Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Neoliberalism, corporatism and positional experiences. The cases of Chile and France

Catalina Arteaga A.* y Danilo Martuccelli**

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* Magíster en ciencias sociales, por Flacso–México. Doctora en ciencias políticas y sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: vulnerabilidad, estrategias, procesos de modernización, familia, género. Departamento de Sociología, Universidad de Chile. Dirección: Cap. Ignacio Carrera Pinto 1045, Ñuñoa, Santiago. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

** Université París Descartes, CERLIS–CNRS. Licenciatura en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina; DEA en sociología, École des Hautes Études en Sciences Sociales, París; doctorado en ciencias sociales, École des Hautes Études en Sciences Sociales. Temas de especialización: teoría social, individuación, sociología política, modernidad. Université Paris Descartes, Faculté des Sciences Humaines et Sociales–Sorbonne, 45, rue des Saints–Pères, 75006, París, Francia. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Recibido: 11 de abril de 2011.
Aceptado: 30 de enero de 2012.

Resumen:

Apoyándose en un conjunto de investigaciones cualitativas, el artículo propone una comparación de las experiencias posicionales en las sociedades chilena y francesa. Sin descuidar las diferencias que se observan a este respecto entre los grupos sociales en cada uno de los países estudiados, el artículo se interesa sobre todo en los disímiles perfiles nacionales de estas experiencias. Se diseñan, así, claramente, dos modelos de experiencia posicional, a través de la articulación de modelos sociales de estratificación, naturaleza de las consistencias posicionales, conductas individuales y malestares subjetivos.

Palabras clave: posición social, experiencias, estatus, redes, refugios, malestares.

Abstract

Based on a set of qualitative research, the article proposes a comparison of positional experience in Chilean and French societies. Without neglecting the observable differences between social groups within each of the countries studied, the article is primarily concerned with the different national profiles of these experiences. Two models of positional experience are clearly designed by articulating social stratification patterns, nature of positional consistencies, individual behavior and subjective discomfort.

Keywords: social position, experience, status, networks, refuges, discomfort.

Este artículo propone, a partir de la articulación cruzada de diferentes investigaciones empíricas cualitativas realizadas en dos sociedades, la chilena y la francesa, un modelo de teorización comparada de diferentes experiencias posicionales.1 Es así como debe entenderse la comparación propuesta entre estas dos sociedades. Aun cuando ambos países son miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), sus diferencias son muy importantes (en términos de población, producto interno bruto, ingreso per capita, tradiciones institucionales). Curiosamente, estas diferencias, aun cuando son reconocidas, tienden a ser descuidadas analíticamente por los estudios que se efectúan a través de indicadores que, por lo general, se descontextualizan de las situaciones sociales concretas. El interés de estos trabajos no está en cuestión: la ganancia es real en términos operacionales puesto que se facilita la implementación de políticas públicas, cuya meta explícita es incidir en estos indicadores.

Sin embargo, si los indicadores permiten evaluar distintos tipos de desigualdad, las comparaciones que posibilitan descuidan, por lo general, las experiencias efectivas de los actores, por lo que este artículo se inscribe en el marco de una sensibilidad teórica hacia el peso de los contextos en el razonamiento sociológico (Passeron, 1992). Su principal objetivo es mostrar que más allá de las desigualdades medibles por los indicadores es necesario construir —para tener una representación global de las posiciones sociales— categorías que apoyándose en los contextos nacionales y en las experiencias de los actores expliciten su sentido. Una dimensión que en los informes de las agencias internacionales generalmente tiende a ser desconsiderada, puesto que las herencias históricas y las experiencias socioculturales exigen una sensibilidad y un reconocimiento de la diversidad de las tradiciones nacionales que dificultan las cuantificaciones y generalizaciones, y conspiran contra los análisis cuya vocación es buscar, justamente, soluciones generalizables y cuantificables. Sin embargo, los valores y los universos simbólicos sólo adquieren sentido dentro de las tramas complejas y las especificidades de las historias nacionales. Es esta toma de posición la que anima este artículo y explica la metodología sobre la cual nos apoyamos. A diferencia de los estudios que por lo general recurren a métodos cuantitativos para estudiar la estratificación social, trabajamos a partir de un material esencialmente cualitativo. Lo que nos interesa subrayar es la pluralidad de dimensiones analíticas que deben ser tomadas en cuenta a la hora de estudiar las experiencias posicionales.

La comparación que proponemos se construye a partir de una mirada que privilegia, por un lado, las estructuras y los procesos sociales que participan en la producción de las posiciones, y se adentra, por el otro, en las maneras en que son vividas por los distintos grupos sociales. Como veremos, si las dimensiones que retenemos son comunes a las dos sociedades estudiadas, se presentan —y aquí está lo esencial— con diferentes carices. Es, pues, un trabajo de explicitación conceptual, en el marco de una sociología comparada, lo que se propone en este artículo.

Procederemos en cuatro etapas. En la primera presentaremos brevemente, desde una perspectiva macrosociológica, los grandes cambios analizados en cada una de las dos sociedades estudiadas a nivel de la estratificación social: a saber, la oposición entre el modelo neoliberal chileno y el modelo corporativo francés. En la segunda señalaremos que detrás de la transformación de los modelos sociales lo que está en juego a nivel de los actores son inquietudes disímiles que, más allá de algunas similitudes aparentes, reenvían a percepciones altamente divergentes: si la experiencia de la inconsistencia estatutaria es central en Francia, en Chile lo que prima es la inconsistencia posicional. En la tercera nos centraremos en las estrategias individuales y colectivas que practican los actores con la finalidad de protegerse socialmente: el uso y recurso constante de las redes en Chile se contrapone a la búsqueda de refugios en Francia. En la cuarta y última mostraremos cómo todas estas diferencias dan lugar a economías subjetivas distintas, puesto que los actores no desarrollan los mismos sentimientos con respecto a sus posiciones: si el sufrimiento es la principal descripción en Francia, en Chile lo que prima es el miedo.

Modelos de estratificación: modelo neoliberal versus modelo corporativo

En lo esencial de la tradición marxista y weberiana, las posiciones sociales son estudiadas a través de la clase, subrayando o bien el lugar de los actores en el proceso de producción o bien los diferenciales de oportunidades de vida que se obtienen en el mercado (Wiley, 1987). Estas dos grandes formas de interpretación han conocido variantes importantes en las últimas décadas, a medida que se reforzaba la toma de conciencia de la pluralidad de capitales o recursos —económicos, sociales, culturales (Bourdieu, 1979), pero también en términos de fuerza de trabajo, credenciales y bienes de organización (Roemer, 1982)— por los que se definen las diferentes posiciones de clase. Todo esto ha conformado una visión más compleja de la estructura social: desdiferenciación tendencial de las fronteras entre clases (debido en mucho al consumo), consolidación de nuevos grupos, multiplicación de posiciones de clase e incluso de contradicciones dentro de una misma clase social (Wright, 1989). El resultado es que se impuso en la teoría social una visión pluridimensional de las clases sociales (Crompton, 1993; Dubet y Martuccelli, 2000).

Esto no impide que se reconozca la existencia de procesos estructurales comunes en la construcción de las grandes posiciones sociales. En efecto, a pesar de las variantes, dichas posiciones se siguen definiendo por uno de los conflictos centrales de las sociedades modernas, para retomar la caracterización de Polanyi (1994): el que se da entre la lógica del mercado y la lógica de la protección. Cierto, este doble eje es insuficiente para caracterizar la diversidad de los capitalismos contemporáneos, puesto que muchas otras formas institucionales son necesarias para ello (Boyer, 2004; Amable, 2005), pero en un determinado nivel de abstracción su articulación sigue definiendo el eje principal de la estratificación social. Una articulación que permite caracterizar, incluso bajo modalidades distintas, tanto a la sociedad francesa como a la chilena como sociedades capitalistas en las que las posiciones sociales son inseparables de compromisos institucionales, entre los cuales sobresalen las modalidades de regulación del capital y del trabajo.

Desde una perspectiva de este tipo, Esping–Andersen (1990) ha propuesto, por ejemplo, una de las más importantes representaciones de la estratificación en Europa: lo importante no es tanto razonar en términos de un Estado benefactor más o menos igualitario, sino a partir de las diferentes lógicas de estratificación social que se producen. Es la manera en que el Estado benefactor regula el capitalismo lo que permite realizar la caracterización más coherente de las evoluciones de una sociedad. Notemos que también entre los ensayos por definir las posiciones de clase en América Latina se insiste en un aspecto similar: es el neoliberalismo y el modo específico de regulación de la relación capital–trabajo y los diferenciales de cobertura social y protección los que diseñan las grandes posiciones sociales (Klein y Tokman, 2000; Portes y Hoffman, 2007; León y Martínez, 2007).

Más que una presentación de los distintos estratos sociales que esto permite distinguir en cada país, lo que nos interesa subrayar son las diferencias globales observables en los modelos de estratificación: Chile sería un ejemplo paradigmático del modelo neoliberal y Francia un país con un modelo corporativo.

El modelo neoliberal chileno

A grandes rasgos, un consenso interpretativo se impone. Chile habría transitado de un modelo "Estado–céntrico" a un modelo "mercado–céntrico" (Garretón, 1983, 2000), o, como lo enuncia de manera figurativa Tironi (2005, 2006), de un modelo de sociedad "francés" a un modelo "norteamericano", y dentro de éste, de un modelo a la "Chicago", bajo la dictadura, a otro a la "Boston", bajo la concertación. En todo caso, el modelo neoliberal que se consolidó disminuyó globalmente el rol del Estado, encerrándolo en lo que algunos denominan una función subsidiaria, frente a un "mercado" que se habría "liberado" cada vez más de toda coerción social.

La formulación es imprecisa, ya que el mercado no se ha liberado del Estado, sino que se ha dado un rediseño de las fronteras entre ambos, en el cual las relaciones entre los grupos sociales sufrieron una profunda transformación a causa de una economía que se orientó a la exportación y el comercio internacional y más tarde al mercado de capitales, que reguló sobre nuevas bases el mercado de trabajo y transformó los principios de protección social y los servicios públicos a los cuales los ciudadanos pueden tener acceso. Todo este proceso pasó por decisiones políticas vinculadas a la flexibilización laboral, la descentralización de la negociación colectiva, la privatización de las pensiones y el aumento creciente del peso del mercado en la provisión del bienestar social —lo que entrañó nuevas formas de informalidad y desigualdad (Fraile, 2009; Riesco, 2009)—. Más allá del debate sobre la existencia, o no, de una o dos fases en el modelo neoliberal implementado (Moulian, 1997; Ffrench–Davies, 2008; Castells, 2005), lo que está en cuestión es la vigencia en Chile de lo que Filgueira (1999b), en su clasificación de los Estados de bienestar en América Latina, denominó "universalismo estratificado" —un sistema que da una cobertura de 70% pero con fuertes diferenciaciones entre grupos sociales—. En todo caso, retomando la tipología de Esping–Andersen, Katzman y Wormald (2002), no existen dudas al asociar el modelo social vigente en Chile al régimen liberal.

En estos debates, y en la regulación de la economía capitalista que se define, está en juego un tipo de Estado benefactor y, por ende, un modelo de estratificación. En efecto, las posiciones sociales, y la protección de la que se goza en ellas, varían según se mantengan los principios de cobertura universalistas o se cambien en beneficio de programas específicamente dirigidos a la pobreza que no entrañen, empero, demasiada carga fiscal, con el fin de no mermar la competitividad económica del país, y por supuesto que sean diseñados para no provocar lo que se denomina dependencia asistencialista de los pobres hacia ellos (IPPE–UDP, 2009).

Pero estos debates no deben hacernos descuidar lo esencial: en las últimas décadas en Chile se han dado preferentemente políticas sociales orientadas de manera focalizada a disminuir la pobreza y la indigencia, incluso en el marco de un universalismo básico (Molina, 2006). En breve: el modelo liberal no sólo transformó a profundidad la cartografía de las posiciones sociales en el país, sino engendró, y esto es lo que trataremos con detalle en los párrafos siguientes, inquietudes posicionales específicas.

El modelo corporativo francés

En el caso de la sociedad francesa, el cambio ha sido no solamente menos abrupto, sino que en muchos aspectos (y a pesar de las reformas introducidas en las últimas décadas, muchas de corte neoliberal) prima una continuidad, al punto de que es legítimo hablar de un modelo social francés —corporativo o conservador del Estado–providencia (Esping–Andersen, 1990)— que, más allá de sus éxitos o fracasos, se contrapone al modelo anglosajón, más apoyado en valores individualistas y menos preocupado por las dimensiones distributivas y el papel del Estado en la gestión de la exclusión social (Wacquant, 2006). La cohesión social sigue siendo el principal fundamento del modelo, aun cuando cada vez más, como en tantos otros países europeos, este concepto integre exigencias que tienen que ver con la competitividad de las economías nacionales en la era de la globalización (Esping–Andersen et al., 2002). En todo caso, el rol protagónico del Estado, la importancia de las prestaciones sociales y las transferencias de recursos disponibles, sin olvidar el otorgamiento de nuevos derechos universales (mínimos sociales, cobertura médica) (Messu, 2009), no puede bajo ningún punto de vista asociarse a la idea del desmantelamiento del Estado benefactor.

Es decir, es preciso ver en el caso francés una dialéctica entre un capitalismo cada vez más globalizado y "liberado" de las coerciones de la protección social y, paradójicamente, uno que busca la conservación, incluso la renovación, del Estado benefactor (Rosanvallon, 1995, 2011). Por una parte, los actores son expuestos más o menos directamente a las coerciones del mercado en función de sus calificaciones, del sector productivo, de su contrato de trabajo o de la posición de la empresa en la jerarquía de la subcontratación. Por otra, todos los actores definen su posición a través de un vasto conjunto reglamentario de transferencias sociales que constituyen una parte sustancial de las rentas (agentes del servicio público, clases de edad, estudiantes, jubilados, subsidios familiares). Los conflictos entre uno y otro ejes tienden a agudizarse (Aglietta, 1998; Chesnais, 2004), como lo indica el malestar creciente que se observa entre las clases medias a causa justamente de la transformación del rol distributivo del Estado de bienestar (Chauvel, 2006; Bouffartigue, 2004). Sin embargo, las políticas y los derechos sociales siguen siendo un recurso decisivo en el posicionamiento de los actores. Y es alrededor de dichos actores que toma cuerpo, como lo veremos, un conjunto particular de malestares posicionales.

Diferenciales de inconsistencia: estatutaria versus posicional

Las transformaciones de los grandes mecanismos de la estratificación social nos introducen a otra dimensión analítica: los diferenciales de consistencia de los distintos emplazamientos sociales. Con este término designamos el grado de experiencia de permeabilidad, de resistencia o de impunidad que un estatus o posición poseen frente a los cambios en curso. En esta dimensión, y en mucho a causa de los modelos sociales de estratificación en cuestión, las experiencias de los actores son muy disímiles en las dos sociedades estudiadas.

La inconsistencia estatutaria

En Francia, la gran característica experiencial de la posición social es un sentimiento generalizado de desestabilización estatutaria. Es esta realidad la que explica el tipo de lenguaje con el que tiende a describirse la situación desde hace varias décadas y, sin duda, el éxito de la noción de exclusión. Lo que subraya este término es un proceso de fragilización que concierne progresivamente a grupos sociales perfectamente adaptados a la sociedad moderna que son, sin embargo, víctimas de la coyuntura económica, y sobre todo de la crisis de empleo (Castel, 1995; Paugam, 1996).

Es sobre el telón de fondo de una experiencia pasada (y de un anhelo presente) de estabilidad posicional como se explica la importancia de los debates, en los últimos años, sobre los fenómenos de desclasamiento de índole generacional o social (Chauvel, 1998; Peugny, 2008; Maurin, 2009)2 y los fenómenos de desafiliación o exclusión. En los dos casos, lo que es central es que la crisis se desencadena cuando un actor pasa de una situación de estabilidad a una nueva de inestabilidad estatutaria al modificarse los soportes institucionales. A través de este análisis no se describe prioritariamente la pobreza, sino la experiencia de aquellos que habiendo estado afiliados han visto mermada su posición.

Este temor estatutario se produce en posiciones sociales percibidas como sólidas: es justamente esta solidez y la dificultad para acceder a ellas lo que da origen a estrategias de defensa activa y permanente del estatus, como ha sido establecido en Francia, históricamente, a propósito del cortesano, del hombre de la organización o incluso de los jóvenes desempleados (Elias, 1982; Boltanski, 1982; Iribarne, 1989). En todos ellos se manifiesta la obsesión del estatus y el temor a la desestabilización. Por supuesto, este sentimiento es plural en sus manifestaciones, según los grupos sociales, y va, por ejemplo, de la obsesión de desclasamiento a las expresiones de xenofobia y racismo (Wieviorka et al., 1992; Lapeyronnie, 2008).

En este punto, una diferencia mayor es observable en las retóricas utilizadas en ambas sociedades. En Chile los individuos entrevistados mostraron mayor capacidad para establecer vínculos entre cambios globales y contingencias personales. Como algunos estudios han mostrado, sobre todo en ámbitos rurales, la modernización agraria o la apertura de la economía al mercado mundial —junto a implicaciones nefastas, como la pérdida del empleo, de la propiedad o de las tradiciones— han sido también importantes factores de empoderamiento, sobre todo entre algunas mujeres a partir de su inserción laboral (Arteaga, 2000; Tinsman, 2009). Sin embargo, lo importante es que la globalización y la fluctuación de la coyuntura económica internacional son, más en Chile que en Francia, utilizadas espontáneamente en los relatos. Si entre las personas entrevistadas en Francia no había casi conciencia ni de la recesión de 1993–1995 ni de los "buenos años" 1998–2000 (Martuccelli, 2006)3, en Chile, por el contrario, la conciencia de las "crisis" estuvo muy presente entre los entrevistados (Araujo y Martuccelli, 2011; Arteaga y Pérez, 2011).

A pesar de lo anterior, y de manera paradójica, en Francia las posiciones sociales se perciben en vías de desestabilización más que en Chile. Por supuesto, esto tiene que ver con el diferencial de percepción que en ambas sociedades se constata en lo que a la movilidad social se refiere (Torche, 2005). Pero sólo en parte. Lo que está en juego son dos percepciones distintas de la globalización. En este sentido, la globalización actual no es sino la última denominación de un proceso plurisecular bien conocido en América Latina: la vida social es percibida como constantemente modelada por la reverberación de eventos producidos en los países "centrales"; en todo caso, es un rasgo mayor de la manera en que los latinoamericanos han pensado el vínculo entre las estructuras y la historia, y dentro de ambas las posiciones sociales. La representación es distinta en lo que durante décadas se denominó como países centrales. El choque interpretativo es aquí más intenso. En efecto, la toma de conciencia de esta situación produce una verdadera conmoción entre los individuos de sociedades que tradicionalmente se pensaron —en lo que a su estratificación se refiere— desde el marco casi exclusivo del Estado–nación. La conciencia generalizada de los riesgos resume esta actitud. Por supuesto, en la versión inicial que dio Beck (1998), la tesis se apoyó sobre todo en los riesgos ecológicos y su capacidad para traspasar las fronteras, pero progresivamente otros tipos de riesgo, de índole propiamente socioeconómica, fueron incorporados al análisis.

De esta forma, ya sea a causa de la transformación del Estado benefactor o de la consolidación de otra representación sobre la "nueva" apertura (y porosidad) de las fronteras nacionales, la experiencia posicional se vive a través de un fuerte sentimiento de desestabilización estatutario.

La inconsistencia posicional

En Chile, por supuesto, es posible encontrar experiencias similares de malestar estatutario. Sin embargo, globalmente, no es éste el sentimiento predominante. Lo que prima es una experiencia particular de inconsistencia posicional a la vez común y transversal a los distintos estratos sociales (Araujo y Martuccelli, 2011). Una realidad que transmite una experiencia distinta de inquietud posicional.

En efecto, la mayor parte de los individuos siente que su posición es extremadamente permeable al cambio y está sujeta al deterioro social. Sin embargo, este sentimiento es distinto al que ya tratamos. Lo que prima es el de que, unas más otras menos, todas las posiciones sociales, salvo en los grupos más acomodados, son inestables. Por supuesto, en el origen de esta experiencia es posible distinguir un gran número de factores, y en este sentido la situación parece ser muy similar a la que hemos descrito para el caso francés. Pero una visión a profundidad corrige, inmediatamente, esta similitud de superficie, por dos razones: porque los factores susceptibles de desestabilizar una posición son mucho más variados en Chile que en Francia —pensemos en el rol que le compete a la política en esta dimensión (Tironi, 2009) o en los accidentes no cubiertos, o sólo insuficientemente— por la protección social y porque ninguna posición social se percibe, y ésta es la principal diferencia, siendo consistente de manera durable.4

La mayoría de los habitantes entrevistados en los barrios populares de Gran Santiago, más allá de su informalidad o sus niveles de ingreso, expresó una inquietud posicional particular. A saber, no por el hecho de estar "fuera" (out), sino que estando "dentro" (in) se sentían "frágiles". Esto hace que se opte, por lo general, por la noción de vulnerabilidad para describirla. Las dos nociones comparten un indudable aire de familia. Sin embargo, la vulnerabilidad está casi exclusivamente definida en relación con la pobreza o ha sido restringida al sector popular o incluso a un proletariado informal (Contreras et al., 2005; Torche y Wormald, 2007; Ramos et al., 2004). Por el contrario, la inconsistencia posicional define una experiencia común a otros estratos sociales y, sobre todo, no es un riesgo en particular lo que se subraya, sino que es el propio emplazamiento social ("en su conjunto") el que se percibe como poroso y susceptible de deterioro.

La situación de las clases medias en Chile nos permitirá precisar este sentimiento. Este grupo social se caracteriza por un tránsito —insuficientemente teorizado— en lo que a su ansiedad se refiere. Durante mucho tiempo, la ansiedad específica a este grupo social, por definición ubicado en una situación intermedia, fue teorizada en América Latina más en términos de estatus que posicionales. Ser de clase media era, antes que cualquier otra cosa, poseer y defender un estatus social. En las últimas décadas, una verdadera transición ha ocurrido. Sin desaparecer, la tradicional ansiedad estatutaria propia de las clases medias cede el paso, sigilosamente, a la afirmación de un sentimiento distinto de inconsistencia posicional. Si los términos empleados son a veces similares, puesto que en ambos casos se vislumbra el temor a "caer", socialmente, en el fondo, los procesos no son los mismos. En el primer caso, la ansiedad se origina en la voluntad de defender los privilegios o derechos, incluso la accesibilidad a un estatus (Lomnitz y Melnick, 1991). En el segundo, en multiplicar recursos o soportes (económicos, políticos o relacionales) para apuntalar y solidificar una posición social, que se percibe como inconsistente, a través de un conjunto de estrategias relacionales (Barozet, 2002). En el primer caso, es la famosa decencia de las clases medias latinoamericanas, y las fronteras simbólicas que pueden construirse alrededor de ella, lo que traza la frontera estatutaria; en el segundo, se trata no sólo de mantenerse en una posición sino de mantener la posición misma —mantenerse en una posición que percibida como inconsistente es imperioso apuntalar a través de estrategias individuales y colectivas.

La consideración de esta experiencia invita a matizar la pertinencia, para el caso chileno, de la noción de riesgo. Por supuesto, entendida de manera amplia la noción es válida para describir la experiencia de ciertos actores. Pero sólo de manera parcial. Para muchos, y no solamente para las familias en situaciones precarias, es en una inestabilidad estructural donde se viven los riesgos sucesivos. La distinción no es bizantina: esto conlleva, por ejemplo, a que a muchas personas entrevistadas les haya sido difícil reconocer cuál es "la" situación más riesgosa que han vivido en los últimos dos años (Arteaga y Pérez, 2011): los riesgos se diluyen, y desdibujan, en una letanía de crisis permanentes.

Los fenómenos de endeudamiento y sobreendeudamiento son un buen ejemplo de lo anterior. Si algunos relatos señalan efectivamente la existencia —por lejana que sea— de un punto de equilibrio, en muchos otros lo que prima es la narración de una suerte de endeudamiento permanente (Arteaga y Pérez, 2011). De ahí también el interés por privilegiar la noción de inconsistencia sobre el de vulnerabilidad. Los individuos no transitan de una situación de estabilidad a otra de inestabilidad a causa de determinados factores de vulnerabilidad ("riesgos"). Toda su vida social se desenvuelve en medio de un sentimiento permanente de inconsistencia posicional. Un sentimiento acentuado por el modelo neoliberal.

Acciones individuales: refugios versus redes

En el marco de una teoría global sobre la posición social, es imperioso abordar una tercera dimensión: las estrategias de los actores. Durante mucho tiempo esta dimensión fue esencialmente abordada a través de las capacidades estructurales de reproducción familiar, cierre posicional o movilidad social (Bourdieu y Passeron, 1970; Parkin, 1979), antes de que los análisis se interesaran en la diversidad de capitales o recursos que los individuos son capaces de movilizar. El resultado ha sido inmediato: dentro de una misma posición social se reconocen, cada vez más, diferencias entre sus miembros.

A la tradicional tríada empleo–ingresos–educación se le añadió una pluralidad de factores, como el capital social (Coleman, 1990), los diferenciales de estereotipo social, la capacidad de acceso y control de los códigos culturales dominantes, sin descuidar la importancia de los lugares de residencia (los barrios), el ser o no propietario de la vivienda, los efectos que la vida personal y familiar (separaciones, decesos) o las discapacidades tienen a la hora de describir las desigualdades sociales (Sen, 1992).

El reconocimiento de estos factores ha modificado de manera profunda la visión de la estratificación social: no solamente se reconoce la existencia de una estructura social mucho más diferenciada de lo que durante mucho tiempo se supuso, sino también, y es lo esencial, un mayor espacio de acción a los individuos en lo que respecta a sus posiciones sociales. La idea de que los actores participan, dentro de ciertos límites estructurales, en sus posicionamientos sociales, ya sea en términos de movilidad o a través de estrategias de reproducción, transforma profundamente su análisis. Las diferencias son aquí también mayúsculas en las dos sociedades estudiadas.

Las redes

En Chile, dada la conciencia de la inconsistencia posicional, la movilización de recursos está subordinada a una estrategia relacional particular. Un término resume bien esta actitud: trabajar las redes. Porque se asume que ninguna posición está al abrigo del riesgo, o si se prefiere porque esta inquietud toma la forma de una preocupación estructural, lo importante son las maneras de lidiar permanentemente con ella, o sea, la forma en que se ponen en práctica estrategias posicionales específicas. Conductas que si entre las clases medias toman la forma preferencial de contactos interpersonales plurales, en los sectores populares urbanos se establecen desde bases más bien espaciales o familiares.

En la sociedad chilena actual el capital social —o, para expresarlo en los términos de los entrevistados, las "redes"— es sin lugar a dudas el principal recurso movilizado, en tanto estrategia posicional. Esto no minimiza el importante rol que muchos individuos otorgan a la educación, pero el predominio de las redes es indiscutible. Robles (2000) ha subrayado desde una óptica comparativa esta dimensión: los individuos en Chile enfrentan solos, en todo caso más solos que en las sociedades europeas, los problemas sociales, puesto que se ven obligados a buscar respuestas por sí mismos a una serie de falencias. A la autoconfrontación asistida por las instituciones, que sería de rigor, según el autor, en Europa, se le opondría en Chile una autoconfrontación desregulada. Para hacer frente a estas situaciones, los actores se ven en la necesidad de desarrollar estrategias de redes de favores y reciprocidades, con el fin de paliar su inquietud posicional, generando una suerte de "sistema funcional alternativo" bajo la forma de un modelo secundario de inclusión social basado en relaciones. Es decir, estas estrategias sociales tienen una función incluyente mayor (Barozet, 2006) y los actores se ven obligados a tejer y sostener redes propias. La estabilidad posicional que ayer era transmitida por la alcurnia, o por la decencia mesocrática, y para otros por ciertas formas de protección salarial y comunitaria, es percibida cada vez más en la era neoliberal como una realidad globalmente inconsistente que requiere el despliegue, de manera constante, de estrategias indisociablemente personales, familiares y sociales.

Es decir, son las redes, más que los activos en sí mismos, lo que debe colocarse en el vértice de las acciones de los actores. Cierto, el reconocimiento de la existencia de una pluralidad de capitales es un aporte mayor al estudio de las posiciones sociales (Moser, 1996; Filgueira, 1999a; Kaztman y Filgueira, 1999; Wormald y Kaztman, 1999), pero en muchas de estas perspectivas se percibe una toma de posición discutible: se asume que la elección de determinados recursos y el aprovechamiento de oportunidades obedece a consideraciones racionales y conscientes, del tipo costo/beneficio, o recursos disponibles/oportunidades ofrecidas (Arteaga, 2007). La lectura es demasiado directa. La movilización de recursos presentes en el entorno institucional no responde sólo al número o tipo de recursos controlados, o a las posibilidades de acceso a ciertas oportunidades, sino también a la capacidad de transformar esos activos en ingreso, poder o calidad de vida en función de la habilidad de los individuos (Portes, 1999). La función de las redes que logra o no establecer, y esto tanto más que el capital social presente en las redes, es disímil entre las capas sociales (Lechner, 2006).

Los "recursos" no son movilizados por un proceso de decisión autónomo, informado, racional e independiente de otras variables; por el contrario, los recursos son activados en función de las "redes de significados construidos en la experiencia, a nivel simbólico y relacional" (Pérez, Ruiz y Arteaga, 2008), y en función del tipo de redes sociales de las que dispone un individuo. Y el recurso a éstas es tanto más importante con la experiencia de que no existen posiciones estables. Lo que se busca es más bien dotarse, en medio de la inconsistencia y la insuficiencia de apoyos institucionales formales, de redes informales que permitan hacer frente a la incertidumbre.

Los refugios

En Francia la situación es distinta. Las redes, por supuesto, existen, pero su presencia es menor en los relatos. Insistamos para evitar todo malentendido: los actores disponen, como en toda sociedad, de diferenciales de capital social que se revelan decisivos, por ejemplo, a nivel del mercado de trabajo a medida que se asiste a una inflación de los diplomas. La diferencia la hace en estos casos el contacto (el "piston"), no el diploma. Sin embargo, en lo que a la protección posicional se refiere, no es ésta la acción principal. Lo que prima es la voluntad de los actores de forjarse espacios sociales protegidos, refugios, gracias a toda una serie de fronteras.

Para comprenderlo es preciso alejarse de la concepción exclusivamente piramidal de las posiciones sociales. Es necesario reconocer la multiplicidad de posiciones intermedias que hacen cada vez más difícil saber quién está verdaderamente "arriba" o "abajo", al abrigo o no de ciertos riesgos. En muchas situaciones, por ejemplo, ya no hay una frontera clara entre los asalariados colocados definitivamente del lado "bueno" o "malo" porque las fronteras entre el núcleo y la periferia del empleo (incluso en el seno de una misma empresa) son casi siempre movedizas y fluidas y las condiciones de paso de la protección a la inestabilidad están en permanente redefinición (Durand, 2004). Y lo que es válido en el ámbito profesional lo es también, a fortiori, en el registro urbano (Maurin, 2003).

Lo que buscan los actores, por lo general de manera individual, es una suerte de equivalente funcional de lo que "ayer" garantizaba un estatus. No son, pues, las redes, sino el "lugar" lo que les preocupa.5 Una situación que abre el análisis a la necesidad de tomar en cuenta un conjunto plural de conductas por las cuales los actores buscan de manera constante ponerse al abrigo de ciertos riesgos, orientándolos masivamente en dirección a otros.

Lo importante, insistamos, es comprender el universo de acción al cual se abre esta realidad. Excepto una minoría durable y globalmente protegida, la mayor parte de los individuos siente que su estatus es inconsistente, lo que exige de ellos nuevas prácticas. Lo importante es anticipar y premunirse de los riesgos. Más que un juego de suma cero, esto genera una miríada de microestrategias de parte de actores sociales que se protegen y exponen en forma diferente. Ahí donde la toma de conciencia de una inconsistencia generalizada conduce a privilegiar las redes, y dado el rol activo que aún le compete al Estado benefactor, lo que prima son las maneras por las cuales los actores buscan ponerse espacial o estatutariamente al abrigo de la difracción de los riesgos sociales (Martuccelli, 2001).

Esta conducta es omnipresente en la sociedad francesa. Como lo muestra la geografía de los conflictos laborales desde hace ya más de treinta años, lo esencial de los conflictos sociales son las luchas defensivas de un estatus o de un beneficio social puesto en cuestión (Hérault, Lapeyronnie, 1998). Un grupo social busca obtener más que otros grupos, ya sea a través de una movilización directa (huelgas, manifestaciones) o de una acción indirecta (negociaciones sindicales), tratando de evitar en ambos casos que la defensa de sus intereses choque directamente con aquellos que son susceptibles de sufrir estas reivindicaciones, razón por la cual las demandas son dirigidas única y exclusivamente a la autoridad pública que maneja la atribución de recursos (Foucauld y Piveteau, 2000: 103).

La construcción de estos refugios se efectúa con la combinación de tres grandes criterios (Martuccelli, 2006). En primer lugar, los actores sociales utilizan el conjunto plural de "amortiguadores" propios del modelo social —que van desde la infraestructura de los servicios públicos hasta las ayudas discrecionales acordadas por los trabajadores sociales, pasando por varios derechos sociales (Castel, 2009)—. En segundo lugar, la construcción de estos refugios supone la capacidad cognitiva de los individuos en lo que respecta a la naturaleza exacta de los riesgos a los que están expuestos. En fin, la eficacia de los refugios así construidos depende estrechamente de los diferenciales de control, colectivos o individuales, de los que disponen los actores.

Las luchas de los lugares de residencia es un buen ejemplo de esta estrategia (Lussault, 2009). Si todas las capas sociales buscan, de una u otra manera, seleccionar su vecindario, las acciones son muy disímiles entre los grupos. Para unos, sin duda los más pudientes, el valor inmobiliario constituye una verdadera muralla infranqueable que les garantiza no sólo el poder residir en un universo social fuertemente filtrado, sino que les permite incluso despreocuparse —al menos en apariencia— de este problema. La situación es distinta entre los sectores sociales que tienen que fabricarse, muchas veces a través de prácticas de segregación activa, el nivel de protección al que aspiran. En este caso, la situación, y cualquiera que sea el grado de conciencia que posea el actor, permanece inestable. Si ciertas prácticas de segregación son posibles, por ejemplo, la elección de la buena escuela (véanse Zanten, 2009; Visier y Zoia, 2008)6, por lo general la capacidad de control y selección de los habitantes del vecindario es baja o nula, lo que genera un malestar más o menos fuerte de desclasamiento que se expresa cuando los inmigrantes se convierten en la expresión visible de este sentimiento a través de opiniones xenofóbicas (Wieviorka et al., 1992; Lapeyronnie, 2008).

Por supuesto, estas estrategias de refugio (observables también en el trabajo a través de la búsqueda de nichos laborales protegidos) no transforman por lo general la posición estructural de un actor, que siempre es definida objetivamente por el cruce de las lógicas de mercado y de las políticas estatales, pero no por ello estas acciones son menos importantes: se juega en ellas la manera concreta en que los actores buscan paliar, a través de prácticas individuales o colectivas, la desestabilización estatutaria que viven.

Malestares subjetivos: sufrimiento versus miedo

Por último, el estudio de las posiciones sociales debe incluir los posibles malestares subjetivos que se organizan a su alrededor. Esta dimensión supone interesarse en las relaciones que existen, por ejemplo, entre la posición social y las expectativas subjetivas, pero también en los lazos observables entre las transformaciones objetivas y las vivencias personales. Sin embargo, la relación entre una y otra dimensiones no es directa: imposible abordar las experiencias subjetivas únicamente como una consecuencia de los cambios sociales externos. El malestar subjetivo es una respuesta específica que construyen los actores en función justamente de sus universos de sentido.

Sufrimiento

En la sociedad francesa, como lo hemos visto, la vida social ha terminado por imbricarse activamente con un conjunto de protecciones y derechos garantizados y dispensados, para muchos, por el Estado benefactor. En especial, la desmercantilización de la vida social ha sido una de las más poderosas palancas de la individuación que han permitido pasar de relaciones de dependencia mutua a un universo más electivo, y sobre todo ha permitido emancipar a los más desposeídos, y también a las mujeres y los jóvenes, de la esfera del parentesco. Una situación de la cual los actores tienen perfecta conciencia: todos saben que su vida depende ampliamente de la evolución del Estado benefactor, y que ésta será muy diferente según se acentúe o no la devolución a los hogares de una serie de actividades —educación, salud— que todavía hoy corren por cuenta de la solidaridad colectiva.

La principal consecuencia es que en el curso más ordinario de su existencia, el actor toma conciencia de todo lo que su vida le debe a las políticas sociales. En el relato biográfico ordinario de los individuos, éstos hacen espontáneamente referencia, sobre todo entre las capas populares, a la incidencia de las políticas sociales en sus vidas (Martuccelli, 2006). Todos saben lo que, muy concretamente, en sus vidas personales depende de la redistribución social (comenzando, por supuesto, por la cobertura médica). El individuo, en este contexto, se sabe producido y sostenido por un entramado social particular, por un conjunto de soportes (Castel y Haroche, 2001; Martuccelli, 2002), por una gobernabilidad que sostiene la ciudadanía desde políticas sociales (Foucault, 2004) cuya ausencia —o modificación— cuestiona la propia identidad.

Lo anterior explica por qué se insiste tanto en las consecuencias destructoras que los cambios en el Estado benefactor suscitan en la personalidad. Cierto, esta visión no es exclusivamente francesa (Sennett, 1998), pero que el epicentro de la crisis en Francia se ubique en el mundo del trabajo, o en la transformación de las políticas sociales, subraya, tarde o temprano, la dimensión corrosiva que a nivel del carácter poseen los cambios estatutarios. Un término resume tanto en los debates públicos como en la literatura especializada este sentimiento: el sufrimiento (souffrance). Los actores sufren porque, por un lado, se incrementan las exigencias para que puedan afirmar su independencia y su autonomía y, por el otro, se debilitan sus protecciones y soportes (Ehrenberg, 1991; Murard, 2003; Castel, 2009). El individuo sufre porque siente que las antiguas garantías estatutarias (Crozier, 1963) no son más eficaces (Boltanski, 1982). En una sociedad acostumbrada a la protección estatutaria, la desestabilización engendra una nueva familia de malestares mentales (sufrimientos), fruto de nuevos dispositivos que manían hábilmente la persuasión, la incitación y la coerción (Ehrenberg, 1998; Aubert y Gaulejac, 1991; Desjours, 1998).

Por supuesto, el hecho de que las dificultades sociales (situaciones de precariedad, exclusión, despidos, separaciones) den lugar a sufrimientos subjetivos o psíquicos no es una novedad, pero hoy, a diferencia de antaño, éstos tienden a expresarse y ser percibidos en un marco en el cual se observa una autonomización del lenguaje psicológico del y tema del sufrimiento, en el cual a lo más se propone asociar y combinar interpretaciones psicológicas, sociales y políticas (Lazarus et al., 1994; Joubert y Louzoun, 2005; Soulet, 2007). Para asentar este tipo de interpretación, ningún otro trabajo ha sido más importante que el estudio de Pierre Bourdieu (1993) sobre La miseria del mundo, donde se esforzó por mostrar hasta qué punto los principales malestares subjetivos que padecen los franceses hoy en día pueden interpretarse como un efecto de un "mal de posición", una incongruencia estatutaria generalizada que engendra sufrimientos de tipo particular.

Miedo

En Chile, el principal malestar subjetivo de índole posicional es otro. En la medida que las posiciones son inconsistentes y las redes indispensables, el actor experimenta por razones plurales un sentimiento difuso de miedo. No es un azar, por lo demás, que el término haya sido presentado en una acepción amplia como uno de los grandes malestares de la sociedad chilena (PNUD, 1998). Miedo que expresa, en lo que a la inquietud posicional se refiere, el malestar frente al hecho de depender de los otros.

En este marco, los sentidos de estigma, vergüenza y orgullo, frecuentemente movilizados por los entrevistados (Arteaga y Pérez, 2011), se dotan de significaciones particulares a través de las cuales los actores buscan protegerse por razones estratégicas, antes que nada, del juicio de los otros. Preocupaciones que juzgadas desde un punto normativo pueden parecer poco racionales e incluso irracionales, pero que son perfectamente comprensibles cuando se emplazan en el marco de la inconsistencia posicional y de las estrategias en términos de redes. El actor, en efecto, no busca recuperar una estabilidad que nunca resintió o solamente liberarse de un estigma moral; lo que intenta es dar con una presentación de sí mismo que le permita seguir actuando con "éxito" gracias a sus redes en medio de la inconsistencia estructural en la que se encuentra, lo que suscita un temor particular.

Lo importante en este contexto es el control de la presentación de sí mismo. Por supuesto, en este proceso se advierte el peso de la decencia en las capas medias y la fuerza de la dignidad entre los sectores populares. Pero el problema no es únicamente, ni principalmente, moral. En una sociedad donde al calor del neoliberalismo el valor de lo que se tiene es muy fuerte y donde el individuo es responsabilizado de manera preponderante de la gestión de sus riesgos, reconocer y hacer pública una dificultad así implica el riesgo de la pérdida del reconocimiento social y del posible apoyo de los otros. Éste es el núcleo de esta forma peculiar de miedo. Es por ello que frente a una crisis económica importante, como la pérdida del empleo o el gasto excesivo frente a imponderables —como una situación crítica de salud—, junto a las acciones directas para hacer frente a dichos eventos de pérdida o ausencia de ingresos económicos y la movilización o búsqueda de recursos disponibles, algunos despliegan tácticas de ocultamiento. Por razones morales, pero sobre todo por razones prácticas: el problema no es sólo encontrarse en una situación objetiva de inconsistencia, sino ser considerado incapaz de hacer frente a esta situación, y perder los apoyos interpersonales con los que cuenta para enfrentar la crisis. En este contexto, el malestar subjetivo es tanto o más suscitado por el temor a perder sus redes que por la estigmatización moral; más allá de los aspectos de descalificación moral, lo que se teme —y esto es lo esencial— son las consecuencias en la capacidad de los actores de activar sus redes.

La vergüenza se entiende también en este marco (Arteaga y Pérez, 2011). El actor sabe que dada la experiencia de inconsistencia crónica en la que vive, la estigmatización —y el control social, formal e informal, que esta designación desencadena alrededor suyo— sólo va a complicar su situación social. Su interés primero consiste, entonces, en evitar la estigmatización por razones estratégicas. La vergüenza, contrariamente a lo que tantas veces se deja entender, no es tampoco en este marco un sentimiento esencialmente moral, sino la toma de conciencia por parte del actor de un riesgo práctico. Las redes sobre las que se apoya, en la medida que son por definición informales, permanecen bajo el control discrecional de otras personas. En este marco, toda forma de descalificación moral (el haber sido irresponsable, el no haber sabido arreglárselas solo) puede tener incidencias prácticas inmediatas.

Con el fin de sustraerse al estigma y la vergüenza, los individuos (principalmente los más pobres) desarrollan verdaderas tácticas de ocultamiento, lo que les permite mantener —frente a sí mismos y los otros— un estado de cosas inalterable, aparentemente normalizado. Este ocultamiento no es una negación o una evasión de la realidad; hay una actitud y sobre todo una acción explícita de ocultamiento, y lo hacen porque intentan preservar un espacio de táctica cotidiana (Certeau, 1980). A través del ocultamiento es posible que el actor empeore objetivamente su situación, pero este posible deterioro objetivo le permite incluso mantener, paradójicamente, su principal herramienta de sostén social: sus redes.

Nada expresa mejor la fuerza de esta economía subjetiva que el hecho de que la lógica del ocultamiento se relacione muchas veces directamente con el discurso del orgullo y el esfuerzo personal. Una actitud que ha sido reforzada por una normatividad neoliberal que en los últimos lustros ha subrayado la responsabilidad individual. El orgullo ("ser capaz de arreglárselas por sí mismo"), como el ocultamiento, como la vergüenza o como la estigmatización, no es sino la variante de una misma y sola economía subjetiva —aquella que moviliza un actor que desde siempre se vive en medio (y no accidentalmente frente) de la inconsistencia y cuya preocupación principal es preservar una forma de autonomía, conservando la operatividad de sus redes.

Cierto, el miedo no es el mismo en función de las posiciones, pero algo es común tanto entre los miembros de las capas medias como entre los sectores populares. Tanto unos como otros no intentan "regresar" a una estabilidad inicial que nunca existió, sino poner en práctica tácticas que permitan, gracias a diversas formas (evitar el estigma, vergüenza, ocultamiento, orgullo), seguir lidiando fructuosamente, gracias al recurso a las redes, contra la inconsistencia (y no "salir" de ella). El actor tiene, en medio de esta situación y dado su horizonte de posibilidades, buenas razones para escoger estas tácticas. No sin temor.

Conclusión

En el presente artículo hemos intentado mostrar, a través de dimensiones comunes, hasta qué punto las experiencias posicionales son disímiles en las sociedades francesa y chilena. Una diversidad que hemos establecido a través de la relativa continuidad que observamos, para ambos países, entre los modelos sociales de estratificación, la naturaleza de las consistencias posicionales, las estrategias de los actores y los malestares subjetivos. Todas estas dimensiones, tanto en Chile como en Francia, poseen una fuerte articulación entre sí.

Los dos grandes modelos de articulación entre el mercado y el Estado, el neoliberal y el corporativo, a pesar de ciertas similitudes reales observables en los últimos años (en mucho a causa de ciertas medidas de universalismo básico, por un lado, y de reformas de inspiración neoliberal en Francia, por otro), siguen presentando fisionomías bien distintas, y tras ellas se materializan experiencias disímiles en las posiciones sociales. Estas diferencias tienden a ser descuidadas por muchos estudios efectuados a través de indicadores, pero también cuando las transferencias de conceptos y categorías no respetan los contextos sociales e históricos de producción de los mismos. Incluso cuando los problemas son similares (preocupaciones de reproducción social, movilidad, inquietud posicional) engendran actitudes, estrategias y malestares distintos; incluso cuando algunas prácticas se asemejan (los actores utilizan, por ejemplo, redes en Francia, y los individuos tienen ansiedades estatutarias en Chile), no definen el corazón de las experiencias posicionales en cada uno de ellos. Sólo se comprenden a cabalidad cuando se leen, de manera global y continua, a través de la articulación de las cuatro dimensiones que hemos distinguido.

Por una parte, en Chile, el modelo neoliberal, al generalizar la inconsistencia posicional, en medio de un Estado benefactor insuficiente o limitado, hace de las redes sociales uno de los principales resortes de protección de los individuos, lo que engendra un malestar subjetivo específico en términos de miedo, puesto que los actores se saben dependientes del poder discrecional que los otros tienen sobre ellos. Por otra, en Francia, un modelo corporativo tradicionalmente construido para la defensa de los estatus, que, frente a la generalización de situaciones de inconsistencia estatutaria, multiplica las estrategias por las cuales los individuos buscan forjarse refugios, al mismo tiempo que produce un sufrimiento tanto o más fuerte que el que los actores sienten cuando pierden la protección de sus estatus.

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