Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Insecurity and social protection in developed countries and Latin America

Carlos Barba Solano*

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* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara y el Centro de Investigaciones y Estudios en Antropología Social. Universidad de Guadalajara, Departamento de Estudios Socio Urbanos, Liceo 210, planta alta, 44100, Guadalajara, Jalisco, México. Temas de especialización: política social, pobreza y desigualdad social. Tel.: (33) 3658-3880. Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo..

Recibido: 2 de febrero de 2012
Aceptado: 5 de septiembre de 2012

Resumen

En el capitalismo postindustrial global, las expectativas de disminuir distancias entre distintos grupos sociales, familias y países parecen imposibles de alcanzar porque los factores de inseguridad social se han multiplicado. Ahora el consenso parece ser que el crecimiento económico es incompatible con la equidad social. Este trabajo aborda el origen de la presente inseguridad social y los desafíos que enfrentan los sistemas de protección social. Se sostiene que la perspectiva teórica dominante sobre protección social, tanto en los países desarrollados como en América Latina, es un factor crucial que impide el desarrollo social.

Palabras clave: desarrollo social, protección social, inseguridad social y regímenes de bienestar.

Abstract

In global post-industrial capitalism, the expectations of reducing distances between different social groups, families and countries seem almost impossible to achieve since social insecurity factors have multiplied. Nowadays the consensus seems to be that economic growth is incompatible with social equity. This study deals with the origin of the present social insecurity and the challenges facing social protection systems. It holds that the dominant theoretical perspective on social protection in both developed countries and Latin America is a crucial factor preventing social development.

Key words: social development, social protection, social insecurity and welfare regimes.

Después de la Segunda Guerra Mundial, uno de los temas centrales de las democracias capitalistas desarrolladas ha sido la protección social, entendida como la posibilidad de garantizar los derechos necesarios para la independencia social de los individuos y para permitirles satisfacer sus condiciones de existencia. Durante el siglo XX esta aspiración se materializó en una combinación de políticas económicas eficaces, armonizadas con políticas sociales ambiciosas y amplios sistemas de protección social.1

Sin embargo, a partir de la década de los años setenta se rompió ese círculo virtuoso. De hecho, se puede afirmar que dicha tendencia se ha invertido y que ello ha ocurrido justo cuando los factores de inseguridad social se han multiplicado. En el contexto del capitalismo postindustrial global,2 caracterizado por una competencia exacerbada, los sistemas de bienestar enfrentan severas críticas, así como tentativas de reforma y reducción (Block, 1987; Castel, 2006: 2).

El resultado de estas dos tendencias ha sido una degradación de las condiciones de vida de los trabajadores y del estatus de otras categorías sociales. Un nuevo consenso se ha desarrollado: asumir que el crecimiento económico puede alcanzarse sin lograr la equidad social (Hobsbawm, 1998).

El propósito de este trabajo es reflexionar sobre las alteraciones experimentadas por las conceptualizaciones de la protección social a lo largo de las últimas tres décadas, como producto de la liberalización de la economía y la globalización, así como sobre las repercusiones de estos cambios en los países de América Latina.

Como sabemos, la organización de la protección social en los países desarrollados y en América Latina parte de historias distintas y contrastantes.3 A pesar de ello, intentaremos mostrar cómo en ambos casos es evidente que mantener o mejorar la protección social resulta cada vez más difícil, pero algunas alternativas son mejores que otras.

Para realizar este objetivo, el presente trabajo aborda el concepto de desarrollo social, enmarcándolo en los procesos de liberalización económica y la globalización en marcha en el capitalismo actual; argumenta la conveniencia de preservar la distinción entre inseguridad civil y social, a pesar de que la frontera entre una y otra sea muy tenue; analiza en qué consiste la crisis de bienestar y la emplaza en el campo de los tres mundos del bienestar de los países desarrollados, presentando y confrontando las alternativas que han prevalecido en cada uno de los vértices de ese triángulo. Después examina la especificidad de la tensión entre inseguridad y protección social que se vive en América Latina, así como los dilemas y respuestas que esa tirantez genera, haciendo énfasis en la oposición existente entre universalismo y focalización, situada en el horizonte de los tres tipos de regímenes de bienestar latinoamericanos. Finalmente, polemiza sobre la tentativa de universalizar los regímenes duales latinoamericanos tomando como eje los programas de transferencias monetarias condicionadas (TMC).

El desarrollo social

Inequívocamente, la noción de "desarrollo social" hace referencia a un cambio positivo en la calidad de vida de todos los ciudadanos de un Estado-nación.4 El desarrollo social está estrechamente vinculado con el desarrollo económico, porque se considera que la promoción del bienestar requiere un proceso dinámico de crecimiento económico (Midgley, 1995).

En este proceso, sin duda el papel decisivo corresponde al Estado como promotor y coordinador, pero también implica la participación de otra clase de actores, ya que las fuentes de bienestar, además de las políticas e instituciones sociales, incluyen a las familias, el mercado, la comunidad y el llamado tercer sector (Midgley, 1995; Esping-Andersen, 2002; Filgueira, 2011).

A este conjunto habría que sumar, como lo señala Katja Hujo (2011), una serie de organismos multilaterales que desarrollan agendas enfocadas en el desarrollo. Dichas agendas se despliegan a escala global y en la mayoría de los casos la dimensión social es poco visible, por lo que tiende a prevalecer un enfoque economicista, particularmente en las instituciones financieras internacionales, que no persiguen el desarrollo social sino el crecimiento económico.5

Este enfoque suele concebir la política económica como algo ajeno a la política social (Hujo, 2011), a pesar de que ésta, como lo señala Fernando Filgueira (2011), es en buena medida política económica, porque incide en la formación de precios y en la regulación de los ciclos económicos.

El concepto de desarrollo social tiene un innegable carácter normativo, porque el progreso social se concibe como la capacidad de alcanzar estándares internacionales deseables; cerrar la brecha existente en los niveles de vida y las oportunidades entre los países en desarrollo y las sociedades que han logrado elevados niveles de bienestar; expandir las libertades reales de que disfrutan los ciudadanos; o establecer y garantizar los derechos sociales, económicos y culturales6 (Sen, 2000; OACDH, 1966).

Como lo indica Filgueira (2011), no se puede hablar de protección social reduciéndola a la mera igualdad de oportunidades; es indispensable disminuir las distancias entre los distintos grupos sociales, entre familias y también entre países. Eso implica asumir la igualdad de resultados como un enfoque central.

Sin embargo, en la actualidad la liberalización de las economías y la globalización plantean problemas para estas expectativas.7 La era de la globalización trajo consigo el descubrimiento de que cientos de millones de personas y la mayoría de las naciones más pobres del planeta no participan de la riqueza creada por una economía abierta mundial. Por ello, desde finales del siglo pasado se hablaba de la necesidad de alcanzar una "globalización con un rostro humano"8 (PNUD, 1999).

Esta exigencia de hacer frente al malestar social recuerda aquella que dio origen a los Estados de bienestar en la posguerra a mediados del siglo pasado, en el contexto del capitalismo industrial, pero en un nuevo contexto: el capitalismo postindustrial global.

Los dos planos de la inseguridad

Desde hace décadas ha crecido gradualmente un sentimiento de inseguridad, tanto en los países desarrollados como en América Latina. En la vida cotidiana todos percibimos que las protecciones son frágiles, que están en peligro y que podemos perderlas.

Nos sentimos amenazados y experimentamos viejos y nuevos riesgos: a la posibilidad de perder el empleo, caer en la pobreza o sufrir una enfermedad crónica, se añaden ahora otros temores, como ser víctima de la violencia de la delincuencia o el terrorismo, enfrentar un cataclismo ecológico producto del cambio climático, o una pandemia global como consecuencia de una enfermedad extraña.

Por eso, no es insólito que muchos autores señalen que vivimos en una sociedad del riesgo (Beck, 1994), aseveración que discrepa agudamente con la certidumbre que hasta antes de las décadas de los años sesenta y setenta caracterizaba a la vida social, cuando se pensaba, tanto en los países industrializados como en los latinoamericanos, que el futuro social sería cada vez mejor. En nuestros días podemos asegurar que la idea del progreso social se ha erosionado de manera muy significativa.

Sin embargo, para comprender el sentimiento extendido de inseguridad que forma parte de nuestro Zeitgeist,9 como recomienda Robert Castel, hay que descomponerlo en dos partes: la inseguridad civil y la inseguridad social. La primera gira alrededor de temas como el crimen organizado, el terrorismo, el narcotráfico y la lucha contra la violencia; la segunda se relaciona con el riesgo de sufrir una degradación social y también con vivir el día a día sin garantías de ninguna especie ante la interrupción del trabajo, las enfermedades, los accidentes, la muerte, las catástrofes naturales, etcétera (Castel, 2006: 5-7).

Enfrentar la inseguridad civil es tarea de los cuerpos de seguridad pública y del sistema de justicia; su empeño es preservar el Estado de derecho ante la proliferación de zonas de la sociedad que escapan a la legalidad: distritos violentos, actividades terroristas, tráfico de estupefacientes, ascenso de la criminalidad, etcétera. Para Zygmunt Bauman, en el imaginario social, la frontera entre quienes son dejados a un lado del mercado laboral y los delincuentes es muy tenue; por ello, encuentra respaldo social la idea de sustituir la política social por políticas represivas (Bauman, 2006: 136-142).

El tema de la imposibilidad de algunos segmentos de la población para participar en el mundo laboral, en el mercado, en la política y en la vida social es abordado en América Latina por Rosana Reguillo, quien reflexiona sobre la condición juvenil que priva en México y señala que la carencia de recursos materiales o simbólicos de los jóvenes para participar en la vida social se manifiesta en una autoculpabilización, "asunción de 'inadecuación' social, política, laboral" (Reguillo, 2010: 399).

Reguillo señala que para muchos jóvenes vulnerables el desafío es "'reapropiarse' o 'reescribir' su propia biografía en contextos de mayor estabilidad, con (mínimas) certezas [...] lealtades, solidaridades, garantías y, especialmente reconocimiento". Al preguntarse por cuáles son las instancias que proveen certezas mínimas en el contexto actual, la autora concluye que además de las creencias o el mercado, son muy importantes las estructuras del crimen organizado, es decir, la para-legalidad (Reguillo, 2010: 402-403). A todas luces, esta constatación muestra cuán tenue es la frontera entre las dos formas de inseguridad en México.

A pesar de ello, la inseguridad social no es igual a la civil. Afrontar este tipo de inseguridad es labor de los sistemas de protección y seguridad social y tiene que ver con la preservación de la función social del estado, que históricamente ha consistido en aminorar los riesgos sociales (Castel, 2006: 7-8).

En los países industrializados, particularmente en Europa, durante las décadas de los años sesenta y setenta el Estado protegía a la gran mayoría de la población contra los principales riesgos sociales. En esas sociedades, la inseguridad social parecía haber sido superada a través de sistemas y derechos sociales garantizados por el Estado, como el acceso a jubilaciones, a la seguridad médica, a pensiones por vejez o enfermedad, el seguro de desempleo, etcétera. No obstante, esta certidumbre parece ahora estarse desvaneciendo como consecuencia de una crisis del bienestar.

La crisis del bienestar en las sociedades postindustriales

De acuerdo con Gøsta Esping-Andersen (2002), la producción del bienestar descansa al menos en tres pilares: el mercado, la familia y el Estado.10 Teóricamente, estos pilares son interdependientes. Por ello, se esperaría que cuando se produce una falla en alguno de ellos (por ejemplo, falla de mercado), los otros sean capaces de compensarla (por ejemplo, el Estado y/o la familia). En este contexto, sólo podríamos hablar de una crisis de bienestar cuando ningún pilar es capaz de compensar las fallas de los otros (Esping-Andersen, 2002: 12).

Justamente ése parece ser el problema de la actualidad en los países desarrollados, que explica la gran inseguridad social que se observa en todas partes: una triple falla en los pilares del bienestar.

A lo largo del siglo XX, distintos tipos de regímenes de bienestar privilegiaron un pilar sobre los otros dos. Así, en los regímenes conservadores, como Francia o Alemania, en los que el crecimiento del salariado fue significativo, la fusión de la seguridad social con el corporativismo y frecuentemente con el catolicismo social llevó a la creación de protecciones sociales articuladas alrededor de la condición del trabajador, concebidas como un salario social basado fundamentalmente en la solidaridad existente entre los propios trabajadores y respaldado por el Estado a través de seguros sociales para distintos segmentos de los trabajadores (Castel, 1995; Esping-Andersen, 1990).

Por lo contrario, en los regímenes de bienestar liberales, particularmente en Estados Unidos, el predominio de actores políticos liberales generó una idea del bienestar social limitada por el individualismo y el respeto a los mercados, que llevó a desarrollar un Estado de bienestar mínimo. En este caso se considera que el principal pilar sobre el que descansa el bienestar es el mercado, porque a lo largo de su vida adulta la mayoría de los ciudadanos obtienen sus ingresos a través de un empleo y porque pueden comprar los servicios requeridos para su bienestar (Esping-Andersen, 2002: 11).

Un caso distinto es de los regímenes de bienestar universalistas, específicamente en los países escandinavos, donde el bienestar no se basa ni en la compra ni en la solidaridad o la reciprocidad, sino en un contrato social redistributivo. En este caso, fuertes coaliciones socialdemócratas lograron realizar grandes reformas sociales, que establecieron protecciones sociales universales vinculadas a la condición de ciudadanía (Esping-Andersen, 1990).

Finalmente, en los países del sur de Europa, como Grecia, España o Italia, diversas formas de reciprocidad familiar, que tienen como ejes el bread winner system y específicamente el rol reproductivo a cargo de las mujeres, han sido tradicionalmente la principal fuente de bienestar y seguridad, tanto en términos de cuidado como en cuanto a la puesta en común de los ingresos (Moreno, 2009).

En todos los casos, la conjunción entre el Welfare State y la gran expansión económica posterior a la Segunda Guerra Mundial generó una imagen de certidumbre y progreso social que prevaleció hasta la década de los años setenta. La certidumbre estuvo arraigada en las protecciones y los derechos que nutren a la ciudadanía social y que generaron niveles de paridad inéditos entre quienes son desiguales en el ámbito de la economía.

Desde mediados de la década de los años setenta este círculo virtuoso se ha visto interrumpido por ciclos de crisis económicas y en algunos casos verdaderas recesiones que han redundado en un incremento de la inseguridad social (Block, 1987; O'Connor, 1974; Hobsbwam, 1998; Stiglitz, 2010).

El escenario de retroceso social en esos países incluye el desempleo masivo, personas que buscan trabajo sin posibilidades de obtenerlo, jóvenes que viven de trabajos momentáneos combinados con ayudas familiares, personas con empleo pero en la pobreza, personas que alternan momentos de trabajo y no trabajo o que cuentan con trabajos parciales, etcétera.

El origen de la inseguridad social

Es común considerar que las críticas conservadoras11 contribuyeron de manera muy notoria a la crisis del Estado de bienestar, porque a partir de las décadas de los años setenta y ochenta creció la convicción de que las economías nacionales no podían costear políticas sociales amplias porque dañaban la competitividad internacional de un país (Block, 1987: 17-18).

Lo cierto es que la influencia de este conservadurismo intelectual en la reforma de los Estados de bienestar de las economías desarrolladas fue relativamente modesta.12 Son otros los factores decisivos, estructurales y de mayor calado los que, de acuerdo con Esping-Andersen (2001), impactan profundamente los sistemas de protección y también tienen grandes repercusiones en los países en desarrollo.

Uno de ellos se relaciona con la economía y se enmarca en la globalización. Se trata de la deslocalización de la producción, las finanzas y el consumo, que ha redundado tanto en el incremento de la influencia de los actores económicos desvinculados de todo territorio, como en la pérdida de poder de los actores locales, particularmente del Estado (Beck, 1999). Esto ha repercudido en una pérdida de capacidades estatales para realizar sus funciones sociales.13

En este mismo ámbito, otra variable crucial está formada por el cambio tecnológico y el predominio de la economía de servicios, que han provocado cambios muy importantes en la estructura de riesgos sociales, creando un nuevo conjunto de ganadores y perdedores. Los trabajadores industriales y los de baja calificación ya no cuentan con trabajos seguros y bien pagados. Ahora enfrentan el desempleo, bajos salarios y trabajos precarios, porque cada vez más la calidad de vida depende de factores que se reparten de manera muy desigual entre las clases sociales, como las habilidades de aprendizaje y la acumulación de conocimientos; esto se ha traducido en un nuevo dualismo social (Esping-Andersen 2002: 2-3).

Un segundo factor es la gran tensión financiera que experimenta la seguridad social, producto de la combinación de varias tendencias: el envejecimiento de la población, el descenso de la fecundidad, la jubilación temprana, la incorporación tardía al mundo laboral y las formas atípicas de empleo14 (Ibid.).

El tercer factor es la transformación de la familia y la crisis del bread winner system, ya que en la economía de servicios las mujeres aspiran a carreras para toda la vida y consideran el matrimonio como una elección individual. Esto ha generado nuevos arreglos familiares que son más inestables15 (Esping-Andersen, 2001: 205; 2002: 2).

El efecto agregado de estos tres factores es que los trabajadores no cualificados, las mujeres, los jóvenes y los niños requieren más protección social, justo en el momento cuando los pilares del bienestar se tambalean porque prevalece una gran fragilidad familiar, los sistemas tradicionales de protección privilegian a las personas de mayor edad, y los gobiernos prefieren gastar en programas de transferencias de ingreso y no en reforzar los servicios sociales. Todo expresa una aguda y creciente discrepancia entre la estructura emergente de necesidades y la organización tradicional de los sistemas de protección social (Esping-Andersen, 2001: 207).

El nuevo desafío

En los países desarrollados, un tema crucial es determinar si la dualidad social engendrada por la economía postindustrial necesariamente producirá nuevos abismos de clase o si los distintos tipos de regímenes de bienestar pueden garantizar oportunidades fuertes de movilidad social, que impidan que las personas se queden durante toda su vida en situaciones de exclusión o desafiliación social, o que algunos pocos vivan en lo que Esping-Andersen (2002: 3) denomina "islas de excelencia en un mar de ignorancia".16

En ese contexto, las estrategias más comunes, como privatizar la seguridad social y desregular los mercados laborales, son incompatibles con objetivos como crear empleos para los jóvenes, las mujeres y los trabajadores menos cualificados, ofrecer capacitación y educación a los jóvenes, elevar la fecundidad y proteger a las familias con niños pequeños (Esping-Andersen, 2001: 212).

Sin duda, garantizar ingresos a todos los ciudadanos a través de transferencias monetarias para hacer frente al desempleo o reducir las jornadas laborales para incentivar el trabajo remunerado en las familias de bajos ingresos puede contribuir a aminorar las desigualdades, pero no a favorecer la movilidad ascendente que depende de mayor capacitación17 (Esping-Andersen, 2001: 214).

Castel (2004a, 2006) tampoco respalda ese tipo de políticas, como el Ingreso Mínimo de Inserción (RMI por sus siglas en francés),18 porque considera que parten de una idea errónea: pensar que se hace frente a situaciones coyunturales, producto de momentos de crisis, cuando en realidad el desempleo se ha vuelto algo estructural; en su opinión, se trata sólo de "bocanadas de oxígeno en las zonas de desprotección" (Castel, 2004a: 60; 2006: 26).

Pierre Rosanvallon (2000) y Castel (2004a) coinciden en que ese tipo de políticas legitima el funcionamiento excluyente del mercado y refuerza la divergencia entre los ganadores y los perdedores generados por las transformaciones en curso, lo que es peligroso para la cohesión social, que necesariamente descansa en la posibilidad de construir una "sociedad de semejantes", en la que todos los individuos puedan establecer relaciones de interdependencia.

Esos autores, al igual que Esping-Andersen, proponen actuar sobre las causas, de manera preventiva, aunque enfatizan el déficit en relación con el trabajo y la integración social, subrayando la degradación de las relaciones de trabajo y de las protecciones asignadas al trabajo19 (Rosanvallon, 2000: 63-64; Castel, 2004: 61-62).

A la luz de la experiencia europea, al menos hay dos sentidos posibles y antagónicos que podemos atribuir, en este momento, a la noción de protección social: por una parte, la protección social remedial que se da a los individuos menos favorecidos y más desprovistos, y que está en el nivel de la asistencia; por otra, la protección social preventiva que se basa en la seguridad social, en dos modalidades: la que ofrece fuertes garantías laborales a un segmento de la población y la que protege a toda la población reforzando las prácticas que permiten construir ciudadanía social para todos (Castel, 2006: 27; Esping-Andersen, 2002).

El primer caso es ejemplificado por los regímenes liberales, especialmente en Estados Unidos, donde se enfatizan las soluciones de mercado, las clases medias optan por la contratación de seguros y servicios privados, mientras las responsabilidades públicas en materia de bienestar giran alrededor de la noción workfare, ya que se reducen a beneficios limitados para quienes puedan demostrar que se encuentran en situación de necesidad o pobreza, con la condición de que estén dispuestos a trabajar (Esping-Andersen, 2002: 15).

Esta solución ciertamente reduce la presión fiscal para el Estado, pero aumenta el dualismo social, condenando a los más pobres a una ciudadanía de segunda; en este marco, las mujeres y los niños son los más desprotegidos. Esping-Andersen señala con mucha razón que ésta no es una solución barata en términos sociales, ya que lo que se ahorra en términos de gasto público hay que pagarlo con el dinero de los bolsillos de todos los ciudadanos, contratando servicios privados (Ibid.).

En el segundo caso, países como Francia o Alemania enfatizan la seguridad social ligada al empleo, a través de fuertes garantías y regulaciones laborales. El costo es ofrecer una seguridad muy limitada a quienes sólo tienen conexiones tenues con el mercado de trabajo, como las mujeres, los jóvenes y los trabajadores descalificados, a través de programas de retiro temprano o programas de inserción laboral. En este tipo de regímenes, los sistemas pensionarios enfrentan fuertes crisis financieras debido a su incapacidad para hacer frente a los nuevos retos demográficos. El resultado es un abismo social entre quienes están protegidos y quienes enfrentan diversos grados de desafiliación. Una consecuencia de todo esto es que las familias deben absorber muchos de los riesgos de exclusión social y esto, además de minar la estructura familiar, afecta negativamente las posibilidades de que las mujeres logren su independencia económica (Esping-Andersen, 2002: 16-17)

El tercer caso es ejemplificado por los países nórdicos y Bélgica, cuya estrategia parece responder mejor a los nuevos factores de inseguridad social de la economía postindustrial, ya que invierte en medidas preventivas. El modelo requiere crecimiento económico y pleno empleo, así como el apego de las clases medias, lo que por supuesto no está garantizado y puede generar situaciones de crisis (Ibid.).

En este caso se opta por descargar de obligaciones sociales a las familias (desfamiliarizar) y por reducir el grado de dependencia del bienestar de los ciudadanos respecto a su desempeño en el mercado (desmercantilizar). A la garantía universal de ingresos y servicios sociales muy desarrollados para los niños y las familias se agregan políticas de activación laboral, que apuestan por capacitación a lo largo de la vida para lograr que, en un mercado laboral flexible, quienes pierden su empleo puedan regresar al mercado laboral con una mayor calificación que les permita obtener un mejor empleo que el que perdieron (inversión en capital humano). Esping-Andersen reconoce que esta estrategia es muy costosa en términos fiscales, pero no más costosa en términos del Producto Interno Bruto (PIB), o en términos familiares, ya que lo que no se gaste en términos públicos tendría que ser cubierto por gasto privado, como ocurre por ejemplo en Estados Unidos, o con trabajo familiar, como sucede en España o Francia (Esping-Andersen, 2002: 14).

Inseguridad y protección social en América Latina

En América Latina también se suele vivir la inseguridad como un problema en el que los ciudadanos se sienten amenazados por riesgos que se acumulan, especialmente ante la crisis de la seguridad pública, que algunas veces llega a percibirse como una amenaza a la seguridad nacional, derivada de las actividades del crimen organizado.

Por ello, gobiernos como el nuestro suelen priorizar el gasto dedicado a garantizar la seguridad civil.20 En México, de acuerdo con el Banco Mundial (2011), el gasto militar alcanzó en 2011 una cifra sin precedente de 64 348 millones de pesos, lo que implica un incremento de 44.0% respecto del monto registrado al inicio de la administración del presidente Felipe Calderón Hinojosa. La asignación de mayores recursos públicos a la compra de armas y el mantenimiento de tropas contrastó con la tendencia de gasto en educación y salud, que reportó incrementos marginales.21

Muchos gobiernos consideran legítimo dedicar presupuestos consistentemente menores al tema de la protección social, porque el bienestar social cada vez se concibe más como algo que corresponde a la esfera de la economía de mercado, mientras que la pobreza o la vulnerabilidad aparecen como los únicos problemas de inseguridad social que exigen una respuesta pública.

Sin embargo, como en el caso de los países desarrollados y a pesar de la relación evidente que existe entre la inseguridad civil y la social, es necesario abordar la segunda de manera específica. En ese terreno es útil, pero no basta con analizar la experiencia de los regímenes de bienestar que privan en los países centrales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), porque aunque vivimos en el mismo mundo, en América Latina a los efectos sociales negativos derivados de las nuevas tendencias del capitalismo hay que sumar los que se derivan de las trayectorias de nuestros propios regímenes de bienestar.

En nuestra región, desde la década de los años setenta y sobre todo a lo largo de la década de los años ochenta se detuvo también un ciclo muy importante de expansión económica endógena asociado al proceso de industrialización vía sustitución de importaciones. En términos económicos, la crisis de esos años desembocó en procesos de estabilización y ajuste estructural encaminados a liberalizar nuestra economía. En el ajuste sobresale la apertura comercial que marca el propósito de crecer fundándose en el sector externo de la economía. En términos sociales, los resultados netos de ese proceso fueron, primero, un deterioro de la protección social, y después la residualización de la función social del Estado (Barba Solano, 2007, 2009).

Sin embargo, sería un error considerar que América Latina es un mundo uniforme en términos del bienestar, por ello conviene hacer un poco de historia.

Los regímenes de bienestar latinoamericanos

Antes de la crisis de los años setenta y ochenta, en algunos de los principales países de la región la política social buscaba también realizar los principios de universalismo y solidaridad. Ello permitió el desarrollo de sistemas sectoriales de educación y salud que garantizaban prestaciones básicas para amplios sectores de la población. Sin embargo, la seguridad social tendió a limitarse a los trabajadores formales y a los sectores medios y se caracterizó por una aguda segmentación institucional.

En términos generales, la cobertura de la política social como respuesta a un conjunto de derechos sociales privilegió a los grupos de ingresos medios, como los trabajadores industriales, los empleados del Estado y los miembros de las clases medias. Mientras, los campesinos, los trabajadores urbanos informales y los pueblos indígenas recibieron sólo asistencia social o se mantuvieron al margen de las principales instituciones de bienestar (Barba Solano, 2007).

Los casos más exitosos fueron los correspondientes a los regímenes universalistas, caracterizados por procesos amplios de expansión del empleo formal y mayor cobertura institucional en materia de educación, salud y seguridad social de la región. En Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica se alcanzaron los niveles más altos de protección pública y de ampliación de la ciudadanía social. En dichos países, ésta se estructuró siguiendo el modelo bismarckiano de seguridad social, caracterizado por ser estratificado, contributivo, contar con un régimen de seguros múltiples y por dirigirse a un "asegurado ideal": varón, asalariado, con trabajo ininterrumpido en el sector formal, a lo largo de la vida, responsable de proveer los ingresos del hogar y también el aseguramiento de las personas dependientes (esposa, hijos e hijas) (Barba Solano, 2007; Martínez, 2006).

En otros países, como México o Brasil, caracterizados como regímenes duales, se desarrollaron los mismos tipos de sistemas de bienestar, pero éstos tendieron a concentrarse en las áreas urbanas, dejando a un lado a quienes en las ciudades o metrópolis no participaban en la economía formal o a quienes no vivían en el medio urbano, particularmente a los campesinos y a los indígenas (Barba Solano, 2007).

Más abajo en esta escala regional se encontraban una serie de países de América Central, como Honduras, Nicaragua, Guatemala o El Salvador, o de América del Sur, como Bolivia, Ecuador y Paraguay. En estos países la población indígena es muy numerosa y se encuentra excluida de la protección social. En estos regímenes, el bienestar garantizado por el Estado tuvo un muy pobre desarrollo institucional, que benefició solamente a pequeñas oligarquías. Por ello, los principales recursos de los pobres para hacer frente a los riesgos sociales fueron sus familias y redes comunitarias (Barba Solano, 2007; Martínez, 2008).

Las reformas sociales de los años ochenta y noventa

La crisis económica de los años sesenta y ochenta y los procesos de ajuste y reestructuración económica produjeron un gran desempleo, subempleo y la expansión del trabajo informal. En ese contexto, tanto en los regímenes universalistas como en los duales fueron reconocidas las limitaciones de los sistemas de bienestar social para proteger a la mayoría de la población y para garantizar los mismos derechos sociales para todos.

Este escenario permitió a numerosos gobiernos de la región justificar la adopción de una paradigma de bienestar alternativo: la focalización de la política social en los más pobres, el apoyo a la participación privada en la educación, la salud y los sistemas de pensiones, así como la descentralización de los servicios sociales (Barba Solano, 2007; Filgueira, 1997, 1998; Ocampo, 2008).

El nuevo paradigma adquirió un perfil transnacional, pues fue promovido por instituciones financieras internacionales (IFIs) como el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Por ello, podríamos hablar de la deslocalización como una de sus dos principales características;22 la otra sería, por supuesto, el respeto a la libertad de mercado y atribuirle a éste el papel fundamental en la generación y distribución de bienestar, aspecto que le confiere un marcado carácter residual, semejante al que predomina en países como Estados Unidos o el Reino Unido23 (Barba Solano, 2003 y 2007).

De manera complementaria, el empleo empezó a ser concebido estrictamente como un problema de mercado. Desde entonces, las tendencias más marcadas han sido la desregulación y la flexibilización de los mercados de trabajo, así como el imperativo de reformar los sistemas pensionarios, que en algunos casos han pasado de un modelo de reparto a otro de capitalización individual24 (Mesa-Lago, 2001, 2007).

En la agenda de muchos de los gobiernos de América Latina, los temas de la regulación laboral, la expansión de la seguridad social y la construcción de ciudadanía social dejaron de ser centrales, con la consiguiente interrupción de las acciones dirigidas a garantizar la universalización de derechos sociales. En cambio, la reducción de la pobreza y la construcción de redes de seguridad para enfrentar la vulnerabilidad social se situaron como los temas cruciales en la agenda del bienestar, es decir, como la nueva cuestión social (Barba Solano, 2010; Mkandawire, 2005).

En este marco, las políticas focalizadas fueron legitimadas como un medio pragmático de reconciliar la reducción del gasto social y el mantenimiento de una función social mínima por parte del Estado: otorgar protección social a los más pobres. Desde esa óptica sólo se considera legítimo asignar recursos públicos a quienes, además de situarse en la pobreza extrema, están dispuestos a alcanzar su bienestar jugando de acuerdo con las reglas del mercado (Barba Solano, 2007, 2010; Ocampo, 2008).

Durante los años ochenta se desarrolló un primer ciclo de programas sociales focalizados, denominados "fondos de inversión social" (FIS) o "fondos de emergencia social". Este modelo inicialmente se desplegó en los regímenes excluyentes y alcanzó su mayor impulso en los regímenes duales. Durante más de una década los FIS fueron un ingrediente indispensable en la estrategia de combate o alivio a la pobreza en casi toda América Latina, pero sobre todo en los regímenes duales y excluyentes.

Estos programas fueron apoyados financieramente por instituciones internacionales como el BM o el BID; muchos países crearon su propia versión de este modelo, culminando con el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), establecido por el gobierno mexicano en 1988. Sin embargo, después de una década de existencia esta clase de programas desapareció (Barba Solano, 2003; Grinspun, 2005).

El objetivo de los FIS fue hacer frente a los costos sociales del proceso de ajuste económico que siguió a la crisis de 1982, por medio de la inversión en infraestructura social, servicios públicos y sanidad. No obstante, es bien sabido que, en la práctica, estos programas fracasaron fundamentalmente porque no atendían a los más pobres, operaban de manera clientelista y se conducían con una gran opacidad (Dresser, 1994; Barba Solano, 2003; Grinspun, 2005; Schteingart, 1999).

Cada vez fue más claro que esta primera ronda de programas focalizados redujo la participación y la responsabilidad social del Estado a desarrollar programas mínimos de alivio a la pobreza, temporales, compensatorios, de baja calidad y clientelistas. Esto, por supuesto, se tradujo en que durante esa primera etapa la política social latinoamericana contribuyó a debilitar la cohesión social (Barba Solano, 2007; Filgueira et al., 2006: 20).

Durante los años noventa se produjo un segundo ciclo de programas focalizados que se originaron en los regímenes dualistas: los programas de transferencias monetarias condicionadas (TMC). Éstos fueron diseñados para corregir las fallas del mercado que se consideran los factores centrales que impiden a los pobres el consumo de servicios sociales esenciales, como la educación y la salud, que se conciben como cruciales para que los individuos puedan aprovechar las oportunidades de empleo o ingreso generadas por el mercado. Su principal objetivo es garantizar que las familias más pobres sean capaces de cambiar el comportamiento de sus integrantes y abandonen estrategias de sobrevivencia que favorecen la reproducción intergeneracional de la pobreza. Las TMC han sido pensadas para dar un incentivo a las familias para que "inviertan en el capital humano" de sus hijos.25

No es sorprendente que las TMC, instauradas a partir de esos años, sean consideradas por numerosos autores y agencias internacionales como el mayor logro de las políticas basadas en la idea de la focalización.26 En América Latina estos programas han sido implantados en 16 países donde, de acuerdo con Valencia (2008), su cobertura alcanza a 70 millones de personas.

Su legitimidad deriva, entre otras cosas, de su costo relativamente bajo,27 de su propósito de integrar políticas de salud, educación y alimentación, de sus frecuentes evaluaciones, del carácter casi permanente que han alcanzado, así como de la enorme cobertura que han logrado, sobre todo en Brasil y México. Por ello, en la actualidad las TMC se han convertido en el instrumento central para enfrentar la pobreza en América Latina (Ocampo, 2008; Valencia, 2008).

La protección social en América Latina y el contexto socioeconómico

A partir de la década de los años ochenta se ha acentuado en toda la región la tendencia a desligar empleo formal, derechos sociales y protección social, ya que el empleo remunerado, permanente y continuo, que sirvió de referencia para desarrollar los sistemas de seguridad social, dejó de ser el modelo hegemónico de inserción de las personas en las estructuras laborales.

En el nuevo contexto de inserción laboral predominan ahora el empleo informal, a tiempo parcial, independiente, irregular; el autoempleo, el trabajo familiar y el trabajo no remunerado. Un dato resume la situación del empleo en América Latina: en 2008, en los cinco países donde se pueden comparar niveles de desempleo urbano de acuerdo con la perspectiva de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que son Colombia, Ecuador, México, Panamá y Perú, se estimaba que el promedio del empleo informal en las áreas urbanas era de 58.6% (OIT, 2009).

En un contexto como éste, y como en el caso de los países desarrollados, cabe preguntarse si las tendencias predominantes en materia de protección social son las adecuadas para hacer frente al funcionamiento del empleo.

La visión convencional ha sido optar por la asistencia temporal del Estado a los pobres, hasta que éstos logren obtener suficientes recursos productivos para acceder al mercado laboral o para que sean capaces de aprovechar las oportunidades de ingreso que brinda la economía; por ello, los programas de tmc se han vuelto hegemónicos. ¿Es esto correcto?

Si se observa el contexto socioeconómico en el que se ubica este enfoque, se tendrá que responder que no es así. En la región, el crecimiento económico y el aumento del empleo formal de buena calidad parecen encontrarse enfrentados. Los mercados laborales demandan mayores niveles de cualificación que los ofrecidos por la educación primaria o secundaria. Al mismo tiempo, el desempleo, el subempleo o la informalidad se muestran como características estructurales de nuestras economías. El empleo formal cada vez es más precario y la protección de la seguridad social es selectiva, de baja calidad, y suele ser temporal.

De hecho, de acuerdo con un estudio reciente, la elasticidad empleo-producto en etapas de estabilidad y crecimiento es baja y sólo hay mayores oportunidades de empleo durante las etapas de recesión, pero en el sector informal de la economía28(Navarro, 2009).

El universalismo básico

En años recientes, en América Latina algunos investigadores coordinados por Gerardo Molina (2006) han sostenido que para enfrentar los mayores déficits sociales de esta región se requiere la cobertura universal de beneficios sociales básicos, como un asunto de derechos ciudadanos. Esto parece ser una alternativa real a la situación actual de precariedad laboral.

Dichos autores sostienen además que la calidad y el disfrute de dichos derechos deben ser garantizados por el Estado (Ibid.). Para ellos, la idea del "universalismo básico" implica evitar focalizarse en el perfil de necesidades de los más pobres; en lugar de ello proponen usar el perfil de necesidades de los sectores medios. La propuesta busca implantar un universalismo incremental, cuyas intenciones sean realizar los derechos sociales para todos los ciudadanos de un país, pero no necesariamente a través de un solo sistema, sino por medio de servicios equivalentes que cumplan con los mismos estándares de calidad (Tobar, 2006).

Este argumento, que se basa en la experiencia de los regímenes universalistas europeos, en los que el apoyo de las clases medias es fundamental, puede también encontrar respaldo en la historia de la política social de Estados Unidos, donde, de acuerdo con Theda Skocpol (1978), entre más los programas públicos son percibidos por los miembros de una sociedad en un sentido amplio como beneficios exclusivos para ciertos grupos, menor es el apoyo que reciben. Por ello, esta autora indica que para mejorar las condiciones de los más pobres es necesario desarrollar políticas sociales con las que las clases en mejor situación puedan relacionarse positivamente (Skocpol, 1995: 252).

Más aún, en América Latina los defensores del universalismo básico conceptualizan la focalización como un mecanismo crucial para ofrecer beneficios universales. Específicamente, esa perspectiva considera que los programas de tmc pueden convertirse en recursos muy importantes para hacer real no sólo el acceso a servicios sociales universales, sino la posibilidad de acceder a ellos como derechos sociales (Filgueira et al., 2006; Simôes, 2006; Medici, 2006; Molyneux, 2007; Moreno, 2007).

Sin embargo, hay una ambigüedad obvia en esta idea: si bien algunos programas de TMC como Oportunidades en México y Bolsa Familia en Brasil en términos de cobertura se aproximan al universalismo, ya que según datos de 2010 el primero cubre a 5.8 millones de hogares y el segundo a 11 millones (Faszbein y Schady, 2009), también es cierto que en términos de garantía de derechos sociales dichos programas tienden a aproximarse a las perspectivas que defienden la focalización y emplean pruebas de medios para otorgar beneficios.

Por otra parte, mientras que el universalismo básico surgió en el contexto de regímenes universalistas como el argentino, el uruguayo y el costarricense, donde, como hemos visto, existe un importante desarrollo institucional acumulado durante el siglo XX, además de una tradición de administración pública del bienestar social basada en derechos, los programas de TMC se desarrollaron en el contexto de regímenes duales, en los que importantes segmentos de la población han sido excluidos del acceso a la seguridad social o de los servicios de salud, y de los educativos que rebasen los niveles básicos.

En este contexto, cabe preguntarse si las TMC constituyen un recurso para universalizar los regímenes duales, si su funcionamiento se acerca a la idea de focalización dentro de un marco de políticas sociales universales, lo que, de acuerdo con Skocpol, implica "beneficios y servicios sociales adicionales que de manera desproporcionada ayuden a los menos privilegiados sin estigmatizarlos"; a esto Skocpol lo denomina "focalización dentro del universalismo"29 (1995: 253). En síntesis, el reto es dilucidar si las TMC pueden llegar a ser mecanismos para focalizar dentro del universalismo.

Los programas de TMC y el universalismo

Veamos primero los aspectos de estos programas que son compatibles con una perspectiva universalista. Su amplia cobertura es compatible con la intención de ampliar la protección a toda la población. Por otra parte, la complementariedad de las intervenciones en materia de educación, salud y alimentación es compatible con la idea de desarrollar una política integral, mientras que la transparencia y la rendición de cuentas son compatibles con el derecho ciudadano a la información.

El éxito de estos programas en el campo de la educación, en la promoción de la matrícula y la asistencia de niños y jóvenes a la escuela, así como las mejorías logradas en la permanencia escolar, la acumulación de años promedio y la reducción de las tasas de deserción escolar, contribuyen sin duda al objetivo de garantizar estos servicios para quienes no pueden ser cubiertos por los sistemas sectoriales (Skoufias, 2006; Parker, Tood y Wolpin, 2006; Adato, 2005).

De igual forma, contribuyen a ese objetivo los logros en materia de salud preventiva, vacunación y alimentación, la reducción de las tasas de morbilidad y mortalidad materna, infantil y adulta; también lo hacen la diversificación de la alimentación familiar y el fomento de un capital social en materia de salud y alimentación.

En este terreno, el mayor problema es que los programas de TMC no coinciden con la pretensión universalista de que las políticas sociales deben garantizar los mismos servicios, con estándares de calidad semejantes para todos; por eso no parecen promover la equidad de estatus y de derecho de la que habla Esping-Andersen, sino un dualismo social como lo prevén Titmuss y Sen al analizar la focalización (Barba Solano y Valencia, 2010; Esping-Andersen, 1990; Titmuss, [1968] 2007; Sen, 1995).

A esto se suman otros problemas muy importantes que muestran la dominancia del enfoque focalizado: estos programas sólo se dirigen a los más pobres, seleccionan a los beneficiarios utilizando prueba de medios y exigen el cumplimiento de una serie de condiciones a sus beneficiarios.

Además, de acuerdo con algunos autores, los errores de exclusión son muy altos. Según Veras Soares y sus colegas (2007), en el primer caso 70% de la población pobre era excluida en 2004; ese mismo año Bolsa Familia excluía al 59% de los pobres. Estos autores señalan que la disyuntiva es extender la cobertura o mejorar la focalización; así, todo indica que Oportunidades es más eficiente que Bolsa Familia, pero también es más excluyente, y viceversa. Esto significa que es difícil ampliar la cobertura sin incrementar los errores de inclusión (Veras Soares et al., 2007: tabla 1).

Otro tema crucial es la manera como estos programas conceptualizan la reproducción intergeneracional de la pobreza, que es explicada como un fenómeno atribuible a conductas familiares inadecuadas, no como una situación derivada de la falta de derechos o titularidades sociales.

De acuerdo con el enfoque teórico que sustenta a los programas de TMC, la carencia de capital humano impide a los más pobres ser suficientemente competitivos para participar en el mercado, para obtener buenos empleos o ingresos suficientes y para pagar por su propio bienestar y el de sus familias. Este enfoque se aleja considerablemente de la idea de que cada ciudadano tiene el derecho a asegurar su sustento sin depender del mercado, es decir, del ideal universalista de la desmercantilización del bienestar social.

De hecho, la orientación familiarista de estos programas, que enfatizan el rol reproductivo de las madres, de acuerdo con Molyneux (2007), muestra que las TMC están aún basadas en una visión que reproduce una estructura social desigual. Estos programas tienen el efecto de retradicionalizar los roles y las responsabilidades basados en una visión patriarcal. Esto implica que, a través de estos programas, el Estado promueve activamente la estructuración de relaciones de género desiguales y asimétricas.

Conclusiones

Al iniciar este artículo señalé que las alteraciones experimentadas por las conceptualizaciones de la protección social a lo largo de las últimas tres décadas, como producto de la liberalización de la economía y la globalización, hacían cada vez más difícil mantener o mejorar la protección social tanto en los países desarrollados como en América Latina, pero que algunas alternativas eran más eficaces que otras.

Como hemos visto, en el contexto del capitalismo postindustrial global los grandes retos en los países desarrollados son crear empleos de buena calidad para los jóvenes, las mujeres y los trabajadores menos cualificados, ofrecer capacitación y educación a los jóvenes, elevar la fecundidad y proteger a las familias con niños pequeños. Todo indica que la estrategia de los regímenes conservadores, que se han acercado a los regímenes liberales y han optado por garantizar ingresos a todos los ciudadanos a través de transferencias monetarias para hacer frente a la inseguridad social reinante, puede contribuir a aminorar las desigualdades, pero no a favorecer la movilidad ascendente, porque ésta depende de mayor capacitación.

Hemos visto que las políticas de protección social remedial dirigidas a los individuos menos favorecidos y más desprovistos (estrategia típicamente residual y que está en el nivel de la asistencia) legitiman el funcionamiento excluyente del mercado y refuerzan la divergencia entre los ganadores y los perdedores generados por las transformaciones en curso, lo que erosiona la cohesión social. Por ello, autores como Esping-Andersen, Castel y Rosanvallon consideran que es necesario actuar sobre las causas, de manera preventiva, reforzando la seguridad social para reducir el déficit en relación con el trabajo y la integración social.

Por otra parte, en el contexto de América Latina hemos mostrado que se suele confundir inseguridad pública e inseguridad social, y que no se reflexiona suficientemente sobre la existencia de vínculos evidentes entre estos dos fenómenos, lo que ha repercutido en que se prioriza cada vez más el combate de la primera y se le otorga un papel menor a la segunda.

Como he señalado, en nuestra región también se experimentan los efectos sociales negativos derivados de las nuevas tendencias del capitalismo, pero he argumentado por qué a éstos hay que sumar los que derivan de los procesos de estabilización y ajuste estructural encaminados a liberalizar nuestras economías.

En este artículo he mostrado cómo, en términos sociales, los resultados netos de esos procesos fueron, primero, el deterioro de la protección social, y después la residualización de la función social del Estado. Expuse cómo las políticas focalizadas fueron legitimadas como un medio pragmático de reconciliar la reducción del gasto social y el mantenimiento de una función social mínima por parte del Estado, consistente en otorgar protección social a los más pobres. Sin embargo, como he argumentado, es claro que ni los fondos de inversión social ni las TMC son las respuestas adecuadas para la tendencia regional de desligar empleo formal, derechos sociales y protección social.

Las evaluaciones de los programas de TMC en el contexto de los regímenes duales indican que éstos son efectivos en la expansión de la cobertura de los servicios sociales y educativos hacia los más pobres, y que tienen un impacto positivo en evitar estrategias familiares que impiden la acumulación de capital en los hogares más pobres. No obstante, no se puede negar el hecho de que son instrumentos diseñados, operados y evaluados de acuerdo con criterios ligados al modelo de la focalización, que excluye aspectos centrales en la óptica universalista.

En ese sentido, he concluido que dos aspectos de esta clase de programas son totalmente incompatibles con el paradigma universalista: la condicionalidad y la prueba de medios. Así, para que estos programas pudieran contribuir a un proceso de universalización de la política social, tendrían que rediseñarse para incorporarlos a una tentativa amplia de reducción de desigualdades sociales, construcción de derechos y ciudadanía social para todos, reforzamiento de la cohesión social y garantía de mayores derechos para quienes son más excluidos.

Ello implica, entre otras cosas, el desarrollo de sistemas sólidos y universales en los campos de la salud, la educación y la seguridad social, basados en derechos sociales que puedan ser exigidos y que sean judicializables. Sistemas que tengan un carácter integral, capaces de ofrecer el mismo nivel de calidad en sus servicios para todos los ciudadanos. Esto, creo, implica redefinir la agenda de reforma social en América Latina.

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