Ethnographic perspectives in Chiapas, Mexico, from an anthropology of power
José Luis Escalona Victoria**
* Este texto obtuvo mención en el VI Premio Iberoamericano en Ciencias Sociales otorgado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2011.
** Doctor en antropología social por la Universidad de Manchester, Inglaterra. Investigador-profesor, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Sureste. Temas de especialización: antropología social en Chiapas, antropología del poder. Carretera San Juan Chamula, km 3.5, Barrio Quinta San Martín, C.P. 29247, San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.
Resumen: Con base en una selección de textos, se ofrece un panorama de algunas de las perspectivas que predominaron en la etnografía de los pueblos mayas en Chiapas en los últimos cien años. Se analizan los cambios en la forma de estudiar la vida social desde los modelos fundados en las ideas de cultura o estructura social (como unidades relativamente homogéneas, permanentes y autocontenidas) hasta llegar a un planteamiento etnográfico que pone atención en las conexiones y los flujos translocales, las contradicciones y tendencias múltiples, la producción simbólica y los lenguajes del poder (una perspectiva metodológica llamada “etnografía del poder”).
Palabras clave: ciencias sociales, antropología, etnografía, mayas, Chiapas.
Abstract: A selection of texts is used to provide an overview of some of the perspectives that have predominated in the ethnography of the Maya people in Chiapas over the past hundred years. The author analyzes the changes in the study of social life, starting from the models founded on the ideas of culture and social structure (as relatively homogeneous, permanent and self-contained units) and finishing with an ethnographic position that focuses on translocal connections and flows, contradictions and multiple trends, symbolic production and the languages of power (a methodological perspective called “ethnography of power”).
Key words: social sciences, anthropology, ethnography, Mayas, Chiapas.
El problema: continuidad cultural e historia
Una perspectiva predominante en los estudios etnográficos del siglo XX ha sido la cultural, partiendo de la premisa de que las culturas son entidades preexistentes y preconstruidas y poniendo atención a los elementos que muestran constancia más allá de las generaciones, las diferencias y los cambios. Este planteamiento aparece de manera recurrente, como lo hace en la obra de Berger y Huntington, que abogan por una globalización con múltiples centros (Berger y Huntington, 2002). Estas ideas marcaron también la etnografía de los mayas.
Los pueblos contemporáneos identificados como mayas habitan un amplio territorio en México y Centroamérica. Si ponemos atención a la historia en toda su complejidad, esta población podría abarcar incluso a pueblos que no se consideran actualmente como mayas (por haber abandonado sus formas de vida o sus vínculos con los pueblos reconocidos como indígenas). Pero esto no se resuelve usando una categoría flexible que incluya también a los otros, como la del “México profundo”, de Guillermo Bonfil Batalla (1990); por el contrario, debe ser cuestionada a partir de la sustancia misma a la que se refiere: la diversidad de experiencias y trayectorias históricas que pretende abarcar como una unidad histórica y social. Primeramente, el territorio de esta hipotética unidad cultural maya abarca distintos ambientes: tierras bajas de bosque tropical, planicies calizas en la península de Yucatán y montañas y altiplanicies del centro de Chiapas y Guatemala. En estos territorios se desarrollaron sociedades con múltiples variantes. Y si en vez de partir de una unidad cultural tomamos la formación de jerarquías de poder político y ritual tenemos una historia más bien de discontinuidades.
De esta forma, encontramos el desarrollo de diversos centros de poder en distintas épocas. Por ejemplo, en la selva de Yucatán, Chiapas y Guatemala entre los años 600 al 900 d.C., y en las planicies de Yucatán desde el año 1 000 y hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI. Estos centros compitieron por el dominio de territorios, poblaciones y rutas comerciales, produciendo alianzas, guerras y negociaciones entre linajes gobernantes, jefes militares y poblaciones dependientes. La formación de centros administrativos de los tributos, el comercio y la actividad ritual y su dinámica de centralización y dispersión ofrece una variedad de historias de auge y decadencia de una civilización maya (Morley, 1962). Lo mismo ocurrió con las instituciones formadas a partir de la llegada de los españoles en el siglo XVI. Por ejemplo, después del siglo XVI, en algunas regiones se formaron pueblos sujetos a tributo y al control de la Iglesia y de las autoridades reales, y parte de la población fue integrada a propiedades rurales como trabajadores en servidumbre o de trabajo pagado.
Una gran parte de la población desapareció por las guerras de conquista y el trabajo forzado, por las enfermedades y los cambios ecológicos (con la introducción de nuevas especies de animales y plantas y la relocalización de los asentamientos). Mientras tanto, en las selvas se mantuvieron pueblos relativamente independientes que hacían a veces entradas de guerra a los pueblos pacificados (Vos, 1988a). La conquista en esas áreas se produjo hasta finales del siglo XVII, con ejércitos provenientes de distintos centros de poder. Aun durante la llamada “guerra de castas” en la península yucateca —en la segunda mitad del siglo XIX— se hablaba de poblados en las selvas que estaban fuera del orden.
Con la independencia política de México y Guatemala muchos pueblos coloniales se mantuvieron, pero algunas tierras fueron ocupadas por propietarios privados para convertirlas en empresas rurales de distintas dimensiones. A finales del siglo XIX y principios del XX había en Yucatán haciendas de producción de henequén; se establecieron también propiedades para la producción de café en las montañas de Guatemala y Chiapas, además de las explotaciones de madera y resinas (chicle) en las selvas (Vos, 1988b). Las empresas estaban conectadas con los mercados de Europa y Estados Unidos. Las haciendas de producción para la exportación y las fincas agrícolas y ganaderas orientadas a los mercados regionales eran el motor de la sociedad y de la integración de la región al mercado mundial; muchos indígenas fueron convertidos en trabajadores de manera temporal o definitiva. Los pueblos cambiaron, además, por la introducción de nuevos productos y por la migración a nuevas regiones.
En el siglo XX, con la formación de los estados, se produjeron grandes transformaciones en México y Guatemala. En México, la Revolución dejó una secuela de cambios en leyes y políticas sociales, de las que se derivaron el reparto agrario, el indigenismo y la educación popular. El nuevo régimen impulsó un reparto de tierras que afectó a grandes propietarios y produjo muchas nuevas comunidades agrarias. Las fincas de henequén, en Yucatán, las monterías y las fincas de café, en Chiapas, y otras propiedades agrarias fueron impactadas por esta medida (aunque en algunas regiones lograron sobrevivir hasta muy entrado el siglo XX, como en Simojovel o en el Soconusco, en el norte y la costa de Chiapas, respectivamente). Esta política también promovió la ocupación de tierras de la selva, antes tierra de guerra.
El indigenismo fue parte de una política de intervención del gobierno en las regiones donde había población identificada como indígena, buscando su integración a la nación. Para ello, el gobierno promovió la construcción de carreteras, la creación de escuelas y clínicas y la formación de promotores de educación y salud entre la población. También llevó electricidad y nuevas técnicas y especies para la producción agropecuaria y de manufacturas. La educación buscaba también la integración por medio del aprendizaje del español. El desarrollo técnico y mercantil del país provocó otras intervenciones en las regiones de población indígena, como la construcción de presas hidroeléctricas en los ríos de Chiapas y la creación de la Rivera Maya para el turismo en las costas de la península de Yucatán. Los sitios arqueológicos, reconstruidos principalmente en los últimos cien años, se ofrecen como sitios de interés turístico; algunos pueblos indígenas aparentemente más tradicionales han sido integrados también a circuitos del turismo.
Paralelamente, distintas organizaciones políticas y religiosas empezaron a tener presencia en estos pueblos. En las cuatro últimas décadas del siglo XX confluyeron en Chiapas la teología de la liberación, impulsada por la diócesis de San Cristóbal de las Casas, la formación de catequistas campesinos con una opción preferencial por los pobres, las diversas organizaciones de oposición al gobierno, que impulsaban la toma de tierras y demandaban servicios, y un movimiento guerrillero con una larga historia que se levantó en armas con la denominación de Ejército Zapatista de Liberación Nacional (como pasó en Guatemala durante tres décadas). También se desarrollaron Iglesias no católicas en proporción mayor a la del resto del país (Rivera et al., 2005). Además, mucha población indígena abandonó, en sucesivas generaciones, la vida que tanto atrajo a los etnógrafos, originando diversas poblaciones que conforman a la mayoría de la población no indígena.
El resultado es una gran constelación de pueblos, lenguas y formas de organización. La diversidad en la organización del poder político, económico y religioso impide pensar en una unidad que abarque una categoría como “los mayas”, a menos que se haga una abstracción de la historia. Todos los pueblos de esta amplia región han desarrollado una diferenciación histórica desde antes de la conquista española. Las historias de cambio han producido una gran variedad de poblaciones indígenas y no indígenas observables (o no) en los registros etnográficos contemporáneos en Chiapas. Muchos estudios que se hicieron en el siglo XX se centraron en las continuidades, en las conexiones entre el pasado remoto y los pueblos contemporáneos, enfatizando la especificidad cultural de los indígenas. No obstante, en las últimas décadas del siglo XX y en los años sucesivos algunos trabajos han empezado a analizar a estos pueblos como entidades integradas a la historia: ¿por qué no estudiar los aspectos de la historia de los pueblos que tienen que ver en sus conexiones con el llamado “mundo occidental”, del que forman parte desde hace siglos (desde los procesos de colonización, formación de los mercados capitalistas y de los Estados nacionales)? ¿Por qué no pensar que estos pueblos son más bien producto de una historia de múltiples interconexiones, de procesos civilizatorios y modernizaciones, y no resultado sólo de proyecciones de una supuesta cultura ancestral común? Ese problema acompañó a la antropología del siglo XX, como veremos en el caso de Chiapas.
Etnografía de la cultura: la singularidad y la continuidad
Los pueblos de Chiapas han sido estudiados intensamente desde finales del siglo XIX y principios del XX por etnógrafos como Alfred Tozzer y Frederick Starr, y especialmente después de la segunda guerra mundial. Muchos estudios se concentraron en los pueblos supuestamente más tradicionalistas del centro del estado o en los de la selva, tratando de encontrar aspectos actuales que tuvieran alguna conexión con la cultura previa a la conquista española (es decir, los diversos cristianismos, el comercio mundial de tintes, café, fibras, azúcar y ganado, la formación de estados y la sucesión de guerras nacionales y revoluciones sociales).
Por ejemplo, Alfred Tozzer (1907) realizó una investigación compara-da entre dos poblaciones mayas: la de Yucatán y la lacandona de la selva de Chiapas. La primera mostraba las múltiples herencias del catolicismo en sus celebraciones religiosas, mientras la segunda, por su aislamiento en una zona selvática, parecía mantener formas ceremoniales no influidas por esta creencia. Se pensaba, entonces, que podrían presentar una conexión con la religión de los antiguos mayas.
Uno de los primeros antropólogos mexicanos, Alfonso Villa Rojas, realizó en los años cuarenta una etnografía de un pueblo tzeltal en Chiapas. Sus notas y comentarios posteriores, vertidos en una entrevista, hablan de la búsqueda de aspectos culturales que “pervivieran” en las creencias sobre la enfermedad, la muerte, los curanderos, la religión y la organización social. No escapan a sus observaciones aspectos no “tradicionales”, como las relaciones entre la población indígena y los “ladinos” (la población supuestamente no indígena), ni tampoco su relación con las agencias de gobierno, pero sus análisis se centraron en temas que se consideraban más específicos de la cultura maya, como el nagualismo, que es una creencia sobre la capacidad de algunas personas para transformarse en animales o en entidades míticas, lo que les da poder para intervenir en la vida de los demás, causando infortunios, como una mala cosecha o algún malestar corporal, o la muerte. Se consideraba que las personas comunes podían sufrir estos ataques porque sus capacidades vitales (que en las etnografías se identifican como “alma”) se ponían en peligro en ciertos momentos (como, por ejemplo, durante el sueño) o en determinadas condiciones (durante la infancia). Muchos relatos sobre ataques de naguales, enfermedades o malestares asociados a ellos, y las formas de curarlos, aparecen en los trabajos de Villa Rojas y en sus notas de campo recientemente publicadas, donde sugiere que estas ideas son parte de una cosmovisión que permite la perpetuación del grupo, al convertirse en una forma de control social que regula los cambios y la diferenciación social, porque son un mecanismo para preservar el orden y las fronteras, y con ello la cultura (Villa Rojas, 1947 y 1990; Durand y Vázquez, 1990).
Calixta Guiteras hizo investigaciones en distintos pueblos tzotziles de Chiapas, centrándose igualmente en los elementos considerados como parte de la cosmovisión maya. Ambos autores trabajaron bajo la dirección de un antropólogo de la Universidad de Chicago, Robert Redfield, quien desarrolló un modelo de análisis del cambio cultural conocido como continuum folk-urban. Redfield decía que las poblaciones urbanas eran lugares de innovación y estaban más abiertas al cambio; que las poblaciones del extremo primitivo eran más tradicionalistas y cerradas, mientras que las folk representaban un punto intermedio; que en las comunidades primitivas se encontraba mayor coherencia cultural, mientras que en la ciudad había desorganización de la cultura, individualismo y conflicto. Estas ideas sirvieron de base a Redfield en sus trabajos sobre Yucatán y guiaron a Villa Rojas en su investigación en el extremo primitivo, una aldea del actual estado de Quintana Roo: Tusik (más adelante diría que era más primitiva la aldea en la que estuvo en Chiapas años después, Yochib, en el municipio tzeltal de Oxchuc: Durand y Vázquez, 1990). También llevaron a Guiteras a hacer una investigación sobre la cosmovisión indígena a través de la visión del mundo de un tzotzil del pueblo de Chenalhó, en la zona central de Chiapas, luego de tener varios intentos fallidos en un pueblo considerado aún más primitivo: Cancuc (Guiteras, 1965). Aunque aparecen notas sobre la historia reciente de este pueblo (conflicto agrario, educación), el trabajo se centra en lo que ella y Redfield definieron como “la visión del mundo” (worldview), que la llevó a poner atención en el análisis del nagualismo, las almas, la enfermedad, la brujería, el calendario agrícola y la organización de las fiestas.
Esta perspectiva también fue sintetizada por Evon Vogt, antropólogo estadounidense que dirigió un proyecto de la Universidad de Harvard en el estado de Chiapas por más de 35 años, promoviendo profundos estudios etnográficos entre los estudiantes de distintas universidades de Estados Unidos. Aunque el resultado es muy diverso (con debates sobre el enfoque antropológico entre los mismos estudiantes), mantuvo una línea que se enfocaba, nuevamente, a las particularidades de la cultura maya. En su estudio de Zinacantán afirma que la organización social contaba con distintos niveles concéntricos, desde el grupo familiar, y los asentamientos en torno a manantiales específicos, hasta el municipio. Estos niveles tenían tanto sus formas de autoridad como de impartición de justicia y quienes ocupaban cargos en el municipio eran sobre todo representantes de los parajes que, de manera rotativa, se hacían responsables de los cargos de autoridad más elevados. Vogt sostenía lo que también afirmaban algunos estudiosos de los mayas en esa época: que la organización social de los municipios actuales era menos jerárquica y diferenciada que la del resto de la sociedad circundante, puesto que las responsabilidades eran rotativas; que era cualitativamente diferente, pues, por ejemplo, el llamado sistema jurídico estaba dirigido más a la reconciliación que al castigo (véase Jane Collier, 1995) y que podía servir para analizar lo que había sido la organización social de los antiguos mayas del clásico en la cuenca del Usumacinta (Vogt, 1966 y 1994). Esto también lo sugerían algunos arqueólogos que veían a los mayas como una sociedad pacífica, centrada en una cosmovisión muy elaborada (para el análisis de estas perspectivas en la arqueología, véanse Coe, 1993, y Drew, 2002). Al analizar los rituales de curación, Vogt sugirió que se debía defender la cosmovisión indígena de las amenazas “externas” que significaban el nuevo catolicismo y los diversos credos evangélicos, que, sin embargo, crecían en ese tiempo, especialmente entre la población indígena (Vogt, 1982).
Esta perspectiva cultural caracterizó también a muchos estudios sobre los lacandones, habitantes de la selva oriental de Chiapas que hasta mediados del siglo XX vivían en grupos familiares dispersos, dedicados a la caza, la recolección y la agricultura, y mantenían rituales distintivos. Hasta estudios etnográficos más recientes (Magee, 2002; Boremanse, 2006), se les consideraba como los más auténticos y puros descendientes de los antiguos mayas del río Usumacinta. No obstante, recientemente han aparecido estudios que analizan los cambios, la presencia de Iglesias, la creación de reservas forestales y de empresas de ecoturismo (Trench, 2005; Eroza, 2006; Nečasová, 2010).
El enfoque étnico: etnografía del colonialismo, las relaciones interétnicas y la integración
El enfoque etnográfico cultural consideraba la historia como algo que ocurría sin que necesariamente se alteraran los centros de la particularidad cultural maya. Sin embargo, paralelamente se desarrollaron otras perspectivas, como las que tenían los indigenistas, vinculados a la política de integración, que veían en la condición indígena el producto no sólo de una cultura distinta sino, principalmente, de relaciones sociales desiguales en la historia.
Gonzalo Aguirre Beltrán —durante muchos años director del Instituto Nacional Indigenista (INI)— propuso analizar la situación de los indígenas con una perspectiva regional, considerando las relaciones con los no indígenas, las ciudades regionales y las instituciones gubernamentales. Sugería que la situación de los indígenas era producto de la desigualdad a la que estaban sometidos ante estas instituciones, en complicidad con los no indígenas (llamados “mestizos” o “ladinos”), que controlaban el mercado y las instituciones políticas. Describía, por ejemplo, las relaciones entre los ladinos de la metrópoli regional (la ciudad de San Cristóbal de las Casas) y el hinterland indígena (tzotzil y tzeltal) como coloniales, expresadas, por ejemplo, en el cobro de impuestos a los indígenas para permitirles vender en el mercado de la ciudad, en la compra de sus productos a precios muy bajos y en las exigencias de mano de obra gratuita para realizar trabajos públicos. Un ejemplo de esta desigualdad y discriminación eran las llamadas atajadoras, mujeres de la periferia de la ciudad que “arrebataban” a los indígenas sus productos (gallinas, huevos, frutas, leña), pagándoles precios muy bajos, para revenderlos ellas en el mercado; otro ejemplo era el secretario ladino, que no siendo indígena era nombrado como secretario municipal para controlar las relaciones del gobierno local con el estatal, el comercio de aguardiente y la contratación de trabajadores para las fincas.
Los indigenistas ponían énfasis en las relaciones desiguales entre el mundo indígena y el mundo ladino, definidas como relaciones interétnicas, y proponían hacer una antropología aplicada que propiciara la ruptura de su condición colonial. La escuela, el reparto agrario, la clínica y la organización en sindicatos y cooperativas eran parte de los instrumentos que tenían para hacerlo. La cultura indígena debía ser conocida y muchos aspectos debían ser preservados como parte del proceso de transformación (pensado como de liberación); pero, en todo caso, la cultura indígena también tenía que cambiar para superar la marginación. Por ejemplo, Aguirre Beltrán enunció el éxito que habían tenido las campañas de salud en los primeros años del Centro Coordinador Tzeltal Tzotzil (inaugurado en 1951) para combatir no sólo las enfermedades sino también las creencias en la brujería (nagualismo para Villa Rojas) y el asesinato de brujos.
El enfoque en las relaciones interétnicas compartía muchos puntos de vista con el enfoque cultural; los antropólogos iban fácilmente de una posición a otra, preguntándose qué elementos eran propiamente mayas y cuáles estaban también entre los llamados ladinos (Pitt-Rivers, 1970), qué era importante preservar o cambiar y cómo hacerlo. Ambos enfoques tenían preocupaciones por la historia, pero partían del reconocimiento a los grupos étnicos como entidades culturalmente delimitadas y consideraban sus relaciones con el entorno como relaciones interétnicas. Faltaba problematizar a profundidad esta visión dual y las mismas unidades identificadas como etnias y comunidades.
El enfoque histórico: la particularidad cultural tiene historia
En las tres últimas décadas del siglo XX, las etnografías enfocadas a la continuidad (ahora descrita como resistencia) y las que analizan el colonialismo y las relaciones interétnicas fueron desarrolladas y profundizadas. Pero surgieron también estudios más profundos sobre la historia de diversas poblaciones indígenas, detallando los procesos que dieron origen a los pueblos contemporáneos. Por ejemplo, los trabajos de Jan de Vos, basados en nuevos documentos históricos, muestran que los lacandones no eran los habitantes originales de la región cercana a las ruinas de Bonampak y Palenque, sino descendientes de pueblos provenientes de otras regiones que migraron en el siglo XVII. Que los pueblos lacandones en los siglos XVI y XVII fueron exterminados por diversas entradas de conquista y reubicados en pueblos establecidos y cristianos (Vos, 1988a). Aunque esto ya había sido señalado por Tozzer, muchos estudios habían preferido mantener la tesis de la continuidad entre los lacandones y los mayas del clásico en Palenque y Bonampak (en especial durante el proceso que dotó oficialmente a este grupo de miles de hectáreas de selva). Igualmente, Rus y Wasserstrom propusieron que la organización cívico religiosa (considerada por Vogt como elemento particular maya) adquirió su forma actual a raíz de los cambios ocurridos en el siglo XIX en Chamula y Zinancatán por la pérdida de control de la Iglesia sobre el mundo ritual en las parroquias de los pueblos —como resultado de las políticas liberales nacionales—, la expansión del mercado del café en la costa y la producción de maíz en los valles centrales de Chiapas (Rus y Wasserstrom, 1980).
A partir de un largo trabajo etnográfico y de archivo, Rus ha hecho también estudios sobre parte de la historia de San Juan Chamula que cuestionan su imagen de pueblo tradicionalista. Los trabajos analizan los cambios políticos en la nación y su particular procesamiento en la historia política local (Rus, 1994, 1995, 2009a y 2009b). Por ejemplo, con la formación de jóvenes alfabetizados que promovían la organización sindical surgió en Chamula una generación de jóvenes que poco a poco desplazó a las autoridades y logró ocupar los cargos locales, articulando las formas rituales con la formación del régimen político estatal y nacional, lo que Rus llamó la “comunidad revolucionaria institucional”, aludiendo al partido gobernante durante la mayor parte del siglo XX (Rus, 1994).
Descubrimos, así, que los pueblos indígenas no están fuera de la historia y que muchas particularidades culturales son el resultado de una serie de intercambios y contactos. Al mismo tiempo, surgió un interés por los indígenas que no formaban parte de los pueblos coloniales ni eran pobladores de la selva, de apariencia “primitiva”. Se empezaron a hacer estudios en las poblaciones migrantes que fundaron pueblos o barrios nuevos en los siglos XIX y XX y se puso atención en las que vivieron durante varias generaciones en las fincas trabajando como peones o jornaleros (Montagú, 1970; Ruz, 1983-1986; Gómez y Ruz, 1992; Alejos, 1994; Toledo, 2000, 2002 y 2009; Escalona, 2008 y 2009; Robledo, 2009; Rus, 2009a y 2009b). Al iniciar el siglo XX se desarrollaron en Chiapas distintas perspectivas antropológicas, pero en este artículo me interesa analizar sólo una de estas perspectivas metodológicas, que denomino etnografía del poder, a partir de una selección de trabajos etnográficos recientes que estudian la relación entre cultura, historia y poder. Con esta selección de textos, muy diferentes en sí mismos, sólo intento ilustrar el aprendizaje que se genera a partir de una serie de problemas de investigación específicos para construir una perspectiva metodológica, sin hacer una revisión exhaustiva ni agotar el análisis de la producción etnográfica en Chiapas y sus diversos aportes al conocimiento antropológico actual.
La condición translocal de lo local
Un problema heredado por la rica producción etnográfica en Chiapas es el de las fronteras de lo local. La emergente etnografía del poder se propone registrar que la localidad es producto de interacciones y contactos fluidos con redes, procesos organizativos e instituciones. Por ejemplo, la condición agraria, alimentada por la larga historia de una civilización agrícola en esta región del mundo, también es producto de la historia desigual de integraciones y desarticulaciones de los mercados y las políticas de propiedad y usufructo de las tierras y los recursos. Así lo muestran estudios como el de Sonia Toledo Tello acerca de la tardía decadencia de las fincas y la movilización campesina en los años ochenta en la región de Simojovel, al norte de Chiapas. Ambos procesos se produjeron por la conjunción de las fluctuaciones en el mercado internacional del café, la aspiración de un reparto agrario nacional (que no llegaba con toda su intensidad a la región), la influencia del indigenismo oficial y de las organizaciones sociales y la formación de generaciones de campesinos con nuevos lenguajes políticos y religiosos (Toledo, 2000, 2002 y 2009). Lo mismo pasó con la formación de las poblaciones tojolabales, producto del reparto agrario gubernamental, las políticas de colonización de la selva, la movilización campesina que impulsaron organizaciones nacionales en la zona y el levantamiento armado de 1994 (Escalona, 2009).
Los estudios de Rus sobre Chamula son un ejemplo de esa visión que integra procesos locales y acontecimientos históricos amplios. Rus analiza la formación de las jerarquías cívico religiosas, las movilizaciones vinculadas a facciones y grupos estatales durante la revolución, las distintas generaciones de cacicazgos, la formación de la “comunidad revolucionaria institucional”, la aparición y el desarrollo de nuevos grupos y la competencia entre ellos, traducida en luchas entre partidos y, sobre todo, entre Iglesias. La historia de Chamula dista mucho de ser sólo la repetición de una estructura social o una cultura específicas (Rus, 1994a, 1995, 2009a y 2009b). En Chenalhó, Garza muestra a un conjunto de pueblos tzotziles y pequeñas propiedades en una historia compleja de organización agraria y social y de pertenencia política. Entre los pueblos se encuentran Polhó, Acteal y Los Chorros (Garza, 2002). Se trata de un trabajo sobre la historia de las transformaciones translocales de Chenalhó, con preguntas muy distintas a las que se formuló Guiteras cincuenta años atrás sobre la cosmovisión tzotzil.
En esta etnografía emergente, la etnografía del poder, se incorporará la idea de que la población no es una isla de historia que resiste a los embates de la sociedad “externa”. La historia local, en cambio, es examinada como parte de las múltiples conexiones que dan forma a otras historias locales y a la historia común y diversificada de las Iglesias, los mercados, los gobiernos y las organizaciones. ¿Hasta dónde se puede seguir hablando de lo “interno” y lo “externo” en esta conjunción de conexiones y aprendizajes? Lo que surge es un conjunto de entrecruzamientos y reinterpretaciones de instituciones y organizaciones, como el ejido, la escuela, la Iglesia o la guerrilla, que son resultado de una acumulación de modernizaciones parciales y sus efectos (esperados y no esperados). En resumen, lo que emerge es la condición translocal de la localidad.
Contradicciones básicas y arenas de disputa
Una segunda apuesta en la etnografía del poder es el análisis de los distintos aspectos de la vida local, no sólo como expresiones de una organización cultural o étnica específica, sino de las tensiones y los conflictos en distintas escalas (Ávalos, 2008; Escalona, 2000, 2001 y 2009; Garza, 2002; Gómez, 2005; Imberton, 2002; López, 2010; Pérez, 2004; Pinto y López, 2004; Toledo, 2000, 2002 y 2009). La idea de una cultura común en las perspectivas previas generó muy frecuentemente una visión de consenso sobre el manejo de los recursos comunes: el patrimonio familiar (labores domésticas, trabajo agrícola en parcelas, autoridad y herencia), la tierra (ejidal o comunal), los bienes de sanación-salvación (objetos y procesos rituales), la toma de decisiones (las asambleas) y el ejercicio de la autoridad y el castigo. Muchos trabajos se concentraban en la vida ritual, las cosmovisiones, los sistemas jurídicos, las estructuras de cargos y la organización de la unidad doméstica como si fueran expresiones de consensos normativos o valorativos implícitos, lo que contrasta con los resultados de algunas etnografías recientes.
En poblaciones tojolabales, Flor María Pérez analiza un aspecto específico de las relaciones de género: la violencia doméstica. Nos habla de cómo hay un cierto consenso en la aceptación de la violencia física por parte del marido sobre la esposa. Sin embargo, el consenso general es revisado y manipulado en cada caso, al discutir si los golpes son legítimos (con razón) o no (de balde). La línea que separa esta legitimidad es endeble y se negocia en cada caso y en cada contexto de confrontación, como producto, además, de una historia larga de negociaciones en torno a una tensión básica: las relaciones marido-esposa (Pérez, 2004).
En su estudio de un poblado tojolabal, Antonio Gómez Hernández muestra que las asambleas, desiguales por su composición (con presencia mayoritaria de hombres adultos que representan a sus familias), son escenarios en donde se expresan otras diferencias de autoridad, prestigio y habilidad personal. Las personas están relacionadas de maneras muy diversas con los asuntos en disputa y toman posiciones formando alianzas que tienen una larga historia, como en el caso de los que pertenecen a una misma Iglesia u organización, o que se forman de acuerdo con el interés inmediato. Además, se reconoce a ciertas personas como más capaces para hablar, por sus conocimientos y/o experiencia (por ejemplo, en asuntos de trato con burócratas), y en algunos casos por su imputada capacidad de causar daño, enfermedad o muerte por el sólo hecho de mirar o hablar (identificados como brujos). Finalmente, las decisiones, influidas por estas diferencias, por las disputas verbales (y a veces físicas) en las asambleas y por los temores y reconocimientos a ciertas formas de autoridad, no siguen normas previas de manera lineal y pueden ser cambiadas de manera radical en las siguientes asambleas. Lo que surge no es un simple consenso normativo, sino un proceso de disputas y arreglos que se derivan de la manipulación de decisiones previas y de argumentos emergentes.
Tania Ávalos muestra cómo un aparente consenso en torno a la pertenencia a la religión católica en un pequeño poblado tojolabal responde más a un conjunto de amenazas de exilio (en una localidad que ha expulsado a un tercio de sus habitantes por cambiarse a Iglesias no católicas) que a una convcción. Lo que se produce es un acuerdo temporal y endeble sobre el mantenimiento de la costumbre, pero detrás de esto se dan diversas estrategias de participación en esta costumbre: desde los que la promueven y defienden explícitamente hasta los que la aceptan con cierto desánimo y los que, de manera oculta, acuden incluso a cultos no católicos. Detrás del consenso lo que hay es una disputa no terminada en torno a las preferencias religiosas y a la administración de las burocracias rituales y los bienes de salvación-sanación (Ávalos, 2008).
En conjunto, los trabajos referidos nos muestran que la vida social, más que aparecer como un consenso generalizado, se puede entender mejor como una multiplicidad de arenas de disputa en torno a bienes valorados en la vida cotidiana que revelan diferenciaciones tomadas como fundamentales (como edad y género). Una etnografía del poder podría retomar esta centralidad de la contradicción y examinar la vida social no como forma de organización fija, sino como producto de disputas en torno a bienes (que pueden ser la tierra y los hijos o el prestigio y la autoridad) y posiciones (como la condición de padre o de carguero, tanto en su ocupación como en su desempeño) y la manera en que se expresan en arenas concretas (las asambleas, las Iglesias y los hogares).
Localidad como flujos y tendencias
Los cambios que se producen no son lineales ni homogéneos. Lo que se puede registrar es una diversidad de tendencias y perspectivas; la localidad (translocal y en disputa) es también un flujo de posibilidades. Esto se puede ver más claramente, por ejemplo, en las conversiones religiosas y políticas recientes, las múltiples experiencias de migración y retorno (o no retorno) y las distintas trayectorias de trabajo, escolarización, involucramiento político y religioso de las nuevas generaciones. Así como muchos jóvenes están saliendo, cambiando de religión o de partido político, o estudiando en la universidad, otros continúan con una vida campesina, igualmente alterada en comparación con las anteriores generaciones —por el discurso agrarista, el uso de agroquímicos, las nuevas especies de animales y plantas introducidas con distintos programas de desarrollo, los actuales programas de agroecología (que cuestionan los “avances” de programas de desarrollo previos insertando otros), los nuevos mercados para los productos agrícolas y las innovaciones en tecnologías de labranza y transporte, entre otros—. Mientras algunos siguen defendiendo la tradición, otros la reelaboran y la cuestionan, y algunos más la abandonan de manera deliberada. Muchos, a lo largo de la historia, han pasado a formar parte de otras historias distintas a lo indígena que se visibiliza en la etnografía de la cultura y en las políticas indigenistas. ¿Cuánto de lo mestizo no es en realidad la conjunción de esas trayectorias alternativas de lo indígena? ¿Cuánto de lo indígena no es también producto del mestizaje como proceso de intercambios, de salidas y entradas, de migraciones y retornos? La hipótesis de la continuidad cultural y sus fronteras (tan claras para las perspectivas cultural e interétnica) se vuelve problemática en algún sentido.
En su trabajo sobre masculinidad entre tojolabales, Martín de la Cruz López muestra cómo la preminencia masculina en ciertos espacios de organización fue establecida históricamente con la participación de la legislación agraria y de las Iglesias, entre otras instituciones translo-cales. No obstante, esto se hace siempre de manera competida, y puede fallar o ser cuestionado. La masculinidad es producida y manipulada en la familia y la comunidad para generar consensos cambiantes sobre el exceso en el consumo de alcohol y la violencia doméstica, haciendo a los hombres el objeto mismo de la vigilancia sobre su comportamiento (al que no todos se ajustan del mismo modo). Pero las ideas dominantes sobre la masculinidad son también cuestionadas, como en el caso de un joven promotor de salud, conocedor de técnicas de contracepción, que enfrenta la crítica de la asamblea cuando su esposa se queja de que trata de llevar una paternidad controlada. La idea de tener hijos, como parte de la masculinidad dominante en la localidad, se le impone a este joven promotor que la cuestionaba con los argumentos aprendidos sobre planificación familiar. El estudio muestra tanto contradicciones básicas en la familia como nuevas tendencias, producto de la migración, la educación o el cambio de adscripción política o religiosa (López, 2010).
Lo mismo sucede con las nuevas generaciones de jóvenes mujeres en Chenalhó, estudiadas por Anna María Garza, que confrontan la costumbre del matrimonio arreglado, la herencia masculina y la violencia doméstica utilizando argumentos sobre los derechos de la mujer aprendidos en las organizaciones sociales y en el movimiento zapatista. Las tensiones en la organización de la unidad doméstica aparecen en las nuevas generaciones, que confrontan y reinterpretan la costumbre en un contexto de cambios en la aspiración por la tierra, la escolarización y la participación en las organizaciones. Además, la costumbre y la ley dejan de ser dos polos fijos y opuestos y aparecen como parte de una historia de mutuas influencias y de diversas manipulaciones, cuestionamientos y cambios (Garza, 2002).
En estos estudios se analiza la organización social a partir de las contradicciones básicas de la vida, que no son sólo locales sino translocales, así como las tensiones y las tendencias en la misma organización, incluyendo diversas trayectorias de cambio y continuidad. Una etnografía del poder podría integrarse también con el análisis de las dinámicas de confrontación y cambio multidireccional, diferente al enfoque centrado en normas, cosmovisiones o estructuras sociales como entidades fijas, autocontenidas e inmutables.
La producción simbólica
¿Cómo entender, entonces, la presencia de ciertos aspectos que aparecen como específicos de estos pueblos y que parecen ajenos a la historia social amplia? La propuesta es insertar esas expresiones simbólicas no sólo en la trayectoria histórica del signo por sí mismo (la fiesta, por ejemplo), sino también en las condiciones sociales en las que se reproducen en el presente etnográfico y en la larga historia de intercambios y conexiones translocales. En vez de examinar la cultura como lo heredado, en una etnografía del poder (en formación) se propone analizar el proceso de producción simbólica en el presente (la generación de múltiples mensajes, manipulando distintos medios y entendimientos). En las etnografías emergentes revisadas, las fiestas, por ejemplo, son analizadas no como tradición, sino como formas simbólicas con las que se produce y se disputa la interacción entre grupos con distintas posiciones de dominación.
Las peregrinaciones en el área tojolabal, que reúnen a habitantes de distintos asentamientos en ritos que los llevan a puntos específicos de la geografía sagrada de la región —ampliamente descritas en varios trabajos (Rus, 1983; Gómez, 2000; Escalona, 2001 y 2009)—, fueron analizadas en estudios etnográficos recientes como medios para entender las relaciones entre la Iglesia y los campesinos. En otro texto de 2001 analizo una peregrinación celebrada en una población llamada La Trinitaria, en la frontera con Guatemala, como un conjunto de rituales, que tienen un sentido de fertilidad y bienestar para la población (petición de lluvias, salud para las personas y animales, buenas cosechas, etc.), que es reinterpretado por los sacerdotes de la iglesia local durante la misa. En palabras de uno de los sacerdotes oficiantes, el cura más ortodoxo, la peregrinación era una muestra de un catolicismo deformado y generaba un gasto innecesario en alcohol, además del esfuerzo físico; en cambio, para un sacerdote de la teología de la liberación era expresión de la conciencia de los pobres (Escalona, 2001). En otra peregrinación con significados agrícolas, celebrada en Las Margaritas en 1991, analizo cómo se va transformando en una marcha política al entrar a la ciudad acompañada por jóvenes de los Comités Eclesiales de Base. En la plaza, un sacerdote de la teología de la liberación había montado un templete con la imagen de un Cristo con mirada inquisidora y cananas y celebró acompañado de un grupo de músicos tojolabales que entonaban cánticos aprendidos en la catequesis (Escalona, 2009). Frente a qué estamos: ¿peregrinación herética, rito agrícola, marcha política?
Igual perspectiva se desarrolló en lo que, en algunos estudios recientes, se llamó la cultura de la finca. Elementos rituales como los intercambios materiales que se producían entre los propietarios de las fincas y las diferentes categorías de trabajadores no surgían sólo como formas mágicas de reciprocidad, sino también como formas de institución de las diferencias. Eran lenguajes para hablar (y cuestionar, en algunos casos) de estas diferencias (Pinto, 2000; Toledo, 2002 y 2009; Escalona, 2009). La fiesta de San Isidro en la finca Chichihuistán (cerca de San Cristóbal de las Casas), descrita por Astrid Pinto, ofrece esa visión de la reciprocidad diferenciada, de lo que se obsequia e intercambia y de lo que se abstrae del intercambio entre patrones y peones (Pinto, 2000). El análisis de Sonia Toledo Tello de las fiestas de San Antonio de Padua y de San Andrés en Simojovel muestra distintas formas de colaboración y disputa entre los ex trabajadores de las fincas y los ex propietarios, a veces compartiendo fiestas y en otras excluyéndose, marcando diferencias y creando un sentido de etnicidad montado sobre una historia compleja de disputas agrarias, políticas y religiosas (Toledo, 2002 y 2009).
Las fiestas son, así, vehículos de producción de sentidos en las condiciones sociales actuales y no sólo expresiones de sistemas culturales o formas de organización social repetidas en el tiempo, con sentidos unívocos e inalterados. Más allá del signo, la pregunta por sus productores y empleadores es lo que permite hacer un análisis de la producción simbólica como proceso de disputa actual. La cultura no es solamente proyección de la especificidad, sino medio simbólico de comunicación en las relaciones de poder. El objeto etnográfico en una perspectiva etnográfica centrada en el poder sería la producción simbólica, es decir, la producción de sentidos en el contexto etnográfico presente, lo que implica distintas formas de manipulación de signos y significados, los previamente usados y los nuevos, y la generación de diversas interpretaciones (a veces inesperadas), de acuerdo con el estado específico de las disputas. Además, la producción simbólica es un medio de comunicación entre grupos sociales, más allá de lo que se considera el mundo indígena. Los propietarios de las fincas, los funcionarios de la burocracia gubernamental, las Iglesias, los partidos, las organizaciones sociales, las organizaciones armadas, las organizaciones no gubernamentales, junto con turistas, periodistas y antropólogos, participan de esos rituales, los reinterpretan y les dan sentido, modelan su forma (como en los actuales festivales culturales organizados por instancias gubernamentales) y reinterpretan sus significados (generando incluso la idea de que son expresión de una “especificidad cultural”). La cultura se produce en la interconexión y el intercambio, generando múltiples sentidos, y no como resultado de la singularidad intrínseca de las poblaciones que la actúan o la narran.
Los lenguajes de poder
En las narraciones y explicaciones de la vida cotidiana surgen diversos puntos de vista y distintas mezclas de elementos argumentativos; se identifican distintas formas de representar el mundo (y no cosmovisiones cerradas y excluyentes) que se sobreponen de manera inconsistente, contradictoria, como las ideas del llamado nagualismo o la brujería con los discursos médicos, jurídicos o políticos. Podemos, entonces, revisar la idea de que una cultura común genera necesariamente una identidad o una cosmovisión comunes. Por el contrario, lo que surge son lenguajes o idiomas diversos que se sobreponen y generan múltiples y contradictorios significados.
Gracia Imberton (2002 y 2004), en una investigación en poblados agrícolas de la zona chol, al norte de Chiapas, nos muestra cómo la vida local implica competir por bienes y recursos escasos. El acceso a ciertos bienes (como una parcela, gallinas, cerdos, e incluso hijos-trabajadores e hijas-trabajadoras/domésticas, y ahora también un techo de lámina, una despulpadora de café, un automóvil o un certificado escolar) implica historias de diferenciación entre unidades domésticas y entre familiares y amigos. Esta diferenciación no se traduce sólo en trayectorias distintas de familias y personas, sino también en disputas que pueden profundizarse con cada nueva competencia específica por un bien o servicio. El rumor es un mecanismo de intervención en las disputas, como en la enfermedad llamada “vergüenza”. Se trata de atribuir a supuestas envidias o pleitos pasados el origen de padecimientos físicos o infortunios en los esfuerzos cotidianos del presente. De este modo, las disputas por objetos concretos se transfieren a acusaciones, expresadas en relatos de padecimientos; se procesan a través del chisme pero también de procedimientos rituales de curación y protección. Aparecen, así, ritos de curación que implican reconstruir el chisme y a los implicados en la disputa para curar de “pecado de palabra” (muleli ty’an), o utilizar elementos vinculados al objeto en disputa en la curación (como en la “vergüenza” de lámina, supuestamente producto de la envidia por el nuevo techo, que se cura con el rocío que se le forma).
En un estudio realizado en un pueblo tojolabal, analizo cómo los lenguajes de la brujería y la enfermedad, de la diferenciación social en género, edad y parentesco, son también vehículos para entender y procesar las disputas por bienes. La disputa por la tierra puede traducirse, por ejemplo, en historias de enfermedad y muerte, como en el caso de una mujer que narró la muerte de su padre (acontecida en una clínica) a consecuencia de envidias. De acuerdo con esta mujer, el doctor que operó al enfermo encontró tierra en el cuerpo. Entonces, la familia racionalizó la muerte no como consecuencia de una enfermedad, sino de una disputa por un terreno cerca del centro. Otra narración hace referencia a las habilidades de los zapatistas para transformarse en plantas (como los naguales que se pueden transformar en animales), lo que les permitió huir fácilmente del ejército cuando trataba de cercarlos. Los lenguajes del nagualismo y la brujería permiten construir argumentos sobre las disputas locales y los amplios conflictos translocales. La etnografía del poder que aquí se propone construir, incorporando diversos problemas metodológicos planteados en etnografías recientes, podría poner a los lenguajes del poder como objeto etnográfico privilegiado en el análisis de la producción simbólica y el entendimiento de las relaciones por parte de los involucrados.
Conclusión: hacia una etnografía del poder
¿Cómo llamar a esta forma emergente, en formación, del trabajo de investigación? La propuesta es hablar de una etnografía del poder (mientras producimos un término más acertado). Esta etnografía ve la producción simbólica como un proceso actual de utilización y manipulación de los sentidos y significados que parte de lo que aquí llamamos los lenguajes del poder. Varios de los estudios publicados han abordado estos lenguajes de manera diversa. Por ejemplo, en Rethinking History and Myth: Indigenous South American Perspectives on the Past (1988), Hill y los otros autores se enfocan a las formas de expresión verbales y rituales de los encuentros históricos entre los habitantes de los Andes y el Amazonas con los europeos. Kay Warren (1989) argumenta que las actividades rituales y verbales representan la subordinación étnica que se produce como parte del proceso de formación del Estado nacional en Guatemala. Los carnavales en Chiapas y Guatemala fueron analizados también como formas acumulativas de generación de la conciencia histórica de la subordinación étnica por medios dramáticos (Bricker, 1981). Richard Wilson analizó relatos sobre los dueños de la tierra, o tzuultaq’as, en poblados mayas contemporáneos en Guatemala y su relevancia en la construcción de identidades étnicas y memorias sobre la violencia y la formación del Estado. John Monaghan (1995) estudió los significados de la comunidad en una población mixteca de México utilizando diversos idiomas de comunitarismo para entender las múltiples formas morales de la reciprocidad en la casa y la vida comunitaria.
Esta literatura analiza los entendimientos de los procesos locales y translocales a partir de idiomas o lenguajes rituales y narrativas míticas que se mezclan con ideologías religiosas, comunalismos y etnicismos. La etnografía del poder se propone explorar estos lenguajes en historias, narraciones, argumentos y prácticas rituales (analizadas de manera diferente, y detallada, en otras perspectivas etnográficas en Chiapas) como formas de entender las dinámicas de poder, incluyendo los amplios procesos de formación del mercado, la proletarización, el Estado, la nación, la organización y la movilización. La idea de lenguaje implica, primero, un cuestionamiento a la correlación entre cultura, identidad y cosmovisión. El lenguaje, aun cuando es un bien común a una comunidad de hablantes, es también desigualmente utilizado y apropiado y no genera necesariamente unicidad de pensamiento, visión del mundo o identidad. Lo que surgen son formas comunes de expresión cargadas de metáforas y alegorías desigualmente significativas para los participantes, incluso contrapuestas, en especial cuando surgen para explicar o dar sentido a disputas o negociaciones en torno bienes o posiciones. Lo que se genera, entonces, no son sistemas cerrados de pensamiento, sino estrategias discursivas intencionadas, incluso si implican la reproducción de ciertas imágenes del orden del mundo, del cosmos y de las cosas que se mueven en éste. Lo que hasta ahora ha sido analizado como cultura, cosmovisión, o como sistemas jurídicos, médicos o religiosos específicos, podría ser entendido también como lenguaje del poder. Sería necesario revisar la noción de cultura recordando los señalamientos hechos por Gramsci (1971) sobre el folclor y el sentido común, por ejemplo, o la idea de la cultura como proceso material, como lo apuntan Raymond Williams (1977) y William Roseberry (1989).
La etnografía del poder, paralelamente, tendrá que enfocarse a las relaciones desiguales y las contradicciones en la vida cotidiana. La vida social, aun en las más pequeñas localidades, gira en torno a una serie de tensiones cotidianas en distintas arenas, como producto de la confrontación de los grupos con el medio (incluido el medio social), así como las relaciones sociales implicadas. Las relaciones son analizadas a partir de los múltiples cruces entre individuos en arenas construidas en torno al manejo de recursos. Todo esto nos lleva siempre a diferenciaciones fundamentales entre hombres adultos casados y el resto de los miembros de la familia; entre los que acaparan ciertos bienes y los que deben trabajar temporalmente para ellos; entre los que conocen el ritual (religioso o político) y los que deben seguirlo. La diferenciación en torno a estos bienes o recursos nos permite tener un panorama de las diferenciales de poder (en sus múltiples modalidades).
Distintos autores han formulado este problema en términos de “campos de fuerza”, como lo hacen Bourdieu en sus trabajos sobre la herencia, la dote y los solteros entre los campesinos de Béarn, en el suroeste de Francia (Bourdieu, 2004), y Roseberry (2004) en sus análisis sobre la conformación de grupos de clase en Pátzcuaro, México, por ejemplo. La etnografía del poder se enfoca en las contradicciones y tendencias conflictivas en la vida social como producción contradictoria permanente de relaciones sociales, emulando a Marx.
Más allá de la vida local, es necesario plantearse las dinámicas translocales. Los análisis de la formación cotidiana del Estado, reunidos en Joseph y Nugent (1994), refieren a esa condición translocal y transgeneracional de las dinámicas locales. Esto incluye las genealogías y arqueologías de los dispositivos de verdad y poder implícitos en los procesos de formación del Estado, la nación y el capitalismo, en el sentido de Foucault. La idea de que las cosas se pueden delimitar en un espacio y construir fronteras precisas implica desconocer que muchas instituciones y prácticas, como los cargos religiosos, las asambleas, el ejido mismo (y los lenguajes de poder), han surgido de la formación de instituciones translocales y son producto de procesos políticos y económicos más amplios. Esto implica, además, que ni las relaciones sociales ni los lenguajes pueden ser tomados como un espacio estanco y autocontenido; por el contrario, el escenario mismo de la etnografía del poder es siempre un nodo de conexiones e intercambios, como lo proponen Wolf (1982), Roseberry (1989) y Narotzky y Smith (2006), entre muchos otros. La etnografía del poder que aquí se propone surge de estas múltiples problematizaciones empíricas y teóricas.
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Recibido: 6 de diciembre de 2011.
Aceptado: 23 de julio de 2012.