Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

What does being an “informal worker” mean? Revisions from an ethnographic research project

Rosario Palacios*

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* Doctora en Sociología por la London School of Economics and Political Science. Investigadora de posdoctorado, Fondecyt, 2010-2012. Instituto de Sociología, Universidad Católica de Chile. Temas de especialización: sociología del trabajo, sociología de la cultura, sociología urbana y cultura visual. Av. Vicuña Mackenna 4860, Santiago de Chile. Correo electrónico: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: Este artículo busca ofrecer una visión crítica del concepto de trabajo informal a partir de la exploración de las vidas cotidianas de diversos trabajadores. Muestra cómo las problemáticas que marcan las reflexiones teóricas sobre este tema han debilitado la concentración de los científicos sociales en las experiencias de las personas y entorpecido el entendimiento de éstas. La creación de la realidad del trabajo informal, a través de los postulados sobre la misma y las metodologías establecidas para identificarla, ha dado paso a una homogeneización ficticia del mundo del propio trabajo informal.

Palabras clave: trabajo informal, performatividad, etnografía, sociología del trabajo.

Abstract: This article seeks to provide a critical view of the concept of informal work by exploring the everyday lives of various workers. It shows how the deficiencies of the theoretical reflections on this issue have reduced social scientists’ concentration on people’s experiences and hampered their understanding of them. The creation of the reality of informal work, through the postulates on it and the methodologies established to identify it, have given rise to a fictitious homogenization of the world of informal work.

Key words: informal work, performativity, ethnography, sociology of work.

El concepto de economía informal ha sido utilizado en el ámbito de las ciencias sociales para definir distintas situaciones desde hace 40 años. La idea de agrupar en una categoría ciertas actividades económicas relacionadas con baja productividad y con la pobreza de quienes las realizaban apuntaba principalmente a buscar formas de mejorar las condiciones de vida de este grupo de trabajadores. En este sentido, desde sus inicios, la categoría de economía informal estuvo ligada al quehacer de las políticas públicas. El estudio del trabajo informal estaba asociado con actividades de subsistencia de quienes trabajan en los sectores marginales de la economía (Hart, 1970; OIT, 1972; Tokman, 2007), y el enfoque predominante fue el estudio de la economía informal en el marco de la inequidad social, desde el punto de vista de las brechas existentes en las oportunidades de empleo, calidad de las condiciones de trabajo e ingresos del trabajo (Katzman y Wormald, 2002). En esta perspectiva, el sector informal sería el resultado del excedente de mano de obra por empleo.

Más recientemente, en el contexto de la complejización del mundo laboral y la aparición de nuevas formas de empleo y organización del trabajo, la visión del trabajo informal de Alejandro Portes ha ido cobrando importancia. Esta visión, a diferencia de la propuesta por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), no relaciona necesariamente informalidad con pobreza, ni asocia exclusivamente la informalidad con los sectores urbanos.

Tomando en cuenta las reestructuraciones del sistema capitalista, Portes ve la informalidad como un fenómeno asociado con el capitalismo tardío, con la flexibilización de las leyes laborales y con el uso de prácticas precapitalistas que son funcionales al desarrollo de la economía capitalista. De esta forma, la informalidad no es un rasgo exclusivo de los países subdesarrollados, sino un fenómeno asociado a la falta de regulación del Estado de las condiciones laborales. Las actividades informales serían “todas las actividades redituables que no están reguladas por el Estado en entornos sociales en los que sí están reguladas actividades similares” (Portes, 2000: 28).

Sin embargo, la definición de Portes no termina con el debate de quién sería un trabajador informal y quién no, ya que las formas de regulación de los Estados son diversas y graduales; es decir, siguiendo con la definición de Portes, nos encontramos con una amplia gama de trabajadores semiinformales o semiformales, que estarían regulados en alguna medida, pero no completamente. Nos encontramos, como afirma Carlos Salas en su crítica al concepto de informalidad (2006), ante criterios múltiples, cada uno de los cuales puede cumplirse de manera independiente de los demás; ante la imposibilidad de separar, efectivamente, el universo de referencia en dos sectores ajenos y complementarios, como la economía informal y la formal, entre las cuales hay intersecciones, y ante la imprecisión del universo de referencia cuando se habla de economía informal, ya que se utiliza indistintamente el establecimiento, el hogar o el individuo para aplicar el criterio seleccionado.

Más allá de las dificultades que han tenido los científicos sociales en acordar qué significa “trabajo informal”, cabe preguntarse cuáles son las consecuencias del uso del concepto en la sociedad. Siguiendo a sociólogos como John Law (2004, 2009) y otros (Law y Urry, 2004; Latour y Woolgar, 1986), quienes han reflexionado acerca de la manera en que la investigación social y sus métodos son productivos —es decir, en la forma en que ayudan a construir la realidad y mundos sociales—, podríamos afirmar que las ciencias sociales han creado la realidad del trabajo informal. Esto no significa que el mundo que se describe y analiza no existiera del todo antes de ser materia de observación social, sino que no existía de esa manera, como economía informal. Si no se determinara que la actividad informal es aquella que no está debidamente regulada por el Estado y de alguna manera escondida de las cuentas nacionales, no existiría economía informal o formal, sólo actividad económica a secas. Sin embargo, las ciencias sociales son relacionales e interactivas, participan en el mundo social además de reflexionar sobre éste, y actúan lo social, es decir, contribuyen a crear y moldear su existencia. Los métodos utilizados por cada una de las ramas de las ciencias sociales para su investigación y reflexión son claves en la forma en que éstas actúan finalmente en la realidad. Los métodos de investigación no son pasivos, sino todo lo contrario. Tienen efectos en el mundo social, contribuyen a su producción, “hacen diferencias, actúan realidades, y pueden ayudar a la existencia de lo que ellos a su vez descubren” (Law y Urry, 2004: 393).

De esta manera, la explicación del trabajo informal no puede realizarse fuera del método que ha sido utilizado para su indagación y, por lo tanto, no hay explicaciones totales, ya que la explicación no puede abarcarlo por completo, debido a que la realidad de la informalidad depende del método que contribuye a su existencia. En este artículo no intentaré destruir la categoría de informalidad, por difusa que ésta sea, sino que optaré por describir diversos tipos de trabajos que se asocian con cierta clase de acciones, agrupar ciertos patrones y diferenciarlos de otros para luego identificar sus complejas relaciones, diferencias y asociaciones, y de esta manera intentar ensamblar una descripción más elaborada (Savage, 2009) de la experiencia laboral de los trabajadores observados, que se relacionan de alguna forma con los mundos sociales producidos por las ciencias sociales como economía informal. Asimismo, por medio de la descripción de la experiencia laboral de los trabajadores asociados con tal categoría, pretendo mostrar algunas de las consecuencias que tiene el uso del concepto de trabajador informal en la vida cotidiana de los llamados trabajadores informales y de los individuos e instituciones que interactúan con ellos, una vez que la categoría fue hecha pública.

Adentrarnos en el mundo del trabajo informal con una aproximación etnográfica nos llevará a mundos sociales muy distintos que los métodos que se han centrado en describir estadísticamente la situación de los trabajadores no regulados por el Estado. En esta línea, el fragmento cobra nueva importancia: poner la atención en el detalle, en la escala pequeña, como una forma de iluminar la escena mayor. Volviendo a la obra de pensadores que también enfrentaron tiempos de cambio, como Georg Simmel, Walter Benjamin y Siegfried Kracauer, es necesario revitalizar la observación de lo que hay bajo la superficie. Janet Wolff invita a una sociología de la imagen (2008: 120), lo que no implica sólo imágenes visuales, sino también textuales, auditivas, táctiles, olfativas; se trata de desarrollar una mirada que permita “extender una cañería desde lo inmediatamente singular, lo simplemente dado, hacia las profundidades de significados últimos” (Simmel [1916], 2005).

Este giro supone centrarse en describir experiencias laborales y dar cuenta de las distintas modalidades que se asocian con el fenómeno de la informalidad, poner la atención en los trabajadores y en la manera en que desarrollan su trabajo. Interesa adentrarse en la situación laboral de cada trabajador y lograr describir el tejido de asociaciones que existen y dan forma a aquélla. Es en la atención a ellos donde veremos cómo la existencia del concepto de informalidad pasa a ser parte de su experiencia cotidiana.

A continuación, a partir de observaciones realizadas en 2010, entre abril y septiembre, en la ciudad de Santiago, en dos ferias libres, hogares y lugares de trabajo de 27 personas contactadas, intentaré describir algunos rasgos de sus experiencias laborales y ponerlas en relación con los mundos sociales asociados con el concepto de economía informal.

En la feria libre

La primera vez que vi a Aída estaba pesando verdura en el puesto de su mamá, en una de las ferias libres de la comuna de Pudahuel. Tenía el pelo teñido de rubio, los ojos muy pintados, y llevaba un polerón lila fuerte apretado a su cuerpo. Se veía menor de lo que es: tiene 28 años. Conversamos un poco en medio de las ventas que ella hacía y le conté de la investigación. Ella me dijo de inmediato que el puesto era de su mamá, que ella sólo ayudaba desde que había vuelto a vivir de allegada con su madre. De todas formas, a partir de ese día nos vimos casi todas las semanas por espacio de cuatro meses, aproximadamente. Durante ese lapso, los planes de Aída cambiaron una y otra vez, dejando en claro su inestabilidad laboral y familiar. Al principio, lo que ella quería hacer era tener un puesto en la feria, “pero no de verduras, yo no sirvo pa’ eso, yo quiero tener cosas de almacén, abarrotes, artículos de aseo, que es más fácil” (notas de campo, 20 de abril de 2010). Todas las semanas, Aída iba a la municipalidad a firmar un libro en el que los interesados en pagar por un permiso, una “patente”, para un puesto en la feria, dejaban constancia de su interés. Según ella, ser perseverante en eso influía mucho para conseguir finalmente un puesto. No tenía ninguna estimación de cuánto podían demorar en dárselo, pero ella seguía yendo a firmar. Paralelamente, después de recibir un subsidio monetario del gobierno por tener dos hijos pequeños, fue con su prima, también feriante, a comprar mercadería para vender en la feria por su cuenta. Invirtió casi todo el subsidio (80 000 pesos, aproximadamente 160 USD) en artículos de belleza y se puso de colera1 en la feria. El día que la vi con su puesto propio, arrimada al de su prima que vende medias, camisetas y ropa interior, me saludó orgullosa de estar camino a la independencia. Había instalado un tablero con una manta color naranja y sobre ésta exponía lápices de ojos, pinturas de labios, cremas faciales, sombras de ojos y coloretes.

La vida de colera, sin embargo, no es fácil. Aída dependía de tener un espacio cerca del puesto de su prima o de insertarse en el lugar de otro feriante que se ausentara por un día, para poder estar al centro de la feria y no tener que ir al final de la calle. Estar central para Aída era importante porque de esa forma tenía el apoyo de su prima, que la ayudaba a vender al estar en un puesto más vistoso, y además se entretenía conversando con ella. “La gente cuando ve pocas cosas pasa de largo. En los puestos grandes se vende mucho más porque la gente mira”, me explicó. A pesar de estar de colera, los inspectores municipales que pasaban frente a nuestros ojos nunca le dijeron nada a Aída; “ellos nos conocen desde que éramos chicos, no nos dicen nada” (notas de campo, 27 de mayo de 2010). Aída pertenece a la feria desde que nació, desde que su madre la llevaba de pequeña a acompañarla y a ayudarla. Conoce a los dueños de los puestos, a los vecinos, a los ambulantes que venden empanadas y sopaipillas (comidas típicas chilenas). Su problema, en cambio, eran los comerciantes con patente que vendían lo mismo que ella. Aída estaba consciente de que si les iba mal, le dirían que les estaba haciendo la competencia, y entonces Aída tendría que cerrar su negocio sin chistar. “Ellos pagan, entonces están en su derecho. Los de los puestos provisorios también pagan, entonces si yo no pago na’, claro, es justo que no venda” (notas de campo, 27 de mayo de 2010). Más allá de que esto pasara y que Aída se quedara sin vender, lo que la afectaba era la inseguridad que le provocaba su condición de saberse sin permiso. De hecho, nunca le pidieron que se corriera y siempre encontró un lugar donde ponerse mientras vendió sus pinturas, pero se asumía en una condición inferior, vivía en incertidumbre y soñaba con tener patente. Si bien las palabras “informal” o “ilegal” nunca salieron de su boca, ella se asumía como fuera de la regla. Su capacidad emprendedora nunca estuvo a toda marcha, debido a que su puesto era algo provisorio, mientras le saliera el permiso. “Esto es para darme vuelta no más, porque no tengo para invertir (…) Después, cuando me salga el puesto, tendría que comprar bastante mercadería” (notas de campo, 10 de junio de 2010).

Es interesante notar que la principal preocupación y ocupación de Aída, durante el tiempo que estuvo de colera planeando tener un puesto propio, fue que le dieran el permiso y no reunir el capital para invertir en su supuesto negocio. Para ella, el permiso significa una llave que le abrirá puertas. “Con el permiso puedo postular a un Fosis,2 para apoyo al negocio”, dice (notas de campo, 10 de junio de 2010). Sabe que no le dan dinero, sino que le compran lo que necesite; entonces piensa que le serviría tener un vehículo, aunque fuera viejo, para transportar sus cosas y mercadería para empezar. Aparte del fondo del Fosis, del que no sabe muchos detalles más que los que ha escuchado en la feria de otra gente que se lo ha ganado, no tiene un plan para empezar con su puesto, y en ese sentido, sus acciones se enmarcan en ir a la municipalidad a firmar para su permiso y salvar el día a día vendiendo de colera. La realidad de la informalidad, en el sentido de ser una comerciante sin regulación estatal, define parte importante de la actividad económica de Aída, sus siguientes pasos y sus expectativas.

Luego de algunas semanas de haber empezado a vender como colera, Aída se quedó sin mercadería, se le acabó todo lo que tenía y se quedó sin capital porque lo que ganó se lo fue gastando en sus necesidades diarias y las de sus hijos. Se peleó con su mamá y ésta se fue de la casa con el hermano menor de Aída, de 10 años, a vivir donde una tía. Aída quedó sola con sus hijos y su hermano de 17 años viviendo en la casa de su mamá, sin su ayuda para los gastos. Intentó obtener algo de dinero haciendo la denuncia en los tribunales de familia por la pensión alimenticia de sus hijos, pero no tuvo la respuesta inmediata que necesitaba, y optó por emplearse en la feria. Vendiendo frutas en un puesto, ya no piensa en obtener un permiso, y ya no se siente fuera de la regla porque trabaja en un negocio inscrito. Está aburrida, no gana mucho, pero se siente más segura.

A diferencia de Aída, los feriantes que tienen patente y han pagado sus cuotas sacan provecho de los beneficios que tiene la feria. Reconocen que no pagan iva3 y no se sienten fuera de la ley por no hacerlo porque afirman que “acá ninguno paga IVA” (notas de campo, 10 de junio de 2010). Se supone que ellos deberían declarar las facturas de sus compras y pagar un IVA presunto, pero no lo hacen y tampoco son fiscalizados por ello.

Algunos dueños de puesto son bastante exitosos, llegan a ganar casi dos millones de pesos al mes (4 000 USD), ahorran para su jubilación en una AFP y pagan su seguro de salud.4 Los que no lo hacen declaran otros mecanismos de ahorro y previsión, como tener una casa propia y un vehículo de carga, pero en general las personas que no ahorran para su jubilación no piensan en retirarse en un futuro cercano, se visualizan trabajando hasta que les den las fuerzas. La informalidad para los feriantes a los que les va bien no es tema, no existe. Su marco de orden lo da el tener patente y estar al día con el pago de ella, nada más.

La desventaja de la feria para ellos es la mala fama de los feriantes. Pilar, que trabaja con su marido en un puesto de abarrotes al que le va muy bien y tiene dos hijas universitarias, se apura a aclarar que en la feria hay de todo, pero que por mucha gente mal educada se mete a todo el mundo en el mismo saco y se asocia a la feria con personas de mal vivir. Ella fue miembro de la directiva de su feria el año pasado y se sorprendió de la poca educación de muchos de sus colegas. “En el libro de las firmas había puros borrones, mucha gente no sabe ni escribir”, cuenta (notas de campo, 10 de junio de 2010). También le afecta la poca honradez de los clientes; tanto, que los días de más afluencia de público, las quincenas y los fines de mes, su puesto es el único que tiene rejas que protegen los productos para evitar el robo. “Te roban por atrás, por adelante, ponen la bolsa tapando tu vista y mientras te piden algo echan al bolso otra cosa” (notas de campo, 17 de junio de 2010). Pilar cobra lo que ve que le roban en la cuenta final y se lo pagan, pero no siempre ve.

Conversando con distintos feriantes, es difícil establecer cuáles son los factores que hacen la diferencia entre las personas que venden y ganan bastante y las que no. Puestos que ofrecen lo mismo tienen resultados completamente distintos dependiendo de su localización dentro de la feria, la calidad y la variedad de sus productos (a las personas les agrada comprar todo a un mismo vendedor, como manera de ahorrar tiempo, por lo que si en un puesto hay muchos productos lo prefieren a uno donde no haya mucho de lo que quieren comprar), el estilo del vendedor y la frecuencia con que los comerciantes vayan a vender. La patente no es sinónimo de éxito en la feria, como lo cree Aída. La seguridad otorgada por el permiso para vender no cubre la inseguridad económica que significa trabajar de manera independiente.

En los casos en que los trabajadores ganan lo justo para vivir, no existe para ellos la necesidad de formalizarse. Sus necesidades son más inmediatas que la supuesta protección social que les otorgaría el Estado, de estar regulados por éste. Aspiran primero a tener qué comer y un lugar para vivir. Sin embargo, su informalidad laboral aumenta su desprotección y se ven afectados en su vejez por no tener jubilación o, cuando tienen problemas de salud, por no tener cobertura médica, asociada a lo que se ha definido como actividad económica formal. La realidad de la informalidad muestra entonces ser tautológica, contribuye a crear la pobreza y la exclusión social con la que muchas veces se la relaciona al asociar los beneficios de salud y previsión con determinadas regulaciones del trabajo.

Independientes, no informales

Ser independiente es una forma de trabajo valorada por casi todos los informantes. Desde los feriantes hasta los trabajadores por honorarios que finalmente dependen de un empleador, la independencia se asocia con libertad y flexibilidad. Ser independiente también se relaciona con la posibilidad de controlar lo que se gana controlando la intensidad del trabajo; es decir, si quiero más, trabajo más. Sin embargo, el concepto de trabajo informal desarrollado por las ciencias sociales no se asocia siempre a los beneficios del trabajo independiente, aunque pueda implicarlos. Como vimos, el concepto de economía informal construido en torno al eje de la regulación/no regulación del Estado no es el único generador del concepto. También lo son el carácter de subsistencia de la actividad, la baja productividad y la pobreza de los trabajadores que la ejercen. En ese marco, es importante volver a dejar en claro la imprecisión del término informalidad, al notar que hay muchos trabajadores informales, e independientes por lo tanto, con ingresos bastante mayores a los necesarios para subsistir, altamente productivos y no pobres.

Es el caso de Berta y su hijo Humberto. Berta, de 48 años, con varias interrupciones y otros trabajos en el camino, lleva 25 años abriendo las duras cáscaras de las nueces para sacar su pulpa. Empezó en una bodega donde le pagaban por kilo de pulpa extraído, pero no pudo seguir trabajando ahí porque uno de sus hijos, pequeños en ese entonces, tenía muchos problemas respiratorios y ella quiso estar en su casa. Se las rebuscó en varios trabajos hasta que en una de las bodegas donde había trabajado partiendo nueces le dieron la posibilidad de llevarse trabajo para la casa y coordinar a otras personas que partieran nueces a domicilio. El trato consiste en que a ella le entregan los sacos de nueces, que pesan 25 kilos en promedio, y ella tiene que entregar un 55% del peso en pulpa. A ella le pagan 30 pesos más por kilo (0.06 USD) que lo que ella paga a las personas que parten las nueces; entonces, en la buena administración de los otros está su ganancia, aunque ella misma también trabaja partiendo nueces.

Berta organizó su microempresa en su casa. Construyó en su patio un cuarto donde ubicó nueve puestos de trabajo. Ella ocupa un puesto y el resto de las personas son vecinos que en vez de hacer el trabajo en su casa lo hacen en el taller porque no tienen espacio o tranquilidad para hacerlo en sus hogares. No tienen horario de entrada ni de salida, pero sí un compromiso de entregar el trabajo hecho cuando el jefe de Berta, el repartidor de las nueces, tiene apuro. Él es un empresario que compra las nueces y que a su vez es socio de otra persona más. Ellos le entregan nueces a una empresa grande de frutos secos y otros alimentos, que las envasa para exportarlas o venderlas en el comercio minorista.

Berta no ve los bemoles del trabajo que ella ofrece, principalmente su intensidad —para que sea rentable, ella y sus empleados trabajan más de ocho horas diarias muchas veces, sobre todo cuando hay una entrega pendiente— y la falta de seguridad social. Berta declara ante el Servicio de Impuestos Internos (SII) los ingresos relativos a todo el dinero que le pagan por las nueces, es decir, por la totalidad de dinero que ganan ella y sus 18 empleados (nueve laboran en los puestos del taller de Berta y nueve en sus hogares). Esto es una falta ante el SII, ya que sus empleados no pagan impuestos y ella, al declarar un monto alto de ingresos, se ve perjudicada, pues le cobran un impuesto alto. Luego, para no tener que pagar tanto, Berta incurre en otra falta al sistema y declara parte de sus ingresos a nombre de su marido. Por otra parte, el sistema tributario chileno retiene como impuesto el 10% de los ingresos declarados y los devuelve el año siguiente, por lo que hay meses en que Berta, después de pagar a todos sus empleados, se queda sin dinero para ella, porque el monto retenido equivale a su ganancia. Cada año, entonces, en la fecha de la devolución de impuestos, Berta recibe gran parte de sus ingresos.

Berta toma la situación descrita como una forma de ahorro obligatoria. Gracias a su negocio ha podido comprar un auto cero kilómetros, ha arreglado su casa y tiene para vivir cómodamente. El trabajo de su marido es inestable; en la primavera y el verano trabaja haciendo ladrillos con la familia de Berta y luego, cuando se termina la temporada, trabaja en obras de construcción. Gracias al trabajo de Berta, hoy tienen una holgura económica como nunca antes. Actualmente, ella calcula que gana aproximadamente 500 000 pesos al mes (1 000 USD).

De la jubilación y el seguro de salud no se preocupa. El futuro no la asusta: “¿De qué me voy a asustar? ¿De recibir como 15 000 pesos [30 USD] menos? Una persona que impuso toda su vida y yo recibí mi plata todos los años” (notas de campo, 7 de abril de 2010). Desde que dejó las bodegas donde tenía contrato asociado con un ahorro para su jubilación y un seguro de salud, Berta no ha pagado más sus cuotas de AFP y Fonasa. Se atiende en el consultorio público y tiene que pagar de manera particular por los exámenes cuando los necesita con urgencia. Con respecto a su jubilación, ella ha sacado sus cuentas y piensa que de todas formas va a recibir la pensión solidaria que entrega el gobierno a las personas sin ahorros, equivalente a 75 000 pesos (150 USD), por lo que cree que no le conviene pagar impuestos por cerca de 30 000 (60 USD) todos los meses para recibir sólo un poco más.

Humberto, el hijo mayor de Berta, de 28 años, admira a su madre, pero no le gusta que no ahorre para su jubilación ni pague para tener una atención de salud mejor. De alguna manera, a sus ojos, esta situación pone al trabajo de su mamá como algo “raro”, dice él. Si bien no habla de informalidad, el hecho de que su mamá esté desprovista de protección social la sitúa en una posición menoscabada. Él, en cambio, cree que es muy importante ser ordenado, pensar en el futuro y ahorrar, pagar las cuotas en la AFP y el seguro de salud. Humberto trabaja contratado en una empresa de computación, lo que implica el ahorro obligatorio en ambos sistemas; además, una buena parte de sus ingresos provienen de su negocio independiente, que tiene varios aspectos que se calificarían como informales, según algunas definiciones de las ciencias sociales.

La microempresa de Humberto fabrica cometas (volantines en Chile). Él aprendió el oficio de volantinero con su mamá y la familia de ella. Su familia hacía volantines a la antigua, pegando distintos papeles para componer los diseños, curvando el colihue (vara que sostiene el cometa) en agua para lograr su flexibilidad y firmeza. Lo hacían todos juntos en la casa: él, su hermano y sus padres. Su mamá aprendió el oficio de su papá y se lo enseñó a su marido y a sus hijos. A pesar de que era una empresa familiar, pequeña y doméstica, generaba ingresos complementarios que permitían a la familia comprar electrodomésticos y muebles y mejorar la casa.

Comenzó su empresa propia junto con su novia, hoy su mujer, en la casa de los padres de ella. Hoy tienen un pequeño taller en lo que es su propia casa, al lado de los papás de Lorena, anuncian sus productos a través de una página web y están planeando aumentar la producción para esta temporada. Los volantines que venden tienen figuras impresas, no hechas con calado y pegado como antiguamente, y de esta manera logran una alta producción y venden al por mayor. Los clientes de Humberto son básicamente tres: los que pertenecen a los clubes de volantines, que son los que compiten, las empresas que mandan a hacer sus volantines con logo para promociones, y los que compran sólo el papel para luego armarlos y venderlos ellos mismos.

Humberto no piensa dejar su trabajo estable, que es su seguridad, aunque le vaya cada vez mejor con los volantines. Para él también son importantes los pagos a los sistemas de jubilación y salud que tiene por la empresa donde trabaja contratado, porque considera indispensable tener seguridad para el futuro: “Tener un futuro asegurado, ya sea por juntar una cantidad de dinero en el banco o por pensión” (notas de campo, 15 de mayo de 2010). De todas formas, Humberto y Lorena anhelan poder iniciar actividades, ordenar la empresa y ampliarla, pero no tienen el capital suficiente para hacerlo. Han querido postular a fondos para obtener un capital semilla, pero nunca han podido. Son de familias de ingresos sobre el nivel de la pobreza, Humberto tiene un auto, una casa sólida, ambos terminaron la enseñanza secundaria y tienen trabajos estables (Lorena renunció hace poco, pero trabajaba contratada hasta un año atrás) y, por lo tanto, no son beneficiarios de nada. Lorena me cuenta que a ella le gustaría poder tener un capital para empezar el negocio con más fuerza, pero ya renunciaron a tratar de conseguir algo y ahora lo que van a hacer es iniciar actividades como artesanos ante el SII. Requieren poder dar recibos cuando venden a empresas que necesitan rendir gastos.

La gente que trabaja con ellos no tiene contrato laboral y lo hacen a trato, de la misma manera que en el negocio de Berta, la madre de Humberto. Les pagan por cantidad de varillas pegadas o cantidad de dobleces hechos en el papel. Humberto trabaja con siete u ocho personas al año, las que lo hacen en sus casas y se especializan en uno de los procesos del armado del volantín: doblar los bordes, pegar el puntero (vara del medio), y Humberto es siempre el que pega el arco (vara que atraviesa el volantín). La idea es que se mecanicen en su trabajo, lo hagan por serie y logren muchas unidades al día. Humberto paga 10 pesos por el doblado y cinco por el pegado del puntero. Una persona rápida puede ganar 60 000 pesos diarios (120 USD), si es que dobla 6 000 papeles en un día. Hay gente que lo hace y otros que son lentos y no alcanzan. Para estos últimos no es buen negocio porque se demoran y no ganan mucho por día. Humberto cree que es un buen trabajo porque se hace en la casa, viendo televisión, conversando, y es flexible.

La semiinformalidad de Humberto se relaciona con su situación frente al SII y a la situación desprotegida de sus trabajadores y, en ese sentido, no le afecta directamente. Su deseo de formalizarse no tiene que ver con mejorar la situación de sus empleados, que sería lo más urgente, sino con su necesidad de agrandar el negocio, poder dar recibos a empresas grandes y así vender más. Sin embargo, las facilidades para impulsar los pequeños negocios no son alcanzables para él, porque están destinadas a microempresarios informales en situación de pobreza, y él no cumple con las condiciones que se han establecido para tal categoría.

Emprender para subsistir

Volviendo al estereotipo clásico creado por las ciencias sociales, del trabajador informal de subsistencia caracterizado por su baja productividad y la condición de pobreza derivada de la misma, las historias de Moisés, Luzmila y Jorge nos muestran que lo que prima en estos trabajadores no es la baja productividad de sus actividades, sino las limitaciones que les imponen distintos tipos de situaciones generadas por actores ajenos a su labor, como el sistema de salud y el bancario.

Moisés y Luzmila no han logrado sobresalir económicamente y su trabajo independiente les alcanza sólo para subsistir. Moisés ha sufrido las consecuencias de no tener protección de salud. Trabaja como fotógrafo independiente desde hace 15 años. El año pasado sufrió un accidente cuando iba en su moto a revelar unas fotos y quedó inválido. Hoy anda en silla de ruedas y su trabajo se le ha tornado más difícil. De ganar 400 000 pesos mensuales en promedio (800 USD), cuando podía caminar, hoy está ganando la mitad.

Ha tenido muchos problemas en el hospital público donde se atiende porque es beneficiario del programa más precario de Fonasa, tiene que esperar meses por una hora y todavía no le dan un turno para operarse su pierna. Sin embargo, ni él ni Angélica, su esposa, quien lo acompaña a las consultas médicas y se entiende con los médicos, asocian la mala atención a la precariedad del seguro de salud, porque para ellos la distinción que existe no es entre “trabajador informal con Fonasa clase A de indigente” versus “trabajador contratado con Fonasa clase D”, sino entre salud pública o salud privada. Moisés alega contra la forma total en que está organizado el sistema económico, contra las desigualdades e injusticias sociales; para él su informalidad, que no conceptualiza así sino como independencia, no es la causa de su pobreza.

Moisés piensa en postular a un fondo Fosis para mejorar su negocio de fotos y poder comprar mejores máquinas impresoras, para poder imprimir en su casa, y otras para hacer marcos, pero teme no cumplir con los requisitos. Gracias a su trabajo por muchos años como operador de maquinaria textil y luego a su trabajo como fotógrafo cuando le iba bien, tiene casa propia y bastantes comodidades, lo que sube su puntaje en su ficha de protección social (sistema que se utiliza en Chile para decidir la entrega de subsidios sociales), y cree que esto lo hace inelegible. Irónicamente, no le alcanza el dinero para vivir día a día. Su mujer quedó cesante; su hija, también cesante, vive de allegada con sus tres niños, y quien está sacando adelante el hogar es su hijo menor, que trabaja contratado en una empresa de telecomunicaciones.

Luzmila “se ganó un Fosis” (notas de campo, 12 de abril de 2010), como dice ella, lo que le permitió comprar telas y máquinas de coser para su negocio de confección de ropa. Ella hace ropa deportiva para los colegios de la comuna y tiene muchos clientes, aunque de todas formas no le alcanza porque ha habido temporadas en que se ha tenido que hacer cargo de todos los gastos de su casa cuando su hijo, que vive con ella de allegado con su señora y sus dos hijas, ha estado cesante. Mientras me explica su trabajo extendiendo la tela sobre la mesa me dice que ella “debería” pagar el IVA, pero que no lo hace. Y no por eso se siente fuera de la norma ni mal, sólo está consciente de que no lo hace. Los ilegales para ella son sus vecinos, que trafican droga, o los carabineros que les llevan autos robados para que se los desarmen, pero no ella. Sus deberes tributarios los conoce de cuando asistió al curso de microempresa a propósito de haberse ganado un subsidio del Fosis, pero no le quitan el sueño. Tampoco su jubilación, porque ella trabajó contratada varios años en distintas fábricas textiles y está esperando cumplir 60 años (tiene 52) para poderse jubilar y recibir una pensión producto de los ahorros de ese tiempo. Aunque eso no signifique parar de trabajar, ella cree que será una ayuda. Lo que sí ha complicado la vida de Luzmila es su salud y la mala atención que ha recibido en distintos hospitales públicos pero, al igual que Moisés, no lo atribuye a su categoría dentro de Fonasa, sino a no poder acceder a la salud privada. Fue diagnosticada con cáncer, la operaron y estuvo varios meses sin poder trabajar. Tiene pésima opinión de los consultorios públicos, los compara con las veces en que ha pagado “médico particular” y destaca las diferencias.

El supuesto de que el trabajador informal es pobre, en el caso de Moisés y Luzmila, a pesar de que ambos se encuentran en situación de pobreza, no es del todo cierto si vemos que la condición de precariedad de ambos no tiene que ver con su informalidad sino con otros factores, como la composición de sus familias, el allegamiento de sus hijos, la cesantía de los demás miembros de la familia y su estado de salud. En ese contexto, ahorrar para su jubilación y pagar por salud privada es impensable, debido a los gastos que deben enfrentar. Luzmila prefiere ahorrar cuando le va bien y luego invertir sus ganancias en arreglar su casa, comprar muebles o ayudar a sus nietas.

Otro tema que deben solucionar los trabajadores independientes es el acceso a crédito, ya que necesitan demostrar ingresos para solicitar un préstamo. Jorge, mecánico bastante exitoso, trabaja sin permiso municipal porque por razones urbanísticas no podría tener un garaje en la zona donde se ubica. Optó por dar recibos como persona natural por prestación de servicios para poder demostrar su renta ante los bancos. Esto le generaba un problema porque al dar recibo el SII le retenía el 10% de su ingreso, y aunque se lo devolviera al otro año, Jorge necesitaba el dinero en el presente. Por eso, luego de que le aprobaron el crédito para su casa dejó de dar recibos. Después de haber tenido años de relativa bonanza económica, su mujer quedó cesante, se le acumularon las deudas y hoy necesita cada peso para cumplir con sus compromisos bancarios. “Al final trabajo para pagar las cuentas, no más”, me explica (notas de campo, 1 de julio de 2010).

Nancy, la mujer de Jorge, contrató créditos de consumo y tarjetas de multitiendas. Jorge cuenta con cariño, pero con desaprobación, cómo su señora es tentada y compra cosas que luego son imposibles de pagar. Muchos de los muebles y electrodomésticos de la casa donde hoy viven fueron “sacados” (forma coloquial para la acción de comprar a crédito) de tiendas comerciales por Nancy y ella pagaba la deuda con su sueldo. Jorge no estaba al tanto de todas las deudas de Nancy hasta que la despidieron, sus ingresos bajaron considerablemente y Nancy tuvo que compartir el estado de sus deudas con Jorge. “La mamá de Nancy nos tiró un salvavidas porque nos iban a embargar la casa y con eso paramos el embargo”, cuenta Jorge (notas de campo, 1 de julio de 2010). Nancy había parado de pagar y entonces repactar la deuda y pagar las multas les salió muy caro. Según Jorge, tienen como para dos años de vivir muy apretados económicamente.

La ilegal calle

Los comerciantes ambulantes constituyen el mayor grupo de trabajadores informales, de acuerdo con las estadísticas de diversas fuentes (Encuesta Casen, Encuesta de Protección Social). Son ellos los que más fuertemente experimentan ser tratados como ilegales, aunque muchos vendan mercadería permitida e incluso, en algunos casos, tengan permiso para hacerlo en la vía pública. La distinción entre informalidad e ilegalidad la destacan Portes y Haller (2004), quienes argumentan que el trabajo informal no se dedica a la elaboración de productos finales ilícitos (a lo que se dedica la actividad ilegal), sino que elabora productos lícitos, pero a través de un modo de producción o de intercambio que se mantiene al margen de la ley. La percepción de ilegalidad que de los comerciantes ambulantes tienen los inspectores municipales y los carabineros está dada porque no tienen permiso para vender en la calle, no porque estén vendiendo mercadería pirata. Paradójicamente, la persecución policial de los comerciantes ambulantes ocurre muchas veces fuera de las normas.

En este contexto, el gran anhelo de los comerciantes ambulantes es conseguir permiso para vender en la vía pública, no formalizarse. Algunos comerciantes que trabajan en la municipalidad de Santiago desde hace muchos años, en lugares históricos como la Plaza de Armas, tienen patente para vender o prestar servicios, pero según los trabajadores más nuevos que no tienen permiso y han tratado de obtenerlo en la municipalidad, ésta ya no otorga patentes, por lo que están resignados a trabajar sin permiso y a escapar de los carabineros. Con los artistas de la Plaza sucede lo mismo: un grupo tiene permiso, el que fue seleccionado para actuar por un jurado de la municipalidad que calificó su calidad artística, y otros trabajan al margen de lo permitido (Palacios, 2008). En otros sectores de Santiago no trabaja nadie con permiso en la vía pública y la única solución que se les ha ofrecido, en distintas versiones y en varias municipalidades, es agruparlos en una feria. Esta alternativa no es posible para muchos de ellos, porque implicaría pagar arriendo por el puesto.

Milton trabaja vendiendo trabas de cuero para el pelo en una calle del barrio Bellavista y es presidente del gremio de artesanos del lugar. Alega que en otros países latinoamericanos las leyes protegen a los artesanos y en cambio en Chile “nos miran como si fuéramos delincuentes” (notas de campo, 12 de agosto de 2010). Él comenzó a vender en la calle cuando se quedó sin trabajo en la construcción, a raíz de la crisis de finales de 2008. Su señora, Amanda, hacía artesanías y las vendía en el barrio, de boca en boca, y al quedarse él sin trabajo decidieron aumentar la producción y que Milton saliera a venderlas. En el tiempo que lleva vendiendo en Bellavista, Milton ha construido un discurso sobre sí mismo y los artesanos comerciantes que los distingue de los peruanos que venden mercadería industrial o de los comerciantes ambulantes que venden dulces u otros productos también industriales. Él cree que la artesanía chilena corre peligro de extinción si no se protege a los artesanos que venden como ambulantes. En este sentido, es interesante notar que su discurso excluye a los otros comerciantes ambulantes y sólo da legitimidad a los artesanos en cuanto ellos persiguen, con su actividad, conservar un patrimonio nacional.

En lo práctico, el trabajo de Milton es difícil, ya que está permanentemente nervioso y atento a que no vengan los carabineros. Ya se lo han llevado preso y le han quitado toda su mercadería, sin devolvérsela. Lo arrestan por no cumplir con la ley de tránsito, con la resolución de obstaculizador de la vía pública, ya que no existe una normativa respecto al comercio ambulante. Le han puesto una multa que no ha pagado, por lo que se arriesga a que lo vayan a buscar a su domicilio y lo arresten nuevamente. Su opinión de los carabineros es muy negativa porque son ellos quienes lo persiguen, pero aún más desde que un amigo le dijo que había visto su mercadería a la venta en un bazar de La Florida (distrito santiaguino) atendido por un carabinero. Milton se siente muy estafado, pero no puede denunciar nada. Le da mucha rabia que además de que lo persigan le roben su trabajo, pero no pretende renunciar a lo que hace. Después de haber abandonado la construcción, le ha tomado el gusto a la independencia y a la flexibilidad horaria. También a las ganancias: en un fin de semana puede vender 75 000 pesos (150 USD).

Para el caso de los artesanos que venden de forma ambulante como Milton, resulta contradictorio que existan programas gubernamentales y municipales para enseñar a las personas a hacer artesanías como forma de ganarse la vida y que no ofrezcan ninguna alternativa para poder comercializarla luego. Amanda, quien hace la mercadería y le enseñó a Milton el oficio, hizo un curso en la municipalidad. Milton dice: “El gobierno nos da Fosis, nos da recursos, seminarios y una pila de cosas más, pero no te da espacio para trabajar, no nos dan un espacio para exponer. Entonces es contraproducente que digan que apoyan a los artesanos” (notas de campo, 12 de agosto de 2010).

Los que sí consiguieron su espacio para trabajar son los comerciantes que venden en los buses del Transantiago.5 A fines de 2008 consiguieron que se aprobara una ley que les permite vender en la locomoción colectiva. Para conseguirlo, estos comerciantes se organizaron en un sindicato y lograron un acuerdo con los parlamentarios y el poder ejecutivo. Ahora todos los comerciantes reunidos en el Sintraloc (Sindicato de Trabajadores de Locomoción Colectiva) suben a los buses con una credencial que acredita su afiliación, tiene su nombre y su número de registro, y andan uniformados con una casaca roja con el nombre del sindicato. Sin embargo, les ha costado hacer valer su derecho frente a los carabineros, que en un principio los tomaban presos de todos modos y les quitaban su mercadería. Actualmente, todavía los pueden arrestar porque aún no se aprueba en el Ministerio del Interior la resolución que permite que estos comerciantes inicien actividades, por lo que no están pagando el impuesto correspondiente.

Desde que lleva credencial, Joan, quien vende en los buses desde hace 15 años, ha notado que el trato de los pasajeros hacia él es distinto. Nota más confianza y las mujeres ya no esconden la cartera cuando él pasa a su lado. Por otra parte, el orden que le impone el sindicato, su uniforme, el pago de cuotas mensuales, la asistencia a reuniones para lograr formalizarse (pretenden empezar a ahorrar en el sistema de pensiones, pero quieren negociar con el gobierno un acuerdo que les permita tener un monto de jubilación inicial aludiendo a los años en que han tenido que trabajar al margen de la ley y sin posibilidad de ahorrar en el sistema), lo aleja de la caricatura del trabajador informal del rubro del comercio ambulante, improductivo y asistémico. Asimismo, el Sintraloc tiene un reglamento para sus miembros que establece que no se puede vender mercadería de dudosa procedencia, es decir, pirateada o robada, con lo que se diferencian de los comerciantes ilegales.

Entre los comerciantes ambulantes el rango de ingreso es amplio. Depende mucho de la intensidad del trabajo y de lo que vendan; los que venden mercadería hecha por ellos o tienen la posibilidad de comprar al por mayor a menor costo, perciben un ingreso significativamente mayor que los que venden dulces comprados en una distribuidora. En una mañana de trabajo en la locomoción colectiva un comerciante puede ganar entre 10 000 y 60 000 pesos (entre 20 y 120 USD).

Dependientes independientes

Siguiendo la definición de Portes, encontramos a un grupo de trabajadores que, aunque entreguen recibo por la prestación de servicios, son informales en lo que se refiere a pagar cuotas en el sistema de salud y el previsional. Este grupo de trabajadores se autocalifica como independiente, pero en la práctica es dependiente, ya que debe seguir las reglas impuestas por su empleador para poder trabajar en su empresa a pesar de no tener contrato laboral. Su trabajo está regulado por el SII a través del recibo que estas personas emiten, pero experimentan distintas situaciones de precariedad en su trabajo cotidiano al estar desprovistas de toda protección laboral y, al mismo tiempo, estar bajo la tutela de un jefe.

Vanessa tiene 20 años y trabaja como manicurista en una cadena del rubro. La empresa tiene locales en varios centros comerciales de Santiago y sus sucursales abren de lunes a domingo. El horario de Vanessa incluye un día hábil libre a la semana y un domingo cada dos semanas. Cumple con la cantidad semanal de horas acordada de palabra con su supervisora, las que dependen del arreglo conjunto que se logre entre las demás manicuristas que trabajan en el local. De esta forma, hay días en que entra a mediodía y otros en que comienza a las 10 de la mañana, cuando abre la manicura. Algunos días sale a las nueve de la noche, cuando se cierra el centro comercial, y otros, un poco más temprano. Para las festividades del 18 de septiembre (día en que se celebra la independencia de Chile) estaba feliz, porque los centros comerciales fueron obligados por ley a cerrar y ella pudo tener unos días de descanso. Después de cuatro meses de trabajar en la compañía (antes trabajaba en otra similar, la competencia, con condiciones laborales del mismo estilo), le aumentaron las horas de trabajo para enfrentar la demanda de la temporada primavera-verano sin tener que contratar a más personal. Vanessa tuvo que aceptar el nuevo horario aunque a ella no le gustara porque significaba quedarse muchos días hasta última hora y ella se demora una hora y media en locomoción colectiva desde su casa a su lugar de trabajo.

A pesar de todas estas condiciones, a Vanessa le gusta su trabajo porque lo encuentra “de señorita”, como dice ella. No se ve trabajando de empleada doméstica ni en una empresa de aseo, que son las opciones que cree más posibles. Ella estudió un año en un instituto de estética al egresar de la educación secundaria e inmediatamente después se puso a trabajar. Le pagan por atención, un 35% de lo que vale el servicio, y los clientes se los reparten entre las manicuristas por orden de llegada. Hay días en que va poca gente a hacerse las manos o los pies y Vanessa alcanza a atender a una sola persona, o a ninguna y no gana nada. Cuando alguien pide atenderse con ella le conviene mucho porque no tiene que esperar su turno para trabajar. Por esto, el sueldo de Vanessa varía todos los meses. En invierno ganó mucho menos porque estuvo enferma. Esos días no se los pagó nadie, pero de igual manera tuvo que llevar un certificado médico a su trabajo para demostrar que realmente estaba enferma. Ella no se había planteado para qué necesitaba su empresa un certificado hasta que se lo pregunté, pero más allá de decirme que no lo había pensado, no le pareció raro (notas de campo, 19 de julio de 2010).

Además de cumplir horarios, Vanessa debe vestir uniforme y hacer las manos y los pies siguiendo una rutina estricta que impone la empresa y que no puede demorar más que 45 minutos por atención. Los materiales y herramientas para su trabajo corren por parte de la empresa; a cada manicurista le entregan un canastillo con lo necesario para atender y le facilitan el uniforme.

Distinto es el caso de Inge, depiladora en un local de un centro comercial, quien tiene que abastecerse de lo necesario para atender —máquina calentadora de cera, cera, paletas, crema, pinzas, algodón, alcohol— y de su uniforme. Según ella, ser independiente o no serlo es igual, porque de todas formas se gana poco. A diferencia de Vanessa, que es joven, no tiene responsabilidades económicas y todavía depende de su mamá en el sistema de salud (ella paga por Vanessa), Inge es madre soltera de tres hijos, dos de los cuales ya son mayores de edad e independientes. Por eso siempre se ha impuesto en los sistemas de AFP y salud, para poder contar con seguro para sus niños. Trabaja hace más de 10 años en el mismo lugar; antes tenía contrato por el sueldo mínimo y el resto contaba como comisión, es decir, no estaba sujeto a impuesto ni contaba para pagar los sistemas de AFP y salud. Por eso, lo importante para ella es tener sus clientes propios, para asegurarse un sueldo mínimo de 300 000 pesos al mes (600 USD).

Las condiciones de estos trabajadores seudoindependientes varían para cada caso. En algunas peluquerías las estilistas tienen que llevar ellas mismas su secador de pelo, alisador y todo lo que necesiten para hacer sus peinados, y en otras se los facilitan; lo que es igual es la desprotección que enfrentan no sólo respecto a no tener protección social, a menos que paguen sus cuotas en los sistemas de jubilación y salud de manera independiente, sino también frente a accidentes laborales, abusos y otras situaciones que pueden ocurrir en un marco de dependencia.

Otra modalidad de dependencia con la fachada de independencia son los trabajadores a domicilio. Teresa fabrica las banderas promocionales de tres líneas de supermercados de Santiago. Ella es la encargada de coserlas, instalarlas y mantenerlas impecables flameando en los mástiles a la salida de los locales. Le pagan por servicio y debe cumplir los plazos establecidos y las instrucciones para la confección. La independencia para Teresa se juega en que no debe trabajar en una fábrica y puede arreglar sus tiempos de trabajo de la manera que más le acomode para hacerse cargo de sus hijos y de su hogar. Sin embargo, reconoce que no tiene poder de negociación alguno a la hora de fijar los precios y que tampoco tiene protección frente a un despido. Está obligada a aceptar lo que le ofrecen sin derecho a réplica.

La heterogeneidad y la disgregación de estos trabajadores, entre los que se encuentran personas que ganan un sueldo cercano al millón de pesos (2 000 USD) y otras que no alcanzan el ingreso mínimo (en Chile, aproximadamente 370 USD), hacen difícil pensar en que se puedan organizar sindicalmente como lo hacen los feriantes o los comerciantes ambulantes. No sólo son opacos frente a las estadísticas, en las que aparecen como trabajadores formales o informales dependiendo de cómo estén formuladas las preguntas y del criterio que se use para calificar la informalidad, sino que tampoco se conocen entre ellos. Adriana, quien trabaja para una empresa de rodamientos que recibe piezas hechas en China y las clasifica para luego distribuirlas a fábricas fuera de Chile, no sabe quién más hace su trabajo. Ella se dedica a pesar cada rodamiento de las bolsas de cerca de 6 000 piezas que le entregan cada tres días más o menos, y a clasificarlos según su peso. El camión que le trae el trabajo pasa por su casa a cualquier hora, sin aviso, y lo mismo sucede para la retirada de éste. Le pagan cada 15 días por el trabajo hecho, el que le anotan en una libreta de entrega y recepción de material. Pero si Adriana tiene cualquier problema no sabe con quién comunicarse, sólo conoce a la vecina que le consiguió el empleo, que es la suegra de una de las personas que trabaja en la compañía. Su desconexión es total, no cuenta con ningún canal de comunicación establecido, como supuestamente los hay en las empresas formales.

La informalidad de los trabajadores dependientes-independientes no se ve, no la perciben pero, como hemos visto, influye en su vida cotidiana. Es una dependencia que tiene la imagen de flexibilidad y privilegios de libertad, pero que implica bemoles encubiertos.

Conclusiones

La realidad del trabajo informal que han construido las ciencias sociales es muy difícil de ver en la práctica; más que nada, existe en el mundo social creado por estas disciplinas. Sin embargo, esta realidad resuena, por así decirlo, en la experiencia de los trabajadores que se asocian con el mundo informal a través de alguno de los métodos utilizados para su medición. Es así como hemos visto que en la mayoría de los casos existe algún grado de preocupación por no tener ahorros para la jubilación. Ésta se manifiesta ya sea negando que un contrato y un trabajo apatronado les solucionaría ese tema o haciéndose cargo del ahorro de manera independiente.

El concepto de informalidad, asociado a la falta de regulación del Estado y de protección social, construye la realidad de los juicios y opiniones acerca de una situación que quizá, de no ser puesta sobre la mesa de discusión por las políticas públicas, no existiría de esta forma. Para los trabajadores que están menos informados sobre cómo funciona el sistema previsional y la reforma del mismo promulgada en 2008, o los que no han tenido experiencias importantes lidiando con el sistema de salud público, lo que existe es el futuro, y frente a éste, sus actitudes son diversas. Las formas de enfrentarlo en muchos casos no pasan por un contrato laboral ni por la inscripción en una AFP o Isapre de manera independiente, sino por estrategias como la acumulación de bienes de capital, comprar la casa propia o tener ahorros permanentes, ya sea en dinero o mercadería, para poder subsistir en una emergencia.

Por otra parte, los trabajadores informales de subsistencia, con las características que las ciencias sociales describen, existen como tales sólo en los análisis. Las estadísticas muestran una particular versión de los trabajadores informales, los constituyen en un set de personas individuales con atributos cuantificables, como sexo, edad, sector de la economía y tipo de contrato, que pueden ser agregados para producir una distribución de estas variables de manera colectiva. Lo cierto es que la realidad es muchísimo más heterogénea que la definición entregada y desborda la categoría, como pudimos ver en los casos presentados en este artículo.

Sin embargo, la existencia de esos análisis en la realidad del mundo social creado influye en las percepciones que otros tienen de los trabajadores informales. La informalidad pasa a ser una lente de las políticas públicas para observar a un grupo de trabajadores en el momento en que postulan para un beneficio o son considerados para los sistemas de salud y previsión. La asociación de estos últimos con un contrato laboral de ciertas características constituye una limitación para acceder a ellos, incluso para trabajadores que perciben un ingreso promedio mayor o igual al sueldo mínimo. Algunos trabajadores alegan por su derecho a una jubilación y a una atención de salud digna, pues laboran igual que otros. De alguna manera, la etiqueta informal/formal oscurece un elemento importante de develar para los trabajadores, que es la contribución a la recaudación fiscal.

Al mismo tiempo, la etiqueta de informal, en los casos en que se confunde con ilegal, estigmatiza a los trabajadores, los expone a tratos indebidos y afecta su autoimagen. Esto es especialmente verdadero en los casos de los comerciantes ambulantes y los coleros de la feria. La diversidad de las experiencias laborales de las personas que trabajan en la calle hace que el concepto de trabajador informal no integre muchos, y muy importantes, aspectos de su labor y que se construya una realidad colectiva del comerciante ambulante informal que no está conectado con las prácticas de cada uno. En la ciudad de Santiago, muchas de ellas apuntan al desarrollo de actividades innovadoras que no tienen espacio en el mercado formal, como es el caso de las prácticas creativas de muchos jóvenes artistas callejeros y de maneras de comercio altamente productivas, como las de los vendedores propagandistas de la locomoción colectiva y feriantes.

En relación con esto, es interesante notar que la idea del trabajo informal que se ha desarrollado en el contexto latinoamericano nace en el marco del proyecto modernizador de América Latina. Tal proyecto, 40 años después, ya no es el mismo; mejor dicho, se ha extinguido. Hoy el desarrollo económico de la mayor parte de los países del continente está regido por ideas neoliberales y el trabajo informal, en ese nuevo contexto, no está asociado necesariamente a las realidades de pobreza y baja producción.

La complementariedad entre los sectores de la economía formal y la informal se hace necesaria para elevar los niveles de crecimiento económico, y esto puede significar tanto precariedad como riqueza en el denominado trabajo informal. Al mismo tiempo, la flexibilidad laboral y la precariedad se han hecho presentes de forma creciente en los sectores formales de la economía, y el supuesto Estado de bienestar6 que sería la solución en términos de protección social, se ha visto menoscabado. En muchos de los países del continente ya no hay una relación entre bienestar y formalidad, porque los empleos formales no aseguran bienestar económico ni condiciones de trabajo dignas, y los servicios de jubilación y salud no aseguran previsión ni salud a las personas. Actualmente, más que estar o no en el sistema, lo que influye en el futuro bienestar es el monto ahorrado en la AFP o el precio que se pague mensualmente por el plan de salud.

No obstante lo anterior, es importante diferenciar entre políticas públicas que promueven la energía empresarial por medio de la entrega de fondos de iniciación para proyectos, beneficios tributarios y capacitación, entre otras herramientas; y aquellas que buscan reducir la responsabilidad que tiene el Estado en la promoción del empleo de calidad promoviendo el empleo independiente en la línea de aumentar excesivamente la flexibilidad laboral que permite contrataciones y despidos sin incurrir en costos de indemnización y otras formas de protección para el empleado, o a través de la disminución de la fiscalización de las condiciones de trabajo. En esta misma línea, cabe mencionar que el trabajo informal, aunque no esté ligado en todos los casos a condiciones de pobreza, sí puede contribuir a ella cuando está asociado a condiciones precarias de trabajo que menoscaban el ingreso del trabajador, su salud y su vida familiar.

Dada la heterogeneidad de los trabajadores categorizados por alguna razón como informales, se necesitan nuevos métodos que aprehendan las diferencias y las particularidades en el mundo del trabajo actual, que es cada vez más complejo en el contexto de alta conectividad y escala de intercambio de bienes y servicios, movilidad e innovación. Hemos visto cómo el trabajo informal no es una categoría dicotómica, sino que se pueden encontrar muchos matices al analizarla. La importancia de la escala es fundamental, ya que las personas producen diferentes escalas sociales por medio de sus prácticas, que no son reducibles a la dicotomía formal/informal; hay un rango enorme de posibilidades entre un polo y otro, además de múltiples combinaciones e intercambios entre ambos. Debemos entender la escala como algo que los actores hacen, no como una variable preexistente (Latour, 2005: 183-184).

En la medida en que las ciencias sociales sean capaces de desarrollar métodos que contribuyan a construir nuevas realidades, que ayuden a hacer más real la realidad del tipo de trabajos citados (independientes, atípicos, innovadores, precarios, productivos, etc.), podremos aspirar también a desarrollar políticas públicas adecuadas a esas realidades complejas y escurridizas, y así contribuir a actuar situaciones de integración y oportunidades en el mundo laboral actual.

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Recibido: 11 de enero de 2011
Aceptado:
11 de julio de 2011

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