Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

v76n1r2Rodolfo Aguirre Salvador. Un clero en transición. Población clerical, cambio parroquial y política eclesiástica en
el arzobispado de México, 1700-1749
. (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación/Bonilla Artiga Editores, 2012), 372 pp.

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Reseñado por:
Marta Eugenia García Ugarte

Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México

Rodolfo Aguirre Salvador presenta la situación del clero del arzobispado de México, a nivel parroquial y diocesano. Construye su obra en torno a tres ejes analíticos. El primero registra los esfuerzos por contar con un centro de formación de excelencia para el clero diocesano. El segundo eje atiende los problemas de las nuevas generaciones clericales para encontrar un acomodo en la estructura eclesiástica y los conflictos suscitados por las condiciones del clero regular, que no sólo contaba con muchas doctrinas sino que tenía más rentas y disfrutaba de una gran autonomía por las diversas facultades concedidas por los pontífices, desde la famosa Omnimoda de Adriano VI, del 10 de mayo de 1522. El tercer eje lo constituyen los problemas políticos de la Iglesia ante el cambio político que se había registrado por la guerra de sucesión de España a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones sustituyeron a los Habsburgo.

Uno de los temas analizados por el autor es el proceso de secularización de las parroquias o doctrinas administradas por el clero regular. Ese proceso se encuentra estrechamente relacionado con el otro tema esencial de la obra, la formación del clero diocesano. Por ejemplo, el arzobispo de México, José Lanciego Eguilaz, propuso a la Santa Sede, en 1720, secularizar 60 doctrinas. Aunque la petición no fue aceptada, se puso sobre la mesa la necesidad de secularizar las doctrinas que estaban bajo la administración del clero regular en el arzobispado de México. No era un proyecto nuevo. Juan de Palafox y Mendoza, quien fuera consagrado obispo de Puebla de los Ángeles el 27 de diciembre de 1639, se distinguió por su empeño en fortalecer el clero diocesano, secularizar las doctrinas de las congregaciones religiosas y establecer de forma clara la autoridad y la jurisdicción episcopal. El obispo Palafox fue punta de lanza de los proyectos modernizadores de la monarquía católica, tal y como la concebía Juan de Solórzano Pereira (1575-1655): "como ámbito universal compuesto por muchos reinos, en que todo poder descendía del soberano" (David Brading (1991). Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867. México: Fondo de Cultura Económica, p. 253).

"En la Nueva España, los mendicantes se habían resistido a todos los intentos de la jerarquía mexicana por efectuar inspecciones y nombrar curas, prefiriendo administrar sus doctrinas con pequeños grupos de frailes" (Ibid., p. 250). El asunto no estuvo definido de forma clara hasta 1624 y 1634, cuando el Consejo de Indias publicó los decretos que exigieron la observancia de las leyes tridentinas.

En 1749 la Corona decretó el inicio de la secularización. La Mitra de México estaba lista y preparada para llevarla a cabo. Tres años más tarde, en 1752, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas informó que el proceso de secularización de 12 doctrinas, agustinas y dominicas, en el arzobispado había sido un éxito. Con esos resultados, la cédula de 1749 se aplicó a todos los obispados indianos en 1753. El informe fue una cuenta alegre. Los conflictos entre el clero regular y secular por la secularización todavía estaban presentes a finales del siglo XVIII.

El proyecto secularizador conllevaba de forma explícita el establecimiento del seminario conciliar para formar a los clérigos que iban a sustituir a los regulares. Lo mismo había sucedido en Puebla. El obispo Palafox se vio obligado a fundar el seminario diocesano de San Pedro y San Juan en 1643, para contar con los clérigos seculares que pudieran asumir la dirección de las doctrinas. A partir de esa fundación, tanto el arzobispado de México como otras diócesis empezaron a fundar sus seminarios: México, 1697; Oaxaca, 1673; Guadalajara, 1696; Puebla, 1643. De las diócesis existentes en el siglo XVII, sólo Yucatán, Durango y Morelia carecían de seminario.

El seminario conciliar del arzobispado de México tuvo dificultades para consolidarse, debido a la competencia del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, dirigido por la Compañía de Jesús, que era el principal centro de formación en la Nueva España. La competencia, que era avalada por la histórica participación de la compañía en la enseñanza, también se mantenía porque los estudiantes del seminario acudían a estudiar filosofía con los jesuitas en el Colegio San Pedro y San Pablo. La razón era simple: los mejores catedráticos se encontraban en los colegios jesuitas. El dominio académico de los jesuitas y la riqueza de la orden, que tantas envidias y celos causaban, pueden seguirse en el decreto de expulsión de 1767. La expulsión de los jesuitas dejó devastada la educación en la Nueva España. También fue la expresión extrema de los conflictos de autoridad que enfrentaban los obispos con las órdenes religiosas.

Aguirre Salvador presenta una casuística generosa sobre las desavenencias entre el clero regular, los obispos y los jueces eclesiásticos. También registra el malestar de la Iglesia novohispana por la política eclesiástica de los Borbones, en particular sobre donativos, exacciones y el subsidio eclesiástico, que era el cobro de 10% de todas las rentas eclesiásticas.

La falta de formación rigurosa del clero conllevó su reforma, tal y como lo planteó el Concilio de Trento. En la Nueva España, las disposiciones que deberían considerarse para ser ordenado (edad, buenas costumbres, patrimonio propio y conocimiento del latín) empezaron a tomar forma a partir del III Concilio Provincial. Sin embargo, se asentó que los individuos podrían ordenarse, aun cuando no contaran con patrimonio propio, si conocían una lengua indígena. La decisión echó por tierra la protesta de fray Pedro de San Sebastián a Felipe II, el 10 de junio de 1586, quien desafió al rey a presentar un solo candidato del clero secular que "supiera lenguas, que confiese sin intérpretes" (León Lopetegui y Félix Zubillagada (1965). Historia de la Iglesia en la América Española. Desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. México, América Central, Antillas, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, p. 189).

La necesidad del conocimiento de lenguas se mantuvo constante, a pesar de que a lo largo del siglo XVIII la corona promovió la castellanización de los habitantes. La dificultad de comunicación de los obispos con sus feligreses los llevó a fundar, como lo hizo el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, escuelas de castellano. Esa misma dificultad tuvo el arzobispo Lorenzana, quien pedía que sus feligreses indígenas, al menos, pudieran contestar el saludo de su arzobispo. Sin embargo, la ordenación de Lenguas siguió vigente, y fue permitida, en el IV Concilio Provincial Mexicano.

A principios del siglo XVIII, en los años de la sede vacante del arzobispado de México, entre 1708 y 1712, los requisitos para la ordenación sacerdotal fueron muy flexibles y la pobreza en la formación del clero secular fue una constante. El arzobispo José Antonio Vizarrón Eguiarreta, 1730-1748, denunció que el clero criollo "era ignorante y mediocre, incluyendo a los doctores". La afirmación es de tenerse en cuenta, porque el arzobispo anterior había puesto un empeño enorme por mejorar la condición intelectual de su clero. También es importante porque muchos obispos de la segunda mitad del siglo XVIII, como lo expresó el arzobispo de México Alonso Núñez de Haro y Peralta (1772-1780), se preocuparon por que los candidatos al sacerdocio tuvieran "las condiciones y cualidades necesarias para desempeñar su ministerio con dignidad" (Alonso Núñez de Haro y Peralta (1807). Carta Pastoral del 2 de julio de 1777. Madrid: Imprenta de la Hija de Ibarra, 1807. En Carmen-José Alejos Grau (2001). "Vida cotidiana del clero novohispano en el apogeo de la ilustración colonial". UkuPacha, Revista de Investigaciones Históricas 12 (julio): 77; consultado en <http://www.unav.es/ad/userfiles/Cvfiles/files/2714>).

La guerra de independencia frustró el proyecto de mejoramiento de los seminarios que se había efectuado en Puebla, Morelia y México, a fines del siglo XVIII. Las sabias prácticas de una selección rigurosa tanto de los estudiantes como de los maestros se fueron perdiendo y las vocaciones tendieron a disminuir.

El ingreso al clero era una oportunidad para modificar la situación social. Había vocaciones genuinas de servir a Dios y buscar el bien espiritual del prójimo. Pero también estaban aquellos que tenían empeños temporales más que una divina vocación. Para la población de escasos recursos, la vocación significaba vivir de la administración eclesiástica y tener capacidad de sostener a su familia. Para los hijos de familias acomodadas, el ingreso al clero era la oportunidad de acceder a los altos puestos de la jerarquía o del cabildo eclesiástico. Sin embargo, los candidatos que se encontraban situados en una escala social desfavorable tenían escasas posibilidades de alcanzar sus aspiraciones. A pesar de ello, Aguirre documenta el ascenso, aun cuando moderado, de clérigos de la nobleza indígena a principios del siglo XVIII. El hecho es importante, porque a pesar de los primeros intentos efectuados por los franciscanos, la nobleza indígena había sido relegada del sacerdocio. Incluso, el primer Concilio Provincial mexicano prohibió expresamente dar las órdenes a mestizos, indios y mulatos. No fue sino hasta 1585 cuando el III Concilio permitió la recepción de algunos indios y mestizos que fueran sobresalientes en sus estudios. De esa manera, de 1647 a 1749 alrededor de 40 hijos de caciques ocuparon las becas de erección del Seminario. La presencia del clero indígena permitió un mayor arraigo del clero secular.

El arzobispado de México se asentaba en diversos territorios con climas, actividades productivas y condición social de sus habitantes diferentes. Esa diversidad y el crecimiento de la población, tanto de españoles, mestizos e indios, y una economía en expansión, demandaban un número considerable de clérigos. En otro orden, la consolidación de la hacienda, como sistema productivo dominante en el siglo XVII, provocó la concentración de una población en sus terrenos, que era demandante de servicios espirituales. Esa transformación generó conflictos de jurisdicción entre las doctrinas y curatos con los capellanes de las haciendas. Para los curas párrocos, los hacendados, los nuevos desalmados conquistadores, concentraban a la población indígena en sus terrenos para tenerlos a su disposición. Además, en las haciendas no aprendían la doctrina y se entregaban a los vicios. Esos conflictos cruzaron el siglo XVIII y constituyen una de las principales problemáticas de la Iglesia durante el siglo XIX.

El heterogéneo clero del arzobispado de México compartía muchos intereses con la sociedad novohispana. También es cierto que las diferencias sociales cruzaban las estructuras clericales. Esas diferencias dependían de los vínculos familiares y sociales y de la ubicación geográfica. La información sobre los clérigos podría ser analizada con mayor profundidad si se supiera el origen geográfico de los venerables curas beneficiados con la renta. Ése es un trabajo que está pendiente.

La información documental de clérigos y de rentas del arzobispado que se integra en el libro es muy valiosa. Un tema espinoso, que no elude el autor, es el destino que daban los párrocos a sus ingresos y las actividades económicas en que se ocupaban para garantizar un fondo familiar. Los curas se involucraban en negocios particulares que implicaban la utilización de los servicios personales y el trabajo de los fieles. La situación, a pesar de ser denunciada por la feligresía, perduró a lo largo del siglo y en el siguiente también.

El estudio de Aguirre Salvador, bien documentado en fuentes primarias, nacionales e internacionales, presenta la situación de la Iglesia novohispana no sólo con respecto a su estructura interna, la composición de su clero y las divergencias con el clero regular, sino también en relación con el proyecto reformista de la Corona española en tiempos de los Borbones y con el papado. También pone en evidencia los grandes vacíos de la historia eclesiástica. Entre ellos, son de mencionar la historia parroquial y los acomodos y dificultades en las diversas jurisdicciones del arzobispado por la fuerza y el arraigo de las élites locales.

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