The end of the old Chilean agrarian regime (1955-1965)
Antonio Bellisario*
* Doctor en Planificación Urbana por la Universidad de California, Los Ángeles. Metropolitan State University of Denver. Temas de especialización: sustentabilidad urbana, globalización, agricultura y sistemas agrarios. Department of Earth & Atmospheric Sciences, Science 2026, Metropolitan University College of Denver, 1201 5th Street, Denver, Colorado, 80204, United States of America. Tel.: (303) 352-4278. Fax: (303) 556-4436. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.
Recibido: 28 de julio de 2012
Aceptado: 26 de febrero de 2013
Resumen
Este artículo analiza la estructura agraria del sistema hacendal chileno durante el periodo inmediato anterior a la aplicación de la reforma agraria (1955-1965). Observa la transición al capitalismo agrario moderno, el desarrollo agrícola y la cuestión de la tierra. Argumenta que dicho sistema monopolizaba la mayoría de los recursos agrícolas en Chile, de manera especial la propiedad de la tierra. Sostiene que desde 1930 en adelante, el desempeño de la agricultura estuvo en franco estancamiento. Además, sugiere que la razón principal de este retraso agrícola radicaba en la incapacidad del sistema hacendal para transformarse en un moderno sistema agrario.
Palabras clave:Chile, sistema hacendal, desarrollo económico, cambio agrario, productividad agrícola.
Abstract
This article analyzes the agrarian structure of the Chilean hacienda system during the period immediately before the agrarian reform (1955-1965), looking particularly at the transition to modern agricultural capitalism, agricultural development and the land question. It argues that the hacienda system monopolized the majority of agricultural resources in Chile, especially land. It holds that from 1930 onwards, agricultural productivity of the hacienda system stagnated. It further suggests that the main reason for this agricultural downturn was the inability of the system to modernize.
Keywords: Chile, hacienda system, economic development, agrarian change, agricultural productivity.
En años recientes, la agricultura chilena ha alcanzado un alto dinamismo y una mayor participación en la economía global. El proceso modernizador del agro ha conducido a un sostenido auge agrario que tiene como motor de desarrollo el sector agroindustrial exportador. Este sector adquirió en las últimas décadas un dinamismo importante. La producción agroindustrial ha llegado a ser la segunda actividad productiva más importante del país (después del sector minero y seguida por la actividad acuícola). Desde mediados de la década de los años ochenta, las exportaciones de base agrícola (como frutas y vinos), acuo-alimentaria (como el salmón) y forestales (la celulosa y los wood-chips) contribuyen con más de 46% del valor total de las exportaciones, valor que supera con creces las importaciones agropecuarias. Este sostenido crecimiento de la agroexportación es un importante pilar del crecimiento económico de Chile y de su inserción en la economía global. Esta situación actual contrasta con la relativa precariedad del pasado agrícola reciente del país. Durante el periodo que abarca de 1930 hasta la década de los setenta, la agricultura chilena se encontraba empantanada en la ley de los rendimientos decrecientes. La muy baja productividad agrícola no conseguía alimentar a la creciente población urbana ni producía excedentes para la exportación.
En este artículo analizo las causas del bajo rendimiento del sistema agrario chileno durante el periodo inmediato anterior a la aplicación de la reforma agraria (1955-1965). Observo las características del viejo sistema hacendal1 chileno, esto es, la estancada transición al capitalismo agrario moderno, el bajo desarrollo agrícola y la concentración de la tierra agrícola en unas pocas manos. A partir de los datos fácticos, argumento que el sistema hacendal monopolizaba la gran mayoría de los recursos agrícolas en Chile, y sostengo que desde 1930 en adelante, el desempeño de la agricultura estuvo en franco estancamiento. La superficie de la tierra agrícola se mantuvo constante cuando la población creció, mientras que la productividad y el rendimiento de algunos productos alimenticios cruciales declinaron. La razón principal de este retraso agrícola radicaba en la incapacidad del sistema hacendal para transformarse en un moderno sistema agrario. Además, sugiero que el proceso de reforma agraria (1965-1980) destruyó el antiguo régimen hacendal para luego permitir el surgimiento de la actual agricultura exportadora. En suma, antes de la implantación de la reforma agraria, Chile no había concluido la transición total al capitalismo moderno debido a la persistencia del anticuado (aunque moribundo) sistema hacendal.
En resumen, este trabajo es un intento de entregar los lineamientos generales y presentar una estructuración de los principales problemas y consecuencias del sistema hacendal chileno durante el periodo inmediato anterior a la aplicación de la reforma agraria. En este sentido, presento el material organizado alrededor de un tema central: la interrelación de la estructura socioespacial del sistema hacendal chileno y el patrón chileno de desarrollo agrícola y cambio agrario. La mayor parte de la información sobre la que están basadas las generalizaciones aquí presentadas es el resultado de un análisis de las fuentes secundarias.
El estudio se limita a la zona centro-sur de Chile (de la IV a la X Región); no comprende el extremo norte (desierto de Atacama) ni el extremo sur del país (Patagonia). Esta zona centro-sur es el área de ocupación original desde el periodo colonial. Además, es la zona más importante para la agricultura debido a la calidad de sus suelos y su clima mediterráneo. En la década de los años sesenta, contaba con 76% de las tierras de regadío y producía alrededor de la mitad del valor agrícola.
Estructura social del sistema hacendal: la incompleta transición al capitalismo agrario
El desarrollo de la estructura agraria en el periodo colonial y su consolidación durante el siglo XIX tuvieron un impacto significativo en el desarrollo integral de Chile. De hecho, una de las características más perdurables de la política chilena ha sido la relación directa entre la propiedad de la tierra y el poder político (Corvalán, 1970; Bengoa, 1988, 1990; Gil, 1969; Loveman, 1976; Zeitlin, 1984; Zeitlin y Ratcliff, 1988). En efecto, "la propiedad de la tierra en Chile ha sido la base económica principal para el ejercicio del poder y uno de los factores condicionantes básicos del gobierno" (Gil, 1969: 164). Podemos rastrear la evolución de esta constante histórica desde los primeros siglos de control español, cuando una pequeña élite de colonizadores españoles afirmó un monopolio sobre la mayoría de las mejores tierras agrícolas de Chile central (Góngora y Borde, 1956; Góngora, 1960, 1970).
Durante el siglo XIX, españoles y mestizos pobres subsistían de forma difícil, cultivando pequeños predios en las márgenes de las grandes haciendas. Estos campesinos pagaban al propietario el arriendo de la tierra con productos agrícolas y, con menos frecuencia, cumplían algunos servicios personales; de ahí su definición de campesinos-arrendatarios. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, estos campesinos comenzaron a pagar con más frecuencia el canon de arriendo en trabajo o servicios personales, vinculación que pasó a denominarse "obligación". Así, de manera paulatina los campesinos-arrendatarios se transformaron en trabajadores-residentes permanentes de las haciendas y comenzó a llamárseles "inquilinos". Esta forma de subtenencia llegó a ser conocida en Chile como inquilinaje y fue el elemento central y distintivo del sistema de grandes haciendas (Kay, 1977; sobre los orígenes históricos y la evolución de los inquilinos, véase Góngora, 1960).
A finales del siglo XVIII, la Corona española permitió la exportación de trigo chileno al mercado peruano. En espera de capitalizar grandes ganancias con este comercio, los hacendados buscaron incrementar la producción triguera con un mínimo de cambio tecnológico. La solución implantada fue imponer más obligaciones de trabajo o de servicios a los inquilinos. Por lo tanto, éstos tuvieron que transformar sus economías de subsistencia por una economía cautiva dentro de la emergente empresa patronal. Las primeras décadas del siglo XIX fueron un periodo de transición para la institución del inquilinaje; de manera lenta, los inquilinos comenzaron a desempeñar un doble papel económico dentro de las haciendas: por un lado, eran productores agrícolas en su asignación de tierra; por otro, eran trabajadores agrícolas en la empresa patronal. Este mecanismo vino a constituir la diferencia específica de este sistema rural de trabajo (Bauer, 1994; Gay, 1973).
Hacia el final de la década de los años cincuenta y principios de los sesenta, el sistema hacendal estaba caracterizado por un pequeño número de grandes propiedades, el latifundio, que concentraba 80% de la tierra agrícola.2 Este sistema también incluía un gran número de pequeñas propiedades, conocidas como los minifundios —localizados en las cercanías de las grandes haciendas—, que contaban con menos de 10% de la tierra agrícola del país. El sistema hacendal, o el sistema latifundio-minifundio, como también se le denominó, era un sistema socioeconómico de producción agrícola y fuente de poder político constituido por las economías mutuas y dependientes de hacendados y campesinos (Baraona, Aranda y Santana, 1961; Delgado, 1965). Su estructura era jerárquica y coercitiva, algo similar al sistema señorial europeo, como lo ha demostrado de forma contundente Cristóbal Kay (1974, 1980a). La gran diferencia entre el sistema hacendal y el feudalismo europeo radica en que los campesinos en el primer caso no tenían vínculos legales o consuetudinarios y/o demandas de propiedad sobre la tierra (Kay, 1980b; Huggett, 1975: 18).
La hacienda era un sistema social jerarquizado con relaciones coercitivas entre los hacendados agrarios y los campesinos residentes, que proporcionaban al hacendado una importante fuente de poder sociopolítico en el ámbito nacional. Por ejemplo, aquellos inquilinos que apenas podían leer y escribir su nombre fueron inducidos a registrarse en el partido político de los hacendados y eran persuadidos —y en algunos casos forzados— a votar por el candidato del hacendado desde 1874, cuando el Congreso aprobó la ley que concedía el sufragio masculino a aquellos que podían leer. La reforma electoral de 1958, que estableció la cédula única y eliminó los pactos electorales de partidos, cambió esta práctica. La introducción del voto femenino en 1949, que concedió a las mujeres el derecho a votar en elecciones nacionales, en conjunto con las reformas de 1958, proporcionó el cambio institucional que permitió al partido Demócrata Cristiano ganar las elecciones en 1964 (Gil, 1962, 1969; Urzúa, 1992). Refiriéndose a este proceso, Arnold Bauer ha declarado que "desde 1870 en adelante, los terratenientes fueron capaces de dotar a sus trabajadores, de manera fraudulenta o no, y fomentar, o si es necesario comprar, su voto" (1992: 28).
Estas relaciones de dependencia entre los inquilinos y hacendados agrarios proveyeron a los últimos con el control absoluto de las relaciones económicas y sociales en sus haciendas y en el campo circundante. Los hacendados agrarios ejercitaron sus poderosas influencias en la política local, la justicia y la educación rural. De este modo, ellos también controlaban a la población rural externa en los pueblos aledaños (Loveman, 1976).
El principal objetivo de la clase terrateniente era retener su poder en la política nacional para mantener su poder de veto sobre la política agraria. En este sentido, los hacendados agrarios formaban una vieja clase señorial aristocrática (Bauer, 1975a, 1975b; Góngora, 1970; Góngora y Borde, 1956; Stabili, 1996). Ellos poseían sus haciendas como insignias de prestigio social y como fuente de actividad empresarial para la agricultura comercial de mercado.
Las propiedades rurales ayudaron a los hacendados a mantener y proteger sus privilegios de clase al disponer de la servidumbre y del apoyo electoral de sus trabajadores agrícolas. La propiedad rural de la tierra para la clase terrateniente fue el elemento cardinal de su base económica, así como también la fuente de su poder político mediante el dominio que cimentaron sobre los trabajadores rurales. Andrés Pascal argumenta, contrariamente, que esta relación estaba basada en vínculos personales y clientelismo más que en relaciones de dominación (1971: 22).
En 1960, Chile tenía una población total de 7.6 millones, de los cuales 2.6 millones fueron clasificados como rurales. La fuerza laboral total era de 2.7 millones, de los cuales 732 700 estaban dedicados a la agricultura, o 26% de la fuerza laboral total del país (Garrido y Errázuriz, 1973: 5). El estudio más comprensivo que intentó caracterizar empíricamente la estructura social del sector agrario en el periodo de prerreforma agraria fue realizado por el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola (CIDA, 1966). El estudio del CIDA fue la exposición más influyente que sostuvo que la estructura agraria de Chile estaba retrasando la modernización general del país.
El cuadro 1 representa la clasificación elaborada por el CIDA de las clases sociales agrarias de acuerdo con los datos del censo agropecuario de 1955. Estos datos muestran que, a mediados del decenio de 1950, 40% de la fuerza de trabajo agrícola dependía del sistema socioeconómico del latifundio (los campesinos residentes en las haciendas).
Estructura espacial del sistema hacendal: la cuestión de la tierra
Hasta aquí me he concentrado en la estructura social del sistema hacendal chileno. Me referiré ahora a la estructura espacial agraria de principios de los años sesenta. Este nuevo enfoque revela una marcada subutilización de la tierra agrícola en Chile. También revela que no era la escasez de tierra la causa de la cuestión de la tierra o del problema agrario. El problema central radicaba en que Chile se caracterizaba por una extrema concentración de la tierra y los recursos, con una de las distribuciones más desiguales del mundo.
En Chile central, la disponibilidad del agua ha sido el elemento más importante para determinar la productividad de la tierra agrícola. Debido al clima mediterráneo imperante en esta zona, las precipitaciones ocurren durante el invierno y sigue a éste una estación calurosa y seca. Tradicionalmente, la siembra de los campos se efectúa en la primavera y la cosecha se realiza durante el verano. Por lo tanto, el ciclo de crecimiento de los cultivos se lleva a cabo durante la estación seca, así que las tierras de riego son extremadamente importantes.
La tierra arable en Chile se concentra en el Valle Central, la región agrícola más importante. El Valle Central es una depresión longitudinal, desde la provincia de Aconcagua por el norte hasta la provincia de Ñuble en el sur, la cual corre de norte a sur entre las montañas de los Andes y la Cordillera de la Costa. Tiene una superficie aproximada de 7 millones de hectáreas (70 000 kilómetros cuadrados), que abarca cerca de 9% de la superficie total de Chile continental. De acuerdo con las estadísticas de principios de los años sesenta, el Valle Central concentraba 39% de las tierras arables y 76% de las tierras de riego del país (Chile, 1968). Además, cerca de 45% del valor agrícola era producido en esta región y era el lugar de residencia de 90% de la población. Por lo tanto, la agricultura intensiva estaba concentrada principalmente en el Valle Central, la región con los mejores suelos agrícolas, un óptimo clima mediterráneo y un elaborado sistema de riego por gravedad.
Al final de los años sesenta, con los nuevos datos aportados por el Censo Agropecuario de 1965, se publicaron las estadísticas revisadas de la capacidad potencial del uso del suelo. Según este estudio, el área continental de Chile es de 75.6 millones de hectáreas. De este total, las tierras arables con aptitud agrícola cubren sólo 4.6 millones de hectáreas (1.2 millones de hectáreas de tierra de riego y 3.4 millones de hectáreas de tierras de secano), muy por debajo de la estimación de 11 millones de hectáreas hecha por el Ministerio de Agricultura en 1957 (Chile, 1957). Las tierras no arables con aptitud ganadera corresponden a sólo 8.5 millones de hectáreas (11.2% de la superficie total de Chile); también resultaron ser de menor extensión que los 19 millones estimados en 1957. Las tierras con aptitud forestal (bosques naturales y de explotación) cubren sólo 11.7 millones de hectáreas (15.5% de la superficie del país). De esta forma, la gran mayoría del territorio, 50.8 millones de hectáreas (67% de la superficie), no tiene ningún uso potencial agrícola, ganadero o forestal (Chile, 1968).
Los 4.6 millones de hectáreas de tierra arable representan solamente 6.1% del área total del país (cuadro 2). De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (fao), otros países latinoamericanos tienen porcentajes más altos (por ejemplo, Argentina, 10.7%; México, 12%, y Uruguay, 8%). En términos de cifras absolutas, todos estos países, con la excepción de Uruguay, el cual es más pequeño que Chile, tienen una superficie arable más grande. En 1965, la disponibilidad per cápita de la tierra arable era de 0.5 hectáreas por habitante, la cual es menor que los índices de otros países latinoamericanos, pero mayor que la de los países de Asia y casi igual que la de los países de Europa, como España e Italia (la población total de Chile en 1965 era de 8.5 millones de habitantes).
Si comparamos la capacidad potencial con el uso real de la tierra en la década de los años sesenta, encontramos que solamente 1.4 millones de hectáreas, de los 5.5 millones que fueron clasificados como tierra agrícola por el Censo Agrícola de 1965, fueron cosechadas y, por lo tanto, utilizadas con propósitos agrícolas (cuadro 3). De hecho, desde por lo menos la década de los cuarenta, entre 1.4 y 1.7 millones de hectáreas fueron cosechados cada año agrícola. Esta subutilización de la tierra agrícola queda ejemplificada por el hecho de que 2.9 millones de hectáreas (52% del total de tierra arable) no fueron sembradas y estaban abandonadas en empastadas naturales y tierras de barbecho.
Aunque la tierra arable no es abundante en Chile, los datos sobre el uso de la tierra en 1965 demuestran que la escasez de ésta no era el factor limitante para la agricultura, puesto que más de 50% de la tierra arable era subutilizada como empastadas naturales. En el Valle Central, entre 30% y 40% de las más valiosas tierras arables estaba dedicado a empastadas naturales. Esta tierra inactiva se habría podido utilizar para cultivos o empastadas mejoradas para la crianza de ganado. Las empastadas naturales tenían una capacidad para mantener a sólo 0.5 cabezas de ganado por hectárea al año y producían cerca de 1 425 litros de leche por hectárea anual, mientras que las praderas mejoradas tenían una cabida de 2 cabezas de ganado al año y producían cerca de 2 081 litros de leche por hectárea anual (Alaluf et al. 1969: 77).
En consecuencia, si los 2.9 millones de hectáreas de empastadas naturales se hubieran mejorado, se hubiera podido triplicar la cabida de animales, mientras que la producción de leche hubiera aumentado en un tercio. En resumen, la mayoría de las tierras agrícolas (52% del total de tierra arable) apta para la producción de cultivos alimenticios estaba inactiva, inutilizada o usada como simple empastada natural, mientras que la población del país crecía rápidamente y tenían que importarse grandes cantidades de alimentos. De hecho, en los años de prerreforma, numerosas haciendas con tierras irrigadas de primera calidad eran explotadas sólo con empastadas naturales o dejadas totalmente ociosas por años. Los dueños de estas haciendas indicaban en los cuestionarios de los censos agropecuarios que su tierra estaba en barbecho.
Históricamente, la tenencia de la tierra en Chile ha tenido dos características básicas: la excesiva concentración de las mejores tierras agrícolas y la extrema división de la tierra restante. Según el censo agrícola de 1955 (ver cuadro 4), las propiedades mayores de 1 000 hectáreas (haciendas de gran potencial) representaban sólo 2.2% del total de explotaciones y concentraban 73% del total de la tierra agrícola (de acuerdo con dicho censo, la tierra agrícola estaba formada por la tierra arable, de regadío y de secano, y por las tierras no cultivables con capacidad silvoagropecuaria y ganadera) (Chile, 1962: 18). Entonces, Chile tenía una de las distribuciones más desiguales en el mundo, en la que los "recursos de tierra y capital están fuertemente concentrados en unas pocas manos" (Chile, 1965: 168). Esta concentración de la tierra y los recursos se denominó "latifundio". Junto a esta extrema concentración de la tierra había una excesiva división de las pequeñas propiedades
agrícolas. Un gran porcentaje de las propiedades agrícolas concentraba sólo una pequeña porción de la tierra agrícola. A esta extrema división de la tierra entre muchas propiedades se le conoció como "minifundio".
A principios de los años sesenta, quienes se oponían a una transformación estructural de la tenencia de la tierra argumentaban que el tamaño absoluto de las explotaciones expresadas en hectáreas físicas no reflejaba los diferentes grados de productividad de las tierras que se encuentran en Chile. De hecho, debido a los variados paisajes geográficos chilenos, los elementos que determinan la productividad de la tierra cambian drásticamente de un lugar a otro. En parte para responder a estos argumentos, el CIDA desarrolló el concepto de Hectáreas Equivalentes. Esta medida estandariza hectáreas de tierras de diferentes calidades a la primera clase de tierras de riego (Schejtman, 1971: 217-218).
Posteriormente, la ley de reforma agraria de 1967 introdujo el concepto de hectáreas de riego básicas (HRB). Una HRB es una unidad abstracta de superficie que estandariza las diferentes calidades de los suelos de las explotaciones, con el fin de determinar su susceptibilidad de expropiación basada en la capacidad productiva de la tierra y no sólo en su tamaño. La ley de reforma agraria de 1967 estableció los coeficientes de conversión para transformar hectáreas físicas en HRB para las diferentes zonas geográficas de Chile (Chile, 1967: 78-85).
Además, la ley de reforma agraria definió el latifundio como toda propiedad agrícola de una superficie mayor de 80 HRB. Su artículo número 3 estableció que son expropiables los predios "cualesquiera que sea su ubicación en el territorio nacional y las categorías de los terrenos que, aisladamente o en conjunto, tengan una extensión que exceda de 80 hectáreas de riego básicas" (Chile, 1967: 4). Por último, a fines de los años sesenta, el Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria (ICIRA) determinó que existían 4 876 grandes haciendas (mayores de 80 HRB), las cuales representaban sólo 2% de todas las propiedades agrícolas y concentraban 55% de toda la tierra agrícola. La mayoría de estos predios fueron expropiados en los años siguientes.
Las cifras del censo agropecuario de 1965, resumidas en el cuadro 5, básicamente confirman la característica estructural del sistema de tenencia de la tierra chileno: el minifundio concentraba la mayoría de los predios pero sólo una pequeña fracción de la tierra; el latifundio, por otra parte, concentraba la mayoría de ésta.
Desarrollo económico del sistema hacendal: la cuestión agraria
El sistema de haciendas se consolidó en la segunda mitad del siglo XIX con el crecimiento de las exportaciones a los mercados externos. Ciertamente, desde 1850 en adelante, la agricultura chilena recibió un gran impulso económico con la creciente demanda que experimentaron los cereales y la harina, primero en la cuenca del Pacífico y luego en Inglaterra (Bengoa, 1990; Sepúlveda, 1959). A finales del siglo XIX, la exportación de trigo comenzó a decaer. No obstante, desde 1900 a 1930 la agricultura chilena experimentó un periodo de leve crecimiento debido al incremento en la demanda por productos agrícolas generada por el crecimiento del mercado interno y por la implantación de ciertas medidas de mecanización llevadas a cabo por algunos hacendados (Mamalakis, 1965; Meller, 1996). La crisis económica mundial que comenzó en 1929 detuvo drásticamente este desarrollo. La agricultura perdió su dinamismo y empezó la declinación agrícola, que se manifestó en la incapacidad de producir los alimentos suficientes para la creciente población urbana. A este respecto, Markos Mamalakis nota:
Antes de 1930 la agricultura era próspera y se desempeñaba adecuadamente aunque el efecto de difusión de los beneficios en la calidad del trabajo agrícola era mínimo. Fue entre 1930 y 1973 que la inhabilidad a largo plazo de la agricultura para desempeñar su función de proveer alimentos condujo a la conversión del pequeño pre-1930 excedente de alimentos en el vertiginoso déficit (Mamalakis, 1976: 347).
La consecuencia natural de esta situación fue el crecimiento sostenido de las importaciones de alimentos, lo que a su vez desequilibró la balanza comercial y lesionó la economía chilena. Así, la cantidad limitada de divisas tenía que emplearse en importaciones de alimentos. Además, la agricultura dejó de generar empleo y, como consecuencia, un número cada vez mayor de trabajadores agrícolas sin tierra emigraron a las ciudades a buscar empleo en la economía urbana (Friedmann y Lackington, 1971; Johnson, 1978; Venegas, 1987; Zemelman, 1971). El lento crecimiento de los mercados de trabajo urbano y la inmigración del campo a la ciudad ocasionaron el crecimiento del desempleo y el aumento de la pobreza.
El desequilibrio entre el crecimiento de la población y la decreciente producción de alimentos era evidente. Entre 1936 y 1965, la población creció a una tasa de 2.1% anual, mientras que la producción agrícola creció a una tasa anual de sólo 1.8%, un índice que "es inferior a los aumentos registrados por la población, a la demanda interna de productos agrícolas y al crecimiento de los demás sectores de la economía" (Chile, 1968: 3). Como consecuencia, la tasa anual de crecimiento per cápita de la producción agrícola para este periodo fue negativa, de -0.4%. Importaciones de alimentos llenaron la brecha entre una creciente demanda de alimentos y una decreciente producción agrícola. De hecho, desde la segunda mitad del siglo XIX, Chile fue un exportador neto de productos agrícolas, y después de la crisis económica mundial se convirtió en un importador neto. Por cierto, 1939 fue el último año que la agricultura tuvo una balanza comercial positiva. En 1942-1944 la balanza comercial anual del sector agrícola tuvo un déficit de 6.7 millones de dólares; para 1948-1950 este déficit había crecido a 30 millones de dólares.
El crecimiento de las importaciones de productos agrícolas contribuyó a aumentar la espiral inflacionaria, retrasó el desarrollo de la industria y del mercado interno, y empeoró la situación de la balanza de pagos. De 1963 a 1965, la contribución de la agricultura a los ingresos totales generados por las exportaciones fue sólo de 3%, mientras que la importación de productos alimenticios e insumos para el sector agrícola utilizó 30% del total de los ingresos percibidos por las exportaciones (Chile, 1968: 3). Desde 1936, los gastos por las importaciones agrícolas casi se duplicaron cada 10 años, para llegar a cerca de 155 millones de dólares en 1965, lo que causó cada año una hemorragia sostenida en las cuentas nacionales. Aunque una gran parte de los ingresos del país se hayan gastado en productos agrícolas, "subsisten graves deficiencias alimentarias en una importante proporción de la población" (Chile, 1968: 4).
¿Cuáles fueron las interpretaciones que se elaboraron para explicar este magro desarrollo agrario? La omnipresencia del poder rural como matriz de relaciones sociales y de formulación de políticas llevó a algunos autores a sustentar que el lento desarrollo económico y la hiperinflación que frecuentaba la economía chilena durante el periodo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) fueron provocados por el retraso del desarrollo de una clase capitalista schumpeteriana y la resistencia de una anticuada estructura agraria en el campo (Kaldor, 1959). Hay, sin duda, algo de cierto en ello.
Por su parte, Jean Carrière, al analizar el papel que la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) —el grupo de presión de los terratenientes— jugó al apoyar la causa del sector de los terratenientes chilenos más proclives al capitalismo, sostuvo que la agricultura después de los años treinta colisionó contra la fuerza conductora del Estado hacia la industrialización porque a nivel estatal "los requerimientos de la ISI llegaron a tomar precedencia" (1981: 205). Añadió que el escaso récord de logros de la SNA en la defensa de los intereses de los terratenientes a nivel gubernamental, sobre todo en las cuestiones relacionadas con la fijación de precios, sugería que los terratenientes "no eran más que socios menores en la coalición intersectorial que formaba la clase gobernante chilena" (Carrière, 1981: 202). Pero si los terratenientes eran socios menores, fueron, no obstante, capaces de frustrar el programa de la ISI y contribuir significativamente a la hiperinflación. Fueron, sin duda, una parte integral de una contradicción que obviamente tenía que resolverse.
José Bengoa (1988, 1990) ha sugerido que el desarrollo del capitalismo agrario en Chile no ha sido lineal. Sin duda, esta característica ha sido la experiencia persistente del récord histórico en otros países. Uno no podría, necesariamente, esperar otra cosa en Chile. Dicho autor (1988: 12) señala que en los periodos de bonanza agrícola, la proletarización de la mano de obra se acentúa mediante el aumento del componente en efectivo de los salarios: "se produce una mayor asalarización de la mano de obra". Contrariamente, cuando disminuyen las exportaciones agrícolas y los precios bajan, los terratenientes intensifican el inquilinaje por medio del aumento del componente en regalías a los pagos de la fuerza de trabajo: "se campesaniza la fuerza de trabajo". Bengoa termina señalando, como he indicado, que en Chile "el desarrollo del capitalismo no es necesariamente lineal" (1990: 9).
Estas diversas explicaciones en cuanto a las causas del magro desarrollo agrícola del sistema de haciendas después de la década de los años treinta se consolidaron en un debate con dos visiones opuestas que recomendaban dos propuestas diferentes de política agraria: el enfoque monetarista y el enfoque estructuralista o reformista del estancamiento agrario.
De acuerdo con la primera visión, los incentivos para la modernización y el aumento de la producción en la agricultura y el sector rural sencillamente no existían. También se sostuvo que las políticas económicas nacionales favorecían los intereses de la industria y del sector urbano mediante la fijación de controles de precios en los productos agrícolas (Swift, 1971: 2), y en contra de los intereses de la agricultura mediante el mantenimiento de bajas ganancias. Esta perspectiva pedía incentivos sectoriales más acordes con las necesidades agrícolas, como el aumento de los precios de productos agrícolas nacionales, elevados aranceles sobre las importaciones competitivas de productos agrícolas, y la reducción de los aranceles sobre las importaciones de insumos agrícolas. Este enfoque estaba influido por la visión racional del mercado de la economía neoclásica y buscaba promover el crecimiento agrícola a través del cambio tecnológico y, aún más importante, dentro de la existente estructura sociopolítica (Bray, 1966). Mamalakis resumió este punto de vista al afirmar que "los incentivos negativos, tales como los controles de precios, el deterioro de los términos del intercambio, las importaciones subvencionadas, la inadecuada extensión del trabajo, y la reforma agraria" condujeron al derrumbe de la agricultura como productor de alimentos (1976: 348).
Los partidarios de la segunda visión sostenían que los principales obstáculos para la modernización del sistema agrícola eran a la vez la concentración de las mejores tierras y recursos hídricos en manos de una oligarquía agraria que "mantiene la tierra más como un símbolo de estatus social que como un factor productivo" y el anticuado sistema de su fuerza de trabajo (Swift, 1971: 2). Este enfoque, además, sostenía que el sistema hacendal se caracterizaba por la baja productividad y la subutilización de la mano de obra y la tierra.
El cuadro 6 muestra el grado en que la mano de obra y las tierras productivas eran administradas por cada grupo social agrícola en 1965, con su respectiva productividad, expresada en el valor monetario de su producción. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que el sistema de haciendas concentraba la mayoría de la fuerza de trabajo rural: 66%. En segundo lugar, este sistema abarcaba la mayoría de la tierra utilizable (63%), pero solamente cultivaba 18% del total nacional de tierras dedicadas a cultivos y concentraba 47% del total de tierras utilizadas para la ganadería. La mayoría de la tierra utilizable en manos del latifundio se dejaba, sin embargo, improductiva, sin utilizar. Por lo tanto, el sistema de haciendas contribuía, proporcionalmente a su tamaño, con una pequeña parte del total nacional de producción agropecuaria, sólo con 19% del total de producción agrícola y 28% del total de producción pecuaria (valorado con los precios de venta). Esto es de fundamental importancia en la medida en que muestra la grave subutilización de los recursos productivos que hacía el latifundio (Baytelman, 1979).
En América Latina, el enfoque monetarista o conservador argumentaba que las deficiencias del sector agropecuario se debían casi exclusivamente a las erróneas políticas del Estado desarrollista, que desalentaban la modernización y el aumento de la producción, y no a las estructuras de la tenencia de la tierra. En Chile, el enfoque monetarista diagnosticó que la crisis del sector agropecuario que el país experimentaba en los últimos decenios de los años cincuenta y sesenta se debía al modelo de política económica estatista hacia dentro, industrializante y cerrada a los mercados del exterior, que se aplicaba en Chile desde la década de los años treinta (Pinto, 1962). Este análisis fundamentaba que la agricultura estaba en conflicto con la estrategia nacional de industria-lización; por ello se le denominó enfoque dualista. Sostenía que las clases propietarias chilenas —la burguesía industrial-minera urbana y la clase hacendal agraria— estaban en abierto conflicto debido a sus intereses opuestos. Así, esta interpretación justificaba el argumento de que las políticas públicas repercutían negativamente en el sector agropecuario. Sin embargo, serios estudios han destruido esta interpretación dualista y han demostrado, enfáticamente, que el núcleo de la clase dominante en Chile estaba compuesto por personas que eran al mismo tiempo hacendados agrarios y burguesía industrial-minera urbana, y que, debido a la sustancial participación de esta facción de clase en el gobierno, las políticas públicas de la época siempre intentaron reconciliar los intereses contradictorios de burgueses y hacendados agrarios (Zeitlin y Ratcliff, 1988)
Las propuestas de política agraria de los estructuralistas estaban encaminadas no sólo a cambiar radicalmente la distribución de los recursos económicos como la tierra y el agua, pues también buscaban la inclusión del campesinado en la economía moderna como condición necesaria para la modernización de toda la sociedad (Thiesenhusen, 1967). Los partidarios de la perspectiva reformista, que hacían hincapié en la modernización social por medio de cambios sociopolíticos, sostenían que para incrementar la producción agrícola era imperativo ampliar la participación política directa en el proceso de formulación de políticas. Se trataba, entonces, de una evaluación más realista que la de los monetaristas.
Los entusiastas de un cambio profundo de las estructuras agrarias en América Latina ganaron un poderoso aliado cuando el gobierno de Estados Unidos decidió (en gran parte como respuesta a la entonces emergente "amenaza comunista" desatada por la revolución cubana de 1959) promover reformas agrarias redistributivas en América Latina. La estrategia de Estados Unidos para inducir la modernización agraria fue condicionar la ayuda financiera a los países de América Latina a la aplicación de políticas de reforma agraria de corte liberal por parte de los países beneficiarios. Este enfoque se tradujo en la Alianza para el Progreso, iniciativa de cooperación económica entre Norteamérica y Sudamérica propuesta por el presidente John F. Kennedy, firmada por 20 países de América Latina en 1961 en la Carta de Punta del Este de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Una serie de informes elaborados por los institutos de investigación vinculados a los organismos internacionales dieron a los reformistas los argumentos necesarios para promover la reforma agraria en América Latina. Para Chile, el CIDA elaboró el más influyente de estos informes, el estudio más extenso de la agricultura chilena de los años 1960 (CIDA, 1966). Las dos publicaciones del Ministerio de Agricultura (Chile, 1957, 1963a) ofrecen un completo análisis de la información del desarrollo agrícola durante los años 1950. El informe del CIDA sostuvo que en Chile existía una relación inversa entre el tamaño de las explotaciones y el valor de la producción o la productividad de las explotaciones (CIDA, 1966: 149). En concreto, este argumento señaló que la alta concentración de tierras agrícolas en manos de la élite agraria que no estaba dispuesta o interesada en invertir era la causa de la baja productividad agrícola. A su vez, la insuficiente productividad provocaba escasez, lo que causaba un aumento de los precios y, en última instancia, la espiral inflacionaria. Los estructuralistas consideraron este mecanismo como la causa fundamental del fracaso de los programas gubernamentales para controlar la inflación y sostuvieron que la agricultura podría ser más productiva sólo mediante la reestructuración de las relaciones rurales de propiedad (Thomas, 1996).
En la época, este argumento fue ampliamente aceptado como una de las características de la agricultura en los países en desarrollo. Así, el informe del CIDA mostró empíricamente que las pequeñas explotaciones agrícolas tenían una mejor productividad que las grandes haciendas. Este argumento fue crucial para aquellos que pensaban que el latifundio era la causa del atraso agrícola y que una reforma agraria redistributiva era la política correcta. El informe del CIDA mostró que las explotaciones subfamiliares y familiares (la clase media agraria y los campesinos con explotaciones de subsistencia, respectivamente) tenían, en promedio, un valor estimado de producción por hectárea arable que era el doble del valor de las explotaciones multifamiliares (la tradicional oligarquía agraria) (CIDA, 1966: 150).
Estudios posteriores han demostrado que, como un fenómeno observable, la relación inversa es esencialmente correcta, pero la explicación de la diferencia de productividad entre las explotaciones de diferentes tamaños abarca otras causas, aparte de las diferencias de factores cualitativos y cuantitativos. Originalmente, se adujo que una mayor eficiencia y una mejor calidad de la tierra daban cuenta de la mayor productividad de las explotaciones pequeñas. Más recientemente, otros autores han argumentado que la relación tamaño-productividad es históricamente específica de aquellas sociedades en las que emergentes formas capitalistas de acumulación coexisten con elementos no-capitalistas. En otras palabras, es "la lucha desesperada" de familias pobres de pequeños agricultores que se sobreexplotan para "sobrevivir en pequeñas parcelas de tierra en una agricultura relativamente atrasada", de acuerdo con Graham Dyer (1997: 146). El mismo autor, aprovechando las conclusiones de su estudio realizado en Egipto y en un detallado tratamiento del amplio debate sobre la relación inversa en la India, afirma que con el avance de la agricultura capitalista, la relación inversa tiende a desaparecer y agricultores capitalizados en predios de mediano tamaño con acceso a nuevas tecnologías comienzan a mostrar la mejor productividad.
En Chile, un proceso similar se produjo después de la consolidación de la reforma agraria. Agricultores capitalizados y agroindustrias comenzaron a comprar las parcelas creadas por la reforma agraria a los campesinos beneficiarios en las zonas con las mejores tierras de riego, para formar y consolidar predios de tamaño mediano. Esta clase capitalista reconstituida tenía el capital para acceder e implantar nuevas tecnologías dentro de los sectores más dinámicos de la agricultura, en la producción frutícola, forestal y vitivinícola. Las así transformadas relaciones sociales de producción, los nuevos desarrollos en las fuerzas productivas (tecnología) y el nuevo mercado de tierras permitieron la nueva fase de acumulación capitalista que se inició en la segunda mitad del decenio de 1980.
La transición chilena al capitalismo agrario
La estructura agraria del sistema de haciendas comenzó a cambiar incluso antes de la reforma agraria. La cuestión fundamental es cuánto cambió. Por ejemplo, Claudio Robles Ortiz (2003, 2008, 2009) argumenta que entre 1850 y 1930 el sistema hacendal de Chile central aceleró profundamente su transición al capitalismo agrario debido a la apertura de los mercados internacionales y al desarrollo del mercado nacional. De acuerdo con este autor, el ímpetu otorgado por el aumento de la demanda produjo la expansión de la empresa terrateniente y la consiguiente marginalización de las empresas campesinas (Robles Ortiz, 2009). Esto, a su vez, condujo a la gradual "proletarización del inquilinaje y la creciente importancia de los asalariados en la fuerza de trabajo rural" (Robles Ortiz, 2003: 72). Sin embargo, dicho autor señala que esta transición al capitalismo agrario no fue completa y que "su desarrollo se retrasó debido al impacto negativo de la Gran Depresión" (2009: 524). Mi argumento es que el cambio encontró una poderosa barrera a partir de 1930, como lo he propuesto en extenso en otro lugar (Bellisario, 2007a, 2009).
Los análisis más importantes de la evolución del sistema hacendal en Chile han indicado que, al comienzo de los años sesenta, el sistema de haciendas básicamente había completado su transformación al capitalismo moderno, mientras que la cuestión agraria persistía (Kay, 1974, 1977, 1982; Schejtman, 1971). Señalan que la transformación ocurrió sobre todo mediante la proletarización de la fuerza de trabajo agrícola. Para sostener su tesis, Cristóbal Kay destaca: 1) el aumento de las relaciones salariales y la disminución de las regalías en los ingresos campesinos; 2) la disminución del número absoluto y relativo de los inquilinos dentro del total de la fuerza de trabajo, y 3) la disminución de las raciones de tierra a los inquilinos (Kay, 1977, 114-15). Alexander Schejtman señala que a partir de los años cincuenta del siglo XIX y hasta 1965 el capitalismo transformó lentamente las relaciones sociales del sistema hacendal (1971: 3-9), y también observa que al comienzo de la reforma agraria (1964) la transformación de las grandes propiedades en empresas capitalistas constituía la tendencia dominante, ya que la economía campesina interna de las haciendas (los inquilinos y sus frágiles derechos de tenencia) estaba en franca descomposición y su proletarización fue avanzando rápidamente mediante "una creciente participación de los salarios monetarios en el ingreso campesino", aunque admite que "este proceso no había alcanzado aún a la gran mayoría de las haciendas" (Schejtman, 1971: 7).
Estoy en desacuerdo con esta línea de análisis. Mi argumento es que para comprender la transformación chilena es necesario ampliar el alcance teórico con una nueva perspectiva ontológica de análisis, que ha pasado inadvertida a los estudios prevalecientes ya discutidos, a saber: las relaciones espaciales de la estructura agraria. Entonces, debemos introducir la hipótesis de que hasta principios de los años sesenta, el sistema de haciendas no había terminado su transición al capitalismo moderno.
Esta propuesta se basa en dos premisas. En primer lugar, la permanencia de las relaciones sociales precapitalistas y subordinadas en el interior de la hacienda continuó siendo un componente importante en el sistema agrario chileno. Por lo tanto, la plena mercantilización de la economía campesina interna de la hacienda no se había consolidado. En segundo lugar, y tal vez de igual importancia, la estructura espacial de la mayoría del campo chileno todavía era precapitalista, enraizada en el antiguo régimen hacendal-latifundista; es decir, el monopolio que los hacendados ejercían sobre la mayoría de las mejores tierras agrícolas les continuaba proporcionando una fuente exclusiva de poder económico y político.
Contrariamente a la posición avanzada por Kay y Schejtman, sostengo que la resolución de la cuestión de la tierra llevada a cabo por la reforma agraria, entre 1964 y 1980, fue la acción crucial que precipitó la culminación del proceso de transición del sistema hacendal al pleno capitalismo agrario, y también permitió la resolución de la cuestión agraria (Bellisario, 2007b). Para Kay y Schejtman, este proceso no desempeñó un papel significativo en la transformación de la hacienda ya que, conforme a su línea de análisis, la transición básicamente había culminado antes de la aplicación de la reforma agraria.
La crítica a la tesis de la transición al capitalismo agrario propuesta por Kay y Schejtman, aquí descrita, me lleva a proponer que la acción directa del Estado chileno mediante la reforma agraria (1964-1973) y la contrarreforma "parcial" de la dictadura militar de Pinochet (1974-1980) afectaron crucialmente las tres áreas interrelacionadas necesarias para el desarrollo de la agricultura competitiva orientada al mercado: 1) la transición al capitalismo, 2) la cuestión de la tierra y 3) la cuestión agraria.
Sobre la transición al capitalismo, el proceso de reforma y contrarreforma "parcial" cambió totalmente la estructura rural de clases del campo chileno. Promovió no sólo la plena mercantilización de la fuerza de trabajo rural al transformar a los campesinos internos de la hacienda, ya sea en asalariados (por la expulsión compulsoria de las haciendas) o en productores agrícolas (mediante la concesión de una parcela de tierra productiva). Tal vez lo más importante fue que estimuló el rápido desarrollo de una nueva clase agrícola empresarial local y extranjera, al inducir la creación de explotaciones de tamaño mediano más eficientes. Estos cambios entretejidos permitieron la culminación del proceso de transición de la hacienda al capitalismo agrario.
Como señala Arnold Bauer, el proceso de reforma agraria, especialmente la etapa de contrarreforma "parcial" de Pinochet, "impuso una largamente pospuesta ‘revolución capitalista’ en el campo", la que llevó "a la proletarización sin mayor ceremonia de los trabajadores del campo" (1975: 276). Además, la concomitancia de la reforma agraria con uno de los periodos más revolucionarios de la historia contemporánea de Chile contribuyó a establecer firmemente el capitalismo en la sociedad entera.
Sobre la cuestión de la tierra, el proceso de reforma agraria reestructuró radicalmente la organización espacial de la propiedad agrícola del sistema hacendal (el problema del latifundio-minifundio): destruyó el monopolio virtual de los hacendados sobre la tierra, que impedía de modo significativo la apertura del mercado de tierras y desalentaba la competencia. Esta intervención directa del Estado sobre el sistema de la propiedad agrícola y sobre la estructura espacial agraria resolvió de manera inexorable la cuestión de la tierra mediante la expropiación de la totalidad del ineficiente latifundio, lo cual destruyó de forma irremediable la base de poder de la clase hacendal agraria. A su vez, este nuevo ordenamiento espacial del campo chileno desarrollado, directa e indirectamente, por el proceso de reforma agraria, estimuló el desarrollo del capitalismo. Ciertamente, este proceso creó 65 000 nuevas unidades agrícolas de las 5 800 haciendas y fundos expropiados (Bellisario, 2007b). Estas nuevas unidades productivas fueron la base para el desarrollo del mercado de tierras que sostuvo la aparición de los nuevos grupos empresariales agrícolas.
Sobre la cuestión agraria, estos cambios interrelacionados —el nuevo sistema de clases agrarias y el radical reordenamiento espacial del campo, junto con las políticas macroeconómicas neoliberales— han ayudado a fomentar el aumento de las fuerzas de producción y a mejorar la productividad agrícola, aunque la pobreza rural y la continua proletarización de los pequeños campesinos de las unidades familiares y subfamiliares siguen constituyendo los principales problemas del campo (Kay, 2002).
La reforma agraria
A principios de la década de los años sesenta, los partidos políticos de centro-izquierda formaron un consenso para desarrollar algún tipo de cambio agrario. En 1964, el Partido Demócrata Cristiano ganó las elecciones presidenciales con una rotunda victoria. El recién elegido presidente, Eduardo Frei, hizo de la reforma agraria una parte integral de su agenda política. Durante los periodos presidenciales de Frei (1965-1970) y Salvador Allende (1971-1973) se expropiaron más de 5 800 haciendas, que abarcaban 9 millones de hectáreas (59 % de las tierras agrícolas de Chile), lo que representaba la totalidad del latifundio. Tras el golpe militar que depuso a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, se les devolvió a los antiguos propietarios 32% de las tierras expropiadas, en reservas o en haciendas completas sin dividir (Bellisario, 2007a, 2007b).
Las especificaciones originales de la ley de reforma agraria estipulaban que los propietarios expropiados podrían retener una parte de sus haciendas que no excediera de 80 HRB, derecho que se denominó "reserva" (Cruz, 1983).
En 1973, alrededor de 76 500 trabajadores rurales comprendían el sector reformado (si incluimos a los miembros de sus familias, tenemos que la población total del sector reformado ascendía a 342 000 personas aproximadamente). Al final del proceso de consolidación (o de la contrarreforma "parcial" del gobierno militar), en 1980, casi 46 000 familias campesinas habían sido beneficiadas con dos quintas partes de las tierras expropiadas, en forma de parcelas productivas individuales. Las restantes 29 000 familias campesinas se quedaron sin sus medios de subsistencia, y no se les proporcionaron otras formas de empleo. En la actualidad, aproximadamente 40% de aquellas familias campesinas que recibieron tierras aún poseen sus parcelas y son relativamente prósperas. Del resto de las tierras expropiadas, una parte fue subastada en venta pública y otra parte fue traspasada a instituciones públicas o sin fines de lucro (Bellisario, 2007b).
El objetivo original de la reforma agraria fue resolver las cuestiones de la tierra; específicamente, romper la concentración de la propiedad de la tierra e incrementar la producción agrícola (Barraclough y Fernández, 1974). De manera paralela, la reforma agraria intentaba modernizar el país mediante un desarrollo económico suficiente para incorporar a los trabajadores agrícolas a la vida de la sociedad urbana. Una de las principales consecuencias de este proceso de intervención estatal fue acelerar la transición al capitalismo agrario. La reforma agraria desmanteló totalmente la estructura del sistema hacendal, y al hacerlo cambió de forma radical las relaciones agrarias de propiedad social mediante el desarrollo de un mercado de tierras abierto. Algunos de los beneficiarios de las nuevas unidades agrícolas creadas por la reforma agraria son grupos capitalistas que han consolidado explotaciones de tamaño mediano dedicadas a la rentable actividad exportadora de productos de base agro-acuo-alimentaria. Grandes empresas forestales, también, han adquirido enormes extensiones de tierra, que han sido desarrolladas para la producción de chips de madera y celulosa de exportación.
Conclusiones
La agricultura durante el periodo anterior a la reforma agraria estaba en franca recesión, ya que el estancamiento del sector agrario iniciado después de 1936 continuó. A lo largo del periodo, y especialmente entre 1955 y 1965, el sector agropecuario fue incapaz de alimentar a una pequeña pero creciente población de menos de 8 millones de habitantes. Esta situación lleva a concluir que el sector se caracterizaba por una inflexibilidad estructural que le imposibilitaba responder al cambio sustantivo. Estos hechos, altas importaciones de alimentos y subutilización de tierra, proveyeron un argumento poderoso al sector de la sociedad chilena que consideraba que la productividad agrícola se vería incrementada si la propiedad de la tierra fuera reestructurada. Los hacendados agrarios se quedaron sin argumentos consistentes para defenderse. El ímpetu y la fuerza de los agentes modernizantes iniciaron el fin del sistema hacendal. En 1964, los demócratas-cristianos fueron elegidos para gobernar con una rotunda victoria electoral, y sintieron el imperativo de poner en práctica una paradójica visión de gobierno: una difícil amalgama de políticas reformistas y cambio estructural, la llamada Revolución en Libertad.
En el camino chileno hacia el capitalismo moderno, en general, y en la agricultura, en particular, encontramos que las relaciones sociales estaban mediadas por una combinación de elementos tradicionales y modernos de control de la mano de obra y de la extracción de la plusvalía. Es decir, dos factores entrelazados, y altamente contradictorios, negociaban el desarrollo de la agricultura. A principios de los años sesenta, la clase hacendal estaba suspendida en una ambigua amalgama de tradicionalismo y de modernización. Algunos trabajadores rurales habían sido obligados a separarse de la tierra y sometidos a la gradual proletarización de la fuerza de trabajo agrícola, mientras que muchos inquilinos aún vivían del trabajo agrícola con acceso a la tierra en precarias formas de tenencia. La productividad y la acumulación de capital eran lentas incluso para el sector más empresarial de los terratenientes. El desarrollo de las fuerzas de producción capitalistas también era lento. Nueva tecnología agraria, como la mecanización (para el ahorro de mano de obra) y las semillas mejoradas (para incrementar las cosechas), para alcanzar la vía rápida hacia una mayor productividad, había sido introducida en algunos fundos modernos, mientras que la mayoría de las haciendas seguía utilizando anticuada tecnología, como arados de madera y animales de labranza. En suma, a principios de los años sesenta, mientras que el sistema tradicional de haciendas aún era la estructura dominante en el campo chileno, coexistía con el lento ascenso del capitalismo agrario.
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