Hugo José Suárez, Verónica Zubillaga y Guy Bajoit (coordinadores). El nuevo malestar en la cultura (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales, 2012), 412 pp.
Reseñado por:
Adriana Murguía Lores
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
En las Lecciones de sociología publicadas en 1912, Émile Durkheim afirmaba que el culto al individuo estaba destinado a convertirse en un elemento central de la cultura de las sociedades contemporáneas, en una muy particular forma de la religión. En este sentido, afirmaba que "los sentimientos que tienen por objeto al hombre, a la persona humana se han hecho muy fuertes [...] [el hombre] es el fin por excelencia en relación con el cual todos son secundarios. Porque la moral humana se ha elevado por encima de todas las otras morales" (cito por la edición de 1974, Buenos Aires: Schapire, p. 108).
Creo que este diagnóstico durkheimiano constituye el trasfondo en el que adquiere pleno sentido el malestar en la cultura que abordan los trabajos que componen el libro reseñado. Dicho diagnóstico parte de dos principios. En primer lugar, a diferencia de Max Weber, que entendió los procesos de racionalización de las sociedades modernas como un vaciamiento de significado, Durkheim renunció al proyecto de desmitificación y en su obra tardía colocó a las emociones y al significado como los ejes que guiaron sus análisis sobre la religión, la educación y la moral, la ley y la política. En segundo lugar, como muestra la cita, a su juicio el foco de dichas emociones y significados lo constituirían, de manera cada vez más insistente, los individuos.
Las previsiones de Durkheim muestran hoy, a un siglo de haber sido publicadas, plena vigencia, y el libro coordinado por Hugo José Suárez, Verónica Zubillaga y Guy Bajoit constituye una valiosa contribución a la comprensión de las formas en que dichas previsiones se manifiestan en diferentes contextos de las sociedades latinoamericanas. Pero el texto va más allá, porque hay algo que falta en el diagnóstico durkheimiano, porque lo que éste no alcanzó a ver es la magnitud en que el despliegue de los procesos de individuación de las sociedades modernas habría de convertirse en una fuente importante tanto de anomia como de malestar individual, y no sólo en el fundamento de una nueva moralidad. Surgen entonces las preguntas que se plantean a lo largo del libro: ¿De dónde viene dicho malestar? ¿Qué consecuencias tiene? ¿Cómo le hacen frente los individuos que lo padecen?
En relación con la pregunta sobre el origen del malestar, el texto de Bajoit reflexiona sobre la relación entre la libertad y la alienación, y afirma que el malestar emerge como producto de una profunda mutación cultural que transforma la subjetividad de los individuos contemporáneos. Si en la primera modernidad el modelo cultural del individuo giraba en torno a la conflictiva relación entre pasión y razón, y a la imposición de esta última por medio de una moral burguesa frugal, ascética, guiada por la voluntad, el gobierno de la conducta y el tiempo soteriológico que analiza el capítulo de Daniel Gutiérrez, el giro cultural al que se refiere Bajoit supone la emergencia del modelo cultural identitario, que trae consigo la paulatina sustitución del sujeto normativo —el objeto del original El malestar en la cultura de Freud—, cuyo lugar lo ocupan sujetos que reclaman derechos cada vez más amplios y particulares, de manera que, con este cambio, los individuos adquieren al mismo tiempo el derecho y la obligación a realizarse tal como autónomamente lo decidan, a ser felices y a gozar de libertad.
¿Pero por qué habrían de convertirse estos mandatos en fuente de malestar si en principio se presentan como el pleno reconocimiento del derecho a la autodeterminación que la modernidad prometía a los individuos? La respuesta radica en el enorme abismo que existe entre esas expectativas (de libertad) y la experiencia cotidiana de los sujetos (de alienación). Podemos afirmar entonces que el malestar surge, parafraseando a Norbert Lechner, de la traducción biográfica de las condiciones estructurales de las sociedades contemporáneas, como ilustran ampliamente los artículos que componen el libro.
Si la subjetividad es la encarnación de la cultura, de sus símbolos, mitos e imaginarios, la distancia entre las expectativas que produce la interiorización de los significados y la posibilidad efectiva de realizarlos —enfrentados los individuos a estructuras sociales que se convierten en verdaderos obstáculos para la puesta en práctica de los ideales— no puede más que convertirse en fuente de tensión existencial, como afirma Bajoit. En La sociedad individualizada, Zygmunt Bauman describe sucinta y claramente esta tensión: en principio uno es responsable de sí mismo, pero inevitablemente depende de condiciones que escapan constantemente no sólo a nuestro control, sino inclusive a nuestra comprensión. Lo que resulta es que la biografía se convierte en la solución siempre precaria de esta tensión sin solución.
Los textos de Adela Bork, Patricia Urquieta y colaboradoras, Hugo José Suárez, Patricia Ramírez Kuri y Verónica Zubillaga ilustran las formas en que los procesos ligados a este desarrollo producen tensiones y malestar a diferentes actores.
Bork aborda la situación de los jóvenes transgresores de la ley en Chile y afirma que en su caso el malestar emerge por el acceso desigual a lo que en principio es derecho de todos. Si bien los jóvenes infractores reconocen el ideal generalizado del respeto a las normas y la responsabilidad, no otorgan a su situación particular un significado diferente, lo que crea un abismo entre las instituciones y su vida cotidiana, y esta distancia la experimentan como una forma de exclusión.
Esta experiencia de exclusión, que recorre a las sociedades latinoamericanas en su conjunto, adquiere nuevas dimensiones con el tránsito del modelo cultural industrial al identitario: ya no se trata sólo de la pobreza, sino de formas de exclusión relacionadas con identidades políticas y culturales.
Precisamente en relación con las identidades culturales, el texto de Patricia Urquieta y sus colaboradoras reflexiona sobre las demandas que enfrentan las mujeres a partir del bosquejo de dos historias de vida de mujeres en La Paz. Su análisis muestra que, más allá de la diferencia enorme entre sus biografías, ambas comparten la angustia que produce ser mujer hoy: a pesar de la conquista formal de derechos y el reconocimiento de las identidades político-culturales de las mujeres, en la práctica no se abandonan los arquetipos tradicionales de madre y mujer, de manera que la vida cotidiana de estas mujeres se desarrolla en una permanente tensión entre las obligaciones y las aspiraciones que supone el modelo contemporáneo y las del modelo tradicional.
El de las mujeres es un caso entre muchos otros en los que nos encontramos, como afirma Suárez, con identidades fragmentadas que traen consigo dispersión e indefinición de roles, y como muestra su análisis de los reflejos del malestar de la cultura en el cine mexicano, esta fragmentación produce incertidumbres que se manifiestan como desidia, como si la enormidad de los retos por enfrentar condujera no a la acción, sino a la pasividad y al desánimo. Un desánimo que la pérdida de credibilidad en las instituciones tradicionales no hace sino magnificar.
Si efectivamente las instituciones tradicionales —la familia, la escuela, el trabajo— pierden su capacidad de fungir como referentes para la integración y la construcción de sentido de los individuos, esta falta se traduce en una ausencia de narrativas y proyectos colectivos, de propósitos comunes que funjan como contrapesos a la individuación exacerbada.
El artículo de Patricia Ramírez Kuri reflexiona sobre las formas en que esta ausencia se manifiesta en la vida urbana contemporánea, lugar privilegiado de las transformaciones sociales, políticas y económicas que se entretejen en la producción de malestar para sus habitantes. La ciudad se convierte en un lugar de conflicto en el que se disputa no sólo el espacio mismo, sino también nociones contrapuestas de ciudadanía y de participación, en el que se reivindican cotidianamente derechos cada vez más amplios y nunca plenamente satisfechos.
Una clara ilustración de las diferentes concepciones sobre la participación en la ciudad es el texto de Marisela Hernández sobre la reacción de los jóvenes universitarios caraqueños ante los procesos políticos encabezados por Hugo Chávez. Además de mostrar que dichas reacciones son profundamente emocionales —influidas en gran medida por el tono del discurso de Chávez mismo—, el trabajo enfatiza que son también muy excluyentes: se les niega a los otros (es decir, a quienes suscriben una posición frente al régimen diferente a la propia) el reconocimiento que, como bien dice la autora, requiere una vida democrática. Siendo así, estos grupos construyen identidades más cercanas a las tribus —en el sentido de Michel Maffesoli— que a la ciudadanía.
En un sentido similar parecería encaminarse el caso de los jóvenes raperos de los barrios populares de Caracas que analizan Verónica Zubillaga y María Teresa García. Al experimentar exclusión material, violencia y falta de reconocimiento, estos jóvenes componen canciones en las que reivindican identidades dramáticas —en la forma del mensajero esclarecido y el guerrero urbano— que constituyen réplicas discursivas a las situaciones estructurales que enfrentan. Si en los discursos oficiales y de sentido común se les estigmatiza y responsabiliza de la delincuencia, ellos responden construyendo identidades que los revalorizan como testigos privilegiados de la realidad urbana.
Los trabajos de Miguel Hernández y Elizabeth Araiza echan luz sobre formas a las que acuden los individuos para hacer frente al malestar que constituyen la otra cara de la violencia y la exclusión. En el primero se analiza la meditación budista como vía para deconstruir el sufrimiento. En el segundo, la artialización del mundo que oscila entre la búsqueda de la felicidad y el abandono al pathos. A pesar de sus evidentes diferencias, ambos muestran que las vías para orientarse frente a la incertidumbre y el desasosiego son muy diversas y que, sin lugar a dudas, la espiritualidad y el arte ocupan un lugar importante para, en palabras de Eugenia Allier, tramitar el sufrimiento.
El trabajo de esta última aborda otra de las posibilidades de hacerlo, esta vez en relación con un sufrimiento infligido en el pasado —el 2 de octubre de 1968— pero que sigue presente. Su texto analiza cómo, mediante la construcción de una memoria que privilegia los hechos de esa tarde sobre el conjunto del movimiento estudiantil, una memoria que denuncia la represión y cuyas demandas cambian con los ritmos políticos del país, los actores han podido hacer frente a una historia dolorosa que sigue abierta.
Bajoit concluye que, en términos generales, el malestar de la cultura expresa la mutación entre un conjunto de normas que han perdido legitimidad y, por lo tanto, capacidad de producir integración, y otro que no se ha instalado plenamente, por lo que este profundo cambio lo experimentan los individuos como una crisis en la que se combinan anomia y fatalismo.
La lectura del libro permite añadir un par de reflexiones sobre las particularidades con las que este malestar se manifiesta en América Latina. En primer lugar, me parece evidente que en la región se combinan las aspiraciones que traen consigo las nuevas expresiones identitarias que suponen una filiación voluntaria, con añejas formas de exclusión social ligadas a las categorías asignadas de clase, raza y género, y la forma en que interactúan estas dos dimensiones se convierte en un camino obligado para el análisis.
En segundo lugar, a mi juicio el malestar proviene también de la tensión entre dos nociones distintas de ciudadanía: por un lado, la ligada a la tradición francesa, que privilegia la comunidad de valores, y por otro la anglosajona, que pone el acento en la disposición individual de derechos y obligaciones. Pareciera que es esta última la que se liga más directamente al malestar, porque la expansión inédita de derechos individuales y su permanente incumplimiento no pueden más que producir, como afirma Bajoit, desánimo. Pero la falta de propósitos comunes no deja de jugar un papel importante, y habría que preguntarse si no tendríamos que buscar la forma en que estas dos nociones convivan de manera que se abra la posibilidad de aminorar la penosa experiencia de desarraigo que producen las condiciones sociales en las que viven millones de individuos hoy.