Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Demystifying violence: criticism of the (technical) discourse on citizen security

Marcelo Moriconi Bezerra*

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* Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Instituto Universitário de Lisboa (ISCTE-IUL), Centro de Investigação e Estudos de Sociologia (CIES-IUL). Temas de especialización: violencia, inseguridad, corrupción, democracia, teoría política, retórica. Rua Jacinto Nunes 9, 2do. Direita, C.P. 1170-187, Lisboa, Portugal. Correos electrónicos: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>, <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: La seguridad ciudadana se convirtió en uno de los tópicos principales de la ciencia política latinoamericana. A pesar de la abundante literatura al respecto, un recorrido genealógico por esta tradición discursiva demuestra algunas limitaciones cognoscitivas. Prevalece un pensamiento técnico que crea una supuesta narrativa apolítica a la hora de combatir la violencia y elimina la posibilidad de un debate político que no se centre en el hecho violento objetivo, sino en la comprensión del alcance de la vida buena. En este sentido, el presente trabajo propone revisar los criterios de veracidad de la sociedad contemporánea como focos de malestar.

Palabras clave: violencia, seguridad ciudadana, discurso, pensar técnico, criterios de verdad.

Abstract: Citizen security has become one of the main topics in Latin American political science. Despite the abundant literature on the subject, a genealogical tour of this discursive tradition reveals a number of cognitive limitations. There is a prevalence of technical thinking that creates a supposedly apolitical narrative when it comes to combating violence and eliminates the possibility of a political debate that does not focus only on the objective violent event but rather on understanding the scope of the good life. In this respect, this paper seeks to review the criteria of veracity of contemporary society as focuses of malaise.

Key words: violence, citizen security, discourse, technical thinking, criteria of truth.

En los últimos años, la inseguridad se ha convertido en un tema fundamental de la agenda política de Latinoamérica, región considerada como la más violenta del mundo (Banco Mundial, 1997; Briceño-León, 2008). A partir de esta coyuntura, se dio énfasis a los estudios acerca de la seguridad ciudadana, tópico que se consagró como uno de los temas centrales de la ciencia política regional.

En términos prácticos, los estudios sobre la seguridad ciudadana se fundan en dos perspectivas diferenciadas, aunque complementarias: una perspectiva normativa, enfocada a definir situaciones ideales sobre lo que deberían ser la ciudadanía y el orden (González, 2003: 17), y otra centrada en la creación, implementación y evaluación de políticas públicas destinadas a combatir los contextos de inseguridad y las causas de la violencia.

A pesar de la abundante literatura en torno al tema, un recorrido genealógico a través de esta tradición de discurso muestra ciertos puntos de conflicto discursivos que limitan el pensar político en torno a la seguridad y la violencia e imposibilitan las propuestas radicales.

Las definiciones del tópico y sus problemas

La seguridad ciudadana parte de un enfoque preventivo que busca generar las condiciones personales, “objetivas y subjetivas”, de “encontrarse libre de violencia o amenaza de violencia” (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, 2006: 35). Para Patricia González, la seguridad ciudadana se define como “el derecho de los integrantes de la sociedad de desenvolverse cotidianamente con el menor nivel posible de amenazas a su integridad personal, sus derechos y goce de sus bienes” (González, 2003: 16). Una definición más amplia sugiere “la preocupación por la calidad de vida y la dignidad humana en términos de libertad, acceso al mercado y oportunidades sociales. La pobreza y la falta de oportunidad, el desempleo, el hambre, el deterioro ambiental, la represión política, la violencia, la criminalidad y la drogadicción pueden constituir amenazas a la seguridad ciudadana” (ILPES, 1998: 5). En definitiva, se apunta a hacer un análisis global acerca de cómo las sociedades perciben y gestionan las amenazas en contra de algunos individuos.

Sin embargo, en términos prácticos no se busca dar cuenta de las potenciales inseguridades del ser humano, sino analizar las inseguridades relacionadas con el delito, la violencia y el crimen. De hecho, el PNUD considera que el principal objetivo de la seguridad ciudadana es conseguir que se erradique el temor a una agresión violenta, el respeto a la integridad física y el poder disfrutar de la privacidad del hogar sin miedo a ser asaltado, y poder circular tranquilamente por las calles sin temer un robo o una agresión (PNUD, 1998a: 128). Aquí, por ende, se puede ver el primer conflicto discursivo. Por ejemplo, no existen en la literatura sobre la seguridad ciudadana referencias a los accidentes de tránsito, principal causa de muerte no natural en países como México o Argentina.

El verdadero motor de acción de esta tradición de discurso es el aumento de la violencia en la vida diaria y en los actos delictivos (aumento de asesinatos en robos o secuestros). Todo problema social que se considere como potencialmente generador de violencia, desde la pobreza hasta la desigualdad, la inseguridad o el consumo de drogas, ingresará a la agenda del tópico, pero no por ser considerados problemas por sí mismos, sino por ser generadores del problema real que preocupa a la tradición discursiva, es decir, el aumento de la violencia en el día a día ciudadano.

Por otra parte, subyace al tópico un problema semántico: la violencia implica al menos a dos sujetos. De esta manera, al centrarse en uno de los actores necesarios y pugnar por la seguridad del ciudadano, el actor restante queda desamparado frente a la ciudadanía, en un estado de paria, y queda a merced de lo que Giorgio Agamben denomina como la nuda vida. Este sujeto no-ciudadano no sería parte del sistema de prevención de riesgos y vulnerabilidades, incluso de los traumas que pudieran generar la situación de violencia. Uno será ciudadano mientras no sea violento. En caso contrario, la re-socialización ofrecida para su reinserción a la sociedad será el marco en el que el sujeto pueda o no recuperar la ciudadanía. En definitiva, la seguridad ciudadana se diferencia de las políticas de seguridad nacional porque ya no se parte de la construcción del enemigo externo, sino del interno.

Las limitaciones del pensar técnico: medir y cuantificar

Uno de los puntos críticos del tópico radica en lo difícil que es estipular un concepto general sobre la violencia. Algunas de las definiciones de violencia más utilizadas son:

El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga posibilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones (OMS, 2002: 5).

El uso o amenaza de uso de la fuerza física o psicológica, con intención de hacer daño de manera recurrente y como una forma de resolver los conflictos (Guerrero, 1997; McAlister, 1998; Tironi y Weinstein, 1990).

Los estudios distinguen varios tipos de violencia, sistematizados de acuerdo con sus características: violencia física, psicológica o sexual; violencia contra niños, mujeres o ancianos; violencia política, racial, homofóbica o de género; violencia doméstica, laboral, callejera o institucional (Larraín y Delgado, 1997; Buvinic, Morrison y Shifter, 2002).

Pero, en términos empíricos, se da privilegio a la violencia física para facilitar el uso de formas tradicionales de recolección de datos, como el registro de lesiones o fallecimientos. Esto se relaciona con un problema central de la ciencia política contemporánea: la necesidad de ordenar, de recurrir al mero dato, de buscar la racionalidad lógica del estudio y descartar todo aquello que no pueda ser cuantificado. Debido a este problema, y a su utilidad muy limitada, algunos autores han sugerido la muerte de la ciencia política (Cancino, 2008; Sartori, 2005). Incluso, aunque esta base empírica —de estadísticas oficiales y encuestas— es cuestionable (Huhn, Oettler y Peetz, 2006), se sigue recurriendo a ella. Los cuestionamientos son mayores a la hora de comparar países que ni siquiera manejan los mismos códigos estadísticos.

Los enfoques técnicos restringen el análisis a asuntos de procedimiento, evaluando la eficiencia y la eficacia de las políticas públicas sobre la seguridad, analizando los gastos que la violencia genera en las arcas del Estado (tanto en el mundo jurídico y policial como en temas de salud o seguridad privada), la cantidad de víctimas y delitos, el aumento de las detenciones. No hay debate abierto sobre el/los deber/es ser de la vida: la política se vuelve management.

Si son conocidas las manipulaciones que habitualmente se realizan de los datos oficiales dependiendo de la coyuntura política, también hay que tener en cuenta los problemas metodológicos a la hora de realizar encuestas. En este sentido, Huhn, Oettler y Peetz (2006) advierten que la violencia es considerada uno de los principales problemas de Latinoamérica simplemente porque la gente lo dice, pero se omite el tratamiento discursivo de los medios de comunicación sobre el tema. Según estos autores, los medios influyen en la respuesta de los encuestados, por lo que los procesos de desintegración social no serían consecuencia inmediata de la situación de violencia y seguridad como tal, sino del discurso sobre esa situación. Por ello, proponen entender la violencia como “construcciones sociales y no como fenómenos objetivamente existentes”. De esta manera, lo importante es determinar cuáles discursos de violencia circulan en cuáles espacios públicos y cuáles son las prácticas sociales y políticas relacionadas con estos discursos.

Por supuesto, esto amplía el espectro de estudio a las instituciones informales y a las prácticas culturales de cada sociedad: tan importante como el delito común serán la utilización política de grupos de presión violentos, los abusos de poder por parte de la policía, el uso social de productos y mercancías provenientes del delito, la naturalización de la existencia de lugares que abiertamente son promovidos como venta de mercadería barata debido a su procedencia ilegal.

Las limitaciones del mero dato y el hecho concreto

Otra limitación de este discurso se podría definir como la obsesión por el mero dato. El acto criminal es lo importante, y sobre eso hay que ser efectivo, hay que prevenirlo. La existencia del acto criminal sería lo que denota mala calidad de vida; si esto no existiera, el discurso pareciera promover la idea de que todo estaría bien. Otros problemas como la corrupción, la deshonestidad de los funcionarios públicos, la deslegitimación de las instituciones, sólo ingresan en el debate porque se considera que influyen en la materialización del acto criminal.

Esto se relaciona con la obsesión metodista de la ciencia política actual y el auge de la investigación empírica, a la que se le exigen resultados medibles. Sólo lo cuantificable ingresa dentro de lo factible de ser evaluado. Las elucubraciones sobre cómo es o debe ser la política se consideran especulación vacía precientífica: “ideas, ideales, convicciones, factores internos a la persona, [todo esto] es rechazado porque, a efectos científicos, no existe, pues es sólo producto de la imaginación y no experimentable” (Roiz, 1982: 114).

El ideal social pareciera promover que se mantuviera todo igual pero que el acto violento no se materialice. No se propone un análisis profundo, si se quiere filosófico, de lo que la violencia significa. Se tiende a aislar el hecho puntual de la seguridad del resto del orden social y, por ello, no se complejiza la situación relacionándola con otro tipo de problemas, como la productividad de la violencia como elemento de identidad y subjetivación política. El tópico “la vida es una guerra” sale a escena, esta vez en una perspectiva que aboga por normativizar el contexto bélico social.

La manía por trabajar sobre el mero dato, por otra parte, tiene que ver con la coyuntura actual, en la que la política está signada por el corto plazo de los calendarios electorales. El futuro, como potencialidad, no ingresa a la agenda política (Innerarity, 2009). Bajar un índice delictivo, aunque no sea más que un triunfo momentáneo, es un logro político que puede determinar un triunfo electoral. Esta sociedad acelerada no tiene tiempo para la reflexión amplia.

Centrándose simplemente en la materialización del hecho, surgió la prevención situacional, que busca reducir las oportunidades para el ejercicio de la violencia haciendo que el crimen se haga más peligroso y difícil. Sus medidas apuntan a la metodología de prevención de la violencia mediante el diseño ambiental (CPTED, por sus siglas en inglés). Este tipo de medidas, evaluadas cuantitativamente a corto plazo, han sido calificadas como efectivas por los organismos internacionales (Buvinic, 2008). Ahora bien, es lógico que un tipo de hecho puntual, como el atraco en la oscuridad de una plaza, pueda reducirse si se ilumina la plaza y se coloca seguridad pública. Para el pensamiento técnico, esto sería un logro. Pero de esta manera, otra vez, se está previniendo el hecho en sí, un tipo de delito o acción violenta, y no la raíz de la inseguridad y la violencia. No se apunta a las causas, a los motivos y, al no hacerlo, no se erradica el foco, la necesidad o las ganas de materializar el delito. Éste mutará y, si no se puede hacer más en la plaza pública, pues se cometerá en otro lado, o se comenzará por romper a pedradas la iluminación o se intentará corromper a los guardias asignados a la zona.

Un ejemplo claro de esta situación se percibe en el robo de autos. Desde hace algunos años, los autos han incorporado tecnología de seguridad: llaves codificadas, inmovilizadores, etcétera. Es decir, se buscó poner obstáculos para el robo. Ahora se hace necesario que la llave original —o el conductor/dueño del vehículo— se encuentre con el coche para que éste pueda ser robado. ¿Se acabaron los robos de coches? No, se inventaron nuevos modus operandi que van desde el asalto a mano armada hasta el secuestro, hechos que, en Argentina, se han convertido en los casos más resonados de inseguridad.1 ¿Cuál fue el problema de este modo de pensar? Se buscó una solución que proveyera de más seguridad al auto, aunque no al dueño. Lo que se debe entender, y atacar, son las actividades paralelas, las redes simbólicas, que determinan que el robo de coches sea algo interesante.

Un ejemplo menos trágico de este modo de pensar, y de las carencias cívicas de algunas sociedades a las que nos referimos, es la separación en los transportes públicos para evitar acosos sexuales. El sistema de transporte público mexicano, por ejemplo, tiene vagones exclusivos para mujeres, debido a los abusos y manoseos que sufrían. Es decir, muchos varones no tienen desarrollada la capacidad cívica de poder compartir un espacio, sea público o no, con una mujer sin considerarla un objeto sexual. Pero no sólo el hecho puntual da muestras de la incivilización, sino también el espíritu de la medida política. Por supuesto que si las mujeres van a ser manoseadas al utilizar un transporte público, hay que tomar una medida para acabar con la amenaza. Pero la solución final no debe apuntar a la separación, el problema real es que los hombres deben aprender a compartir el espacio público con las mujeres sin tener que manosearlas. Dividiendo, el problema no se soluciona, se obstaculiza y se niega. Mientras deba existir la división para proteger la integridad femenina, ni se puede hablar de civismo ni se puede hablar de democracia ni se puede esperar una sociedad donde la violencia no sea la regla.

Sin una cultura del respeto, sin un Producto Interno Culto acorde con el nivel de orden social deseado, difícilmente pueden conseguirse medidas efectivas para mejorar la calidad de vida. Una educación signada por el culto de las virtudes es elemental en este sentido.

¿Cómo puede afectar a la inseguridad la carencia de un orden virtuoso? Desde hace algunos años, el ámbito público y el comercial se han convertido en espacios filmados. La inseguridad aumentaba y el ojo avizor de las dos dimensiones se transformó en guardaespaldas social. Supuestamente, nadie delinquiría si está siendo visto o grabado. Pero los actos violentos siguieron y aumentaron. Ser filmado no fue un obstáculo para los criminales, ni siquiera para aquellos que, consciente o inconscientemente, exponían su primer plano a la tecnología sin dejar opción para presunciones de inocencia. El honor herido de verse filmado delinquiendo no es una condena social intolerable en una sociedad poco virtuosa.

Otro ejemplo claro ha sido la proliferación de barrios cerrados. En los alrededores de la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, se han creado infinidad de countries o barrios privados con seguridad propia. Hacia Pilar, Malvinas Argentinas, General Pacheco, Tigre o San Isidro, se pueden apreciar las grandes extensiones vigiladas, muchas rodeadas de villas miseria. Ante el aumento de los robos, este tipo de residencia se convirtió en sinónimo de seguridad. Pero no se apuntaba a erradicar el foco que impulsa el robo, simplemente se buscó huir, alejarse, obstaculizar el asalto por medio de murallas, cámaras, vigilancia y ejércitos privados. Robar se hacía más difícil. Pero sin erradicar el motor que incita al criminal, lo lógico era pensar que los barrios cerrados serían seguros sólo mientras los asaltantes no tuvieran una estrategia efectiva para conseguir violentarlos. Una década (o década y media) después del furor de los barrios privados, los robos también llegan a estos lugares, que han dejado de ser seguros y comienzan a sufrir sus consecuencias.2

Los prejuicios sobre la violencia y los criterios de veracidad

En La investigación sobre la violencia: categorías, preguntas y tipo de conocimiento, Ingrid Bolívar y Alberto Flórez (2004) comparan los resultados del proyecto “Apoyo al funcionamiento y consolidación del consorcio colombiano de investigación sobre conflicto, violencia y convivencia”, financiado por Colciencias, con las ideas principales de Violence and Subjectivity (Das et al., 2000). Un dato importante del texto se aprecia al discutir cómo comprender “el sentido de la violencia”:

Ante la insistencia de algunos sobre la necesidad de superar el “conjuro” y “el rechazo moralista a la violencia” en aras de una mayor comprensión de su sentido, de sus lógicas y del tipo de actores que produce, se resaltó que la investigación “no puede terminar haciendo comprensible algo horrendo”. En este punto, se enfatizó que la pregunta por “los sentidos de la violencia” puede traer consigo el riesgo de desresponsabilizar a los actores. Al tratar de entender cómo piensan y al entenderlo efectivamente, se puede estar a punto de “justificar lo existente” (Bolívar y Flórez, 2004: 33-34).

Una postura similar es defendida por la UNESCO (Muller, 2002), que no concibe los intentos que buscan diferenciar entre violencia buena y mala, pues cada uno encontraría justificativos para sus actos violentos. En definitiva, se parte de limitar el pensar, y aceptar esa limitación.

No se trata, por supuesto, de justificar la violencia o de poner en duda la certeza de que vivir en un contexto no violento brinda una mejor calidad de vida. Lo que hay que entender es que calificar de horrendo o no un hecho o situación puntual es una trampa de la ideología. Para establecer una escala de valor acerca del acto se lo debe aislar de su coyuntura. Para estudiar la violencia debemos ir más allá de la parálisis del espanto y el horror, tener fuerzas y apertura mental para reconstruir una comprensión transformadora del rol de la violencia en la sociedad contemporánea (Munck, 2007: 1).

Slavoj Zizek propone distanciarnos del “ensueño fascinante de la violencia subjetiva”, la violencia visible, el acto concreto (Zizek, 2009: 9). En el trasfondo del acto se esconde la revelación. Más allá de la violencia subjetiva se esconden dos tipos de violencia objetiva. En primer término está la violencia simbólica enmarcada en el lenguaje y sus formas, aquella que impone un universo de sentido. En segundo se encuentra la violencia sistémica, que sería “las consecuencias (…) del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político” (Zizek, 2009: 10). La violencia subjetiva y la violencia objetiva no pueden percibirse desde el mismo punto de vista.

Lo horrendo, en el planteamiento de los autores colombianos, no es una porción de la realidad, sino simplemente el mero hecho violento, que tiene actores concretos, identificables, objetivos, a quienes no se debe perdonar, pues perdonar es aceptar lo existente. Lo existente, al estar ligado a actores objetivos causantes últimos de la violencia, también es una reducción de la realidad. La idea de aceptar lo existente no busca aquí el reconocimiento global de la coyuntura, sino aceptar que la coyuntura por cuestionar es el desorden que la propia violencia —entendida como lo anormal— implica en el orden general de la realidad. Lo horrendo, en todo caso, no puede ser nunca la violencia, sino las causas que determinen la perpetuación de los actos violentos en una realidad dada. Y el actor puntual y objetivo de este desorden quizás pueda ser víctima de otros desórdenes mayores que no ingresan en el análisis si simplemente se apunta a juzgar el acto violento sin posibilidad de desresponsabilizar al actor. Negando el diálogo se imposibilita una resolución retórica del conflicto.

Aquí comienzan los verdaderos problemas de la inseguridad y la violencia. Para ver con mayor claridad, se podría preguntar: ¿Por qué no ser violento? ¿Por qué no delinquir en nuestras sociedades? ¿Cuáles son los argumentos educativos que garantizan una sedimentación del buen vivir? ¿Qué es lo interesante y reconocido en nuestra sociedad? ¿Cuál es la condena social que recibe, más allá de los parámetros jurídicos, aquel que pudiera generar fortuna desde parámetros no legales?

Para responder a estas preguntas necesariamente debe recurrirse a un sistema de valores éticos y morales relacionados con los discursos cívicos y legales que dan basamento jurídico a nuestras sociedades, o con órdenes de valores que pueden provenir, por ejemplo, del ámbito religioso. La etiqueta de horrendo surge de un orden moral, expresado institucionalmente por la relación entre justicia y derecho. Esto nos lleva a un nuevo problema: los efectos de verdad.

Los juegos de lenguaje en los cuales se articulan las ideas que generan condiciones de verdad sobre lo horrendo de la violencia caen en incoherencias semánticas a la hora de ponerlos en práctica. Así como se cataloga a Latinoamérica como la región más violenta y desigual del mundo, también se puede caracterizar a sus países más violentos como regiones donde la ilegalidad, en términos de corrupción o impunidad, es una práctica corriente. La vida en estos países transcurre en dos niveles: uno discursivo institucional formal, que aboga por un modelo de vida jurídico-legal, y un segundo nivel de instituciones informales que dislocan el discurso legal. Se trata, entonces, de un problema de costumbres.

La sustancia étnica particular, nuestro “mundo de la vida”, que resiste la universalidad, está hecho de costumbres. Pero ¿qué son las costumbres? Todo orden legal o todo orden de normatividad explícita debe basarse en una red compleja de reglas informales que nos dice cómo debemos relacionarnos con las normas explícitas: cómo debemos aplicarlas, hasta qué punto podemos tomarlas literalmente y cómo y cuándo se nos permite, incluso solicita, ignorarlas. Estas reglas informales construyen el dominio de la costumbre. (Zizek, 2009: 189).

Y las relaciones con lo legal en Latinoamérica parecieran estar mediadas por un sesgo de ilegalidad. Justicia, democracia, política, educación, trabajo, familia, todo sufre un creciente desprestigio en las sociedades contemporáneas y sus discursos pierden eficacia y credibilidad. Como explica Shila Vilker:

Ya no hay más grandes instituciones contenedoras de la población, no existen más esas grandes instituciones que acompañaban el suceder de los días. Hoy no tienen lugar como las conocíamos ni la institución laboral, es decir la fábrica, ni la institución escolar. Esas instituciones no regulan más el tiempo y el comportamiento cotidiano. (…) Antes el tiempo se regulaba por horarios rígidos: de 8 a 16, la escuela, de 8 a 18, la fábrica... Pero hoy esos horarios están regulados por el trabajo informal, que es fluctuante, a veces hay, otras veces no, o por una escolaridad fluctuante, porque a veces se va y por un tiempo se deja de ir, porque los lazos no están consolidados con las instituciones.3

La disciplina institucional se ha convertido en indisciplina. En términos laclaunianos, no hay significación hegemónica para significantes-vacíos como el orden, lo justo o lo injusto. No hay argumentos sólidos para extrapolar una significación concreta a la pluralidad de actores que conforman un orden excluyente y polarizado.

La familia ha sufrido modificaciones groseras, si se las analiza desde el punto de vista de los derechos humanos y los propios valores que justifican el discurso de oposición a la violencia. Por ejemplo, encontramos en nuestras sociedades generaciones de adolescentes que llegan a la escolaridad secundaria sin haber visto a sus padres trabajar dignamente, y para algunos las fuentes de subsistencia son simplemente las ayudas estatales. Sin embargo, a esta gente se le exige el mismo respeto a las autoridades y a las instituciones que a cualquier ciudadano. Salud, trabajo, vivienda digna, obra social, aportes jubilatorios e, incluso, igualdad frente a la justicia son cuestiones que no están implementadas en nuestras sociedades y que, sin embargo, constituyen el núcleo central de la comprensión del deber ser social que condena la violencia. Y es en ese ámbito de verdades mentirosas donde la violencia emerge como condición política.

Dislocaciones entre los modelos y los estilos de vida

Los criterios de veracidad son importantes en tanto pueden justificar los modelos de vida impulsados institucionalmente. De acuerdo con Peter Berger, las instituciones proveen a los individuos de recetas o modelos, cuya función es servirles de guía para construir su vida y determinar sus acciones diarias (Berger, 1997: 95-103). Otros autores, como Toffler (1973), coinciden con este planteamiento y sugieren que hay instituciones dedicadas fundamentalmente a brindar un modelo de vida sólido que permita a los individuos sentirse seguros y encontrar sentido a su vida (las iglesias han sido un ejemplo constante de esto). De esta manera, las decisiones cotidianas, que serían infinitas sin una guía rectora, se resumen a proporciones abarcables y manejables por los sujetos (Toffler, 1973: 219). Estos modelos se presentan en sociedad como si fueran los mejores y con un énfasis universal que apunta a que funcionan para la mayoría de los individuos (Berger y Luckman, 2001: 72-105). Según Toffler, cuando éstos llegan a identificarse con un modelo en particular, tomarán todas sus decisiones cotidianas en función de éste, por lo que lo defenderán de toda crítica negativa (Toffler, 1973: 219-220).

Estos modelos no son tomados literalmente por los individuos, sino que sufren dislocaciones al ser puestos en práctica dando forma al estilo de vida. Mientras el modelo de vida es general, el estilo de vida es particular. Berger (2001) considera que las personas actúan cotidianamente en función de rutinas. Éstas no son permanentes, sino que cambian y se readaptan a partir de nuevos comportamientos o conocimientos para resolver problemas (Berger y Luckman, 2001: 42-44). Ahora bien, para que las personas adopten modelos institucionales, éstos deberán ser veraces, beneficiosos y efectivos.

Todo lo visto anteriormente nos muestra que el modelo de vida constitucional-legal ha perdido criterio de veracidad. Y esto nos remite a un nuevo problema que modifica los postulados de Berger y Toffler: los individuos, ahora, establecerán sus estilos de vida a partir de los modelos institucionales, pero sabiendo que esos modelos no funcionan y que tomarlos estrictamente será condenarse al fracaso. Los modelos de vida siguen allí, pero no como ejemplos que seguir, sino de lo que pudo ser (de lo que debió haber sido) y que el desarrollo social ha hecho fracasar. En este marco, serán las instituciones informales las que brinden nuevos modelos de vida con criterio de veracidad avalado. Así, se sabrá que si se debe hacer un trámite no es oportuno seguir las reglas, sino buscar un contacto que las evite; ante una detención o conflicto policial, será oportuno incursionar en el soborno; los contactos serán igual de (o más) importantes para conseguir trabajo que la constancia, la experiencia o los conocimientos; el trabajo no estará bien remunerado (lo que afectará el desarrollo de la familia); el dinero será la base de la felicidad, el consumo la lógica identitaria, y así se podría seguir hasta esbozar un paisaje aún más preocupante.

Como bien explica Zizek (2009: 191), en la Unión Soviética, cuando se quería acceder a mejores servicios, a algún favor o conseguir un nuevo departamento, todo el mundo sabía a quién recurrir, a quién sobornar. Todos eran conscientes de lo que se podía hacer y lo que no y de lo que cada uno podía hacer o no. Tras el colapso y la disolución del bloque, este orden ser rompió y la gente, simplemente, no sabía qué hacer. Nadie tenía en claro a quién recurrir cuando necesitaba algo. Y, justamente, una de las funciones del crimen organizado fue proporcionar un nuevo orden: si te debían dinero o te molestaban, acudías al protector mafioso y éste se ocupaba del problema mientras el Estado era ineficaz.

Cuando el Estado falla, surgen instituciones informales que solventan la necesidad de orden, de previsibilidad. E incluso lo peligroso puede ser legitimado. En este contexto, iniciar el análisis sugiriendo la imposibilidad de aceptar la violencia es una grave limitación y un prejuicio. El problema más grave, probablemente, sea considerar a la violencia como problema real y no como consecuencia de, justamente, la pérdida de efectividad de los criterios de veracidad de la sociedad moderna.

Las causas de la violencia para la seguridad ciudadana

De la pobreza y la desigualdad

Los factores de riesgo pueden clasificarse en tres grandes grupos: a) los relacionados con la posición y situación familiar y social de las personas: sexo, edad, educación, socialización en la violencia, consumo de alcohol y drogas; b) los sociales, económicos y culturales: desempleo, pobreza, hacinamiento, desigualdad social, violencia en los medios de comunicación, cultura de la violencia; y c) los contextuales e institucionales: guerra, tráfico de drogas, corrupción, disponibilidad de armas de fuego, festividades, entre otros (Arriagada, 2001).

Es de destacar que nunca se habla de los axiomas sociales, las pautas de reconocimiento y los valores éticos y morales de la sociedad. Es necesario tener en cuenta estas variables porque, de lo contrario, el discurso apunta a que la violencia y la delincuencia son propiedad de los sectores sociales con problemas y desigualdades. Por ejemplo, para Maltón (ILPES, 1997, citado en Arriagada, 2001: 110), la conducta delictiva depende de la capacidad de los individuos para alcanzar las metas-éxito de acuerdo con su entorno social y con la importancia asignada al éxito económico. Por lo tanto, existe una correlación entre pobreza y delincuencia.

Sin embargo, Susan Woodward (2000), en su análisis sobre la violencia en los Balcanes, advierte que la asignación de subjetividades peligrosas, conflictivas y violentas a una región o grupo social incide tanto en la expansión de la violencia como en la posibilidad de que grupos que no necesariamente sean violentos opten por usar la violencia por considerar que no hay mejor opción. Concretamente, Woodward enfatiza que los conflictos en la ex Yugoslavia no sólo estuvieron signados por los problemas culturales internos, sino por la calificación de “región violenta y peligrosa” que le otorgaron los organismos internacionales que intercedieron en los conflictos. Por supuesto, este tipo de asignaciones subjetivas sirven para legitimar la intervención por parte de diversos colectivos en el conflicto, pudiendo mediar, en el fondo, intereses de todo tipo.

En lo referente al caso latinoamericano, las pandillas, por ejemplo, se han convertido en un eje temático, por sí mismo, dentro de los estudios de seguridad ciudadana (Huhn, Oettler y Peetz, 2006: 8). Y en muchos casos se parte de asignaciones de subjetividad y generalizaciones erróneas que determinan la criminalización de un sector social.

La corriente más extendida dentro de los estudios de seguridad ciudadana considera que la causa fundamental de la violencia es la desigualdad (Briceño-León, 2008). La tasa de desempleo (Núñez et al., 2002; Entorf y Spengler, 2000), los bajos niveles de desarrollo económico y las desigualdades en la educación (Cerro y Meloni, 1999) serían otros factores que influyen en la masificación del problema.

Es destacable la criminalización de la pobreza que subyace a estos análisis. Por supuesto, estos datos están centrados en un tipo de delito y en un modo de acercarse a la violencia que no es el único. La delincuencia no es propiedad de un solo estrato social; posiblemente, un punto interesante por ser estudiado es la relación entre los niveles de delitos comunes y los otros que pudieran darse en otros niveles sociales o, si se quiere, las relaciones entre índices de delitos relacionados con la desigualdad y otros con la avaricia, la corrupción, la especulación.4

Veamos algunos problemas de este argumento. Por un lado tenemos que la desigualdad genera contextos en lo que el sujeto puede decidir seguir los caminos de la violencia. Ahora bien, el delito, si sólo es movido por objetivos económicos, podrá brindar una mejor posición social. ¿Qué sucede si el sujeto eleva su nivel de vida? ¿Deja de delinquir? ¿O una vez que se ingresa al mundo del delito no se sale? ¿Es la desigualdad lo que genera la violencia y la delincuencia o ésta es un simple motor que puede motivar al sujeto a ingresar en este mundo y luego la violencia y la delincuencia se perpetúan por otro tipo de cuestiones, como los niveles de impunidad o el hedonismo y el culto a la riqueza, sin importar los medios por los que se consigue?

En este sentido, es pertinente recuperar algunos aportes de Munck (2007), quien advierte que cuando se buscan comprensiones analíticas se apunta a encontrar causas estructurales de la violencia. Por ejemplo, los conflictos de Irlanda del Norte se explicaron en términos de altos niveles de desempleo entre los católicos, discriminación en términos de hogar y empleo y otros discursos políticos subordinados. La violencia pareciera tener sus raíces en desventajas y discriminaciones sociales, económicas, políticas y culturales. Si bien éstas son explicaciones de fondo, el problema es, como explica Allen Feldman: “La violencia es despojada de cualquier semántica intrínseca o carácter casual. La violencia es tratada como un artefacto patológico y como efecto superficial de su origen” (Feldman, 1991: 19-20). En la práctica, la motivación contextual previa es a menudo una cuestión secundaria y es, de cualquier modo, muy inestable (variable). La violencia es productiva en términos foucaultianos no sólo en término de sus efectos, sino en su construcción de identidades políticas (Munck, 2007: 4).5 Las posiciones subjetivas son construidas y reconstruidas mediante performances (representaciones) violentas en las que la razón ideológica es menos importante que la capacidad, la conducta y la agencia humana (Munck, 2007: 6).

Por otro lado, hablar de desigualdades no es simplemente hablar de pobreza ni de términos económicos. La desigualdad es la base de la complejidad humana y afecta a la totalidad de los individuos y las relaciones intersubjetivas. Pueden hallarse desigualdades (en términos de diferencia-reconocimiento) en educación, salud, inteligencia, capacidad, belleza, destreza y toda la gama de afectos que quieran enumerarse.

En otro sentido, si la desigualdad —por ejemplo, en términos económicos, como estipula el discurso hegemónico de la seguridad ciudadana— fuera el motor del delito, el delincuente no volvería a delinquir una vez superada la desigualdad, volviéndose rico o adquiriendo una posición económica privilegiada. Asimismo, no deberían presentarse casos de delincuentes provenientes de estratos sociales altos ni deberían darse casos de personas que, aun siendo conscientes de sus carencias y limitaciones, optan por mantenerse en los carriles de la ley.

Para demostrar la inexactitud de estas nociones, se puede recordar hechos como la detención en Argentina de un niño rico integrante de una banda armada de adolescentes ladrones6 o el atentado contra el futbolista Salvador Cabañas, jugador del club América mexicano y estrella de la selección paraguaya, en uno de los locales nocturnos más exclusivos de la Ciudad de México, perpetrado por un reconocido habitué del lugar. Cualquier igualación entre delincuencia, violencia y uso de armas con desigualdad, pobreza y exclusión social resulta aquí irónica.

Hay que destacar, entonces, la cuestión cultural no sólo de portar armas, sino de ir a una discoteca con ellas. Esto de ningún modo se trata de un problema de inseguridad. La violencia no es el problema real, sino las pautas culturales de interacción y reconocimiento. El uso de armas, el crimen y las prácticas violentas se han convertido en símbolos identitarios dentro de grupos y tribus urbanas que poco tienen que ver con la pobreza o la desigualdad y mucho con el clasismo, la pertenencia al colectivo y la desilusión frente al sistema. Por ello se torna fundamental analizar el significado simbólico que los diferentes colectivos dan a estas actitudes.

Por otra parte, condenar la pobreza y la desigualdad y asociarlas directamente con la generación de violencia permite una estrategia ideológica de naturalización del buen vivir liberal-individual-capitalista como el deber ser de la vida buena. ¿Será que el problema no son tanto el delito y la criminalidad, sino sus nuevas características de violencia extrema, que determinan que hoy se pueda matar a una persona durante un robo incluso si no opone resistencia y entrega todas sus pertenencias?

A esta altura es pertinente recuperar el trabajo de Isla (2004), quien se sumerge en lo profundo de la delincuencia para analizar su cultura y los valores que subyacen en el mundo de los ladrones. Isla entrevista a ladrones viejos, de la década de los años sesenta hasta los años ochenta, y utiliza sus opiniones para analizar los cambios que se dieron en los años noventa en el mundo del crimen. Si antes existía un código de conducta y el menor uso de violencia era considerado una virtud, los jóvenes delincuentes hoy recurren a la violencia gratuita y descontrolada (Isla, 2004: 95). Viven la delincuencia como una guerra.

Este contexto de descomposición moral no debe resumirse al ámbito de la delincuencia. Por el contrario, se podría sostener que la delincuencia ha sufrido los mismos procesos que pueden relacionarse con otros campos sociales y, fundamentalmente, con las instituciones primarias de la sociedad. Si se quisiera proceder a un análisis de la delincuencia como una subcultura que se desvía de las normas, habría que tener cuidado al determinar cómo se desvía y respecto de qué: desviada respecto a un aparato teórico-jurídico-legal que, a pesar de justificarse como consentido socialmente, es incumplido alevosamente en distintas direcciones; o desviada respecto a un orden institucional-legal deslegitimado, corrompido e inmoral.

Volviendo al tema de las modificaciones violentas en el mundo del delito, si esto fuese consecuencia de la devaluación general de la vida ajena, deberían apreciarse cuestiones similares en otros ámbitos sociales. La guerra nos brinda más argumentos a favor de la devaluación de la vida. Durante la Primera Guerra Mundial, una de cada 20 víctimas era un civil; durante la Segunda Guerra la proporción fue de dos de tres, y hoy se estima que nueve de cada 10 víctimas de guerra son civiles (Keane, 2004: 16). Además, hay que ser conscientes de que cuando la violencia persiste durante mucho tiempo, se naturaliza, y la gente se socializa con la violencia como posibilidad, como rutina, como algo normal (Munck, 2007: 17).

En este último caso, la delincuencia extremadamente violenta podría ser entendida como una dislocación del desorden social imperante en todos los sectores. El problema, nuevamente, vuelve a ser la implosión de los criterios de veracidad modernos. En este sentido, algunas ideas sedimentadas en la década de los años noventa tienen mucho para aportar.

De la globalización, el neoliberalismo y la moral

Muchos estudios consideran que durante la década de los años noventa se generó un incremento de la violencia en la región y apuntan a que esto se encuentra vinculado directamente con las reformas neoliberales que se produjeron en los diferentes países. La globalización y las cuestiones económicas derivadas de ésta son causas de violencia de distinto tipo (Arriagada, 2001; Rodrick, 2001). De acuerdo con estos autores, a raíz de las reformas del Estado, las privatizaciones y las reformas de flexibilización laboral, un gran número de personas perdieron sus empleos o empeoraron sus condiciones laborales y aumentaron los bolsones de pobreza en la región. “La violencia es uno de los reflejos más dramáticos de los procesos de globalización mundial” (Castillo, citado en Carrión, 2003).

Pero propongamos un nuevo análisis de la situación desde perspectivas culturales. Primero, no se puede resumir globalización a neoliberalismo. Segundo, no se trata simplemente de que el modelo neoliberal se expandiera en términos de administración pública durante los años noventa, sino los imaginarios políticos y culturales mediante los cuales se sedimentaba una nueva comprensión de la vida signada por el mercado. La pauperización de la calidad de vida de la ciudadanía y la ineficiencia de las políticas de la década de los años noventa no se deben a la naturaleza ideológica de las medidas, sino a las prácticas culturales informales que rigen el desenvolvimiento político, como la corrupción y el apego a la ilegalidad.

Lo problemático de esta década no fueron simplemente la consolidación de canales de exclusión, la depreciación del trabajo y la educación, y la pérdida de nivel de vida de las clases medias, sino que esto haya ido acompañado de la naturalización de la sociedad de consumo (Bauman, 2009) y la legitimación del mercado como agente de control político, económico y social. Asimismo, es de destacar que en los países de la región se sedimentaron pautas de consumo propias del Primer Mundo.

El consumo se convirtió en foco de construcción de identidades —lo que generó nuevas necesidades axiomatizadas como básicas— y el desarrollo económico en índice de éxito individual y de perspectiva de buen gobierno (Moriconi, 2009). La moral quedó signada al mercado y los criterios de veracidad de la sociedad moderna comenzaron a colapsarse.

En términos de Bauman, la sociedad de consumidores reemplazó a la de productores. En esta nueva sociedad el consumo es la ley de la vida y sus reglas definen las interrelaciones sociales. De esta manera, los individuos son a su vez promotores de un producto y el propio producto que promueven, por lo que están “condenados a promocionar productos deseables y atractivos” buscando “acrecentar” su “valor en el mercado” (Bauman, 2009: 17). Todo fluirá con rapidez en esta sociedad de la modernidad líquida, donde el cambio y las resignificaciones son lo constante. El marketing servirá para propugnar “la apoteosis de lo nuevo” y denostar “lo viejo” (2009: 36). Lo viejo será devaluado y equiparado con lo “anticuado”, lo inútil y condenado a la basura.

En este marco cabe reconocer dos cualidades de nuestras sociedades: el reconocimiento y la alabanza que tienen tanto la figura del rico como la del derroche. Como resalta Bauman (2009: 175), “el despilfarro consumista (…) es signo de éxito, una autopista que conduce directamente al aplauso público y la fama”. En el otro sentido, un pragmático como George Soros comprende que la moral ha sido eliminada:

La principal característica del fundamentalismo de mercado y el realismo geopolítico es que ambos son amorales (la moralidad no entra en sus definiciones). (…) Nos ha seducido el hecho de pensar cuántas cosas podríamos conseguir sin consideraciones morales. Hemos idolatrado el éxito. Admiramos a los hombres de negocios adinerados y a los políticos elegidos sin importarnos cómo han llegado allí (Soros, 2002: 194).

Diversos autores se refirieron desde la teoría política a la imposibilidad de predicar una moral del bien común en el marco de un orden signado por la especulación financiera, el individualismo y el hiperconsumo (Poole, 1993; MacIntyre, 1987; Taylor, 1994). Lamentablemente, los expertos en seguridad ciudadana no dialogan con ellos.

Para Ross Poole (1993: 23) es imposible pensar en actividades altruistas en el nuevo contexto. El egoísmo que es necesario para una conducta mercantil óptima emerge como parte de la misma estructura de la actividad intencionada. La vida social moderna autogenera sus propias contradicciones, ya que funda conjuntos de deseos incompatibles y deseos que no podrán ser nunca satisfechos: “crea cierto concepto de identidad individual, pero no proporciona los recursos necesarios para sostener esa identidad” (Poole, 1993: 211). Este mundo gira en torno a la soberanía del individuo, pero ha destruido las condiciones de esa soberanía por la frustración que genera la proliferación constante de deseos, la debilidad a causa de nuestra obsesión por el poder y la desintegración como consecuencia del individualismo. Estas cuestiones hacen imposible una “práctica racional de la moral, por lo que es probable que, una vez que esto se comprenda, se desee una sociedad en la que la moral sea posible” (Poole, 1993: 212). El propio Soros también reconoce que las bondades del mercado se deben a la falta de escrúpulos: “Los mercados son amorales: permiten que la gente actúe según sus intereses. Imponen algunas normas sobre cómo expresar esos intereses, pero no añaden ningún juicio moral a los intereses mismos. Ésta es una de las razones por las que son tan eficientes” (Soros, 2002: 25). No obstante, reconoce, “no podemos construir una sociedad sin tener en cuenta consideraciones morales” (Soros, 2002: 196). Probablemente, en una sociedad con una moral social inclusiva sedimentada, el contexto de inseguridad se modificaría. Las estrategias y las políticas de paz deben ser conscientes de esta necesidad que, por supuesto, no es técnica, sino política.

Los valores finalistas sedimentados también son un callejón sin salida. El objetivo principal es el poder:

…el individuo ha de tener como fin supremo el logro de fines para obtener otros fines. Ha de buscar, sin descanso y, no obstante, sin éxito alguno (…), poder y más poder. Objetivo complementario, aunque opuesto, es el del consumo: el capitalismo no puede aumentar su capacidad productiva sin un correspondiente aumento de las necesidades de los consumidores. El individuo se convierte en un consumidor infinito, en quien la satisfacción de una necesidad sirve sólo como preliminar para buscar la siguiente (Poole, 1993: 213).

Lo que se alcanza, de esta manera, no es satisfacción, sino frustración. Tal como explica Bauman (2009: 135), aunque la idea del marketing sea la felicidad del consumidor, lo que se debe evitar es la satisfacción duradera debido al peligro que esto conlleva para el mercado y la reproducción del sistema. El aumento de la ansiedad en los jóvenes y los niveles de estrés de nuestras sociedades pueden ser una confirmación del malestar constante que genera el orden social contemporáneo.

Retomando las posturas que indican a la globalización y las reformas políticas de la década de los noventa como un problema, un dato paradójico, y que puede dar indicios de por qué no se considera al orden social como generador de focos de malestar que pudieran producir violencia, es que los propios organismos internacionales y think-tanks que promovieron la necesidad de apertura de los mercados y el neoliberalismo como única posibilidad ideológica para alcanzar el desarrollo, son ahora centros preocupados y dedicados al estudio de la seguridad ciudadana. Reconocer la necesidad de un debate político de fondo que permita y aceptar que las políticas y el modo de vida impulsados en la década de los años noventa están relacionados con el incremento de la violencia sería una tarea autodeslegitimadora por parte de los organismos internacionales, que deberían, entonces, retroceder al pasado para realizar la autocrítica pertinente.

En los análisis de los organismos internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o el Banco Mundial, se ve el apego a la estadística para justificar una situación particular y se trabaja siempre sobre la violencia objetiva, sin ingresar en cuestiones de violencia subjetiva. El debate se cierra en el hecho en sí y en la necesidad de prevención. En este sentido, se despolitiza el tema y se lo convierte en una cuestión técnica que tiende a ser encarada con criterios expertocráticos, cancelando el debate político sobre el orden social. Como expresa el BID, a pesar del carácter eminentemente político de la problemática de la seguridad ciudadana y la violencia, se ha ignorado “que tiene una dimensión de gestión política, que debe permitir que se planteen soluciones técnicas eficaces” (Carrillo-Flórez, 2007: 182). Mientras tanto, los balances del Banco Mundial se nutren de una racionalidad económica y técnica, buscando las ventajas costo-efectivas a la hora de actuar (Buvinic, 2008: 47).

Aunque ambos organismos proponen enfoques interdisciplinarios y multicausales, que incluyen acciones que van desde el análisis de corpus estadísticos hasta inversiones en jóvenes, control de venta de armas, alcohol y drogas, y prevención situacional, no hay debate político abierto. Subyace a los discursos una serie de axiomatizaciones: la violencia (o lo que se quiere considerar violencia) es mala y la estructura social no necesita debates abiertos sobre la vida buena para devenir en una síntesis superadora de la coyuntura. Las causas de la violencia son superficiales y técnicas: arreglos sociales inequitativos; incapacidad del sistema político y las instituciones sociales para resolver los conflictos de manera pacífica; ausencia de cultura cívica o cohesión social; incompetencia de las instancias públicas para enfrentar estos asuntos (Carrillo-Flórez, 2007: 185).

Veamos una enumeración de lo que las acciones que el BID considera efectivas para combatir la inseguridad:

  1. El diseño e implantación de observatorios del crimen y la violencia;
  2. El diseño de campañas para enfrentar algunos de los factores de riesgo conducentes a la violencia, como el abuso del alcohol, el uso de drogas y el porte de armas;
  3. Las intervenciones para la recuperación de espacios urbanos deteriorados;
  4. La profesionalización y modernización de los cuerpos policiales, que promueva el trabajo en colaboración con las comunidades y el desarrollo de nuevos mecanismos para promover la participación de las comunidades hostiles a la presencia policial;
  5. La creación de comités comunitarios de monitoreo del crimen y el establecimiento de mecanismos alternativos de resolución de conflictos, y
  6. La creación y adaptación de estaciones de policía para atender de forma más adecuada a las víctimas de violencia doméstica (Carrillo-Flórez, 2007: 193-194).

Los valores de la sociedad de consumo, la pérdida de los criterios de veracidad modernos, el individualismo, la pauperización de la vida laboral, la sedimentación del mercado como agente de control social, no son variables que ingresen en el debate. Nada de debate complejo, el orden social y el statu quo naturalizado… el fin de lo político. La despolitización de la vida.

Conclusiones y sugerencias: hacia una estrategia de paz y una política de la civilización

Para redefinir el tópico de la seguridad ciudadana y sedimentar un discurso complejo y sin limitaciones teóricas, es oportuno comenzar por entender la violencia y la inseguridad no como el problema real, sino como una consecuencia de la deslegitimación de los criterios de veracidad básicos de la sociedad moderna, entre ellos los discursos jurídicos que, dando materialidad real a las instituciones encargadas de controlar la justicia y la seguridad, proponían una estrategia de paz centrada en el derecho y la legalidad.

El mundo contemporáneo ha caído en una narrativa incoherente en la que, como explica Morin (1998), el bienestar que promovió la civilización occidental genera malestar: individualismo, anonimidad, deterioro psicológico7 en lo referente al sujeto; exclusión, tecnificación, clausura de la ética y destrucción de canales de comunicación interpersonal en lo referente a la comunidad. No hay que olvidar que, en un mundo donde el rédito económico se ha convertido en el índice de éxito —y de reconocimiento social—, las tres actividades más redituables del mundo son ilegales: el tráfico de drogas, el de armas y el de seres humanos. Por supuesto, que estas actividades sean económicamente rentables se debe a la gran demanda que existe a su alrededor. Y para que logren materializarse es necesario un entramado institucional tolerado que incluya la existencia de paraísos fiscales y estrategias de blanqueo de dinero.8 En otras palabras, la ilegalidad y el crimen son ejes centrales del mundo contemporáneo.

La UNESCO aboga por una cultura de la no-violencia centrada en la enseñanza de los derechos humanos y la transmisión de valores como la tolerancia, la solidaridad, el respeto mutuo (Muller, 2002: 60). Para que esto sea efectivo, debe comenzar con un replanteo teórico político de la sociedad que haga verosímil tanto a la no-violencia como al respeto de los derechos humanos. Tal como explica Muller (2002: 60), cuando analizamos todo lo que se hace en nuestras sociedades para cultivar la violencia y todo lo que se hace para cultivar la no-violencia, vemos cuánto está pendiente para organizar la transición de la humanidad de una cultura de la guerra a una cultura de la paz.

Si bien es necesario planificar políticas de derechos humanos y sociales en torno a la violencia, es fundamental prevenir nuevas dislocaciones entre lo enseñado y lo vivido que deslegitimen las propias políticas. Esto significa, por un lado, que las medidas contra la inseguridad deben ser proyectos sociales amplios y no políticas puntuales, y segundo, y en relación con esto último, que no se pueden seguir impulsando visiones técnicas que restrinjan la comprensión social del fenómeno de la inseguridad y la violencia y se centren en el hecho puntual en vez de las motivaciones. Esta lógica de pensamiento es limitada.

Es necesario pensar en una política de la civilización (Morin, 1998) que no se centre en el bienestar —que, reducido a sus condiciones materiales, produce malestar— sino en el bien-vivir. Para ello, es necesario un replanteo axiomático que restablezca (o reinvente) criterios de veracidad adecuados e impulse un modelo de vida pacífico e integrador. Esto es fundamentalmente un problema político, entendiendo lo político no en el sentido tecnocrático de diseño de policies, sino como estudio y meditación de un homo politicus a la busca de una comprensión cada vez más profunda de su realidad interna y externa, y obligado a la recreación constante de su convivencia en la polis (Roiz, 1987: 130). Esta convivencia es la que sufre incoherencias fundamentales en términos de orden legal y moral.

Asimismo, teniendo en cuenta la complejidad social y la imposibilidad de pensar visiones eufóricas del mundo y soluciones finales para el orden social, se debe educar en torno al diálogo y la resolución de conflictos por vías no violentas.

De no ser así, la seguridad ciudadana, más que un tópico científico para solucionar la inseguridad y la violencia, seguirá siendo un discurso que busca relegitimar la democracia-liberal-capitalista intentando solucionar simplemente la percepción de realidades que pudieran desjerarquizar este sistema político. Siguiendo a Deleuze, se puede recordar que así como hay respuestas correctas e incorrectas a nuestros problemas científicos, también hay problemas correctos o incorrectos. Y éste sería un caso equivocado.

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Recibido: 7 de abril de 2010
Aceptado: 12 de julio de 2011

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