The nationalization of the Academia de Bellas Artes in Buenos Aires (1905-1907)
Matías I. Zarlenga*
* Agradezco los valiosos aportes de Sandra Hincapié en la investigación de la cual deriva este texto, así como los comentarios de los evaluadores anónimos.
* Doctorante en Sociología por la Universidad de Barcelona. Universidad de Barcelona. Temas de especialización: sociología, arte, cultura, historia, teoría sociológica. ere, Of. 306, Edificio Principal, Torre 4 Planta 1, Tinent Coronel Valenzuela, 1-11, 08034, Barcelona, España.
Recibido: 11 de marzo de 2013
Aceptado: 12 de marzo de 2014
Resumen
El presente artículo analiza los institutos de enseñanza artística formal y pública de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, durante el último cuarto del siglo XIX, en su relación específica con el proceso de institucionalización de lo estético y la formación de la institución-arte en Buenos Aires como parte del proceso de modernización cultural. Con este fin, se estudia el caso de la Academia de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales en el momento de su nacionalización (1905), en tanto articulación-realización del proyecto estético-artístico y cultural de la formación de artistas reunidos en torno a la Sociedad Estímulo de Bellas Artes.
Palabras clave: gobierno, Academia de Bellas Artes, modernización cultural, institución de arte.
Abstract
This article analyzes public formal art teaching institutions in Buenos Aires, Argentina, during the last quarter of the 19th century. It specifically analyzes the institutionalization of aesthetic issues and the creation of the art institution in Buenos Aires as part of the process of cultural modernization. To this end, the author analyzes the case of the Academia de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales at the time of its nationalization (1905) as part of the coordination and realization of the aesthetic, artistic and cultural project for the training of artists attached to the Sociedad Estímulo de Bellas Artes.
Keywords: government, Academy of Fine Arts, cultural modernization, art institution.
La nacionalización de la Academia de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales de la ciudad de Buenos Aires, creada por los miembros de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes en 1878, abre una serie de interrogantes: ¿por qué la nacionalización?, ¿por qué en ese momento?, ¿con qué finalidades? El presente artículo tiene por objetivo principal elaborar una respuesta a estas preguntas a partir de la reconstrucción de las tramas de sentido que estructuran los significados de los principales protagonistas de esta nacionalización. A la vez, pretende articular esos significados con la función social que se asignó al arte (y a su enseñanza) de acuerdo con la coyuntura político-económica y los intereses de ciertos sectores políticos-sociales del periodo.
En este artículo se sostiene que la función social de la Academia, en el momento de su nacionalización, estaba relacionada principalmente con un interés político-moral vinculado con su agencia civilizadora para la cohesión y la armonía social. Esta función social estaba condicionada, en su especificidad, por la interpretación que los encargados de su nacionalización hacían de la realidad sociopolítica y artística del país de acuerdo con ciertas ideas cercanas al positivismo de Hippolyte Taine sobre la importancia del “medio ambiente” para el desarrollo de las Bellas Artes en tanto manifestación del grado civilizatorio de una nación; asimismo, se relacionaba con el proyecto artístico-institucional de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, que tenía por finalidad jerarquizar la pintura e imponer las Bellas Artes, orientando su acción a partir de la recreación de ese “medio ambiente” a través de la creación de instituciones que ayudaran a fomentarlo (Museo, Academia, becas al exterior, etcétera); también, con la influencia de los modelos de academias europeas reformadas por el impacto de la revolución industrial y el romanticismo; con el pensamiento y el programa de un liberalismo reformista que se preocupaba por intervenir en las cuestiones sociales bajo el leitmotiv del progreso, encarnado en la figura de Joaquín V. González; finalmente, con la oscilación de una política educativa que apuntaba a la formación orientada a lo humanístico (función política) más que al quehacer práctico (función económica) y que, por presiones sociopolíticas, comenzó a diversificarse (lo que revalidaba la función de la Academia en tanto formadora de artistas y artesanos).
Gobierno y educación artística
La nacionalización de la Academia de Bellas Artes de la Sociedad Estímulo en 1905 no fue el primer acto de intervención oficial en materia de educación artística. Durante el periodo virreinal y las primeras décadas posteriores a la independencia del entonces Virreinato del Río de la Plata (1799-1835) se crearon tres instituciones oficiales que centraron su enseñanza en el dibujo. La primera fue la Academia de Dibujo del Consulado de Buenos Aires, impulsada por Manuel Belgrano, bajo la dirección del escultor Juan Antonio Gaspar Hernández, dependiente de la corona española, con una breve existencia entre 1799 y 1804. La segunda de las instituciones fue la igualmente llamada Academia de Dibujo del Consulado de Buenos Aires, dependiente del Cabildo, reimpulsada por el padre Castañeda y dirigida primero por José Guth y luego por José Rousseau, que funcionó de 1815 a 1821, cuando entró a formar parte, como cátedra, de la recién creada Universidad de Buenos Aires.1 Finalmente, la tercera de las instituciones fue la Cátedra de Dibujo de la Universidad de Buenos Aires, dependiente del Departamento de Ciencias Exactas, dirigida por Guth, que funcionó de 1821 a 1835.
La función social de estos establecimientos educativos está signada por el pensamiento utilitarista, de gran influencia en Iberoamérica desde las reformas borbónicas a finales del siglo XVIII hasta las primeras décadas del siglo XIX. Esta corriente de pensamiento, caracterizada por el impulso reformista, el énfasis en la educación y la experimentación científica (Braun, 1992), tuvo una recepción importante en funcionarios y pensadores del Virreinato del Río de la Plata, que se trasluce en la doble función que tuvieron las dos Academias y las cátedras de Dibujo.
Así, la primera de las funciones de estos establecimientos apuntaba a la enseñanza del diseño para la producción de objetos para la vida cotidiana (artesanías), para la producción de objetos singulares (obras de arte) y la ampliación del conocimiento (a partir del ejercicio de lectura de planos) bajo reglas racionales. La segunda, más cercana a una finalidad de tipo moral, tenía como objetivo convertir a los hombres a los hábitos del trabajo, para eliminar la “ociosidad”. En este sentido, se sostiene la hipótesis de que durante este periodo la enseñanza artística oficial en Buenos Aires (centrada en el dibujo) se relacionaba principalmente con un interés económico-material (vinculado con el desarrollo del comercio y la industria) y moral (centrado en el intento de inculcación del hábito del trabajo en los habitantes) como parte del proyecto de la burguesía comercial porteña. Estos proyectos educativos, inscritos dentro de ciertas concepciones utilitarias, racionales y científicas sobre la educación, empezaron a cuestionar los estudios clásicos, centrados en el derecho, la filosofía y la teología (Tedesco, 2003: 23-24). La finalidad de este tipo de educación es generar una mejora en la economía y las relaciones comerciales a partir de la incorporación de pautas racionales en los habitantes, tanto para el cultivo y distribución de la tierra como para la realización de manufacturas.
Está pendiente la realización de un trabajo que atienda con suficiente profundidad la enseñanza artística oficial durante el periodo de conformación de los Estados nacionales en América Latina, signado por los conflictos internos entre diferentes facciones político-sociales por el establecimiento de un modo de acumulación y un orden jurídico estable. En el caso argentino, y de acuerdo con José A. García Martínez, se tiene registro de la existencia de una cátedra de dibujo en el Colegio Republicano Federal, que dirigió primero Francisco Magesté y luego, a principios de 1845, Juan Camaña (quien fuera primer presidente de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes) (García Martínez, 1985). Durante este periodo —marcado por los conflictos entre la Confederación Argentina (al mando primero de Justo José de Urquiza y luego de Santiago Derqui) y el gobierno de Buenos Aires (que no acepta restringir sus intereses en pos de los de la Confederación)— no hay registro de ningún proyecto claro que intentara definir el lugar que deben ocupar las artes plásticas en el país y cuál debía ser la forma adecuada para su enseñanza. Aquí se sostiene que esta cuestión se debe a la imposibilidad de imponer un proyecto político-social capaz de constituir un orden jurídico estable que expresara los intereses de algún sector social desde el cual definir un estatus para el arte y articular una política educativa acorde con éste.
Durante la primera fase de la consolidación de los Estados nacionales latinoamericanos, que en Argentina se circunscribe al periodo que va de 1862 (momento en que asume como presidente de la nación Bartolomé Mitre) a 1880 (marcado por la federalización de Buenos Aires y el ascenso de Julio Argentino Roca a la primera magistratura), la situación de la enseñanza artística cambia. En esta etapa histórica, la mayoría de los países latinoamericanos asiste a un proceso de consolidación de sus Estados nacionales a partir de la implantación de las condiciones materiales y jurídicas necesarias para la conformación de un modo de acumulación que permitiera insertar a los nacientes países en el nuevo orden mundial (Oszlak, 1978, 19-21).
En el caso argentino, en este lapso —atravesado por las presidencias de Mitre (1862-1868), Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880)— se asiste a lo que autores como Óscar Cornblit, Ezequiel Gallo y Alfredo O’Connell (1962) denominan proceso de centralización política. Orquestado desde una provincia hegemónica, Buenos Aires, capaz de imponer su preeminencia geopolítica, este proceso supone el asiento de las bases político-jurídicas y económicas de un nuevo orden que se despliega y se consolida a partir de 1880. Este proyecto, que ya se encuentra en las formulaciones alberdianas en el momento de la redacción de la Constitución argentina, se centra en la creación de un régimen político estable que garantice las libertades civiles y la inserción de Argentina en el mercado mundial a partir de la exportación agropecuaria y la captación de inmigrantes y capitales extranjeros.
Dentro de este proyecto, el estatus de las artes plásticas se redefine y, en tanto que Bellas Artes, se les entiende como expresión última de la civilización y el progreso de una nación. Este cambio de estatus de las artes se vincula, en parte, con la recepción del pensamiento positivista en América Latina, que significaba para políticos e intelectuales de la época poder reconstruir una historia propia y rebasar, en un camino evolutivo, la etapa precedente vinculada con el pasado colonial (Zea, 1980: 26).
Dentro de esta corriente de pensamiento, los aportes de Hippolyte Taine en materia artística resultan fundamentales, especialmente la relación entre raza, arte y civilización (Taine, 1958). En este momento, la función social de la enseñanza artística se relaciona principalmente con la formación de artistas que puedan expresar en sus obras el grado de civilización alcanzado por la nación. Esta cuestión no es menor, puesto que para la élite gobernante es imperioso mostrar a Argentina como un país “ordenado”, “civilizado” y en vías de “progreso”; por lo tanto, confiable para las inversiones.2 Y qué mejor expresión de aquello que mostrar sus logros en materia de arte en las grandes ferias internacionales, exposiciones industriales, universales, panamericanas, nacionales y regionales que se celebraban en Europa y en el propio continente casi ininterrumpidamente desde mediados del siglo XIX.
Como bien señala Laura Malosetti Costa, estas ferias representaban para las naciones industriales como Inglaterra y Estados Unidos “la construcción de ‘universos simbólicos’ que articularan las ideas de raza, nacionalidad y progreso de los sectores burgueses”, pero desde la perspectiva de los países con Estados nacionales en formación, como Argentina y otros, significaban la posibilidad de
exhibir y obtener mejores mercados para los productos nacionales […] [y] también como una búsqueda de ofrecer una imagen lo más confiable y civilizada posible de las naciones, que las hiciera atractivas, tanto para la inversión de capitales extranjeros como para la radicación de los inmigrantes (Malosetti Costa, 2001: 117-118).
En un Estado todavía en formación, y bajo una ideología que tomaba como modelo civilizatorio el de las principales naciones europeas, la mejor política educativa en materia de arte considerada por la élite dirigente fue la del otorgamiento de becas para la formación en el exterior. Martín Boneo, Claudio Lastra y Mariano Agrelo fueron los tres primeros becarios en Europa en virtud de una iniciativa de Mitre cuando aún era ministro de Gobierno de la Provincia (García Martínez, 1985). Desde ese momento, y de acuerdo con los registros aparecidos en los decretos del Ministerio de Instrucción Pública del Poder Ejecutivo Nacional, existió una política de otorgamiento de subsidios discrecional para la formación en el exterior (cfr. Avellaneda, 1873). En líneas generales, esta política fue errática hasta la creación de la Comisión Nacional de Bellas Artes en 1897. Establecida bajo la presidencia de José Evaristo Uriburu (1895-1898), esta comisión tenía por finalidad estimular “aquellas tendencias que son causa civilizadora, factor de riqueza y gloria nacional” a partir del otorgamiento de una subvención de 300 pesos mensuales, previo concurso abierto, para la realización de estudios de Bellas Artes en algunas ciudades europeas (Comisión Nacional de Bellas Artes, 1899: 64).3
Otra de las políticas en materia de educación artística durante el periodo de formación del Estado argentino, propulsadas bajo la presidencia de Mitre, fue la creación de Cursos Regulares y Libres de Dibujo al Natural en los recientemente fundados Colegios Nacionales. Además, durante la presidencia de Sarmiento (1868-1874), y siendo ministro de Instrucción Pública Nicolás Avellaneda, se acordó otorgar una subvención de 80 pesos con el objetivo de crear un establecimiento para la enseñanza de dibujo y pintura “primero de esa clase en el país” bajo la dirección de Martín Boneo (Boneo, 1878: 534). Dicho establecimiento, que llevó por nombre Escuela Nacional de Dibujo y Pintura, tuvo una vida marcada por la precariedad económica, desde su fundación en 1873 hasta su cierre en 18884. Sin embargo, Boneo informó en 1879, con cierta satisfacción, al ministro de Culto, Justicia e Instrucción Pública, la existencia “de 45 alumnos de ambos sexos […] que […] atento a la estrechez del local y la modesta subvención del profesor y la carencia de modelos, no ha dejado de haber un progreso admirable debido ciertamente a los jóvenes que ella cuenta” (Boneo, 1897: 534). Hasta la nacionalización de la Academia de Bellas Artes en 1905, ésta fue la única institución oficial de enseñanza artística que funcionaba desde el cierre de la Academia de Dibujo del Consulado en 1821.
En 1880, tres batallas se libran en Buenos Aires. Los combates de Barracas, Puente Alsina y los Corrales culminan con la subordinación de la provincia de Buenos Aires al poder político nacional. Las tropas del presidente Avellaneda, al mando de su ministro de Guerra, Julio Argentino Roca, sofocan el último levantamiento autonomista de la ciudad de Buenos Aires. Con este episodio se pone fin a la serie de conflictos interprovinciales de Argentina y se abre paso a una nueva etapa en la historia. Poco tiempo después, Roca —quien había estado al frente de la llamada Conquista del Desierto en 1879— es nombrado presidente. Durante su primer mandato (1880-1886) se termina de formar definitivamente el Estado nacional y el régimen político que lo hace manifiesto.
Para Cornblit, Gallo y O’Connell (1962), detrás de Roca y sus seguidores hay un programa o proyecto de acción claro que se puede remontar a los postulados de Juan Bautista Alberdi a la hora de generar una fórmula de gobierno eficaz y a las acciones seguidas por Mitre a partir de 1862. Este programa se puede dividir en dos momentos estrechamente vinculados: el político y el económico. El primero tiene que ver con medidas para la construcción de un orden político y jurídico estable que posibilite el respeto a la propiedad privada y el movimiento libre de capitales. Este momento se lleva adelante con medidas que tienden a fortalecer el poder central (federalización de recursos de las provincias al poder nacional, federalización de la ciudad de Buenos Aires) y a proveerlo de los atributos inherentes a su soberanía (organización de la municipalidad, de los tribunales de la capital y del código de procesamiento en lo civil, formulación de la ley 1130 de la moneda, creación del Banco Hipotecario y Nacional, consolidación de la deuda pública, organización de los territorios nacionales, creación de las leyes de educación común y registro civil y adecuación de una política internacional). A su vez, el momento económico (íntimamente relacionado con el político y generado por aquél) tiene como eje la expansión económica a partir de la integración en los mercados mundiales de mercancías y capitales (bajo un sistema de libre comercio) a partir de la atracción del inmigrante europeo y del capital del mismo origen, con la finalidad de explotar las enormes extensiones de praderas cultivables para la exportación de materias primas (Cornblit, Gallo y O’Connell, 1962).
Al igual que durante las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda el estatus del arte se definía en la articulación compleja entre el prestigio y jerarquía de las Bellas Artes (horizonte deseable y esperable por todos aquellos artistas que tenían puestas su mirada en Europa y querían emular en el país esa situación) y la política, en tanto manifestación del grado civilizatorio alcanzado por la nación. Autonomía y función política se articulan marcando la singularidad del proceso de modernización cultural porteño. La política en materia de enseñanza artística continúa centrada en las subvenciones a becarios y en las instituciones existentes, que en 1880 son dos: la Academia de Estímulo y la Escuela de Dibujo y Pintura de Martín Boneo. Lamentablemente, se encuentra perdida la documentación de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes entre los años 1881-1887, que podría mostrar de forma más fehaciente la relación entre el roquismo y dicha sociedad.
La nacionalización de la Academia de Bellas Artes
La Escuela de Dibujo, Pintura, Escultura, Arquitectura y Artes Aplicadas (1878-1904) fue la base de la Academia Nacional de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales (1905-1921) y modelo estructurante de la enseñanza artística pública en Buenos Aires por lo menos hasta 1934. Su devenir como institución se inscribe en el horizonte más vasto del proyecto estético-artístico de la formación de artistas reunidos en torno a la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, fundada en 1876 en Buenos Aires y en la que participan figuras como Eduardo Schiaffino, Eduardo Sívori, Alfredo Paris, Juan Camaña, Carlos Gutiérrez, Alejandro Sivori, Julio Dormal, Giussepe Aguyari, Santiago Vaca Guzmán, Ernesto de la Cárcova, Ángel De La Valle y Reinaldo Giudice, entre otros. Como señala Malosetti Costa, se puede entender a la Sociedad como la primera agrupación independiente de artistas con características modernas y un programa explícito, con un considerable grado de “autoconciencia” (Malosetti Costa, 2001: 85-114).
La finalidad de la Sociedad era jerarquizar el lugar de las Bellas Artes en el país a partir de la formación de unas artes plásticas modernas y nacionales, consideradas inexistentes. Los miembros de la Sociedad entienden que esta ausencia se debe, sobre todo, a la falta de instituciones capaces de generar un “clima” propicio para el desarrollo de las artes. En este sentido, el grupo se formula como objetivo principal generar las condiciones necesarias para la profesionalización y el perfeccionamiento de la actividad artística en el país a partir de la creación de una red de relaciones e instituciones de legitimación para dicha actividad. Esta tarea implica el desarrollo del “gusto artístico”, tanto de los productores de arte como del público, elevar la actividad artística a la categoría de actividad intelectual, promover la conformación de un público y un mercado para sus obras y establecer una red de vínculos con los grandes centros artísticos internacionales que dictan los códigos de pertenencia a una dimensión “mundial” del arte (Malosetti Costa, 2001: 97). En este sentido, la creación de la Escuela de Dibujo, Pintura, Escultura, Arquitectura y Artes Aplicadas en 1878 aparece junto a otras instituciones generadas y promovidas por los miembros de la Sociedad —como el Museo Nacional de Bellas Artes (1895), la Comisión Nacional de Bellas Artes (1897) y el Salón Nacional de Bellas Artes— en un intento por generar el “clima” propicio para el desarrollo de las Bellas Artes en el país.
Desde el momento de su apertura en 1878 hasta su nacionalización en 1905, la primeramente llamada Escuela de Dibujo, Pintura, Escultura, Arquitectura y Artes Aplicadas y luego Academia de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales creció en cantidad de materias, alumnos y docentes, aunque no sin pasar por momentos de penurias económicas. Este periplo es mencionado por Eduardo Sívori el día de la nacionalización, cuando destacó el aumento de estudiantes “que no pasaban de una decena” y en el día de la nacionalización pasaban de 600 (Sívori, 1906: 99); agregó que la Academia “no ha dejado de funcionar una sola vez, a pesar de múltiples vicisitudes y de momentos verdaderamente angustiosos”, y que contaba con “un cuerpo selecto de profesores especialistas y con un material de enseñanza que puede llamarse inmejorable” (Ibid.).
La continuidad de la labor de la Academia por más de 30 años no resultó un dato menor para el entonces ministro de Instrucción Pública, Joaquín V. González. Así lo afirmó en el decreto de nacionalización, en el que resaltó el mérito de la Academia por haber “conseguido arraigarse” sin la intervención directa de la acción del Estado, lo que demostraba “su necesidad real” (González, 1906a). En el discurso pronunciado en el momento de la nacionalización también resaltó este hecho (González, 1906b). El ministro creía que la promoción oficial de este tipo de emprendimientos debía hacerse en el momento de madurez del conjunto social y no antes. El hecho que la Academia haya subsistido durante tantos años, y que despertara un creciente interés por parte del público, resulta un dato sintomático de esta madurez.
González esgrimió este argumento, en el mismo discurso, para justificar la indiferencia oficial en materia de arte anterior a la nacionalización; consideró que muchas veces, por “impaciencia”, se “reclaman hechos políticos antes de su madurez” (González, 1906b: 102). El problema de esta inmadurez, para González, tenía que ver con la distancia entre el germen de la idea artística (a veces encarnada por largo tiempo en un solo espíritu) y el conjunto social (que no siempre se encuentra apto para recibirla). Para el ministro, esta distancia se podía subsanar mediante un proceso de comunicación y difusión entre los portadores de la idea y el resto del grupo social. Sin embargo, para que esta comunicación-difusión sea efectiva, no se debe hacer sobre el vacío social. Por lo tanto, para que la comunicación acontezca, el “organismo general” debe encontrarse preparado para sufrir los impulsos de crecimiento que el “germen artístico” genera en él, así “como los frutos de la selva no toman su forma y adquieren su peso antes de que el árbol pueda sostenerlos” (González, 1906b: 103).
Para González, esto no podía ocurrir durante el periodo colonial y tampoco durante los primeros gobiernos patrios, ya que “el arte no se anticipa a su tiempo ni germina en la ignorancia” (González, 1906b: 104). Antes del problema de la difusión, se debía subsanar el de la “sociabilidad” del grupo receptor. Como bien señala Darío Roldán, ésta es una preocupación que atraviesa la reflexión histórico-política de González (sobre todo en los escritos que dedica al examen del pasado argentino) (Roldán, 1993). González entendía, por ejemplo, que la élite rivadaviana, en los albores de la independencia, no comprendía lo suficientemente bien las fuerzas reales de la sociedad en las que actuaba.
El pensamiento positivista de González lo llevó a pensar que estas fuerzas estaban condicionadas por la raza y el medio. Por lo tanto, para hacer efectiva cualquier política de gobierno se debía intervenir primeramente sobre estos factores; si no, cualquier empresa terminaría en fracaso. El tipo de intervención que consideró efectivo fue el que iba llevando adelante su propia generación política: la educación (para que los impulsos del hombre puedan encontrar una adecuada contención en la razón) y la inmigración (para el “mejoramiento” de la raza y la consecuente adaptación de la sociabilidad a formas constitucionales más avanzadas).
Aquí ya se puede dar una respuesta al interrogante inicial sobre el momento de la nacionalización de la Academia de Estímulo. Para González, en 1905, los factores que condicionan la sociabilidad del grupo (raza y medio) se transforman: por un lado, por la política migratoria llevada adelante de manera intensiva desde 1880; por otro, por el “germen” y la difusión de las ideas educativas en materia de dibujo implantadas por Belgrano a finales del siglo XIX. Aquí se aprecia una relación de continuidad y conexión entre la generación de Belgrano y la suya. Para González, Belgrano planta la “semilla en el surco propio del único arte posible” (González, 1906b: 104). Esta “semilla” primero entra en contacto con el “medio” para luego difundirse “en el alma de un pueblo por mil conductos invisibles, como el limo que un río deposita en las tierras sedientas, para que brote en ellas más tarde la selva henchida de vitalidad, de fuerza y de belleza” (Ibid.). Para que sea posible ese “brote”, resulta necesaria la acción de su generación: para el “mejoramiento de la raza”, a través de la atracción de la inmigración europea, y la educación. Por eso, para González, su presente representa el tiempo de la madurez, el momento en que la “semilla” artística puede “brotar” en el grupo social transformado “ascendiendo un plano en la escala de su civilización” (Ibid.). Su momento es la edad del arte.
Las razones de la nacionalización
Si, de acuerdo con González, están dadas las condiciones para el desarrollo del arte, ¿por qué la nacionalización? ¿Por qué el Estado debe intervenir en algo que se desenvuelve sin su intervención directa? ¿Por qué intervenir directamente? Estos interrogantes se pueden responder entendiendo las respuestas generadas por ciertos sectores de la élite dirigente ante la crisis económico-política de 1890 y la emergencia de la llamada “cuestión social”.
Luego de terminado el primer mandato presidencial de Roca (1880-1886), asumió la primera magistratura Miguel Juárez Celman. Muchos analistas coinciden en señalar que bajo la presidencia de éste se intensificaron las líneas directrices del proyecto económico-político de la generación del ochenta. Al año de asumir (1887), Juárez Celman lanzó un ambicioso plan para la expansión financiera del país. Este proyecto consistía en la creación, por ley, de bancos garantidos. De acuerdo con esta ley, cualquier banco tenía la posibilidad de emitir moneda siempre que comprara bonos del gobierno nacional, que funcionaban como respaldo de esa emisión. Esta ley de bancos garantidos llevó a la emisión descontrolada de moneda que, sumada al crecimiento de la concesión liberal de créditos, terminó por sumir en la quiebra al sistema bancario en su conjunto. Esta situación generó desconfianza en las inversiones especulativas y un refugio en el oro, lo que derivó, finalmente, en una desvalorización de la moneda nacional.
Esta crisis económica no hubiera resultado tan grave a no ser por el contexto internacional. Para 1890, el saldo de la balanza comercial era deficitario. Esto no representaría mayores problemas si esta diferencia fuera saldada por la balanza de capitales. Pero en 1890 los inversores se dieron cuenta del carácter sobredimensionado de las expectativas de crecimiento argentino y decidieron dejar de invertir, lo que agudizó el problema. A esta crisis económica se le sumó la política. Juárez Celman —deseoso de identificar el poder ejecutivo con el aparato político administrativo de las provincias y de concentrar el poder en su figura— generó una política de exclusión de otros sectores de la élite gobernante (como las facciones liberales del mitrismo, los gobernadores aliados con Roca y las principales facciones políticas de Buenos Aires) que, añadida a la exclusión efectiva de la mayoría de la población de la vida política (producto del fraude y las restricciones electorales), culminó en la revolución de 1890 y la posterior renuncia de Juárez Celman.
No es éste el lugar para detenerse a analizar pormenorizadamente las consecuencias político-económicas de esta crisis, pero sí debemos tratar de establecer la conexión que existe entre estos acontecimientos y la nacionalización de la Academia. Sin embargo, resulta importante analizar un factor más, vinculado con la emergencia de la llamada cuestión social.
De acuerdo con Eduardo Zimmermann, la cuestión social se vincula con las ideas y las valoraciones generadas por las élites gobernantes de las principales potencias europeas durante el siglo XIX sobre el alto porcentaje de la población que vive en condiciones de miseria, producto del industrialismo (Zimmermann, 1995). En Argentina, la emergencia de la cuestión social se asocia con el conjunto de problemas derivados del proceso de migración masiva, urbanización e industrialización generado por las políticas económicas implantadas desde mediados del siglo XIX y consolidadas a partir de 1880. Particularmente, las vinculadas con las condiciones de vivienda, sanidad y salud pública de la población, el aumento de la criminalidad urbana, y la protesta obrera.
Esta nueva “problemática” social —que para muchos se hace evidente a partir de la crisis económico-política de 1890— cristaliza, en algunos miembros de la élite dirigente, la posibilidad de introducir “reformas” en las instituciones existentes con el fin de lograr una mejora de la situación que permita garantizar el progreso de la sociedad. Como señala Zimmermann, las ideas de estos “reformistas” no se alejan mucho de los postulados y las acciones del liberalismo decimonónico latinoamericano, sobre todo los vinculados con una política del laissez-faire en materia económica, con la preocupación por el establecimiento de garantías constitucionales protectoras de los derechos individuales, y con el apoyo de un proceso de secularización social que reduzca la influencia de la Iglesia católica, así como también con la necesidad de establecer límites al poder estatal durante el proceso de construcción de los Estados-naciones.
Sin embargo, a diferencia de los liberales clásicos, los reformistas consideran necesaria la intervención del Estado para la solución de los nuevos problemas económicos, políticos y sociales. Este grupo de “liberales reformistas” —mayoritariamente médicos y abogados, con una fuerte vocación por la vida intelectual y vinculaciones activas con el mundo académico y político— buscan una “vía media” entre “individualismo” y “colectivismo” que, iluminada por la combinación de nuevos principios filosóficos y científicos, culmine en una redefinición de la relación entre Estado y sociedad que permita atenuar o eliminar los rasgos más peligrosos del conflicto social (Zimmermann, 1995).
La figura de Joaquín V. González puede incluirse dentro de esta corriente. Como ministro de Interior y posteriormente de Instrucción Pública de Roca durante la segunda presidencia de éste (1898-1904) y ministro de Instrucción Pública de Manuel Quintana (1904-1906), llevó adelante una serie de reformas que tenían por finalidad la mejora política, social y moral del país. La primera de estas reformas consistía en la elaboración de un proyecto de reforma político-electoral (1901), con el fin de volver más transparentes los comicios. La segunda reforma, social, implicaba la elaboración de un Código Nacional del Trabajo (1904) que pretendía, a diferencia del Código Civil, que legislaba sobre el derecho de propiedad de los bienes terminados, legislar sobre las condiciones de producción de éstos, es decir, las relaciones entre capital y trabajo en el interior de las industrias. Finalmente, para la reforma moral, aparece como herramienta privilegiada la acción gubernamental en materia de educación, que tiene como principal objetivo la transformación de las formas de sociabilidad de la población argentina (Roldán, 1993).
En este sentido, la función social de la educación para González es claramente política, y está vinculada con la generación de un nuevo tipo de sociabilidad democrática capaz de amoldarse a una forma de gobierno a la que considera, pese a sus fallas, igualmente democrática. González entiende que la garantía del orden y la continuidad del progreso dependen de este tipo de acciones educativas. Su necesidad se presenta como urgente, más si tiene en cuenta la revolución cívico-militar del radicalismo de febrero de 1905 (tan sólo dos meses antes de la nacionalización de la Academia). En este contexto aparece nuevamente el problema de la sociabilidad, pero esta vez vinculado con el mantenimiento del orden. González esgrime un programa de reforma educativa que atraviesa la enseñanza primaria, normal, nacional y especial, y que tiene como corolario la creación de la Universidad Nacional de La Plata hacia finales de 1905, y donde la nacionalización de la Academia de Bellas Artes aparece tan sólo como un capítulo de este periplo (González, 1905).
González, al igual que Alberdi, desconfía de algunas capacidades de los habitantes del suelo argentino. Para Alberdi, esto se manifestaba en las incapacidades de la población para generar, de forma autónoma, un desarrollo económico y político moderno, y encontró una solución a este dilema a partir del “trasplante cultural”. Para González —a quien se le presentan como problema las consecuencias no deseadas de esa política de “trasplante cultural”—, la desconfianza radica en las dificultades de una población heterogénea para adquirir pautas democráticas que se complementen con las formas políticas existentes. González halló una respuesta a esta disyunción en la intervención del Estado, que a través de las políticas educativas generaría las pautas necesarias para la vida democrática. Así se complementaría la reforma electoral, pero desde “abajo”. En este sentido, para González el Estado no sólo estaba en condiciones de intervenir en la educación artística, sino que era su deber hacerlo.
La función social de la Academia Nacional de Bellas Artes
¿Cuál es la función principal que el Estado le asigna a la educación artística? La hipótesis que aquí se sostiene es que esta finalidad se encuentra relacionada, principalmente, con un interés político-moral vinculado con su agencia civilizadora para la armonía social. En primer lugar, González asigna a la educación artística un lugar central para la generación de civilidad en la población; entiende que el arte y su enseñanza legislan sobre el dominio de las pasiones del hombre.
Una de las principales preocupaciones de González en sus textos históricos es la de entender las formas en las que se define la sociabilidad argentina, para extraer algunas “invariantes” que le sirvan para la acción política (Roldán, 1993). Dentro de estas “invariantes” encuentra una “unidad del drama humano” vinculada con los sentimientos y las pasiones que, más allá de las diferentes razas y particularidades del desenvolvimiento cultural, afecta a todos los hombres por igual. Para González, estos aspectos de la humanidad entran en abierta tensión con la razón. El problema es cómo encauzar las primeras (las pasiones) desde la segunda (la razón), para conducir a las poblaciones por el camino de la civilización y el progreso. Precisamente aquí es donde juega un papel clave la educación artística.
González entiende que
ciencias, artes, educación estética, desarrolladas simultáneamente y en forma integral, en todo un pueblo, realizan los más sorprendentes fenómenos de cultura y de convivencia: el sentimiento que es generador de pasiones se transforma en agente civilizador, en fuerza insuperable de cohesión y armonía social (González, 1906c: 105; cursivas mías).
De este modo, cuando las pasiones son moldeadas por “un concepto superior de perfección y de belleza […] domina la moral, la educación, la vida práctica y aun la política” (González, 1906c: 106). Esto resulta posible por la “armonía” que el ideal del arte difunde en las almas, lo que evita “los odios ingénitos y persistentes que llegan a veces a construir ideales de vida, en familias, sectas y facciones, y a envenenar las fuentes de toda civilidad y cohesión patriótica” (Ibid.).
Es así como, para González, el arte funciona como complemento de la acción política, ya que para ésta “las leyes positivas no alcanzan a la jurisdicción íntima donde los actos voluntarios tienen su primitiva elaboración […] [allí existe] el reinado de la libertad moral perfecta, intangible, inviolada” (González, 1906c: 107). Sólo se puede alcanzar este ideal mediante la complementación de una “política-arte” (dirección de la sociedad humana hacia una armonía suprema) y una sociedad educada bajo el ideal estético “para concurrir al conjunto armónico de sentimientos, albedríos, inspiraciones y potencias” (Ibid.). De esta manera, para González, la educación estética, al funcionar como mediadora entre la voluntad individual interna y las leyes positivas externas, posibilita la cohesión y la armonía del conjunto social; ésa es su agencia civilizadora y debe ser la principal finalidad para el Estado.
Se puede argumentar que la posibilidad de “armonía” jurídico-individual queda reservada para los pocos iniciados que accedan a este tipo de enseñanza. Sin embargo, González enumera dos mecanismos a través de los cuales estos beneficios pueden llegar a difuminarse por el conjunto social. El primero se vincula con la formación de docentes para la difusión de la aptitud estética en el pueblo a través de la enseñanza del arte en las escuelas primarias, normales, nacionales y especiales.5 Esto permitiría, por una “ley natural de densidad”, la formación, en última instancia, de grandes creadores en arte.6 El segundo mecanismo trabajaría a partir de una transmisión mediada por la arquitectura, monumentos públicos, estatuas, estilos arquitectónicos, museos y escuelas de la ciudad que, como expresión del carácter singular de la nación, cumplen la función de educar el gusto popular.
Estos mecanismos son mencionados por González como otros beneficios, más concretos o “positivos”, para la cultura de la población. Resulta interesante resaltar que dentro de estas finalidades “positivas” se mencionan otros dos aspectos importantes debido a sus implicaciones posteriores. El primero de estos aspectos remite a la preocupación, por lo que a simple vista puede ser catalogado como un problema vinculado con la construcción de la nacionalidad. González asigna a la educación artística una relevancia para la creación de un arte de tipo nacional, que tenga en la naturaleza su fuente de inspiraciones y en el “ambiente” (que los fundadores han contribuido a desarrollar) su sentido crítico.
En este sentido, la Academia, para González, debe funcionar como un catalizador para la conquista de grandes objetivos, al poder aglutinar una serie de atributos vinculados con “las cualidades ingénitas de la raza latina, la virginidad espléndida de nuestro suelo, la robustez y juventud de la sociabilidad nacional, y la noble pasión que anima aún a los iniciadores de la escuela” (González, 1906c: 111). La cuestión de lo nacional se hace más explícita cuando menciona la importancia de la preparación profesional de los maestros para las escuelas públicas, ya que si “la influencia modeladora de las artes del dibujo es tan poderosa en el alma juvenil, su importancia en la formación del carácter nacional no es menos manifiesta” (González 1906c: 112). Sin embargo, siguiendo a Fernando Devoto, se puede interpretar que el problema de lo nacional en González se vincula más con el conjunto de respuestas elaboradas por las élites dirigentes en torno a la “cuestión inmigratoria” y la “cuestión social” que con un incipiente nacionalismo (Devoto, 2006). Para González, al igual que para otros miembros de la élite dirigente, la idea de la emergencia de un otro amenazante (los inmigrantes) y la necesidad de construir una identidad específica llevan a la implantación de ciertas reformas que apuntan más al intento de generar una armonía social en pos del progreso y la civilización que hacia acciones que apuntalen la generación de contenidos culturales vinculados con una identidad nacional.
La cuestión nacional es un tema que florecerá con mayor ímpetu hacia el Centenario. Para algunos historiadores, como Miguel Ángel Muñoz, éste resulta un momento clave para entender la formación del campo artístico porteño. En torno al Centenario se genera la primera disputa por espacios de poder entre dos proyectos sobre el arte, uno vinculado con el nacionalismo positivista y otro con el espiritualista. Muñoz afirma que en el interior del campo artístico se reproduce la polémica del campo literario: una nueva generación de escritores como Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones y Manuel Gálvez (en el campo literario) y el grupo Nexus (en el campo artístico) intentan legitimar su lugar desde un nacionalismo tradicionalista, espiritualista y antipositivista con el que pretenden oponerse a sus predecesores y distinguirse de ellos: la generación del ochenta, entendida como materialista y cosmopolita (Muñoz, 1998).7 Estas ideas se consolidan e institucionalizan a partir de la creación y la reforma de la Comisión Nacional de Bellas Artes en 19078 y del Salón Nacional de Bellas Artes en 1911, espacios que empiezan a cumplir una función normativa, al señalar el rumbo estético del nacionalismo tradicionalista.
La segunda de las finalidades “positivas” que resalta González está vinculada con la orientación industrial y decorativa de la Academia, particularmente con su capacidad de propagar directa e indirectamente la enseñanza del dibujo entre las clases obreras, lo que permite “elevar el valor específico de su labor, en el taller o en la fábrica” (González, 1906c: 111). Esta finalidad puede llevar a pensar que la Academia de Bellas Artes es proyectada con la intención de cumplir, como sus pares europeas, una función económica. Sin embargo, aquí se sostiene que este propósito, aparentemente económico, se inscribe dentro de una función política. Como bien sostiene Juan Carlos Tedesco, la educación media y superior en Argentina durante el régimen conservador tiene una doble finalidad, relacionada con el mantenimiento de la estabilidad político-interna y con la formación de un hombre apto para cumplir papeles políticos. Esto explica por qué la orientación general de la educación —por lo menos desde la formación de los Colegios Nacionales iniciada por Mitre en 1863— es de base humanista y clásica, ya que se le considera como preparación para la universidad (o para los puestos de la administración pública).
Esto pone en evidencia, además, que la educación está más condicionada por los conflictos políticos-provinciales precedentes que por la necesidad de adaptar la mano de obra del país a las nuevas condiciones productivas. Pese a los numerosos intentos por diversificar la enseñanza (hacia finalidades económicas), esto no se lograría sino hasta después de la crisis de 1890. En ese momento, las élites dirigentes sintieron amenazado su dominio por parte de otros sectores que, formados también en los Colegios Nacionales y las Universidades, reclamaban una mayor participación en la vida pública.
Dentro del sistema educativo, la salida a esta crisis se realiza a partir de la apertura de otros carriles de ascenso a través de la creación de carreras técnico-profesionales. Esta nueva política se hace palpable entre 1890 y 1900 a través de la creación de escuelas comerciales y la primera escuela industrial. En este sentido, la creación de la Academia de Bellas Artes se puede inscribir, también, dentro de esta estrategia de diversificación. Esto aparece reflejado en el ordenamiento de las áreas dentro de las Memorias del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de 1906.
En éstas, la Academia de Bellas Artes figura dentro del área “Establecimientos de Enseñanza Especial”, junto con la Escuela de Comercio, la Escuela Nacional de Comercio de Concordia, la Escuela Comercial de Mujeres, las Escuelas Profesionales de Mujeres No. 1 y No. 2. Esta área se diferencia de la “Instrucción Superior” (en la que están incluidas la Universidad Nacional de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Córdoba), los “Establecimientos Diversos” (entre los que figuran el Museo Nacional, la Biblioteca Nacional, el Observatorio Astronómico de Córdoba, el Museo Histórico Nacional, el Instituto Nacional de Profesores, la Asociación Nacional de Profesorado y la Inspección General de Enseñanza Secundaria y Normal), los “Colegios Nacionales” y las “Escuelas Normales” (González, 1906b).
De acuerdo con lo expuesto, puede concluirse que para los funcionarios del Estado la función social de la Academia de Bellas Artes, en el momento de su nacionalización, está vinculada con finalidades políticas, y que estas finalidades se relacionan con la intención de mostrar, ante el mundo, el grado de civilización alcanzado por Argentina a partir de la formación de artistas que puedan desarrollar las Bellas Artes en el país; educar moral y civilmente a los habitantes de la nación a partir de la difusión del “ideal estético”, y participar en la construcción de una identidad nacional partiendo de la creación de un modelo institucional que, al articular los conocimientos artístico-técnicos de las principales metrópolis europeas con el “medio” local, sea capaz de generar las condiciones para la gestación de un arte y una escuela nacionales.
Modernización cultural, autonomía y función social del arte
La justificación en torno a la nacionalización de la Academia se convierte para González en un catalizador de todas las problemáticas —e intentos de solución— de la sociedad argentina de entonces: el mantenimiento del orden político, la “cuestión social” y el problema de la inmigración. Este hecho hace pensar que, luego de la nacionalización, se produce un cambio en los contenidos curriculares y en el cuerpo docente, en el que todos esos requerimientos y necesidades se plasman en herramientas pedagógicas concretas. Sin embargo, esto no es así. González respeta el contenido de la enseñanza impartida hasta entonces y al cuerpo docente existente. Este principio de no injerencia curricular es ratificado en una serie de decretos elaborados entre 1905 y 1906, en los que se deja en manos de los profesores de la Academia la designación del director y del vice y la formulación de un programa y estatutos definitivos.
Esta situación se puede corroborar si se comparan el plan de estudios elaborado por los miembros de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes en 1899, cuando parece un hecho factible la nacionalización, y las materias y docentes designados por decreto para 1906.9 Detrás de esta política de no intervención en materia de contenidos descansan algunas motivaciones que pueden vincularse con ciertas afinidades intelectuales entre algunos miembros de Estímulo y González; también con las ideas que el propio González sostiene en relación con la importancia del proceso de diferenciación y especialización de las sociedades modernas para su desarrollo; pero, sobre todo, con el nuevo lugar de autonomía que el arte ocupa en las principales naciones europeas.
La noción de autonomía es una categoría compleja que ha suscitado numerosos debates dentro de la historiografía y teoría del arte. Para Peter Bürger (2000), la autonomía es una categoría histórica y contradictoria que se refiere a la independencia relativa que alcanzó el arte —o subsistema social artístico— respecto de la pretensión de cualquier tipo de aplicación social. El momento en que esto ocurre coincide con la consolidación del dominio burgués en los principales países europeos a mediados del siglo XIX. Su complejidad radica en que esta categoría describe algo real, la desaparición del arte como ámbito particular de la actividad humana —vinculada con la praxis vital—, pero a la vez oculta el proceso histórico por el cual se hace posible esta separación. Este hecho lleva a Bürger a analizar el proceso de autonomización a partir de entender la función social que el arte cumple históricamente. Estas condiciones estructurales —esto es, las formas en que fueron reguladas las obras en una determinada sociedad (su estatus o función)— las define a partir del concepto de institución arte, entendiendo por esto el aparato de producción y distribución de arte, así como las ideas que sobre el arte dominan en una época dada y que determinan la recepción de las obras (Bürger, 2000).
Bürger inscribe este desarrollo dentro de un segmento histórico específico: el de la modernización cultural de las principales metrópolis occidentales. Para esta tarea, examina la especificidad del arte en el proceso de modernización a partir de los escritos de Max Weber relacionados con la religión. Weber entiende el proceso de modernización en tanto desarrollo del principio de racionalidad en Occidente. Éste supone un incremento en la facultad de dominio de las cosas a partir del principio del cálculo, una sistematización de las visiones del mundo y la elaboración de un estilo de vida igualmente sistemático. Weber caracteriza el proceso de modernización de acuerdo con dos variables fundamentales: el desencantamiento del mundo y la diferenciación de esferas. La primera describe el creciente declive de la explicación mágico-religiosa de los asuntos naturales y humanos, y un quebrantamiento de la concepción mágica en que lo natural y lo divino permanecían unidos. Esta nueva situación permite aprehender el mundo intelectualmente sin recurrir a potencias o poderes ocultos e imprevisibles que las encarnan y explican (pasaje de un conocimiento trascendente a uno inmanente). La segunda de las variables da cuenta del proceso por el cual la vida social deja de ser un todo homogéneo y unificado bajo el sentido de lo divino, y estalla en un conjunto de esferas vitales o subsistemas sociales diferenciados y autónomos. Este proceso de diferenciación se caracteriza por una separación entre lo sagrado y lo profano, a la que le sucede una división entre lo teórico, lo ético, lo estético; la desaparición de una racionalidad sustantiva capaz de regir todos los órdenes de la vida (por lo que cada esfera comienza a estar legislada por un criterio de valor y racionalidad propios); un conflicto entre la religión y las esferas escindidas (arte, ciencia y moral), y, finalmente, un conflicto de las distintas esferas entre ellas, producto de la diferenciación y el perfeccionamiento (Weber, 1987).
Para una teoría cultural interesada en el estudio de la función social del arte, Bürger considera de vital importancia analizar el proceso de racionalización weberiano. En éste encuentra una contradicción. Primero, Weber entiende el arte como una esfera de la praxis social que se ve afectada por el principio de racionalidad. Esta racionalidad aparece visualizada en el material artístico. Segundo, en su oposición a la religión, el arte se presenta como una instancia irracional, ya que hereda el contenido carismático de la religión (por su capacidad creativa y anti-racional), y como valor expresivo “recibe la función de salvar almas” (por lo que la experiencia artística se torna una forma de redención). Todo esto choca con el racionalismo teórico-práctico creciente de la ética religiosa. Por ello, aquí el arte aparece desvinculado del proceso de racionalidad. La aparente contradicción entre el carácter racional e irracional del arte le permite a Bürger reflexionar sobre la especificidad del proceso de modernización y comprender problemas subyacentes de vital importancia a la hora de su análisis (Bürger, 1992).
A partir de estas contradicciones, Bürger deriva una serie de postulados que resultan centrales para entender la relación entre la Academia de Bellas Artes y el proceso de modernización cultural en Buenos Aires, a saber: primero, dar cuenta de la diferencia entre la racionalidad de los materiales artísticos y su aplicación a una esfera que hereda los contenidos carismáticos y expresivos de la religión; segundo, entender que durante la formación de la sociedad burguesa el estatus del arte sufre modificaciones, por lo que se debe poder diferenciar el estatus del arte en cada momento histórico; tercero, entender que el proceso de modernización no es un proceso unilineal de emancipación que culmine en la institucionalización de una esfera de valor que coexiste con otras esferas; por el contrario, se debe comprender como un proceso contradictorio caracterizado por la adquisición de potencialidades y la pérdida de otras (en el que pueden convivir residuos tradicionales). Finalmente, el proceso de modernización tampoco es autocontrolado, por lo que deben tenerse en cuenta los agentes sociales específicos de la racionalización en el proceso histórico (Bürger, 1992).
A partir de estas directivas se puede entender mejor el aparente carácter contradictorio de la enseñanza artística en el momento de la nacionalización; mejor dicho, comprender la convivencia, algo conflictiva, de elementos vinculados con una función social específica, como la búsqueda de cohesión y armonía social a partir de la difusión de un ideal estético, y un principio de autonomía que permite a los miembros de Estímulo poder definir los contenidos específicos de la Academia.
La categoría de civilización aparece como un elemento central en el momento de entender el proceso contradictorio de modernización cultural porteño durante esta fase histórica, ya que funciona como elemento articulador entre autonomía y función social. En el ámbito de las artes plásticas, esta categoría se vincula con las prerrogativas para el desarrollo de una actividad que hasta entonces no había logrado un desenvolvimiento considerable ni un lugar prestigioso en el ámbito intelectual de la ciudad. La estrategia adoptada por los miembros de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes para lograr este desarrollo aparece vinculada con la construcción de instituciones artísticas —la propia Sociedad (1876), la Academia de Bellas Artes (1878) y las gestiones para la creación del Museo Nacional de Bellas Artes (1895)—, apelando a la ayuda oficial para la obtención de reconocimiento, fondos y subsidios.
Sin embargo, la Sociedad mantiene una independencia en sus decisiones, lo que permite a sus miembros asumir una “postura moderna” en sus elecciones estéticas y formativas (Malosetti Costa, 2001). Esta autonomía recién entra en cuestión cuando, en 1907, la Comisión Nacional de Bellas Artes pasa a tener injerencia y poder sobre la conducción de la Academia y el Museo Nacional de Bellas Artes, lo que provoca las renuncias de Ernesto de la Cárcova y Eduardo Sívori y la asunción de Pío Collivadino como director de la Academia en 1908 (Malosetti Costa, 2006). En el ámbito político, la autonomía y la consolidación de las instituciones artísticas tienen un doble efecto o función. En primer lugar, funcionan como agentes civilizadores en pos de la armonía social. En segundo, como elemento clave para medir el grado de civilidad alcanzado por el país.
Conclusiones
El proceso de modernización cultural, de institucionalización del arte y consagración de un tipo particular de trasmisión cultural en Buenos Aires se gesta en una dialéctica compleja entre centro y periferia. Los artistas reunidos en la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, junto a algunos agentes del Estado —encarnados en la figura de Joaquín V. González—, son los encargados de llevar adelante este proceso. La singularidad es que tanto el gobierno como los miembros de la Sociedad lo hacen bajo el supuesto de la existencia de un terreno yermo en materia de arte en la Argentina, la conciencia de su posición marginal y la decisión deliberada del centro a partir del cual se ubican (que para ese momento histórico es la escena artística francesa e italiana), lo cual afirma una relación de dominación y subordinación respecto de la tradición artística europea.
Para los miembros de la Sociedad, la finalidad que guía su accionar se relaciona con la generación de las condiciones de arte en el país a partir de una política de implantación de los contenidos culturales y modalidades institucionales de los países centrales. La obtención de la singularidad, esto es, de un “arte argentino”, se espera a partir de la relación entre lo implantado y el “entorno” o el “medio”. Por otra parte, desde el punto de vista de los agentes del Estado, su acción supone dos momentos: en primer lugar, una política de no intervención hasta esperar que el medio artístico se forme y desarrolle “naturalmente”; en segundo, una política de intervención activa que apunta a consolidar lo “desarrollado” hasta el momento.
Las discusiones en torno de la participación del Estado en estos procesos se pueden rastrear a partir de dos corrientes dentro del pensamiento liberal de la época: una que apunta a la no intervención —más allá de la creación de un marco jurídico estable que permita a los individuos interactuar libremente (liberalismo tradicional)— y otra que sostiene la importancia de intervenir en aspectos específicos de la vida social para fomentar acciones que se consideren beneficiosas para el progreso (liberalismo reformista). La tensión entre espontaneísmo e intervención está en la base de muchas de las acciones institucionales llevadas adelante por el Estado en esa época. Pero para todos, por lo menos hasta 1907, la función social del arte es clara: insertar a Argentina dentro del concierto de las naciones civilizadas a partir del fomento y la jerarquización de su valor como esfera autónoma regida por sus propios intereses y finalidades, tanto desde la singularidad de las producciones artísticas (central para los miembros de la Sociedad) como desde la sociabilidad de sus habitantes (vital para Joaquín V. González). De esta manera, el concepto de civilización articula en un mismo momento dos perspectivas aparentemente contradictorias: la función política y la autonomía.
Pocos años después, la función social del arte se transforma en un terreno de disputa artístico-institucional entre quienes consideran que la verdadera función del arte es brindar un contenido cultural para la construcción de una identidad nacional y quienes lo siguen considerando como expresión de civilización. Esta disputa puede ser vista a la luz del debate en torno a la identidad nacional (reeditado por el impacto de arribo de inmigrantes) en el campo intelectual entre el liberalismo-positivista y el nacionalismo espiritualista del centenario (Muñoz, 1998).
Finalmente, y retomando lo planteado por Bürger en relación con la noción de institución —en tanto parámetro que pretende funcionar como límite entre lo que es y no es considerado arte a partir de un principio de normatividad que aspira a regular las pautas de conducta de los productores y receptores—, más allá de su limitación temporal se debe tener en cuenta que en el caso analizado existe una baja normatividad. Esto significa que la institución no es capaz de imponer, con la suficiente fuerza, un criterio excluyente que delimitase claramente un adentro-afuera.
En resumen, la relación entre enseñanza artística y mecanismos de institucionalización supone la reelaboración de planteamientos sobre el proceso de modernización cultural en Occidente, así como también la inclusión de otras variables vinculadas con la relación centro-periferia, intervención-espontaneísmo, el problema de la construcción de un arte (y una identidad) nacional y las corrientes de pensamiento artístico-intelectual y político del periodo.
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