Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

“...This kind of peasant socialism... meek and calm”. A state of affairs from the perspective of Spanish rural history

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José-Miguel Lana Berasain*

* Doctor en Historia por la Universidad de Zaragoza. Departamento de Economía, Universidad Pública de Navarra. Temas de especialización: historia rural, historia económica, historia de España. Campus Arrosadia, 31006, Pamplona. Agradecimientos: este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación har2012-30732 Cooperación, conflictos y equilibrios en el manejo colectivo de recursos comunales, ss. XV-XX (DGICYT) y Common Rules. The regulation of institutions for managing commons in Europe, 1100-1800 (NWO). El autor agradece a la profesora Leticia Merino Pérez y a un evaluador anónimo los comentarios recibidos. Las deficiencias del trabajo son responsabilidad exclusiva del autor.

Resumen

Este artículo repasa algunas ideas relativas a la pervivencia de formas comunales de gestión de recursos, con particular atención al caso español. Más allá de las condenas realizadas por las doctrinas ilustrada y liberal y del proceso de desmantelamiento desarrollado durante el siglo XIX, las formas comunitarias de propiedad y gestión de recursos se han mantenido vigentes y, lejos de constituir un obstáculo para el desarrollo, pueden haber contribuido a propiciar el mismo. El texto invita a los historiadores a conocer otras perspectivas analíticas y, en particular, a incorporar en su trabajo el legado intelectual de Elinor Ostrom.

Palabras clave: bien comunal, monte, explotación agraria en común, derecho de propiedad.

Abstract

This article reviews ideas on the survival of communal forms of resource management, with a special focus on the Spanish case. Beyond the criticisms made by enlightened and liberal doctrines and the dismantling undertaken in the 19th century, communal forms of ownership and resource management have remained in force, and far from being an obstacle to development, may have promoted it. This text invites historians to explore other analytical perspectives, and in particular, to incorporate the intellectual legacy of Elinor Ostrom into their work.

Keywords: common good, communal farming, property rights.

Comencemos por señalar una idea de partida. La influencia de la obra de Elinor Ostrom sobre el trabajo de los historiadores, y en particular de aquellos que se ocupan de la historia rural, ha sido limitada pero creciente. Durante mucho tiempo, los historiadores se han preocupado más por estudiar los orígenes y consecuencias de la acción del Estado que por analizar las instituciones locales en sí mismas. Como mucho, se limitaban a registrar con mayor o menor detalle las actitudes de resistencia campesina a la expropiación de las comunidades y la imposición de la lógica mercantil. Por usar anglicismos que abrevian la explicación, primaba un enfoque top-down en detrimento de una explicación alternativa bottom-up. Las circunstancias han cambiado. A ello ha contribuido la concesión en 2009 del Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom, pero también otros factores más de fondo. Por un lado, la emergencia de la Historia ambiental, en el marco de una preocupación general por las externalidades del desarrollo, ha conducido a evaluar retrospectivamente las relaciones de los grupos humanos con su entorno ecológico. En paralelo, la crisis de los paradigmas duros, desde la interpretación whig al marxismo, invitó a indagar más allá de la lógica del Estado-Leviatán y de los grupos que pugnaban por su control. Constatadas las diferentes consecuencias que en términos espaciales tuvieron unas mismas normas emanadas del Estado, el espacio local y las relaciones e interacciones anudadas a pequeña escala se convertían en clave explicativa y necesario objeto de estudio. Por otro lado, la creciente influencia de otras ciencias sociales distintas de la sociología y la economía (que habían inspirado a los historiadores desde finales del siglo XIX), como es el caso de la antropología, contribuyeron igualmente a reducir la escala del enfoque y a colocar a las comunidades en el centro de la lente. Dadas estas circunstancias, el programa de investigación de Elinor Ostrom —en particular su libro Governing the Commons (1990), en el que hacía uso de estudios históricos de caso para buscar regularidades en el manejo perdurable de recursos naturales por parte de comunidades de usuarios— comenzó a interesar a los historiadores rurales desde la década de los años noventa.

En las páginas que siguen se ofrecerán algunos apuntes sobre esta confluencia de intereses, sin pretensiones de exhaustividad y desde el particular punto de vista de la historia rural escrita en España. En primer lugar, se trazarán los contornos del objeto de estudio (Definiciones). Luego se repasará el tratamiento dado a la cuestión comunal en la literatura (Percepciones) y se ofrecerán algunos datos que confirman su importancia en el caso español (Constataciones). Para finalizar, se plantearán algunas líneas de trabajo necesarias en la agenda de los historiadores (Aperturas).

Definiciones

Mucho antes de que Garret Hardin popularizase la metáfora de la "tragedia de los bienes comunes", la crítica liberal a las formas comunitarias de manejo de los recursos había facilitado el paulatino desmantelamiento de aquéllas. En un folleto publicado en 1851 en la pequeña ciudad aragonesa de Tarazona, su autor (un terrateniente de ideología liberal) enunciaba, bajo la forma de un improbable diálogo entre un labrador y un ganadero, un problema lógico muy conocido en la literatura sobre acción colectiva:

L[abrador].- Pues en tanto terreno como V. dice ¿no hay pastos?
G[anadero].- Sí los hay en algunos meses del año, pero en los meses de invierno escasean infinito.
L.- ¿Por qué no conservan VV. pastos para invierno?
G.- Porque el goce es general para todos, y lo que yo reservo otro ganadero se lo comerá, y de consiguiente todos tratamos de que nuestros ganados revienten de gordos en verano, ya que en el invierno han de morir de flacos.
L.- ¿Qué ganado mantienen los montes?
G.- La tercera parte de que es susceptible si cada uno se contentara con la porción que necesita.1

El folleto era radical en su denuncia de la ineficiencia económica de la propiedad colectiva y también en la solución que proponía: la división y privatización de los terrenos poseídos en común. Apenas cuatro años más tarde, la ley de desamortización general conocida por el nombre del ministro Madoz (de origen navarro, como el autor del folleto) se propuso poner fin de una vez por todas a la presunta gestión ineficiente del patrimonio municipal. La ley nacionalizaba y ponía en subasta al mejor postor los denominados bienes de propios, tierras e inmuebles de cuyo arrendamiento o cesión los ayuntamientos obtenían ingresos monetarios regulares, mientras que declaraba exceptuados de la venta aquellos terrenos que servían como dehesas boyales (pastos acotados para el ganado de trabajo) o que venían siendo objeto de aprovechamiento gratuito por los vecinos de los pueblos. Estas limitaciones de la principal ley desamortizadora española revelan que se mantenían aún importantes resistencias en el ámbito social y político a la privatización de ese tipo de bienes. Esto no impidió que la aplicación práctica de la ley desbordase a través de diferentes vías los límites de los citados bienes de propios para convertir en propiedad privada también no pocas dehesas boyales y terrenos de aprovechamiento común.2

Quizás una de las expresiones más evocadoras de la crítica liberal a los bienes comunales la podamos encontrar en el ingeniero, dramaturgo y político español José de Echegaray (1832-1916). Treinta y dos años antes de que recibiera en 1904 el Premio Nobel de Literatura, se despachaba contra el régimen comunal en el preámbulo de una ley que firmaba como ministro de Fomento:

Los usos comunales, los vecinales con goces, los aprovechamientos de los pueblos, todas estas prácticas socialistas deben ir desapareciendo, y al disfrute confuso, irregular, demoledor y primitivo del suelo, bueno es que se sustituya la propiedad individual, germen de todo progreso, garantía de todo orden y correctivo eficacísimo contra esta especie de socialismo campesino, no tan turbulento ni tan amenazador como el socialismo que brota en los grandes centros industriales al estruendo de las máquinas, entre el humo de las chimeneas y por virtud del choque y por la concentración de miles de humanos seres, cuyos sufrimientos y cuyas aspiraciones también, por decirlo así, se condensan, y como vapor condensado rugen; pero socialismo que no por ser manso y tranquilo, y quizá por serlo y no llamar por el temor al remedio, es menos funesto al país, menos corruptor de las clases rurales y menos amenazador para el porvenir de la patria, cuyas fuerzas enerva, gasta y destruye.3

Hay en la diatriba de José de Echegaray dos líneas argumentales diferentes que confluyen en un único objetivo: el desmantelamiento del régimen comunal. Por un lado se encuentra la tipificación de los usos comunales con una serie de epítetos connotados negativamente ("confuso, irregular, demoledor y primitivo") y opuestos a la dualidad de valores característica del pensamiento político decimonónico: progreso y orden. La complejidad institucional la despacha como confusión e irregularidad; el "demoledor" agotamiento de los recursos lo atribuye en exclusiva al goce común, y la prolongada trayectoria histórica la equipara con arcaísmo. La segunda línea argumental coloca al régimen comunal en paralelo con el movimiento obrero que asomaba en las ciudades industriales europeas y que para Echegaray, como eximio representante de la burguesía, suponía una oscura amenaza que debía ser combatida con decisión. En suma, para este autor era una cuestión de patriotismo —y hasta de supervivencia como clase y como nación— terminar, de una vez por todas, con los comunales.

¿Pero qué debemos entender por comunales? El texto de Echegaray se refiere expresamente a prácticas y no tanto a derechos de propiedad. Habla de usos y aprovechamientos ("usos comunales", "usos vecinales con goces", "aprovechamientos de los pueblos") que parecen referirse a tres tipos de agentes: la comunidad como tal, los vecinos a título individual (entendidos como grupos familiares con derecho de membresía reconocidos), y los pueblos en tanto entidad administrativa. Lo que denomina "prácticas socialistas" nos recuerda, inevitablemente, a las "costumbres en común" a las que se refiere el historiador inglés Edward P. Thompson y, en particular, al concepto de "economía moral" acuñado por este autor en 1971 y entendido como

un consenso popular en cuanto a qué prácticas eran legítimas y cuáles ilegítimas, [...] a su vez basado en una visión tradicional consecuente de las normas y obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de los distintos sectores dentro de la comunidad que, tomadas en conjunto, puede decirse que constituyen la economía moral de los pobres.4

La antítesis que Echegaray propone a "esta especie de socialismo campesino" es la propiedad individual, lo que en otro texto contemporáneo se define como "el derecho omnímodo de propiedad reservado a los terratenientes".5 El vocablo "prácticas" se opone, en la redacción de Echegaray, a "propiedad". Aquéllas son colectivas, ésta individual. Las primeras se acogen a la costumbre, la segunda a la ley. Aquéllas se presentan como desorden, ésta muestra una perfección ideal. Al igual que haría Hardin un siglo más tarde, el texto de Echegaray caricaturiza el régimen comunal, presentándolo como un conjunto de prácticas caóticas, carente de reglas y abocado al agotamiento de los recursos. Nada más lejos de la realidad. Irregularidad no implica que no existan reglas, sino que éstas varían de unos lugares a otros, dependiendo de diferentes circunstancias medioambientales, agronómicas, sociológicas o históricas. Ello no necesariamente supone confusión sino más bien complejidad. Los críticos de Hardin lo hicieron notar bien pronto y lo han demostrado fehacientemente (Ciriacy-Wantrup y Bishop, 1975; Axelrod, 1981; Runge, 1984; Ostrom, 1990).

Sin embargo, entre prácticas y derecho de propiedad, las fronteras son menos antitéticas de lo que aquel texto sugiere. La obra de Elinor Ostrom es, en este sentido, particulamente iluminadora. Su meticulosa descomposición de los diversos elementos constitutivos de cada concepto resulta clave para definir el objeto de estudio. Así, su distinción de tres componentes distintos en lo que conceptúa como common-pool resources o CPR (lo que se ha traducido como recursos de uso común o RUC): el componente material del recurso en sí, el componente subjetivo de los usuarios del recurso y, finalmente, el componente institucional de la estructura de organizaciones y reglas que define la relación entre los dos primeros. También resulta útil su acercamiento a la noción de derechos de propiedad.

La elección del número gramatical no es casual ni tampoco neutra. La literatura decimonónica acostumbra hablar de "el derecho de propiedad", adjetivándolo a menudo para resaltar su singular majestad y perfección con epítetos como "sagrado", "absoluto" o el ya citado "omnímodo". Hay en este esfuerzo de abstracción un componente idealista, muy presente en la tradición jurídica europea (particularmente alemana), que obvia el hecho de que al hablar de derechos de propiedad estamos hablando no meramente del universo de las ideas, sino de relaciones sociales concretas.6 Utilizar el plural implica reconocer de algún modo esas complejas interacciones sociales. Es lo que hacen Edella Schlager y Elinor Ostrom cuando diseccionan el concepto, entendido como un haz (bundle) de cinco elementos diferentes, situados en dos planos distintos. En primer lugar identifican los derechos de uso (operational level), consistentes en los derechos de acceso y de sustracción. Corresponden a lo que podríamos denominar derechos de usufructo. En segundo plano distinguen los derechos de control (collective-choice level), que incluyen el derecho de manejo o gestión, el de exclusión y, por último, el de enajenación o alienación (Schlager y Ostrom, 1992). En estos términos, la propiedad deja de ser un objeto compacto, con un destino histórico predeterminado, y adquiere una apariencia líquida, un continuum de posibilidades sujeto a las alteraciones provocadas por la interacción de los sujetos sociales.

Y es en estos términos en los que cabe recuperar la caracterización que hace Echegaray del régimen comunal como un conjunto de prácticas. No tanto porque no alcancen el mérito suficiente como para ser considerados derechos de propiedad, sino porque estos últimos en definitiva no dejan de ser prácticas solidificadas por el paso del tiempo y la sanción política. Más allá de las definiciones de propiedad interesan, como señala Rosa Congost, "las condiciones de realización de la propiedad"; dicho en otros términos:

No nos interesan sólo las condiciones legales, es decir, nominales, de la propiedad, sino el conjunto de elementos relacionados con las formas diarias de acceder a los recursos, con las prácticas diarias de la distribución social de la renta, que pueden condicionar y ser condicionados por las diferentes formas de disfrutar de los llamados derechos de propiedad, y también por los derechos y prácticas de uso, es decir, por las diferentes formas de ser propietarios (Congost, 2007: 15).

Así pues, ¿qué definición debemos dar del objeto de estudio? Sea cual sea, ha de destacar ante todo su intrínseca pluralidad de formulaciones, así como su contenido esencialmente social. Valga por ahora que cuando nos referimos aquí al régimen comunal estamos aludiendo a un conjunto variado de formas de definición de derechos de uso (acceso y extracción) y de control (gestión, exclusión y alienación), y de articulación práctica de modos de manejo y explotación de recursos naturales y capacidades humanas, que comparten su dimensión local e intergeneracional, su ejercicio sobre un territorio delimitado, su carácter reglado (informal o formalmente) y su sanción moral por parte de la comunidad (con la que comparte su raíz etimológica). Entendido así, el concepto de comunal escapa no sólo a la dicotomía público/privado, sino también al par colectivo/individual.

Percepciones

Cabría decir que la reflexión teórica en torno a los bienes comunales se inicia en el momento en que esta institución comienza a ser percibida como un obstáculo para el logro de lo que en el siglo XVIII se denomina la "felicidad pública". La paradoja que los fisiócratas y los agrónomos y políticos ilustrados anunciaron, y que harán suya con todas sus consecuencias los liberales del siglo XIX, se propondrá como indiscutible: el Bien Común sólo podrá sostenerse sobre la libertad absoluta del individuo para disponer de las cosas, lo que es por tanto incompatible con la pervivencia de los bienes comunales. El concepto en singular se propone incompatible con su conjugación en plural. La crítica intelectual preparó el terreno e inspiró el desmantelamiento institucional que tendrá lugar en Europa entre mediados del siglo XVIII y finales del siglo XIX.7

El liberalismo triunfante en Occidente contó también con detractores que, desde posiciones ideológicas diversas, reivindicarán el mancomún (Giménez Romero, 1990). El antiliberalismo organicista apelará al papel jugado por esta institución en el orden jerárquico y presuntamente armónico de la sociedad tradicional, evolucionando con el tiempo en la Europa católica hacia lo que serán los fundamentos de la democracia cristiana.8 Por su parte, las distintas escuelas socialistas, de Marx a Kropotkin, verán en ello un residuo vivo del comunismo primitivo, susceptible para algunos —especialmente en las elaboraciones doctrinales de los narodniki rusos— de ser rescatado en la lucha por la superación del capitalismo. La irrupción de revoluciones sociales de base campesina desde las primeras décadas del siglo XX (México, Rusia, China) no hizo sino fortalecer estas posiciones, alentando los estudios sobre el campesinado con un enfoque tributario del materialismo histórico.[9] Shanin, 1990; Venturi, 1981, I: 183-214; Wolf, 1979; Bascuñán Añover, 2009.}9{/modal}

Tampoco estuvo ausente la reivindicación de los bienes comunales desde algunas vertientes del radicalismo democrático, o al menos no faltó una contundente crítica y condena moral del proceso de desmantelamiento institucional aludido por voces tan distintas como la del belga Émile de Laveleye (1822-1892), los británicos John Hammond (1872-1949) y Barbara Hammond (1873-1961) y los españoles Rafael Altamira (1866-1951) y Joaquín Costa (1846-1911).10En torno de estos dos polos se fue constituyendo durante el siglo XX un fondo extraordinariamente amplio de trabajos científicos, acogidos a las más diversas disciplinas, corrientes y metodologías, que se configuró de hecho como un espacio de interés multidisciplinario con influencias mutuas.11

Desde la década de los años sesenta, el debate en ciencias sociales ha estado marcado por la aplicación de la lógica del individualismo metodológico y la teoría de la elección racional a la viabilidad de los bienes públicos. A la formulación seminal de Mancur Olson, que negaba la posibilidad de que el individuo egoísta-racional contribuyese a la provisión de bienes públicos (excepto en caso de coerción externa o de tamaño reducido del grupo), le siguió la conocida metáfora de Garrett Hardin que, en una variante del dilema del prisionero, predicó la insostenibilidad de los bienes comunes y su irreversible deriva hacia la privatización o la estatalización.12 Sin salir del mismo marco teórico, sin embargo, autores como Axelrod o Runge desvelaron la superficialidad del argumento al introducir en el experimento la dimensión temporal, tanto en términos de duración como de repetición, al tiempo que se denunciaba la confusión entre bienes de libre acceso (open access resources) y bienes comunales.13 Pero sin duda es la obra de Elinor Ostrom la que consolida un nuevo enfoque en el análisis del problema enunciado por Olson, al constatar la viabilidad histórica del régimen comunal en casos en los que se dan cita una serie de principios de diseño institucional (ocho en la formulación inicial de Ostrom, que ella misma y otros autores han ampliado y matizado posteriormente).14

Entretanto, el grueso de las aportaciones historiográficas había concentrado su atención en la propiedad y en el proceso de desmantelamiento del régimen comunal. Ocupan una larga lista los trabajos publicados sobre las enclosures en Gran Bretaña, como abundan también en España los estudios sobre la desamortización civil, y no parece que este interés haya decaído. Cabe decir que el interés de los historiadores por los bienes comunales ha tendido a concentrarse en la fase terminal del proceso, con una valoración dual que, al tiempo que celebraba sus consecuencias positivas sobre el crecimiento económico, tendía a juzgar negativamente sus efectos sobre el campesinado como sujeto colectivo.15 Así pues, las preocupaciones y los planteamientos de investigación de los historiadores y de otros científicos sociales no han encontrado a menudo un espacio común en el que compartir preguntas, conceptos y metodologías. Este distanciamiento, sin embargo, se ha reducido en los últimos años, gracias a una creciente preocupación de los historiadores por la fundamentación teórica de su trabajo y gracias también a un mayor interés de economistas, sociólogos y antropólogos por los procesos diacrónicos, la dependencia de la trayectoria y la causación compleja.

La voluntad por terminar con el ensimismamiento historiográfico, abordando los temas que preocupan a los científicos sociales, adaptando sus conceptos, refinando la terminología propia de los historiadores y superando con verdadera voluntad comparativa los marcos nacionales, se ha ido haciendo visible en los albores del siglo XXI. Al renovado interés por la historia de los bienes comunales lo ha acompañado una renovación de objetivos de investigación, dirigidos en mayor medida hacia el entendimiento del diseño institucional, de las pautas de gestión de los recursos comunes, y de sus efectos medioambientales. Un hito en este sentido fue la publicación del libro The Management of Common Land in North West Europe, ca. 1500-1850, el primero que, de manera plena y consciente, hace suyo el reto planteado por Elinor Ostrom e intenta darle respuesta de manera sistemática. Si esta autora había utilizado la obra de historiadores y antropólogos para espigar en ella los principios comunes que podían explicar la durabilidad de arreglos comunes, en este volumen los historiadores siguen el camino inverso, comprobando la presencia o no de los principios de diseño institucional en diversos países europeos durante la modernidad temprana. Y lo hacen, además, esforzándose por emplear un lenguaje común y depurado, y por seguir un esquema compartido que facilite la comparación internacional. Constituye, en suma, un notable esfuerzo de interpretación y documentación del programa investigador de Elinor Ostrom.16

En el caso español, ha sido notorio entre los historiadores el decaimiento del interés por la desamortización civil, paralelo al aumento de los estudios sobre la gestión del monte, la explotación forestal o el medio ambiente en general.17 Con ello ha comenzado a superarse el fetichismo de los títulos de propiedad para adentrarnos en el universo de los usos efectivos de los recursos comunales, bien desde la perspectiva de su gestión y explotación,18 bien desde la de la pugna en torno a sus usos.19 Pero no se trata tan sólo de la elección de nuevos temas. Aunque de manera tímida, se perciben algunos esfuerzos por incorporar y discutir los conceptos y modelos propuestos por otros científicos sociales, con preferencia para los procedentes de la nueva economía institucional y la teoría de juegos.20 Y al mismo tiempo que se proponen nuevos temas y nuevas herramientas conceptuales, son sometidas a discusión viejas certidumbres acerca de la transformación de los derechos de propiedad, huyendo del esquematismo, de la linealidad histórica y del estatismo. En suma, el comunal como objeto de interés historiográfico no ha perdido ni un ápice de interés, como lo demuestran otras publicaciones colectivas, al tiempo que se percibe una notable avidez entre los historiadores por compartir preocupaciones, conceptos, metodologías y resultados con otras ciencias sociales.21

Constataciones

De los trabajos citados se infiere que a pesar de la intensa acción privatizadora desplegada en Europa y América desde 1760, el patrimonio comunal continúa gozando en la actualidad de una presencia desigual pero no testimonial. Una pervivencia que no puede despacharse como una reliquia marginal de tiempos pasados para zonas en declive. Al contrario, la pujanza de los usos comunales y su compatibilidad con el crecimiento económico revelan la complejidad de los procesos de cambio histórico y la importancia de esas formas posesorias para la reproducción de las comunidades (Agrawal, 2007a).

Veamos con algo más de detenimiento el caso español. A juzgar por los catálogos de montes elaborados por los ingenieros de la administración central del Estado, se privatizaron en España durante la segunda mitad del siglo XIX más de cuatro millones de hectáreas (tabla 1), con particular incidencia del proceso en la mitad sur del país (comunidades de Castilla La Mancha, Extremadura, Andalucía y Murcia) y en el valle medio del Ebro (Aragón y Navarra). Esto coincide a grandes rasgos con las regiones cálidas de llanura que albergaban, bajo la forma de dehesas (fincas acotadas de gran extensión para la producción herbácea espontánea), los tradicionales pastos de invierno para los rebaños trashumantes. La crisis de la trashumancia y la demanda de cereales de una población en aumento impulsaron en estas zonas un verdadero proceso de colonización interior con una expansión muy notable de la superficie cultivada de secano (dry-farming), que reforzó el proceso de privatización y la consolidación de un delgado estrato social de grandes terratenientes. En otras zonas del país el proceso privatizador fue menos intenso, lo que revela una mayor resistencia de las comunidades rurales a perder el control colectivo de sus recursos. Se trata, por regla general, de zonas caracterizadas por un poblamiento disperso en pequeños núcleos de población, ya fueran zonas de montaña, ya áreas en las que predominaba la pequeña propiedad familiar. Un tipo de hábitat humano similar a las "repúblicas de aldea" descritas por Wade (1994) y por Netting (1981).

Encontramos en estos datos, sin embargo, algunas particularidades derivadas del modo en que se concretó en España la estructura administrativa del Estado. La legislación de régimen local, desde 1820, hizo del municipio la expresión directa y exacta del colectivo vecinal, atribuyendo a su órgano de gobierno, el ayuntamiento, el control de los bienes comunales, entendidos por virtud de esas leyes como bienes municipales. En la mayor parte del país esto no tuvo mayores consecuencias, más allá de la confusión entre bienes "concejiles" y bienes "del común". Sin embargo, en las zonas de hábitat disperso del cuadrante noroccidental de la península (Galicia, Asturias y provincia de León), donde las pequeñas parroquias rurales que no gozaban de reconocimiento administrativo en el orden civil eran la unidad básica de organización social, se produjeron serias disfunciones. Esto explica, en buena medida, la invisibilización de una parte de los bienes comunales, confundidos como propiedades privadas de carácter colectivo, con o sin reconocimiento de cuotas de participación (montes "de varas" y montes "de mano común", respectivamente, en el caso gallego), al menos hasta que la ley de montes de 1957, y específicamente la ley de montes vecinales en mano común de 1968, reconoció este tipo de propiedad comunal y promovió la constitución de juntas vecinales para su identificación y gobierno.22

Así pues, aunque fue mucho lo privatizado mientras se mantuvo en vigor la legislación desamortizadora, fue mucho también lo que se conservó en manos de los colectivos vecinales, los municipios y el Estado. La distribución de estas pervivencias tiene mucho que ver con la propia fortaleza de los lazos comunitarios ya que, conforme a la ley de 1855, la responsabilidad primera a la hora de obtener la declaración de "monte exceptuado de venta" recaía sobre los ayuntamientos, que disponían de un plazo determinado para presentar en las oficinas del gobierno una solicitud justificada en este sentido.

Los montes que finalmente fueron exceptuados de enajenación fueron clasificados en dos categorías atendiendo a valores conservacionistas y productivos ("montes de utilidad pública" y "montes de libre disposición"). Fueron, además, sometidos en última instancia al control del Estado a través de su política forestal, bien fuera por medio de los denominados distritos forestales, bien a través del Servicio de Ordenaciones. En los distritos forestales, que representaban 85% de la superficie, el ingeniero responsable estaba obligado a redactar planes de aprovechamiento anuales para su jurisdicción, aunque por regla general se limitaba a sancionar los usos locales.

De mayor alcance era la actuación del Servicio de Ordenaciones, que efectuaba una intervención planificada y de largo plazo sobre algunos montes de utilidad pública con el fin de incrementar el capital y la renta forestal. Esta gestión técnica del monte se realizaba a través de su adjudicación a empresas privadas, que previamente habían presentado una memoria de explotación y que reemplazaban así a los ayuntamientos en el control de esos recursos.23 En suma, los derechos de acceso, extracción, gestión y exclusión correspondientes a las comunidades rurales se vieron seriamente interferidos por las competencias asumidas por la administración forestal del Estado y por las empresas adjudicatarias de los planes de ordenación.

Por otro lado, como puede observarse en la tabla 1, la derogación de las leyes desamortizadoras en 1924, los objetivos repobladores de la política forestal, a través del Patrimonio Forestal del Estado, primero, y del Instituto para la Conservación de la Naturaleza (Icona) después, y el reconocimiento explícito desde 1968 de los montes vecinales en mano común, permitieron durante el siglo XX un crecimiento de la superficie ocupada por los montes públicos y los montes comunales, que cubren hoy, en algunas regiones, más de 30% y hasta 40% del territorio.

La persistencia de estas formas de propiedad colectiva no ha tenido efectos negativos sobre las posibilidades de crecimiento económico. Basta para demostrarlo el sencillo ejercicio que se propone en la figura 1. Se pone en relación ahí la superficie de montes de entidades locales (se han excluido, respecto de la tabla 1, los montes pertenecientes al Estado y a las comunidades autónomas) y montes vecinales en mano común, expresada como porcentaje del territorio provincial, y el producto interior por habitante a precios de mercado de cada provincia en el año 2000, el indicador de riqueza económica más al uso.24 No importa tanto el grado de correlación existente entre ambas variables (0.178), sino el signo del mismo, que es positivo. Si no podemos afirmar a ciencia cierta a partir de estos datos que la pervivencia de los bienes comunales sea una condición favorable para el crecimiento económico, sí podemos asegurar que no es un obstáculo para el mismo.

Son muchos los factores que intervienen al explicar una elevada renta por habitante, pero lo cierto es que la existencia de recursos comunes puede jugar en ello un papel favorable. Un ejemplo sería la posibilidad de financiación del sistema educativo y la sanidad pública, que durante el siglo XIX y parte del siglo XX se mantuvo a cargo de los ayuntamientos, y con ello la posibilidad de lograr niveles más elevados de capital humano. Por otra parte, la existencia de un stock previo de capital social bajo la forma de bienes comunales o de comunidades de regantes habría facilitado la expansión del movimiento cooperativo agrícola en determinadas regiones españolas durante el siglo XX (Beltrán Tapia, 2012). En suma, la pervivencia del comunal puede haber favorecido una más amplia redistribución de las capacidades y oportunidades para la reproducción ampliada de la posición social y la mejora de la calidad de vida de la población rural.

Los datos manejados en la figura 1 se refieren exclusivamente a tierras cuya propiedad pertenece a entidades locales (municipios y entidades administrativas inferiores) y a colectivos vecinales, que podemos tipificar como aquellos que suman a los derechos de uso (acceso y extracción) los derechos de control (gestión, exclusión y enajenación) identificados por Schlager y Ostrom. Con algunas limitaciones: el último, el derecho de alienación, quedaba reducido a la enajenación temporal de los derechos de acceso y extracción mediante sistemas de cesión o de arrendamiento, mediando o no subasta pública. No en vano tanto la Constitución española de 1978 (artículo 132/1) como la legislación forestal y la de régimen local definen a los bienes comunales y a los montes vecinales en mano común como inalienables, imprescriptibles e inembargables, y a los últimos además como indivisibles. También el derecho de gestión quedaba cercenado en aquellos montes en los que el Estado acordaba con empresas privadas la puesta en marcha de planes de ordenación, lo que en definitiva sustraía a las comunidades locales propietarias el control de los montes en beneficio de las empresas privadas concesionarias (GEHR, 2002; Iriarte-Goñi, 2005).

¿Pero qué hay de aquellos derechos de propiedad reducidos a acceso y sustracción (que suponían por tanto una carga o gravamen sobre propiedades privadas), que habían sido definidos como usos o prácticas nocivas en el citado texto de José de Echegaray? Lo cierto es que el desarrollo histórico y las leyes favorables a la redención de servidumbres no los hicieron desaparecer. La tabla 2, que recoge los inventarios del patrimonio municipal en las provincias españolas de régimen fiscal común, permite comprobar su pervivencia durante la década de los años sesenta, agrupados bajo el rótulo "derechos reales". Su valor de tasación venía a representar una proporción muy pequeña, y menguante, del patrimonio municipal, pero lo que resulta significativo es precisamente su persistencia, a pesar de que desde mediados del siglo XIX la opinión pública y las leyes se habían pronunciado rotundamente a favor de su extinción. ¿Cómo explicar semejante obstinación y resistencia a la racionalización desde arriba? Quizá sea útil recordar aquí que, como señalaron Arun Agrawal y Gautam Yadama (1997), el impacto sobre la condición de los recursos de aquellas fuerzas de alcance general, como el crecimiento demográfico, la presión del mercado, el cambio tecnológico y las políticas de Estado se encuentra mediado por las instituciones locales ligadas con el manejo de recursos, por las normas y reglas formales o informales que estructuran la acción colectiva a escala local. En suma, si las cargas o servidumbres colectivas sobre tierras de propiedad particular no desaparecieron por completo, fue probablemente porque continuaban jugando un papel en el entramado institucional de las comunidades locales.

Aperturas

La relación entre crecimiento económico y marco institucional resulta más compleja de lo que tradicionalmente se ha afirmado. Ni la privatización completa de la tierra ha sido un requisito indispensable para el crecimiento, ni los regímenes de campos abiertos un obstáculo insalvable, ni la propiedad comunal una rémora o una reliquia. Confinados los planteamientos reduccionistas de Hardin a unas coordenadas muy concretas, no se sostiene ya la mecánica asociación entre régimen comunal y agotamiento de los recursos, como tampoco entre bienes comunales y pobreza. Al contrario, las relaciones entabladas e institucionalizadas en torno al uso comunal de los recursos naturales requieren un giro en el programa de investigación, con el fin de incorporar los enfoques, conceptos y metodologías que han ido apareciendo en el panorama de las ciencias sociales en las últimas décadas. En este sentido, no conviene perder de vista la contribución en términos conceptuales y metodológicos de la economía ecológica y de los estudios ambientales, que han conducido a una renovada valoración de los conflictos sociales desde una perspectiva ambiental y a propuestas interpretativas sugerentes. Aun así, debemos ser cautos al interpretar algunas autolimitaciones establecidas por las comunidades locales, que más que traducir un criterio ecológico podían ser la expresión de la distribución del poder en el seno de las aldeas.25

Tampoco debemos echar en saco roto la creciente valorización de las instituciones, y en particular de corporaciones de naturaleza cooperativa, a la hora de explicar el desarrollo económico y social en el largo plazo.26 La reivindicación de gremios e instituciones análogas coincide con la difusión del concepto de "capital social" desde su inicial formulación por Pierre Bourdieu como un recurso de dominación de clase, hasta su reformulación por Robert D. Putnam, quien explícitamente vincula el desarrollo a largo plazo con la densidad del tejido comunitario desde el bajo medievo.27 Con todo, no conviene perder de vista que las comunidades, las redes y las instituciones sociales no ofrecen una única lectura. Su mera existencia no asegura el consenso o la cohesión social, sino que abre también un amplio margen para la disensión y el conflicto, tanto hacia adentro como hacia fuera, y resulta compatible con asimetrías y relaciones desiguales tanto en términos económicos como políticos.28

De modo que, más allá de la utilidad que presentan todas estas perspectivas analíticas para rescatar la dimensión benéfica de instituciones largamente denostadas, es imprescindible abrir la "caja negra" y aplicar el análisis histórico a los nuevos conceptos. En este recorrido, las últimas obras de Elinor Ostrom y sus colaboradores pueden resultar de gran ayuda, en particular el denominado Institutional Analysis and Development (IAD) Framework, debido a las ventajas que este esquema de análisis presenta al sistematizar y comparar procesos de interacción social. Teniendo en cuenta el bagaje acumulado por los historiadores durante el último medio siglo, cabe esperar una estrecha familiaridad con los conceptos presentes en el citado modelo, como las variables medioambientales, los atributos de la comunidad y las reglas que definen las relaciones de los sujetos, y por tanto un feliz resultado en el análisis de las interacciones entre sujetos participantes, contextos de acción y variables exógenas.29 Por lo que este enfoque tiene de economía evolutiva, la atención prestada a la diversidad institucional y el énfasis puesto en los contextos ambientales, sociales y culturales de la acción colectiva, los estudios de caso que los historiadores realicen en el futuro harían bien en tomarlo en consideración.

Conclusión

A lo largo de las páginas anteriores se ha trazado una panorámica del tratamiento dado por la historiografía agraria a los recursos de uso común, en el que destacan varios giros en el programa de investigación (del enfoque desde arriba al enfoque desde abajo, del Estado a las comunidades como foco de atención, del proceso privatizador a la lógica de funcionamiento y manejo), que han conducido a una mayor proximidad con la literatura sobre la acción colectiva y, en particular, a una creciente familiarización con los conceptos y modelos propuestos por Elinor Ostrom.

Centrado en el caso español, se ha propuesto aquí el empleo de ese arsenal analítico para superar la férrea y sesgada dicotomía entre prácticas comunales y derecho de propiedad que algunos textos manifiestan. Esa misma categorización de derechos de propiedad ha servido para entender mejor la naturaleza de aquellos terrenos y de aquellas prácticas comunales que sobrevivieron a la gran privatización de la segunda mitad del siglo XIX. Derechos de acceso, extracción, gestión y exclusión fueron arrebatados a las comunidades locales por la administración forestal del Estado y transferidos a empresas adjudicatarias de planes de ordenación, sin por ello perder su condición de terrenos concejiles. Derechos de acceso y extracción de carácter comunal continuaron gravitando sobre propiedades privadas a pesar de los repetidos intentos de supresión impulsados por el Estado desde mediados del siglo XIX. Fenómenos como éstos ratifican la necesidad de ir más allá del fetichismo de los títulos de propiedad y de prestar atención a las condiciones prácticas de ejercicio de los derechos de propiedad. A entenderlo, en suma, como lo haría Elinor Ostrom, como una action arena, como un espacio para la acción y la interacción de los sujetos en juego.

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