Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

A sociological model for investigating sex and relationships

Mar Venegas*

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* Doctora en Sociología, con Mención de Doctorado Europeo, por la Universidad de Granada, España. Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad de Granada. Temas de especialización: sociología de la educación, estudios de género y sexualidad. Campus de Cartuja s/n, 18071, Granada, España. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: El objetivo de este trabajo es investigar las relaciones afectivosexuales desde una perspectiva feminista y sociológica. Dicho fenómeno no ha sido aún definido como objeto de estudio sociológico. La estrategia, entonces, es dotar al tema de fundamentación socioestructural a partir de materiales pedagógicos sobre la educación afectivosexual y una teoría social feminista ampliamente desarrollada. Este texto recoge el trabajo de construcción de las categorías de investigación que permiten diseñar un modelo sociológico.

Palabras clave: teoría sociológica, género, sexualidad, afectividad, amor, cuerpo, feminismo, educación afectivosexual, educación sexual.

Abstract: The aim of this study is to investigate sex and relationships from a feminist, sociological perspective. This phenomenon has yet to be defined as an object of sociological study. The strategy, then, is to provide the theme with a socio-structural foundation based on pedagogical materials on sex and relationships education and a well-developed feminist social theory. This text describes the work of constructing research categories that make it possible to design a sociological model.

Key words: sociological theory, gender, sexuality, affectivity, love, body, feminism, sex and relationships education, sex education.

Este artículo pretende responder a una pregunta que ha rondado mi trabajo durante casi una década: si el ámbito de conocimiento de la sociología es tan amplio como la sociedad misma, y si la sociología de la educación es una de las áreas de conocimiento sociológico más asentadas durante el siglo XX; si una de las principales dificultades en la adolescencia es la iniciación a la vida afectiva y sexual, y si se trata de uno de los procesos sociales que mayor incidencia tienen en la educación durante la adolescencia, ¿cómo es posible que la ingente cantidad de conocimiento que se ha producido en España sobre educación sexual o afectivosexual lo haya hecho en el terreno estricto de las ciencias de la educación, y queda ausente de este proceso la investigación desde un área básica en educación, la sociología?

Esta ausencia ha sido la tónica dominante en la historia de la sociología hasta que, en la última década del siglo XX, se observa una tendencia creciente en teoría sociológica, un giro de lo social a lo cultural (Barrett, 1992; Adkins, 2002; Touraine, 2005) que se plasma, entre otras cuestiones, en el interés de la “Gran Sociología” por los pequeños asuntos de la vida cotidiana. Emergen así las primeras introspecciones sociológicas en el amor sexual1 como elemento explicativo de las grandes transformaciones sociales, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX (Beck y Beck-Gernsheim, 2001 [1990]; Giddens, 2004 [1992]; Bourdieu, 2005 [1998]; Bauman, 2005 [2003]; Castells y Subirats, 2007). Estos trabajos recogen también una tradición feminista cuyas aportaciones han sido cruciales en dos niveles: desde el movimiento feminista, para impulsar esos cambios sociales, y desde la teoría social, para analizarlos, explicarlos y potenciarlos mediante la consideración de la teoría como práctica social transformadora (Butler, 2001; Venegas, 2010a).

A pesar del amplio desarrollo de la teoría social feminista, sigue pendiente un ejercicio teórico que fundamente un modelo sociológico en el que queden imbricados los principales temas de investigación de la agenda feminista: género, sexualidad, amor/afectividad2 y cuerpo. Abordar esta tarea ha ocupado buena parte de mi trabajo, como paso previo e ineludible para dar cobertura al objetivo general de mi investigación: conocer los valores, las normas y las prácticas comprendidos en las relaciones afectivosexuales, que tienen lugar en los regímenes afectivosexuales más relevantes en los procesos de socialización y subjetivación en la adolescencia, partiendo de la tesis de que son procesos microsociológicos que se corresponden con procesos macrosociológicos de reproducción y cambio respectivamente, y considerando las perspectivas comparativas de clase social, género y etnia.

Este artículo da cuenta de un primer objetivo más concreto: la necesidad de definir un modelo que permita investigar sociológicamente las relaciones afectivosexuales desde una perspectiva feminista. Mi primera constatación fue que no existen investigaciones sociológicas sobre este fenómeno en España,3 y que en el contexto internacional no son frecuentes ni sistemáticas. Sin embargo, existe una ingente cantidad de materiales de naturaleza (psico)pedagógica sobre educación (afectivo)sexual.4 Su revisión marca, pues, el punto de partida de mi investigación.

Aunque el trabajo empírico se refiere principalmente a Andalucía, está enmarcado en el contexto español e internacional.5 Esto ha hecho posible definir una política de la educación afectivosexual común a todo el Estado español en líneas generales (Venegas, 2011b),6 cuyo modelo democrático se inicia a mediados de la década de los años ochenta con el programa Harimaguada (1986), implementado por el gobierno canario. En Andalucía, el impulso dado desde los años noventa a la coeducación posibilita el abordaje, de soslayo, de una educación afectivosexual (Venegas, 2010b) entre cuyos principios destaca la definición integral de educación sexual, aun cuando sigue ausente de las escuelas y se orienta más a la prevención que a la responsabilidad o el placer. A diferencia del resto de materias, ha de contar con la autorización de las familias. Está intrínsecamente vinculada a la salud. No compete sólo a la escuela, también a otros agentes sociales —como familia, barrio, grupo de amistad o pareja—, por lo que es necesario incluirlos en la investigación. Frente al enfoque psicologicista, dominante en estos materiales, mi aproximación enfatiza la dimensión social y relacional, de manera que: “Desde esta mirada sociológica, la educación afectivosexual se entiende no tanto para el cambio actitudinal de los individuos, cuanto para el cambio social que supone la acción de los sujetos insertos en la estructura social” (Venegas, 2011b: 4), un presupuesto en línea con la metodología constructivista y de investigación-acción educativa predominante en este tema (Venegas, 2007, 2011a).

En cuanto a su contenido curricular, el proceso de codificación realizado para sintetizar la temática y los contenidos de los materiales revisados ha tenido dos efectos: 1) definir el currículum de la educación afectivosexual (Venegas, 2011b) y 2) permitir, con ello, establecer las categorías constitutivas de lo afectivosexual. El trabajo ha consistido en la clasificación de los temas presentes en esos materiales según su afinidad temática, de lo que se deriva una primera conclusión de la investigación: los materiales pedagógicos sobre educación afectivosexual en España contienen una temática que puede ser clasificada en cuatro grandes categorías: género, sexualidad, afectividad y cuerpo.7 La tabla 1, de elaboración propia y apreciable en las siguientes dos páginas, esquematiza el resultado final de esta codificación, diseñada como programa por implementar en la fase del trabajo empírico llevado a cabo en los dos colegios que han participado en la investigación.8

Como puede verse en la tabla 1, género y sexualidad son las dos categorías centrales en educación afectivosexual. La primera está centrada sobre todo en la diversidad de definiciones culturales de género y en la violencia de género. La sexualidad recoge aspectos tanto fisiológicos como culturales: cambios corporales en la pubertad y sus implicaciones, prácticas sexuales y diversidad sexual. La afectividad es mencionada constantemente, ya referida a relaciones afectivas en general, ya al amor en la pareja, pero goza de poco desarrollo en los materiales. La centralidad del cuerpo deriva de ser la materialidad de género, sexualidad y afectividad. En la tabla pueden verse con detalle los temas incluidos en cada categoría, así como una propuesta formativa para el personal docente, agente que debería asumir la educación afectivosexual en los colegios como parte del currículum formal.

En cuanto a la aproximación epistemológica de estos materiales, está fundamentada en la teoría feminista y de género. Así lo muestra la centralidad del sistema sexo/género conceptualizado por Gayle Rubin (1975) o de violencia simbólica de Bourdieu (2005), la ruptura con el modelo judeocristiano de regulación sexual, la centralidad actual del amor o las críticas feministas a la definición normativa de belleza y cuerpo, todo lo cual desgranaré a lo largo del artículo, por medio de la revisión de la literatura feminista.

Es esta correspondencia entre las categorías de la educación afectivosexual y la teoría social feminista la que me lleva a plantearme la posibilidad de definir un objeto de estudio relegado a las ciencias de la educación como objeto de estudio sociológico. Para ello queda aún un escollo. Los documentos (psico)pedagógicos establecen directrices didácticas para educar las relaciones afectivosexuales. A la sociología le interesa, sin embargo, estudiar esas relaciones. Resulta entonces necesario conceptualizar su naturaleza socioestructural. Es en este punto donde se engarzan currículum y enfoque de la educación afectivosexual, por un lado, y por otro, las aportaciones de la teoría social feminista, entre las que cabe destacar aquí el uso de un término específico y frecuente en lengua inglesa, pero no en castellano: politics. Entre sus acepciones, el diccionario en línea WordReference (2009) lo define como “social relations involving authority or power”.9 Más precisa es aún la definición que ofrece Oxford Dictionaries (2009): “(often the politics of) the principles relating to or inherent in a sphere or activity, especially when concerned with power and status: the politics of gender”.10 Es así como el término politics viene a significar la naturaleza sociológica de lo afectivosexual, lo que da lugar a un giro terminológico que es, de hecho, un giro epistemológico, pues posibilita el desplazamiento de la educación afectivosexual como objeto propio de las ciencias de la educación, a la política afectivosexual como objeto de estudio sociológico (Venegas, 2009). Con ello, queda introducido el término que ha de aludir a la naturaleza sociológica del fenómeno. El paso consecuente será, pues, fundamentar esa naturaleza sociológica, a lo que dedico el siguiente apartado.

De las categorías de la teoría social feminista a las estructuras de la política afectivosexual

La correspondencia entre educación afectivosexual y teoría social feminista tiene otra implicación en esta investigación, esto es, el giro de la educación a la política es posible gracias a que comparten sus categorías centrales, algo lógico si pensamos que es la teoría feminista la que nutre el currículum afectivosexual. Al concretar la definición de Oxford Dictionaries en este objeto de estudio, es posible dar una primera definición de la política afectivosexual como el “conjunto de principios, mediados por el poder, relativos a las relaciones afectivosexuales, que se concretan en cuatro dimensiones relacionales: género, sexualidad, afectividad y cuerpo”. De ahí la necesidad de revisar la literatura feminista en torno a estas cuatro categorías para fundamentar la política afectivosexual. Esta fundamentación será de tipo socioestructural, siguiendo el paradigma de la teoría de la acción, pero incorporando también aportaciones de las corrientes “post” (postestructuralista, posmoderna, poscolonial). La tabla 2, de elaboración propia, esquematiza este trabajo de clasificación, tal como describo a continuación, hasta desembocar en la definición del modelo sociológico para investigar la política afectivosexual.

La estructura del género en la política afectivosexual

Desde la década de los años setenta, el género ha sido una categoría central en la teoría feminista, hasta el punto de identificarse una con otra. Los años setenta establecen las bases de la teorización posterior, al relacionar el género con poder, desigualdad y constructivismo. Pero es en los años ochenta cuando se desarrolla la conceptualización del género más relevante para la política afectivosexual, siguiendo el paradigma de la teoría de la acción, que considera el género como categoría de análisis y principio de estructuración social (Connell, 1987, 2002; Ortner, 1993; Narotzky, 1995; Esteban, 2000, 2001; Maquieira, 2001; Bourdieu, 2005), lo que rompe con el esencialismo y, en su lugar, adopta un enfoque sociohistórico y constructivista (Rubin, 1975; Connell, 1987, 2002; Narotzky, 1995; Esteban, 2001; Weeks, 2003; Bourdieu, 2005), que busca integrar en su análisis los niveles microsociológico de la acción social y macrosociológico de la estructura social en sus dimensiones material y simbólica (Del Valle, 1989; Esteban, 2001). Benería (1987, Cf. Maquieira, 2001) sintetiza todos estos principios al dar una definición de género desde la teoría de la acción que orienta los parámetros “ontológicos” y “epistemológicos” (Mason, 1996) de mi conceptualización del género en la política afectivosexual:

Conjunto de creencias, rasgos personales, actitudes, sentimientos, valores,11 conductas y actividades12 que diferencian a hombres y mujeres13 a través de un proceso de construcción social14 que tiene varias características. En primer lugar, un proceso histórico15 que se desarrolla a diferentes niveles, como el Estado, el mercado de trabajo, las escuelas, los medios de comunicación, la ley, la familia16 y a través de las relaciones interpersonales.17 En segundo lugar, este proceso supone jerarquización de estos rasgos y actividades de tal modo que a los que se definen como masculinos se les atribuye mayor valor18 (Benería, 1987: 46; Cf. Maquieira, 2001: 159).

Se señala, así, la naturaleza estructural del género, al ser “una cuestión de relaciones sociales dentro de las cuales los individuos y grupos actúan” (Connell, 2002: 9),19 de modo que si “las pautas duraderas o de gran alcance en las relaciones sociales son lo que la teoría social denomina ‘estructura’ (…) el género debe ser entendido como una estructura social” (68). Connell (1987) habla de régimen de género como modelo históricamente construido de relaciones entre mujeres y hombres y las definiciones de masculinidad y feminidad en el seno de una institución. Aunque tomo de Connell esta noción, por reflejar mejor que la de institución la centralidad tanto del aspecto relacional cuanto de los grupos sociales entre quienes se dan esas relaciones, mujeres y hombres, el uso que yo hago de ello parte de la consideración de masculinidad y feminidad no sólo en términos de género, sino de su imbricación con sexualidad, afectividad y cuerpo. De ahí que prefiera hablar de “regímenes afectivosexuales”.

Connell entiende el género como una totalidad estructural constituida por cuatro dimensiones relacionales: de poder, de producción, emocionales o de cathexis (Connell, 1987) y simbólicas (Connell, 2002). Su modelo resulta útil para categorizar los temas investigados por el feminismo. Sin embargo, adolece de un importante problema, pues subsume en el género categorías que tienen una entidad propia tanto para el feminismo cuanto para la política afectivosexual, tal como se ha visto al revisar el currículum afectivosexual; de ahí que este modelo no sea válido para investigar la política afectivosexual, aunque sí aporta un esquema muy útil para categorizar las dimensiones constitutivas de la estructura del género, como muestra la tabla 2 y explico a continuación.

Un primer componente del género son las relaciones de poder, definidas desde dos concepciones. La primera, estructuralista, entiende el poder como institucional, dicotómico y jerárquico (Connell, 2002), caso de la teoría de la acción. El concepto de “violencia simbólica” (Bourdieu, 2005) resulta paradigmático al definirse como imposición sobre las mujeres de un arbitrario cultural que legitima la dominación masculina. Frente a ello, la concepción postestructuralista, que adopta la definición discursiva del poder de Foucault (1989 [1976]), afirma que donde hay poder hay resistencia a ese poder. En la política afectivosexual, el poder es la dinámica que subyace a toda relación social, normativamente jerárquico al tiempo que contestado por los sujetos, por lo que media en los procesos de socialización y subjetivación, relativos a sumisión, resistencia y agencia, fuerza generadora de la emancipación de los colectivos subordinados y del reconocimiento pleno de su ciudadanía.

Teorizadas por primera vez por el feminismo socialista en el siglo XIX, también las relaciones de producción definen el género según la lógica de la división sexual del trabajo, en que se interrelacionan género y sexualidad al asignar a los hombres una masculinidad definida sobre el ámbito público de la producción, y a las mujeres una feminidad construida en el ámbito privado de la reproducción. Este principio estructural occidental y moderno (Holter, 1995, 1997; Cf. Connell, 2002) es puesto en cuestión por el feminismo desde la década de los años ochenta, al definir el trabajo como toda actividad humana orientada a la satisfacción de una necesidad; el empleo es sólo la parte que se realiza en el mercado a cambio de un salario (Carrasco, 2001; Gómez, 2001). Se erosiona así la división sexual del trabajo, visibilizando las contribuciones de las mujeres que habían sido consideradas económicamente “no activas” y “no productivas” en el modo de producción capitalista (Durán, 1987), por dos razones: asignarles la reproducción y reservarlas como mano de obra disponible para el capitalismo (Borderías, 1987).

El acceso de las mujeres a la educación formal, primero, y después al mercado laboral, ha hecho posible su independencia económica y, con ello, su emancipación (Beck y Beck-Gernsheim, 2001; Giddens, 2004; Gómez, 2001; Bourdieu, 2005), lo que genera una transformación profunda de la estructura social que asiste hoy a la combinación de tiempos de hogar y de mercado (Carrasco et al., 2003), y la consecuente necesidad de conciliación y corresponsabilidad. En la política afectivosexual, el género comprende también el trabajo como un aspecto central en la estructuración de sus relaciones.

Aunque Connell (1987) incluye en el género las relaciones de cathexis, referidas a afectividad y sexualidad, la política afectivosexual reconoce su entidad independiente, tal como describiré más adelante. Finalmente, el género comprende también relaciones simbólicas (Connell, 2002) relativas a la generización de las dimensiones lingüística y visual y a las reglas de “atribución de género” (67). No resulta fácil categorizar en una sola estructura de la política afectivosexual esta dimensión simbólica, pues queda plasmada en la materialidad del cuerpo socialmente construido. Sin embargo, parece más plausible situar en la estructura corporal los procesos sociales de construcción, atribución y asimilación de género que orientan las prácticas corporales y juegan un papel determinante en atracción y deseo afectivosexual. Volveré a ello más adelante.

Ya en la década de los años noventa, a la consolidación de la teoría de la acción (Ortner, 1993; Nartozky, 1995; Skeggs, 1997; Beck y Beck-Gernsheim, 2001; Giddens, 2004; Esteban, 2000, 2001; Black, 2002; Connell, 2002; Valle, 2002; Storr, 2002) hay que sumar interesantes aportaciones procedentes de las teorías “post” emergentes (posmodernidad, postestructuralismo, poscolonialismo), cuyo enfoque más discursivo es una reacción al eminentemente materialista. Así, la concepción performativa del género rompe con la constructivista (Butler, 1993, 1999; Cream, 1995) al afirmar que el género se performa en la iteración cotidiana de normas opresivas y dolorosas, de modo que es el género el que moldea el sexo y no al revés, como planteaba Rubin al definir el sistema sexo/género como “conjunto de convenciones por las que el elemento crudo del sexo y la procreación humana son moldeados por la intervención humana, social, y satisfechos de una forma convencional” (1975: 165). De este modo, el análisis materialista de los fenómenos culturales de la década de los años setenta (Willis, 1978) se nutre de las aportaciones de la teoría de la acción y los desarrollos teóricos “post” más recientes (Willis, 2003). En este contexto “post”, la igualdad, central en el discurso feminista moderno, resulta esencialista e insuficiente frente a la reivindicación del reconocimiento de las diferencias y la diversidad (Nicholson, 1990; Barrett, 1992; McRobbie, 1994; Puigvert; 2001). El género de la política afectivosexual defiende la igualdad política de la diversidad social.

La estructura de la sexualidad en la política afectivosexual

La sexualidad ocupa un lugar central en la teoría social feminista por haber sido una institución central de regulación de la sociedad (Venegas, 2006). Así, la primera denuncia feminista se dirige al modelo de regulación que ha prevalecido históricamente en Occidente bajo la moral judeocristiana: castidad, virginidad y piedad (Szirom, 1988; Turner, 1996), valores erosionados sólo por el amor cortés, que concedía un espacio de resistencia sexual a las mujeres (Lewis, 1936; Cf. Turner, 1994). Esa tradición se intensifica con el nacimiento de la sexología a principios del siglo XX (Bland y Doan, 1998), bajo un “conocimiento experto” bio-psico-médico que obvia la naturaleza social de la sexualidad (Connell, 1987) y, vinculando sexualidad y género, construye arquetipos normativos de pasividad, dependencia, monogamia y reproducción en las mujeres; y actividad, promiscuidad y fuerza en los hombres (Szirom, 1988). Un modelo evolucionista, esencialista y ahistórico, que rechaza el aborto y considera a la homosexualidad como una enfermedad en los hombres mientras que la niega en las mujeres (Szirom, 1988).

La segunda ola del feminismo (décadas de 1960-1970) reivindica una revolución sexual profunda, pues el cuerpo de las mujeres sigue desconectado de su sexualidad y el sexismo anclado en las estructuras sociales (Szirom, 1988). Los años ochenta asisten a un rico desarrollo teórico en torno al paradigma de la acción, que alcanza un máximo en los años noventa con la proliferación de teorías “post” sobre sexualidad. Turner (1994, 1996) retoma la división sexual del trabajo para conceptualizarla como forma de control de la sexualidad femenina según una lógica binaria y patriarcal derivada del matrimonio como empresa, que genera relaciones de parentesco por medio del intercambio de mujeres, propiedad de los hombres,20 pero que se debilita en la medida en que el capitalismo transforma la naturaleza de la unidad familiar.21 Para Hawkes (1996), la regulación moderna de la sexualidad está basada en tres procesos modernos: individualización (Elias), autocontrol (Freud) y racionalización (Weber), lo que desemboca en la emergencia de la intimidad en la modernidad reflexiva (Giddens, 2004), cuando el homo sexualis de la modernidad líquida se encuentra “huérfano” y “desconsolado”, y las relaciones entre mujeres y hombres se caracterizan por fragilidad, compulsividad, individualidad y falta de compromiso (Bauman, 2005).

Es la obra de Foucault la que más influye en el desarrollo teórico de los años noventa. Según Foucault (1989), la ideología victoriana decimonónica radicaliza el modelo judeocristiano en una sexualidad marital, heterosexual, monógama y reproductiva, controlada por Capitalismo, Iglesia, Estado, Familia y Escuela, mediante el “biopoder”: discursos normativos que moldean las conciencias individuales. En esta línea, Weeks (2003) describe las cinco dimensiones de la organización social que regulan la sexualidad: 1) parentesco; 2) economía y organización social; 3) intervención política; 4) regulación social según religión, moral y estado, y 5) culturas de resistencia, lo cual es intrínseco a la “ciudadanía íntima” (Evans, 1985; Weeks, 1998; Plummer, 2002; Cf. Weeks, 2003), que representa el giro del énfasis puesto en las constricciones estructurales a la primacía del individuo como agente de sus prácticas, con mayores posibilidades de elección y democracia. También la teoría queer (Jagose, 1996) ha sido clave en la conceptualización reciente de la sexualidad, desestabilizando el modelo tradicional por medio de la desnaturalización del género, el rechazo de la sexualidad como subproducto del género, o la definición de la sexualidad como institucional en lugar de personal, lo que afirma la naturaleza estructural presente, también, en el resto de trabajos revisados, reivindicando su naturaleza política. Con ello, desecha la heteronormatividad dominante y reclama una identidad performativa y plural efecto de la reiteración de una práctica discursiva normativa. Sin embargo, ha sido acusada de estetización, mercantilización y elitismo.

Desde la teoría de la práctica, Connell (2002) define a la sexualidad como “terreno del contacto íntimo donde se forjan lazos emocionales particularmente fuertes” (91), lo que vincula la sexualidad al resto de dimensiones de la política afectivosexual. Conecta estructura y acción al incluir en la política sexual ideología y práctica (Connell, 1987). Una acción que “recrea” la historia, más que “reproducirla”, por lo que es potencial de cambio social, tal como evidencia la diversificación de prácticas, subculturas e identidades sexuales frente a la heteronormatividad prevaleciente en Occidente hasta finales del siglo XX. Por su parte, Giddens (2004) contribuye a dar autonomía a la sexualidad reflexiva, argumentando la transformación de la intimidad que conecta sexualidad y amor romántico para explicar los cambios sociales recientes, que hacen emerger una “sexualidad plástica” (35), separada de reproducción y parentesco, el auge del sujeto agente, la individualización y una promiscuidad sexual representativa de la búsqueda compulsiva y frustrada de identidad.22 Como el resto de teorías críticas de este momento, afirma: “la ‘justificación biológica’ de la heterosexualidad como ‘normal’ ha estallado en pedazos” (162), lo que considera sintomático de la democratización de la intimidad según el modelo de “pura relación” (171), que implica responsabilidad, autoridad, comunicación, autonomía y confianza.

Todas estas propuestas son consideradas por la sexualidad como estructura de relaciones de la política afectivosexual, tal como muestra la tabla 2.

La estructura del amor en la política afectivosexual

Las relaciones afectivas, especialmente las del tipo de amor sexual, han sido terreno abonado del arte y las letras, pero no de las ciencias sociales. Así, hasta la década de los años setenta no hay ningún trabajo al respecto, cuando McRobbie (1978) introduce el concepto de “ideología romántica” para referirse a la feminidad de las chicas de clase obrera como producción cultural contradictoria entre el sentimiento de sublogro frente al atractivo heterosexual y las prácticas de resistencia al matrimonio, familia, moda y belleza, que terminan reproduciendo la posición de clase y género, en la cual las chicas son cosificadas como objetos sexuales. Este análisis es depurado por Holland y Eisenhart (1990), bajo la influencia de la obra de Bourdieu, que él mismo plasma más adelante en su teoría del intercambio de los bienes simbólicos,23 que considera al “ser femenino como ser percibido”,24 mientras que sobre los hombres se impone una virilidad como “nobleza” que refuerza su masculinidad al tiempo que los hace vulnerables (Bourdieu, 2005).

La teoría social ha desarrollado ampliamente esta línea de argumentación sobre el intercambio de mujeres en el mercado matrimonial (Venegas, 2010a), un “mercado de subasta sexual” que Holland y Eisenhart (1990) analizan mediante la “ideología del romance”, en la que romance y atractivo, como capital simbólico del romance (Bourdieu, 1977b; Cf. Holland y Eisenhart, 1990), son los principios de estructuración de las relaciones (heterosexuales) de género. La ideología o cultura del romance vincula, pues, género, sexualidad, afectividad y cuerpo, bajo una lógica de la paradoja entre la sumisión y la resistencia: “El amor romántico es una construcción cultural de la sexualidad que define un mundo de personas generizadas y sus relaciones” (93). En el mercado matrimonial, el valor de las mujeres se establece en función de su atractivo, cosificándolas para “‘lucir bien’ para los hombres” (97), de modo que “la intimidad física es algo que la mujer da y el hombre consigue” (105). Así, “la cultura de grupo emerge como uno de los principales lugares de reproducción de la jerarquía patriarcal de género” (220). Esta línea de argumentación en torno al romance ha sido clave en la conceptualización del amor y sus vínculos con el resto de categorías de la política afectivosexual, a caballo entre las teorías de la resistencia y las de la acción.

La década de los años noventa ha marcado un hito en la teoría sociológica, al tomar el amor como unidad para analizar las grandes transformaciones sociales desde la segunda mitad del siglo XX, principalmente (aunque no sólo) desde el paradigma de la acción. Beck y Beck-Gernsheim (2001) son pioneros en analizar la relación entre cambio social y nuevas relaciones de género en la modernidad reflexiva,25 en la que resulta cada vez más difícil compatibilizar amor y familia con libertad e individualidad, pues “¿qué posibilidad tienen dos seres humanos, que quieren ser iguales y libres, de mantener la unión del amor?” (31). El feminismo ha provocado la presencia simultánea de la familia nuclear con nuevos modelos como la “familia negociada”, fruto de recomposiciones familiares tras el divorcio. El amor deviene tan anhelado como escurridizo, objeto de disputa continua entre el Yo y el Tú en busca de autorrealización, desligada de seguridades tradicionales frente a una biografía obligatoriamente “elegida” (20) en función de educación, empleo y movilidad social. Pero los cambios están más en la conciencia que en la práctica pues, aunque se legitiman prácticas antes relegadas al matrimonio, el comportamiento sexual sigue muy normalizado y el ideal continúa siendo la pareja estable. Cinco fenómenos estructurales han facilitado la liberación de las mujeres: 1) liberación demográfica; 2) reestructuración del trabajo doméstico; 3) liberación de la sexualidad femenina; 4) aumento de los divorcios, y 5) incremento de la formación y de las expectativas profesionales. Pero la igualdad resulta inviable al persistir dinámicas estructurales no igualitarias que pretenden devolver a las mujeres a sus asignaciones tradicionales, como la maternidad. Aun así, el amor deviene la nueva religión de la humanidad, como última opción de autorrealización.

Será Giddens (2004) quien más profundice en las relaciones entre amor, sexualidad y género. Mientras que el amor pasión implica una intensa relación entre amor y atracción sexual, y es peligroso para el orden social y universal, el amor romántico emerge a finales del siglo XVIII como estrategia de regulación social, por lo que enfatiza más el amor que el deseo sexual, está relacionado con la creación del hogar, el cambio en las relaciones entre progenitores y descendientes y la invención de la maternidad, y hace emerger la cuestión de la intimidad, anulando el potencial subversivo inherente al amor que “quedó frustrado por la asociación del amor con el matrimonio y la maternidad; y por la idea de que el amor verdadero, una vez encontrado, es para siempre” (51). El “amor puro” está en el origen de la “relación pura”, basada en la “igualdad sexual y emocional” (11) y marca una “transformación de la intimidad” que puede implicar tanto opresión como democratización de lo personal. La fragmentación de los ideales del amor romántico conlleva un nuevo modelo: “El amor confluente es un amor contingente, activo y por consiguiente, choca con las expresiones de ‘para siempre’, ‘sólo y único’ que se utilizan por el complejo del amor romántico” (63). Está basado en la igualdad, el placer sexual recíproco y la diversidad sexual. La alienación de los hombres respecto de sus sentimientos es un freno a la igualdad, pero la reconciliación entre mujeres y hombres es posible si pasa por “la transformación de la intimidad, juntamente con la sexualidad plástica” (Ibid.), desvinculada de su función reproductiva. Giddens afirma el amor como acción social y su naturaleza estructurada y estructurante al señalar: “Hay condiciones estructurales en el resto de la sociedad que penetran hasta el núcleo de las puras relaciones; a la inversa, la forma en que se ordenan las relaciones tiene consecuencias sobre todo el orden social” (177).

Por su parte, Bourdieu (2005) afirma que el amor como destino social generizado es dominación aceptada. El horizonte de la igualdad sería fruto de un trabajo ininterrumpido de no violencia, basado en la reciprocidad plena, el reconocimiento mutuo y las relaciones desinstrumentalizadas. Considera el “amor puro” como una invención reciente entre dos sujetos que se entregan su libertad y definen una relación llena de expectativas que, a menudo, son frustradas y terminadas en divorcio.

Próximo a las teorías posmodernas, Bauman (2005) habla de “amor líquido” para enfatizar la fragilidad de los vínculos entre sujetos sin compromisos.26 De allí el boom del counselling. Frente a la estabilidad, prima hoy la pluralidad; frente a la proyección a largo plazo, lo inmediato; frente a la idea romántica del “amor hasta que la muerte nos separe”, la reestructuración de las relaciones de parentesco según un proceso que va de la pareja “hasta que la muerte nos separe”, centrada en el matrimonio, a la pareja “veremos cómo funciona”, que opta por la cohabitación, para terminar en las “parejas semiadosadas”, basadas en una reunión de tiempo parcial y flexible. Bauman equipara amor y consumo. La soledad provoca que se establezcan relaciones íntimas de manera compulsiva, como correctivo y fracaso simultáneamente, entre “el impulso hacia la libertad y el anhelo de pertenencia” (54). Para Bauman, la “relación pura” de Giddens no puede ser una alternativa de compromiso, arraigo y confianza, pues su futilidad justifica la ruptura cuando la relación deje de ser placentera.

Finalmente, más centrado en las posibilidades de cambio desde la acción individual, Gómez (2004) analiza los procesos implicados en las relaciones afectivosexuales: atracción y elección, socialización y valores interiorizados en la educación afectivosexual que procede de los agentes de socialización. La “persona sufridora” (mujer) y la “persona conquistadora” (hombre) son los dos polos de lo que denomina “modelo tradicional de atracción”, conservador, propio de la sociedad agraria o industrial, sin feminismo ni democracia privada. El modelo alternativo, progresista, define el amor a partir de la radicalización de la democracia, el protagonismo de los actores sociales y la recuperación de la comunicación.

La tabla 2 da cuenta de todos estos elementos, que definen la estructura de las relaciones afectivas y amorosas en la política afectivosexual.

La estructura del cuerpo en la política afectivosexual

A diferencia del amor, el cuerpo tiene una larga trayectoria en la teoría social, en la que se conceptualiza como histórica, social y culturalmente construido (Venegas, 2006). Cada sociedad (Turner, 1994) y cada paradigma religioso-cultural (Mellor y Shilling, 1997) definen una forma de conciencia (Breton, 2002) que se materializa en el cuerpo: “Todos los elementos constitutivos de la sexualidad tienen su fuente en el cuerpo o en la mente (…) Pero las capacidades del cuerpo y de la mente reciben su significado en las relaciones sociales” (Weeks, 2003: 7). Ésta es la tesis que hace del cuerpo una dimensión constitutiva de la política afectivosexual, al ser definido en teoría social como el vínculo entre estructura y acción conectando, asimismo, género, sexualidad y afectividad.

El cuerpo de las mujeres ha sido históricamente vapuleado. Considerado contaminante en la Grecia Clásica debido a la menstruación (Dean-Jones, 2000; Bordo, 1995), el medievo prolonga la moral judeocristiana que justifica la inferioridad de la mujer, reducida a su sexo, mientras el hombre se toma como referente normativo. El cuerpo es, pues, la materialidad de la sexualidad, entre la represión (Carré, 1996) y el deseo, que cosifica a las mujeres como “víctimas de la mirada masculina”27 (Regnier-Bohler, 1994: 2). Siguiendo esta tradición, la ideología victoriana decimonónica diferencia el cuerpo de la mujer buena, el de la maternidad, y el de la mujer mala, el de la prostitución. Aunque se imponen delgadez y belleza, son incompatibles con honestidad. Proliferan, entonces, los libros de urbanidad para domesticar a las mujeres (Simón, 1997).

A finales de la década de los años setenta, Foucault (1989) abre una corriente de pensamiento central en la teoría social del cuerpo. La ideología victoriana produce discursos “biopolíticos”, de la política de la vida, para docilizar los cuerpos mediante cuatro figuras de control: mujer histérica, niño onanista, pareja procreadora y adulto perverso. Estas ideas serán asumidas y desarrolladas por la teoría feminista posterior, aun cuando denuncia la ausencia de perspectiva de género de Foucault (Diamond y Quinby, 1988; Grosz, 1987; Bartky, 1988; Holland et al., 1994). Bartky (1988) retoma la tesis de la mirada normativa del varón, que actúa mediante mecanismos como figura y comportamiento corporales o cosmética, generando un sentimiento de deficiencia de las mujeres con sus cuerpos. Para Bordo (1988), la materialidad del cuerpo es tanto resultado de prácticas discursivas de poder como espacio de lucha política, así que histeria, agorafobia y anorexia son el “empleo del lenguaje de la feminidad para protestar por las condiciones del mundo femenino” (177). En esta línea, Holland et al. (1994) señalan que la materialidad del cuerpo puede romper con las convenciones sociales y ofrecer espacio a las mujeres para resistir al poder sexual de los hombres y la objetivación de su sexualidad. La tesis de la sumisión corporal de las mujeres empieza a encontrar en los saberes subversivos de Foucault un espacio de contestación.

Para Turner (1996), el cuerpo simboliza el paso de modernidad a posmodernidad, del cuerpo que produce al cuerpo que consume. Un cuerpo posmoderno que, según Cream (1995), es fluido e inestable. Para Butler (1993), la materialidad del cuerpo es resultado de la “práctica reiterativa y citacional por la que el discurso produce los efectos que nombra” (2); la construcción cultural de la materialidad de los cuerpos termina, pues, constriñendo. También para Lagarde (1997) cuerpo y sexualidad de las mujeres son un campo político de sumisión y resistencia simultáneamente. Próxima al postestructuralismo, Grosz (1987) reivindica un feminismo corpóreo en que el cuerpo es la clave en la constitución de la identidad sexual, no como esencia, sino como fruto de relaciones sociohistóricas. Grosz (1995) reivindica la capacidad de agencia del cuerpo como espacio de resistencia para las mujeres. Así, el feminismo va transitando, desde la década de los años ochenta, de la conceptualización del cuerpo como locus de control a su capacidad de agencia y resistencia (Venegas, 2006). Las corrientes “post” lo relacionan con estetización, diversidad y contestación.

Las teorías de la acción conceptualizan esa duplicidad estratégica que es el cuerpo enfatizando un mayor anclaje estructural. Así, Connell (1987) afirma: “Los cuerpos pueden participar en los procesos disciplinarios no porque son dóciles, sino porque son activos” (39), tienen agencia y se construyen sociohistóricamente, son objeto de prácticas sociales y agentes en las prácticas sociales. Bourdieu (2005), más centrado en la reproducción que en el cambio, observa que la cosificación del cuerpo de la mujer ejerce cierto control sobre el hombre al tiempo que reproduce la desigualdad de género. También la obra de Bourdieu ha abierto una amplia corriente de pensamiento feminista. Así, Skeggs (1997) analiza el habitus corporal de las mujeres de clase obrera como estrategia para legitimar su capital en el mercado —matrimonial— y “llegar a ser respetables” frente a las imposiciones de feminidad burguesa, de modo que el cuerpo es agente de resistencia frente al etiquetaje que imbrica clase y género. Black (2002) encuentra en las prácticas feminizadas de los salones de belleza un entramado de discursos y prácticas sobre el cuerpo que contribuye a la construcción y el mantenimiento de género y sexualidad en términos de lo que McRobbie (1978) llamaba “cultura de feminidad”. No hay rupturas de género, sino espacios corporales desde los que resistir a esas convenciones. La figura corporal es imposición y placer a un tiempo. Fuera de la corriente bourdieuana, Esteban (2000) defiende la agencia corporal de las top models en la construcción de su identidad corporal. Desde la teoría de la resistencia que incorpora los análisis posmodernos, Willis (2003) interpreta las prácticas estético-corporales de los chicos de clase obrera como manifestación de una subjetividad expresiva fundada en consumo y ocio, espacio de resistencia a la falta de arraigos en la posmodernidad.

En este recorrido teórico, el “mito de la belleza” (Wolf, 1991) es una constante. Juventud, delgadez y belleza definen los valores de feminidad dominantes (Bartky, 1988; Bordo, 1988, 1995; Holland y Eisenhart, 1990; Holland et al., 1994; Black, 2002; Bourdieu, 2005), cada vez más extendidos hacia la masculinidad. La estetización caracteriza el paradigma de la posmodernidad (Bordo, 1995; Jagose, 1996; Adkins, 2002). La belleza, volátil, efímera, está llena de contradicciones al ofrecer a las mujeres tanto espacios de liberación y poder como de sumisión. La mujer tiene que ser bella y el hombre tiene que poseer a la mujer bella. Bourdieu (2005) sitúa el principio de dominación no en la industria de la belleza, sino en el mercado de los bienes simbólicos, esto es, en la estructura social misma. Pero el análisis no es tan sencillo, pues las prácticas corporales contienen, también, actos de resistencia a la estructura patriarcal de dominación de género (McRobbie, 1978; Holland y Eisenhart, 1990; Skeggs, 1997; Esteban, 2000; Black, 2002; Storr, 2002) y, como se ha visto a lo largo de este recorrido por la teoría social feminista, no es posible aislar ninguna de las cuatro categorías de investigación feminista pues, en el momento actual, todas ellas están ineludiblemente vinculadas. De ahí la necesidad de dar un paso más, para definir el espacio sociológico donde estén todas ellas relacionadas en un modelo de investigación de las relaciones afectivosexuales.

Un modelo sociológico para investigar la política de las relaciones afectivosexuales

Para completar el objetivo de este artículo, esto es, definir un modelo que permita investigar sociológicamente las relaciones afectivosexuales desde una perspectiva feminista, es necesario retomar, en este punto, el objetivo general de mi investigación: conocer los valores, normas y prácticas, comprendidos en las relaciones afectivosexuales, que tienen lugar en los regímenes afectivosexuales más relevantes en los procesos de socialización y subjetivación en la adolescencia, partiendo de la tesis de que son procesos microsociológicos que se corresponden con procesos macrosociológicos de reproducción y cambio respectivamente, y considerando en el análisis las perspectivas comparativas de clase social, género y etnia.

La tabla 3 esquematiza mi propuesta para investigar la política de las relaciones afectivosexuales. Es, en cierto modo, una continuación de la tabla 2, donde detallo los componentes de la realidad social que definen la naturaleza sociológica de la política afectivosexual, su “esencia ontológica” (Mason, 1996), tal como he descrito anteriormente. Para definir este modelo, es necesario dar cuenta de cómo están conectados dichos componentes, una conexión implícita en la formulación del objetivo general de la investigación y que introduce su “esencia epistemológica” (Mason, 1996). El resultado, el modelo sociológico para investigar la política de las relaciones afectivosexuales, queda plasmado en la tabla 3, tal como explicaré a continuación.

Desde una teoría de la acción con elementos postestructuralistas, la política afectivosexual es un entramado social de estructuras y prácticas. El nivel mesosociológico de análisis28

lo constituyen los regímenes afectivosexuales más relevantes para la política afectivosexual, esto es, aquellos en los que la interacción ocurre de manera directa. Estos regímenes afectivosexuales son familia, barrio, escuela y grupo de amistad. La pareja es un caso especial por dos razones: 1) porque la relación ocurre sólo entre dos personas, los dos miembros de la pareja, y 2) porque la naturaleza de este tipo de relación es efímera, en especial en la adolescencia. Por lo tanto, sin ser un régimen afectivosexual como tal, la pareja refleja la estructura de los regímenes afectivosexuales a los que pertenecen sus miembros y es, fundamentalmente, un espacio social de interacción intensa. Volviendo a los regímenes afectivosexuales, son una estructura materialmente definida por su pertenencia de clase. Asimismo, su dimensión simbólica se concreta en sus funciones de regulación social de la política afectivosexual mediante los discursos que producen, en la medida en que los valores y las normas presentes en ellos orientan la acción y la interacción de los sujetos insertos en esos regímenes. Acción e interacción constituyen el nivel microsociológico de análisis. El sujeto no es un régimen afectivosexual; sin embargo, es la unidad constitutiva de todo régimen afectivosexual y, de hecho, pertenece a diversos regímenes, no siempre con una misma estructura, lo que puede conducir a un conflicto entre regímenes. Más adelante volveré a esta cuestión.

La estructura es el resultado de la cristalización de una pauta de interacción que se mantiene constante en el tiempo, en el seno de un grupo social cuyos vínculos relacionales son de una naturaleza concreta: relaciones de vecindad, de parentesco/amor, educativas o de amistad. La estructura tiene una doble dimensionalidad: la dimensión material, que viene dada fundamentalmente por la relación de los sujetos en tanto que miembros de un grupo social que comparte las mismas condiciones con respecto al mercado, lo que determina la posición de clase de ese grupo y sus condiciones de vida, y la dimensión simbólica, referida al conjunto de valores y normas que constituyen el discurso que porta ese grupo. Aunque existe un discurso predominante en un régimen afectivosexual dado, no significa que todos sus miembros se adhieran inexorablemente a ese discurso dominante; lo frecuente es más bien lo contrario, pues suele haber diversos discursos de resistencia a ese discurso dominante en todo régimen. También a ello me referiré más adelante.

Acción e interacción construyen las estructuras en la misma medida en que están constreñidas por ellas. Precisamente por esa capacidad agente, de acción, del sujeto, y por los conflictos emergentes en los regímenes, acción e interacción pueden modificar también las estructuras creadas por ellas y que las constriñen. Así, todas las dinámicas y los procesos sociales relativos a la política afectivosexual son debidos a la interrelación de estructura y acción. La acción es el germen de la estructura, pero está contextualizada por ésta, de manera que es necesario entender las relaciones entre acción y estructura para investigar esos procesos sociales.

Existen cuatro procesos sociales especialmente relevantes. Dos tienen lugar a nivel microsociológico, pues ocurren en el sujeto, si bien poseen una naturaleza eminentemente estructural. Se trata de la socialización y la subjetivación. Otros dos ocurren a nivel meso y macrosociológico, esto es, en las estructuras de los regímenes afectivosexuales o de la sociedad en su conjunto. Son la reproducción y el cambio estructural. Es imposible pensar en los procesos que ocurren a un nivel sociológico determinado sin tener en cuenta los que ocurren en el resto, precisamente porque todos los elementos de la sociedad están estrechamente vinculados, tal como ha pretendido evidenciar el paradigma de la acción desde la década de los años ochenta en adelante. La socialización es el proceso por el que el individuo asume los valores y las normas de cada régimen afectivosexual al que pertenece para replegarse a su lógica de funcionamiento; la acción del individuo, orientada por esos valores y normas, permite la reproducción del orden estructural de ese régimen afectivosexual.

La subjetivación es un proceso complementario a la socialización y ocurre a partir de la adolescencia, cuando el individuo empieza a definirse como sujeto autónomo. En ese momento es frecuente el conflicto entre discursos procedentes de los diversos regímenes afectivosexuales al que pertenece el sujeto en proceso de definición de su subjetividad, su identidad como ser social independiente. Al pertenecer a diversos regímenes afectivosexuales, el sujeto que entra en situación de conflicto discursivo porta ese conflicto en su tránsito entre regímenes, de manera que el conflicto no emerge entre regímenes solamente, sino que puede emerger, también, dentro de un mismo régimen afectivosexual. El conflicto discursivo puede promover dos tipos de acción: una acción acorde con un régimen afectivosexual concreto, manteniendo su estructura intacta; o una acción de ruptura con ese régimen afectivosexual, que puede terminar provocando un cambio estructural. Cada régimen afectivosexual tiene su propia dimensión estructural de género, sexualidad, afectividad y cuerpo, cuyas dimensiones constitutivas son descritas en la tabla 2 y puestas en relación con el resto de componentes del modelo en la tabla 3. En las dinámicas entre estos componentes es donde se localizan los procesos de socialización y subjetivación que generan los procesos de reproducción y cambio social. Para investigar estos últimos es necesario un seguimiento longitudinal de cada régimen.

Concluyo así el objetivo de este artículo, cerrando el proceso de construcción del modelo sociológico para investigar la política de las relaciones afectivosexuales de un grupo de sujetos en un momento dado, viable a través del esquema de análisis que he ido exponiendo a lo largo de este artículo, hasta desembocar en la tabla 3. Para investigar la política afectivosexual será necesario, pues, analizar los valores y las normas que orientan las prácticas (acción e interacción) en torno a las dimensiones estructurales anteriormente definidas de género, sexualidad, afectividad y cuerpo, en cada uno de los regímenes afectivosexuales señalados, barrio, familia, escuela y grupo de amistad, así como en la pareja y el sujeto, para analizar los procesos de socialización y subjetivación que ocurren en la política afectivosexual, y con el fin de poder detectar las tendencias de reproducción y cambio social presentes en ello.

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Recibido: 18 de enero de 2011
Aceptado: 10 de junio de 2011

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