Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

Social mobilizations: recent contributions of French sociology

Maxime Haubert*

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* Profesor emérito de Sociología, Universidad de París 1, Panthéon-Sorbonne. Temas de especialización: organizaciones asociativas, acciones colectivas, movimientos sociales, economía solidaria, sociología del desarrollo. 88 Rue de Paris (C-162), 93100, Montreuil, Francia. Correos electrónicos: <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>, <Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.>.

Resumen: A pesar de que las ciencias sociales francesas han perdido una parte de su liderazgo en cuanto al estudio de las movilizaciones sociales, mantienen especificidades importantes, especialmente el papel central que se otorga, en las explicaciones, a las relaciones con la sociedad global y el Estado, y a la reivindicación de los derechos de ciudadanía (por ejemplo, en los motines de los suburbios en 1995). Los estudios recientes tienden a dejar de lado los conflictos laborales para interesarse preferentemente en los movimientos de los “excluidos” o “marginados” y en los militantes que los lideran.

Palabras clave: teoría sociológica, agentes del cambio, movimientos sociales, sociedad civil, Francia.

Abstract: Although French social sciences have lost much of their leadership regarding the study of social mobilizations, they have maintained significant specificities, particularly the key explanatory role attributed to relations with global society and the state and the demand for civil rights (as in the suburban riots of 1995). Recent studies tend to ignore labor conflicts, focusing instead on the movements of those who have been excluded or marginalized and their militant leaders.

Key words: sociological theory, agents of change, social movements, civil society, France.

Francia destaca por la repercusión de las movilizaciones que en varias etapas de su historia, e incluso en los años más recientes, sacudieron a la sociedad y desafiaron al Estado. Podríamos suponer, por lo tanto, que las ciencias sociales francesas destacan también en el análisis que hacen de éstas. Sin embargo, si bien existen efectivamente excelentes estudios sobre el tema, una revisión de la literatura desde 1995 lleva a pensar que su importancia no es tan grande como se podía esperar.1

Antes de entrar en esta revisión —por supuesto, muy esquemática—, es necesario formular algunas precisiones metodológicas.

En primer lugar, a pesar del papel importante, e incluso a veces determinante, que juegan en los movimientos sociales las organizaciones políticas, sindicales o, más generalmente, asociativas, no entraremos aquí en el estudio de estas organizaciones.

En segundo lugar, no se limitará el examen a los trabajos que abordan nuestro tema con un enfoque teórico. Los trabajos de carácter más bien monográfico sobre las movilizaciones que atravesaron la sociedad francesa2 en el periodo reciente pueden, en efecto, ayudar a esclarecer las posiciones teóricas de sus autores y, más allá, a dar una idea más completa de cómo se posicionan al respecto las ciencias sociales en Francia.

La sociedad civil, entre interés general y “corporativismo”

Desde hace aproximadamente 20 años, es muy común la noción de “sociedad civil”, con la cual se intenta, de manera más o menos clara, designar una especie de ente global que reúne todo lo que está fuera de la esfera del Estado. La “sociedad civil” tendría intereses distintos e incluso opuestos a los del Estado y el sistema político. En esta concepción, las movilizaciones sociales se consideran esencialmente como movilizaciones de la “sociedad civil” frente al Estado.

Por eso parece necesario examinar primero la importancia del tema de la “sociedad civil” en la literatura francesa. Ahora bien, llama la atención la cuasiausencia de estudios teóricos, lo que contrasta con una enorme presencia en la prensa y los escritos de carácter político o polémico.

Al respecto, es muy interesante la comparación entre Francia y Esta-dos Unidos. A principios de la década de 2000, se cuentan cada año varios centenares de apariciones del término “sociedad civil” en periódicos como Le Monde o Libération, mientras que en The New York Times difícilmente rebasan una decena (Offerlé, 2003: 7). Observamos, al contrario, que en Estados Unidos se publican cada año un gran número de estudios teóricos sobre la “sociedad civil”, mientras que en Francia los publicados desde 1995 se pueden contar con los dedos de una mano.

Para explicar tal diferencia, se puede quizá plantear la hipótesis de que en Estados Unidos (y más generalmente en los países anglosajones) la llamada “sociedad civil” se considera (con razón o sin ella) como una forma legítima de organización y representación de los actores sociales, y por eso no hace falta tanto reclamarla sino estudiarla. La situación es muy diferente en Francia, donde, cuando se recurre a la “sociedad civil”, es las más de las veces para autolegitimarse, es decir, para “reivindicar la representación de una forma de interés público, e incluso de interés general” (Offerlé, 2003: 8).

Los escritos que enarbolan el concepto de “sociedad civil” tienen, pues, una orientación ideológica bastante marcada.3 Pero eso no es privativo de Francia y tampoco de los escritos periodísticos, políticos o polémicos. En realidad, como intenté mostrar en otro lugar,4 esta orientación ideológica permea todo el discurso actualmente hegemónico sobre la “sociedad civil”, incluso cuando parece ser científico, objetivo o neutral. Por lo tanto, amenaza también los estudios de carácter teórico, como se observa para el caso de los estudios francófonos en los libros de Roger Sue (2003) y Gautier Pirotte (2007): ambos alaban a la “sociedad civil”, pero sin darle un fundamento analítico.

El primero, profesor de sociología en la Universidad de París 5, no opone la “sociedad civil” al Estado sino al sistema político, que considera en crisis. Aboga por un sistema político en el que la “sociedad civil” desempeñaría el papel principal, lo que sería un retorno a los principios mismos de la democracia: llega a afirmar que son los “nuevos mo-vimientos sociales”, de tipo Attac u Oxfam,5 los que encarnan “el nuevo imaginario democrático”.

Por su parte, Pirotte, sociólogo de la Universidad de Lieja (Bélgica), después de haber señalado a lo largo de su pequeño libro las imprecisiones, las ambigüedades y, para decirlo con una sola palabra, la vacuidad de dicha noción, termina afirmando que, sin embargo, su utilización por varios actores es una prueba de que “algo” debe de existir. Es muy significativo, a mi parecer, que la parte del libro dedicada a la acción de la “sociedad civil” se refiere a su papel en las políticas de desarrollo y la “gobernancia” del sistema mundial. Efectivamente, cuando se revisa la literatura francesa al respecto, se observa que dicha noción es de uso mucho menos interno que externo y corresponde a la búsqueda desesperada de actores que puedan, por una parte, sustituir en varios países del “Sur” o del “Este” a gobiernos considerados como despóticos, incapaces o corruptos, y por otra, luchar por una “gobernancia alternativa” a nivel mundial.

Si pasamos ahora a los estudios específicos sobre los organismos que intermedian en Francia entre los ciudadanos y el Estado, notamos que pueden ocasionalmente referirse a la “sociedad civil”, pero sin glorificarla y mucho menos considerarla como una especie de virgen milagrosa. No se atribuye tampoco al concepto ningún poder explicativo o heurístico y sirve únicamente, como en la tradición de la filosofía política desde el siglo XVIII en cuanto a la distinción entre “sociedad civil” y “sociedad política”, para señalar el dominio de los intereses privados o particulares, frente al interés general o público.6

La importancia del último tema en Francia resulta de la contradicción entre la voluntad de la Revolución de 1789 de abolir todos los cuerpos intermediarios entre el ciudadano y el Estado y el hecho de que no obstante, como bien demuestra Pierre Rosanvallon (2004), siempre mostraron una gran resistencia y vitalidad, y acabaron incluso por ser legitimados por el poder republicano.

La fuerza que sigue teniendo en Francia el “modelo político” jacobino hace que se tachen muy a menudo de “corporativistas” las acciones colectivas de varios grupos profesionales para defender sus intereses particulares, afirmando que eso lo hacen “en detrimento del interés general”. Esta acusación se dirige principalmente a dos grupos: por una parte, los pequeños productores (particularmente los agrícolas), y por otra, los asalariados del sector público, los cuales gozarían de un estatuto “privilegiado”, como bien se vio en 1995 y 2007 con ocasión de las huelgas realizadas por los trabajadores de los transportes colectivos contra la reforma de sus regímenes especiales de jubilación.

Ya en la década de los años ochenta, sin embargo, varios estudios (entre otros: Segrestin, 1985; Jobert y Muller, 1987) habían observado que los llamados “corporativismos” habían sido a menudo potentes agentes de modernización de la economía francesa y que expresan en realidad, por parte de los actores involucrados, una demanda de reconocimiento de sus identidades y valores profesionales. Asimismo, los estudios más recientes (Capdevielle, 2001; Kaplan y Minard, 2004) indican que, si muchas luchas tienden a revestir un carácter “corporativista”, es porque sus actores se sienten desorientados en el marco de la mundialización y se niegan a que su porvenir sea sometido a la lógica del “todo mercado”. En realidad, Francia no está “enferma del corporativismo”, como lo denuncian polemistas de derecha, sino de “su dificultad a conjugar los principios del universalismo republicano con un sistema pluralista de representación de los intereses”; esto se evidencia particularmente en la debilidad —en comparación, por ejemplo, con Alemania— de las instituciones paritarias entre organizaciones patronales y sindicales, por lo que unas y otras suelen volverse hacia el Estado como su principal interlocutor o adversario (Kaplan y Minard, 2004: 30-31).

Tanto estos autores como Rosanvallon plantean así la cuestión de una renovación del modelo francés de democracia, para que el ciudadano no sea un individuo indiferenciado, sino reconocido en la pluralidad de sus intereses e identidades. ¿No debería esta pluralidad ser representada de alguna u otra forma a nivel político, redefiniendo la “modernidad política” y la “ciudadanía”? (Barbier, 2000; Lavignotte, 2008; Schnapper, 2000.) Una revisión así, ¿no está en cualquier caso impuesta por fenómenos importantes como la mundialización, la pérdida de legitimidad de las instancias estatales y políticas tradicionales o la creciente diversidad cultural que acarrea la multiplicación de los inmigrantes? ¿No la imponen también los movimientos sociales de los últimos años?

Los movimientos sociales: ¿qué avances teóricos hay?

El tema de los movimientos sociales7 tiene en Francia mucho más importancia en las ciencias sociales que el de la “sociedad civil”. No obstante, como lo hemos adelantado, su peso relativo es sorprendentemente reducido, a pesar de que se puede notar una ligera renovación del interés que genera a partir de 1995. En todo caso, si se hace un recuento de los artículos publicados desde esta fecha acerca de los movimientos sociales y demás acciones colectivas, se observa que sólo representan 3.8% del total de los publicados en las revistas especializadas.8

Eso contrasta con el interés creciente de muchos sociólogos por el estudio de los individuos y de sus interacciones en la vida cotidiana. Con todo, la importancia y la novedad de las movilizaciones colectivas en el periodo reciente volvieron a llamarles la atención. Se publicaron así numerosos y a menudo interesantes trabajos monográficos (que se analizarán más adelante). Y también aparecieron (como veremos) varios libros de alcance teórico, que hacen esperar una renovación de este campo de estudio.

Observemos primero cómo ha evolucionado el análisis de los movimientos sociales por parte de las distintas corrientes teóricas que atraviesan las ciencias sociales en Francia.

Para los estudiosos que siguen refiriéndose al marxismo (Béroud, Mouriaux y Vakaloulis, 1998; Bouffartigue, 2004; Cours-Salies y Vakaloulis, 2003; Lojkine, Cours-Salies y Vakaloulis, 2006), la preocupación esencial es verificar la validez de los principios básicos de esta teoría en cuanto a la lucha de clases. Y contestan (¿por supuesto?) que todo confirma, a pesar de los cambios considerables ocurridos durante los últimos decenios en la situación de los trabajadores, “la pertinencia de una visión de las grandes dinámicas sociales en términos de relaciones de clases, con tal que se actualicen y se renueven las concepciones de Marx” (Bouffartigue, 2004: 267).

Debemos precisar al respecto que, si bien la mayoría de los estudiosos en ciencias sociales han diagnosticado e incluso a menudo celebrado la muerte del marxismo, no por eso la influencia de éste ha desaparecido totalmente y, por ejemplo, puede actuar más o menos disfrazada en la adhesión a Pierre Bourdieu —por parecer quizá menos “arcaica” y más “honrosa”—, u oculta en la búsqueda de una nueva clase redentora por muchos “movimentistas”9 de la izquierda radical.

Alain Touraine, el gran especialista francés de los movimientos sociales, también ha sido muy influido en la formación de su pensamiento por las concepciones marxistas relativas a la sucesión de tipos de sociedad y al enfrentamiento de una clase social dirigente o dominante con una clase popular o dominada; sin embargo, no considera que la lucha de clases radica en una contradicción fundamental entre ellas, ya que no pueden oponerse sin compartir el mismo modelo cultural.

En su obra fundadora al respecto (1984), Touraine afirma que a cada tipo de sociedad (o “sistema de acción histórica”) corresponde un conflicto central entre dos movimientos sociales. En la sociedad industrial, el conflicto se da entre el movimiento de la burguesía industrial y el movimiento obrero. Este último conoce un ocaso irremediable con la transición de la sociedad industrial a la sociedad “postindustrial” (que llama también “programada”), en la cual el lugar central viene ocupado ya no por la organización del trabajo sino por las industrias culturales (de la información y comunicación, la educación, la salud, etcétera). Como la nueva clase dirigente, es decir, la tecnocracia, tiende a controlar o “programar” todos los aspectos de la vida social, la resistencia también debe ser global y, por consiguiente, cultural, para defender la autonomía del “sujeto” individual o colectivo. Pero surge entonces la pregunta de la naturaleza del movimiento social que puede o debe sustituir al movimiento obrero para realizar esta resistencia. En la década de los años setenta, Touraine pone sus esperanzas en distintos tipos de “nuevos movimientos sociales”: estudiantiles, ecologistas, feministas o regionalistas. Pero ya un decenio más tarde debe constatar que estos movimientos han perdido mucha de la importancia que se les prestaba. Acaba, por lo tanto, pensando que la oposición a los aparatos tecnocráticos no la encarna un movimiento particular, y tampoco un conjunto de movimientos o luchas, sino el mero “Sujeto”,10 que defiende su libertad y su identidad, lo que puede desembocar en conflictos pero muy pocas veces en acciones colectivas organizadas. No obstante, se trata seguramente de una situación transitoria, y normalmente el estudio de los movimientos sociales debe tomar un nuevo vigor a medida que se instale el nuevo tipo de sociedad (Touraine, 1984: 338-341; 1993: 35-36).

Mientras tanto, Touraine habla cada vez menos de los conflictos de clases, e incluso de los movimientos sociales, y manifiesta su hostilidad o desconfianza ante la mayoría de las acciones colectivas concretas. En efecto, muchas de estas luchas no son para él sino “antimovimientos sociales, porque son el contrario, la perversión de los movimientos sociales, al reemplazar el conflicto por la búsqueda integrista de la homogeneidad, la cacería del chivo expiatorio, el culto al líder” (Touraine, 1993: 25): así de los varios terrorismos, de los movimientos religiosos extremistas, de los movimientos racistas o xenófobos, etcétera. Y otras luchas, aunque se llevan o parecen llevarse contra los grupos dominantes, no son sino luchas meramente corporativistas, sin ninguna visión global respecto a la sociedad. Es así como Touraine y sus colaboradores condenaron fuertemente la gran huelga que en noviembre y diciembre de 1995 realizaron en Francia los trabajadores de varios servicios públicos. Para ellos, se trata en realidad de una “inmovilidad disfrazada en movimiento”, que no puede llevar sino a la paralización y a la caída de Francia, porque el progreso social no se puede separar del vigor de la economía ni, por lo tanto, de la aceptación de la globalización. Es imprescindible salir de la transición liberal para conseguir conjugar competitividad y solidaridad. Pero los intelectuales, y especialmente los sociólogos, que se solidarizaron con los huelguistas e hicieron “lucir ante ellos la ilusión de una economía pública liberada de las restricciones del mercado y de un Estado benefactor todopoderoso”, jugaron un papel negativo y peligroso y actuaron, en definitiva, contra la formación de un nuevo movimiento social (Touraine et al., 1996).

En los años siguientes, Touraine manifiesta su interés por las movilizaciones de varios grupos marginados desde el punto de vista social (desocupados, indocumentados, etcétera), cultural (inmigrantes) o sexual, en la medida en que defienden los derechos del “Sujeto”.

En el periodo más reciente, se observa una nueva etapa en el pensamiento de Touraine. Mantiene sus posiciones anteriores, pero considera que la mundialización es ahora el fenómeno dominante y que acentúa mucho las características de la transición a la sociedad postindustrial, de tal modo que se imponen las categorías culturales (formando un “nuevo paradigma”) y que se destruyen todas las categorías “sociales”, desde las clases sociales y los movimientos sociales hasta las instituciones sociales y las agencias de socialización. Esto lo lleva a dos tipos de conclusiones. En su libro de 2006 se interesa por los movimientos históricos que deben sustituir a los movimientos sociales, ya que la globalización no interviene a nivel del funcionamiento de la sociedad, sino de los modos de gestión del cambio histórico. En el momento en que desaparece la lucha de clases, el movimiento “altermundialista” podría ser tal movimiento histórico, a pesar de que “no consigue definir claramente en nombre de quién, de qué intereses y de qué concepción de la sociedad está luchando”.11 En su libro de 2010 insiste en que la lucha moral de los Sujetos individuales por la defensa de sus derechos es la única fuerza capaz de resistir los efectos de una economía globalizada y dominada por las altas finanzas, responsable de la crisis que en 2008 amenazó con destruir nuestras sociedades.

Como vemos, el pensamiento de Touraine no está exento de cierto profetismo, que no encontramos —o no en tal medida— en los otros miembros de su equipo. Michel Wieviorka y François Dubet son dos de sus principales colaboradores. Ellos prosiguen y desarrollan su reflexión en cuanto al paso de los movimientos sociales a una “relación directa del Sujeto con sí mismo”, en la cual lucha por su autonomía personal y requiere el reconocimiento de su dignidad (Dubet, 2007; Wieviorka, 2008). Ambos se interesan por la violencia, que interpretan como una manifestación de la ausencia de un conflicto social (en el sentido tourainiano), y que puede llegar hasta la autodestrucción. Wieviorka (1988, 1991, 1999) se dedica en particular al estudio de los “antimovimientos sociales” (fundamentalistas, racistas, terroristas…) que aparecen en periodos de crisis cuando los movimientos sociales son incapaces de tomar a su cargo los nuevos problemas a los que se enfrentan las sociedades.12 Dubet, por su parte, analiza cómo, en un momento en que se pierden las marcas y normas societales e institucionales, cada persona trata de construirse a sí misma a través de la multiplicidad de sus experiencias, y muestra cómo las dificultades de esta construcción pueden explicar el carácter conflictivo o marginal de ciertas conductas individuales o colectivas, especialmente en la escuela y entre los jóvenes que se sienten víctimas de una exclusión, como en los suburbios (banlieues) de las grandes ciudades (1987, 1996).

Touraine y su equipo estuvieron muy comprometidos al lado de los movimientos sociales “populares”, y su método de “investigación participativa” fue especialmente diseñado para actuar como una especie de mayéutica en la formación de dichos movimientos. Ahora bien, durante la gran huelga de 1995, Pierre Bourdieu y sus discípulos, así como muchos militantes de izquierda, los acusaron violentamente de haber “traicionado” “el movimiento social” y de haberse convertido en defensores del liberalismo o, peor aún, del neoliberalismo.

Bourdieu, en cambio, saludó y apoyó a los huelguistas, y a partir de esta fecha no cesó de celebrar las movilizaciones de varios grupos, como otras tantas manifestaciones de un levantamiento contra las políticas neoliberales y el imperialismo estadounidense, y de hacer votos por la formación de un movimiento social europeo. Muchos analistas han subrayado el carácter paradójico de esta actitud, puesto que tanto antes como después de 1995 no se interesó sino de manera muy marginal por el estudio teórico de los movimientos sociales. Por cierto, la relación entre grupos dominantes y grupos dominados se encuentra en el centro de la sociología de Bourdieu; pero si bien ésta se dedica a teorizar las estructuras y los mecanismos de la dominación, no suministra instrumentos para analizar las luchas contra ella. Muy al contrario, estas luchas pueden parecer en el sistema de Bourdieu como casi imposibles.

La separación que realizó del espacio social entre distintos “campos” (champs) excluye, en efecto, la formación de un conflicto central entre las clases. Sobre todo, el habitus del agente social dominado tiende a conformarlo a su dominación, la “violencia simbólica” de la que es objeto lo conduce a interiorizar el orden social, a reconocerlo como legítimo y, por decirlo de esta manera, a aceptar voluntariamente su servidumbre (Corcuff, 2003: 26). Por sus condiciones de existencia, es necesariamente incapaz de llegar a una conciencia suficiente de su subordinación como para poder resistirla. Únicamente el mejor sociólogo puede llegar a un tal conocimiento crítico, pero su desgracia es que los agentes sociales que disponen del capital intelectual o cultural suficiente para apropiarse de lo que dice “suelen tener interés en rechazarlo, mientras que los que tendrían interés en entenderlo no disponen de los instrumentos necesarios” (Bourdieu, 1984/2002: 37-60). La teoría de Bourdieu admite, no obstante, que en determinadas circunstancias, especialmente en los periodos de crisis, el agente dominado puede resistir, pero incluso resistiendo es la mayoría de las veces condenado a reproducir su subordinación (Bourdieu, 1992: 59). Por otra parte, si las luchas revisten gran importancia en su sistema, son más bien muestras de estrategias personales de “distinción” en la competencia que se da en los diversos “campos” para acumular el “capital” correspondiente y mejorar su “posición”. Incluso el compromiso de los militantes es analizado en el marco de su “economía de las prácticas” como una inversión para conseguir varios tipos de “retribuciones”.

La teoría de Bourdieu puede, sin embargo, servir de base para que discípulos más o menos heterodoxos emprendan el estudio de los movimientos sociales. Es así como Lilian Mathieu (2002, 2004, 2007) se inspira en la noción de “campo” para proponer la de “espacio de los movimientos sociales”, que podría ayudar a estudiar las relaciones internas a este espacio entre los distintos movimientos sociales, y externas con otros espacios o campos, especialmente el campo político.13 Asimismo, se inspira en la sociología pragmática de Boltanski y Thévenot (1991) —otros discípulos heterodoxos— para proponer estudiar cómo los distintos agentes sociales dominan las capacidades y destrezas (savoir-faire) específicas de la acción colectiva, que existen ante todo en forma de “objetivaciones de experiencias pasadas”; se trata de un concepto parecido al habitus (sin tener la misma rigidez), que en su opinión permitiría reconsiderar el debate sobre la “servidumbre voluntaria”, explicándose ésta por la ausencia de tales competencias pragmáticas. Del mismo modo, Stéphane Beaud y Michel Pialoux, en su libro ya clásico sobre las violencias urbanas (2003), recurren al concepto del habitus para esclarecer cómo las disposiciones sociales de los jóvenes en los suburbios vienen “fabricadas” por determinados mecanismos estructurales. Es de señalar al respecto el interesante estudio de Gérard Mauger (2006) sobre el motín de 2005, que analiza como una “revuelta protopolítica”. Muestra cómo ha sido acompañado por lo que llama un “motín de papel”, debido a las explicaciones y posiciones contradictorias a que dio lugar, un excelente ejemplo de cómo las luchas sociales pueden ser objeto de luchas simbólicas; en la línea de Bourdieu (2001: 7-12, 33-41), defiende la idea de que la constitución de un “intelectual colectivo autónomo”, que pueda intervenir de manera crítica al lado de los grupos movilizados, es un reto fundamental de estas luchas (2003: 41-42).

Si nos remitimos ahora a las otras corrientes teóricas de la sociología francesa, observamos que en el periodo analizado casi no se han interesado por los movimientos sociales y la acción colectiva, ya sea que se trate, por ejemplo, del individualismo metodológico, con Raymond Boudon,14 del análisis estratégico, con Michel Crozier y Ehrard Friedberg, o de la sociología de la vida cotidiana, con Michel Maffesoli. Es de señalar, sin embargo, que este último ha encontrado en las violencias urbanas de 2005 la confirmación del “retorno posmodernista a las tribus”, que se enfrentan sin ninguna referencia a un proyecto de sociedad (Maffesoli, 2006). En cuanto a Edgar Morin, se ha interesado por varios movimientos (estudiantil, feminista, altermundialista o ecologista), pero desde un punto de vista más filosófico, e incluso militante, que propiamente sociológico.

No puedo terminar esta revisión sin mencionar dos buenos libros que dan una visión de conjunto de las teorías que en distintos países han tratado de nuestro tema. El pequeño libro de Érik Neveu (1996) se presenta como una síntesis muy didáctica del estado de los conocimientos. Publicado unos 10 años más tarde, el tratado de Daniel Cefaï (2007) profundiza el análisis de las principales teorías, esencialmente estadounidenses, y desemboca en una defensa a favor de una rehabilitación de la escuela de Chicago y sobre todo de una renovación del estudio de las movilizaciones en el marco de una sociología cultural inspirada en Jeffrey Alexander y Ron Eyerman y de una microsociología inspirada en Irving Goffman.

Podemos observar al respecto que en los 15 o 20 últimos años la sociología francesa de las movilizaciones ha importado masivamente de Estados Unidos los conceptos y métodos que utiliza. Conserva, por supuesto, algunas especificidades, que se señalarán más adelante, pero no sobresale realmente ahora una corriente especializada y reconocida sobre el tema (como lo fue anteriormente la escuela de Touraine), a pesar de que existan muchos trabajos buenos e incluso excelentes sobre puntos específicos, como veremos en los siguientes apartados. Resulta significativo que rara vez autores franceses sean publicados o incluso citados en las grandes revistas de lengua inglesa (lo que no puede achacarse únicamente a que los anglosajones suelen ser incapaces de leer trabajos escritos en otro idioma).

La influencia de la sociología estadounidense explica también en gran parte el desplazamiento del interés del grupo al individuo, hasta tal punto que muchos sociólogos dan la impresión de olvidar a la sociedad y las condiciones estructurales que impone a la acción de los individuos.15 En cualquier caso, el desplazamiento hacia la microsociología y la psicosociología afecta incluso el estudio de la “acción colectiva”, por lo que el concepto mismo de “movimiento social”, según Cefaï (2007: 464), “ha envejecido mucho”:16 sería de muy poca utilidad para dar cuenta de una situación que actualmente se caracteriza por una multitud extremadamente heteróclita e inestable de actores y de acciones, sin que se pueda percibir un mínimo de coherencia o convergencia en los intereses y los proyectos.

Otra consecuencia es la orientación “pragmatista” de los estudios: tienden a interesarse mucho menos por el “porqué” de las movilizaciones que por el “cómo”, es decir, se deja de lado el análisis de los factores de las acciones colectivas para focalizarse en las modalidades de desarrollo de cada acción concreta.

¿Una renovación de las temáticas?

Las temáticas estudiadas en el periodo reciente en Francia son más o menos similares a las que se estudiaron anteriormente o a las que se estudian del otro lado del Atlántico. Algunos puntos interesantes deben destacarse, sin embargo.17

En primer lugar, las reflexiones, sobre la lucha de clases siguen teniendo más importancia que en muchos otros países y se han renovado con la mundialización. Todos los estudiosos están de acuerdo en el hecho de que este fenómeno ha introducido un cambio radical, ya que el Estado-nación (cuya figura tiene un peso tan particular en Francia) ha sido el marco fundamental de formación y de actuación de las clases. Todos admiten también que el grupo y el movimiento obrero han perdido gran parte de la importancia que tenían antaño: el número de obreros ha sufrido una disminución drástica, el grupo se ha fragmentado en una multitud de subgrupos cuyos intereses son cada vez más diferentes, y la fuerte cultura obrera que estructuraba los suburbios rojos (“les banlieues rouges”) se ha desvanecido prácticamente, aún más dado que en esta cultura de clase jugaban un papel central partidos y sindicatos cuya influencia ha disminuido de manera considerable. La opinión general es que los principales problemas de nuestra sociedad no conciernen ya tanto a la “explotación” de los trabajadores sino a la “exclusión” de la que son víctimas capas crecientes de la población. Paralelamente, los conflictos recientes tenderían a desplazarse del campo de la remuneración y organización del trabajo a otros campos, sociales o culturales.

Las interpretaciones, sin embargo, son muy divergentes. Para unos (esencialmente marxistas o bourdieusianos), la lucha de clases, a pesar de haberse transformado, no sólo permanece sino que se ha amplifi-cado mucho con la mundialización y la liberalización de las economías. Añaden que es erróneo oponer los conflictos laborales y los otros tipos de conflictos, y que en la mayoría de los conflictos populares predomina un rechazo a los valores del neoliberalismo. Sin embargo, admiten que las segmentaciones y contradicciones de los conflictos actuales dificultan mucho, incluso a nivel nacional, la formación de un frente contra una burguesía mundial que se ha movilizado y fortalecido de manera importante. Para otros especialistas, por el contrario, la sociedad no puede ya analizarse esencialmente con referencia al enfrentamiento de clases, y tampoco, para algunos, al conflicto entre grupos dominantes y dominados. Claro está que, como los sociólogos tourainianos, pueden compartir la idea de que los avances del capitalismo liberal exigen una resistencia que abarque todos los aspectos de la vida, pero afirman que los conflictos laborales o profesionales han perdido mucha importancia o se han vuelto principalmente corporativistas, y que predominan ahora los conflictos o movimientos motivados por la defensa de las identidades o de la autonomía personal, así como por la reivindicación de una vida digna.

Ya que no puedo aquí detallar los argumentos de unos y otros, me limitaré a señalar que la mayoría concuerdan en recalcar la importante dimensión política que suelen tener los movimientos. Los conflictos laborales o profesionales se dirigen las más de las veces al Estado como adversario o interlocutor principal, y es también el caso para los “antimovimientos sociales”. En cuanto a los distintos movimientos “alternativos”, desempeñarían, según muchos analistas de izquierda, una función de oposición y propuesta política muchas veces abandonada por las organizaciones políticas institucionalizadas (en un contexto caracterizado por una creciente autonomía del “campo militante” con respecto al “campo partidario”), así como una función de socialización política de los actores populares, especialmente de los que pertenecen a grupos marginados. De todos modos, los analistas coinciden generalmente en señalar que la mayoría de los conflictos recientes son motivados, al menos parcialmente, por un rechazo de las discriminaciones, marginaciones o exclusiones, es decir, por una demanda de reconocimiento de la ciudadanía: ya sea para poder beneficiarse de los mismos derechos económicos, sociales o culturales que los demás ciudadanos, o para poder ejercer plenamente los derechos que corresponden a la ciudadanía a nivel directamente político, en el marco nacional o internacional, en cuanto a las decisiones que inciden en el porvenir de la colectividad.

Otro punto interesante en las reflexiones recientes se refiere al papel del individuo en las movilizaciones. Ya he señalado que el interés de los especialistas tendía a desplazarse del grupo movilizado al individuo. Ahora bien, eso puede realizarse en dos direcciones (muchas veces complementarias): la primera, relativa al individuo como objeto o motivo de las movilizaciones, y la segunda, al individuo como actor de éstas. En el primer caso, los estudiosos en ciencias sociales se interesan, al estilo de Touraine y su equipo, por la lucha del “sujeto” para defender su autonomía y su identidad. En el segundo caso, los estudiosos pueden referirse, como lo hacen también los tourainianos, a la manera como se construyen las identidades personales en las luchas colectivas. Pero el eje principal del análisis es el comportamiento de los que se movilizan. Se observa así en los últimos tiempos la aparición de una multitud de trabajos sobre los militantes, que se inspiran más o menos directamente (incluso en la escuela bourdieusiana) en las teorías estadounidenses relativas a la “movilización de los recursos” (Sawicki y Siméant, 2009). Una de sus conclusiones principales es que, a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, con los militantes obreros, los compromisos son ahora múltiples y variables (Sala Pala, 2009: 10), y reflejan así de algún modo lo que François de Singly (2003) llama la “identidad fluida” del individuo.

El aporte de los estudios monográficos

Entre los distintos movimientos o conflictos que se dieron en Francia durante los últimos 15 años, cuatro categorías son interesantes para mi propósito, porque han motivado numerosos estudios por parte de los especialistas en ciencias sociales: los conflictos laborales, los movimientos de los “excluidos” o “precarizados”, los movimientos “altermundialistas” y las violencias urbanas.18

Tratándose de los conflictos laborales, es por supuesto la gran huelga de 1995 lo que divide principalmente a los analistas; unos afirman que este conflicto “corporativista” es la manifestación de un “gran rechazo” (Touraine et al., 1996) de la necesaria modernización, así como la confirmación del ocaso del movimiento obrero, y otros, que desbordaba con mucho la defensa de los intereses de los huelguistas (especialmente en cuanto a la perennidad de los servicios públicos) y que, por otra parte, ha confirmado la actualidad de los conflictos relativos al trabajo y, más generalmente, de la lucha de clases. Han subrayado también que los huelguistas gozaron de una importante simpatía por parte de la población francesa, a tal punto que se pudo hablar de “huelgas por procuración”. Pero incluso los marxistas admiten que esta solidaridad no abarcó a los inmigrantes ni a los jóvenes de los “barrios difíciles”, y de todos modos se limitó a la simpatía. Aunque con diferencias en las apreciaciones al respecto, todos observan también que la huelga de 1995 hizo resaltar las divisiones de los asalariados entre el sector público y el sector privado, así como entre los trabajadores estables y los precarizados.19

Tratándose de los trabajadores del sector privado, y especialmente de los obreros, es de recalcar que los conflictos que protagonizan tienden a desaparecer del horizonte de los sociólogos. Por cierto, la época de las grandes huelgas obreras parece pertenecer ya al pasado. Pero si la conflictividad laboral suele tomar otras formas (huelgas puntuales, paralizaciones más o menos parciales de la producción o de la comercialización, plantones, secuestro de dirigentes, absentismo, recursos jurídicos, etcétera), no por eso ha cesado de ser un componente esencial de la vida obrera. Correr un tupido velo sobre esta conflictividad puede parecer un poco prematuro si se considera que los obreros siguen suponiendo más o menos una quinta parte de la población activa.

La situación es muy diferente en cuanto a nuestra segunda categoría, los movimientos de los “excluidos” o “marginados”, de los “sin” (sin vivienda o sin vivienda estable y decente; sin empleo o sin empleo estable y decente; sin documentos, en el caso de los inmigrantes “clandestinos” o en “situación irregular”) o de los “precarizados” (víctimas de una precariedad económica, social o jurídica).20 A pesar de que su peso demográfico (y, por supuesto, económico) es mucho menor que el de los obreros (para no hablar del conjunto de los asalariados),21 sus movimientos han suscitado un interés considerable tanto en los estudios sociológicos como en el universo mediático, debido por cierto a su novedad, al luto que se lleva por la lucha de clases, y quizás en parte a una cierta compasión por estas personas que, siendo desprovistas de canales de expresión en el espacio público, necesitarían sociólogos para traducir sus problemas e inquietudes.

En cualquier caso, las movilizaciones de los “excluidos” constituyen, a diferencia del movimiento obrero, un desafío para la teoría: un desafío que se refleja en la evolución de las denominaciones aplicadas a estos grupos —de los “excluidos” a los “sin” y de los “sin” a los “precarizados”— y en la extrema dificultad que tienen los autores en definir estos conceptos. Tratándose, por ejemplo, de los trabajadores desempleados, Robert Castel (1995: 713-714) consideró que su inutilidad para el sistema hacía imposibles sus movilizaciones; cuando se produjeron, en 1997-1998, Pierre Bourdieu (1998: 102) las calificó como “milagro social”. De manera general, todos estos grupos enfrentan para movilizarse obstáculos que parecen casi imposibles de salvar: la precariedad de sus condiciones de vida, la ausencia de capital social y muchas veces de capital cultural, la valorización negativa de su estatus, la poca experiencia que tienen en las luchas, la gran heterogeneidad de sus situaciones y la fuerte dependencia de la actuación del Estado. Y sin embargo, a pesar de todos estos obstáculos, han realizado en los últimos decenios numerosas movilizaciones.

Para analizar estas acciones colectivas, los estudiosos se han interesado, por una parte, en las motivaciones de los actores movilizados, y por otra, en el papel de los militantes que les ayudaron a movilizarse. En cuanto al primer punto, se ha subrayado que, si bien este tipo de movilizaciones desmiente que hemos entrado en una era de “reivindicaciones posmaterialistas”, sin embargo es muy importante la dimensión simbólica de la acción colectiva, porque en ella los actores pueden recobrar una identidad positiva, así como su dimensión política, porque corresponde a una demanda de ciudadanía. Son estas dos mismas dimensiones las que se ponen también de relieve en cuanto al papel casi siempre determinante de los militantes o activistas, porque son ellos los que elaboran los marcos simbólicos imprescindibles para que la injusticia y la lucha contra ella cobren un sentido para los grupos involucrados, porque son ellos también los que movilizan los apoyos en el espacio público y orientan la acción colectiva hacia una interpelación del Estado y de sus políticas, mucho más allá de la mera solicitud de ayudas o concesiones puntuales o personales.22 En este sentido, los analistas han señalado el carácter muy mediático de las acciones realizadas y la utilización de la desobediencia civil como señas de una nueva forma de militancia y de acción política.

Encontramos en el movimiento altermundialista23 el mismo tipo de acciones espectaculares, que infringen el derecho en nombre de un “derecho superior”;24 por ejemplo, cuando sus activistas desmontan un restaurante McDonald’s o siegan campos de maíz transgénico. Bien es verdad que estas acciones radicales pueden, al parecer, suscitar alguna simpatía o incluso adhesión a los principios que los inspiran, pero eso no impide que los grupos involucrados sean extremadamente minoritarios. Y se puede emitir la hipótesis que no son minoritarios porque sus acciones son radicales sino que, a la inversa —como lo señaló Johanna Siméant (1998: 435) para el caso del movimiento de los indocumentados—, sus acciones son tanto más radicales dado que son más minoritarios, porque necesitan imponerse de algún modo frente a los que compiten con ellos en el espacio público. En todo caso, la utilización de los recursos mediáticos impone en la opinión la idea, por una parte, de que existe efectivamente un movimiento altermundialista —mientras que sólo existen grupos muy dispersos, o unidos por relaciones muy endebles (Cefaï, 2007: 465)—, y por otra, que este movimiento propone efectivamente un proyecto alternativo, mientras que sus componentes comparten por cierto un rechazo al neoliberalismo pero están muy lejos de haber elaborado un proyecto que tenga un mínimo de precisión y coherencia (Béroud, 2004: 256; Mauger, 2003: 37; Touraine, 2006: 53).

Las similitudes con los movimientos de los “sin” proceden del hecho de que los activistas o “empresarios de la protesta” pertenecen las más de las veces a los mismos grupos y más generalmente a la misma clase media, con un capital social y cultural relativamente elevado.25 En cualquier caso, uno de los puntos más interesantes de los estudios recientes es el análisis de las desigualdades que existen entre los militantes y activistas en función de la importancia del “capital militante” (Matonti y Poupeau, 2004) de que disponen, un “capital” que han acumulado en sus distintas experiencias y que pueden valorar no sólo en el “campo” puramente militante, hasta llegar a una cuasiprofesionalización, sino también en otros campos, como el político o el mediático.

Bajo la influencia de Pierre Bourdieu, se ha llegado a llamar “el movimiento social” al conjunto que formarían el movimiento altermundialista, los movimientos de los “sin” y las acciones de los asalariados cuando rebasan las reivindicaciones inmediatas. Sin embargo, se trata de una construcción ampliamente imaginaria y de algún modo mesiánica, que omite las divisiones entre grupos y grupúsculos, la ausencia de un proyecto común, así como la existencia de otros movimientos tanto o más fuertes, especialmente en la derecha del espectro político. Con todo, es cierto que los actores de esta nebulosa han contribuido no poco, cada uno a su modo, a abrir nuevos horizontes tanto para los fines de las acciones colectivas como para sus modos de operar. Al respecto, se ha hablado (Mouchard, 2002) de la utilización por los activistas de un “radicalismo autolimitado” —según el concepto elaborado por Jean Cohen y Andrew Arato (1992)—, especialmente en la medida en que recurren a una violencia simbólica más que ofensiva o física.

En el caso de las violencias urbanas, protagonizadas por jóvenes de los llamados “barrios difíciles”, cambiamos evidentemente de universo. Estas violencias han dado lugar a una profusión de publicaciones26 y también a una profusión de interpretaciones, motivadas en su mayoría por la búsqueda de culpables. Es así como se ha echado la culpa de los motines de 2005 (que abrasaron muchos suburbios de las grandes ciudades durante varias semanas después de la muerte accidental de dos jóvenes inmigrantes que pensaban ser perseguidos por la policía) a responsables tan diversos como: el sistema capitalista, que produciría necesariamente la exclusión de una parte importante de la población; la sociedad francesa, por su carácter capitalista, racista y neocolonial; la política urbanística, que tendería a encerrar a los trabajadores inmigrantes en “ghettos” desprovistos de los servicios públicos normales; la policía, que consideraría como (posibles) delincuentes a los jóvenes de las clases populares, particularmente cuando tienen cara de inmigrantes; el ministro de gobernación en estas fechas, Nicolás Sarkozy, por sus provocaciones despreciativas hacia los jóvenes y su papel de “bombero pirómano”; el modelo jacobino francés de integración, que no admitiría ni reconocería, como en los países anglosajones, las diferencias étnicas o culturales; o, por el contrario, la cultura de los inmigrantes del Magreb y la África negra, que les haría imposible integrarse en la sociedad francesa; la religión islámica, que no podría sino envenenar este “choque de civilizaciones”; la crisis general de la sociedad, que acarrearía una fractura entre el Estado y la “sociedad civil”; la juventud actual, que habría perdido todas las normas de la vida en sociedad; los cantantes de rap, quienes alimentarían el odio a las autoridades, a las instituciones y a la patria francesa; y hasta los sociólogos, por enseñar a los jóvenes que “el sistema” es responsable de todas sus desdichas…

Sin embargo, todos los especialistas que han profundizado en el estudio de las violencias urbanas en Francia concuerdan más o menos en las mismas interpretaciones;27 muestran cómo las experiencias vividas por los jóvenes de los “barrios difíciles” tienden a producir en ellos sentimientos de frustración y de exclusión que pueden desembocar en violencias cuando se consideran víctimas de una gran injusticia, especialmente por parte de la policía; observan que los motines no tienen nada de un movimiento social, por su carácter espontáneo y por la ausencia de proyecto e incluso de reivindicaciones explícitas; niegan también que los motines y, más generalmente, las violencias tengan algún carácter étnico o religioso. Por cierto, los jóvenes inmigrantes (o descendientes de inmigrantes) reaccionan a discriminaciones de las que piensan ser objeto. Pero, precisamente, sus violencias no manifiestan un rechazo del modelo francés de sociedad ni una demanda de reconocimiento de su diferencia sino, muy al contrario, una demanda de ciudadanía y de integración, es decir, la exigencia de que les sea plenamente aplicado el modelo francés de integración y, por lo tanto, que la república cumpla las promesas que implica para ellos como para los demás ciudadanos. Dicho de otra manera, las violencias no traducen el “fracaso” de este modelo sino, muy al contrario, su éxito.

Esa convergencia global en las interpretaciones no impide, por supuesto, que los especialistas hagan resaltar preferentemente tal o tal punto. Y no faltan tampoco los que tienden a caer en cierto miserabilismo, viendo en los inmigrantes mártires de todas las explotaciones, exclusiones y opresiones del mundo, o cierto populismo, saludando en los amotinados una especie de vanguardia del “movimiento social”.28

Con todo, las posiciones de los especialistas son muy diferentes sobre las políticas de lucha contra las discriminaciones, y el proyecto del gobierno de Sarkozy de establecer lo que se denomina “estadísticas étnicas” ha suscitado polémicas intensas entre ellos. En los países anglosajones es muy normal hacer un recuento de la población en función de sus orígenes o características étnicas o religiosas, mientras que en Francia eso está prohibido por la concepción unitaria de la nación que inspira el modelo jacobino. Ahora bien, unos analistas opinan que, sin caer en el comunitarismo, un tal recuento sería necesario para poder luchar mejor contra las discriminaciones, argumento que niegan otros (entre los que me encuentro), para quienes se trata de un instrumento peligroso y además inútil, porque los investigadores disponen de otros medios eficaces para analizar este problema.

Para terminar, quizá sea interesante volver a tocar brevemente algunos puntos que parecen relativamente específicos de los estudios franceses sobre el tema de las movilizaciones sociales.

En primer lugar, como he observado al principio de este “balance”, casi no existen estudios teóricos sobre la “sociedad civil”. Eso puede quizás explicarse por el hecho de que, en el modelo francés de Estado-nación, son los ciudadanos individuales los que deben estar en relación con el Estado, y no la supuesta “sociedad civil”. En todo caso, hemos visto que este modelo, con lo que implica en cuanto a la manera de tomar en cuenta las diferencias, está en el centro de las reflexiones sobre la relación entre los grupos movilizados y el Estado.

El carácter central de este modelo podría también contribuir a explicar que el análisis de dicha relación sea objeto de luchas teóricas o simbólicas más fuertes que en muchos otros países. Es muy sintomático de estas luchas el hecho de que las relaciones de intercambio entre las distintas escuelas teóricas sean muy endebles, y eso a pesar de que pueden, a menudo, llegar a conclusiones casi idénticas, como en el análisis de las violencias urbanas.

Otra consecuencia es la gran sensibilidad de los estudios a la coyuntura social y política. Cuando se produjo el “milagro social” del movimiento de los desempleados, en el invierno de 1997-1998, algunos analistas afirmaron que eso había provocado una ruptura radical en la problemática de los movimientos sociales; sin embargo, en los últimos 10 años casi no se han publicado trabajos al respecto. Del mismo modo, los motines de noviembre-diciembre de 2005 desencadenaron lo que Mauger ha llamado un “motín de papel”, con centenares de publicaciones en pocos meses, pero de este motín no quedaron sino algunas cenizas… hasta que los vientos levantados por las últimas violencias urbanas en Villiers-le-Bel (en noviembre de 2007) soplaron sobre las brasas y consiguieron volver a encenderlas un poco.

Eso lleva a observar que existen en los estudios franceses relativos a nuestro tema algunas zonas oscuras o ángulos no explorados. Por lo menos, el análisis de determinados puntos merecería sin duda ser profundizado. Me limitaré aquí a dos temas que me parecen importantes. En primer lugar, sería interesante estudiar con más detalle por qué algunas movilizaciones tienen un carácter tan coyuntural: por ejemplo, por qué desde 1998 han cesado prácticamente las movilizaciones de los desempleados, y eso a pesar de que su situación no ha experimentado ninguna modificación notable. Asimismo, no se han estudiado suficientemente, a mi parecer, las características de la solidaridad con los actores movilizados: por ejemplo, cuando se trata de los desempleados, por qué la solidaridad con los grupos movilizados en 1997-1998 fue muchas veces menos activa entre los mismos desempleados y más generalmente en las clases populares que en las clases medias intelectuales. ¿Pero no ocurriría algo similar con el movimiento zapatista en México?29

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Recibido: 23 de marzo de 2011
Aceptado: 31 de agosto de 2011

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