los linchamientos en México deja como saldo algunos resultados que deberán ser tenidos en cuenta en futuras aproximaciones a la cuestión. Considerando las investigaciones previas, es posible afirmar que el número de linchamientos ha ido incrementándose sostenidamente en los últimos 25 años. Esta tendencia históricamente creciente parece rechazar las hipótesis que consideraban estas acciones como un fenómeno del pasado.

Por otra parte, se ha profundizado la concentración de las acciones en la región centro-sur del país, sobre todo en el Distrito Federal y el Estado de México, entidades que congregan la mitad de los casos registrados. Hemos mostrado que esta relativa concentración no supone una urbanización del fenómeno, sino que la violencia se produce tanto en localizaciones céntricas de la ciudad como en las comunidades originarias de la ZMVM. La frecuencia de linchamientos en localizaciones con presencia indígena no nos habla del recurso a los “usos y costumbres”, sino de la importancia de las relaciones sociales preexistentes en los colectivos que protagonizan la violencia. Lejos de las visiones más volitivas, hemos mostrado que los linchamientos son protagonizados principalmente por colectivos de vecinos que tienen conocimiento previo entre ellos. Así, en lugares regidos por una organización local muy fuerte ligada con las fiestas religiosas (con jerarquías, líderes y roles comunales), existen condiciones muy propicias para la movilización social, lo que facilita que las comunidades resuelvan sus problemas de manera directa.

El examen de las dinámicas implicadas en los linchamientos concluyó con la construcción de tres tipos distintos según el grado de coordinación de las acciones. Con esto hemos demostrado que los linchamientos se producen de modos heterogéneos, implicando distintos grados de organización y coordinación. La presencia cada vez mayor de linchamientos ritualizados nos permitió pensar que éstos han estado sufriendo un proceso general de complejización que se profundizó en los últimos años.

Así, vecinos organizados con lógicas comunitarias ejecutan cada vez más frecuentemente la violencia colectiva de un modo ritualizado, vale decir, produciendo una escenificación en el espacio público que busca, antes que nada, afianzar la seguridad comunitaria.

En este contexto, la amenaza de linchar se consolida como forma de prevención comunitaria del delito en numerosas ciudades mexicanas. Esto enfatiza el carácter marcadamente organizado de las acciones y las bases comunitarias (relacionales) que la sustentan, instituyendo a los linchamientos como un repertorio de acción probable en el México contemporáneo. En el cruce entre una baja capacidad de los gobiernos y un alto grado de coordinación de las acciones, se halla una zona de alta predisposición a la aparición de estrategias civiles de provisión de seguridad. En este sentido, los linchamientos se han conformado como un verdadero acto “vigilante”, en la medida en que se han establecido como una estrategia precaria de seguridad popular.

En conclusión, los linchamientos dependen tanto de una escasa percepción de eficacia de las instituciones encargadas de impartir justicia, como de la capacidad local de movilizar individuos frente a lo que se considera un agresor. Es en este sentido que las relaciones sociales de tipo comunitarias favorecen y son la condición de posibilidad de que estas acciones se instalen como un repertorio de acción destinado a la provisión precaria de seguridad popular.

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