Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Mexico: criminal violence and “war on drug trafficking”

Guillermo Pereyra**

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* La realización de este artículo fue posible gracias a una beca posdoctoral de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Agradezco los comentarios de Benjamín Arditi, Julio Aibar, Antonio Hernández Curiel y Rebeca Gaytán, además de las sugerencias de los dictaminadores anónimos. Aplican los usuales descargos de responsabilidad.

** Doctor en Investigación en Ciencias Sociales, con mención en Ciencia Política, por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: teoría política, problemas políticos de América Latina, violencia contemporánea. Paseo de los Jardines 328, Paseos de Taxqueña, Coyoacán, 04250, México, D.F. Correos electrónicos: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>, <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: Este artículo analiza las relaciones de poder que condicionan en México la violencia actual empleada por los grupos ilegales de la droga y la “guerra contra el narcotráfico” declarada por el gobierno de Felipe Calderón. A partir del análisis de la coexistencia de dos modalidades del poder (soberanía y gubernamentalidad), se busca entender la lógica del poder del narcotráfico y de la lucha militarizada que el gobierno lleva a cabo contra las organizaciones de la droga. Se discuten también los principales factores que contribuyeron a aumentar la violencia criminal y la violencia militar en años recientes.

Palabras clave: soberanía, gubernamentalidad, narcotráfico, violencia criminal, violencia militar, “guerra contra el narcotráfico” en México.

Abstract: This article analyzes the power relations in Mexico that determine the current violence perpetrated by illegal drug groups and the “war on drug trafficking” declared by the government of Felipe Calderón. Analyzing the co-existence of two forms of power (sovereignty and governmentality), the author seeks to understand the logic of the power of drug trafficking and the militarized fight that the government is waging against drug organizations. He also discusses the main factors that have contributed to increasing criminal and military violence in recent years.

Key words: sovereignty, governmentality, drug trafficking, criminal violence, military violence, “war against drug trafficking” in Mexico.

Las razones del incremento de la violencia en los años recientes en México deben rastrearse en la inestabilidad del mercado de drogas y el combate militar que asumió el gobierno de Felipe Calderón contra el crimen organizado desde fines de 2006 hasta la actualidad. Por décadas, la violencia relacionada con el tráfico de drogas se mantuvo en niveles controlados y los enfrentamientos entre traficantes y de éstos con las autoridades no fueron frecuentes ni generalizados (Astorga, 2009: 2-3). La violencia criminal no es fruto de un instinto de agresión inevitable de los grupos de la droga, ni la violencia militar es la forma invariable que el Estado utilizó para imponerse a las redes de narcotráfico. La violencia se exacerba sólo bajo ciertas condiciones sociales y políticas, o bajo una configuración particular de las relaciones de poder, cuyos devenir y configuración actual deben ser cartografiados.

En este trabajo sostenemos que el incremento de la violencia que padecen algunas regiones del país obedece a relaciones específicas entre soberanía y gubernamentalidad, que configuran el mercado de drogas en general, las guerras entre cárteles y el combate del gobierno de Calderón contra el narcotráfico. Además, mostramos que la “guerra contra el narcotráfico” asumida por el actual gobierno debe entenderse en el marco de una compleja trama de indiferenciaciones miméticas entre grupos de la droga e instituciones estatales. En otros términos, el choque entre el gobierno federal y los distintos grupos de la droga supone el combate entre dos lógicas férreas que, no obstante, se mimetizan.

El trabajo se basa en el modo en que Michel Foucault entiende los conceptos de soberanía y gubernamentalidad. Según este autor, el poder soberano se ejerce sobre sujetos afincados en un territorio y su finalidad es lograr el respeto al orden establecido. Soberano es quien se reserva el derecho de matar a quienes alteran un orden para asegurar la continuidad del cuerpo político. Por lo tanto, la función del poder soberano no es vincular sino sojuzgar y, en este sentido, no responde a ninguna ley establecida. Se funda “en el gasto absoluto del poder” y no calcula “el poder con el mínimo de gastos y el máximo de eficacia” (Foucault, 2006: 44). A diferencia de la soberanía, la gubernamentalidad gestiona recursos y controla personas, es difusa y multivalente en sus operaciones, y su función principal es mejorar el destino de las poblaciones. Hay gubernamentalidad cuando el poder no depende de una sola fuente de validación (por ejemplo, la ley) y cuando el poder se vitaliza a través de tácticas polivalentes y articulaciones microsociales y locales. Foucault sostiene que a partir del siglo XVIII la soberanía se vuelve inoperante para gobernar el cuerpo político y económico de las sociedades industriales sujetas a la explosión demográfica. En ese momento la gubernamentalidad se convierte en el principal recurso para reforzar el poder del Estado. Soberanía y gubernamentalidad son formas históricas de poder que responden a una determinada época, pero también pueden entenderse como lógicas que pueden aparecer en diferentes momentos de acuerdo con la dinámica particular de las relaciones políticas, sociales y económicas. Esto tiene dos consecuencias importantes para nuestro trabajo.

En primer lugar, el reemplazo de la sociedad de soberanía por la sociedad de gobierno a partir del siglo XVIII no fue absoluto. El mismo Foucault (2009: 135) reconoce que ambas formas del poder pueden convivir y que las relaciones de soberanía pueden reemerger dentro de las sociedades de gobierno. Nuestro trabajo apunta precisamente a analizar la coexistencia de soberanía y gubernamentalidad en el conflicto enmarcado bajo la “guerra contra el narcotráfico” del presidente Calderón. En segundo lugar, la gubernamentalidad no se ejerce sólo en el Estado policial del siglo XVIII o en el Estado de bienestar del siglo XX, dos formas históricas en las que Foucault localiza este tipo de poder. Hay una gubernamentalidad específica de los Estados neoliberales, de la cual México no es la excepción. Esta forma de gubernamentalidad se basa en el desmantelamiento de los aparatos políticos y de economía con los que se ejercía el control bajo el esquema keynesiano.1 La gubernamentalidad neoliberal se ha caracterizado por no mejorar el bienestar de la ciudadanía y, en muchos casos, ha suscitado el control ilegal de las poblaciones y la aplicación de políticas de seguridad que ponen en riesgo la vida de las personas.

Otro aspecto que debe subrayarse es que el poder gubernamental no lo ejercen únicamente los Estados. Cualquier sujeto político, social o económico puede ejercer funciones de gobierno en la medida que asume la gestión eficaz de recursos o la administración de personas o poblaciones. El poder de gobierno se extiende a las relaciones religiosas, familiares, médicas, comerciales, etcétera. Por ello se puede hablar de un gobierno de las almas, la familia, los niños, el cuerpo, las relaciones económicas, etcétera. Lo mismo puede decirse del poder de soberanía: éste puede ser disputado, e incluso apropiado, por otros sujetos que no sean estatales, y el Estado puede perder el monopolio de la violencia, el control del territorio y la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte.

A partir de estas coordenadas teóricas, es posible sostener que en las últimas décadas el Estado mexicano ha asumido una gubernamentalidad neoliberal que entiende que la sociedad debe estructurarse como lo hacen las empresas privadas regidas por los valores de iniciativa, flexibilidad, innovación, descentralización, diversificación, competitividad y polivalencia.2 Los diversos gobiernos neoliberales de los últimos años no controlaron los riesgos derivados de la circulación irrestricta de mercancías y la imbricación cada vez más fuerte entre mundo legal e ilegal. La solución gubernamental a este problema sostiene que el narcotráfico es un problema de seguridad que requiere una pronunciada intervención militar. En el marco de esta sociedad gubernamental de seguridad, el Estado neoliberal mexicano no abandona las prerrogativas de soberanía, que suponen prácticas irresponsables de poder, de dudosa legalidad y legitimidad, y el ejercicio de una violencia estatal que pone en peligro la vida de la población.

La militarización de la seguridad convive con el control de territorios y poblaciones y con la intensificación de la violencia que ejercen los diversos grupos de la droga diseminados en el país. En otras palabras, las mafias, los cárteles de la droga y los distintos grupos criminales asumen de facto funciones de soberanía. Además, las organizaciones de la droga integran los mecanismos de gubernamentalidad neoliberal que fomenta el Estado mexicano y han sido beneficiadas por las políticas irrestrictas de libre mercado. Estos grupos criminales han dejado de lado las estructuras rígidas y optado por modos flexibles, innovadores y descentralizados de organización. Los grupos narcotraficantes ejercen un poder estratégico basado en la administración de recursos, personas y poblaciones, que no tiene un centro definido de comando y control. Es un poder de gobierno que pone a raya la soberanía popular y democrática de los Estados, se beneficia de los acuerdos informales e ilegales, y renueva pragmáticamente sus objetivos y fines para ajustarse a nuevas situaciones.

A partir de la década de los años noventa, el deterioro del modelo de regulación del narcotráfico, propio del viejo régimen autoritario, y la expansión del mercado de drogas aumentaron las tensiones entre los grupos de la droga y, frente a esto, el Estado neoliberal intensificó las intervenciones policiales y militares. Con todo, una relación deteriorada entre Estado y narcotráfico y un mercado de drogas inestable no conducen por sí solos a la violencia extrema. Por eso es necesario sumar al análisis dos procesos recientes, a saber: el combate que asumió el gobierno de Calderón y la reacción extremadamente violenta de los grupos de la droga a las dislocaciones que produjo la intervención militar. Para evitar un análisis coyuntural y carente de perspectiva histórica, se requiere abordar el devenir de las relaciones entre soberanía y gubernamentalidad que establecen el marco de inestabilidad del mercado de drogas. El abordaje de los factores recientes permitirá trazar un cuadro más definido de las relaciones de poder que condicionan el actual despliegue de la violencia criminal y militar.

La inestabilidad del mercado de drogas

La relación entre Estado y narcotráfico en México fue siempre polivalente. A lo largo de décadas hubo campañas de oposición y antagonismo directo, estrategias de convivencia pacífica y alianzas de los gobiernos con algunos grupos criminales para luchar contra enemigos comunes (Velasco, 2005: 106 y ss.). Aun en su polivalencia, esta relación no dio lugar a una violencia amplificada en frecuencia e intensidad como la actual. El deterioro progresivo del modelo tradicional de regulación del narcotráfico y la expansión descontrolada del mercado de drogas resintieron las formas de soberanía y gubernamentalidad que durante años lograron una relativa paz del mercado de drogas. Este proceso se hizo visible en la década de los años noventa, con la crisis del sistema centralizado de poder. Como es sabido, el viejo régimen autoritario restringía la autonomía de los funcionarios públicos estatales y locales y, en este marco, las instituciones federales contaban con facultades extralegales vinculantes para contener la violencia criminal y proteger a la población civil (Astorga, 2009: 2-3). El régimen priísta no tuvo la unidad rigurosa que usualmente se le imputa porque nunca se impuso de manera homogénea a todos los grupos criminales. En lugar de ello, la relación entre Estado y narcotráfico estaba mediada por un sistema de acuerdos tácitos y de aplicación selectiva de la ley, que fijaba límites y posibilidades a la expansión del mercado de drogas (Velasco, 2005: 111; Serrano, 2007).

El control del negocio de las drogas dependía de la administración local de beneficios, sanciones y autorizaciones, como el control de los retenes, de la circulación de la droga y de las zonas de operación de los traficantes, el pago de cuotas y la extracción de rentas. Estos procesos eran sostenidos por mecanismos globales de soberanía pero respondían localmente a determinadas necesidades, aportaban ganancias económicas y utilidades políticas. La administración de la corrupción a nivel estatal y local daba mayor eficacia a la supervisión del poder central y mantenía a raya las conductas predatorias de los traficantes, las autoridades y los policías. Los intercambios recíprocos de favores y las mediaciones entre el poder central y los gobiernos estatales y municipales diferían la escalada de violencia, y cuando se producía algún asesinato su finalidad era llamar la atención al gobierno para que moderara los controles o a los rivales para que respetaran los acuerdos informales.

Desde fines de la década de los años ochenta, el régimen centralizado de poder fue sustituido por un gobierno neoliberal mínimo que dio vía libre a la expansión del mercado de drogas. La existencia de un gobierno mínimo en la cúspide federal reforzó las soberanías estatales y locales, pero sin los recursos materiales, simbólicos y políticos para controlar los privilegios de poder en la base. La feudalización del poder político y la dispersión de las prerrogativas de soberanía a nivel estatal y municipal fueron la condición de posibilidad de la mayor autonomía que adquirieron los grupos de la droga. Un mercado de drogas menos regulado se encontró en la década de los años noventa con un sistema político más abierto y con menores limitaciones del gobierno federal hacia los estados y los municipios.

El ascenso del Partido Acción Nacional (PAN) a la presidencia desde 2000 afianzó este esquema de poder. La pluralización del sistema de partidos a partir de la llamada “transición democrática” facilitó el financiamiento por parte del crimen organizado de diversas campañas electorales de políticos que buscaban acceder a cargos estatales y municipales (Velasco, 2005: 91). Adicionalmente, la descentralización transfirió distintas funciones y competencias a los niveles inferiores de gobierno, pero sin la debida asignación de recursos, lo cual permitió que las organizaciones criminales penetraran aún más las instituciones políticas y de seguridad locales. En este contexto, los mecanismos informales de regulación se resintieron porque la cercanía y la mayor dependencia entre funcionarios públicos y traficantes aumentaron las fricciones y los vacíos de autoridad. Al fin y al cabo, no podía establecerse ninguna diferencia moral y política clara entre políticos, empresarios y traficantes que participaban en numerosos negocios ilícitos.

La indiferenciación delictiva desdibujó las responsabilidades informales y dio paso a un desequilibrio de poder en el que los grupos de la droga se impusieron a las instituciones políticas y de seguridad. Con policías y políticos cada vez más cooptados y dependientes de los traficantes, los límites de lo permitido comenzaron a transgredirse normalmente. El control diferencial de los grupos criminales, los pactos mafiosos entre traficantes, y los acuerdos informales de reciprocidad entre autoridades y delincuentes fueron perdiendo capacidad para mantener estable el negocio de la droga.

El proceso paralelo a la crisis del modelo tradicional de regulación fue la expansión del mercado de drogas a partir de la década de los años noventa, cuando el país se consolidó como productor de cannabis y heroína y traficante de cocaína, superando a sus contrapartes colombianos. En esto intervinieron condicionantes de distinta índole, como la conversión de México en el territorio más importante para el tránsito de drogas a Estados Unidos luego del cierre de la ruta del Caribe hace 15 años; el golpe que sufrieron en la década de los años noventa los cárteles de Medellín y de Cali, que abrió una ventana de oportunidad a los cárteles mexicanos; la liberalización financiera y la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que hizo prácticamente imposible controlar la gran cantidad de mercancías comerciadas tanto legal como ilegalmente, y la enorme capacidad económica y de penetración de los grupos criminales en las instituciones estatales y del sector privado (Arzt, 2001: 229; Serrano y Toro, 2005; Velasco, 2005: 89, 93; Naim, 2006: 101-102; Villalobos, 2010b). A partir de ese momento, los cárteles mexicanos se adaptaron a las ventajas de la globalización y mejoraron los métodos de transporte y las tecnologías de comunicación, diversificaron los productos traficados, desarrollaron habilidades financieras y adquirieron bancos y grandes empresas comerciales (Fabre, 2003: 77; Naim, 2006: 102).

La expansión del mercado de drogas produjo un aumento de la competencia y una mayor beligerancia entre los grupos criminales. Así como el mayor contacto y la dependencia entre la clase política y los traficantes produjeron un desequilibrio de poder a favor de los últimos, el aumento y la aceleración de los intercambios ilícitos agudizaron las tensiones entre los cárteles de la droga. La característica de este mercado es que el aumento de la competencia no disminuye el número de oferentes porque el negocio es muy rentable, dados los elevados precios de las drogas. La liberalización económica y financiera y el atractivo intrínseco del negocio hacen difícil ralentizar el ritmo de los intercambios ilícitos, impedir la entrada permanente al mercado de nuevos grupos criminales y prevenir el aumento de las fricciones. Un mercado de drogas más complejo e interconectado obliga a los señores de la droga a multiplicar los pactos mafiosos, cuyo incumplimiento genera mayor inestabilidad de la que busca prevenir.

Durante las décadas de los años ochenta y noventa, la imposición más severa de la ley y el control de la oferta de drogas buscaron disminuir las tensiones de un mercado ilícito más vasto de lo usual, pero estas medidas produjeron efectos contrarios a los esperados. Frente a leyes más severas, los traficantes mejoraron sus capacidades administrativas, expandieron y diversificaron sus actividades delictivas, reorganizaron la producción y optimizaron los métodos de transporte, todo ello financiado por una enorme capacidad económica (Serrano y Toro, 2005: 245). El control formal e informal de la oferta de drogas convirtió al negocio en algo más riesgoso pero no menos rentable: el aumento de los costos (los retenes que evitar, los sobornos que pagar, las nuevas rutas para explorar y adueñarse) incrementó el precio de las drogas, pero con ello también los beneficios.

Las acumulaciones exorbitantes dieron un mayor margen de autonomía a los grandes cárteles mexicanos, pero las enormes ganancias aumentaron las pujas entre los grupos criminales, haciendo más inseguro el mercado. Por ejemplo, en los últimos años los grandes grupos de la droga les vendieron a las organizaciones criminales más pequeñas el derecho a utilizar rutas de transporte cobrando peajes exorbitantes; aquéllas progresaron rápidamente por las enormes ganancias obtenidas (Naim, 2006: 101). Lo que al principio sirvió para hacer más fácil el negocio a través de la delegación de responsabilidades a agrupaciones criminales menores y la venta de rutas de trasiego, terminó aumentando las tensiones, porque los nuevos grupos son insensibles a la disuasión y están diseminados en varios estados.

La feudalización del poder político en México que tiene lugar a partir de la transición democrática y las formidables ganancias del narcotráfico pueden explicar la expansión del negocio de la droga, pero la compleja estructura organizativa es la base del poder de los grupos criminales. El poder criminal es el resultado de la articulación de funciones de facto de soberanía (ejercicio de la violencia e intimidación, relaciones de mando y obediencia, establecimiento de pactos basados en lealtades personales), métodos flexibles de administración del negocio y una gubernamentalidad criminal que genera beneficios para diversos grupos y poblaciones.

El crimen organizado no sólo asegura la vida en el nivel de la mera supervivencia, como lo atestigua la siembra de adormidera por parte de campesinos pobres en regiones aisladas y la participación de mujeres y jóvenes marginales en las redes urbanas de microdistribución de drogas. Además, genera beneficios a diversos sectores de la población, como empresarios, financistas, policías, militares, políticos, familias, etcétera. En la región noroccidental del país el narcotráfico produce “más beneficios en sus comunidades de origen que las mismas instituciones oficiales, en parte como mecanismos para el propio respaldo de sus trasiegos y como medida preventiva de protección social” (Córdova, 2007: 107). Entre los múltiples servicios que brinda se encuentra el reparto de dinero y bienes entre pobres y marginales, el impulso de programas sociales, el mejoramiento de la infraestructura pública, la construcción de viviendas en suburbios y pueblos aislados, la creación de centros recreativos, la donación de recursos a la Iglesia, el ejercicio de funciones policiales y judiciales, y el financiamiento de campañas electorales para obtener la protección de los políticos (Kaplan, 1991: 110; Velasco, 2005: 109; Córdova, 2007: 110). Esto funge como un regenerador del lazo social donde el Estado neoliberal no provee los medios materiales y simbólicos para mejorar el destino de las poblaciones.

Aun disponiendo de una cúpula de poder, el crimen organizado asume modos de organización descentralizados difíciles de desmantelar. La organización criminal se divide “en grupos pequeños y a menudo informales, usualmente unidos a extensas redes que muchas veces compiten unas con otras” (Velasco, 2005: 95). Esto les confiere flexibilidad para negociar con múltiples instituciones políticas y económicas y versatilidad para ocultar o transmutar los negocios a través del lavado de dinero.

La escalada de la violencia criminal

Desde 2007 se desató un enfrentamiento entre el gobierno y los grupos de la droga, y en paralelo una lucha armada entre cárteles, que ha dejado al día de hoy más de 50 000 muertos. En un trabajo reciente, Fernando Escalante (2011) sostiene que luego de 20 años de una tendencia a la baja en la tasa nacional de homicidios, ésta pasó de registrar ocho a 18 asesinatos por cada 100 000 habitantes entre 2008 y 2009. Las tasas más altas y con cambios más bruscos aparecen en los estados donde hubo desde 2007 un mayor despliegue de fuerzas militares encargadas de las tareas de seguridad.3 El conflicto involucra a grupos criminales que luchan por controlar la ruta de drogas hacia Estados Unidos por la frontera norte y otras agrupaciones menores que se disputan plazas de microdistribución y el control de otros negocios ilícitos. Los enfrentamientos entre los cárteles de Sinaloa y del Golfo, el desprendimiento de la organización de los Beltrán Leyva del primero y los Zetas del segundo, y la lucha entre los cárteles de Sinaloa y de Juárez por la plaza de Ciudad Juárez produjeron un aumento drástico e inusitado de la violencia. Amnistía Internacional (2009: 6) informó que entre enero de 2008 y julio de 2009 se cometieron 14 000 asesinatos, y se estima que la cifra llegó a 11 800 en 2010 (Guerrero Gutiérrez, 2010a).

Como resultado de la intervención federal, los cárteles aumentaron las matanzas internas y los ataques contra sedes policiales, soldados, funcionarios de seguridad y centros de drogodependientes. El asesinato de políticos municipales y estatales de primera línea, los ataques contra la población civil, el cierre de accesos a ciudades importantes a manos de sicarios y los desplazamientos de personas de sus hogares por el aumento de la violencia son elementos novedosos en la relación entre narcotráfico, Estado y sociedad.4 La violencia criminal no es nueva como estrategia de presión política y social, pero sí lo es su utilización descontrolada y los procedimientos por los cuales se busca el impacto mediático. En los medios de comunicación aparecen diariamente decapitados, ejecutados, mutilados, individuos disueltos en ácido, descuartizados, expuestos en la vía pública y otros encontrados en fosas comunes. Los abusos no tienen beneficios claros y consisten más bien en humillar y destituir subjetivamente a las víctimas; ya no basta con matar, hay que desmembrar los cuerpos y ensañarse con ellos una vez asesinados. La nueva expresión de la violencia no implica un cambio radical en sus motivaciones económicas sino un desplazamiento de sus modalidades de operación. Esto nos lleva a indagar las principales características de las conductas recientes del crimen organizado en México.

Crítica de algunas interpretaciones

Comencemos estableciendo un contraste con algunas descripciones de los modos de operación del crimen organizado que no se ajustan a la realidad actual. A comienzos de la década de los años noventa, Marcos Kaplan sostuvo que “una especie de selección darwiniana expulsa o destruye a los menos aptos [del mercado de drogas], y consolida el poder de un número reducido de sobrevivientes” (1991: 74). Aunque a fines de la década de los años ochenta los cárteles de Medellín y Cali compitieron por el control monopólico del mercado de drogas, la conformación de una estructura monopólica u oligopólica donde los más aptos sobreviven es cuestionable, sobre todo en México, donde el mercado de drogas nunca adoptó la forma de cártel global. La tendencia actual es que los grandes grupos criminales no pierden el liderazgo pero “cada vez más han de compartir la parte básica del negocio con otros competidores menores” (Naim, 2006: 106). Los cárteles de Sinaloa y del Golfo tienen el mayor control de las fronteras, manejan el tráfico a gran escala hacia Estados Unidos e invierten grandes sumas de dinero en personal, equipamiento y armas (Ravelo, 2010: 47). Los restantes grupos criminales, que operan en el centro, sur, este y oeste del país, intensificaron negocios ilícitos menos redituables que el tráfico de drogas a gran escala y más riesgosos y violentos, como el secuestro, la extorsión, la trata y el tráfico de personas, y el robo de vehículos y de bancos.

Este desequilibrio en las operaciones no implica que la violencia sea monopolizada por los cárteles más grandes, sino todo lo contrario. Hoy la violencia cunde en las ciudades más codiciadas por el crimen organizado (Ciudad Juárez, Reynosa y Nuevo Laredo) porque es imposible que un grupo criminal grande y fuerte se imponga o elimine a los grupos más débiles y pequeños. Es verdad que en el interior de las agrupaciones los menos aptos no sobreviven, pero son rápidamente reemplazados por otros. En años recientes, las organizaciones criminales aumentaron en lugar de disminuir, y las que se consolidaron asumieron una estrategia rivalizadora y expansionista intensiva en el uso de la violencia, como lo atestiguan los casos de la Familia Michoacana y los Zetas.

La Familia Michoacana nació como un grupo de vigilancia para atacar los crímenes locales; sus miembros siguen ideas del cristianismo evangélico que despiertan fuertes sentimientos de lealtad y sus sicarios ejecutan actos públicos de violencia sobre los infractores del “orden” invocando una “justicia divina” (DEA, 2009; UNODC, 2010: 239). Esta organización invierte mucho dinero en infraestructura social para ofrecer justicia expedita, beneficiar a sectores marginales y proporcionar trabajos bien remunerados. La administración criminal incluye redes de informantes, el pago de cuotas de comerciantes ajenos al negocio, el control de caminos y la detención, el interrogatorio y la tortura de sospechosos (Díaz, 2009: 71). Por su parte, los Zetas son una organización creada por fuerzas especiales desertoras de las fuerzas armadas y, tras dejar de ser el brazo armado del cártel del Golfo, se convirtió en una agrupación autónoma de tráfico. Se caracteriza por ser proclive a la violencia extrema, y aunque sus integrantes no son todos ex militares, reciben un intensivo entrenamiento paramilitar. Los Zetas son responsables de numerosos enfrentamientos con policías judiciales y preventivos, militares y sicarios, y han asaltado cárceles para liberar presos con total impunidad (Montemayor, 2007: 95; UNODC, 2010: 238).

Si en la Familia Michoacana la violencia forma parte de una administración descentralizada que genera beneficios e identidades fuertes, se presume que los Zetas desarrollaron un modo de operación singular “que les permite desdoblarse geográficamente a gran velocidad sin afectar su cohesión interna” (Guerrero Gutiérrez, 2011: 16). Se trata de una violencia que asume al mismo tiempo una estructura de soberanía arborescente, con un centro de mando definido y fuertes relaciones jerárquicas, y una organización celular que le permite operar en numerosas regiones del país y participar tanto del tráfico a gran escala como de una variedad de negocios ilícitos menores.

Los límites que separan a protectores de protegidos, aliados de rivales, amigos de enemigos, son cada vez menos claros en el mundo actual del narcotráfico. En los últimos años muchos de los policías que fueron removidos de sus cargos por su complicidad con el crimen organizado pasaron a integrar los ejércitos privados de los grupos criminales. Ante la ofensiva del Estado nacional los traficantes solicitan cada vez menos la protección de las agencias estatales de seguridad y contratan servicios de mercenarios privados (Serrano, 2007: 273).

El resultado de la privatización de la violencia criminal es ambiguo. Por un lado, aumenta la vulnerabilidad de los grupos criminales, pues los mismos ejércitos que actúan para la organización que los contrató pueden convertirse en su enemigo absoluto, como los Zetas respecto del cártel del Golfo. Por otro lado, la dispersión del poder criminal no debilita la vigencia de los negocios ilícitos, porque el mercado se expande y diversifica al mismo tiempo que es fuertemente disputado por organizaciones que invierten cada vez más en violencia y seguridad. La potencia del narcotráfico no radica en un poder central incontestable, sino en la dispersión de las capacidades soberanas de imponer violencia y en el usufructo de las ventajas que ofrece la organización del tipo redes flexibles. La fragmentación no debilita al mercado de drogas porque está asentado en el ejercicio de la violencia, la cooptación y la intimidación, que son potenciadas por la generación sectorial de beneficios y la eficaz gestión financiera del negocio.

En un trabajo publicado antes de que se desencadenara la violencia extrema durante el gobierno de Felipe Calderón, José Luis Velasco sostuvo que “como empresarios comunes, los empresarios de drogas ilegales usualmente prefieren un ambiente de negocios estable y seguro” (2005: 105). A pesar de la preferencia por la estabilidad económica, la violencia criminal se ha convertido en un negocio altamente rentable en sí mismo. El aumento reciente de la violencia guarda relación con la diversificación de los negocios ilícitos. En un contexto de profunda inestabilidad como el actual, los grupos criminales explotan el negocio de la violencia, como la apropiación de bienes de empresarios, las extorsiones, el tráfico de migrantes irregulares, el cobro de impuestos de facto a comerciantes y criminales rivales, la venta de protección a empresarios poderosos, entre otras cuestiones. Los grupos criminales aceptan negocios más riesgosos y violentos si no obtienen los fines buscados, como lo atestigua el avance formidable de la industria del secuestro y la trata de personas frente al incremento de los decomisos en los últimos años.

A diferencia de Velasco, Joaquín Villalobos (2010b: 5) sostiene que los narcotraficantes son “criminales y no empresarios” y entre ellos la competencia se resuelve a través de la violencia y no vía publicidad, calidad de los productos y juicios mercantiles. Esta descripción es verosímil en el actual contexto, donde la violencia pasó a ser la principal y más recurrente estrategia para afrontar los conflictos entre los grupos criminales. Lo que no es convincente del argumento de Villalobos es su afirmación según la cual el “combate natural” de los grupos de la droga “es con otros cárteles” y “no con el Estado” (p. 5). Como afirma en otro trabajo:

Los cárteles y narcoguerrillas colombianos golpearon con actos terroristas a personajes e instituciones de los poderes políticos, económicos y mediáticos vitales del país [...]. Hechos como éstos no han ocurrido y es muy difícil que ocurran en México, donde no han existido territorios con ausencia de Estado durante 40 años como en Colombia; el Estado mexicano ha sido más bien omnipresente y fuerte y el colombiano ausente y débil (Villalobos, 2010a: 9).

Villalobos postula una suerte de estrategia inalterable de lucha de los grupos de la droga (el Estado no es el blanco natural sino otros cárteles) y omite que en situaciones de vulnerabilidad e inestabilidad extremas las tácticas e identidades son menos claras y definidas. El narcotráfico sigue varias estrategias (controla sus feudos de drogas, elimina físicamente a sus competidores, aumenta sus ingresos a través de la diversificación de actividades delictivas) entre las cuales incluye ahora el asesinato de autoridades políticas: en los primeros 10 meses de 2010 fueron ejecutados 11 alcaldes municipales (Guerrero Gutiérrez, 2010b: 14). Los ataques a políticos, policías de primera línea y miembros de la sociedad civil no son conductas desviadas de un núcleo táctico fijo del crimen organizado, sino componentes de la nueva estrategia que asumieron últimamente varias agrupaciones delictivas.

Violencia y poder criminal

En una serie de trabajos recientes, Eduardo Guerrero Gutiérrez (2010a, 2010b, 2011) aborda los principales factores que inciden en la propagación de la violencia en los estados más conflictivos del norte del país. Su interpretación puede ser resumida en seis puntos. 1) Las capturas y los asesinatos de líderes criminales fragmentan las organizaciones de la droga y hacen que surjan nuevos grupos menores, los cuales para sobrevivir ejercen una violencia intensiva. 2) Los nuevos grupos compiten con las agrupaciones existentes, alteran los acuerdos establecidos o se resisten a seguir las pautas que fijan las organizaciones mayores, y esto desata fuertes olas de violencia. 3) Las organizaciones pequeñas no tienen capacidad logística ni recursos para participar en el mercado internacional de drogas, pero aprovechan su capacidad de violencia para incursionar en diversos negocios ilegales que ya mencionamos. 4) En todo el proceso de competencia la violencia es el principal recurso para conquistar territorios y defenderlos. 5) Las organizaciones que se imponen en una región eliminan pandillas o criminales de baja estirpe, desplazan a competidores y se defienden del asedio policial y militar. 6) Una vez logrado un equilibrio fáctico de poder fruto del control de la plaza, la violencia vuelve a dispararse cuando algún señor de la droga es arrestado o abatido, o cuando se activan olas de sospechas, traiciones y venganzas. Resumiendo, la violencia es entendida como el medio de sobrevivencia de nuevos grupos criminales, un instrumento para echar a andar la escalada de venganzas, un recurso de diversificación de negocios ilícitos que aumenta la fragmentación social y la inseguridad, un medio de conquista de nuevos territorios y defensa de plazas en peligro, un instrumento para imponer un equilibrio momentáneo, y un factor de inestabilidad profunda que genera tensiones en lugares donde antes no las había y ciclos de matanzas que pueden durar meses.

Entendemos que la comprensión de la violencia criminal debe avanzar más allá del enfoque instrumental para dar cuenta de su compleja racionalidad. Villalobos resume esta concepción del siguiente modo: “En el caso del crimen organizado en México, la violencia es instrumental, le sirve para defender sus ‘negocios’, para intimidar y controlar territorio y para hegemonizar rutas y plazas frente a otros grupos criminales” (Villalobos, 2010b: 7; véase también Ravelo, 2009: 14). La violencia criminal ya no es un medio circunstancial de presión para que el gobierno modere los controles y fuerce a los rivales a que cumplan los pactos mafiosos. La corta duración que tuvo la Federación —una coalición de los cárteles de Sinaloa y de Juárez— revela la precariedad de las grandes alianzas suprarregionales. Tampoco los conflictos entre cárteles se aminoran con alguna muerte ejemplar, pues en un mercado anárquico hay que vengarse de un rival infinitamente desleal. La interpretación instrumental pierde de vista que en una situación de alta inestabilidad los medios violentos no pueden ser definidos claramente y se transforman en un fin en sí mismo. La violencia deja de asumir un papel exclusivamente defensivo o disuasivo y su función es producir más violencia, ya sea aumentando los negocios violentos adyacentes al narcotráfico o produciendo ciclos de venganzas y humillación cuya difusión no puede ser prevenida por ningún sistema de regulación.

Esto implica que distintas violencias se atraen e impulsan mutuamente aunque obedezcan a motivos y fines diferentes. La violencia tradicionalmente disuasiva y defensiva del narcotráfico se mezcla con la violencia pandillera, que es más intensa y difícil de controlar porque las matanzas forman parte de la afirmación identitaria de estos grupos delictivos. Los jóvenes pandilleros suplen las numerosas muertes de sicarios producidas en la guerra entre cárteles, tienen fuertes incentivos para entrar en organizaciones que brindan remuneraciones bien pagadas y constituyen un ejército permanente de reserva. En el conflicto por la apropiación de la plaza de Ciudad Juárez,5 el cártel de Juárez aumentó la contratación de pandillas que ofrecen diversos servicios, como transporte, distribución y venta de drogas y otras mercancías, participación en secuestros, extorsión, robo de vehículos y tráfico de personas y de armas (Dávila, 2009: 53-54; DEA, 2009: 239). Las pandillas ejercen la violencia de modo contundente, aportan conocimiento especializado sobre regiones o actividades delictivas y permiten ahorrar recursos, pues son más baratas que disponer de un solo ejército permanente (Guerrero Gutiérrez, 2010a). Dicho en otros términos, la contratación de pandillas permite que los grupos criminales refuercen sus capacidades soberanas de violencia y adopten formas más económicas de organización.

Que la violencia criminal no pueda ser abordada únicamente desde un enfoque instrumental no significa que esté desprovista de funcionalidad. La violencia comunica que el umbral de lo aceptable puede traspasarse regularmente y por tanto importa menos el mensaje intimidatorio que la violencia utilizada para transmitirlo. Por ello abundan las decapitaciones, las matanzas, las mutilaciones, etcétera, toda una expresión de la violencia clara en el mensaje que quiere transmitir —infundir el miedo, advertir a los enemigos, vengarse—, aunque poco sirva para que los contrincantes depongan las armas por miedo y abandonen las represalias y venganzas. Los cuerpos mutilados expuestos públicamente y los “narcomensajes” colgados en carreteras y avenidas son un mensaje cifrado aunque lo que comuniquen se exponga con claridad y contundencia. La violencia criminal ha devenido un fin de la comunicación y por ello es necesario exponerla con la mayor crudeza posible.

Según Villalobos: “[…] cuando [los cárteles] reaccionan y se vuelven visibles, su posibilidad de controlar y operar libremente se debilita y los enfrentamientos internos aumentan; esto no es una muestra de fortaleza sino de debilidad, a pesar de que la violencia salga a flote y genere incertidumbre social” (2010a: 12). Esta interpretación es verosímil si por debilidad se entiende que los grupos criminales no pueden establecer acuerdos duraderos, imponer una violencia disuasiva efectiva y evitar la fragmentación interna. Estamos de acuerdo en que la violencia no es el indicador de un poder criminal concentrado y unitario. Los cárteles son débiles para imponer unilateralmente su poder, pero la violencia extrema y recíproca los refuerza porque en un contexto así se vuelven más impenetrables, escurridizos e inmunes al control estatal. La violencia no es en sí misma una señal del poder de las agrupaciones, pues en ocasiones expresa triunfos sobre los rivales o las fuerzas militares y en otras circunstancias es la respuesta impotente a una pérdida de privilegios y capacidades. El poder de los grupos de la droga radica en la forma eficaz en que combinan la violencia con las capacidades organizativas. La violencia extrema no impidió la emergencia de nuevas entidades criminales surgidas de la fragmentación de organizaciones consolidadas. El resultado de la confrontación del gobierno actual contra la delincuencia organizada ha sido la atomización de los cárteles, pero esto no es sinónimo de su destrucción o debilitamiento organizativo (más adelante abordaremos este asunto). La violencia criminal actual es desordenada pero también asume la forma de un ritual sistemático que se mantiene en el tiempo y cada vez se expande más geográficamente.

La violencia extrema aumentó los riesgos en el negocio de la droga, pero abrió nuevas ventanas de oportunidades. Esto no implica negar que existan organizaciones más poderosas que otras (como el cártel de Sinaloa), o que otras intensifiquen la violencia si pierden territorios y ven menguados sus ingresos (como el cártel de Juárez). A pesar de las disparidades de poder, el negocio de la violencia se consolidó, el número de organizaciones creció y las posibilidades de que el gobierno intervenga efectivamente en una diversidad de grupos fragmentados son menores. La desorganización del mercado no vulneró las capacidades administrativas, armamentísticas, tecnológicas y de inteligencia de los principales grupos criminales. Las agrupaciones de Sinaloa, del Golfo y los Zetas disponen de una alta movilidad internacional, reclutan nuevos sicarios y los capacitan en técnicas paramilitares, diversifican los productos traficados, acceden a armas y nuevas fuentes de financiamiento, y cuentan con aparatos de inteligencia mejores que los de las fuerzas policiales.

Aunque la violencia puede expresar la impotencia de algunos grupos criminales en determinadas circunstancias, las capacidades organizativas les permiten responder a los embates moviéndose hacia esferas incontenibles de delincuencia. Los grupos criminales no se pueden descomponer porque son cuerpos deshechos y continuamente reconstruidos. El contexto de violencia extrema que vive el país reforzó en lugar de debilitar la lógica que desde siempre definió al narcotráfico: ser un cuerpo que no muere porque está habituado a convivir con la muerte que lo habita dentro.

Violencia militar y guerra contra el narcotráfico

Sin lugar a dudas, la “guerra contra el narcotráfico” es el rasgo definitorio del sexenio de Felipe Calderón. El año 2006 estuvo atravesado por diferentes conflictos sociales, como la protesta de mineros en Michoacán y las rebeliones populares de Oaxaca y San Salvador Atenco, que fueron fuertemente reprimidas; la “Otra Campaña” del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que se opuso a los comicios presidenciales oficiales, y las movilizaciones masivas encabezadas por el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Andrés Manuel López Obrador, que se adjudicaba el triunfo presidencial denunciando un fraude electoral que puso en cuestión la legitimidad de origen del nuevo gobierno. La convulsión social hizo que el gobierno panista que tomó el poder desviara la atención de la deuda social y se enfocara en el problema de la inseguridad.

No faltaban motivos para considerar al narcotráfico una amenaza grave a la seguridad. El sexenio de Vicente Fox (2000-2006) había dispuesto la participación de fuerzas federales en algunos estados donde la lucha entre cárteles comenzó a crecer, como Tamaulipas y Guerrero. Calderón dio continuidad a la intervención de Fox y además multiplicó la presencia de fuerzas policiales y militares en otros estados. La “guerra contra el narcotráfico” se ha venido desarrollando a través de distintos “operativos conjuntos” cuyo principal propósito es rescatar los espacios públicos del control criminal. Estos operativos son coordinados por las corporaciones militares y policiales federales y respaldados por las fuerzas estatales y locales de seguridad.

La “guerra contra el narcotráfico” emergió entonces como una decisión de soberanía en un contexto de crisis política y social y apunta a la intervención de las fuerzas armadas para recuperar los territorios en manos del crimen organizado y aplicar la ley sin distinciones. La estrategia consiste en el ejercicio del poder desde los niveles más elevados (el federal) a los más bajos (el estatal y el municipal). Este enfoque global de soberanía incluye la desarticulación de las organizaciones criminales, la detención del mayor número posible de delincuentes y el decomiso de cargamentos de drogas, el despliegue de operativos militares en varias regiones del país y el incremento permanente de recursos destinados a las fuerzas militares.

En este marco, la “guerra contra el narcotráfico” debe entenderse en función de una específica articulación entre soberanía y gubernamentalidad. El gobierno neoliberal mínimo y el enfoque gerencial de la política del gobierno panista no impidieron el resurgimiento de la vieja estructura de soberanía basada en el ejercicio de prerrogativas arbitrarias y extrajurídicas de poder. Pero, a diferencia de aquélla, el poder central no cuenta con una estrategia administrativa y logística que lo vitalice. El Estado ha puesto en marcha la violencia de la soberanía sin concentrar esfuerzos en una reforma de las estructuras de seguridad, inteligencia, policiales y de justicia para combatir el narcotráfico. La perspectiva global de soberanía exige atacar al mayor número de cárteles e intervenir en la mayor cantidad de zonas del país, y esto deja de lado un enfoque selectivo que privilegie la imposición de la violencia sólo en algunas zonas conflictivas, imponga penas y castigos disuasivos y controle el tráfico de armas para evitar que el crimen organizado siga abasteciéndose de armamentos.

Las reacciones demasiado apresuradas y la falta de especulación razonable sobre las intenciones del enemigo han aumentado los niveles de violencia. Las capacidades logísticas de las fuerzas militares se han desgastado porque la violencia estatal no retrocede en ningún momento y apunta a cada vez más flancos de combate. Se quiere dar la imagen de una soberanía inclaudicable ante un enemigo sagaz y disperso, pero las organizaciones de la droga —algunas más que otras— son las máximas beneficiarias del desgaste del accionar militar y policial. Adicionalmente, la cifra de abatidos por el gobierno, que incluye desde miembros menores a altos directivos de los cárteles, no es suficiente aun en su enormidad para producir una diferencia política que detenga el alud de la violencia.

Militarización, soberanía y Estado de derecho

El primer aspecto que debemos abordar es que el gobierno afirma la soberanía pero lo hace disociándola de los mecanismos de legitimación colectiva y del Estado de derecho. Las declaraciones mediáticas de políticos de primera línea y militares de alto rango funcionan como estrategias de poder distintas del discurso legal y normativo. Lo que prima es el interés por convencer a las élites estadounidenses de los esfuerzos nunca antes realizados para desmantelar las redes de narcotráfico. El discurso oficial no oculta la importancia vital de la violencia y diversos funcionarios han insistido en que su aumento no es sólo un efecto inevitable del conflicto, sino la señal de un progreso sostenido en la lucha contra el narcotráfico. Los golpes que sufren los cárteles indican victorias parciales más que definitivas y el uso siempre redoblado de la violencia es una idea presente en la mayoría de los discursos de Calderón. La “guerra contra el narcotráfico” debe asegurar la vida sin más del asedio criminal y se presume que algo así no merece una discusión colectiva. Siguiendo esta idea, Villalobos sostiene que en la actual situación de emergencia es inefectivo combatir los poderes mafiosos con planes contra la pobreza y

tampoco es previsible incentivar la participación ciudadana en zonas donde el narcotráfico tiene atemorizada a la sociedad. En primera instancia se necesita la recuperación del control por parte de las fuerzas del Estado, es decir, romper el poder intimidatorio de los cárteles, es el centro de gravedad del problema y ello coloca a la coerción como la prioridad (2010a: 8).

Esta afirmación parte de una concepción del poder como ejercicio de la coerción sobre un territorio: el reforzamiento de la violencia se traduce necesariamente en la efectividad del poder estatal contra el crimen organizado. Esta perspectiva omite que la soberanía es también la sede de un poder democrático y articulador y que es el consentimiento del pueblo el que presta poder a las instituciones de un país.

En el caso que nos concierne, reforzar el poder soberano no puede consistir sólo en imponer la ley a los delincuentes o recuperar el control territorial, sino también en obtener apoyos y concesiones políticas amplias. La permanencia del enfoque represivo derivó en una afirmación tautológica de la violencia estatal como única fuente de la soberanía. Aunque las movilizaciones colectivas contra la violencia sucedidas desde mayo de 2011 son un proceso en ciernes, su legitimidad dependerá de la conformación de una fuerza de opinión plural de repercusión nacional que rompa la conexión necesaria y exclusiva entre soberanía y violencia militar e impulse una articulación eficaz entre el ejercicio legítimo de la coerción estatal y los planes gubernamentales de seguridad.6

La “guerra contra el narcotráfico” desvincula la soberanía no sólo de los procedimientos de legitimación democrática sino, además, del Estado de derecho, porque las fuerzas militares no quedan sujetas a las condiciones jurídicas del orden civil por los abusos que comenten. Es el sistema de justicia militar el que investiga y juzga las violaciones de derechos humanos perpetradas por miembros de las fuerzas armadas. Esto forma parte de una dinámica conocida, pues desde hace tiempo se sostiene que las guerras contra las drogas entran “en conflicto con la protección de los derechos humanos” (Malamud-Goti, 1994: 168). En sucesivos informes, Amnistía Internacional (2009, 2010) ha llamado la atención sobre graves abusos cometidos por miembros de las fuerzas militares, como desapariciones forzadas, homicidios extrajudiciales o ilegítimos, tortura, malos tratos y detención arbitraria. La dependencia persistente de las medidas gubernamentales de seguridad al esquema de soberanía militarizada aumenta las posibilidades de que la población sea regulada, inspeccionada, detenida arbitrariamente y uniformizada en sus actos.

Las denuncias presentadas en la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) contra la Secretaría de Defensa Nacional por abusos del Ejército aumentaron sistemáticamente desde 2007. En Ciudad Juárez, frente al incremento de desapariciones forzosas y detenciones arbitrarias, familiares de detenidos se han manifestado sin recibir ninguna respuesta y la mayoría de sus denuncias son tomadas por los funcionarios públicos como un intento de desprestigiar a las fuerzas armadas.

Efectos de la militarización

El segundo aspecto que queda por analizar es que la militarización complejiza la violencia a través de la dispersión de los grupos criminales, la indiferenciación de acciones y operaciones entre gobierno y narcotráfico, y el debilitamiento de los vínculos entre el poder federal y los niveles estatales y locales de gobierno. El gobierno promociona haber detenido y abatido a 20 jefes de la droga entre 2007 y 2010, entre ellos varios hermanos Arellano Félix del cártel de Tijuana; Ignacio “Nacho” Coronel, el número tres del cártel de Sinaloa; Alfredo y Arturo Beltrán Leyva; Ezequiel Cárdenas Guillén, líder del cártel del Golfo, y Nazario Moreno González, líder de la Familia Michoacana. El principal efecto de las sucesivas capturas o asesinatos de algún líder importante ha sido la fragmentación y dispersión geográfica de las organizaciones criminales (Casas-Zamora, 2010; Guerrero Gutiérrez, 2011).7 La dispersión de los grupos criminales ha generado una gran disputa sobre las rutas de trasiego de las que cada uno es propietario. Las sedes regionales de los grandes cárteles aumentaron, pero también se incrementaron las organizaciones locales piratas sin vínculos con organizaciones mayores.

La intervención militar del gobierno aumentó “la violencia intra- e inter-cárteles, y los sobrevivientes compiten por posiciones y tratan de tomar ventaja de las debilidades del rival” (UNODC, 2010: 238). La escisión que se produce dentro de las organizaciones criminales con motivo de la detención o abatimiento de algún líder por parte del gobierno desata olas de matanzas y una dispersión geográfica de la violencia, pues las viejas y las nuevas organizaciones compiten por el control de las rutas y los nuevos negocios (Casas-Zamora, 2010). La violencia se hizo común por las crisis de sucesión, el realineamiento de las facciones con otras organizaciones criminales, los ataques de adversarios que aprovechan la vulnerabilidad de sus rivales y los ciclos de venganza.

La “guerra contra el narcotráfico” quebró la coexistencia de los socios, aliados y pares del negocio criminal. Aunque los criminales han estado unidos desde siempre por lealtades personales inestables, la fragmentación criminal exacerbó las guerras entre “hermanos enemigos” que por definición producen una escalada hacia los extremos de la violencia. Además, la fragmentación disloca las relaciones de soberanía que mantienen la cohesión interna de las organizaciones criminales (aunque los Zetas aparentemente son inmunes a este riesgo).

Debido a la inestabilidad, los grupos tratan de reforzar las disciplinas y las normas informales para aumentar la confianza, pero el menor incumplimiento de las mismas tiene consecuencias fatales. Esta falta de certeza ahonda los vacíos de institucionalidad y la desinstitucionalización estimula la transgresión de las prohibiciones. En efecto, las nuevas facciones tienen “menos incentivos para cumplir acuerdos, pues nada les garantiza que el siguiente individuo que encabece la organización los respetará” (Guerrero Gutiérrez, 2011: 16).

La soberanía criminal se dispersa pero es suplementada por un efecto de autoinmunización (a mayor dispersión territorial, menores posibilidades de control y penetración estatal) y una recomposición administrativa con vacíos de autoridad, pero que impulsa la continuidad de los negocios. Como ya vimos, la contratación de pandillas y jóvenes marginales es una respuesta organizativa ad hoc para hacer frente a las numerosas bajas y esto genera beneficios para algunos grupos criminales en el mismo momento en que desordena el mundo del hampa.

La indiferenciación mimética es un proceso que permite analizar la lucha entre el gobierno y los grupos de la droga. Este término es utilizado por René Girard (2005: 59-60; 2006: 18 y ss.) para describir el enfrentamiento de dos o más grupos en el que desaparecen sus diferencias sociales, familiares, corporativas, individuales, etcétera. La indiferenciación provoca una mimesis violenta cuando “los dos adversarios se comportan cada uno de la misma manera, responde de inmediato calcando del otro su táctica, su estrategia y su política” (Girard, 2010: 38). La mimesis o violencia recíproca opaca la efectividad de los mecanismos de soberanía de una guerra, como el establecimiento de agrupaciones estables de amigos y enemigos y la celebración de pactos y treguas que difieren o ponen límites a la violencia. La dificultad para diferenciarse claramente aumenta las fricciones entre enemigos y desencadena espirales incontenibles de violencia.

Como ya vimos, en el viejo sistema de regulación del narcotráfico las fricciones que se derivaban de la imitación recíproca de conductas delictivas entre funcionarios públicos y narcotraficantes eran limitadas por el poder autoritario centralizado y el sistema de corrupción estatal y local dotado de atribuciones extralegales de control. El gobierno y los grupos de la droga se oponen no por ser demasiado diferentes (uno el baluarte de la ley, los otros criminales), sino porque existe una imitación de lógicas y operaciones que aumenta la incertidumbre, pues no hay un poder central unificado ni mecanismos informales de contención efectiva de la violencia. Por tratarse de un enemigo interno y criminal, el gobierno asumió una “guerra de castigo”8 en la que éste, como instancia legal superior, debe imponerse a las conductas delictivas de los infractores de la ley. Sin embargo, la diferencia entre un superior que castiga y reprime y un inferior que asume el castigo o lo elude no opera en la realidad.

A la guerra contra el crimen organizado los grupos criminales respondieron con una indefinida guerra de exterminio entre cárteles. Se ha dicho en varias oportunidades que el gobierno no previó la tenacidad del enemigo ni su capacidad de respuesta extremadamente violenta. El resultado de la simultaneidad de los operativos militares en varios puntos del país fue la dispersión territorial de las bandas criminales, lo cual les permite operar simultáneamente en regiones donde tienen predominio y donde no la tienen, donde prima la estabilidad y donde domina la violencia extrema, donde las fuerzas armadas tienen una fuerte presencia y donde esto no es así. Al reforzamiento de la violencia militar sin apoyos políticos amplios los cárteles respondieron extremando la violencia y desechando, por inefectivos, los grandes acuerdos suprarregionales. La indiferenciación de soberanías y estrategias entre delincuencia organizada y gobierno se profundiza porque los grupos de la droga ejercen una violencia investida simbólicamente de funciones de justicia que se presume más justa y eficaz que la justicia legal (sirva como ejemplo el caso de la Familia Michoacana antes comentado).

La violencia militar y la violencia criminal se confunden porque ambas fragmentan severamente los lazos sociales y cada una es un replicador de la otra. Las fuerzas militares ingresaron a Ciudad Juárez en marzo de 2007 con el apoyo de la población y se retiraron en abril de 2010 en medio del repudio de la ciudadanía y la denuncia por violaciones a los derechos humanos, aunque regresaron a patrullar las calles de esta ciudad a fines de 2010. En la crisis de las diferencias, las fuerzas militares y policiales devinieron en Ciudad Juárez una amenaza de similar magnitud al crimen organizado.

La mimesis violenta se expresa puntualmente de varias maneras. El miedo que las víctimas padecen por igual a las venganzas de delincuentes y de elementos de seguridad dificulta la presentación de denuncias y esto hace que se registren menos casos de violaciones a los derechos humanos de los realmente existentes. Según el último informe de Amnistía Internacional (2010) sobre los derechos humanos en México, los migrantes irregulares corren un grave peligro de ser víctimas de abusos a manos de bandas criminales, pero también de algunos funcionarios públicos. Aunque el número de delincuentes abatidos es mayor al de militares, policías y civiles, las crecientes matanzas de civiles perpetradas por las fuerzas militares revelan la precariedad de la distinción que el gobierno realiza entre las vidas de civiles que merecen vivir y las de los delincuentes que no lo merecen.9 En consecuencia, se produce la afirmación de una soberanía anómala que exige obediencia en todo sentido sin brindar a cambio una debida protección.

La confusión mimética se agrava porque los grupos criminales encuentran más dificultades para distinguir si sus blancos de ataque son delincuentes o civiles, como los 16 jóvenes que fueron acribillados por error por un grupo de sicarios-pandilleros a comienzos de 2010 en la colonia Villas de Salvarcar de Ciudad Juárez. En otras ocasiones, el crimen organizado ataca directamente a los civiles, como lo demuestra la transformación del secuestro y eventual asesinato de migrantes en una práctica delictiva sistemática (el hallazgo de 72 migrantes en una fosa común en Tamaulipas en agosto de 2010 ilustra gravemente esta tendencia).

El mayor peso de la política de seguridad de Calderón recae sobre las fuerzas federales, pero los operativos conjuntos tienen “una limitada capacidad de despliegue y sólo puede[n] destinar fuerzas de manera temporal; como debe retirarlas después de un tiempo, los cárteles recuperan luego el control del lugar” (Benítez Manaut, 2009: 186). En ocasiones los militares acuerdan con uno o más grupos delictivos para que eliminen a los grupos más violentos, pero cuando no se obtienen resultados satisfactorios, las fuerzas de seguridad suelen abandonar los poblados. El gobierno procura garantizar la presencia de las fuerzas federales en las regiones más violentas del país, pero su capacidad de imponer el orden se resiente a medida que la violencia escala a los extremos. Esto forma parte del círculo vicioso de afirmación militar de la soberanía y la violencia contagiosa que hace estallar los marcos informales de regulación.

La “guerra contra el narcotráfico” supone la afirmación de la soberanía dentro de un cuerpo gubernamental desfallecido que no dispone de estrategias estatales y locales de poder que hagan más efectivos los castigos y limiten los abusos de las fuerzas militares y policiales. Si los cárteles refuerzan la violencia al mismo tiempo que sus capacidades organizativas, el gobierno afirma militarmente la soberanía en un contexto en el que la coordinación entre los diferentes niveles de gobierno es débil, se carece de apoyos políticos amplios, la inteligencia policial es ineficaz, y hay una superposición y saturación costosa de fuerzas de seguridad federales, judiciales, estatales y locales.

A ello se suma que la conducta del gobierno con los gobiernos estatales y municipales es contradictoria y esto aumenta la incertidumbre. Por un lado, el gobierno federal dispuso la presencia de las fuerzas armadas porque las autoridades municipales y las policías locales están profundamente infiltradas por el crimen organizado. Calderón sostuvo en varias ocasiones que el éxito de la “guerra contra el narcotráfico” depende de que haya cuerpos policiales confiables, pero en la medida en que esto no se logre es imposible prescindir de los militares. Por otro lado, el gobierno federal conmina a los gobiernos locales a involucrarse activamente en el combate al narcotráfico, aunque no deberían hacerlo porque ello excede formalmente sus competencias. Como las fuerzas federales no pueden actuar en todos los focos de combate, muchas veces las policías estatales y locales no reciben el respaldo oficial y esto aumenta su vulnerabilidad frente al crimen organizado. Nadie duda de la ineficacia y la corrupción de los efectivos policiales estatales y municipales, pero se pretende remediar este déficit reforzando radicalmente la soberanía militar en un esfuerzo por mantener y extender el poder federal.

La indiferenciación asociada con la violencia desbordada produce no sólo una dispersión criminal sino, además, una fragmentación de las estructuras de poder y seguridad estatales y locales. La militarización se presenta como un remedio a los vacíos locales de autoridad, pero ésta debilita los pactos entre los funcionarios públicos de dichos niveles de gobierno y los criminales para regular la violencia.

Si la fragmentación de las organizaciones de la droga deja libres espacios y negocios delictivos que son ocupados por otros grupos criminales más pequeños y violentos, la intervención militar ahonda las crisis de gobernabilidad, porque lleva tiempo estabilizar los controles gubernamentales locales del mercado de drogas. Esto ha sido decisivo en la guerra entre los cárteles de Sinaloa y el de Juárez por la apropiación de Ciudad Juárez, donde este último ha sufrido más arrestos y decomisos que el primero (Dávila, 2010). La presencia de las fuerzas militares ha hecho imposible un acercamiento entre las autoridades y el cártel de Juárez para establecer alguna tregua. Como afirma Patricia Dávila, el gobernador de Chihuahua, el alcalde de Ciudad Juárez, la procuraduría y la Línea “tuvieron que ‘desentenderse’ ya que, ante la presencia cada vez mayor del Ejército, un supuesto ‘acuerdo tácito’ [entre ellos] resultó insostenible” (Dávila, 2009: 55).

Adicionalmente, el gobierno federal ha desmantelado las policías locales en varias ciudades, como Tijuana y Ciudad Juárez, separando de sus cargos a cientos de efectivos municipales por su complicidad con el narcotráfico. Como ya vimos, las policías locales cumplieron siempre un rol clave en el sistema de regulación del narcotráfico como mediadoras de las transacciones ilícitas de los grupos criminales y de las relaciones entre éstos y las autoridades políticas. En este contexto, Escalante sostiene que “donde falta la fuerza [policial] local, capaz de ordenar los mercados informales e ilegales, el resultado es perfectamente previsible, porque la incertidumbre genera violencia” (Escalante, 2011: 15). En un contexto de alta vulnerabilidad, las policías locales no pueden efectuar el papel intermediario que garantiza la delimitación de las diferencias de roles y privilegios en un mercado de drogas de por sí inestable. Frente a la violencia extrema, los gobiernos municipales y las policías locales desobedecen al poder central y deben atenerse a la ley del más fuerte.

Conclusión

La crisis del viejo sistema de regulación estatal y la fugacidad de los acuerdos informales entre grupos criminales definen el contexto en que actualmente operan los grupos de la droga en México. En los últimos años, el narcotráfico reveló ser una máquina inflexible de matar y, a la vez, una empresa flexible de adaptación económica y organizativa. Las empresas de la droga ejecutan una violencia formidable y cuentan con el suficiente poder organizativo y económico para diversificar sus negocios ilícitos y desarrollar métodos propios de protección (como ejércitos privados y redes de inteligencia).

La afirmación agresiva de la soberanía sobre la vida y la muerte no centralizó el poder criminal en una estructura de cártel global estable, sino todo lo contrario: en los últimos años el crimen organizado se fragmentó y el mercado de la violencia se diversificó. Los grupos criminales seguirán incentivados a permanecer en el negocio por la estructura de precios de las drogas, y un mercado más fragmentado continuará incrementando la violencia. Esto traza un escenario de soberanía dispersa de los grupos criminales pero aun así muy poderosa, porque ejercen una violencia agresiva y simultáneamente cooptan empresas privadas, redes financieras e instituciones gubernamentales locales. Los miles de cuerpos deshechos y desechables que ha dejado la guerra de cárteles en los últimos años no son ajenos a un negocio que vive del gasto soberano absoluto, la acumulación exorbitante y la especulación financiera improductiva.

La comprensión de la “guerra contra el narcotráfico” no puede ser definitiva, porque se trata de un proceso aún no acabado. Sin embargo, en este trabajo hemos afirmado que hasta el momento es posible establecer un contraste que revela la desventaja política y administrativa del gobierno frente a los grupos criminales: mientras en los últimos la violencia y las capacidades económicas y administrativas se articulan complementariamente o en términos de un mutuo reforzamiento, el gobierno afirma la soberanía profundizando los vacíos de legitimidad popular y la debilidad administrativo-gubernamental para limitar las escaladas de violencia.

Es cierto que los cárteles no han podido efectuar un contraataque decisivo que haga deponer las armas al gobierno, pero tampoco las fuerzas militares han limitado la espiral de reacciones violentas del crimen organizado. La afirmación vertical y militar de la soberanía federal fragmentó las organizaciones criminales y también las instituciones políticas y policiales estatales y locales capaces de controlar informalmente los negocios ilícitos. La violencia se ha disparado porque las fuerzas militares y policiales tienen una capacidad de acción limitada y no se dispone de micropoderes que hagan efectiva la soberanía federal. Esto no significa que se deba y pueda volver atrás, pongamos por caso, al viejo esquema autoritario del poder centralizado.

Afectada la vigencia del estado de derecho, sin apoyos políticos amplios y debilitada la formación democrática de la voluntad política, la “guerra contra el narcotráfico” hace de la violencia militar no un medio para el logro de un fin, sino un fin de gobierno en sí mismo. Esto revela la imposibilidad de eliminar la violencia por medio de la violencia. Los grupos criminales y el gobierno no paran de matar y esto produce una indiferenciación entre la violencia criminal y la violencia militar, que se refuerzan mutuamente. La indiferenciación mimética consiste fundamentalmente en que ambas formas de violencia se han ritualizado sin producir ningún orden: los grupos traficantes ejercen una violencia mecanizada, sin sentido e imparable, y la violencia militar es un recurso persistente de gobierno que no produce un sentido político común. Ambas instancias someten cada vez más a la ciudadanía a un sacrificio que no revela nada, salvo más violencia.

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Recibido: 29 de junio de 2011
Aceptado: 7 de mayo de 2012

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