Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Who legislates in Mexico? Decentralization and legislative process

Luisa Béjar Algazi**

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* Quiero agradecer a Eduardo Rodríguez Parra la elaboración de la tabla y las gráficas para este artículo.

** Doctora en ciencia política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Temas de especialización: legislaturas, partidos, sistemas electorales. Fuente del Acueducto 69, Tecamachalco, Naucalpan, estado de México, C.P. 53950. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: El sistema político mexicano ha experimentado transformaciones que han afectado hondamente el proceso legislativo. El poder Ejecutivo no sólo ha dejado de jugar un papel fundamental en este proceso, sino que, además, la descentralización política ha obligado a los legisladores a cultivar una reputación personal frente a los distintos actores con capacidad de dar continuidad a su carrera política. En este contexto, en necesario preguntar quién legisla en México. Para responder a esta cuestión, en este artículo se analizan los cambios observados en la forma de hacer la ley y la carrera seguida por los autores de las iniciativas aprobadas en la Cámara de Diputados durante las tres legislaturas que siguieron a la alternancia.

Palabras clave: proceso legislativo, descentralización, congreso, partidos.

Abstract: The Mexican political system has undergone transformations that have deeply affected the legislative process. Not only has the executive branch stopped playing a key role in this process but political decentralization has forced legislators to cultivate a personal reputation in regard to the various actors able to lend continuity to their political careers. This raises the question of who legislates in Mexico. In order to explore this issue, this article analyzes the changes observed in the ways of making laws and the career followed by the authors of the initiatives passed in the Chamber of Deputies during the three periods of office that followed the party alternation of the year 2000.

Key words: legislative process, decentralization, Congress, parties.

La manera de hacer las leyes en México ha experimentado importantes transformaciones en los últimos veinte años. Tanto que analizar este proceso con las coordenadas de antes supone un esfuerzo estéril, porque el paso de un arreglo autoritario a uno democrático supuso un replanteamiento profundo del sistema electoral y de partidos cuyo primer efecto fue el aumento del número de actores con oportunidad de intervenir en la discusión y aprobación desde la arena legislativa. Como resultado, la relación entre el Ejecutivo y el Congreso se vio hondamente modificada luego de que el titular del gobierno federal dejó de contar con una mayoría dispuesta a apoyar sus proyectos y de que las restricciones constitucionales para llevar las riendas de este proceso se hicieron manifiestas.

Sin embargo, el giro producido no termina aquí. El nuevo escenario de la política mexicana incluye también el gradual fortalecimiento de la representación territorial frente a la nacional, como producto del diseño federal de nuestra Constitución, pero sobre todo del protagonismo adquirido por los liderazgos subnacionales de los partidos en respuesta al alto grado de competitividad alcanzado por los comicios en buena parte del país. Dicho en pocas palabras, el paso de un régimen político centralizado a uno descentralizado ha complicado el desarrollo del proceso legislativo y, sin duda, ha influido también en sus resultados.

En lo que toca al Congreso, el balance al día de hoy parece indicar que el comportamiento de los legisladores responde ya a un esquema en el que la lealtad a la dirigencia nacional de su partido se combina con su interés por cultivar una imagen frente a quienes podrían allanarles el camino en el ámbito subnacional para asegurar su permanencia o avance en algún círculo de la política. Las dificultades creadas al proceso legislativo por esta situación se proyectan de múltiples formas. Además de los apuros mostrados por las autoridades para poner orden en las sesiones plenarias o para dar trámite a la designación de los cargos que la Constitución les encomienda, el número de iniciativas detenidas en las comisiones es considerable. Si bien esto no tiene nada de anormal en las legislaturas democráticas, en el caso mexicano cabría preguntarse si esta suerte no ha sido compartida por proposiciones que bien podrían haber sido obviadas, como leyes y reformas requeridas por el país de manera urgente. Entre ellas, por ejemplo, la expedición de una ley de seguridad nacional que permita combatir al crimen organizado y la incorporación de modificaciones a la Ley Federal del Trabajo para atender los retos planteados por la globalización y el mercado.

A este inconveniente se agrega otro que de ninguna manera es menor: la falta de incentivos en el diseño institucional del Congreso que alienten la cooperación, la confianza y la colaboración en sus cámaras y con el Ejecutivo. A este respecto, basta recordar que la férrea resistencia mostrada por los partidos a permitir la reelección de legisladores en forma consecutiva ha impedido la existencia de una verdadera carrera parlamentaria en el país, con graves perjuicios para el proceso legislativo. Sin ir más lejos, más allá de favorecer la renuncia de diputados y senadores a conocer en forma directa y comprometida las demandas de sus votantes, ese arreglo poco ha ayudado al fortalecimiento de un sistema de comisiones que aliente la especialización y la profesionalización de sus miembros, además del intercambio de información, la disposición a discutir y a establecer acuerdos bajo lógicas no estrictamente partidistas.

En este contexto, este artículo se pregunta quién legisla en México. Hasta ahora, la literatura enfocada a responder esta cuestión ha tenido como eje principal la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, una vez cancelada —por lo menos de manera temporal— la actuación de un gobierno unificado. En este aspecto, se ha podido comprobar (Casar, 1999 y 2008; Nacif, 2004) la disminución de la capacidad presidencial para señalar la dirección de las políticas públicas, como también que esto no ha desembocado en una parálisis legislativa como en teoría cabría esperar (Linz, 1993), dado el carácter presidencial del régimen político mexicano.

Los cambios producidos por la descentralización en la arena parlamentaria han sido analizados desde distintas perspectivas. Una, sus efectos sobre la distribución de los recursos fiscales con base en los esfuerzos desplegados por diputados de todos los partidos (Flamand, 2003; Díaz-Cayeros, 2004 y 2006). Otra, los ajustes incorporados en la nominación de sus candidatos a integrar el órgano legislativo en respuesta a los altos niveles alcanzados por la competencia electoral (Langston, 2008 y 2010). Y varias otras más, directamente relacionadas con el proceso legislativo, en las improntas estatales mostradas por la votación en el pleno (Desposato y Cantú, 2010; Báez, 2011), en las tendencias acusadas en la designación de los presidentes de las comisiones ordinarias (Béjar, 2009) y en las modificaciones introducidas a la Ley Orgánica del Congreso (Béjar, 2011) para enfrentar los desafíos de la nueva distribución del poder entre las órbitas nacional y la estatal.

Forrest Maltzman (1997) y John Carey (2009) han estudiado a detalle este fenómeno al analizar el comportamiento de los legisladores tanto en Estados Unidos como en diferentes países de América Latina. A este respecto, ambos destacan las tensiones generadas por su exposición a las demandas de múltiples principales en competencia (competing principals theory) con los medios suficientes para influir en su carrera política. Inclúyase en esta lista tanto al Ejecutivo federal y a los líderes nacionales y subnacionales de los partidos como a los electores y a los dirigentes de grupos de interés.

A pesar de los avances registrados en la comprensión de distintos aspectos del proceso legislativo, todavía no se ha podido esclarecer cómo ha operado el relevo del Ejecutivo por el Congreso, una vez convertido éste en su motor principal. En este sentido, apenas se sabe cómo han influido la multiplicación de intereses atendidos por sus miembros y la ausencia de reformas en su diseño institucional tendientes a alentar la cooperación en sus recintos. De igual modo, tampoco se conocen las secuelas de ese esfuerzo sobre el rumbo tomado por la legislación luego de la alternancia. Este trabajo indaga sobre esta cuestión en dos vertientes: los cambios experimentados en la hechura de la ley desde que el gobierno federal carece de mayoría y el perfil político-profesional de los iniciadores de proyectos en la Cámara de Diputados.

El argumento central de este trabajo es que una vez trasladada del Ejecutivo al Congreso la responsabilidad de fijar el rumbo de la ley, la presentación de iniciativas por parte de los legisladores ha quedado en buena medida a cargo de sujetos sin una sólida trayectoria profesional pero interesados en construirse de esta manera una reputación personal ante aquellos liderazgos con capacidad de influir en su carrera política. La posibilidad de que sus propuestas de ley sean dictaminadas en comisiones y después aprobadas en el pleno depende, sin embargo, de que el cuerpo directivo de su respectivo grupo parlamentario decida brindarles apoyo. En principio cabría suponer que esta práctica, impulsada desde el diseño institucional del Congreso, ha entregado a la dirigencia nacional de los partidos el control sobre el proceso legislativo al permitirle decidir qué demandas e intereses subnacionales deben ser atendidos o desechados a su paso por este órgano. El modo en que este cuerpo ha conseguido acotar los efectos de la descentralización puede haber subordinado, no obstante, las necesidades legislativas del país a las prioridades coyunturales de sus organizaciones.

Para su exposición, este texto se divide en cinco secciones. En la primera se describe el traslado del motor legislativo del Poder Ejecutivo federal al Congreso de la Unión luego de los cambios producidos por la falta de una mayoría dispuesta a apoyar sus políticas de gobierno. En la segunda se analizan las transformaciones experimentadas por la legislatura para asumir la conducción del proceso. En la tercera se destacan las tendencias mostradas desde que la descentralización política incrementó la cifra de actores con capacidad de influir en su desarrollo. En la cuarta se examina el perfil de carrera de los integrantes de la Cámara de Diputados que presentaron iniciativas a título individual para observar sus motivaciones, como los posibles efectos de su participación en esta actividad. Por último, en la quinta se resumen los principales hallazgos del estudio y se sugieren algunos temas para una futura agenda de investigación sobre el proceso legislativo.

El traslado del motor legislativo al Congreso

Como punto de partida habría que señalar que aquella época en que el presidente de la República podía decidir libremente sobre las leyes que el Congreso debía aprobar para impulsar sus políticas públicas ya quedó atrás. De los tiempos en que sus iniciativas eran aprobadas por unanimidad apenas queda el recuerdo de algún académico contrariado por la ausencia de equilibrio de poderes en México y por el papel meramente “simbólico” asignado a ese poder en el proceso legislativo (González Casanova, 1965). El modelo quedó cancelado en forma definitiva en 1997, luego de que el partido en el gobierno no logró conseguir la mayoría de las curules en la Cámara de Diputados. Tres años después, de nueva cuenta el primer titular del Ejecutivo en la alternancia debió resignarse a negociar la aprobación de sus iniciativas, pero ahora también con el Senado. Lo mismo sucedió con quien lo sustituyó en 2006 en el ejercicio del cargo.

El centralismo con el que se decidían los asuntos públicos comenzó a perder terreno desde tiempo atrás, como resultado de las reformas electorales promovidas desde finales de los años setenta, con las que el régimen trataba de fortalecer su imagen de pluralidad (años después, su principal objetivo fue atajar su avance). En este entorno, desde la LIV legislatura (1988-1991) el otrora invencible Partido Revolucionario Institucional (PRI) pudo advertir que las nueve curules que tenía por arriba de la mayoría absoluta conseguidas por sus diputados ya no le permitirían asegurar al gobierno emanado de sus filas la aprobación de sus reformas a la Constitución y que la facilidad con que antes se tramitaba la expedición de cualquier ley secundaria se había agotado.

De manera simultánea, la oposición comenzó a descubrir que actuar de manera coordinada le permitiría dejar de ser sólo un testigo mudo en el proceso legislativo. Una de las estrategias más utilizadas por sus legisladores en aquellos días fue la ruptura del quórum en el pleno para forzar la discusión en tribuna de los dictámenes puestos a votación (Rivas Duarte, 1991). Ya en ese camino, ni la recuperación del PRI en los comicios intermedios de 1991 (con la obtención de 320 diputados) ni en los de 1994 (con 300) conseguiría detener la demanda de intervenir en la definición de las políticas de mayor importancia para el país. El gobierno unificado, no obstante, continuaría vigente, pero sólo por breve tiempo.

Iniciada la LVII legislatura (1997-2000), Ernesto Zedillo se ve obligado a aceptar que el Ejecutivo ya no puede señalar de manera unilateral la dirección de las leyes tanto de rango constitucional como de cualquier otro. Con sólo 238 diputados del PRI y 262 de oposición, el proceso legislativo abandona en definitiva su formato anterior al requerir el acuerdo de alguna otra fracción para sacar adelante sus proyectos. Primero para obtener un dictamen favorable en las distintas comisiones, ahora integradas y dirigidas con criterios de pluralidad y proporcionalidad. Después para asegurar su inclusión en la agenda del pleno. Y por último para sumar los votos requeridos para su aprobación en la asamblea plenaria sin la incorporación de nuevos ajustes a lo antes acordado.

En este punto, conviene recordar que, de acuerdo con el artículo 71 constitucional, las iniciativas del presidente de la República y las de las legislaturas de los estados serán remitidas de inmediato a comisiones para ser dictaminadas. Igual destino seguirán las de diputados o senadores en virtud del marco normativo del Congreso.1 El reto de cualquier proyecto de ley, en consecuencia, es pasar ese primer filtro. Si bien en el pasado cumplir con este requisito era fácil, lograrlo en el presente se ha convertido en una empresa bastante difícil. Considérese a este respecto que lo que se discute en el pleno es el dictamen de la comisión a la que una iniciativa fue turnada y que la comisión puede decidir atender en el mismo documento otras propuestas de ley sobre el mismo tema. Tampoco debe obviarse que el texto producido en su seno debe ser avalado por la mayoría de sus integrantes, muchas veces sujetos a las presiones de actores poco proclives a negociar por convenir así a sus intereses.2

A esto hay que sumar que el presidente de la mesa directiva de la Cámara puede optar por enviar el proyecto a más de una comisión, que la suspensión de esta regla para su tramitación mediante el recurso de “urgente u obvia resolución” —como antes solía hacerse con algunas iniciativas enviadas por los Ejecutivos priístas— ahora es casi imposible y que los plazos fijados por el Reglamento Interno del Congreso (RIC) para dar cumplimiento a esta disposición casi siempre son rebasados.3 De lograr superar este trámite, el dictamen correspondiente deberá abrirse camino hasta ser incluido en el orden del día del pleno. En la Cámara de Diputados, el control de esta agenda se encuentra a cargo de la Conferencia para la Dirección y la Programación de los Trabajos Legislativos (CDPTL), órgano conformado por el presidente de la mesa directiva y la Junta de Coordinación Política (Jucopo). Sin embargo, la forma en que esto se ha hecho en los últimos años no permite dar por descontado 4que tal gestión no pueda verse frenada.

Como claramente lo han advertido Cox y McCubbins (2005), el control negativo de la agenda permite evitar no sólo que la asamblea quede expuesta a la reversión de lo acordado en comisiones, por no contar con el apoyo mayoritario, sino también orientar su contenido. En consecuencia, puesta una mayoría opositora en el ánimo de bloquear la discusión de un dictamen correspondiente a una iniciativa del Ejecutivo —ya sea para impedir la exhibición de sus disidencias internas o por razones electorales, o de cualquier otra índole—, los coordinadores de los grupos parlamentarios pueden impedir que el documento llegue al pleno. A este respecto, conviene señalar que las decisiones de la Jucopo se toman por consenso, y cuando esto no es posible se hace por mayoría absoluta, calculada mediante voto ponderado, lo que determina que la agenda del Congreso dependa de la coalición negociada en cada oportunidad.

Nuevamente, si esa barrera logra ser sorteada, de acuerdo con el artículo 72 de la Constitución, el dictamen avalado por la comisión deberá ser discutido y votado por el pleno en un doble formato: en lo general y en lo particular. Más allá de que el propósito de una iniciativa pudiera haber quedado desvirtuado en alguna medida por las enmiendas hasta entonces incorporadas, el problema, como lo han apuntado Heller y Weldon (2001: 87), es que los acuerdos previamente pactados puedan ser rotos y se aliente la reaparición de discrepancias ya resueltas en comisiones. Esto puede provocar, en consecuencia, que lo aprobado se aleje de la intención original del promotor de la ley.

Dada la estructura bicameral y simétrica del Congreso de la Unión, la ruta hasta aquí descrita deberá ser recorrida también en la cámara revisora. La lógica en este segundo tramo, sin embargo, puede ser diferente de la anterior, debido a las diferencias previstas por la Constitución con respecto a la integración y duración del mandato, y al impacto producido por ambos factores sobre las estrategias políticas de sus miembros (Tsebelis y Money, 1997).5 En suma, la ausencia de un gobierno unificado en México desde los comicios de 2000 ha motivado que el Ejecutivo se vea obligado a duplicar el esfuerzo requerido para despejar el camino a sus políticas. Pero más que eso, ha elevado el costo de legislar en un buen número de casos por la multiplicación de los actores involucrados en la negociación.

Como no es posible descartar que el texto finalmente aprobado por el Congreso sea inadmisible para el presidente de la República y, en consecuencia, éste prefiera la permanencia del statu quo, el mismo artículo 72 de la Constitución indica que, una vez concluido el proceso en la legislatura, el presidente podrá sancionarlo o devolverlo con sus observaciones a la cámara de origen en el plazo de diez días hábiles. Ejercido el derecho al veto de esta manera, este cuerpo podrá volver a discutirlo y, de juzgarlo conveniente, confirmarlo con el voto de dos terceras partes del total de sus integrantes. Este trámite tendrá que ser efectuado también por la cámara revisora, con la finalidad de hacer valer la voluntad del Congreso sobre la del gobierno.

Para George Tsebelis (1995), en los “gobiernos divididos” o “de no mayoría” el veto es un recurso a disposición tanto del titular de la administración pública como de los legisladores. En el primer caso su ejercicio adquiere el carácter de un poder negativo al impedir la formación de mayorías de oposición contrarias a sus políticas. En el segundo funciona como un poder positivo al abrir la posibilidad de que los representantes de otros partidos puedan intervenir en su definición. El requisito para alcanzar este objetivo es que entre ambos poderes prive la disposición a la cooperación y el compromiso. De otra manera, los riesgos de bloqueo son altos.

Un gobierno sin el suficiente apoyo en una legislatura puede conjurar esta amenaza con dos recursos: 1. Anticipar la reacción de la otra parte en relación a las normas y reformas promovidas en su nombre (Morgenstern y Nacif, 2002), y 2. Usar sus facultades para intervenir en el proceso legislativo. En este último aspecto, sin embargo, los especialistas (Mainwaring y Shugart, 1997; Shugart y Haggard, 2001; Tsebelis y Alemán, 2005) coinciden al afirmar que el Ejecutivo mexicano se encuentra pobremente provisto por la ley para enfrentar una situación de este tipo. Una rápida revisión de los poderes proactivos y reactivos otorgados por la Constitución a ese poder confirma este diagnóstico. En la primera categoría se incluyen las facultades puestas a su disposición para fijar el rumbo de la ley. En la segunda se establecen las orientadas a bloquear cualquier proyecto o reforma inaceptable para su administración (Cox y McCubbins, 2001). Aunque el Ejecutivo está facultado para presentar iniciativas, no puede, como en muchos otros países de América Latina (Shugart y Haggard 2001), emitir decretos de ley ni intervenir en la agenda del Congreso. Sólo tiene facultades exclusivas en la elaboración del proyecto de presupuesto y su único recurso formal para enfrentar los embates de la oposición es la exigencia de que se tengan que alcanzar dos terceras partes del número total de votos en cada una de las cámaras para anular el veto que pueda establecer. Asimismo, aunque puede desechar “en todo o en parte” los proyectos o decretos aprobados por la legislatura, la norma sólo admite la publicación de todo su articulado (Ugalde y Díaz Rebolledo, 2002).

Desde una visión estrictamente institucional, las facultades del gobierno federal para neutralizar a una mayoría opositora, como se ha visto, son bastante limitadas. Esto ayuda poco a corregir los efectos fragmentadores de la descentralización experimentada por todos los partidos —producto, entre otras cosas, de la alta competitividad alcanzada en los comicios en buena parte del territorio nacional (Méndez de Hoyos, 2006)— y a enfrentar los nuevos desafíos planteados por el federalismo, una vez incrementada la capacidad de los gobernantes para influir en el proceso legislativo (Langston, 2010). En estas circunstancias, lo que sorprende es que el Ejecutivo sólo haya ejercido su derecho al veto en relativamente pocas ocasiones (Magar y Weldon, 2001), pero no que su participación en la elaboración de la ley, como puede apreciarse en la gráfica 1, se haya visto restringida drásticamente.6

Aunque las fuentes de información no siempre concuerdan con los datos proporcionados, un hecho es claro: la contribución del gobierno al conjunto de las leyes aprobadas en las legislaturas en que su partido no tiene mayoría desciende en forma consistente. La explicación más inmediata de este balance remite a dos fenómenos que se presentan de manera simultánea. Por un lado, el Ejecutivo envía menos iniciativas al Congreso al anticipar las dificultades que algunas de ellas podrían encontrar y, por esta razón, opta por eludir los apuros de un probable fracaso. Por el otro, el número de las propuestas legislativas de los diputados de todos los partidos tiene un incremento inédito, una vez creados los incentivos para buscar la promoción personal, como quizás no sucedía en el pasado.

A pesar de ello, y en un entorno político adverso, la tasa de éxito de las iniciativas del gobierno no es irrelevante (gráfica 1). La excepción, en este sentido, está marcada quizás por el desencuentro de Vicente Fox con el Congreso durante la LIX legislatura, correspondiente a la segunda mitad de su sexenio (Béjar, 2008). No obstante, considerando los problemas enfrentados por Felipe Calderón para tomar posesión de la Presidencia, la tendencia antes apuntada vuelve a recuperarse en la LX legislatura (2006-2009). Como quiera que sea, para muchos analistas (Nacif, 2004; Casar, 2008) esto es prueba suficiente de la inexistencia de una “parálisis legislativa” en el país. Más allá de la interpretación que se dispense a los datos, lo cierto es que la expedición de la norma ha tomado un rumbo muy distinto al mostrado durante las administraciones priístas.

El proceso legislativo bajo la batuta del Congreso

Un factor que es necesario destacar en el nuevo contexto político es la relevancia adquirida por las comisiones al ofrecer a sus miembros la oportunidad de impulsar o bloquear ciertas demandas (Shepsle y Weingast, 1994), así como al erigirse en un espacio privilegiado para la negociación. Su actuación como eficaz guardián (gatekeeper) de lo que podrá ser puesto a consideración del pleno se complementa con su capacidad de establecer el momento en que la votación final de una pieza de legislación debe llevarse a cabo y con ello orientar su contenido. En palabras de Shepsle y Bonchek (2005: 124), de “hacer la primera jugada” en el pleno, lo que permite que su intervención no sólo sea de naturaleza técnico-legislativa, sino que muestre tintes claramente políticos.

Para confirmar esta apreciación, en el estudio presentado a continuación se destaca el número de dictámenes positivos y negativos producidos por las comisiones de la Cámara de Diputados, así como el correspondiente a los aprobados por la asamblea. Se parte de la idea de que en el nuevo escenario político las iniciativas son únicamente el primer insumo para poner en marcha el proceso legislativo (Cox y McCubbins, 1993). Como ya se dijo, el proceso de dictaminación autoriza a las comisiones a reunir todas las propuestas referidas a un mismo asunto, así como a eliminar aquellas piezas que no tengan el apoyo de los coordinadores de los grupos parlamentarios, encargados en última instancia de procurar su aprobación.

Antes de continuar, conviene hacer dos precisiones. Si bien Tsebelis y Money (1997) estiman en el análisis del proceso legislativo que una legislatura bicameral y simétrica exige revisar la interacción entre ambas cámaras, en esta investigación no se incorpora al Senado por una razón básica. Al haber permanecido este órgano legislativo más tiempo sin la presencia de voces opositoras, su apertura al escrutinio público ha sido más lenta, lo que todavía impone un obstáculo muchas veces insuperable para obtener información. Si bien en este trabajo se incluye a la totalidad de las iniciativas expedidas, dictaminadas y aprobadas por la Cámara de Diputados en las legislaturas LVIII, LIX y LX, los datos no reflejan lo sucedido luego de su paso por la cámara revisora y su posterior envío al Ejecutivo. A pesar de esto, se confía en que los datos disponibles permitan apreciar las tendencias asentadas en el proceso legislativo a partir del cambio sistémico derivado de la primera alternancia de partido en el Ejecutivo federal.

A diferencia de lo que sucedía en el pasado, lo primero que se comprueba en la tabla 1 es que aun cuando las iniciativas provengan del titular del gobierno federal, su transformación en ley no está garantizada. Dada su propensión a restringir el número de propuestas de ley enviadas, su contribución al conjunto de iniciativas puestas a consideración de los diputados es bastante reducida (2.06%). La misma apreciación se aplica en lo relativo al total de los dictámenes aprobados (9.88%), lo que hace evidente la merma experimentada en su participación en el proceso legislativo.

A esto se suma el recorte tramitado a través del sistema de comisiones. Nótese que aunque en ellas sus propuestas de ley son dictaminadas casi en su totalidad (79.86% + 15.11% = 94.97%), 5.03% no consigue superar ese trámite. No obstante, es importante advertir que la llamada “congeladora” sólo ha sido un recurso excepcional para obstaculizar la obtención de respaldo a sus políticas por la asamblea del pleno.7 Asimismo, del total de dictámenes generados a sus iniciativas, 15.11% es de signo negativo. Descontado este segmento, el de dictámenes de signo positivo (79.86%) es generalmente aprobado por el pleno (79.14%). Esto sugiere que el mayor reto enfrentado por las propuestas de ley del Ejecutivo para lograr su aprobación en la cámara baja es atravesar la barrera impuesta por el sistema de comisiones permanentes.

Del lado de los diputados la historia corre en sentido opuesto. Su tasa de participación en el conjunto de iniciativas presentadas es bastante abultada (93.95%), pero no así el porcentaje de dictámenes producidos (16.97% + 4.40% = 21.37%). En consecuencia, por lo menos en los nueve años estudiados en este trabajo las comisiones figuran como un instrumento esencial para depurar y reencauzar el intenso activismo legislativo mostrado por los legisladores.

El pleno, por su parte, se encuentra bien dispuesto a avalar la opinión de las comisiones, ya que casi todo lo dictaminado en forma positiva (16.97%) es refrendado posteriormente (15.24%) por la asamblea. Por último, el balance de la participación de los diputados en la hechura de la ley es bastante favorable para ellos, ya que los dictámenes aprobados por el pleno con base en sus iniciativas (966) representan 86.79% del total registrado en ese rubro (1 113). Este hecho comprueba plenamente su transformación en una pieza clave en el desarrollo del proceso legislativo luego de la alternancia.

Antes de concluir este apartado conviene señalar que, aunque la Constitución mexicana también faculta a los Congresos estatales a poner en marcha la maquinaria legislativa, su tasa de participación en el total de iniciativas presentadas es poco significativa (3.99%). Lo mismo sucede en lo relativo al total de dictámenes aprobados por el pleno (3.17%). No obstante, sus propuestas legislativas son dictaminadas en una alta proporción (71.75%), aunque representan más de la mitad del conjunto de los dictámenes negativos formulados por las comisiones (54.68%) y sólo una pequeña parte del total de los positivos (17.10%). De estos últimos, el porcentaje finalmente aprobado por el pleno es todavía menor (13.75%). Las razones pueden ser diversas. Este desenlace, no obstante, bien puede atribuirse a la dificultad de llegar a la agenda o a la falta de votos suficientes, por no negociar la coalición necesaria para que esto no suceda. Lo que es seguro, en cambio, es que la descentralización política registrada en el país no se expresa a través de la presentación de propuestas de ley por la vía de los Congresos estatales.

Aun cuando el trazo del proceso legislativo en los últimos años se encuentra incompleto por no incluir los datos relativos al Senado, es incuestionable que los tiempos en que el presidente de la República podía decidir unilateralmente la legislación aprobada ya quedaron atrás. Además, desde que no tiene la capacidad de movilizar los apoyos necesarios para la aprobación de sus iniciativas en el Congreso, ni cuenta con los recursos institucionales que le permitan negociarlas, su contribución al total de lo aprobado es menor. Por otra parte, si bien la tasa de éxito de sus iniciativas sigue siendo relativamente aceptable, esto se ha dado luego de intensas revisiones, enmiendas y, en algunos casos, reformulaciones totales en las comisiones. El alcance y sentido de las modificaciones producidas por los legisladores a sus proyectos de ley deberá ser motivo, sin embargo, de otra investigación.

Los efectos de la descentralización sobre el proceso legislativo

Ahora bien, afirmar que el papel del Ejecutivo mexicano como origen de la legislación es insustancial puede ser tan equivocado como considerarlo el conductor del proceso. No debe olvidarse que el gobierno siempre tiene la posibilidad de detener el proceso (ejercer su veto) para impedir que una política inaceptable para su administración prospere. Esto sin contar con que la implementación de lo ordenado por la ley —tarea que formalmente le corresponde— puede ser pospuesto y hasta eludido de muchas maneras.

La influencia adquirida por el Congreso en ese quehacer ha incrementado, sin embargo, la complejidad de dar cuerpo a la norma, ya que la estricta separación de poderes —común en los regímenes presidenciales sin mayoría— ha venido acompañada de una manifiesta descentralización de las decisiones públicas. Reforzado el federalismo con el traslado, en los partidos, de la designación de sus candidatos del nivel nacional al subnacional para hacer frente a la nueva dinámica electoral, el comportamiento de los legisladores se ha visto trastocado para dar cabida a una representación estatal o local (Langston, 2010) no siempre compatible con las políticas de alcance nacional, en principio encargadas al Ejecutivo (Shugart y Carey, 1992: 167-175).8

Cuando, además, el paso de un puesto a otro —derivado de la prohibición constitucional a la reelección inmediata— exige tanto a los diputados como a los senadores mexicanos atender a más de un principal, o, si se quiere, a varios actores con expectativas diversas y quizás hasta enfrentadas, su comportamiento se ve expuesto a diversas presiones cruzadas que lo mismo pueden tender a desalentar la cooperación con el gobierno que a disentir de las posiciones sostenidas por el comité nacional de su partido. Dicho de otra manera, a su afán de seguir la línea fijada desde el centro por la fórmula que en el pasado les brindó la oportunidad de llegar al Congreso se suma también el afán de velar por los intereses de otros actores que por su posición, capacidad organizacional o acceso a otros recursos del poder pueden proporcionarles desde la estructura estatal o municipal un porvenir en la política.

En este contexto, un primer aspecto que se debe resaltar es el notable aumento del número de iniciativas presentadas por diputados de todos los partidos desde que el gobierno dejó de tener de mayoría en esa cámara, pero más aún en las tres legislaturas que siguieron a la alternancia. En efecto, mientras que en la legislatura LVI (1994-1997) los diputados presentaron 250 propuestas, en la LVII (1997-2000) ese número saltó a 668. Esta cifra se elevó hasta 1 047 en la legislatura LVIII (2000-2003), para dispararse en los tres años correspondientes a la LIX (2003-2006) hasta 2 714, y luego disminuir apenas a 2 579 en la LX (2006-2009).9 Desde luego, una posible explicación a esta súbita explosión podría estar relacionada con la evolución de la competitividad alcanzada en los comicios para la elección de los diputados (Méndez de Hoyos, 2006) —especialmente en los distritos disputados por el principio de mayoría relativa—, aunque para comprobarlo habría que contar con los estudios necesarios.

Otro fenómeno que llama la atención es que, como puede apreciarse en la gráfica 2, el conjunto de iniciativas presentadas a título individual durante ese lapso haya superado con mucho el de las colectivas, esto es, las signadas por dos o más legisladores de un mismo partido o de varios partidos, de una comisión o varias, de uno o varios grupos parlamentarios. El brío adquirido por esta práctica sugiere que el comportamiento legislativo de los diputados mexicanos podría ser muy similar al observado en otros Congresos en los que la preocupación de sus miembros por cultivar una reputación personal constituye una buena estrategia para permanecer en la arena política (Cain, Ferejohn y Fiorina, 1987; Cox y McCubbins, 1993; Carey y Shugart, 1995).

El acusado descenso entre el número de iniciativas individuales presentadas y el de las que finalmente lograron ser dictaminadas —tanto positiva como negativamente— debe alertar, sin embargo, sobre la necesidad de matizar este juicio. Entre otras cosas porque, como ya se ha dicho, traspasar la barrera impuesta por las comisiones demanda contar con el respaldo de sus integrantes para conseguir su evaluación, lo que no sería posible si el autor no cuenta con el aval del coordinador de su grupo parlamentario. Conseguir, además, que el dictamen sea positivo puede suponer, de igual modo, una meta inalcanzable sin la oportuna intervención de dicho coordinador para asegurar el voto de los legisladores del partido, así como para negociar con otras fracciones los votos requeridos para su aprobación, primero en comisiones y luego en el pleno.

En síntesis, aunque una iniciativa haya sido formulada de manera individual, ésta difícilmente podrá prosperar si no es adoptada como iniciativa partidista. Conseguido esto, su defensa en comisiones correrá a cargo de los legisladores del partido. Lo mismo sucederá para despejar el paso del dictamen correspondiente al pleno, para desahogar su discusión en esa instancia y para amarrar su aprobación final con los votos de otros partidos. Sin duda, en este aspecto la disciplina partidista juega un papel fundamental al garantizar la unidad al interior del grupo parlamentario, además de abonar el terreno para la protección de las metas colectivas de la organización (Scarrow, Webb y Farrell, 2002).10 En este sentido, puede estimarse que el entramado institucional del Congreso —al encargar a los coordinadores de los grupos tanto las decisiones relativas a la integración de las comisiones permanentes como las referentes a la designación de su presidente y secretarios— ha contribuido a contener la representación de intereses territoriales, sobre todo cuando en México no existe restricción alguna para la presentación de iniciativas de ley, como ocurre en otros países.11

Por lo menos en lo que toca a la Cámara de Diputados, esto sugiere que el relevo del Poder Ejecutivo en la presentación de iniciativas ha corrido en buena medida a cargo de legisladores que buscan impulsar su imagen personal a través de esta actividad. Aun en el entendido de que los partidos pueden alterar el resultado obtenido en cada caso, en la siguiente sección se analiza la ruta seguida por los legisladores de cada una de las tres principales fuerzas políticas del país, con la finalidad de confirmar la hipótesis.

Carreras y proceso legislativo

Según la literatura (Hibbins, 1999), el estudio de las carreras políticas de los parlamentarios puede suministrar información muy reveladora en por lo menos cuatro líneas. La primera, al indagar sobre las motivaciones de su comportamiento en diferentes áreas; la segunda, al esclarecer el modo en que la legislatura lleva a cabo sus tareas; la tercera, al facilitar la comprensión del sistema político del cual forma parte ese órgano y su relación con otros componentes del mismo; y la cuarta, finalmente, al precisar la manera en que un sistema sociopolítico opera con la identificación de los rasgos demográficos de sus legisladores y su experiencia profesional.

En vista del predominio, en los últimos diez años, de las iniciativas de carácter individual sobre las colectivas en la Cámara de Diputados, en esta sección se busca descubrir los cambios producidos por la descentralización del proceso legislativo a partir del examen de la carrera política de sus autores en los tres partidos más importantes del país. En esta tónica, se busca desvelar la estructura informal de incentivos presentes en en esta labor.

Ante la ausencia de reformas en el diseño institucional del Congreso orientadas a alentar la especialización y profesionalización de sus integrantes —la primera, a todas luces, la autorización constitucional a la reelección consecutiva—, el esfuerzo también apunta a inferir el tipo de experiencia y habilidades de que disponen los legisladores para elaborar las leyes. Con esto se espera observar la forma en que el Congreso ha asumido la conducción de esa responsabilidad, una vez que el Ejecutivo federal ha dejado de figurar como su principal impulsor.

Partimos de la suposición de que entre más cargos ha ocupado el diputado a lo largo de su carrera política es mayor su experiencia política, así como sus redes y sus habilidades para intervenir en el proceso legislativo; o, dicho de otra manera, su intuición sobre las demandas de los actores que pueden influir en su carrera política y de las reglas informales o prácticas que conviene activar para impulsar sus iniciativas a través de las distintas fases del proceso legislativo. Cabe recordar que la prohibición de reelección consecutiva a los legisladores no les impide ocupar distintos cargos públicos en forma continua. En todo caso, el efecto es que esta posibilidad depende más de su fidelidad a los distintos liderazgos de su partido que del juicio del elector con respecto a su actuación como representante popular (Dvorak, 2011).

La experiencia legislativa de los autores de las iniciativas individuales se establece al diferenciar los casos que superan un número de cargos mayor a la media, sumada la desviación estándar, de los ubicados por debajo de ese rango. A este respecto, conviene aclarar que la constante en los tres partidos estudiados es que en los puestos de elección popular (gobernador, senador, diputado federal, diputado local, presidente municipal y regidor) la media fue menor a uno y la desviación estándar promedió 0.5. Por lo tanto, el dato no se ponderó. Por esta razón se consideró que el legislador tenía experiencia con haber ocupado simplemente un cargo de este tipo. En cambio, en el apartado correspondiente a la ocupación de cargos en la estructura interna del partido político la ponderación sí procedió. En este sentido, se calificó con experiencia a los diputados que en su trayectoria política anterior registraron siete o más cargos en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), cinco o más en el Partido Acción Nacional (PAN) y cuatro o más en el partido de la Revolución Democrática (PRD), mientras que en el rubro correspondiente a la administración pública la ponderación de la media con la desviación estándar se estableció en cuatro o más cargos para el caso del PRI y en dos o más tanto para el PAN como para el PRD. Por último, los porcentajes relativos a cada una las categorías arriba apuntadas se calcularon con base en el total de las iniciativas presentadas de manera individual por los diputados de la fórmula o en el total de los dictámenes elaborados y aprobados.

A primera vista, en la gráfica 3 se confirma que la gran mayoría de quienes elaboraron iniciativas a título individual en los tres trienios estudiados no cuenta con una sólida trayectoria política, lo que podría indicar que su experiencia para encender el motor legislativo en los temas requeridos por el país es limitada. De igual manera, hace suponer que la dictaminación y aprobación de sus propuestas de ley dependerían básicamente de las acciones que el líder de su grupo parlamentario ponga en marcha.

Por otro lado, como se aprecia en la misma gráfica, la ruta para ingresar a la Cámara de Diputados es similar en todos los partidos, al destacar como un requisito de peso la ocupación previa de puestos de dirección en su estructura interna, particularmente en el plano subnacional. Asimismo, se advierte que en ningún caso la trayectoria indica de manera señalada el paso previo por cargos de representación popular. De esta suerte, haber sido diputado local antes parece contar poco en esta lógica, pero sí más que haber ocupado el cargo en el ámbito federal. No obstante, cada partido manifiesta particularidades en el perfil de la carrera seguida por sus legisladores, producto probablemente de sus orígenes y su posición en el pasado, o, si se quiere, en un régimen anteriormente poco dispuesto a admitir la competencia electoral y la pluralidad política (Weldon, 1997; Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000).

Desde esta óptica, se entiende que en el PAN un segmento importante de sus diputados muestre entre sus antecedentes haber ocupado cargos de dirección en la estructura estatal del partido. Al respecto, basta recordar que la fórmula que le permitió sobrevivir en calidad de oposición durante sesenta años, sin más recursos que los aportados por sus militantes, fue la marcada descentralización de las decisiones tomadas al interior (Loaeza, 1999; Reveles, 2002). De igual modo, parece lógico que su reciente condición de partido en el gobierno no haya obrado todavía en la promoción de un amplio esquema de legisladores con profunda experiencia en el campo de la administración pública.

En contraste, con siete décadas en el poder, un número importante de diputados del grupo parlamentario del PRI pudo acreditar su trabajo en el partido, desempeñado distintas comisiones en sus órganos de dirección, tanto a nivel nacional como subnacional. Por el mismo motivo, un segmento importante ha tenido la oportunidad de desempeñarse como funcionario en la administración federal y dos de cada tres en los gobiernos estatales, convertidos después de la alternancia de 2000 en un resguardo seguro para sus militantes una vez concluido su mandato en la legislatura (Langston, 2008 y 2010).

En cuanto al PRD, a pesar de contar con la estructura partidista más débil de los tres partidos estudiados, por lo menos en términos de cobertura en todas las entidades del territorio nacional (Vivero, 2006), la pertenencia a cuerpos directivos en el plano subnacional es también para sus diputados una fuente importante de experiencia política. Sin haber ganado nunca una elección presidencial, su grupo destaca, sin embargo, como el menos preparado para la comprensión de los asuntos propios del gobierno federal, pero no de los correspondientes a la esfera estatal. Aquí vale la pena recordar que, además de otras experiencias, sus militantes asumieron desde 1997 la responsabilidad de administrar los asuntos públicos de la capital de la República.

En la gráfica 4 se recogen los dictámenes elaborados en comisiones y aprobados en el pleno con base en las iniciativas presentadas individualmente. En esta gráfica predominan una vez más los legisladores sin mayor experiencia, lo que permite suponer que acreditar una larga trayectoria política no constituye un factor importante para que una propuesta de ley consiga superar los filtros que pueden impedir su llegada al pleno. Visto el asunto de otra manera, la evidencia sugiere también que el éxito de una iniciativa depende menos de las destrezas políticas acreditadas por su autor que del interés del líder del grupo parlamentario de su partido. Esto sin omitir, desde luego, el apoyo que la iniciativa pueda tener de otras fracciones dispuestas a conformar la votación requerida para su aprobación.

En la misma gráfica se aprecia que al asociar las actividades previamente desarrolladas por los diputados a su participación en la presentación de iniciativas de corte individual, la ocupación de cargos partidistas en el ámbito subnacional destaca como la actividad de mayor peso en su carrera política. El segundo lugar lo ocupa el desempeño de tareas en la administración pública estatal y, como ya se había adelantado, el último en importancia es el ejercicio de cargos de representación popular, y, una vez más, menos aún en el ámbito nacional que en el subnacional.

Desde esta perspectiva, la trayectoria de los diputados de todos los partidos confirma claramente el proceso de descentralización experimentado en el país en, por lo menos, la última década, pero sobre todo sugiere que la mejor opción para un político ambicioso que busca dar continuidad a su carrera política es invertir en servicios al partido antes que acumular otros méritos, especialmente aquellos relacionados con la representación de las preferencias de la ciudadanía en la legislatura.

A modo de conclusión

La descentralización ha impulsado la representación de intereses territoriales y parroquiales en las políticas públicas del país de múltiples maneras. Consumado el relevo del Poder Ejecutivo federal por el Congreso de la Unión como principal conductor del proceso de dar forma y contenido a las leyes, el nuevo esquema de distribución del poder parece haber dejado impresa su huella en el creciente interés mostrado por los legisladores para presentar iniciativas de ley. Así, mientras que la lealtad a la dirigencia nacional de su partido se expresa básicamente en la disciplina del voto, el activismo legislativo parece haberse constituido en una forma recurrente de cultivar una reputación personal ante quienes podrían despejarles el camino en el ámbito subnacional para promover su carrera política.

En el caso de la Cámara de Diputados, esta estrategia ha sido utilizada sobre todo por legisladores con trayectorias políticas cortas, y, por lo mismo, urgidos de hacerse notar a través de la presentación de propuestas a título individual, dada la brevedad de su lista de servicios o de otros méritos previos. Desafortunadamente, mientras que para ellos esta actividad representa una vía para abrirse camino en los múltiples circuitos de la política, para el país la utilización de esta táctica es un obstáculo para contar con leyes que pudieran permitirle avanzar en la solución de sus problemas.

Pero esto es sólo la mitad del problema que debe superarse para alcanzar tal objetivo. Como la prohibición de reelegirse de manera inmediata para los legisladores no contribuye a buscar con ahínco la aprobación de sus propuestas, esta labor debe ser realizada por los coordinadores de los grupos parlamentarios. En este tramo del proceso, el riesgo es que opten por impulsar leyes en las que el bien general se vea subordinado a intereses de carácter subnacional, de facciones o grupos particulares, cuando no simplemente a los requerimientos coyunturales de los partidos.

Hasta aquí la respuesta a la pregunta sobre quién legisla en México apunta a establecer que la parte inicial de esta tarea es efectuada por los actores menos aptos para hacerlo. El resto se encuentra a cargo de liderazgos poco preocupados por rendir cuentas a los electores sobre el desempeño de los representantes del partido en el Congreso. Una comprensión más cabal del asunto exigiría, sin embargo, conocer también con mayor detalle qué y cómo se ha legislado en México una vez alcanzada la pluralidad y la descentralización.

Ambos asuntos han sido explorados en distintos países de América Latina. La literatura enfocada a determinar el alcance, los resultados y las temáticas abordadas en la elaboración de las leyes en contextos similares es abundante (Robinson-Taylor y Diaz, 1999; Amorim Neto y Santos, 2003; Mejía-Acosta, Pérez Liñan y Saiegh, 2006). De igual modo, las consecuencias de este fenómeno sobre la forma de producir leyes han sido objeto de muchos análisis (Cox y McCubbins, 1993; Jones y Hwang, 2005; Crisp, 2007; Mustapic y Bonvecchi, 2011). En México, sin embargo, las certezas que por ahora se tienen sobre estas cuestiones son muy pocas. Por lo mismo, la agenda de investigación a cubrir en el futuro es todavía bastante extensa. Este trabajo busca dar un paso en esta dirección.

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Recibido: 28 de noviembre de 2011.
Aceptado: 23 de julio de 2012.

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