Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

The identity of young people in the era of globalization

Juan Antonio Taguenca Belmonte*

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* Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona. Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo-Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades. Temas de especialización: juventud, ciudadanía, democracia. Carretera Pachuca-Actopan Km 4.5, San Cayetano, 42084, Hidalgo.

Resumen: La identidad de la juventud de hoy es múltiple y diversa y está atravesada por procesos históricos y dimensiones sociales que la estructuran en amplitud, contenido y forma. Esto da como resultado diferentes formas de ser joven. El consumo es sólo una de las dimensiones de análisis de la identidad juvenil, pero es importante para su comprensión. En este trabajo se analiza cómo esta dimensión ayuda a entender la identidad de los jóvenes en los tiempos de la globalización.

Palabras clave: identidad, juventud, globalización, consumo, recursos.

Abstract: The identity of today’s youth is multiple and diverse and is influenced by historical processes and social dimensions that structure its scope, content and form. This results in different ways of being young. Although consumption is only one of the dimensions in the analysis of youth identity, it is important for its understanding. This paper discusses how this dimension helps explain the identity of young people in the era of globalization.

Key words: identity, youth, globalization, consumption, resources.

Analizar el consumo1 como una dimensión constitutiva de la identidad juvenil (junto a la familia, el género, la clase social, la educación, el territorio y las relaciones sociohistóricas entre y dentro de las edades)2 permite atender uno de sus polos conformadores. Esto es novedoso en la medida en que aporta un nuevo elemento, que ha crecido en importancia con la llegada de la globalización, para el estudio y la comprensión de los jóvenes.

Dos son los objetivos que se concatenan en el trabajo; lejos de ser incompatibles, dan el juego necesario para el desarrollo de la temática que abordamos: el debate teórico y epistemológico sobre el concepto de identidad juvenil y la elaboración conceptual necesaria para su tratamiento. Ambos objetivos se entretejen en el texto como entramado comprensivo de la juventud a través del consumo, sin que ello signifique que sea la única opción para su análisis.

Hablar de identidad juvenil supone preguntarse desde qué perspectiva gnoseológica estamos abordando el objeto de estudio del que nos ocupamos.3 No es lo mismo que nuestro punto de partida sea empírico —con lo cual atendemos a una diversidad reconocible pero corriendo el riesgo de que las diversidades de formas nos sumerjan en contenidos contingentes difícilmente alcanzables—, que lo que tratemos sea edificar teóricamente una diversidad interpretativa sobre una pareja de conceptos unidos con fines analíticos.4 Nosotros pretendemos lo segundo, puesto que nuestro interés está inscrito en la posibilidad teórica de un concepto, que al establecerse en principio como polisémico tiende a limitar su valor heurístico como fundamento de conocimiento sobre la realidad empírica a la que se aproxima interpretativamente.

Ello es así porque al ampliar los significados reducimos su comprensión específica, negando con ello lo general en aras de la multiplicidad de especificidades que dan origen a las semánticas del concepto que estamos abordando. Ello no es óbice para que no podamos realizar análisis de la identidad juvenil a través de las dimensiones que la conforman en menor o mayor medida.

Con el abordaje propuesto ganamos intensión en lo que digamos de las dimensiones, al mismo tiempo que perdemos extensión y concreciones no contenidas en las que hemos considerado. Pero queda claro que nuestro objetivo no es describir realidades concretas, que dan como resultado identidades juveniles reconocibles, sino un análisis conceptual y relacional que nos permita establecer, a través de la dimensión de consumo, una teoría que sirva para el trabajo empírico.

El concepto de identidad que buscamos aquí no es el que remite a la igualdad ni el que hace referencia a lo idéntico de dos componentes. Nos interesa aquí un tercer sentido: el de la identidad entendida como el “ser sí mismo”5 de una persona con respecto a los demás. Esto nos conecta al apartado anterior, puesto que el “ser sí mismo” de una persona se relaciona con el sistema social y con los “otros” en un doble sentido: de adaptación y de integración. En efecto, es este doble sentido de las relaciones apuntadas el que nos proporciona las claves que decodifican el “ser sí mismo” como un todo relacional con funciones codificadoras. Nos encontramos aquí con un “ser sí mismo” como sujeto objetivado en el que se encuentra el sistema social codificado, pero también ante un “ser sí mismo” como individuo subjetivado en el que se halla la relación con otros individuos también subjetivados, cuya particularidad es que para ese individuo subjetivado son “otros significativos”6 que lo interpretan y decodifican y, por lo tanto, lo objetivan, incluso para él mismo. Es decir, se es un “sí mismo” a condición de ser al mismo tiempo un

otro generalizado reconocido socialmente. De ahí parte la objetividad del “yo”, su subjetividad parte del otro lado: del lado del “sí mismo” particularizado por combinaciones materiales, culturales, simbólicas, normativas e institucionales únicas e irrepetibles. [Por lo tanto], la subjetividad nace de esa combinación de objetividades, pero también de las relaciones intersubjetivas comunicativamente mediadas en las mismas. Ambos aspectos son constitutivos del “sí mismo” como persona (Taguenca, 2008: 4).

Si desde el primer significado que ut supra señalábamos no existe una diferenciación de identidades diferente a las funciones sociales que se asumen desde el segundo, el marco comunicativo nos da cuenta de las posibilidades reales de los signos que permiten una práctica conjunta definitoria de identidades diferentes: ese “ser sí mismo” de una persona con respecto a los demás que va más allá de los roles sociales que se interpretan, pero no de los campos donde son interpretados.

Es en el segundo aspecto mencionado donde debemos centrarnos, ya que es en éste donde aparecen las diferencias necesarias que posibilitan hablar de identidad, no de función social asumida e interpretada en roles preestablecidos. Si en el primero de los casos —el de identidad— tenemos individuos con capacidad de elección, intención y acción —aunque no en términos absolutos ni en todos los campos de la existencia, y aun en la fase actual del capitalismo prioritariamente en el consumo—, en el segundo —el de la función social interpretada a través de roles— nos encontramos delante de sujetos coartados por normas y reglas estructurales que reproducen el sistema a través de intenciones y acciones individuales conformes a la integración y el orden social existente.

Es entonces el camino que conduce a una identidad individual diferenciada de las otras —reconocida como diferente por los otros—, aunque sea desde un punto de vista simbólico, que no práctico, lo que nos interesa. No es el camino que nos lleva a una diferenciación con base en funciones y roles que las cumplen, con un trasfondo de estructuras representadas a través de un marco normativo institucionalizado. Lo primero prioriza al individuo frente al sistema social, aunque éste se encuentre en él de maneras diversas y no siempre explícitas; lo segundo ignora al individuo, convirtiéndolo en componente sistémico que reproduce al propio sistema desde su integración funcional al orden social existente. Pero esto no nos debe hacer olvidar que, elijamos el camino que elijamos, no son las consecuencias lo que los diferencia, sino los métodos utilizados para llegar a ellas. Pero, ya sea desde el plano individual o desde el plano del sistema social, nos encontramos que la integración y el orden social son condiciones necesarias para el funcionamiento de la sociedad y, por lo tanto, forman parte de la identidad individual, independientemente del camino emprendido para conseguirla: desde el plano de las relaciones entre los individuos y las estructuras sociales que preceden a dichas relaciones y las norman en sentidos concretos de comportamientos socialmente admitidos que acaban por remitir a la unicidad: “ubicación dentro de un mundo social [como] resultado de un proceso [en el que se sitúan] aquellos rasgos […] distintivos, sean de una persona o de una clase, en el sentido lógico del término. Estos rasgos son múltiples, lo cual señala la pertenencia a una gama amplia de identidades posibles y situacionalmente localizadas” (Aguilar, 2005: 143). Esta amplia gama viene limitada, sin embargo, como nos lo recuerdan José Carlos Aguado y Mariana Portal (1991), por la propia configuración simbólica de la identidad, cuyas dimensiones son de permanencia, distinción y semejanza frente al “otro”, pero también de exclusión: “como punto de identificación y vinculación, sólo a partir de su capacidad de excluir, de dejar fuera” (Hall, 1990: 5). En todo caso, la posibilidad de establecer identidades sociales depende de la capacidad de apropiación de significados de los propios actores (Castells, 1999).

Los “otros” entran dentro de la identidad de diversas maneras. En forma positiva, inclusivamente, donde los “otros significativos” inciden en la conformación del “uno” desde un adentro interiorizado que dota de unidad a lo diverso y se clasifica según un orden de importancia interpretado socialmente y no cuestionado por el sujeto; exclusivamente, forma en la que, al estar fuera los “otros generalizados”, establecen una mirada de reflejos mutuos con el “uno” que actúa como constante composición del “yo”. En forma negativa: en oposición, donde el juego de afirmaciones identitarias depende de las correspondientes negaciones y donde todo “uno” representa un “otro opuesto”; y en negación, que implica un “otro ocultado” como medio de conservación de la unidad del “uno”.

Llegados a este punto, se evidencia que la identidad se constituye de diversas formas, que contienen rasgos distintivos que se pueden priorizar e incluso combinar con efectos analíticos y teóricos. Esto permite adecuar las posibilidades heurísticas del concepto de una manera más precisa que las definiciones cerradas, pero sin posibilitar un acercamiento definitivo.

Modelos teóricos de identidad

Muchos son los autores que se han acercado, desde distintas perspectivas, a la identidad con fines teóricos. Aquí sólo vamos a abordar algunos de ellos, no con un afán exhaustivo, sino tratando de abarcar las principales ideas que están detrás de la teorización del concepto. Aclaremos desde el principio que no pretendemos clasificar las teorías de la identidad con base en algún principio articulador que nos permita hacerlo. Antes bien, lo que queremos es limitar los abordajes a un número manejable. Ello nos permitirá elegir mejor entre ellos, sus componentes y relaciones, lo que finalmente redundará en una mejor teorización de nuestro concepto, pues lo que pretendemos es analizar la identidad juvenil a través del consumo, sin por ello considerar que sea la única dimensión analítica existente.

El concepto teórico de identidad posee algunos elementos centrales que es necesario atender en su especificidad si queremos desarrollarlo de tal forma que nos sirva para alcanzar la finalidad señalada. Al respecto:

Un elemento central [de la identidad] es el de unicidad; en este sentido es posible remitir el término a la idea de self o del sí mismo. Remite a una ubicación dentro de un mundo social y es resultado de un proceso de situar aquellos rasgos que son distintivos, sean de una persona o de una clase, en el sentido lógico del término. Estos rasgos son múltiples, lo cual señala la pertenencia a una gama amplia de identidades posibles y situacionalmente localizadas (Aguilar, 2005: 143).

La cita es interesante en un doble sentido. En primer lugar, porque remite la unicidad —el “sí mismo”— al mundo social, y en segundo, porque esa ubicación deviene de un proceso en el que se sitúan rasgos distintivos que son múltiples de una forma lógica. Ésta no afecta a la multiplicidad de identidades posibles dependientes de la situación, el lugar y las dimensiones estructurantes: familia, etnia, clase social, género, etcétera. Así pues, tenemos una unicidad formada por una multiplicidad de elementos contextuados, pero no se trata más que del “uno” como consecuencia de sus condicionantes y, por lo tanto, pese a su especificidad combinatoria éste mantiene rasgos comunes con los “otros”, aunque también diferencias. El resultado son identidades fragmentarias y múltiples que no dejan de serlo por ello.

Lo anterior permite entender la identidad no como un todo constituido de una vez, sino como una combinación de elementos que se adecuan a las circunstancias estratégicamente al poseer los individuos una caja de herramientas culturales apropiadas para cada situación y lugar (Swidler, 1997). También nos posibilita comprender que las singularidades son fruto de múltiples combinaciones sociales que las reproducen constantemente, aunque de maneras diferentes. Por último, esto hace posible atender teóricamente el juego de las alteridades interrelacionadas en contextos comunicativos y campos de acción distintos, posicionándose en adscripciones de orden jerárquico a través de las relevancias otorgadas a las adscripciones en cada momento. Esto explica por qué las personas actúan privilegiando la consecución de los fines que les parecen relevantes y no tomando cursos de acción erráticos que atiendan al mismo tiempo y sin jerarquía a todas las alternativas posibles que podrían alcanzar, aunque en diferentes tiempos.

Otra perspectiva teórica, de hecho la opuesta a la que hemos visto, es la que parte de un relativismo identitario. La propuesta la hacen algunos autores posmodernistas, como Kenneth Gergen (1992), que plantean la existencia de una amplia gama de modelos posibles de individuo o persona. Esto les hace decir que el yo contemporáneo se estructura de tal forma que las identidades particulares dependen de las situaciones que se presenten. Nos encontramos aquí ante identidades múltiples que se adaptan a diferentes entornos mediante una relación simbiótica cuyos mecanismos no explican estos autores, aunque se hace visible su deuda con un darwinismo de tipo social cuya base es comunicativa en sus medios y estratégica en sus fines. Ello conduce a ampliar el campo de la acción, de hecho lo desborda, pues restringe los modelos tradicionales de comportamiento recíproco, las reglas de conducta aceptadas, las normas reguladoras y las sanciones a las desviaciones. Esto hace decir a Miguel Ángel Aguilar:

Del mismo modo, en esta sobreabundancia de posibilidades para el yo o el self no sólo se exceden las normatividades sociales, sino que también hay una redefinición de los límites de aquello que se consideraba como normal en relación con la naturaleza del cuerpo o la expresividad corporal natural. De aquí que algunas de las discusiones sobre identidades en ciertos grupos etarios, en particular los juveniles, sean sobre la escenificación de la diferencia a través del cuerpo (tatuajes, peinados, ropa; en fin, lo que ha sido llamado “la facha”). De la misma manera que la elaboración de referentes no sólo se remite ya a los contenidos de éstos (qué se es), sino a las modalidades cambiantes de acceso a estos referentes, es decir, las prácticas que pueden dar acceso a ellos (un cómo se es, a partir del consumo, uso de espacios, pertenencias grupales), o bien dimensiones más amplias como lo puede ser la misma idea de velocidad o transformación acelerada (Aguilar, 2005: 144).

La cita es amplia y nos ofrece algunas ideas interesantes que van en el sentido apuntado más arriba, de desbordamiento del campo de acción. Esa redefinición de los límites de la que nos habla Aguilar en relación con el cuerpo y su expresividad, pero que alcanza sobre todo a las juventudes, nos hace cambiar el tipo de pregunta en torno a la identidad: se pasa de preguntarse por el “qué es” a preguntarse “cómo se es”. Esto cambia el enfoque totalmente, pues pasamos de una pregunta teórica a una pregunta empírica, y nos negamos así la posibilidad de explicar regularidades a cambio de centrarnos en la descripción de particularidades. La identidad queda así subsumida en una tautología: se es como expresivamente se manifiesta, no como interiormente se es en la determinación de lo manifestado. La crítica estriba en que el “cómo” no puede sustituir al “qué” como pregunta de investigación sobre la identidad, pues ambas son distintas y sus respuestas no pueden ser de otro modo que aproximaciones a parcelas diferentes: la primera, a la observación de lo que se nos ofrece a los sentidos; la segunda, a una configuración del pensamiento que media entre la razón teórica y los datos desnudos a través del método.

La tercera perspectiva teórica que abordamos es la que considera la identidad en términos culturales, concretamente dentro del ámbito de los sistemas de pensamiento en los cuales la dinámica de la socialización tiene lugar. Aquí, como nos dicen Aguado y Portal (1991), la identidad se ha definido como una construcción simbólica formada por las dimensiones de la permanencia, la distinción frente al otro y la semejanza entre dos elementos. Esto limita las identidades posibles y sus niveles y restringe los campos de acción donde pueden moverse y hacen necesario un principio articulador que ordene los elementos que dan forma y contenido a la propia identidad. Pues bien, Aguado y Portal encuentran el mismo en la ideología, a la que entienden como un conocimiento capaz de reproducirse a partir de prácticas aisladas que son vistas como naturales y que estructuran la vida colectiva, proporcionando de manera consistente marcos de acción dentro de los cuales se fraguan referentes eficaces para dotar de sentido las acciones de sujetos y colectividades.

El problema de esta perspectiva, sin duda, radica en que restringe en demasía la formación de identidades, pues ubicar su posibilidad sólo en la ideología nos hace olvidar la materia y la relación que el hombre tiene con ella a través del trabajo como elemento importante para esa visión del mundo de la que nos hablan los autores. Además, no atiende, en ese afán de unificar la identidad a través de un principio que articule y ordene al mismo tiempo, a la heterogeneidad ni a la discontinuidad como elementos de la identidad; o, como recuerda Rodrigo Díaz (1993), no considera a los actos de poder que, borrando las distancias individuales y las diferencias internas, son también formadores de una noción de identidad con fines instrumentales y estratégicos. Lo último permitiría abordar los referentes que están detrás de la adscripción social y de la propia identidad, desde el punto de vista conflictual, en las etapas históricas de su formación, y desde el punto de vista de su uso, en los momentos en que no se hallan en discusión, aunque sus significados valorativos los hagan irreconocibles con respecto a los que les dieron origen. Por último, olvida las posibilidades constitutivas que se encuentran en la pertenencia a un grupo, red social, marco institucional, y en la distinción u oposición a los otros.

La cuarta perspectiva teórica que examinamos es también culturalista, en el sentido de que parte de la cultura para pensar la identidad. Esta perspectiva pone su énfasis en un nuevo objeto de estudio: “convertirse”, que tiene detrás relaciones cambiantes de poder, cultura e historia, olvidándose de esta forma del “ser” como una esencia autoconformada. La definición la da Stuart Hall:

Las identidades culturales son los puntos de identificación, los inestables puntos de identificación y sutura, creados dentro de los discursos de historia y cultura. No son una esencia, sino un posicionamiento. Así, existe siempre una política de la identidad, una política de la posición que no está garantizada en ninguna “ley de origen’ trascendental” (Hall, 1990: 226).

Considerar la identidad como un posicionamiento permite pensarla en términos de identificación, pero de una identificación en permanente proceso de articulación en el que un “otro” diferenciado simbólicamente juega un papel importante. No existen para Hall características esenciales del sujeto que constituyan su identidad. Para este autor, lo que hay son trazos históricos correspondientes a situaciones y contextos de identificación diferenciados que la forman no sólo afuera sino también a través de la diferencia. De esta manera:

A través de su formación, las identidades funcionan como puntos de identificación y vinculación sólo a partir de su capacidad de excluir, de dejar fuera. Toda identidad tiene su “margen”, un exceso, un algo más. La unidad, la homogeneidad interna, que el término identidad trata como fundacional, no es una forma natural de clausurar, sino construida, toda identidad nombra como necesario a otro, por silenciado o innombrable que fuese, a aquel que “falta” (Hall, 1990: 5).

La importancia que da este autor al “otro” nos parece significativa, ya que remite la identidad no sólo a una cuestión del “uno” y su relación con el entorno, donde estarían los otros, aunque en una forma difusa y poco apreciable, sino a un proceso de configuración recíproca entre el “uno” y el “otro” que se encuentra mediada históricamente. En éste el poder juega un papel importante en la elaboración de referentes que crean proximidades y distancias en torno al “uno-joven” y el “otro-adulto”, que se institucionalizan y permiten prácticas antagónicas que se insertan en un espacio simbólico que delimita el campo de acción y que lo convierte así en un estilo de vida reconocible para los de adentro y controvertible para los de afuera.

Llegados a este punto es importante decir, como lo hace Manuel Castells (1999), que la posibilidad formadora de las identidades depende de que los actores sociales sean capaces de internalizar significados en los que convergen elementos tan diversos como la geografía, la biología, las instituciones, la memoria colectiva, las fantasías personales y las revelaciones religiosas.

Los efectos de la globalización en la identidad de los jóvenes

La globalización incide de múltiples formas en los procesos de conformación de identidad de los jóvenes de la presente generación:7 en una forma externa, cambiando las estructuras coercitivas que coartan su libre accionar8 —ahora más difusas, aparentes e ilusoriamente transformadoras de la “realidad social”,9 pero que permanecen en lo sustancial como determinantes de las intenciones que se hallan detrás de la libre acción de los jóvenes en los “campos sociales”.10

Los campos sociales son importantes para conocer lo que sucede con la identidad y las estructuras de poder que inciden en ella de diversos modos: estableciendo intenciones adecuadas y herramientas para la acción que permitan la consecución de cursos de acción exitosos adecuados a la intención previa, y constriñendo normativa e institucionalmente creencias, actitudes y conductas. Ello, independientemente de si estamos ante actores que ocupan posiciones dentro de los campos, ante agentes externos que aspiran a obtenerlas, o ante individuos excluidos de los mismos. Todos ellos están socializados para jugar en diversos campos sociales visualizados. Esto condiciona su conciencia de sí mismos, es decir, su identidad, desde su actuar en el mundo a través de herramientas sociales —capacidades—, pero también condiciona la intención imaginada y la acción posible de realizarse, atendiendo en este aspecto a estructuras sociales definidas institucionalmente, con modelos comunicativos que fundamentan interacciones configuradoras de “mundos de la vida”11 asumidos individual y colectivamente como reales.

Ello no quiere decir que los campos sociales sean inamovibles, si bien las consecuencias de la globalización así parecen indicarlo. Lejos de esto, pueden transformarse —si ciertas condiciones se dan— en un sentido amplio que abarca tanto los aspectos materiales como los de organización, lo que acaba por afectar las propias estructuras que sostienen los campos, los aspectos institucionales, las normas de juego, las intenciones, las herramientas para la acción, las acciones mismas y los comportamientos de los jugadores internos y externos, así como sus interacciones comunicativamente mediadas. En una palabra, se cambia el camino —“campo social”—, lo cual tiene como consecuencia que se desplace el horizonte —“mundo de la vida”— y que el caminante —“actor”, “agente”, “individuo”— también cambie.

Las transformaciones apuntadas producen en la identidad cambios en un plano extensivo —agrupa objetos reunidos en un mismo conjunto— e intensivo —reúne las características que posee cada uno de los objetos—, y colonizan así planos enteros del sistema social y de la personalidad que no habían sido previamente codificados en términos de dominio y sumisión. Esto se produce a través de una aceptación individual, no sujeta al escrutinio de la razón y que, por lo tanto, debe ser incondicionada, del sistema económico, cultural, simbólico, de la personalidad y de la sociedad dominantes: fin de la historia como fin de las ideologías que oculta lo ideológico detrás de ese fin, indicador del pensamiento único.

Los cambios son sistémicos y afectan a los sujetos en tanto que cambian la conciencia que tienen de “sí mismos”.12 Ambos aspectos se unen en un proceso de individuación13 profundo que trastoca lo colectivo y fragmenta la unidad social, entendida como un todo de solidaridad mecánica y aun orgánica,14 sin que por ello deje de atender a la “integración social”,15 ahora entendida como proceso continuo de consumo permanente y variado, que es forma y lugar integrador del individuo al colectivo y de éste a aquél, permanencia de unidad social y unidad individual, parte y todo que condiciona las libres intenciones y proporciona las herramientas del accionar posible, constructor del mundo de la vida como marco de integración social por medio de la legitimación funcional o del control ejercido estructuralmente.16

El proceso, que por simplificación llamamos globalización, condiciona también intenciones a través de un cambio en las creencias de lo posible y en las actitudes que accionan su consecución. Para ello, el espacio simbólico se transforma por medio de la comunicación mediada de símbolos que cambian de lugar, dejando incondicionado el espacio histórico —éste sigue configurando la distribución de recursos tanto materiales como simbólicos—, haciendo posible que surjan intenciones individuales en un marco condicionado colectivamente, pero negado en su conjunto como condición de las mismas, lo cual hace aparecer al individuo como libre y racional y no objetivado históricamente por procesos de dominación que lo traspasan, funden y confunden, escondiéndolo tras el velo de una ilusión de libertad. Esta libertad no es tal, pues su elección se halla sujeta a un rango objetual, aunque no determinada en unidades de objeto precisas. No obstante lo cual, lo importante aquí es que la elección de los individuos se encuentra convenientemente orientada hacia el consumo más adecuado según la posición que ocupan en un campo concreto. Ésta da a los individuos los recursos materiales y de orientación que necesitan para la adquisición de los objetos que les permiten mantener su posición. Éste es un juego circular que no tiene fin y que es un fin en sí mismo del sistema social basado en el consumo.17

El proceso señalado es de dominación y tiene como consecuencia destacada la ocultación del “sí mismo”18 como objeto interno y externo poseído y traducido como tautología de la propia conciencia de sí, última responsable de las intenciones transformadas en acciones calculadas medidas con base en su probabilidad de éxito. En este proceso el libre albedrío se transforma en sentido común, dando origen a la conciencia de ser en el mundo como “certeza de quién soy”, que puede ser o no adecuada en sentidos adaptativos a la “realidad social” del individuo. La no adaptación genera un tipo de “anomia”, “alienación” y “extrañamiento” asociado con fenómenos de “estigmatización” pero que, en todo caso, convierte la esperanza en desesperanza y la expectativa en decepción.

Identidad juvenil en los tiempos de la globalización

Para elaborar el concepto de identidad juvenil en los tiempos de la globalización partimos de la necesidad que el mismo tenga un carácter teórico y no empírico. Esto imposibilita tratarlo desde el punto de vista biológico, rango de edad.19 Por lo tanto, debemos encontrar en otro lugar aquellos rasgos comunes que definan a esta categoría social como propia y que nos permitan conformarla como concepto teórico, por un lado, y relacional —relacionado con el consumo— por el otro.

La juventud se constituye como una identidad de tipo individual dotada de cuatro características señaladas por Michel Foucault (2005: 172), a saber: “Es celular (por el juego de la distribución espacial), es orgánica (por el cifrado de las actividades), es genética (por la acumulación del tiempo), es combinatoria (por la composición de fuerzas)”. La última característica señalada por Foucault es especialmente útil, ya que muestra el carácter distributivo de las fuerzas. Pues bien, estas fuerzas son sociales y remiten a una distribución del poder por edades desigual. En este sentido, hay que atender a que

es en la forma del “otro generalizado” que los procesos sociales influyen en la conducta de los individuos involucrados en ellos y que los llevan a cabo, es decir, que es en esa forma que la comunidad ejerce su control sobre el comportamiento de sus miembros individuales, porque de esa manera el proceso o comunidad social entra, como factor determinante, en el pensamiento del individuo (Mead, 1982 [1934]: 185).

Aquí estamos ante una forma de reproducción social que se define mediante la generalización de los otros y que da forma a una identidad bien definida por esa misma generalización que reproduce a la sociedad.

¿Podemos hablar de identidad juvenil global? No en un sentido estricto. Pero vayamos por partes. En primer lugar, los jóvenes se identifican por una convención que nace de la necesidad política de administrarlos: el rango de edad, variable biológica, no social. Desde esa perspectiva nos es más útil identificar generaciones. Una generación comparte estructuras sociales, económicas y culturales comunes y agentes socializadores que la dotan de símbolos equivalentes —interpretados en los mismos sentidos, aunque puedan diferir los términos usados— que cumplen con su función de reproducción e integración social desde los planos de los principios que se dan por descontado, las intenciones que se dan por asumidas y las herramientas para la acción transformadas en capacidades. Es esta socialización común, unida a las estructuras, lo que configura un contexto histórico en permanente movimiento: proceso que el individuo interioriza y manifiesta hacia el exterior, transformando desde una creación condicionada su “mundo de la vida”, pero dejando lo incuestionado —la dominación—, que queda como caja negra vacía de conocimiento, aunque sustento de todo saber y acción.

Ahondando en el sentido expresado en el párrafo anterior, debemos apuntar que la globalización, que es una fase más del desarrollo del sistema económico capitalista, va unida a un cambio de modelo social que tiene implicaciones no sólo en el plano económico sino también en las esferas cultural, política y de comunicación. Al respecto, debemos considerar este cambio no sólo desde una perspectiva macro-social, sino también —y esto nos parece importante— desde las consecuencias en el nivel micro, más concretamente en la identidad.

No se deben considerar, pues, únicamente los alcances geográficos y las estructuras sociales que alcanzan al individuo desde las instituciones. Hay que consignar también los alcances que dichos cambios tienen en la conciencia de sí mismo que posee el individuo. Ambos aspectos —estructura social y conciencia individual de sí mismo— forman las intenciones, las herramientas para la acción y la acción social individual y colectiva misma. Lo hacen desde un cálculo racional que une medios y fines confinados, por un lado, por las capacidades sociales adquiridas en la socialización que se unen a prácticas sociales admitidas basadas en cálculos probabilísticos de éxito y, por el otro, a intenciones surgidas de la interiorización de una “conciencia de sí” cuyo origen es estructural —por lo menos en cuanto a los limitantes y las negaciones de lo posible— y que son interpretadas como libre albedrío y llevadas al campo de la acción social.

En este contexto, lo primero a destacar es que la globalización supone un cambio fundamental dentro del propio modelo capitalista. Nos referimos aquí a que el énfasis pasa de la producción al consumo. Esto no es sólo un cambio con repercusiones importantes en la esfera económica; es también un cambio con repercusiones profundas en las construcciones de identidad. Si en la anterior etapa del capitalismo el trabajo definía al individuo y clasificaba a éste en una comunidad que los marxistas llamaron clase social, en la nueva etapa los individuos quedan desagrupados de su conjunto de pertenencia, que se originaba en su actividad productiva, para quedar aislados y al mismo tiempo integrarse a un conjunto mayor y más difuso: los consumidores.20 Esto no significa que este nuevo modelo carezca de instituciones y normas reconocibles. Lejos de ello, éstas permanecen, aunque con una nueva configuración tanto en alcances como en contenido.21

La sociedad de consumo que viene a sustituir a la sociedad de la producción necesita acrecentar la individuación, desarticular cualquier tipo de comunidad política lo suficientemente activa y poderosa para transformar el statu quo existente y colectivizar el consumo a través de individuos desagregados. Paradójicamente, esta sociedad necesita de aquello que destruye —la comunidad, lo colectivo— para permanecer, pero también necesita de esa destrucción, consecuencia inevitable del acrecentamiento de la individuación, para crecer. Pero si no crece, también desaparece. ¿Cómo resolver esta aparente paradoja? Decimos aparente, pues nos parece que estamos ante una falsa paradoja. El proceso de individuación que se da no es libertario sino condicionado a un fin sistémico. En efecto, el consumo objetual y del “sí mismo” —sujeto a una conformación del individuo con base en su propia objetivación como objeto de consumo—22 dota de una identidad individual que identifica al mismo tiempo que permite subconjuntos de pertenencia social no permanentes, pero que igual fungen como integradores en el plano económico, cultural, simbólico, político y social. En este sentido, la unidad de consumo no es individual sino grupal y el grupo forma un colectivo que identifica tanto al individuo como al grupo por los bienes y servicios adquiridos en un momento dado. Los consumidores se hallan disgregados en parcelas exclusivas que sirven para identificar pertenencias y excluir.

Los jóvenes no escapan de esta dinámica del consumo como una de las dimensiones que definen su identidad en los tiempos de la globalización.23 Al respecto, generan una identidad basada en el consumo de sí misma, desde lo individual y lo colectivo, que se relaciona dinámicamente con otras dimensiones: familia, etnia, género, clase, educación, espacio e historia.

En los jóvenes actuales se da un desplazamiento de la “ética del trabajo”,24 como importante para la conformación identitaria, hacia el consumo. En este sentido, Zygmunt Bauman señala:

Recordemos que la preocupación por la adquisición de los bienes y servicios que se pueden obtener sólo mediante el mercado ha tomado el lugar que antes ocupaba la “ética del trabajo” (aquella presión normativa de buscar el significado de la vida, y la identidad del yo, en el papel que uno desempeña en la producción, y en la excelencia del desempeño de ese papel que se demuestra con una carrera exitosa) […] La orientación del consumo que guía la vida individual puede servir adecuadamente, a nivel social, como factor principal de integración social (Bauman, 2010: 186, 199).

Integración social mediante el consumo individual, permanencia del orden político a través del acceso de una “mayoría restringida”25 a productos y servicios. De esa manera, para los consumidores la demanda de objetos ocupa el lugar de las demandas sociales y su oferta la posición de la política. Los efectos aquí son creadores de identidad, también para la juventud, en cuanto son definidores de símbolos colectivos que afectan a la conciencia del sujeto, restringiéndola a su equivalencia de consumo alcanzado. Esto genera individualidades libres de elegir entre productos que integran socialmente, al mismo tiempo que clasifican entre individuos con recursos suficientes (“los nuestros”) y los que no los poseen (“los otros”). En último término, para los individuos sin recursos la elección se vuelve control políticamente administrado de sus objetos de consumo y de ellos mismos en cuanto que no se hallan integrados sistémicamente.

Conclusiones

El “nosotros los jóvenes” se conforma sólo a través de equilibrios inestables de orden y conflicto en los que lo dado y la creación se manifiestan en continuas pugnas por el dominio de los campos simbólicos y materiales. Esto hace de la identidad juvenil algo frágil —”líquido”— que escapa al teórico que pretende una definición uniforme con características bien definidas.

Es paradójico que un concepto como el de identidad —que hace referencia a lo idéntico, a lo igual, al ser sí mismo de una persona respecto a los demás— sea el referente de una juventud plural y cambiante cuya única uniformidad es el rango de edad (variable cuantitativa, no cualitativa). La paradoja puede resolverse desde un punto de vista teórico, al menos parcialmente, desde la construcción múltiple y en transición del “ser sí mismo de una persona joven”.

Los modelos teóricos sobre identidad nos ayudaron a resolver parcialmente la paradoja apuntada en el párrafo anterior, cómo abarcar la pluralidad desde la identidad. Así, buscar los rasgos distintivos que nos permitan dar cuenta de la unicidad, plantear la existencia de una amplia gama de posibles modelos de individuos, considerar la identidad dentro del ámbito de pensamiento en el que la socialización tiene lugar o basar la misma en lo que se van a convertir los jóvenes, son perspectivas muy distintas pero que, en todo caso, permiten edificar teóricamente la identidad juvenil.

A lo anterior hay que añadir las posibilidades teóricas que ofrecen las dimensiones que atraviesan la identidad juvenil. En este artículo hemos considerado una de ellas, de creciente importancia: el consumo. Ésta se relaciona con otras: familia, etnia, clase social, género, educación, espacio e historia. Unas y otras son interdependientes entre sí y se condicionan mutuamente, aunque el espacio y el tiempo contengan a todas las otras.

El consumo clasifica y compone grupos juveniles por lo que sus miembros consumen, lo que permite una clasificación que remite a relaciones de poder entre jóvenes coetáneos y entre distintos tipos de jóvenes con distintos tipos de adultos. Ambos tipos de relaciones se constituyen con base en la aceptación o enfrentamiento ante la “cultura dominante”,26 que en la actualidad es global y de consumo.

De este modo, partiendo de un concepto de identidad juvenil, inabarcable por su atomización, hemos llegado a una concreción teórica, que no es única ni unívoca ni permanente, pero que tiene la virtud de indagar sobre una de sus dimensiones principales, la del consumo. Este modo de proceder no niega la posibilidad de otras dimensiones para el análisis; al contrario, hace posible una perspectiva más compleja y abarcadora al tener en cuenta la introducida en el presente artículo.

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Recibido: 14 de enero de 2015
Aceptado: 5 de febrero de 2016

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